V.1: junio, 2014
Título original: For Darkness Shows The Stars
© Diana Peterfreund, 2012
© de la traducción, Paula Zumalacárregui, 2013
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2014
Diseño de cubierta: Harper Collins
Adaptación de cubierta: Taller de los Libros
Publicado bajo acuerdo con Lennart Sane Agency AB. Todos los derechos reservados.
Publicado por Oz Editorial
C/ Mallorca, 303, 2º 1ª
08037 Barcelona
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ISBN: 978-84-16224-06-7
IBIC: YFHR
Depósito Legal: B. 15483-2014
Maquetación: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
Traducción de Paula Zumalacárregui
Para mi madre, a quien le encanta Jane Austen tanto como a mí, y para mi hija, a quien le encantará algún día.
Elliot North corría por el prado dejando una cicatriz verde en la plateada hierba, cuajada de rocío. Jef la seguía, tropezándose de vez en cuando a causa del tamaño de sus zapatos, demasiado grandes para sus pies.
—¿Estás seguro de que tu madre dijo el campo suroeste? —gritó Elliot.
—Sí, señorita —jadeó él.
Elliot aceleró confiando en llegar a tiempo para salvar al menos parte de la cosecha, pero se dio cuenta de que era demasiado tarde incluso antes de ver la afligida mirada en el rostro de Dee la capataz.
—Se ha perdido todo —dijo acercándose a Elliot—. Lo siento mucho.
Elliot se derrumbó en el suelo, y la áspera gravilla de la carretera le raspó las palmas de las manos. Arañó la tierra con las uñas. Todo su trabajo se había ido al garete.
Jef llegó corriendo tras ellas y se agarró al dobladillo de la falda gris de su madre. La mujer se tambaleó un poco, perdiendo el equilibrio a causa de su barriga redondeada por el embarazo. Elliot se fijó entonces en las siluetas de su padre y de Tatiana, que se encontraban al final de la carretera, en el extremo del campo, observando trabajar a los reducidos.
—Ha traído a cincuenta trabajadores esta mañana a primera hora —comentó Dee al darse cuenta de lo que estaba mirando.
No le extrañaba nada. Diez o veinte no habrían conseguido terminar el trabajo antes de que Elliot se hubiera enterado. Si no se hubiera encerrado en el granero… Si hubiera desayunado con su familia... Entonces habría podido disuadirle. Elliot respiró hondo y se enderezó, relajando los puños a ambos lados de su cuerpo. No podía permitir que su familia adivinara la magnitud de los daños, pero necesitaba respuestas.
Mientras se acercaba, Tatiana se volvió alertada por el sonido de las botas sobre la gravilla. Cómo no, su hermana llevaba unos zapatos elegantes a juego con su vestido, y a pesar de que no hacía sol, giró sobre su cabeza una sombrilla color rosa pastel, con tonos más oscuros en el borde. En sus dieciocho años de vida, Elliot nunca había visto a su hermana mayor con ropa de trabajo; lo más parecido que se había puesto nunca había sido un traje de montar.
—¡Hola Elliot! —canturreó, aunque su expresión era taimada—. ¿Has venido a ver el nuevo hipódromo?
Elliot la ignoró y se dirigió a su padre.
—¿Qué está pasando aquí?
Sólo entonces se volvió el barón, pero su semblante plácido no dejó entrever nada.
—Ah, Elliot. Me alegro de verte. Deberías tener una charla con esa capataz. —Hizo un gesto vago en dirección a Dee—. Tardó unos diez minutos en traer a los trabajadores esta mañana. ¿No está demasiado avanzado su embarazo como para que nos sea de alguna utilidad?
Elliot observó cómo las últimas gavillas verde-oro quedaban aplastadas bajo los pies de los reducidos y sus arados. La mayoría de los trabajadores habían empezado a rastrillar los restos de la matanza, y el campo había recuperado ese tono marrón apagado que resultaba tan inútil. La culminación de dos años de trabajo, destruida.
—Padre —empezó a decir intentando que no le temblara la voz. Tenía que abordar el asunto como si se tratara de cualquier otro campo—, ¿qué ha hecho? Este campo estaba casi listo para la cosecha.
—¿De veras? —Su padre arqueó una ceja—. Los tallos parecían excesivamente cortos. Claro que no tengo la misma mano que tú con el trigo. —Se rió entre dientes, como si la mera idea le resultase absurda—. Y además, este campo era la mejor opción para el hipódromo. Vamos a construir el pabellón cerca del arroyo.
Elliot abrió la boca para responder, pero cambió de opinión al instante. ¿De qué serviría? La cosecha había sido destruida, y por mucho que intentara demostrar que era una locura, nada haría que su padre se replanteara sus acciones antes de repetirlas. Podía señalarle el porcentaje de la cosecha que había perdido, y lo que eso significaría en términos económicos y de mercado, o el número de reducidos que pasarían hambre aquel invierno a menos que importara parte del grano de sus vecinos. Podía decirle cuán cerca estaban ellos mismos de pasar hambre debido a su falta de consideración hacia la granja. Incluso podía decirle la verdad: que el trigo que los arados acababan de soterrar valía más grano que la mayoría de los campos de aquel tamaño. Era el trigo especial de Elliot.
Era trigo importante.
Por supuesto, aquella confesión acarrearía consecuencias aún peores.
Así que, como siempre, se tragó el grito que se le solidificaba en la garganta y adoptó un tono ligero. Servicial. Obediente.
—¿Hay algún otro campo sembrado que vaya a necesitar antes de la cosecha? —preguntó.
—Y si los hay, ¿qué? —interrumpió Tatiana.
—Que me gustaría asegurarme de que no sufrís más retrasos —dijo Elliot con suavidad—. Puedo organizar a los trabajadores muy rápidamente.
—También puede hacerlo padre, y yo—dijo Tatiana—. ¿O te crees que tienes una mano especial con los reducidos?
El simple hecho de que a ella los reducidos la conocían y a Tatiana no la hacía mucho más apta para la labor. Pero no podía decir algo así, ya que sólo serviría para crear más problemas de los que ya tenía.
—Me gustaría hacer que resultase más conveniente para… —respondió.
—Bien —dijo el barón North—. Este campo será suficiente para mis necesidades. Fue el único que me pareció… —Le dio una patada a un tallo solitario—… problemático.
Después se volvió hacia su hija mayor y empezó a señalar con su bastón para ilustrar los límites del hipódromo que tenía en mente. Mientras su padre se alejaba, Elliot calculó rápidamente la cantidad de mano de obra y de dinero que necesitaría para llevar a cabo el proyecto. No tendrían grano que vender aquel otoño y apenas dispondrían del dinero suficiente para comprar lo que necesitaran para sobrevivir al invierno, pero su padre no lo veía así: él se merecía un hipódromo más de lo que sus trabajadores reducidos merecían comer.
Elliot se metió en el campo deslizándose entre los travesaños de la cerca de madera. La tierra húmeda, recién revuelta, se hundía bajo los tacones de sus botas; aquí y allá, en el mortecino polvo, pudo ver motas de oro.
—Lo siento mucho, Elliot —murmuró Dee al acercarse a ella—. Estaban creciendo muy bien.
—No había nada que pudieras hacer. —Aunque habló con voz apagada, estaba diciendo la verdad. Cualquier retraso provocado por la capataz habría servido para despertar la ira de su padre y su necesidad de castigarla.
—¿Qué ha dicho tu pa… qué ha dicho el barón sobre mí? —Los ojos de Dee rebosaban preocupación—. Sé que…
—No te va a mandar a la casa de maternidad. —Seguramente su padre ya se habría olvidado de la existencia post. Para él, Dee no era más que una herramienta que podía utilizar para dirigir a los trabajadores reducidos… o para castigar a Elliot.
—Porque no habría nadie que cuidase de Jef si…
—No le des más vueltas. —Elliot lanzó una mirada al vientre de la mujer—. Tienes otras cosas en la cabeza.
—Yo tendré que apañármelas para alimentar dos bocas este invierno —respondió la capataz—. Pero tu mirada me dice que tú estás preocupada por un centenar.
—No es que me preocupe. Estoy decepcionada porque mi proyecto se retrasará un año más, pero… —Su frágil sonrisa se quebró. ¡Un año más! Otro año más de racionamiento, otro año sin fiesta de la cosecha, viendo adelgazar y enfermar a los niños reducidos a medida que el frío arreciara; aguantando las miradas acusadoras de los pocos post que quedaban en la propiedad mientras luchaba por distribuir equitativamente cada saco de grano. Aquel campo podría haberlos salvado.
—¿De verdad están tan mal las cosas? —La voz de Dee llenó el espacio que Elliot había abandonado al silencio.
—¿Y qué harías si fuese así? —preguntó a su vez.
Si ella se encontrase en la situación de la mujer cogería a Jef y se marcharía adondequiera que Thom, el compañero de Dee, se hubiese ido cuando los malos tiempos habían hecho que muchos de los post abandonaran la hacienda North.
Legalmente, los post-reduccionistas todavía conservaban la condición humilde de sus antepasados reducidos y estaban vinculados a la hacienda en la que habían nacido. Pero ese sistema se había ido desmoronando en los últimos tiempos. No había forma alguna de controlar los movimientos de los post que deseaban dejar las haciendas donde habían nacido. Ni de parar a los luditas ricos que atraían a los más cualificados prometiéndoles mejores condiciones, dejando a sus vecinos sin trabajadores. Elliot presenciaba, impotente, cómo la hacienda de los North se iba quedando sin mano de obra cualificada año tras año. Pero, ¿cómo iba a reprocharles que aprovecharan la ocasión de buscar oportunidades en otro sitio, oportunidades que su padre jamás les ofrecería? Incluso existían comunidades enteras donde, según Elliot había oído, los post vivían libres. Pero, allí en el norte, los únicos post «libres» que Elliot había visto eran mendigos desesperados por encontrar trabajo o comida.
Le preocupaba que fuera eso lo que le hubiera pasado a Thom. Le preocupaba que fuera eso lo que le hubiera pasado… a todo el que se había marchado.
—Encontraría una manera de ayudarte —dijo Dee—. Al igual que tú siempre has ayudado a todo el mundo aquí.
—Sí. He sido buena ayudándolos… —repuso Elliot con pesar. Sabía que Dee veía a Thom de vez en cuando —su embarazo lo confirmaba—, pero la mujer nunca le había dicho dónde pasaba Thom la mayor parte del tiempo. Dee ni siquiera se fiaba de ella lo suficiente como para contarle eso, aunque tiempo atrás Elliot hubiera compartido con ella que tenía el corazón roto.
Elliot no podía permitirse que ningún otro post se marchara de la hacienda. Ya se encontraba bastante sola.
Dee hizo un gesto en dirección al campo.
—Sé que no habrías hecho esto si la situación no hubiese sido desesperada.
Eso era evidente. Después de todo, Elliot era una ludita y, aunque lo que había hecho no iba contra los protocolos en sentido estricto, se encontraba como mínimo en terreno dudoso. Miró en dirección al campo destrozado. Tal vez se tratase de una advertencia divina. Tal vez todo aquello del experimento fuese un error. Después de todo, si su padre sospechaba la verdad, Elliot podía considerarse afortunada de que se hubiese limitado a soterrar el trigo a golpe de arado.
Siempre era difícil de decir con Zachariah North; su padre era capaz de hacer por pereza y por capricho lo que ciertos hombres harían como un acto de crueldad deliberada. Los comentarios del barón habían sido lo suficientemente ambiguos como para asustarla, otro de sus muchos talentos.
—Ya encontrarás la solución —dijo Dee—. No te vengas abajo por este revés. Especialmente cuando tu meta es tan… elevada.
El titubeo de la post lo decía todo. La meta de Elliot era elevada, ciertamente; abarcaba un terreno que los luditas habían abandonado hacía tiempo. Lo que perseguía era nada menos que un milagro.
Ro vivía sola en una cabaña en el extremo del área de los reducidos. Tiempo atrás la había compartido con otras dos chicas reducidas, pero las jóvenes tuvieron hijos y fueron trasladadas al caserón situado más cerca de la guardería. Ro agradeció el espacio extra y llenó la cabaña de sus adoradas macetas. Elliot le había regalado más hacía unos meses, por su decimoctavo cumpleaños. Se había vuelto un poco más indulgente con sus regalos en los últimos cuatro años, ya que ahora sólo lo celebraban ellas dos.
Ro no había sido una de las trabajadoras que había destruido la cosecha de trigo porque aquella mañana había tenido turno en la lechería, así que Elliot acudió a ella en busca de consuelo. Quizá Tatiana y su padre prefirieran la oscuridad del santuario de la caverna de las estrellas, pero sólo había dos sitios en la hacienda North que fuesen un refugio para ella, y el desván del establo estaba demasiado lleno de apuntes sobre el trigo como para ofrecerle alivio. Sin embargo, allí podía guardar silencio durante unos preciosos minutos, y llenarse las manos de tierra, y fingir que no la aguardaba ninguna preocupación más allá de los confines de aquella choza bañada por el sol. No tenía sentido obcecarse. ¿De qué le serviría?
Ro, que ya estaba cavando entre las flores cuando llegó Elliot, llenó de barro los tablones inacabados del suelo al cruzar la habitación para saludar a su amiga.
—Hola, Ro —saludó a su vez.
Los ojos verdes de Ro —tan poco comunes, incluso entre los reducidos— estudiaron el rostro de Elliot y frunció el ceño.
—Sí, estoy triste —admitió. Nunca había conseguido mentirle a Ro. Quizá su amiga fuese una reducida, pero no era insensible. A Elliot le habían enseñado desde que era niña que los reducidos podían intuir el miedo como los perros. Con el paso de los años había empezado a preguntarse si el habitual silencio de los reducidos hacía que leer los rostros resultase más importante para ellos.
Para algunos luditas, los reducidos eran niños, perdidos e indefensos, pero aun así humanos. Para otros, eran animales de carga, prácticamente mudos e incapaces de albergar pensamientos racionales. Su madre le había enseñado que los reducidos eran su deber, así como el deber de todos los luditas. La población de aquellas dos islas había quedado incomunicada desde las Guerras de los Perdidos, así que bien podían ser los únicos habitantes del planeta. Los luditas que habían sobrevivido sin mácula a la mancha de la Reducción, tenían, por lo tanto, la responsabilidad de ser los guardianes no sólo de toda la historia y la cultura de la humanidad, sino de la humanidad en sí misma.
Habían pasado generaciones desde que algún ludita tratara de rehabilitar a los reducidos; la mera supervivencia había sido prioritaria. Pero Ro era más que el deber de Elliot: se había convertido en su amiga, y a veces se atrevía a preguntarse lo que la joven reducida podría llegar a ser —lo que cualquier reducido podría llegar a ser— si los luditas tuvieran los recursos para intentarlo.
El rostro de Ro se iluminó y cogió la mano morena de Elliot con la suya, fangosa y enrojecida. Tiró de ella hacia las macetas sonriendo de oreja a oreja, y Elliot se dejó arrastrar; sabía qué era lo próximo. Las macetas de Ro llevaban los últimos cuatro años produciendo la misma profusión de flores, pero Ro seguía dando la bienvenida a cada una de ellas con el mismo grito de alegre sorpresa.
Ro la condujo hasta un grupo de macetas apartado del resto y los ojos de Elliot se agrandaron por el asombro. Aquellas flores eran distintas de cualquier otras que hubiera visto jamás, ni rojas ni amarillas ni moradas ni negras, sino de un pálido color lila con vetas escarlatas que recorrían como venas cada uno de los pétalos desde las profundidades de un corazón carmesí oscuro.
—¡Son preciosas, Ro! —exclamó Elliot mientras intentaba descifrar su composición genética. Una simple polinización cruzada tal vez, ya que las flores moradas estaban demasiado cerca de las rojas…
Ro empezó a dar brincos y palmadas. Señaló las flores rojas y moradas que estaban plantadas cerca de allí y luego a Elliot, que entrecerró los ojos recordando las noches que habían pasado juntas en el desván del establo.
No, era imposible. Ro era una reducida.
Unas pocas palabras, algunos signos y tareas sencillas y repetitivas era lo máximo que los reducidos podían procesar. Eran capaces de recibir adiestramiento, pero no de desempeñar ningún otro tipo de trabajo cualificado. Y requerían estrecha vigilancia: los jóvenes, los enfermos, las embarazadas y los ancianos eran extrañamente propensos a autolesionarse, por lo que los luditas se veían obligados a encerrarlos. La casa de maternidad temida por Dee era, por desgracia, una necesidad para las mujeres reducidas, pero suponía una tortura para una post como ella.
Ro asentía con la cabeza, entusiasmada, imitando el gesto de coger flores y juntando después las palmas.
—Go Ro —dijo en el extraño lenguaje monosilábico, lo único que los reducidos eran capaces de producir.
Go Ro. Trigo Ro. Trigo especial de Ro. Era imposible. Un reducido jamás sería capaz de comprender aquello en lo que Elliot había estado trabajando en secreto, jamás sería capaz de recrear los injertos por su cuenta. Ro era una reducida. Era imposible.
Pero Elliot no conseguía disipar la sospecha.
—Ro —dijo—, no le enseñes estas flores a nadie, ¿me oyes?
Ro frunció el ceño, confundida, y su bonito rostro cubierto de pecas se arrugó.
—¡Me encantan! ¡De verdad! —añadió Elliot estrechando la mano de su amiga—. Son unas flores preciosas y estoy orgullosa de ti. Pero tiene que ser un secreto, ¿de acuerdo? —Elliot se llevó un dedo a los labios—. Shh.
—Shh —la imitó Ro, manchándose la boca de barro con el dedo índice. Elliot deseó estar segura de que la chica estuviera haciendo algo más que reproducir el sonido como un loro, pero así eran las cosas. Siempre habían sido así, desde la Reducción. Cada generación de luditas cuidaría de los reducidos y de su descendencia. Se ocuparían de la tierra, obedecerían los protocolos y mantendrían a la humanidad con vida.
Después llegaron los HR.
Algunos calculaban que en aquellos momentos había ya cuatro generaciones de HR, aunque otros aseguraban que había sólo dos. Sin embargo, cada año había más, como si el mismísimo espíritu de la humanidad hubiese resurgido de las cenizas de la Reducción. Los HR —o los post, como casi todo el mundo, excepto miembros de la resistencia como el padre de Elliot, los llamaba— tenían ascendencia reducida, pero nacían y se desarrollaban con total normalidad. Los post eran tan inteligentes y tan capaces como cualquier ludita. En los tiempos del abuelo de Elliot escaseaban, pero ahora se decía que uno de cada veinte bebés nacidos en una familia reducida era un post, y los padres post jamás engendraban niños reducidos.
Los post empezaron a asumir puestos de poder en las haciendas luditas con gran naturalidad. Para cuando nació Elliot, era un hecho que las granjas luditas, en lugar de ser supervisadas por luditas de verdad como llevaba ocurriendo durante generaciones, fueran dirigidas por una plantilla de capataces, mecánicos, cocineros y sastres post. Los luditas, por su parte, presidían todo aquello mientras disfrutaban de una vida relativamente ociosa.
Cuando Elliot era más pequeña, le preguntó a su profesora por qué los HR seguían teniendo el mismo estatus legal que los reducidos si eran tan capaces como los luditas. La conversación no fue bien. La existencia de los HR era innegable, pero todavía era tabú desviarse del camino ludita. Ni siquiera se había estudiado el origen de los post, ni analizado su genética. No les correspondía a los luditas cuestionar la voluntad de Dios o la naturaleza del hombre. Tales pensamientos habían llevado a la Reducción, y la gente de Elliot se había salvado sólo por su devoción.
Elliot se preguntaba qué pensaría ahora la profesora de su devoción ludita. Sabía que su trigo era pecado, pero ¿qué otra opción tenía? La hacienda de los North no podía pasar hambre.
Sin embargo, lo de aquellas flores… era distinto. No habría excusa posible. Era consciente de lo que verían los demás: una creación de belleza frívola, hecha por una reducida que había remedado los crímenes de Elliot. Era insoportable. Imperdonable.
También era Ro en estado puro. Cultivaba flores porque le encantaban las cosas bonitas y hacía todo como Elliot porque la adoraba. Pero era una reducida, y eso significaba que llevaba sobre sus hombros el castigo por la arrogancia de sus antepasados. Ellos se habían creído superiores a Dios y habían sido reducidos un eslabón por debajo del hombre.
Si Elliot no tenía cuidado, Ro sería castigada por su culpa.
Ro reorganizó las macetas, enterrando las flores híbridas entre las demás.
—Shh —decía—. Shhh, shhh.
Pero no se podía esperar que mantuviera el secreto. Por lo menos, no como Dee o cualquiera de los otros post.
Elliot cogió una flor y frotó los pétalos entre sus dedos. Eran pequeños y perfectos, vivos y vibrantes. ¿Cómo podía una cosa así, algo tan pequeño y hermoso, ser un pecado contra Dios? Sin duda, una flor pecaminosa se marchitaría y moriría, pero aquellas prosperaban gracias a los cuidados de la más humilde de las criaturas. Independientemente de lo que pudiera significar, descubrirlas en un día como aquel le decía una cosa: por mucho trigo que pisoteara su padre, no se daría por vencida.
En las tardes de verano, el barón North y Tatiana montaban un gran espectáculo al bajar al santuario de la caverna de las estrellas para los servicios luditas. Sin embargo, su devoción menguaba en los meses de invierno, cuando el antiguo refugio no era un fresco amparo del sol, sino más bien la fría oscuridad que sus antepasados habían soportado únicamente porque las guerras los habían condenado a la clandestinidad.
Pero Elliot no les echaba en cara sus actividades sino que aprovechaba aquel tiempo para meterse en el despacho de su padre sin que la molestaran, y se ocupaba de la correspondencia del barón. Tiempo atrás, era su madre quien desempeñaba aquel trabajo, así que ahora, por derecho, debería corresponderle a Tatiana, pero ésta mostraba la misma inclinación para los números que su padre; es decir, muy poca. En sus manos, el escritorio se hubiera hundido bajo el peso de solicitudes sin respuesta y, tal y como iban las cosas, sobre todo de facturas impagadas. La gente dejaba de pedirte favores cuando se enteraban de que debías dinero a todo el mundo. Incluso si te apellidabas North.
Cuando la madre de Elliot estaba viva, ahorraban. Ahorro y trabajo que equilibraban las peores tendencias de su padre. El hermano mayor del barón había sido criado para administrar la granja; Zachariah North, no. Su tío había muerto antes incluso de que sus padres se casaran, dejando atrás un hijo pequeño, demasiado joven como para hacerse cargo de la hacienda, y, aunque Zachariah no estaba preparado para coger las riendas, se convirtió en barón. La hacienda North jamás había sido la misma. El padre de Elliot poseía el sentimiento ludita de superioridad, pero no actuaba como tal, y desde la muerte de su esposa se ofendía profundamente con cualquiera que se lo recordara, sugiriéndole, por ejemplo, que el dinero que se adeuda debería ser reembolsado.
La mayoría de los días era Elliot quien lo hacía, pero ahora la joven tenía que tener mucho cuidado con las facturas, o se arriesgaba a que su padre le diera una charla sobre el honor que se le debía al barón North. Los North ni siquiera eran luditas normales, sino que pertenecían a una de las últimas grandes familias de barones que habían preservado el mundo después de la Reducción. Sus antepasados habían sacado de las cavernas a lo que quedaba de la humanidad. Poseían sus tierras desde hacía generaciones.
Resultaba difícil recordar todo aquello del honor familiar cuando Elliot se pasaba el día mirando al ojo a un huracán de deudas a punto de vencer.
Su trigo podría haberlos salvado, podría haber evitado que la hacienda necesitase importar alimentos durante el invierno. Incluso podría haberles dejado un excedente por primera vez en lo que Elliot recordaba. Pero no iba a ser aquel año: su padre prefería construir un hipódromo que apenas podía permitirse.
Una de las cartas le llamó la atención. El remitente era desconocido, pero por el nombre y la dirección parecía un post. Elliot la abrió.
Mi muy estimable barón Zachariah North:
Espero que perdone el atrevimiento de esta carta; nunca he tenido el honor de ser presentado a una persona tan noble como usted. Lo más probable es que no me conozca, ni conozca la reputación de la que disfruto entre sus ilustres compañeros. Soy explorador al servicio de mis señores luditas y, en los últimos diez años, mis actividades han reportado gran distinción y riqueza a mis mecenas, entre los que se incluyen las honorables familias Right, Grace y Record y la baronesa Channel. Si desea referencias mías, puede dirigirse a cualquiera de estas familias.
He sabido que está usted actualmente al mando de los astilleros pertenecientes al canciller Elliot Boatwright. Si las instalaciones no se encuentran en uso, estaría interesado en alquilárselas, así como algunas propiedades residenciales y el uso de parte de su mano de obra, mientras trabajan mis carpinteros de ribera. Aspiro a construir otro barco, uno mucho mayor de lo que cualquiera de mis instalaciones actuales puede acoger. Tengo entendido que el astillero Boatwright es el mejor de las islas y estoy seguro de que podemos llegar a un acuerdo que resulte rentable y ventajoso para ambos.
Su humilde servidor,
Nicodemo Innovation, almirante de la flota Cloud
Elliot había oído hablar de la célebre flota Cloud. En la isla no había demasiados navíos en condiciones de navegar; por lo menos, no desde que cerró el astillero de su abuelo, antes que ella naciera. Y desde que las guerras inutilizaran las brújulas magnéticas, muy pocos se aventuraban a navegar más allá del campo de visión de sus costas. ¿Acaso la flota Cloud, cuya tripulación estaba totalmente compuesta por post libres, estaba planeando un viaje ultramarino? A Elliot se le aceleró el corazón sólo de pensarlo. Hacía siglos que no se había permitido soñar con algo así. Por lo menos, no desde la marcha de Kai.
Hacía todo lo posible por no pensar en él.
Hasta donde se sabía, no quedaba nada del mundo salvo aquellas dos islas, aquel cuarto de millón de kilómetros cuadrados, aquellas gentes y aquellas montañas y aquellos animales y aquella sociedad. Quizá el almirante Innovation cambiara todo aquello. Su flota había captado la atención de la población cuando, de uno de sus viajes de exploración a islas cercanas, había traído una raza de caballo que no se veía desde hacía generaciones: más resistente, más alto y más rápido, el caballo Innovation se había convertido rápidamente en el medio de transporte preferido en las rutas comerciales. Otra de sus expediciones se había traducido en el redescubrimiento de una pularda salvaje que ponía el doble de huevos que los pollos normales de aquella hacienda. Incluso el barón North había llenado de ellas sus gallineros. Más recientemente, había leído acerca de otra expedición de la flota Cloud, dirigida por un tal capitán Wentforth, que había tenido como resultado el descubrimiento de otra isla y unas bodegas llenas de vehículos que funcionaban con energía solar y que habían sido recuperados en condiciones casi impecables.
Aquellas noticias, por supuesto, habían causado cierta controversia dentro de la comunidad ludita, que veía con malos ojos cualquier avance tecnológico que no llevara siglos en uso. Pero, mientras algunos expresaban su desaprobación, había otros luditas, no tan escrupulosos, que habían transformado los carros solares en un producto codiciado. Los North, por supuesto, no se habían dado el capricho. No podían permitírselo.
Y ahora aquel almirante Innovation quería construir otro barco… ¡y encima usando las instalaciones Boatwright! Sería difícil lograr que su padre aceptase aquella propuesta, pero, si lo conseguía, resolvería sin duda alguna los problemas financieros que tenían. Innovation debía de ser muy rico para poder alquilar todo el astillero. Elliot se preguntó si el dinero bastaría para convencer a su padre o si aquellos asuntos le parecerían demasiado chabacanos para su gusto.
Sin embargo, quizá Elliot lograse encontrar otro aliciente: el almirante Innovation podía ofrecerles algo más que dinero, y, después de todo, su padre tenía aquel espléndido hipódromo nuevo.
La casa de Elliot Boatwright estaba situada en el linde que separaba la hacienda Boatwright, en el extremo de la isla, de la hacienda North. Durante la primavera estaba cubierta de flores, pero, en aquellos momentos, moribundas viñas rojizas crepitaban en la brisa mientras trepaban por los aleros y se arqueaban sobre la puerta. Elliot confiaba en poder hacer algunas mejoras en el lugar antes de la llegada de la tripulación, pero no le había sobrado el tiempo últimamente. Se acercaba la cosecha y, a pesar incluso de la inyección de dinero que había supuesto el alquiler de la hacienda Boatwright por parte de la tripulación, era vital que Elliot cultivara tanto grano como fuese posible.
Tal vez a los Innovation y a su personal les pareciesen agradablemente rústicas aquellas vides rebeldes, después de los años que habían pasado en el enclave post en Channel City. Aquella era la casa donde Victoria, la madre de Elliot, había crecido. A la joven le gustaba recordar cómo su madre se ocupaba del jardín, cómo recortaba los setos y podaba las flores que se trenzaban en la barandilla del porche.
El abuelo de Elliot tenía tres cuidadoras que atendían sus necesidades. Todas eran reducidas. Hacía algunos años también había tenido un ama de llaves post, pero ahora no tenían suficientes post para atender todas las tareas. Había llegado a haber cincuenta, pero ahora apenas había diez post adultos para repartir entre las dos haciendas. Aun así, sabía que su abuelo lo prefería antes que irse a vivir con su padre y con Tatiana. A Elliot le gustaba pensar que no le importaría tanto si se tratara sólo de su otra nieta.
El propio Boatwright se encontraba en aquellos momentos sentado en el porche, y su ojo sano se entrecerró mientras Elliot se acercaba por el sendero para saludarlo.
—Buenos días, abuelo —dijo—. Ya sabe que hoy es el gran día.
Él gruñó y pareció hundirse en la silla. Elliot suspiró; así que iba a ser una mañana tozuda.
—Lo hemos hablado, ¿recuerda?
El lado bueno de la boca del anciano se frunció y el hombre hizo todo lo posible por parecer confuso, pero Elliot no se dejó engañar. Los derrames le habían destruido el cuerpo y la voz, pero no la memoria.
—Ya sabe que les hemos alquilado la casa a esos constructores navales.
El anciano golpeó con el pie bueno el suelo del porche.
—Abuelo, no se puede quedar aquí. Necesitan el espacio. —«Y nosotros el dinero», estuvo a punto de añadir en voz alta.
Pero no necesitaba hacerlo. Elliot Boatwright no era ningún tonto. Hizo el signo que los reducidos utilizaban para decir «padre» y el que significaba «equivocación». La nieta se encogió. Los luditas no se comunicaban mediante signos, era una marca de los reducidos. Que su abuelo usara signos en referencia al barón North valía tanto como un epíteto en boca de un hombre que pudiera hablar.
—No ha sido mi padre el que ha alquilado la casa Boatwright —dijo Elliot, aunque sí había provocado que resultase necesario hacerlo—. He sido yo. Si quiere enfadarse, enfádese conmigo.
El lado bueno de la cara de su abuelo sonrió, y el anciano negó con la cabeza. No, él nunca se enfadaría con ella. Elliot hacía lo que tenía que hacer, al igual que su madre. Lo cual estaba muy bien, pero aun así significaba que su enfermo y anciano abuelo iba a perder el único hogar que había conocido.
Elliot pasó junto a él y entró en la casa, donde comprobó que, efectivamente, los baúles de su abuelo esperaban junto a la puerta, tal y como la joven había ordenado a las cuidadoras reducidas. Habían limpiado y ventilado la casa, y por todas partes había jarrones con flores otoñales, listas para dar la bienvenida al almirante y a sus empleados. Elliot recorrió rápidamente la casa, comprobando que todas las sábanas estuvieran dispuestas en las camas que habían sacado del depósito y que la despensa estuviera provista de alimentos de igual calidad a los que había en la casa grande. Su padre había hecho hincapié en que los visitantes no pensasen que la hacienda North carecía de opulencia, aunque se quejaba a voces por tener que compartir sus provisiones «con HR». Incluso había hecho que enviaran hielo. Hielo, tan avanzado el otoño, mientras que a Elliot le preocupaba cómo proporcionar pan y carbón a los trabajadores aquel invierno. Negó con la cabeza.
Su padre mantuvo a sus profesoras hasta que Elliot cumplió dieciséis años, tal y como había hecho con Tatiana. Les habían impartido el plan de estudios ludita estándar: Historia, Música, Literatura, Religión y Arte, pero respecto a lo que necesitaría saber para mantener la hacienda en pie… aquello era ensayo y error. Era suerte. Era todo lo que pudiese recabar ella por su cuenta.
Tal vez hubiera sido diferente si hubieran educado a su padre para hacerse cargo de la hacienda, pero se suponía que era su tío el que iba a ser barón North. Al padre de Elliot nunca le había interesado nada más aparte de los caballos y de los cómodos ornamentos del estilo de vida ludita. La hacienda North llevaba desde entonces pagando su falta de interés. Mientras vivió, la madre de Elliot hizo todo lo que pudo —educada como una Boatwright, tenía la misma ética del trabajo que su padre—, pero hacía cuatro años que había fallecido.
Por aquel entonces, a Tatiana le apenó que la muerte de su madre les impidiera viajar a Channel City para su presentación en sociedad, pero Elliot temía algo peor que unas vacaciones atrasadas. La muerte de su madre dejaba dos haciendas en peligro: la que pertenecía al abuelo inválido de Elliot y la que su padre nunca se había molestado en mantener.
Elliot tenía entonces catorce años. Ni siquiera había terminado las clases, pero había aprendido lo suficiente como para saber que sólo una cosa importaba: los cientos de personas —luditas, HR y reducidos— cuya supervivencia dependía de las haciendas.
En el porche, las reducidas luchaban por conseguir colocar a Boatwright en la camilla mientras él la emprendía a bastonazos. Elliot, que observaba desde la ventana, negó con la cabeza. Odiaba tener que sacarlo de allí, pero aquella era la única casa de la hacienda que resultaba adecuada para alguien de la posición del almirante. No podían poner a la tripulación de la flota Cloud en una de las cabañas de los reducidos, y Elliot se estremecía al pensar en las humillaciones cotidianas que los post se verían obligados a sufrir si fuesen huéspedes del barón North. Al padre de Elliot le daría igual que fuesen post libres y que le estuvieran pagando un buen dinero por alquilar su tierra y su mano de obra. Para Zachariah North, la posición era la posición. Incluso se había negado a quedarse para recibir a la tripulación; en lugar de hacerlo, había dejado aquellos deberes en manos de Tatiana y de Elliot, mientras él se sobreponía a la «humillación» de recibir dinero y evitar que sus trabajadores se murieran de hambre planeando una larga visita a la hacienda de uno de sus amigos luditas.
Tanto mejor. Aunque la carta del almirante Innovation había sido todo lo adecuada que su padre podía exigir, Elliot esperaba ver a la tripulación establecida allí antes de que el barón North regresara y se viese obligado a lidiar con la realidad de unos post sobre los que no tenía un control total.
Elliot pasó la mano por las paredes de yeso amarillo. Aquella casa necesitaba volver a albergar gente. El almirante traía consigo a su esposa y abundante personal: carpinteros de ribera, trabajadores metalúrgicos y capitanes de la flota Cloud. Elliot esperaba que disfrutaran de aquella casa; que disfrutaran de las vides y de las luminosas y soleadas habitaciones; de los desgastados suelos de madera brillante y de la chirriante escalera. Se preguntaba cómo serían aquellos post libres que habían prosperado más allá de los confines de las haciendas en las que se les obligaba a trabajar por contrato durante un tiempo determinado.
Durante cuatro años había esperado a que Kai regresara, pero no había sido así. Tampoco le había hecho llegar nunca noticias sobre su paradero. Elliot deseaba que hubiera terminado como uno de los hombres del almirante: contento y con trabajo. Con su talento para la mecánica, habría sido un trabajador cualificado excelente. Pero había oído demasiadas historias sobre las cosas que les pasaban a los post fugitivos y de los peligros que acechaban en los enclaves post: burdeles y asilos de pobres, tráfico de órganos y gente que vendía su cuerpo para experimentos ilegales.
Elliot colocó su mano sobre la palma y la curvó. Con los dedos de la mano izquierda acarició el dorso de la derecha; tocó cada nudillo, trazó el recorrido de cada vena. No podía soportar pensar en Kai de aquella manera. Se aferraría a su fantasía de que estaba en alguna parte contratado de forma segura como mecánico; una esperanza que Elliot se guardaba para sí. Ni siquiera la había compartido con Dee; después de todo, Thom también estaba ahí afuera, y era el compañero de Dee y el padre de sus hijos. Pero Kai no era más que un amigo. Nada más.
Una de las cuidadoras reducidas apareció en la puerta: el carpintero de ribera estaba listo para irse. Elliot asintió con la cabeza. De alguna manera, lograría que aquello funcionase. Siempre lo conseguía: lidiaba con la granja, con su familia y con su propio corazón roto.
Pero quizá… quizá alguno de los post que venía fuese un fugitivo que hubiera hallado un lugar en el mundo. Quizá alguno de ellos hubiese oído algo sobre Kai y pudiera decirle por fin dónde había ido. Quizá Kai estaba en algún lugar del mundo, a salvo y feliz; en algún lugar donde una joven como ella estuviera enderezando el marco de un cuadro o alisando la colcha de una cama con la esperanza de lograr que el post que allí dormía se sintiera más como en casa.
Elliot caminaba junto a la camilla que llevaba a su abuelo de vuelta a la casa grande. Tras ellos, dos reducidos empujaban una carreta que contenía todos sus efectos personales. El anciano había intentado discutir con cualquiera que estuviese dispuesto a escucharlo durante los cuatro kilómetros que separaban ambas casas, pero los reducidos estaban adiestrados para limitarse a asentir con la cabeza y Elliot fingió ser incapaz de entender las quejas que balbuceaba. No servían de nada; en cualquier caso, había que sacar a su abuelo de su casa y había que instalar allí a los post, por el bien de las haciendas. Por muy intratable que se pusiera, Elliot sabía que su abuelo lo entendía.
Cuando estaban llegando a la casa grande, Elliot apretó el paso. Había dos caballos en el césped, unos enormes animales castaños con crines de un brillante color negro y patas con músculos poderosos. Eran los caballos Innovation que Elliot había negociado, además del dinero del alquiler, para que el acuerdo resultara más atractivo para su padre. Ambos animales estaban atados a extraños artilugios de tres ruedas que Elliot no había visto más que en dibujos. Debían de ser los famosos carros solares, pues todos ellos lucían un panel de espejos en la parte posterior. Mags, el ama de llaves post, estaba esperando en el porche y se retorcía las manos mientras los caballos pisoteaban la hierba.
—Señorita, han llegado temprano. Ya están en el salón.
—Gracias, Mags —dijo Elliot subiendo los escalones de dos en dos—. Hazte cargo del señor Boatwright, por favor. Tengo que atender a mis invitados…
—Señorita —dijo Mags posando una mano en el brazo de Elliot cuando la joven pasó por su lado—. ¿Tal vez querría ir a cambiarse de ropa primero? ¿Ponerse un vestido bonito?
Elliot se detuvo y miró confusa a la post. ¿Acaso aquella gente de la flota Cloud era tan refinada? ¿Salían a explorar vestidos de encaje?
—Es que… —Mag parecía incómoda—. En el salón…
Pero se les había terminado el tiempo, pues un hombre apareció en el umbral de la puerta y llenó el aire con una voz atronadora.
—¿Ha dicho Elliot? ¿Es ésta la señorita Elliot North?
Cuando el hombre dio un paso hacia la luz, Elliot tuvo que resistir la tentación de retroceder. El almirante era tan enorme como sus caballos, rojo por todas partes: rojo era el repeinado cabello color jengibre que empezaba a clarear, roja era la tez rubicunda y rojo el abrigo color escarlata oscuro. Elliot nunca había visto un color así en un pedazo de tela; se parecía a las flores que había en el jardín de Ro.
—Tenía muchas ganas de conocerla, mi querida niña. Nicodemo Innovation, a su servicio. —El hombre inclinó la cabeza en un movimiento que casi fue una reverencia.
—Almirante Innovation —dijo ella, recobrando la compostura. No sería apropiado que el abrigo de un post dejara sin habla a una ludita North, sin importar cuán rojo fuese—. Lamento no haber estado aquí para recibirle. Estaba ultimando los preparativos para su alojamiento…
Él hizo un gesto con la mano.
—No se preocupe en absoluto. Los carros solares funcionan muy bien con un día tan claro como el de hoy. Incluso a mis caballos les costaba seguir el ritmo. Todavía no hemos visto a su padre, pero su hermana Tatiana ha estado… eh… atendiéndonos mientras la esperábamos a usted.
Elliot no quería ni imaginárselo. ¿Agua de pozo, tal vez, en copas de estaño? De su hermana no le sorprendería.
—Entre y conozca a la tripulación —le propuso el hombre metiéndola afanosamente en su propia casa.
—¿Toda la tripulación está en mi salón? —preguntó Elliot con una sonrisa—. Impresionante, señor. —En el recibidor, pudo oler galletas de crema recién horneadas y té de melocotón y de manzanilla. Si aquello era obra de su hermana, le resultaba verdaderamente impresionante. Quizá le debía una disculpa.
—No, no están todos —respondió el almirante—. Sólo los que me caen mejor, ya me entiende. —El hombre se rió y abrió la puerta—. Esta es mi esposa, Felicia. —La mujer era tan diminuta como enorme era su marido, y el cabello negro y plateado se le rizaba en torno al pecoso rostro. Le hizo a Elliot un gesto con la cabeza y abrió la boca como si fuese a hablar, pero el almirante ya estaba guiando a Elliot hacia otro sitio—. Y allí tiene usted a los Fénix: ambos capitanes de pleno derecho.
Con un gesto vago, el hombre señaló a los dos jóvenes rubios que estaban sentados cerca de Tatiana y que sostenían en las manos sendas tazas de té. Cuando la miraron, Elliot sintió que le fallaban las piernas bajo la intensidad de la mirada de la chica, que según el almirante, se llamaba Andrómeda. Parecía aproximadamente de la edad de Tatiana y tenía los ojos más extraños que hubiera visto jamás: de un azul claro y brillante, como la luz del sol reflejada en el mar, y tan cristalinos que era como si Elliot pudiese distinguir cada mancha que tenía en el iris a pesar de la habitación en penumbra. El chico, que el almirante había presentado como Donovan, tenía los mismos ojos, pero era más joven; tal vez no fuese más que un adolescente. Le sorprendió que los famosos «capitanes» de la flota pudiesen ser tan jóvenes. Esperaba encontrar adultos, no adolescentes. ¿Serían hermanos aquellos dos Fénix, con los mismos ojos y el mismo apellido? Elliot se preguntó si habrían nacido con él o si se habrían criado en una hacienda y lo habrían adoptado más tarde, como habían hecho los Innovation. En los últimos cinco años se había puesto de moda que los post libres se cambiasen el nombre al abandonar sus haciendas y adoptasen nuevos nombres y apellidos de su propia invención siguiendo el estilo largo y ornado de los luditas.
—Y luego… ¡pero si nos falta alguien! —Las pobladas cejas del almirante se entrelazaron—. Pensé que me había traído a tres de vosotros.
—Efectivamente —dijo Andrómeda Fénix—. Wentforth está fuera, ocupándose de los caballos.
—¿De los caballos? —Ahora el almirante parecía aún más confuso—. ¿Wentforth?
Andrómeda dirigió a Elliot una sonrisa breve e inescrutable.
—Sí, muy curioso.
—Donovan —dijo el almirante con un suspiro—, ve a sacarlo de su repentina fascinación por la ganadería y tráelo adentro para que conozca a la señorita Elliot. Estoy seguro de que los caballos estarán muy bien atendidos en los establos del barón sin su ayuda. —El almirante se volvió hacia Elliot cuando Donovan se levantó para cumplir las órdenes de su superior—. Ninguna presentación sería completa sin mi piloto estrella.
Andrómeda se sirvió más té y se apoyó en el respaldo de su silla mientras el mismo atisbo de sonrisa jugueteaba en sus labios. Vestía de una manera muy peculiar, como todos los post. Llevaban tejidos como Elliot nunca había visto, suaves y casi vellosos, y la luz que entraba por la ventana los hacía brillar con colores oscuros y ricos que destacaban en la estancia como las flores de Ro escondidas en un lecho de agonizantes hojas otoñales. Andrómeda y su hermano iban vestidos como el almirante, con pantalones, botas altas y largas chaquetas de color morado y verde azulado. En cambio, Felicia Innovation tenía un aspecto algo más tradicional; llevaba un vestido color verde oscuro que no estaba provisto de ninguno de los encajes ni de los bordados que lucía la creación color rosa de Tatiana. Elliot se bajó el jersey, de un color marrón sucio, de modo que ocultara la cintura de sus pantalones gris pizarra. Tal vez debería haber seguido el consejo del ama de llaves y haberse cambiado, aunque no se hubiera puesto más que un vestido. Los luditas sólo llevaban los desteñidos y apagados colores que pudieran obtenerse de tintes naturales. Aquella tradición era muy anterior a la Reducción y, por supuesto, había sido necesaria en tiempos de escasez. Elliot supuso que aquellos nuevos colores eran habituales en los enclaves de los post libres.
Tatiana se volvió hacia Felicia.
—¿Está usted muy involucrada en las operaciones de su compañero? —preguntó con tono suave.
Felicia interrumpió el avance de la taza de té hacia sus labios.
—Nicodemo es mi esposo, señorita North. Somos post libres y no suscribimos las restricciones que los luditas imponen a sus siervos. —La mujer dijo todo aquello sin asomo de malicia ni de actitud defensiva, y a Tatiana le llevó unos instantes serenarse lo suficiente como para adoptar un aspecto ofendido.
Felicia no permitió que el sentimiento se asentara.
—No estoy involucrada en la misión de la flota Cloud, no —dijo—. Me temo que no tengo madera de exploradora. Especialmente, cuando todavía quedan muchos misterios por resolver aquí en casa.
—¿Misterios? —preguntó Tatiana arqueando las cejas. Elliot se maravilló ante el comportamiento de la mujer. ¿Decían tantas herejías todos los post libres? Los luditas sostenían que los misterios de la naturaleza debían permanecer irresolutos. Los intentos por mejorar la naturaleza habían llevado a la Reducción.
—La señora Innovation es médico —interrumpió Andrómeda—. Se formó como sanadora en la hacienda donde se crió y lleva décadas investigando en el campo.
—Mi esposa es magnífica —dijo el almirante—. Ha salvado decenas de vidas.
—¿De veras? —dijo Tatiana—. Tal vez durante su estancia pueda usted visitar a nuestros sanadores HR y enseñarles un par de cosas. Hemos andado muy cortos de personal desde que falleció nuestro médico.
Lo cual había ocurrido antes de que Elliot naciera, pensó la joven con ironía.
—Y tal vez sería tan amable de echarle un vistazo a mi abuelo —agregó Elliot.
—¿El carpintero de ribera? —preguntó el almirante, irguiéndose en la silla—. Me estaba preguntando, dado que…
Dado que el barón North controlaba el astillero.
—¿Cuál es la naturaleza de su dolencia? —preguntó Felicia rápidamente.