V.1: junio, 2014
Título original: Born at midnight. Shadow Falls 1
© C.C. Hunter, 2011
© de la traducción, Laura Gomara, 2013
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2014
Diseño de cubierta: www.genisrovira.com
Publicado bajo acuerdo con St. Martin’s Press, LLC. Todos los derechos reservados.
Publicado por Oz Editorial
C/ Mallorca, 303, 2º 1ª
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ISBN: 978-84-16224-01-2
IBIC: YFHR
Depósito Legal: B. 14812-2014
Maquetación: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley
Traducción de Laura Gomara
A Lilly Dale Makepeacer.
Porque ver tu sonrisa me recuerda que la magia todavía vive y florece en este gran viejo mundo.
—¡Esto no tiene gracia! —gritó su padre.
No, no la tiene, pensó Kylie Galen mientras abría la nevera en busca de algo para beber. De hecho, era tan poco divertido que querría poder hacerse un hueco entre la mostaza y los perritos calientes cubiertos de moho, cerrar la puerta y no oír las voces airadas que llegaban de la sala de estar.
Sus padres volvían a la carga.
No es que fuera a durar mucho más, pensó mientras la neblina helada de la nevera se filtraba por la puerta.
Había llegado el gran día.
A Kylie se le hizo un nudo en la garganta. Pero lo deshizo como pudo y se negó a llorar.
Iba a ser el peor día de su vida. Y no era el primero, últimamente había tenido bastantes días de mierda. La perseguía un acosador, Trey había roto con ella, y sus padres le habían dicho que se divorciaban. Sí, no podía ser peor. No era de extrañar que sus pesadillas hubieran vuelto con más fuerza que nunca.
—¿Qué has hecho con mi ropa interior? —el rugido de su padre entró en la cocina, se coló por la puerta de la nevera y rebotó contra los perritos calientes con moho.
¿Su ropa interior? Kylie apretó la fría lata de refresco contra su frente.
—¿Por qué iba yo a hacer algo con tu ropa interior? —preguntó su madre con su voz de me-eres-completamente-indiferente. Así era su madre, indiferente. Fría como el hielo.
Desde la ventana de la cocina, Kylie miró hacia el patio, donde había visto antes a su madre. Allí, un par de slips de su padre sobresalían de la parrilla humeante.
Genial. Su madre había asado en la barbacoa los calzoncillos de su padre. Toma ya. Kylie no volvería a comer nada más que se cocinara en aquella parrilla.
Luchando contra las lágrimas, dejó el refresco en la nevera, la cerró y fue hacia la puerta. Si la veían, tal vez dejarían de actuar como críos y permitirían que volviera a ser adolescente.
Su padre estaba en medio de la habitación, agarrando unos calzoncillos. Su madre, sentada en el sofá, bebía con calma una taza de té caliente.
—¡Necesitas ayuda psicológica! —le gritó su padre a su madre.
Diez puntos para papá, pensó Kylie. Su madre necesitaba ayuda. Entonces, ¿por qué era ella la que tenía que sentarse en el sofá de la psiquiatra dos tardes a la semana?
¿Por qué su padre, cuando todo el mundo decía que Kylie le llevaba por donde quería, iba a mudarse ese mismo día y dejarla atrás?
Kylie no lo culpaba por querer dejar a su madre, alias la Reina de Hielo. Pero, ¿por qué no se llevaba a Kylie con él? Se le formó otro nudo en la garganta.
Su padre se dio la vuelta y la vio, después salió disparado hacia el dormitorio, obviamente para recoger el resto de sus cosas, excepto la ropa interior, que en ese momento enviaba señales de humo desde la parrilla de la barbacoa.
Kylie se quedó allí, mirando a su madre, que estaba sentada ojeando papeles del trabajo como si fuera un día como cualquier otro.
Las fotografías enmarcadas de Kylie y su padre, que estaban colgadas en la pared de detrás del sofá, captaron su atención y las lágrimas amenazaron con aparecerle en los ojos. Las fotos eran de los viajes que padre e hija hacían todos los años.
—Tienes que hacer algo —suplicó Kylie.
—¿Algo como qué? —le preguntó su madre.
—Hacer que cambie de opinión. Dile que sientes haber metido sus calzoncillos en la barbacoa. —Que sientes tener agua helada corriendo por tus venas—. Me importa una mierda lo que hagas, pero no dejes que se vaya.
—No lo entiendes. —Y sin más, su madre, carente de toda emoción, volvió a centrar su atención en los papeles.
En ese momento, su padre cruzó la sala de estar con la maleta en la mano. Kylie fue tras él y lo siguió hasta la calle; allí le golpeó el calor sofocante de la tarde de Houston.
—Llévame contigo —le suplicó ella, sin importarle que la viera llorar. Tal vez las lágrimas podrían ayudar. Había existido una temporada en la que, si lloraba, él hacía todo lo que ella quería—. No como demasiado —dijo entre sollozos, intentando quitarle hierro al asunto.
Él negó con la cabeza, pero a diferencia de su madre, por lo menos en sus ojos había emoción.
—No lo entiendes.
No lo entiendes.
—¿Por qué siempre decís eso? Tengo dieciséis años. Si no lo entiendo, explicádmelo. Dime cuál es el gran secreto y acabemos de una vez.
Su padre bajó la mirada, como si estuviera en un examen y llevara escritas las respuestas en la punta de los zapatos. Suspirando, volvió a mirar a Kylie.
—Tu madre… Te necesita.
—¿Me necesita? ¿Es una broma? Ni siquiera me quiere. —Y tú tampoco. De repente lo comprendió y el aire se le congeló en los pulmones. Su padre no la quería.
Una lágrima se secó en la mejilla y fue entonces cuando volvió a verle. No a su padre, sino al tipo vestido de soldado, también conocido como su acosador particular. Estaba de pie, al otro lado de la calle, vestido con la misma indumentaria militar que le había visto otras veces. Parecía salido de una de esas películas de la Guerra del Golfo que tanto le gustaban a su madre. Pero en vez de disparar a diestro y siniestro o acabar volando en pedazos, este tipo se quedaba de pie sin moverse, mirando a Kylie a los ojos con una mirada triste y escalofriante al mismo tiempo.
Hacía unas semanas que se había dado cuenta de que el tipo la acechaba. Él nunca había hablado con ella ni ella le había dirigido la palabra. Pero el día en que se lo señaló a su madre y ella no fue capaz de verlo… Bueno, ese día su mundo empezó a tambalearse. Su madre pensaba que se lo estaba inventando todo para llamar la atención, o aún peor. Con peor quería decir que Kylie podía estar perdiendo la noción de la realidad. Las pesadillas que la habían atormentado cuando era niña habían vuelto, más fuertes que nunca. Su madre dijo que un psiquiatra podría ayudarle a superarlas, pero ¿cómo iba a hacerlo si Kylie ni siquiera las recordaba? Sólo sabía que eran sueños horribles. Lo suficientemente malos como para despertarse gritando.
Kylie quería gritar. Quería gritarle a su padre que se diera la vuelta y mirara hacia allí, para demostrarle que no había perdido la razón. Si su padre veía al acosador, al menos podría dejar de ir al loquero. No era justo.
Pero la vida no es justa, algo que su madre le había recordado más de una vez.
Sin embargo, cuando Kylie volvió a mirar, se había ido. No el soldado, sino su padre. Se volvió hacia la entrada y lo vio encajando la maleta en el asiento trasero de su Mustang descapotable rojo. A su madre nunca le había gustado ese coche, pero a él le encantaba.
Kylie corrió hacia el coche.
—Voy a decirle a la abuela que hable con mamá. Ella sabrá cómo arreglarlo… —en cuanto las palabras salieron de sus labios, Kylie recordó el otro gran evento que había convertido su vida en un infierno.
Nunca más podría correr a los brazos de su abuela para que arreglara sus problemas. Porque su abuela había muerto. Se había ido. El recuerdo del cuerpo frío de Nana en el ataúd inundó sus pensamientos y se le hizo otro nudo en la garganta.
La expresión de su padre pasó a ser de preocupación, la misma mirada que había llevado a Kylie al consultorio de una psiquiatra hacía tres semanas.
—Estoy bien. Me había olvidado. —Porque recordar duele demasiado. Una lágrima solitaria rodó por su mejilla.
Su padre se acercó y la abrazó. El abrazo duró más de lo normal, pero de todos modos terminó demasiado pronto. ¿Cómo iba a dejar que se fuera? ¿Y cómo iba él a atreverse a dejarla allí sola?
Aflojó los brazos y la alejó de él.
—Estoy a una llamada telefónica de distancia, mi niña.
Kylie se secó las lágrimas, odiando esa debilidad acuosa, mientras veía el descapotable rojo de su padre hacerse cada vez más pequeño calle abajo. Quería estar sola en su habitación y echó a correr hacia la casa. Entonces recordó al tipo del uniforme militar y volvió a mirar hacia el otro lado de la calle para ver si había desaparecido sin dejar rastro, como solía hacer.
No. Todavía estaba allí, mirando, acechando. Le daba grima y la hacía enfadar al mismo tiempo. Él era la razón por la que tenía que ir ver a una psiquiatra.
Entonces la señora Baker, su vecina casi centenaria, salió de su casa tambaleándose para coger el correo. Sonrió a Kylie, pero la antigua bibliotecaria no miró ni una sola vez al soldado, que estaba plantado frente a su jardín, incluso cuando pasó a menos de dos metros de él.
Raro.
Tan raro que un extraño escalofrío recorrió la columna de Kylie, el mismo tipo de frío que había sentido en el funeral de Nana.
¿Qué demonios estaba pasando?
Una hora más tarde, Kylie bajó las escaleras con la mochila y el bolso colgados del hombro.
Su madre la encontró en la puerta de entrada.
—¿Estás bien?
¿Cómo iba a estar bien?
—Sobreviviré —respondió Kylie. Más de lo que podía decir de la abuela. En ese momento, Kylie recordó la sombra de ojos azul brillante que le habían puesto los de la funeraria. «¿Por qué no me quitáis esto?». Casi podía oír la voz de Nana diciéndole aquello.
Extrañada por ese pensamiento, se volvió hacia su madre.
Ésta se quedó mirando la mochila de Kylie y una arruga de preocupación apareció entre sus ojos.
—¿A dónde vas? —preguntó.
—Me dijiste que podía pasar la noche con Sara. ¿O estabas demasiado ocupada asando en la parrilla los calzoncillos de papá como para acordarte?
Su madre ignoró el comentario de los calzoncillos a la barbacoa.
—¿Y qué haréis Sara y tú esta noche?
—Mark Jameson ha organizado una fiesta de fin de curso. —No es que a Kylie le apeteciera celebrarlo. Gracias a que Trey pasaba de ella y al divorcio de sus padres, el verano estaba claramente destinado a acabar en el retrete. Y, a juzgar por cómo estaba saliendo todo, alguien iba a pasar por allí y tirar de la cadena.
—¿Sus padres estarán allí? —su madre levantó una ceja oscura.
Por dentro, Kylie se estremeció, pero físicamente ni parpadeó.
—¿No están siempre?
Bueno, sí, acababa de mentir. Kylie no solía ir a las fiestas de Mark Jameson precisamente porque no quería mentir a sus padres, pero ¡maldita sea! Mira lo que había conseguido portándose bien. Y se merecía pasar un buen rato, ¿no?
Además, ¿su madre no había mentido cuando su padre le preguntó por la ropa interior?
—¿Qué pasa si tienes otra pesadilla? —su madre le tocó el brazo.
Un roce rápido. Eso es todo lo que Kylie había recibido de ella últimamente. Ni abrazos largos como el que le había dado su padre, ni viajes de madre e hija. Tan sólo indiferencia y roces rápidos. Incluso cuando Nana, que era la madre de su madre, había muerto, no la había abrazado y, en ese momento, Kylie lo había necesitado de verdad. Pero había sido su padre quien la había estrechado entre sus brazos y ella le había dejado la americana pringada de rímel. Y ahora su padre y todas sus americanas estaban muy lejos.
Kylie suspiró y se aferró a su bolso.
—Le dije a Sara que puedo despertarme gritando como si me estuvieran matando. Ella me contestó que me clavaría una estaca de madera en el corazón y me haría volver a la cama.
—Tal vez deberíais esconder las estacas antes de iros a dormir. —Su madre trató de sonreír.
—Lo haremos. —Por un segundo, a Kylie le preocupó dejarla sola justo el día en que su padre se había ido. Pero, ¿a quién quería engañar? Su madre estaría bien. Nada podía perturbar a la Reina de Hielo.
Antes de salir, Kylie se asomó por la ventana para asegurarse de que no sería asaltada por un tipo con ropa militar.
Cuando vio el patio libre de acosadores, salió corriendo por la puerta, esperando que la fiesta de aquella noche le ayudara a olvidar que su vida apestaba, y mucho.
—Toma. No tienes por qué bebértela, tan sólo sujétala en la mano. —Sara Jetton dejó una cerveza en las manos de Kylie y salió corriendo.
Compartía espacio vital con un mínimo de treinta personas más, todos embutidos en el salón de Mark Jameson y hablando a la vez. Kylie agarró la botella, que estaba muy fría, y miró a su alrededor. Reconoció a la mayoría, que eran compañeros del instituto. El timbre sonó otra vez. Obviamente, éste era el lugar en el que había que estar esta noche. Y parece ser que esa misma idea habían tenido todos los alumnos de secundaria de la zona. Jameson, un alumno de último año a cuyos padres nunca parecía importarles lo que hiciera, organizaba algunas de las fiestas más salvajes de la ciudad.
Diez minutos más tarde, con Sara todavía desaparecida en combate, la fiesta estaba en su mejor momento. Lástima que Kylie no se sintiera parte de ello. Frunció el ceño mirando la botella que tenía en la mano.
Alguien chocó contra ella, haciendo que la cerveza le salpicara en el pecho, justo en el escote en forma de uve de su blusa blanca.
—¡Mierda!
—¡Perdón!, lo siento mucho —dijo el que la había empujado.
Kylie miró a los ojos marrón claro de John y trató de sonreír. Ser amable con un chico mono que había estado preguntando por ella en el instituto hizo que tratar de sonreír fuera fácil. Pero el hecho de que John fuera amigo de Trey mantuvo la emoción bajo mínimos.
—No pasa nada —dijo Kylie.
—Voy a buscarte otra —contestó, y salió corriendo muy nervioso.
—¡De verdad, no hace falta! —gritó Kylie mientras John se alejaba, pero entre la música y las voces, no la oyó.
El timbre sonó una vez más. Algunos chicos se movieron para dejar paso y Kylie vio la puerta. En concreto vio a Trey entrando a la fiesta. A su lado, o debería decir pegada a él, iba pavoneándose su nueva novia pendona.
—Genial.
Kylie se giró bruscamente, deseando poder teletransportarse a Tahití, o incluso mejor, de vuelta a casa, sobre todo si su padre estuviera allí.
A través de una ventana trasera, vio a Sara en el patio y Kylie se lanzó a su encuentro.
Sara levantó la vista. Debió de leer el pánico en su rostro, porque fue corriendo hacia ella.
—¿Qué ha pasado?
—Trey y su nuevo juguetito están aquí.
Sara frunció el ceño.
—¿Y qué? Estás genial. Ve a tontear con algunos chicos y a hacer que se arrepienta.
Kylie puso los ojos en blanco.
—No quiero quedarme aquí y ver a Trey y como-se-llame enrollándose.
—¿Se estaban liando ya? —preguntó Sara.
—Todavía no, pero dale una cerveza a Trey y lo único en lo que pensará es en meterse en las bragas de una tía. Lo sé porque yo era la chica de las bragas.
—Cálmate. —Sara señaló a la mesa—. Gary ha traído tequila para hacer margaritas. Tómate uno y te sentirás mejor.
Kylie se mordió el labio para no gritar que no se sentiría mejor. Parecía llevar «mi vida apesta» escrito en la frente.
—Oye —Sara le dio un codazo—, las dos sabemos que lo único que tienes que hacer para que Trey vuelva a ti es llevártelo arriba. Todavía está loco por ti. Me lo he encontrado al salir de clase y me ha preguntado qué tal estabas.
—¿Sabías que iba a venir? —la certeza de la traición empezó a resquebrajar la poca cordura que le quedaba.
—Me dijo que no estaba seguro. ¡Pero relájate!
¿Relajarse? Kylie se quedó mirando a su mejor amiga y se dio cuenta de lo mucho que habían cambiado las cosas en los últimos seis meses. No era tan sólo la obsesión de Sara con salir de fiesta o el hecho de que hubiera perdido la virginidad. Bueno, tal vez sí que eran precisamente esas dos cosas, pero parecía haber algo más.
Por otro lado, Kylie tenía la sospecha de que Sara quería con demasiado ahínco que ella se uniera a las filas de las no-vírgenes-que-se-van-de-fiesta. Pero ¿qué podía hacer si la cerveza sabía a meado de perro? ¿O si el sexo no le llamaba?
Bueno, eso no era cierto, el sexo la atraía. Cuando ella y Trey se estaban liando, Kylie se había sentido tentada, muy tentada, a hacerlo, pero entonces se acordaba de la conversación con Sara sobre cómo la primera vez tenía que ser especial.
Entonces recordó cómo Sara había cedido a «las necesidades» de Brad —Brad, que era el amor de su vida— y, sin embargo, dos semanas después de ceder, ese gran amor la había dejado. ¿Qué había de especial en eso?
Desde entonces, Sara había salido con otros cuatro chicos, y se había acostado con dos de ellos. Y había dejado de hablar del sexo como si fuera algo especial.
—Mira, sé que estás preocupada por lo de tus padres —dijo Sara—, pero es precisamente por eso por lo que tienes que dejarte llevar y pasártelo bien un rato. —Sara se colocó un largo mechón castaño detrás de la oreja—. Te voy a traer un margarita, ya verás, te va a encantar.
Sara salió corriendo hacia la mesa en la que había un grupo de gente. Kylie empezó a seguirla, pero su mirada se encontró con la del tipo vestido de soldado. Tenía una pinta aterradora y extraña, como siempre. Estaba de pie junto al grupo de bebedores de margaritas.
Kylie miró alrededor, dispuesta a salir corriendo, pero fue a chocarse directamente contra el pecho de un tío, y tuvo la mala suerte de que otro chorro de cerveza fría saltara de la botella y fuera a caer justo entre sus tetas.
—¡Genial! Mis tetas van a oler como una fábrica de cerveza.
—El sueño de cualquier tío —dijo una voz ronca y masculina—, pero lo siento.
Reconoció la voz de Trey antes de oler su aroma único o de ver sus anchos hombros. Preparándose para el dolor que le provocaría verlo, levantó la mirada.
—No importa, John ya lo ha hecho antes.
Trató de no mirar cómo el cabello castaño claro de Trey caía sobre su frente, o la forma en que sus ojos verdes parecían atraerla hacia él, o cómo su boca la tentaba a inclinarse y presionar sus labios contra los de él.
—Así que es cierto —frunció el ceño.
—¿El qué? —preguntó Kylie.
—Que tú y John os habéis liado.
Por un momento, Kylie consideró la opción de mentir. La idea de hacerle daño le parecía atractiva. Pero le recordaba a los juegos estúpidos con los que sus padres habían estado chinchándose últimamente. Oh, no, ella no pensaba rebajarse a su nivel de «adulto».
—No me he liado con nadie. —Dio la vuelta para irse.
Él la retuvo. Su contacto, la sensación de aquella mano cálida en su brazo, envió ondas de dolor directas al corazón. Y al tenerlo tan cerca de ella, el aroma limpio y masculino de Trey le llenaba las fosas nasales. Oh, Dios, le encantaba su olor.
—Me enteré de lo de tu abuela —dijo—.Y Sara me ha dicho que tus padres se separan. Lo siento mucho, Kylie.
Las lágrimas amenazaban con asomar por sus ojos. Kylie estuvo a punto de dejarse caer contra su pecho cálido y pedirle que la abrazara. No había nada mejor en el mundo que los brazos de Trey en torno a ella, pero entonces vio a la chica, el juguetito de Trey, salir al patio con dos cervezas en la mano. En menos de cinco minutos, Trey estaría intentando meterse en sus bragas. Y algo en la blusa superescotada y la falda demasiado corta que llevaba la chica le decían que él no tendría que esforzarse mucho.
—Gracias —murmuró Kylie y fue a reunirse con Sara. Por suerte, el soldado había decidido que los margaritas no eran lo suyo y se había ido.
—Aquí tienes. —Sara cogió la cerveza de Kylie y la cambió por un margarita.
La copa estaba helada. Kylie se inclinó y susurró a Sara.
—¿Has visto a un tipo raro por aquí hace un minuto? ¿Vestido con ropa militar un poco pasada de moda?
Sara hizo un movimiento ondulante con las cejas.
—¿Cuánta cerveza te has bebido? —su risa llenó el aire de la noche.
Kylie apretó con más fuerza el frío cristal, empezaba a preocuparle seriamente la posibilidad de estar perdiendo la cabeza. Y añadirle alcohol a la situación no le parecía una buena idea.
Una hora más tarde, cuando tres policías de Houston entraron en el patio trasero y les hicieron ponerse a todos en fila, Kylie aún tenía el mismo margarita entre sus dedos.
—Vamos, chicos —dijo uno de los policías—. Cuanto antes os traslademos a comisaría, antes podremos llamar a vuestros padres para que vengan a buscaros. —En ese momento, Kylie supo a ciencia cierta que habían tirado su vida al inodoro y alguien acababa de tirar de la cadena.
—¿Dónde está papá? —preguntó Kylie cuando su madre se acercó a ella en la comisaría—. Llamé a papá.
Estoy a una llamada de distancia, mi niña. ¿No le había dicho eso? Así que, ¿por qué no estaba allí para recoger a su pequeña?
Los ojos verdes de su madre se estrecharon.
—Me llamó él.
—Quería que viniera papá —insistió Kylie. No, más bien necesitaba que viniera su padre, pensó, y las lágrimas le nublaron la vista. Necesitaba un abrazo, necesitaba a alguien que la entendiera.
—No siempre se consigue lo que se quiere, sobre todo cuando… Dios mío, Kylie, ¿cómo has podido hacer algo así?
Kylie se secó las lágrimas que le resbalaban por las mejillas.
—Yo no he hecho nada. ¿No te lo han dicho? He caminado en línea recta, me he tocado la punta de la nariz e incluso he dicho el abecedario al revés. No he hecho nada malo.
—Han encontrado drogas —replicó su madre.
—Yo no estaba tomando drogas.
—¿Pero sabes lo que no han encontrado, señorita? —su madre la amenazó con el índice—. A los padres. Me has mentido.
—Quizás me parezco demasiado a ti —dijo Kylie, todavía aturdida ante la idea de que su padre no hubiera aparecido. Él sabía lo mal que lo estaba pasando. ¿Por qué no había venido?
—¿Qué quieres decir, Kylie?
—Le dijiste a papá que no sabías dónde estaba su ropa interior. Pero acababas de asar sus calzoncillos en la parrilla.
Los ojos de su madre se llenaron de culpa y negó con la cabeza.
—La doctora Day tiene razón.
—¿Qué tiene que ver mi loquera con lo que ha pasado esta noche? —preguntó Kylie—. No me digas que la has llamado. Dios, mamá, si te atreves a traerla aquí, delante de todos mis amigos…
—No, no está aquí. Pero no se trata sólo de esta noche. —Su madre cogió aire—. No puedo hacer esto yo sola.
—¿Hacer qué tú sola? —preguntó Kylie y tuvo un mal presentimiento.
—Voy a apuntarte a un campamento de verano.
—¿Qué campamento de verano? —Kylie estrechó el bolso contra su pecho—. No, no quiero ir a ningún campamento.
—No se trata de lo que quieres. —Su madre guió a Kylie hasta la puerta—. Se trata de lo que necesitas. Es un campamento para adolescentes con problemas.
—¿Problemas? ¿Te has vuelto loca? Yo no tengo ningún problema —insistió Kylie. Bueno, nada que un campamento pudiera arreglar. De alguna manera sospechaba que ir de campamento no traería a su padre de vuelta, no haría desaparecer al tipo del uniforme y no le devolvería el afecto de Trey.
—¿Que no tienes problemas? ¿En serio? ¿Y por qué estoy casi a medianoche en la comisaría recogiendo a mi hija de dieciséis años? Vas a ir al campamento. Te apunto mañana. Y no es negociable.
No voy a ir. Se repetía una y otra vez mientras salían de la comisaría.
Su madre podría estar como una cabra, pero su padre no lo estaba. Él no permitiría que la enviara a un campamento lleno de delincuentes juveniles. No lo haría.
¿Verdad?
Tres días más tarde, Kylie, maleta en mano, esperaba en un aparcamiento donde varios autobuses del campamento recogían a los delincuentes juveniles. Aún no se podía creer que estuviera allí.
Su madre iba en serio.
Y su padre había dejado que la apuntara.
Kylie, que nunca había bebido más de dos sorbos de cerveza, que nunca había fumado un cigarrillo, y mucho menos marihuana, estaba a punto de subir a un autobús que la llevaría a un campamento para adolescentes con problemas.
Su madre se acercó y le tocó el brazo.
—Creo que te están llamando.
¿Podría haberse deshecho de ella más rápidamente? Kylie le apartó la mano, tan enfadada, tan herida, que no sabía cómo actuar. Le había suplicado, implorado, había llorado, pero no había servido de nada. Kylie estaba a punto de dirigirse al campamento. Lo odiaba, pero no había nada que pudiera hacer para evitarlo.
Sin decirle una palabra a su madre y prometiéndose no llorar delante de las docenas de chicos que había frente a ella, Kylie se enderezó y caminó hacia el autobús. Delante, una mujer sostenía un cartel en el que ponía: Campamento Shadow Falls.
¡Por Dios! ¿A qué agujero infernal la estaban enviando?
Cuando Kylie entró en el autobús, los ocho o nueve chicos que ya estaban dentro levantaron la cabeza y la miraron fijamente. Sintió una agitación en el pecho y un extraño escalofrío volvió a recorrerle el cuerpo. En sus dieciséis años de vida, nunca había querido tanto como ahora dar media vuelta y salir corriendo.
Se obligó a no hacerlo, y entonces se encontró con la mirada de un montón de… Oh, Dios mío, ¿bichos raros?
Una chica tenía el pelo teñido de tres colores diferentes: rosa, verde lima y negro azabache. Otra iba totalmente de negro: los labios, la sombra de ojos, los pantalones y la camisa de manga larga. ¿No sabía que el rollo gótico había pasado de moda? ¿De dónde sacaba esa chica los consejos de estilismo? ¿No había leído qué colores se llevaban ahora? ¿Que el azul es el nuevo negro?
Por no hablar del chico que estaba sentado en la parte delantera del autobús. Llevaba piercings en las dos cejas. Kylie se inclinó para mirar por la ventana, con la esperanza de que su madre siguiera allí. Seguramente, si ella viera a esos chicos, se daría cuenta de que Kylie no estaba en el lugar correcto.
—Busca un asiento —dijo alguien detrás de ella.
Kylie se giró y vio a la conductora del autobús. Pese a que antes no se había fijado en ella, ahora le parecía un poco extravagante. Llevaba el pelo corto y teñido de color púrpura con las puntas hacia arriba, como un casco de fútbol americano. No es que Kylie fuera a culparla por querer ganar unos cuantos centímetros gracias a su pelo; la mujer era bajita. Bajita estilo elfo. Kylie le miró los pies, casi esperando ver un par de botas verdes y puntiagudas. Nada de zapatos verdes.
Luego su mirada fue a parar a la parte delantera del vehículo. ¿Cómo se suponía que esa mujer iba a conducir un autobús?
—Vamos —dijo la mujer—. Tenemos que estar allí a la hora de comer, así que muévete y deja paso.
A la vista de que todos, menos Kylie, se habían sentado ya, la mujer tenía que estar dirigiéndose a ella a la fuerza, de manera que empezó a caminar hacia la parte trasera del bus. Tenía la sensación de que su vida iba a cambiar para siempre.
—Puedes sentarte a mi lado —dijo alguien. Era un chico de pelo rizado y muy rubio, incluso más rubio que Kylie, pero los ojos que la miraban eran de un marrón tan oscuro que parecía negro. Le señaló el asiento vacío que había junto a él. Kylie intentó no mirarle fijamente, pero algo en la combinación claroscuro le daba mala espina. Entonces él arqueó las cejas, como si… como si el hecho de que ella se sentara a su lado significara que fueran a liarse o algo así.
—Allí está bien. —Kylie avanzó un par de pasos, arrastrando la maleta tras de sí. Ésta se quedó atrapada en la fila de asientos en los que estaba sentado el chico rubio y Kylie se giró para sacarla.
Sus miradas se cruzaron y Kylie se quedó boquiabierta. El chico rubio ahora tenía los ojos… verdes. De un verde muy brillante. ¿Cómo era eso posible?
Tragó saliva y miró si el chico tenía algo entre las manos. Tal vez llevara un estuche de lentillas y se las había puesto mientras ella no miraba. Nada, ningún estuche.
El chico volvió a mover las cejas, y cuando Kylie se dio cuenta de que seguía mirándola, dio un tirón a la maleta.
Intentando no pensar en que ese chico le ponía los pelos de punta, avanzó hasta la fila de asientos que había elegido. Antes de hacerlo, vio a otro chico en la parte de atrás. Estaba sentado solo, tenía el pelo castaño claro, con la raya a un lado, y le caía justo encima de las cejas oscuras y los ojos verdes. Unos ojos verdes normales, pero el azul grisáceo de la camiseta que llevaba los resaltaba.
El chico la saludó con la cabeza. Nada demasiado raro, gracias a Dios. Por lo menos había una persona normal en el autobús, además de ella.
Kylie se sentó y volvió a mirar al rubio, pero no la estaba mirando, así que no pudo ver si el color de sus ojos había vuelto a cambiar. Fue entonces cuando se dio cuenta de que la chica con el pelo de tres colores tenía algo entre las manos.
Kylie volvió a aguantar la respiración. La chica tenía un sapo. No una rana, probablemente hubiera podido aceptar una rana, pero ¡un sapo! Además era un sapo enorme y feo. ¿Qué clase de chica se teñía el pelo de tres colores y llevaba un sapo a un campamento de verano? Dios, tal vez era uno de esos sapos venenosos, de esos que la gente lame para colocarse. Kylie había oído hablar de ellos en algún programa estúpido de la tele, pero siempre había pensado que se lo habían inventado. No sabía qué era peor: lamer un sapo para colocarse o tener un sapo de mascota sólo para ser raro.
Kylie colocó su maleta en el asiento de al lado para que nadie pudiera sentarse, después dejó escapar un profundo suspiro y miró por la ventana. El autobús se movía, aunque todavía no entendía cómo la conductora llegaba a los pedales.
—¿Sabes cómo nos llaman? —La voz venía del asiento en el que estaba la chica del sapo.
Kylie no creyó que estuviera hablando con ella, pero volvió la cabeza de todos modos. La chica la estaba mirando directamente, así que Kylie imaginó que podría haberla confundido con otra persona.
—Perdón, ¿quién nos llama qué? —preguntó Kylie, intentando no parecer ni demasiado amable ni demasiado borde. Lo último que quería era cabrear a esos bichos raros.
—La gente de los otros campamentos. En Fallen hay como seis campamentos en un radio de cinco kilómetros. —Se echó hacia atrás el pelo multicolor y se mantuvo así durante unos segundos.
Fue entonces cuando Kylie se dio cuenta de que la chica ya no tenía el sapo. Y no veía una jaula o algo donde pudiera haberlo escondido.
Genial. Probablemente un sapo gigantesco y venenoso saltaría a su regazo antes de que pudiera darse cuenta. No es que los sapos le dieran miedo. Simplemente no quería que le saltara encima.
—Nos llaman cabezas de hueso —dijo la chica.
—¿Por qué? —Kylie encogió las piernas en el asiento por si al sapo le daba por saltar.
—Porque antes el campamento se llamaba Bone Creek, ya sabes, arroyo de huesos —respondió la chica—. Por los huesos de dinosaurio que encontraron allí.
—¡Ja! —intervino el chico rubio—. También dicen que la tenemos siempre dura.
Se oyeron algunas risas procedentes de los demás asientos.
—¿Por qué es tan gracioso? —quiso saber la chica vestida de negro con un tono tan mortalmente serio que Kylie se estremeció.
—¿No sabes lo que es tenerla dura? —preguntó el chico rubio—. Si te sientas a mi lado, te lo enseño. —Cuando se dio la vuelta, Kylie le vio los ojos otra vez. ¡Santa madre de Dios! Ahora los tenía de color dorado. Un color oro muy bonito, como el de algunos felinos. Lentillas, pensó Kylie. Llevaba algún tipo de lentillas extrañas que cambian de color.
La chica gótica se levantó para sentarse junto al chico rubio.
—Yo de ti no haría eso —dijo la chica del sapo, aunque ya no tuviera sapo. Se levantó, salió al pasillo y susurró algo al oído de la chica gótica.
—¡Cerdo! —La chica gótica se abalanzó hacia su asiento. Una vez allí miró al chico rubio y lo amenazó con una uña pintada de negro—. No me cabrees. Como cosas más grandes que tú en las horas más oscuras de la noche.
—¿Qué pasa en las horas más oscuras de la noche? —La voz provenía de la parte trasera del autobús.
Kylie se volvió para ver quién había hablado.
Otra chica, una que Kylie no había visto al subir al autobús, saltó de su asiento. Tenía el pelo negro azabache y llevaba unas gafas de sol casi del mismo color. Pero lo que la hacía parecer anormal era su piel. Pálida, de un blanco macilento.
—¿Y sabéis por qué cambiaron el nombre del campamento por Shadow Falls? —preguntó la chica del sapo.
—No —respondió alguien desde la parte delantera del autobús.
—Porque hay una leyenda nativa americana que dice que, al anochecer, si esperas detrás de las cataratas que hay en la zona, se pueden ver las sombras de los ángeles de la muerte mientras bailan.
¿Ángeles de la muerte bailando? ¿A esta gente le faltaba un tornillo, o qué?
Kylie se revolvió en su asiento. ¿Tal vez todo era una pesadilla? ¿Una de sus pesadillas, quizás? Se acurrucó en el asiento y trató de concentrarse en despertarse a sí misma tal y como le había enseñado la doctora Day.
Concéntrate. Concéntrate. Inspiraba profundamente por la nariz y expulsaba el aire por la boca. Mientras tanto se repetía por dentro: «Es sólo un sueño, no es real, no es real».
O no estaba dormida, o su concentración se había subido a otro autobús y, maldita sea, preferiría ir en cualquier autobús que no fuera ese. No quería creer lo que veían sus ojos, pero no podía evitar mirar a los demás. El chico rubio tenía los ojos clavados en ella, y esta vez volvían a ser negros.
¡Qué mal rollo! ¿Nadie más en todo el autobús se había dado cuenta de que eso no era normal?
Se volvió hacia atrás para mirar al chico que le había parecido el más normal. Sus dulces ojos verdes, que le recordaban a los de Trey, se encontraron con los de ella, y el chico se encogió de hombros. Kylie no sabía exactamente lo que quería decir con ese gesto, pero nada parecía inquietarlo tanto como a ella. Y eso, de algún modo, lo hacía tan raro como los demás.
Kylie volvió a darse la vuelta en su asiento, sacó el teléfono del bolso y empezó a enviarle mensajes a Sara. ¡Socorro! Estoy atrapada en un autobús con un montón de bichos raros. Absoluta y completamente raros.
Kylie recibió un mensaje de Sara casi de inmediato. No, ayúdame tú. Creo que estoy embarazada.
—¡Mierda! —Kylie se quedó mirando el mensaje pensando que tal vez desaparecería por arte de magia, o que Sara añadiría: «¡Es broma!». No. Nada de nada. No era una broma.
Pero, ¡por favor! Sara no podía estar embarazada. Eso les pasaba a las demás, a las chicas que no eran como ellas. Ellas eran chicas listas… chicas que… ¡Dios santo! ¿En qué estaba pensando? Eso le podía pasar a cualquiera que practicara sexo sin protección. O incluso podía pasarte por culpa de un condón defectuoso.
¿Cómo iba a olvidar ese vídeo que les pusieron en el instituto, aquel para el que su madre había tenido que firmar? O el folleto que su madre le había dejado sin ningún miramiento encima de la almohada, como un vaso de leche con galletas para antes de acostarse.
Había sido un jarro de agua fría. Aquel día había llegado a casa después de una de las citas más subidas de tono que había tenido con Trey, con ganas de disfrutar del subidón de sus besos ardientes y del recuerdo de sus intensas caricias, sólo para encontrarse con las estadísticas de embarazos no deseados y enfermedades de transmisión sexual, igualmente indeseables, esperándola encima de la cama. Y su madre sabía que Kylie tenía que leer para dormirse. Nada de dulces sueños aquella noche.
—¿Malas noticias? —preguntó alguien.
Kylie alzó la vista y se encontró con la chica del sapo sentada al otro lado del pasillo. Tenía las piernas apoyadas contra el pecho y la barbilla descansando en las rodillas.
—Mmm. Sí… no. Quiero decir… —Lo que quería decirle era que no era asunto suyo, pero nunca había sido fácil para Kylie ser borde o demasiado directa. Bueno, excepto cuando alguien la sacaba de sus casillas, algo que a su madre parecía dársele genial. Sara llamaba a la incapacidad de Kylie para decir lo que pensaba «el síndrome de ser-demasiado-amable». Su madre lo habría llamado «tener modales» y, como su madre parecía dotada especialmente para ponerla de los nervios, consideraba que Kylie había perdido la educación hacía tiempo.
Kylie cerró la tapa de su teléfono, por si la chica-sapo tenía una visión fuera de lo normal. Por otro lado, si tenía que preocuparse por que alguien tuviera esa capacidad de visión, debería pensar en el chico rubio de… Kylie miró hacia donde estaba sentado y lo encontró observándola fijamente con sus ojos… azules. Vale, al menos, una cosa estaba clara: no podía ser más raro.
—No es nada grave —dijo Kylie, obligándose a mirar a la chica-sapo e intentando no fijar la vista en su pelo multicolor. El autobús dio un frenazo y la maleta de Kylie se cayó del asiento. Consciente de que el chico rubio seguía mirándola y, por otro lado, temiendo que pudiera ver el asiento vacío e interpretarlo como una invitación a sentarse a su lado, Kylie se cambió de sitio.
—Me llamo Miranda —dijo la chica, y sonrió. Entonces, Kylie se dio cuenta de que, dejando de lado el pelo y el hecho de tener un sapo como mascota, la chica parecía bastante normal.
Kylie se presentó, echando un vistazo rápido al suelo para comprobar que el sapo no hubiera decidido hacerles una visita.
—¿Es la primera vez que vienes a Shadow Falls? —preguntó Miranda.
Kylie asintió.
—¿También tú? —preguntó por cortesía. Entonces miró su teléfono, todavía aferrado entre sus manos. Tenía que contestar a Sara, decirle… Oh, mierda, ¿qué iba a decirle? ¿Qué le dices a tu mejor amiga cuando te acaba de decir que podría estar…?
—Es mi segunda vez. —Miranda se recogió el pelo en la parte superior de la cabeza—. Aunque no sé por qué quieren que vuelva. No es que me ayudara mucho la primera.
Kylie dejó de intentar escribir mentalmente el mensaje para Sara y miró los ojos castaños de la chica, que no habían cambiado de color ni una sola vez. Entonces le entró curiosidad y le preguntó, tartamudeando.
—¿Cómo… cómo es? Quiero decir, el campamento. Por favor, dime que no es tan malo como parece.
—No está tan mal. —Se soltó el pelo, que cayó en ondas de color negro, verde lima y rosa. Luego echó un vistazo a la parte trasera del autobús, donde la chica pálida se había incorporado y se inclinaba hacia adelante como si estuviera escuchando—. Si no te importa ver sangre —susurró.
Kylie se rio entre dientes, esperando, más allá de toda esperanza, que Miranda se riera con ella. Pero no. Miranda ni siquiera sonrió.
—Es una broma, ¿verdad? —A Kylie le dio un vuelco el corazón.
—No —dijo ella, sin un atisbo de sarcasmo en su mirada—. Pero probablemente estoy exagerando.
Un fuerte carraspeo resonó por todo el autobús. Kylie levantó la vista y vio a la conductora en el gran espejo retrovisor. Curiosamente, tenía la sensación de que las miraba a Miranda y a ella.
—Deja de hacer eso —susurró Miranda en voz baja, y se llevó las manos a los oídos—. No te he invitado a entrar.
—¿Hacer el qué? —preguntó Kylie, pero el extraño comportamiento de la chica le había hecho volver a cambiar de asiento—. ¿Invitarme a dónde?
Miranda no respondió, frunció el ceño mirando hacia la parte delantera del autobús y luego volvió a su asiento.
Entonces, Kylie se dio cuenta de que estaba equivocada. Por un momento pensó que la situación no podía ser más rara.
Sí que podía, y lo estaba siendo.
No está tan mal, si no te importa ver sangre. Las palabras de Miranda resonaban en la mente de Kylie como la música de una película de terror. Vale, la chica había admitido que podía estar exagerando las cosas, pero vamos, perder incluso un poco de sangre era demasiado. «¿A qué agujero infernal la había enviado su madre?», se preguntó probablemente por enésima vez desde que había subido al autobús.
En ese momento, volvió a sonar un mensaje entrante. Era de Sara. Por favor, no me digas «te lo dije».
Kylie apartó sus propios problemas de su mente para pensar en su mejor amiga. Los últimos meses habían sido difíciles, pero eran mejores amigas desde primaria. Sara la necesitaba.
Kylie empezó a enviarle mensajes. Dios, nunca t diria eso… No se k decir. Stas bien? Tus padrs lo sabn? Sabs kien es el padre? Kylie borró la última pregunta. Por supuesto, Sara sabía quién era el padre. Tenía que ser uno de esos tres chicos, ¿verdad? A menos que Sara no le hubiera dicho la verdad acerca de lo que había pasado con los dos últimos.
¡Oh, Dios! Trató de imaginar cómo debía sentirse. Incluso teniendo en cuenta las terribles circunstancias de Kylie: el divorcio de sus padres, la muerte de Nana y el hecho de ser enviada al «sangriento» campamento Shadow Falls con los tipos más raros que había visto nunca, Sara estaba en una situación mucho peor.
En dos meses, no importara lo mal que lo pasara allí, Kylie volvería a casa. Para entonces, esperaba haber superado el trauma de haber perdido a su padre y a Nana. Y, tal vez pasado el verano, el tipo vestido de soldado habría perdido interés en ella y desaparecería para siempre. Pero en dos meses, Sara tendría el vientre del tamaño de una pelota de baloncesto.
Kylie se preguntaba si Sara dejaría de ir a clase cuando llegara ese momento. Dios, pasaría tantísima vergüenza. Para ella, encajar era lo más importante. Si la sombra de ojos azul era lo último, podías apostar a que Sara la llevaría puesta a clase antes de que llegara el viernes. Joder, si incluso había faltado a clase casi una semana porque le había salido un grano enorme en la punta de la nariz. No es que a Kylie le gustara pasearse por el instituto con un grano enorme, obviamente, pero a todo el mundo le sale un grano de vez en cuando.
Pero, normalmente, no te quedas embarazada.
Kylie no podía imaginarse lo que Sara estaría pasando.
Volvió a leer el mensaje, le añadió un corazón y pulsó el botón de enviar. Mientras esperaba la respuesta de Sara, se dio cuenta de que nunca se había alegrado tanto de no haber cedido ante los deseos de Trey.
—Diez minutos para ir al baño —dijo la conductora del autobús.
Kylie levantó la mirada del teléfono y vio que habían parado en un área de servicio. No necesitaba ir al baño, pero, como no estaba segura de cuánto duraría el viaje, metió el teléfono en el bolso y se puso de pie en el pasillo para seguir a los demás fuera del autobús.
No había dado ni dos pasos cuando notó una mano aferrándole el brazo. Una mano muy fría. Kylie dio un respingo y se giró.
La chica pálida la miraba fijamente. O, al menos, eso creía Kylie, porque con las gafas de sol no podía estar segura.
—¡Estás cálida! —dijo la chica, como si le sorprendiera.
Kylie liberó el brazo.
—¡Y tú helada!
—¡Os quedan nueve minutos! —gritó la conductora, y le hizo un gesto a Kylie para que siguiera adelante.
Ella se dio la vuelta y salió del autobús, pero sentía la mirada de la chica pálida clavada en la nuca. Menudo atajo de monstruos de feria. Y pensar que tendría que pasar con ellos todo el verano. Bichos raros, ¡y fríos como el hielo! Kylie se tocó el brazo, justo donde la chica la había cogido, y podría jurar que todavía estaba frío.
Cinco minutos más tarde, cuando se encaminaba de nuevo hacia el autobús, con la vejiga vacía, vio que algunos de los chicos compraban algo para beber. Desde el final de la cola, la chica gótica la miraba de arriba abajo. Entonces, el chico de los piercings que se sentaba en la parte delantera del autobús pasó por su lado sin dirigirle una palabra. Kylie decidió comprar un paquete de chicles. Encontró sus favoritos, unos con sabor a uva, y fue a ponerse a la cola. Notó que alguien se colocaba detrás de ella y se dio la vuelta, para comprobar si era la chica pálida. Pero no, era el chico que se sentaba en la parte trasera del autobús, el que tenía los ojos de un verde claro y el cabello castaño. El que le recordaba a Trey.
Sus miradas se encontraron.
Y ninguno de los dos la retiró.
No estaba segura de por qué le recordaba a Trey. Sí, los ojos se parecían, pero había algo más. Tal vez era cómo le quedaba la camisa sobre los hombros, y cierto aire… distante. Trey no había sido la persona más accesible. Si no les hubieran sentado juntos en las prácticas de laboratorio de la clase de ciencias, tal vez nunca hubieran llegado a salir.
Sí, también parecía difícil llegar a este tío. Sobre todo porque no le había oído decir ni una palabra. Kylie iba a darlo por perdido cuando él levantó las cejas en una especie de débil saludo. Siguiéndole el juego, ella también levantó las cejas y después se dio la vuelta.
Cuando miró hacia delante, vio a Miranda y a la chica pálida hablando cerca de la puerta. Las dos la estaban mirando fijamente.
Así que ahora se aliaban en su contra, ¿no?
—Genial —murmuró.
—Sólo tienen curiosidad —susurró una voz grave, tan cerca de su oreja que sintió el calor de sus palabras acariciarle el cuello.
Kylie miró por encima del hombro. El chico estaba tan cerca que podía ver mejor sus ojos, y se dio cuenta de que se había equivocado. No eran los de Trey. Este chico tenía motas doradas alrededor de las pupilas.
—¿Por qué? —preguntó ella, tratando de no mirarlo descaradamente.
—Sienten curiosidad hacia ti. Tal vez si te abrieras un poco…
—¿Abrirme? —Vale, eso le había molestado. Kylie le había dado el beneficio de la duda, quizás era un tipo normal, pero podía olvidarse de ello si empezaba a actuar de ese modo—. Los únicos que han intentado hablar conmigo han sido el chico rubio y Miranda, y hablé con los dos.
Él arqueó una ceja. Y por alguna razón la sacó de quicio.
—¿Tienes un tic nervioso o algo así? —preguntó, y al momento se mordió la lengua. Tal vez estuviera superando el síndrome de «ser-demasiado-amable». Sara estaría orgullosa. Su madre… Bueno, su madre, no tanto.
Su madre.
Sin previo aviso, la imagen de su madre de pie en el aparcamiento inundó la mente de Kylie.
—No te han dicho nada, ¿verdad? —quiso saber el chico, y abrió mucho los ojos, tanto que las motas doradas parecían brillar.
—¿Decirme qué? —preguntó ella, pero no podía quitarse de la cabeza la imagen de su madre. El hecho de que ni siquiera la hubiera abrazado para despedirse. ¿Por qué le hacía esto? ¿Por qué sus padres habían decidido separarse? ¿Por qué estaba pasando todo esto? Aquel nudo que ya le era familiar, el que precedía la necesidad de llorar, se le formó en la garganta.
El chico miró hacia la puerta, y cuando Kylie siguió la trayectoria de su mirada vio que Miranda y la chica pálida todavía estaban allí. ¿Habrían estado los tres juntos en el campamento el año anterior, serían amigos o algo así, y ella era la chica nueva? ¿La chica nueva con la que habían decidido meterse?
La señora de detrás del mostrador se dirigió a ella.
—Oye, ¿vas a pagar el chicle o no?
Kylie se volvió hacia la cajera. Le entregó un par de dólares y se fue sin recoger el cambio. Pasó junto a Miranda y la otra chica con la barbilla bien alta y los ojos abiertos de par en par. No se atrevía a parpadear por miedo a que el aleteo de sus pestañas derramara las lágrimas.
No es que sus tonterías de críos la hicieran llorar. Era por su madre, por su padre, por Nana, Trey, el soldado, y ahora incluso su preocupación por Sara. A Kylie no podía importarle menos si a esos bichos raros les caía bien o mal.
Una