Juan P. Vidal
Pàmies
Primera edición: enero de 2015
Copyright © 2014 by Juan Pardo Vidal
© de esta edición: 2015, Ediciones Pàmies, S.L.
C/ Mesena,18
28033 Madrid
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ISBN: 978-84-15433-88-0
BIC: FA
Ilustración de cubierta: Calderón Studio
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Dedicada a mis cinco mujeres por su apoyo.
Cristina, Ainhoa, Irene, Teresa y Emma.
Todo empezó en mitad de la noche con una llamada de teléfono. Aquellas inesperadas palabras fueron el inicio:
—Martín ha muerto… Su cuerpo está en el tanatorio…
La voz, por lo poco que recuerdo, era irreconocible. Su frialdad me impactó. Era una voz gutural, distante, que parecía venir de lejos, de muy lejos… Irreal, o peor aún, era como si viniera de otro mundo, de un sitio de donde no se puede volver, de un lugar sin retorno más allá de la muerte. Aunque hubiera estado sobrio, no habría sido capaz de reconocerla. Es gracioso, pero ni siquiera ahora sé quién llamó. Todo cambió de tal manera que nunca me molesté en averiguarlo; y ya, la verdad, poco importa.
No tuve opción a contestar, aunque tampoco sé si lo habría hecho. Sin darme cuenta dejé caer el auricular sobre la cama y me sumergí de nuevo en el mundo de los sueños. Unos sueños que, por el alcohol que aún circulaba por mi sangre, se habían hecho más densos y pesados. No me sorprendieron aquellas palabras; no era yo quien las estaba procesando, sino los bajos fondos de mi mente. Desde lo más profundo de mi inconsciente, las fuerzas oscuras de mi memoria me decían que aquello era solo una pesadilla; lo que había creído escuchar era parte de una alucinación de la que no era necesario despertar. Es increíble, pero siempre que recreo aquella escena en mi memoria tengo la sensación de estar viviéndola de nuevo, es tal el recuerdo que guardo de ella.
A pesar de estar completamente borracho, sabía que lo que acaba de oír, daba igual si en una pesadilla o en la realidad, era un completo absurdo; un sinsentido. El motivo era simple, espantosamente simple: solo conocía a una persona con ese nombre y esa, desgraciadamente, era yo. Sí, mi nombre es Martín. Por un momento pensé en la posibilidad de que estuviese muerto, de que todo lo que había a mi alrededor fuese parte de una ilusión, de un nuevo estado más allá de la existencia. Pero ¿cómo podía estar muerto? ¿Era entonces así la muerte?
Todo esto lo pensaba en algún profundo lugar de mi conciencia. Finalmente desperté sudando, con una inexplicable sensación de angustia recorriendo todas las esquinas de mi cuerpo. Temblaba mientras recuperaba mi memoria: ¿Quién era yo? ¿Qué hacía allí? ¿Seguía vivo? ¿Lo que me rodeaba era real? ¿Qué había hecho la noche anterior? ¿Dónde estaba?
Poco a poco me serené y di forma a mis recuerdos, primero los más lejanos, luego los más recientes, hasta llegar a los que se confundían prácticamente con el presente. Y justo cuando llegaba al final, cuando mi último recuerdo se transformaba en una parte más de ese presente, recuperé la llamada que minutos antes había creído escuchar entre sueños. Al hacerlo, renacieron mis dudas. ¿Habían sido ciertas aquellas palabras? ¿Realmente me habían llamado por teléfono para decirme que estaba muerto?
Aún experimenté unos breves segundos de indecisión, pero no tardaron en desaparecer y con ellos todos mis recelos. Sucedió cuando vi el teléfono caído sobre el suelo de la habitación, no había espacio para la duda. Al verlo, una profunda perplejidad invadió mi alma. ¿Qué rayos estaba sucediendo?
—Luisa.
—Dígame.
—Hola, soy Martín. ¿Luisa, por favor, qué sucede?
Nadie contestó. Un grave silencio recorrió la línea telefónica.
—Luisa, ¿me puede decir si me ha llamado alguien esta noche?
—¿Es usted? ¿El señor?… —Su voz era entrecortada. Luego escuché unos gemidos al otro lado del teléfono. Eran llantos un tanto histéricos que mostraban a las claras que algo marchaba mal.
—Luisa, vamos a ver, ¡tranquilícese! ¡Pare de llorar! ¡Respire hondo!— Esto no dio ningún resultado. Lo volví a intentar, con mayor vehemencia si cabe—: Luisa, ¡haga el favor de comportarse! ¡Repórtese! —Estaba claro que por ese camino no iba a conseguir nada, de hecho me pareció que en dos ocasiones quiso dejar de llorar, que intentó decirme algo, pero no pudo. Me daba cuenta de que, si no cambiaba de estrategia, no sacaría nada en claro. Decidí tomar una actitud diferente—. ¡Pare de llorar! —le chillé, con una voz seca e, incluso violenta.
La resaca provocaba estragos en mi cuerpo. Una resaca a todas luces excesiva para lo que recordaba haber bebido la noche anterior. Mi cerebro se derretía rápidamente dentro de mi cabeza. Estaba claro que algo pasaba y no conseguía enterarme de qué. Lo único que tenía claro es que alguien me había despertado unos minutos antes para informarme de que yo había muerto y Luisa seguía sin atender a razones.
—Haga el favor, Luisa, siéntese, deje de llorar y escúcheme. ¿Le ha pasado algo a mi hija? ¿Ha llamado alguien esta noche?
Pareció tranquilizarse un poco tras unos segundos de exasperantes monosílabos sin sentido.
—Sí, señor. Llamó su suegro de madrugada… Preguntó por usted, le dije que no estaba en su habitación. Luego me comentó que su mujer y usted habían tenido un accidente… —Y en ese momento comenzó de nuevo a llorar. Yo creí que iba a perder el poco control que tenía sobre mí mismo. Si me hubiese encontrado frente a ella creo que habría cometido una estupidez. Suelo ser una persona tranquila y es difícil que pierda los nervios, pero con franqueza, el histerismo es algo que me saca de mis casillas.
—Luisa, ¡por Dios! ¡Qué no es usted una niña! ¡Contrólese!
Tras mis gritos, después de un segundo de silencio, consiguió serenarse lo suficiente para contestarme. Lo hizo a toda velocidad, me figuro que por miedo a no poder volver a empezar si paraba de hablar.
—Me dijeron que me quedara en casa, que enseguida pasarían a buscar a Silvia. Al poco tiempo apareció su suegra y su cuñada Inés y se llevaron a su hija. Ellos me aseguraron que usted había muerto y que su mujer estaba muy grave en el hospital.
—¿Cuándo sucedió?
—No sé, como a las siete. Aún no había amanecido.
—¿Le dijeron en qué hospital habían ingresado a mi mujer?
—No, lo siento. ¿Realmente es usted? ¿El señor? Pero, ¿no está usted muerto? —Al decir esto comenzó a llorar de nuevo, como si la cuerda se le hubiese acabado de repente y no pudiese volver a ponerse en funcionamiento.
Colgué y marqué el teléfono de mi suegro. Escuché su voz grave y profunda. Me quedé callado. No tardó en hacerme todo tipo de preguntas nerviosas; me figuro su sorpresa al recibir una llamada desde el teléfono de un muerto.
¿Por qué no le contesté? Quizá por una idea que, a pesar de la resaca, surgió de repente de las profundidades de mi subconsciente y que era la única explicación posible a lo que sucedía a mi alrededor. Una sospecha que, de alguna manera, había estado presente agazapada en mi mente desde que desperté, pero que por su crueldad me resultaba difícil creer. Una conjetura que, cuando cobró forma, hizo que me diera cuenta de que había entrado en un camino sin retorno.
Esperé unos minutos en silencio. Marqué de nuevo el número de teléfono.
—Dígame.
—Martín, ¿eres tú?
—Sí, ¿quién iba a ser si no? ¿Qué es eso de un accidente de coche? ¿Lidia está mal?
—¿De verdad eres tú? ¿Desde dónde llamas? Si tu móvil estaba en el coche…
—Llamo de casa desde mi madre. Ayer tuve una cena de trabajo y me quedé en Madrid a dormir. ¿Me puedes explicar lo que sucede?
Tardó unos segundos en contestar. No necesitaba que lo hiciera, sabía perfectamente lo que había sucedido. Es más, intuía lo que pasaba en ese momento por su cabeza; exactamente lo mismo que por la mía unos segundos antes. Si para mí había sido un shock, para él debió de serlo aún mayor. No quise forzar una respuesta que sabía no podía existir. Había empezado a recuperar el dominio de mí mismo. Mi mente se transformó en un témpano de hielo, de hecho la resaca con la que había despertado desapareció en cuestión de segundos. La frialdad que se apoderó de mí era la huella que solo el vacío puede dejar en el corazón de los hombres.
A través de la ventana miraba la lluvia caer sobre la ciudad. Las gotas se deslizaban lentamente por el cristal; eran unas gotas muy finas, imperceptibles, como un manto acuoso. Aquella lluvia lo había acelerado todo, había ayudado a precipitar el desenlace final. Incomprensiblemente no sentía dolor, ni siquiera congoja, y la ansiedad de la mañana se había desvanecido para convertirse en tristeza, en una indescifrable melancolía, pero sobre todo en vacío; en un profundo y terrible vacío.
La ciudad permanecía inmóvil, silenciosa. Aquellos instantes de quietud supusieron un mundo para mí; fueron una línea nueva, una inédita frontera que iba a marcar mi propia existencia hasta el final de mi vida, dividiéndola de cuajo en dos. Nada iba a ser igual, no podía serlo pero, mientras tanto, la ciudad se mantenía imperturbable, quieta, paralizada. Esperando poder iniciar un nuevo día, que probablemente sería igual que el anterior, y que el anterior, y que el anterior… Pero para mí nada volvería a ser igual.
—Perdona, Martín, estoy muy afectado. Lidia está muy grave. Los doctores no quieren decirnos nada.
—¿En qué hospital estáis? —contesté con una frialdad que hasta a mí me sorprendió.
—En el Doce de Octubre.
Al decir esto colgó. Yo, que había dormido con la ropa puesta, cogí mi chaqueta y, como si en realidad no hubiese sucedido nada, como si fuese una mañana de un día cualquiera, me dirigí hacia la puerta. Pensaba ir andando, no quedaba lejos y la lluvia me sentaría bien. Al salir a la calle, la humedad, el frío otoñal y la lluvia despejaron la última parte de mi mente que aún permanecía dormida. La mañana era oscura, la luz de las farolas surgía como un espectro, con un resplandor tenue, cansina entre los árboles. Las aceras estaban vacías. No se escuchaba ruido alguno. Los coches aparcados surgían de la oscuridad como si fuesen una prolongación de sus propias sombras. Se movían al ritmo de la luz de las farolas, como si esta llevase en su regazo ritmos escondidos capaces de moverlos dentro de nuestra retina. Se acababa de levantar un viento frío que venía del norte. Los árboles del bulevar comenzaron a moverse como una compañía de bailarines principiantes, de manera descompasada, de un lado a otro sin orden ni concierto. Era un presagio, un aviso de lo que terminaría sucediendo. En la plaza aún se veía algo de vida, algunas figuras se movían en la penumbra, lo hacían a gran velocidad, como si les diese miedo permanecer en aquel lugar más tiempo del debido. En cualquier minuto llegaría y entonces sería demasiado tarde.
Por un momento pensé en mi hija, pero la mente se me quedó en blanco. Luego, simplemente, dejé de pensar. Lo único que sentía era cómo el viento y la lluvia golpeaban mi cara. Caminaba, caminaba y caminaba; me sumergía más y más en un negro abismo, en un agujero negro por donde caía todo; primero lo que había a mi alrededor, luego lo que había en mi mente: las ideas, los pensamientos, los sentimientos, las sensaciones… hasta que al final desapareció mi propia conciencia. Solo una cosa parecía mantenerse viva, la idea de que el vacío jamás me abandonaría, de que nada volvería a ser igual.
El coche circulaba a gran velocidad por la autopista, la niebla cubría el paisaje con unas débiles pinceladas de tonalidades grisáceas.
Necesitaba dejarlo todo atrás. En el fondo me sentía como un hombre sin raíces, sin memoria y, lo que es peor, sin pasado; como un recién nacido, o al menos como alguien que desea volver a nacer y al que el destino le ha dado una nueva oportunidad. Me daba cuenta de que ya nada me ataba a mi pasado, ni siquiera a mi presente. Mi memoria había dejado de ser lo que era; el reflejo de un pasado distorsionado. Se había transformado en algo diferente, en una secuencia deshilvanada de escenas sin relación entre ellas, sin un porqué que consiguiese unirlas o al menos darles un sentido. Después de más de treinta y cinco años de vida, tenía la sensación de que no dejaba nada tras de mí, ni una identidad, ni una razón, ni siquiera un recuerdo. Todo lo que había hecho y sido hasta entonces no había servido para nada. Los años pasados eran una ilusión y mi vida en realidad había comenzado unos días, unos meses antes. Estaba claro que había tardado demasiado tiempo en comprender que el tiempo, tras de sí, solo deja vacío. En aquel momento recordé una frase de uno de mis profesores de la universidad: «el ser humano es el único que naufraga antes de iniciar su viaje». No podía estar más de acuerdo con él.
Comenzaba a llover de nuevo. Una manta gris de agua sucia caía del cielo. El cielo plomizo se confundía con la lluvia, con las nubes. No había ninguna gama de colores, todo era uniformemente gris. Me quedé observando la autopista que surgía como un enorme buque a punto de zozobrar. La imagen estaba quieta, como si fuese parte de un cuadro que deseaba tomar vida pero cuyo color y cuya falta de movimiento se lo impedían. Muy pocos automóviles circulaban aquella mañana de otoño. Solo las nubes nos acompañaban. Eran densas, espesas, lo cubrían todo borrando de nuestra visión cualquier forma o contorno. Eran como una sábana algodonosa y húmeda a punto de caer sobre nosotros, como un viscoso velo que se hubiera introducido en nuestros sentidos para confundirlos. Parecían querer enterrarnos en una nueva dimensión donde el tiempo hubiese dejado de ser un concepto lineal y se hubiese transformado en un ente abstracto, sin forma, en algo aleatorio y paradójico.
—No creo que tengas muchos problemas en el embarque. No hay nada de tráfico. El aeropuerto estará vacío —dijo mi tío.
Mi mirada continuaba perdida. Seguía a las luces de las farolas que alumbraban con timidez los árboles y los edificios. La mañana era fría, gélida y gris. Aquella era una buena manera de despedirme; nada mejor que un día así para empezar una nueva vida, para abandonar una existencia que surgía en mi memoria como una equivocación, como lo que nunca debió ser.
—Espero que consigas lo que deseas, pero creo que te va a resultar difícil. —Al decir estas palabras me dirigió una mirada inquisitiva. Mi rostro permaneció imperturbable—. Nunca se sabe, la vida da muchas vueltas, a veces demasiadas, igual demuestras ser lo que no eres.
Yo sabía que, en el fondo, él no pensaba así, pero también entendía su problema: de alguna manera se sentía culpable. Él había sido quien, consciente o inconscientemente, me había empujado a un viaje casi sin retorno y era lógico que al final le entrasen dudas. Nunca podré desconfiar de su buena fe. De hecho es de las pocas personas de las que aún continúo fiándome, y eso tiene mérito, sobre todo después de lo que he tenido que pasar. El ser humano es un pozo insondable de contradicciones y para poder sobrevivir hay que ser consciente de ello.
Todos nos podemos confundir en esta vida; en realidad siempre es más fácil confundirse que acertar. La existencia, muchas veces, lejos de ser un producto de nuestra voluntad, es un continuo y constante intento de arreglar nuestras equivocaciones, de ir poniendo parches a una herida que irremediablemente, con el tiempo, se va haciendo cada vez más grande. Como él mismo me había dicho muchas veces, «Es más difícil aprender a vivir con las heridas, que intentar curarlas. El problema es que nos empeñamos en pasarnos la vida poniendo tiritas, en vez de descubrir que la existencia no es más que una lesión de imposible curación con la que debemos aprender a sobrellevar».
—Una vez llegues allí, ya sabes a dónde dirigirte ¿verdad? Espero que me tengas informado de todas tus pesquisas.
Yo le miraba absorto, casi sin escucharle, pensando en lo que me esperaba al otro lado del Atlántico.
—Gracias a lo que me has contado, aún tengo una esperanza. Remota, pero una esperanza.
—Ya sabes que siento mucho no habértelo podido decir antes. Tu madre me lo contó, haciéndome jurar que no te lo diría hasta después de su muerte.
—Jamás lograré comprenderla.
—Hay ciertas cosas en la vida que, por mucho que nos lo propongamos, nunca llegaremos a entender.
—Siempre me resultó imposible, doloroso, querer a mi madre. No me lo puso fácil. Igual, ahora, una vez muerta, aunque suene muy duro, soy capaz de congraciarme con ella.
—Tu madre, a pesar de sus muchos defectos, no era mala; simplemente no supo lo que quería.
Es curioso darse cuenta de cómo lo que en un tiempo fue una familia de renombre, de gran poder político y económico, había acabado transformándose en un ex misionero jesuita, una mujer excéntrica hasta la locura, un pobre imbécil y una investigadora reciclada en ama de casa que no podía pensar más que en los pañales y en la crema del culo de sus hijos.
Estábamos ya en la terminal del aeropuerto. Nos dirigimos hacia el embarque. Después de esperar una larga cola, me avisaron de que se habían vendido más plazas de las disponibles en el avión, por lo que me iban a pasar a la clase business. Un buen presagio —pensé yo—, la suerte me acompaña; por lo menos haré el viaje descansado.
Ahora, después de tanto tiempo, me doy cuenta de que el destino actuó de manera consciente. No fue todo un accidente. Aquel nimio detalle, el overbooking del avión, tuvo una gran repercusión en mi vida posterior. Yo creo que nada habría sido igual de no haber sucedido. Con la perspectiva que da el tiempo, es posible caer en la cuenta de cómo, detalles irrelevantes que parecen carecer de importancia pueden modificar nuestro devenir por este mundo.
—El problema es que parece que nunca hay gente mala. Siempre podemos encontrar una razón para justificar, comprender y hasta aceptar cualquier comportamiento humano. En estos últimos tres meses yo he cambiado mucho… Pero lo peor no es eso, sino que he dejado de creer en la vida. Cada vez estoy más convencido de que todo es un acto de fe; una vez que uno deja de creer, la existencia se transforma. Quizá en un largo y negro túnel, tal vez en un árido desierto o a veces incluso, simplemente, desaparece…
A medida que hablaba me daba cuenta de que lo hacía para mí, para escuchar mi voz cortando el aire que me aprisionaba y sentirme así vivo. Necesitaba estar solo, sentirme libre de la mirada y el juicio ajeno, oír el eco de mis pensamientos, para vivir con ellos, o mejor, para morir con ellos y lentamente descubrir de qué materia estaban hechos.
Me despedí sin más. Pasé el control policial y me senté en un café, frente a un gran ventanal desde el que se veía a los aviones despegar y aterrizar. La niebla continuaba deslizándose como un fantasma sobre las pistas. Una masa algodonosa y gris parecía succionar a los aviones como una gigantesca aspiradora, uno tras otro, como si se tratara de un agujero negro.
Tenía claro que, en el fondo, aquella imperiosa necesidad de estar solo tenía como objetivo situarme lejos, vivir durante unos instantes de una ilusión: creer que la memoria y el tiempo no existen, que son entes artificiales, dimensiones imposibles que solo se crearon para distorsionar nuestra percepción del mundo y de la vida. Lo cierto es que queramos creer o no, la mayoría de las veces no vivimos, sino que nos arrastramos por la existencia, por el mundo y por el tiempo.
Pocas personas deambulaban por aquella parte de la terminal a esas horas de la mañana. Las pocas que había lo hacían con nerviosismo. Yo continuaba frente a una taza de café y un vaso de whisky. No había nadie más. Las mesas estaban sucias, llenas de ceniceros y restos de comida. Por unos instantes me dejé llevar por los recuerdos. Comencé a rememorar todo lo que me había acontecido durante los últimos meses, que habían pasado como un huracán, a una velocidad insufrible, dejando una huella de desolación a su paso. Ahora tocaba intentar recomponerlo todo, ver qué era lo que aún se mantenía en pie y reconstruir lo que se pudiera. O quizá aprender a vivir en el caos, en el desorden y en el sinsentido o, tal vez peor aun, dejarme morir lentamente. Lo único que tenía claro era que atrás solo dejaba una sombra, un esqueleto, un fantasma sin vida. Yo no era ya el mismo, ciertamente no podía serlo. Los acontecimientos y lo que Ortega consideraba como la circunstancia habían esculpido, en un plazo muy breve de tiempo, una persona nueva, distinta. O mejor sería decir, habían transformado una escultura más o menos bien hecha en un montón de pedazos rotos y deslavazados, tirados además, todos ellos, de manera desordenada por el suelo.
No sé por qué motivo, mientras observaba otro avión perderse tras la niebla, vino a mi mente el viejo caserón que la familia de mi madre poseía en un pueblo de la costa de Santander. Probablemente era lo último que quedaba de mi familia, un pedazo de tierra y unas piedras llenas de moho. Así es la historia y más aún la vida. Vivir requiere movimiento, como también lo hace la muerte. La manera que esta tiene de introducirse en nuestro día a día es la misma que usa la existencia para seguir viviendo; el cambio, el transcurso del tiempo.
Era evidente. Lo supe al segundo de hablar con mi suegro; había habido alguien más en el coche, ella no iba sola. Una premonición es una intuición que surge como un sucedáneo de una realidad de la que se duda, pero en este caso no había duda posible, no es que pensara que podía ser de una manera u otra, sino que tenía la certeza absoluta de que había sido igual a como me lo había imaginado. Faltaba una cosa. Había algo que todavía no conseguía ver con claridad: la cara del individuo que ocupaba el asiento del copiloto, la persona que todos habían pensado que había sido yo. Su rostro se perdía en la oscuridad de la noche. Una sombra de color negro ocultaba el semblante, el rostro de aquel individuo. En su asiento solo se podía distinguir un extraño brillo entre la tiniebla y los claroscuros del coche, y aunque la luz de mi memoria y luego la de mi razón me ayudaban a perfilar ese rostro, aunque fuera mínimamente y de forma borrosa, todavía tenía muchas dudas y ninguna seguridad.
Unas horas antes de dar con el nombre de aquel hombre estuve como un loco rebuscando entre los papeles de Lidia, buscando un indicio, una palabra, una carta que me permitiera adjudicarle una identidad. Revolví con una ansiedad rayana en la locura todos los cajones, busqué entre su ropa algo que no sabía bien lo que podía ser pero que estaba seguro debía encontrarse allí.
No encontré nada y lo peor, pasado un tiempo de búsqueda, no se me ocurrieron más lugares donde mirar. Una cosa sí era cierta: era incapaz de detenerme, porque ello significaba que aquella sombra se terminaría disolviendo en los amnésicos contornos de la noche. El brillo de esas pupilas encendidas y anónimas comenzaba a ahogar mi conciencia. Qué hacía él a las dos de la mañana en un coche con mi mujer, viajando además por una carretera comarcal. La respuesta, para cualquier persona sería evidente; el problema es que yo, en mi situación, no era un individuo cualquiera y las circunstancias devoraban rápidamente mi cordura.
Al final se hizo un hueco de luz en mi aturullado cerebro. Salí corriendo del dormitorio y entré en el despacho. Apreté el botón de encendido. Aun así, el ordenador tardó en dar señales de vida. Sabía que allí se ocultaba la razón de aquella coincidencia. Debía tener paciencia, tarde o temprano saldría a la luz, o mejor dicho, más pronto que tarde se confirmaría lo que ya intuía. Como siempre sucede en este tipo de ocasiones, no tenía lo que más necesitaba, serenidad. Comencé a mirar en sus directorios, en los generales, en los discos que había guardados en su cajón, pero no aparecía nada extraño. Al final, el sentido común se hizo un hueco entre tanta ansiedad. Conecté el ordenador a la red y busqué en su correo electrónico. Si había algún rastro, como estaba seguro de que lo había, se hallaría allí.
Busqué en decenas de carpetas y directorios, en los lugares más insospechados, pero no aparecían nada más que banalidades, cuentas y tonterías. Al final, cuando iba a abandonar, descubrí cómo, en el único sitio donde no se me había ocurrido buscar hasta entonces, estaba la ansiada pista. El último correo enviado por mi mujer, que continuaba sin ser borrado, escondía la prueba de su traición.
Esta noche es perfecta. Martín tiene una cena y probablemente se quedará a dormir en Madrid. Lo hará en casa de su madre para evitar conducir después de beber.
Necesito verte. Ya te lo he dicho muchas veces, no aguanto más. La vida me oprime. Siento que no respiro. Me ahogo con todo lo que me rodea. Hasta mi hija me crea ya desasosiego. Creo que si sigo así voy a cometer una locura. Y luego está la cara de Martín. No la aguanto. No puedo verlo, me da alergia. Lo odio. Siento que cada día que pasa le voy odiando más. No so-porto su pasividad, su sangre de horchata, su estado de aturdimiento sensitivo, sus maneras, su carácter. Todo esto está destrozando mis nervios. Me enerva más que nunca su mirada, su compañía, cada vez se parece más a un cabestro.
Ahora o nunca. No puedo seguir con esta farsa. Siento que mi existencia se me escapa de entre las manos y yo quiero vivirla, sentir que estoy viva, que soy capaz de albergar una pasión, que el fuego devore mis entrañas y arramble con todo lo que no hay de ti en mí. Necesito vivir con pasión, con ardor, el resto de mis años. Y aunque sean solo unos momentos y luego me condene al peor de los arrepentimientos, prefiero tomar el riesgo. Todo con tal de abandonar esta balsa de aceite en la que me ahogo cada vez más.
Lo peor era la última línea: unas palabras que dieron forma, como en una pintura impresionista, a las últimas pinceladas de una cara que, aunque de manera inconsciente, estaban ya en mi cabeza. El dolor al verlas me provocó un terrible y mudo gemido.
Miguel, por favor, no me falles. Te necesito.
El fogonazo de luz que salió del camión que les embistió, cuando iban a más de ciento veinte kilómetros por hora por una carretera de la sierra de Madrid, iluminó un rostro que quizá debería de haberse quedado en las tinieblas hasta el final de los tiempos. Tras aquella luz, tras aquellas palabras que acababa de leer, se desvaneció la última duda. El rostro de mi amigo se marcó entonces con sangre sobre mi pecho y, al hacerlo, un fuerte dolor, una angustia indescriptible, cruzó mi cuerpo. Aquella muerte no fue solo espiritual, sino física; el vacío se adueñó de mi alma.
—Evidentemente me lo figuré en seguida. Si no era yo quien estaba en el coche debía de ser algún otro. El problema era quién, aunque si te soy sincero, te diré que desde un primer momento supe que había sido él. No me preguntes por qué lo sabía, pero lo sabía. En alguna remota región de mi cerebro, sin que yo mismo fuese consciente de ella, vivía esa idea.
Mi hermana me miraba con ojos vidriosos, intentando entender lo que le decía. En ese momento apareció por la puerta un niño.
—No puedo más. Voy a acostarle ya mismo. Da un beso a tu padre.
El niño comenzó a llorar. Una vez salió de la habitación me quedé en silencio, callado, echado en el sofá, sintiendo una mirada llena de indolencia e incomprensión sobre mi cuerpo. Él me observaba con una extraña mezcla de indiferencia y compasión. La situación se me hizo un tanto violenta, pero gracias a Dios no duró mucho.
En cuanto ella volvió, continué con mi confesión.
—Yo me había quedado a dormir en Madrid. Era muy tarde y había bebido en exceso. Ya sabes lo que ocurre en esas cenas. Claro, es comprensible sospechar que algo raro sucede si la mujer de uno tiene un accidente de circulación durante la madrugada de un día de diario y alguien la acompaña. Hasta yo mismo, en algún momento lo llegué a pensar, incluso lo habría preferido, así me habría evitado mucho sufrimiento inútil y sobre todo preguntas que nunca encontrarán respuesta.
El llanto de uno de los críos volvió a interrumpirnos. Ella salió de nuevo del salón.
—¡Pero es que no se van a callar de una vez! —gritó mi cuñado.
—¡Ven tú aquí si te parece tan fácil! Podrías hacer algo, para variar —contestó ella.
Él se levantó. Cuando le vi salir del salón entró mi hermana. Al hacerlo, cerró con un portazo y se volvió a sentar a mi lado. La casa era bonita, un chalet antiguo en un barrio acomodado de Madrid. La habían arreglado hacía poco. La decoración era muy sobria, toda de color blanco.
—Que se las apañe él solito, que ya es mayor.
—Cuando hablé por teléfono con la interna adiviné lo que había sucedido, pero lo que nunca me habría imaginado es que era él la otra persona. Eso no lo averigüé hasta que llegué del hospital. Luego mi suegro me lo preguntó abiertamente; que si yo pensaba que había habido algo entre él y mi mujer. ¡Pobre hombre! Es de los pocos que puede llegar a entender por lo que he tenido que pasar. El chasco que se ha debido llevar tiene que parecerse bastante al mío.
—¿Y tu suegra?
—Mucho peor.
En ese momento volvió a entrar mi cuñado.
—¿Dónde está la crema del culo de los niños?
—Como se nota que lo haces poco ¿eh? En la balda negra.
Al salir, mi hermana se levantó de nuevo para cerrar la puerta.
—Pobre mujer. La vi el día del funeral y el del entierro. Apenas si llegamos a cruzarnos un saludo. Mis cuñados me rogaron que no hablase mucho con ella; como si a mí me hubiera apetecido hacerlo. Según tengo entendido, está muy mal. No debe comprender nada de lo que sucede a su alrededor y evitan darle cualquier explicación. Por lo que he podido saber solo ha salido un par de veces de casa. Se pasa el día postrada en la cama. Ten en cuenta que Lidia era su ojito derecho.
—Nunca se sabe cuándo la vida se va a ensañar con uno, cuándo va a enseñarte su rostro más amargo; a unos les sucede demasiado jóvenes, a otros demasiado viejos y a otros, quién sabe, igual consiguen pasar por la existencia sin conocer de qué material está hecha. Contigo está claro que ha llegado el momento.
—¿Queréis algo más de beber? —preguntó Víctor al entrar—. Ya están todos dormidos.
Al decir esto, en vez de quedarse de pie esperando nuestra respuesta, se echó sobre el sofá.
—Un gin tonic— contestó mi hermana. Pero se hizo el sordo, no sé si por cansancio o por el morbo de poder escuchar de primera mano mi confesión.
—¿Y desde cuándo tenían esa historia?
—Por lo que he podido saber, desde hacía mucho. Con estas cosas siempre sucede lo mismo, el interesado es el último en enterarse y cuando lo hace, resulta que todo el mundo lo sabía. Todos menos yo conocían lo que sucedía, hasta el apuntador lo sabía. Es como en las películas; luego cuando lo descubres, comienzas a entender muchas cosas que antes parecían absurdas; comportamientos que anteriormente te habían extrañado, algunos cambios, ciertos intereses… En fin, cuando pienso la de veces que había venido a casa a cenar, o había salido con nosotros de viaje… Bueno, prefiero no darle más vueltas. No es que me resulte doloroso, es que me da hasta vergüenza hablar o pensar en ello.
Me eché sobre el sofá y con dos tragos me acabé la copa. Durante los instantes que permanecimos en silencio tuve la oportunidad de observar a Víctor. Era la mejor personificación que había visto de la palabra «jeta»; aunque lo compensaba con una buena dosis de ingenio y humor. No había conocido nunca a nadie tan caótico y desordenado; era una absoluta calamidad. Vivir con él no debía de ser fácil. Ciertamente nunca supe decir si mi hermana había hecho una buena elección, o si él había tenido mucha suerte.
—¿Y no hay nada que hacer ya con la empresa?
—Está quebrada. Tampoco me importa mucho… A veces me pregunto si no habrá sido realmente un suicidio o, quién sabe, igual un asesinato… Hacía tiempo que las cosas no nos iban bien y él seguía llevando un ritmo de vida por encima de sus posibilidades Yo me había apartado de la gestión de la empresa para dedicarme más y más a la Universidad. Me había convertido en un funcionario en mi propia compañía. He de reconocer que en este aspecto lo que ha pasado es en gran parte mi culpa; le había dejado a él a cargo de todo. Bueno, con la inestimable ayuda de Lidia, que también participaba en la gestión… He perdido bastante dinero, pero en su caso, si la quiebra hubiese sucedido con él vivo, habría significado su ruina. Tenía muchas deudas, demasiadas; llevaba una vida un tanto desenfrenada, desordenada y disoluta. Le gustaba todo lo más caro, por eso no termino de entender lo que sucedió entre mi mujer y él. Es difícil que dos personas tan parecidas puedan llevarse tan bien. Bueno, ya nada de esto tiene importancia.
Un nuevo grito vino a cortar la conversación.
—Creo que es el pequeño. ¿Por qué no vas tú? Seguro que es el agua.
—Bueno, yo os dejo; no os voy a entretener más. Tengo que marchar mañana de viaje. Me voy a Santander, a casa de mamá. Recuerda lo que te comenté, cuando vuelva necesito que me acompañes a hacer unas pruebas a la pequeña… Debo salir de dudas.
Aquellos días pasaron como en una película a cámara rápida. Por un lado estaba yo, un fantasma que se mantenía inmóvil y quieto en el mismo lugar, fijado al suelo por un ancla de plomo como si fuera un espectro sin vida y, por el otro, la existencia: todo tipo de sucesos y acontecimientos que pasaban a mi lado a una velocidad inusitada, como en desbandada, sin orden ni concierto. Aquella falta de coherencia rítmica entre ambos planos existenciales dejaba una huella indeleble de perplejidad en mi alma.
La lluvia caía con insistencia. Era una lluvia fina, cansina, que se introducía en los huesos como una gangrena, lenta pero inexorablemente. No había mucha gente en el cementerio. Nunca sospeché que en un momento así iba a sentir tan poco. Sin duda, ese estreñimiento sensitivo era lo más que podía albergar mi maltrecho corazón. Probablemente no tenía ya espacio en mi alma para sentir nada, ni bueno, ni malo. Lo más que alcanzaban a notar mis sentidos era una débil tristeza, semejante a una microscópica película que se adhería a mi piel y que al contacto con esta se deshacía. Quizás fuese el día invernal, frío, húmedo, o quizá esa melancolía era el fruto de haber contemplado el verdadero rostro de la existencia.
—Nos hemos reunido aquí para dar un último saludo.
La voz de mi tío se perdía entre el murmullo de las gotas de agua, del viento frío que golpeaba las piedras y los árboles, del movimiento constante de paraguas. No era capaz de seguir aquellas palabras que se perdían en el aire nada más salir de su boca. Mi mente volaba lejos de allí. De repente mis ojos se fijaron en una misteriosa escultura que había cerca de uno de los nichos. Era de mármol negro y tenía un gesto extraño en su rostro. A su lado había un esbelto ciprés que se balanceaba con suavidad, al ritmo que le marcaba el viento, bailando con una elegancia y delicadeza exquisitas, como si estuviera mecido por el triste susurro de un vals.
—Una persona como ella, de buen corazón, pero que sufrió mucho en esta vida…
Las pocas hojas que quedaban en los chopos caían sobre la alfombra roja que cubría el camino. El cielo, de un gris oscuro, pretendía convertirse en algo diferente. Los rostros de los allí reunidos reflejaban perfectamente la tristeza del ambiente, como si se tratase de un espejo. No hay mejor sitio para reencontrarse con nuestra insignificancia que los cementerios.
—Muchos no llegaron jamás a comprender lo que se escondía en su corazón.
El ruido de las cuerdas que descolgaban el ataúd me trajo de vuelta. Junto a mí estaba mi hija, que me miraba con extrañeza, como si no me reconociese. Había algo diferente en el brillo de sus ojos; la intensidad, el color. Yo probablemente estaba demasiado influenciado por lo que me había sucedido durante las últimas semanas, o aún peor, por lo que desgraciadamente había sabido, para fijarme bien en los detalles de las personas que me rodeaban y, menos aún, para dar el sentido apropiado a lo que veía.
Durante las últimas semanas había descubierto un mundo totalmente diferente o, al menos, una realidad distinta que jamás había sospechado. Mis treinta y cinco años se me presentaban de manera completamente distinta. Resultaba que todos, salvo yo, habían tenido una vida oculta, una vida que no era la oficial. Mi mujer, mi socio, mi mejor amigo, mi madre, mi tío, mi hermana, incluso mi hija sin ella saberlo vivían una vida normal, llamémosla oficial, mientras, que de forma paralela, llevaban una existencia totalmente insospechada que se ocultaba tras una gran apariencia de normalidad.
Yo debía haberme convertido en una especie de comodín que les permitía mantener esa máscara de normalidad. Y ahora, tras descubrirlo, me sentía como un extraño en su propia casa. Nadie parecía lo que realmente era. Ni siquiera podía mirar a mi hija a los ojos sin estremecerme. La leve sospecha de su otra vida me encogía el alma.
Los altos cipreses y los chopos continuaban balanceándose con elegancia. Asistíamos a un espectacular baile, donde la música de un delicado vals mecía las ramas de los árboles y el viento suave y húmedo de la mañana se transformaba en el vehículo de una opulenta y acuosa fragancia. Yo continuaba lejos de allí. Mi mente viajaba con rapidez de un extremo al otro del universo sin que nadie pudiera detenerla; había aprendido muy rápidamente, durante las últimas semanas, a moverse con voluntad propia, a hacerme ausentar del presente y de todo lo que me rodeaba. Navegaba por un océano que me adormecía, que me llenaba de una profunda tristeza.
—Papá, hay menos gente que en el entierro de mamá.
—Sí, hija, es que tu madre tenía muchos más conocidos que la abuela. Ella siempre fue una persona muy especial y mantuvo muy pocas relaciones.
Luego, de repente, me encontré recibiendo las condolencias de todos los que se marchaban. Mi mano se levantaba como una autómata perfectamente programada para estrechar aquellas que se ponían a su alcance; mis labios se acercaban a los rostros de las personas como si tuviesen vida propia, estaban hechos de un mármol frío y duro, mientras mi mente se balanceaba al compás que marcaban los cipreses. Los pocos pájaros que se atrevían a desafiar al viento y surcaban el cielo se contorneaban también como si participaran del baile, bajo una luz sin cromatismos. Las nubes cubrían por completo el cielo. Eran unas nubes grises, uniformes. No había nada más que ese color sin vida, era como un océano en calma, inmóvil, que reflejaba el color que recibía sin dar nada a cambio. Un cielo grisáceo que amenazaba con desplomarse sobre nosotros como un inmenso sudario.
Al acabar el entierro, mi tío se me acercó con sigilo.
—Me marcho mañana a Santander para solucionar unos temas, pero antes de irme me gustaría charlar contigo de nuevo sobre lo que me contaste el otro día.
—Veré si puedo. No debes darle más vueltas. Las cosas son así. Muchas veces toca aceptarlas sin más. La vida hay que vivirla y no pensarla. Es raro que yo diga esto, pero así lo veo. Aunque se supone que la existencia hay que agarrarla por los cuernos, me figuro que en más de una ocasión no se puede ni se debe buscar los motivos o las razones del destino; simplemente hay que dejarse llevar por él. Desgraciada o afortunadamente, la vida no cabe entera en la casa de la razón. —Después de un ligero silencio que se ocultó tras una mirada llena de vida me dijo—: Vámonos que nos quedamos solos y hay que llegar pronto a casa de tu madre. Los invitados esperan. Luego, si podemos, otro día continuaremos la charla. Además tengo que darte algo de parte de tu madre.
Mientras salía del cementerio de la mano de mi hija me daba cuenta de cómo, en menos de tres meses, había conseguido enterrar a mi mujer, a mi madre y a mi conciencia. Francamente, un hito difícil de superar. Pero lo que no sabía por aquel entonces es que aún me quedaba lo más doloroso y difícil. Siempre que uno piensa que ha tocado fondo, al poco tiempo se percata de que el suelo que sostiene nuestros pies se vuelve a desvanecer una vez más como si fuera una ilusión, todo para mandarnos a un escalón más abajo en el infierno. En realidad descubrimos muy al final de nuestras existencias que no nos sostiene algo así como un suelo firme y permanente. Lo único cierto es que en la vida, en el fondo, siempre malgastamos el tiempo buscando momentos y lugares que no existen.
Mi hermana dio con la respuesta adecuada a mi problema que, como toda buena solución, era imposible de llevar a cabo. Un remedio que, de haberlo puesto en práctica, me hubiera ahorrado muchos sufrimientos y probablemente me habría evitado tener que llevar a cabo una terapia absurda transcribiendo mi historia en un libro.
—Martín, ¿realmente crees que cambiaría mucho si supieses la verdad? Yo, francamente, creo que no. ¿Para qué saberlo? La mayoría de las veces lo mejor es ignorar la verdad, sobre todo cuando no nos va a llevar a ninguna parte.
Es cierto que las obsesiones nos permiten vivir la vida sin percatarnos de que lo hacemos… Y es que en realidad cada existencia es un fracaso del destino. Mi tío muchas veces me dijo que en la vida, como en el mar, no puede haber caminos y, finalmente, durante aquellos días, entendí a lo que se refería.
Observaba desde lejos, desde la carretera, cómo se alejaba la casa de mis abuelos. Era un edificio de piedra marrón, alto y señorial. Sobre su desgastada roca se acumulaban años, si no siglos, de historias, de presencias, de luchas y, sobre todo, de recuerdos inútiles. Semblanzas de unas identidades que ya nunca volverían. Cada año pasado había servido para limpiar a la roca de su aspereza, de sus capas más superficiales; su color inicial había dado paso a uno más oscuro, quizá más próximo a su primera identidad, si es que tenía alguna. Una identidad que no acumulaba recuerdos de otras vidas, más clara y nítida pero también con más claroscuros, llena de contrastes, de líneas inesperadas. Había perdido la cuenta, no era capaz de recordar el tiempo que llevaba esperando una señal que nunca llegaba; una señal que me sacase de dudas y que me permitiese saber qué es lo que tenía qué hacer.
—Es una pena pensar que esta gran casona, estas piedras desaparecerán algún día y con ello la memoria que ellas guardan; los sueños, las alegrías y sobre todo las penas de tantos. Las escenas que se ocultan en su regazo y que a muchos nos hubiera gustado pensar eternas, se extinguirán y ni siquiera quedará un triste eco del pasado, algo que nos recuerde que allí vivió alguien. Es curioso cómo hacemos de nuestras casas las depositarias de nuestras identidades, como si las paredes retuvieran el ser de cada familia o de cada persona; como si fuera lo único que pudiéramos legar para la posteridad…
Hubo unos segundos de silencio antes de que de nuevo se volviese a escuchar una palabra. El coche subía por la carretera de los desfiladeros. Observaba las cumbres al fondo, coloreadas por el blanco de la nieve, mostrando a su vez el tardío rastro de un otoño que amenazaba con quedarse más de lo debido. El color ocre de los árboles lo cubría todo. Una humedad densa y sigilosa en la forma de una bruma casi imperceptible ascendía por las laderas y se adentraba en silencio en el corazón de la montaña; la tristeza que se respiraba fluía por todos sitios, coloreando un paisaje exuberante en su monotonía.
Aquel extraño color gris, que contrastaba con la vida que había alrededor, se había apoderado por completo del paisaje. Se veían a lo lejos ríos que resucitaban a una vida que días antes parecía nunca volvería; era como si fueran parte del recuerdo de un sueño imposible. Los sonidos se habían adormecido. La plenitud que acompaña al verano, la vivacidad del estío, había dado paso a un suave murmullo; a un lejano gorgoteo que va perdiendo vida entre los densos ropajes del silencio. El cielo plomizo, de un gris tedioso y uniforme, ocultaba el recuerdo de una luz que ya no volvería, que solo existía en el recuerdo... El verano parecía remoto, lejano, imposible de volver. A lo lejos, como en la esquina de un cuadro, una bandada de patos surcaba el cielo. Era una huida. Escapaban de un lugar que, estaba claro, iba muriendo lentamente. La naturaleza, a diferencia de los hombres, nos muestra siempre lo que siente, lo que piensa; nos envuelve con una mirada que se extingue lentamente pero que lo enseña todo. Lo hace en pequeños movimientos, como si fuera desmoronándose ante el peso de la verdad.
—Con el paso de los años algunas personas se empecinan en vivir de un esplendor que ya es historia, a través de las paredes, de las habitaciones, de los jardines de una gran casa. Algo de eso le sucedió a tu madre y también a tu abuelo. Las señas de identidad de una familia o de una persona no pueden depender del escenario donde se desarrolla su existencia, en eso estoy de acuerdo contigo. Las personas somos más de lo que cuatro recuerdos o cuatro paredes son capaces de guardar, pero como siempre sucede, nos quedamos con lo que no debemos. Lo que más define a cada persona no es su pasado, sino sus aspiraciones, sus anhelos frustrados, lo que la vida no le permitió ser.
—Deberías reconocerme que estas palabras suenan a seminario barato, a receta fácil para cocinar vidas alienadas, pero que no dejan de ser un nuevo engaño más de la existencia.
Aparcó el coche frente a un mesón. Había poca gente, se notaba que era un día de otoño. Nos sentamos en una mesa cerca de unos amplios ventanales y pedimos algo de comer. Había un silencio pesado que se sentía por todos lados. Tras los cristales unos árboles casi desnudos y una espesa niebla dejaban adivinar el frío manto del cercano invierno. El vaho dejaba su rastro en forma de pequeñas nubes que se mantenían en el aire más de la cuenta.
—Todavía te preguntarás por qué te he hecho venir de tan lejos, ¿verdad?
—Pues sí. En un primer momento pensé que tenía que ver con la casa de mi madre, pero por lo que veo no es así.
En cuanto nos trajeron la bebida tuve la certera intuición de que ese día iba a enterarme de algo que luego, a la postre, resultaría crucial para decidir lo que iba a hacer con mi vida. El color del vino, no sé por qué, me recordó a mi madre. En seguida llené los dos vasos. Noté un ligero ardor en el estómago. La niebla que se veía al otro lado de la ventana parecía haberse introducido en el mesón en forma de grandes nubes de humo.
—Si te digo la verdad no sé por qué has querido verme. Por lo que me diste a entender, tenías algo muy importante que contarme que no se podía explicar por teléfono, pero no puedo sospechar el qué, a pesar de que me figuro que tiene que ver con mi madre.
—Sí, tiene que ver con tu madre, pero sobre todo, con tu padre.
Al oír aquella palabra sentí un fuerte estremecimiento. La falta de costumbre. Muy pocas veces había escuchado mentar su figura en público, y menos refiriéndose a cualquier comentario sobre su vida. Mi madre instauró, después de que nos abandonara, una férrea censura en casa: su nombre, su figura y su identidad desaparecieron de mi existencia. Mi padre se transformó así en un gran enigma. Por mucho que intenté durante años averiguar algo sobre él, no conseguí nada. Pocas cosas se pueden saber de personas como él y, menos aún, de lo que podía esconder en su cabeza. Era una sombra que vivía en mi mente, fruto de pequeños retazos de mi memoria, elucubraciones, fantasías, deseos y decepciones, que nunca llegaron a crear una figura definida.
—¿Qué tiene que ver mi padre con todo esto?
—Mucho. Más de lo que tú crees... Tu madre me confesó hace tiempo el misterio de su huida. Eso sí, me exigió no desvelártelo hasta después de su muerte.