SINGLADURAS
VIAJE AMERICANO
Concha Espina
INTRODUCCIÓN
Concha Espina nace en Santander en 1869. Séptima de diez hermanos de una familia acomodada, contrae matrimonio con Ramón de la Serna y Cueto en 1893 y se trasladan a Valparaíso, Chile, donde su marido intenta sacar a flote los negocios familiares. Allí da a luz a sus hijos Ramón y Víctor. En plena crisis del 98 regresan a Cantabria, donde nacen sus hijos José, que muere al poco tiempo, Josefina y Luis. Los problemas conyugales y económicos separan a la pareja, y Ramón parte a trabajar a México. Ella acabará en Madrid en 1908, materializando la ruptura del matrimonio.
Sin dejar de colaborar en distintos periódicos, como hace tiempo viene haciendo, se centra en su obra literaria. Publica su ensayo sobre las Mujeres del Quijote en 1903; sus poemas Mis flores en 1904, con prólogo de su amigo y protector Menéndez Pelayo; y —siguiendo el consejo del mismo don Marcelino de dejar a un lado el verso, pues «la vida es prosa»— su primera novela y primer verdadero éxito, La niña de Luzmela, en 1909.
Cosecha múltiples éxitos con su obra narrativa. En 1914 y en 1924 recibe premios de la Real Academia Española por La esfinge maragata y Tierras del Aquilón, respectivamente. Además, en este último año, es nombrada hija predilecta de Santander y Rafael Cansinos publica Literaturas del Norte, obra crítica donde repasa la producción de la escritora. La Hispanic Society de Nueva York le otorga el título de miembro honorario en 1925 y en 1927 Alfonso XIII le concede la Orden de la Damas Nobles de María-Luisa y gana el Premio Nacional de Literatura por su novela Altar Mayor. Candidata al Nobel de Literatura en tres ocasiones (1926, 1927 y 1928), no alcanza el galardón al parecer por el único voto de la Real Academia Española, que también rechaza su ingreso en la misma en dos ocasiones, 1928 y 1941. En 1929 es invitada por el Middlebury College, en Estados Unidos, a hablar de su narrativa y Alfonso XII le pide que lleve un mensaje a los pueblos de habla hispana. De ese viaje surgirá la obra Singladuras. En julio de 1934 se separa jurídicamente de su marido y en 1937 le comunican que este ha fallecido. En 1938 es nombrada miembro de honor de la Academia de Artes y Letras de Nueva York. Empieza a perder la vista y, a pesar de una intervención quirúrjica, en 1940 se queda definitivamente ciega. En 1948 el pueblo de Mazcuerras pasa a llamarse, oficialmente, Luzmela y se le impone la cruz de Alfonso X el Sabio. En 1950 recibe la Medalla de Oro al Mérito del Trabajo, de carácter nacional; y en 1954, la Medalla de Oro del Mérito Provincial, de Santander.
Muere el 19 de mayo de 1955 en Madrid y sus restos reposan en su cementerio de la Almudena.
En sus obras deja traslucir sus convicciones cristianas, las cuales, en su caso, la empujan a reivindicar, aunque tímidamente, una visibilización y una equiparación social para la mujer, y para otros colectivos «abatidos» en la época. Separada de su marido y con una vida pública personal evidente, viajera y activa (primera mujer española que se subió a las alturas en un aeroplano), fue una adelantada en ciertos aspectos a la sociedad de su tiempo y, en otros, tremendamente conservadora. Aunque se embarcó en la defensa de Galdós, y en la de Juan Acher, para que se le conmutara la pena de muerte, durante el Directorio de Miguel Primo de Rivera, y mostró una sensibilidad política y social que la llevó a apoyar inicialmente la República, acabó, probablemente por su acendrada religiosidad, inclinándose del lado de la dictadura franquista, durante la guerra civil y al concluir la misma[1].
[1]. Según explica Cristina Fernández Gallo, durante la guerra civil española «escribe un diario titulado Esclavitud y libertad. Diario de una prisionera, en el que relata su estancia en Mazcuerras, voluntaria, pero también forzosa —su patente falangismo y su repentina adhesión al bando nacional no aconsejaban su regreso a Madrid, que se mantenía fiel a la República».
PRÓLOGO
Cristina Narbona
Este libro que está usted a punto de leer refleja una época turbulenta y llena de contradicciones tanto en España como fuera de ella. Pertenece a un período en el que Concha Espina se manifestó en la vanguardia de los ideales de libertades públicas y derechos civiles republicanos. Un período en el que la escritora santanderina se distinguió por su reivindicación de la igualdad de la mujer, reivindicación en la que algunos y algunas todavía estamos comprometidos por quedar tanto aún por hacer. Bastaría esto para adherirme a la magnífica idea de recuperar un texto de una de nuestras mejores escritoras del siglo pasado.
Pero además, en las páginas de Singladuras nos embarcamos con una mujer en un viaje que va más allá de la geografía, escrito y descrito con un amor y un conocimiento de nuestra lengua que hoy se añoran más que nunca.
Los ojos de Concha Espina muestran una especial sensibilidad hacia aquellos individuos y grupos injustamente marginados: los negros de Cuba y Estados Unidos, las mujeres de todas partes... Tanto unos como otros habían comenzado su lucha por la igualdad, y en algunos aspectos ya se observaban tímidos avances.
Ciertamente, esta particular preocupación de Concha Espina por los desfavorecidos tenía en ella raíces cristianas. Precisamente por ello, cuando me plantearon participar con unas palabras introductorias a la edición de este libro de viajes, lo primero que me vino a la cabeza fue la imagen de Concha Espina en sus últimos días, asociada al régimen franquista como tantos otros españoles que no optaron por el exilio y acabaron, voluntaria o involuntariamente, sustentando a la Dictadura.
Si años después de haber escrito este libro prevaleció en Concha Espina un posicionamiento tradicionalista (tal vez como rechazo a la laicidad republicana), no puede desdeñarse la realidad de haberlo hecho bajo el catolicismo imperante en la sociedad franquista en la que puede decirse que aquella raíz cristiana profundamente incardinada en la escritora venció a la mujer soñadora de otras justicias. Alguien me dijo de ella en una ocasión: «Se trataba de una progresista atrapada en el cuerpo de una mujer esencialmente conservadora». No me parece mal visto, siempre que a la hora de glosar su vida recordemos también los momentos en los que encabezaba la defensa de Galdós o cuando en plena dictadura de Primo de Rivera arrancaba a Alfonso xiii el indulto del anarquista Alfons Vila i Franquesa —más conocido como Juan Bautista Acher o Shum, su firma de pintor— acusado de terrorismo.
Porque puede parecer una simple anécdota el que esta mujer fuera la primera española en subirse a un aeroplano, pero no lo es, sobre todo teniendo en cuenta que fue una de las pocas escritoras profesionales de principios de siglo xx, colaboradora habitual de distintos periódicos en función de dónde se encontrara: ya en su tierra natal, luego en América y, más tarde, en su regreso a España, lo que supuso para ella una fuente de ingresos —el gran problema para la independencia de la mujer—. Y con un éxito literario lo suficientemente importante como para que incomodara a su marido, probablemente celoso del mismo. Con su separación ella rompió una lanza no solo por su independencia personal, sino por la de todas las mujeres.
Sin embargo, lo que más interesa en este libro no es la peripecia vital posterior de la escritora, sino la constancia, la memoria escrita dejada por una viajera en una época en que pocas mujeres lo eran, independiente y separada (aunque nunca se pudiera divorciar), mujer de virtudes públicas en momentos en los que esto significaba una suerte de heroísmo. Así, el valor de este texto es acercarnos un poco más a la lucha de las mujeres por la igualdad en los albores del siglo xx.
En su periplo americano se produce un encuentro entre distintas culturas, de manera especial entre «mujeres» de distintas culturas. Podemos hablar, por tanto, de un texto que ilumina la relación existente entre mujeres españolas, cubanas y estadounidenses, con sus muy diversas maneras de entender el mundo y de afrontar un mismo conflicto, pues la presencia de la mujer en la vida pública de una sociedad moderna y su modo de participación en igualdad en la misma eran, y aún son, a pesar de los progresos, un conflicto pendiente de resolver en demasiadas latitudes.
No es casual que Concha Espina centre su mirada en las mujeres intelectuales del Lyceum, institución que promovió la participación activa de la mujer en foros de cultura y sociales por todo el mundo, y de otras asociaciones de similares características que en Cuba la reciben, y en las injustas diferencias, sobre todo de carácter racial, que percibe por todas partes; ni que en Estados Unidos se interese de un modo muy particular por la figura de Anna Hyatt, «esposa de» Archer Milton Huntington, fundador de la Hispanic Society of America en Nueva York; o por la de Lou Henry Hoover, esposa del presidente estadounidense; o por la de Alice Foote Mac Dougall, bussines woman emprendedora y de éxito sin parangón; o por la invisible Virginia Clemm, adolescente unida a Poe en el amor y la miseria; y, en fin, por la más o menos anónima mujer «saxoamericana» entregada al maquinismo, al utilitarismo y a esa liberalidad física que tanto la sorprenden y que tantas molestias se toma en matizar.
Pero no solo sorprende esa nueva mujer americana a Concha Espina en muchos sentidos, para bien y para mal. La segregación racial es asimismo algo que la sobrecoge en sus notas de viaje. Y, de manera positiva, la presencia de España en tantos rasgos culturales, lingüísticos…, incluso políticos; en universidades o librerías; entre la comunidad judía, cuyas raíces y desarrollo en el país de todos los dioses (entre ellos, el dios dólar) estudia con pasión.
Aunque hoy, tras un siglo de profundísimas transformaciones en España, Europa y gran parte del mundo, puedan parecer a veces tibios los posicionamientos progresistas de Concha Espina, lo cierto es que algunas de sus actitudes personales y los pensamientos de sus obras resultaron en su momento, allá por los años 20 y 30, enormemente atrevidos.
Así pues, en manos del avisado lector estará el valorar las en ocasiones más que curiosas reminiscencias, vistas desde nuestro presente, de sus visiones americanas; y discernir aquellas ideas que, sencillamente, pertenecen a una obsoleta manera de interpretar el mundo de aquellas otras que traslucen en las palabras de Concha Espina la reivindicación de derechos fundamentales que aún, tristemente, algunas mujeres y hombres de nuestro planeta apenas alcanzan a distinguir.
Madrid, 23 de julio de 2010
INICIACIÓN
Brújula encarnada
Voy a contar algunas impresiones de mi último viaje por América.
Haré un relato personal y objetivo, imitación de los antiguos viajeros españoles, no por lo que tenga de importante mi modestísima ruta moderna, sino por lo que tenga de sinceridad mi observación al recaudo propio, sin más validez penetrativa que la de mi «brújula encarnada», es decir, el sentimiento trashumanado, la entrañable linterna del peregrino que procura hacer luminoso el tránsito, siquiera con la lumbre de su corazón.
Tantos siglos como nos separan de los remotos precursores en la ciencia de viajar, paladines de la exploración culta, de las travesías históricas, epopeyas de tramontos y altamares dentro del valor hispano, y aún insiste un andariego cualquiera en el propósito de narrar sus andanzas desde sí mismo, con tono egoísta que sería demasiado pueril, a estas fechas, si no fuese lo individual siempre estimable en cuanto constituye el don más nuestro y generoso que podemos ofrecer, y que es, según lo define un gran poeta, el afán de expresión sin otro interés que la expresión en sí, el movimiento íntimo que en parte produce la «forma natural».
Y, acaso nunca como tratándose de América, hemos de agradecer la gracia creadora; o, en ausencia suya, nos hemos de entregar a la ilusión de su hechizo. Mientras nadie pueda creer que su arte sea candoroso y puro, netamente, como las inspiraciones divinas...
América. Señuelo inevitable para todo español; karma de toda criatura nacida en la tierra descubridora, en la orilla destinada a los grandes adioses, camino real de nuestro instinto aventurero.
América es, todavía, para nosotros, la gran cancha del mundo que nos incita a numerosas lides, aunque hayamos vuelto de sus laderas, varias veces, con un desencanto más. Transcurre un poco de tiempo, y el espejismo de la distancia torna a construir en nuestra fantasía la tentación al nuevo peregrinaje. Se reproduce la leyenda con prometedora arquitectura, casi tangible, y todo el vidrio inmenso de los mares contribuye a que la imaginación multiplique su esperanza y cobren mayor prestigio las invitaciones ultramarinas. Es el tópico racial que retorna como las pimpolladas montaraces de cada primavera. Y el hermano continente nos sonríe otra vez hasta con sus distintivos más desacreditados y engañosos.
Ahora, por ejemplo, en el centenario del quinto de los Simones venezolanos, queremos festejar al libertador, cuando están las cárceles de su país llenas de prisioneros, delincuentes solo de poseer un anhelo de santa libertad.
La flor de los intelectuales, lo más limpio de las milicias, lo más sano de cada profesión liberal, está hoy en los calabozos de Venezuela conmemorando, con la más atroz ironía de la historia americana, las efemérides del hombre que mejor quiso libertar a sus hermanos.
Simón Bolívar, el Viejo, natural de Vizcaya, arraigado muchas lunas en Santo Domingo, trashumante a Caracas con el gobernador Diego de Osorio, fundó allí una dinastía de Simones ilustres: el Mozo, el sacerdote, el capitán y el alcalde, para robustecerse en el Libertador con todas las disciplinas y las experiencias y producir esa cumbre donde convergen los ápices más sensibles de la raza, en un ideal de libre nacionalismo.
Y cuando más se destaca en el tiempo, madura y gloriosa, la personalidad del quinto Simón Bolívar, es cuando los poetas y los escritores venezolanos arrastran su grillete por los caminos sin abrir, roturan calzadas brutales y sufren aherrojados en la hondura siniestra de las mazmorras, modernos galeotes bajo el yugo más cruel que han visto las edades civiles.
No podemos actualmente reconstruir con la pluma una senda americana, ni aun la más intrascendente y humilde, sin dirigir nuestra brújula un momento hacia Venezuela, allí donde España alumbró la mejor semilla de sus libertades y dio su óptimo fruto de libertadores.
No podemos tender un vivo recuerdo sobre el mar, perseverantes del propio rumbo, sin rendir una memoria entrañada de fe y admiración a nuestros hermanos en la familia y en el arte, dos veces compañeros, que padecen martirio por la libertad, heroicamente, cien años después de morir su Libertador...
El barco y el reloj
Mar de fondo, cielo despejado, vida segura en aquel marinero Cristóbal Colón, del cual sí puede decirse que ha nacido en España. Y que es un dechado de aptitudes y refinamientos en nuestra marina, capaz de competir con las mejores del mundo.
Hace apenas un año me escribía una dama francesa, convencidamente, refiriéndose a mi próximo viaje: «¿Irá usted en un barco francés, verdad?». Y me apresuré a decirle, picada en el amor propio: «No, querida amiga; los tengo inmejorables aquí».
Alguna vez hemos de lucir los españoles el olvidado orgullo nacional que en otros países constituye el móvil de cada acción privada. Sentimos demasiado la sensación del ridículo y aborrecemos la patriotería, hasta el punto de aparecer, con frecuencia, harto desdeñosos de los bienes patrimoniales.
Yo, que sin duda habré incurrido en ese pecado, no quise entonces reincidir, y aún pretendo resarcirme de algún exceso de modestia española declarando que, si he viajado un poco más de prisa, nunca con tanto confort, con una comodidad tan regalada y pulcra como en el trasatlántico que me conducía a América del Norte. Peregrina de muchos mares, soy un buen testimonio de lo que afirmo y nada sospechosa de parcialidad.
Al romper nuestro contacto con la costa hemos atrasado los relojes, insumisos a la hora oficial de España, atentos a la clepsidra inmensa del océano, donde se espejan todas las luces estelares.
El sol y el mar nos dirigen como si quisiéramos volver a las épocas en que no se medía el tiempo, y las horas del día se apreciaban por la longitud de la sombra; antes que los relojes de agua y de sol fueran descubiertos en Babilonia y en Egipto.
Todo en el mar es duro y salvaje dentro de una gran hermosura, y para los que llevamos su sentido dramático en las venas, para los que sabemos temblar en todas las aguas vivas, la rebelión marinera es un desquite, una venganza sabrosa, aunque se reduzca al hecho inocente de cambiar la hora del reloj en busca de otro mundo.
Alta mar
Ya estamos solos con este amigo enorme y terrible de nuestra vida, confiados a él una vez más. En su llanura, desolada y azul, no hay a nuestra vista más signo humano que este regio buque de la Trasatlántica española, un palacio con jardines, campo de tenis, piscina y salones incomparables; un fastuoso rincón de España donde ningún detalle de finura y buen gusto se echa de menos.
El capitán Fano, hombre de mucho prestigio en los anales de la marina actual, es nuestro piloto, el noble presidente de esta provincia hispana y flotante, en cuyo gobierno abundan los montañeses, desde el mismo capitán, el médico y la mayoría de los oficiales; mozos de Santander, de Comillas y Ruiloba, de Trasvía y Cabuérniga, de Solares y Maliaño; gente de casa para mí, rostros que me sonríen, voces que me preguntan: «¿Se acuerda usted de tal playa, de aquel monte, del otro castro, de este río, de aquella vertiente?...».
Y revive toda una geografía cantábrica en estas desnudas horas de la mar.
En la biblioteca, elegantísima, hallamos nuestros propios libros; un ambiente de amistad y ternura nos acoge en toda la ancha embarcación y notamos la diferencia entre nuestra suerte de hoy y la de otros viajes nuestros en buques ingleses y alemanes de mucha importancia, regidos por el trato de una imperturbable disciplina y de una etiqueta ritual llena de ordinarios convencionalismos.
No, aquí existe una tolerante distinción, muy natural; esa gracia española, única por su garbo exquisito, transparente de simpatía y blandura. Y navegamos sobre la tuera salobre de las olas sin perder el dulzor excepcional de nuestra raza, virtud generativa que nos distingue entre todos los pueblos civilizados.
Sombra de Carabelas
El nombre glorioso de este navío nos trae a la memoria los grandes viajes del Descubrimiento, desde la expedición inicial hasta otras interesantísimas, tal como la que refiere Álvar Núñez Cabeza de Vaca en su estupendo libro Naufragios.
Son inolvidables aquellos hombres escapados del mar providencialmente, famélicos y desnudos, que después de haber roído a bordo el cuero de los grátiles buscan en la tierra firme, con avidez, el camino del maíz, comiendo arañas y gusanos las muchas veces que no encuentran panojas. Y sin desistir de sus dolientes y terribles exploraciones.
¡Qué fabuloso aquel tiempo con relación a este agudo sibaritismo de los que nada vamos a descubrir!
Toda solicitud abunda, opulenta y amable, en este gran buque hispano, y toda civilización en aquella Florida, hoy sajona, descubierta por España, donde naufragó el heroico Álvar Núñez con su hueste de hambrientos y de moribundos.
En el camarote supermoderno del capitán Fano hay holgura y elegancia, amén de todos los atributos de la ciencia de navegar y de otras auxiliares suyas; utensilios de la más refinada utilidad, teléfonos, antenas, métodos únicos y recientes para medir las aguas y los astros, para llevar el buque en próspera derrota.
La alta cámara de Cristóbal Colón en la Santa María era un espacio angosto que no daba lugar más que «a cinco caciques de pie» —nos dice la crónica de entonces—: «sitial de madera, tallado; litera ancha como una cuna; arcón de pino; farol de hierro; en los rincones, armas, banderas y papel de escribir».
Serían las armas romañolas y gañivetes[1], hojas enastadas al estilo medieval; arcabuces primitivos, defensas contra piratas y salvajes en los campos del «mar tenebroso» y del mundo extraño.
Y allí, con el Almirante, por el desconocido rumbo, como tripulación, con los bravos Pinzones, algunos sevillanos de Triana y otros «señores marineros», frailes dominicos y franciscanos; pajes que cantaban la guardia en aleluyas y el Ave María en verso; motiles[2] escanciadores, con la gaveta de licor a manera de ceremonia para verter apenas un sorbo en las jícaras de pedernal, y en los felices comienzos del viaje.
Es imposible establecer comparaciones entre nuestro siglo alado y luminoso y aquel duro siglo fundamental del Descubrimiento. Pero, ¡cómo se desmesura desde aquí nuestra admiración por los héroes de España, «soldados marineriles», hombres básicos de epopeya y eternidad!
Desde el jardín del buque oíamos un concierto que se tocaba en el Liceo barcelonés. Estaba el aire sonoro y se percibía, también, el trabajo de las máquinas, la resistencia persistente del mar.
La tarde, que navegaba con nosotros, echó por la borda todo el sol de los cielos; en nuestros horizontes cada ruta se dirigía a una misma soledad.
Y se nos había crecido en el sentimiento la trascendencia humana de este modernísimo Cristóbal Colón, que mantiene en la llanura azul de las olas, sobre las lámparas civiles de la electricidad, erguido el lábaro español como en las «tinieblas» remotas de la almiranta Santa María.
El pabellón de España, más glorioso en los mares que ninguna otra insignia del mundo, era, juntamente con nuestro barco, una rauda flecha de luz que partía la noche, clavándose en el viento dulce y tropical hacia las orillas de Cuba.
Yo, que iba a Norteamérica, había querido detenerme en La Habana con el desinterés de las peregrinaciones gustosas. Un alto familiar, el propósito de conocer un hermoso pueblo de mi propio linaje, una cultura y un país que incitaban poderosamente la más noble curiosidad de mi corazón.
[1]. En la primera edición aparece ganavetes.
[2]. En la primera edición aparece mútiles.