Índice
Cubierta
Acta de la reunión del Jurado calificador del Premio de Novela Café Gijón 2014
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
Créditos
Reunido el martes 9 de septiembre de 2014, desde las 20:00 horas, en el Café Gijón de Madrid, el Jurado calificador del Premio de Novela Café Gijón correspondiente al año 2014, compuesto por D.ª Mercedes Monmany, D. Antonio Colinas, D. José María Guelbenzu, D. Marcos Giralt Torrente y D.ª Rosa Regàs, en calidad de presidenta, y actuando como secretaria D.ª Patricia Menéndez Benavente, tras las oportunas deliberaciones y votaciones, el Jurado acuerda:
Otorgar por mayoría el Premio de Novela Café Gijón 2014 a la novela presentada bajo el lema Una educación y bajo el seudónimo Lisboa. Abierta la correspondiente plica, la novela ganadora resultó ser El juego sigue sin mí de Martín Casariego.
El Jurado quiere destacar la fluidez con la que el autor maneja esta historia de aprendizaje que se establece entre dos jóvenes de hoy día. Ambos crean una relación que se resuelve en una tensión dramática perfectamente desarrollada y de final abierto.
Rosa Regàs
Mercedes Monmany José María Guelbenzu
Antonio Colinas
Marcos Giralt Torrente
Para Antón, por su ayuda tan constante
y conmovedora como decisiva, y para Mayte, sin más explicaciones.
Me despido de ti y de ella. Os doy las gracias por
todo. Tú pronuncias dos palabras: A usted.
El juego sigue sin mí.
Pedro Casariego Córdoba, El juego
No voy a revelar mi nombre, porque no importa. Se me podría llamar Ismael. Dudo en cómo abordar el relato de aquellos meses que cambiaron mi vida, durante el curso en el que cumplí catorce, hace la friolera de nueve años. No sé si debo hacerlo desde el momento actual o si debo, más bien, procurar recuperar la perspectiva de aquel niño que dejó de serlo. Tampoco sé a qué atenerme con respecto a una de las personas que más decisivamente han influido en mí.
Fue un ladrón especial, pues me robó, sí, pero durante años he pensado que me dio mucho más de lo que me quitó. Hoy no estoy tan seguro. Es posible que gracias a él me apartara del mal camino. No lo sé.
Su nombre sí lo voy a decir. Se llamaba Raimundo, pero le llamaban Rai, y cuando le querían fastidiar le llamaban Inmundo, chiquillada que no le amargaba la vida. Así, con i latina, ni siquiera con el adorno de una i griega, hoy más anglosajona que helénica: Rai. No es un nombre para una leyenda. Pero así es la realidad.
Porque Rai, en el instituto, fue lo más parecido a una leyenda que yo haya conocido. Una leyenda escolar, como diría mi madre, no una leyenda de fama mundial. Así que, teniendo en cuenta esa escala, el nombre de Raimundo tal vez sea el apropiado. Lo bueno, lo mejor de las leyendas, es que nunca envejecen, y lo recordaremos así, siempre joven, con esa mirada azul algo líquida y bastante irónica, muy limpia y a la vez empañada, con el pelo negro ensortijado, un fular en el cuello, un pendiente en la oreja izquierda y una leve sonrisa eterna y como congelada, que casi nunca acababa de arrancar. Los pómulos marcados, la barbilla algo afilada. Ahora lo definiría como una especie de dandi vagamente desaliñado, aunque en la época en que lo conocí nunca se me habría ocurrido tal expresión. En cuanto a su mirada, la seguiría juzgando irónica, aunque quizá no tan limpia.
Tenía tres años más que mi hermana, y mi hermana dos más que yo. Ella se llamaba Teresa, pero un poco por picarla, un poco cariñosamente, la llamaba a veces Pesadilla de Fuego.
Teresa era, por decirlo pronto, la chica más guapa del instituto. Y vaya si lo sabía. Se hacía la modesta, pero vaya si lo sabía. Y no puedo culparla, debe de resultar muy difícil no ser una creída cuando medio instituto –casualmente, la parte masculina– piensa que eres maravillosa y está babeando por ti, te invita a las fiestas, te sonríe, te habla siempre con amabilidad, te deja copiar, te presta apuntes, te manda archivos con canciones incluso sin haberlo pedido, te cuela, sueña contigo, mendiga una de tus encantadoras sonrisas, etc., etc. Claro que también es cierto que algunas chicas la envidiaban y la criticaban, generalmente sin razón, pues Teresa, con todos sus defectos, era en el fondo una persona bastante más que aceptable; y que algunos la despreciaban, como la zorra de la fábula que despreciaba esas uvas que no podía alcanzar. En fin, supongo que todo el mundo encuentra piedras en el camino, y que incluso gozar de su agraciado físico –ojos verdes, labios llenos y finamente dibujados, melena negra y brillante, piernas largas– debe de ser complicado. He leído entrevistas en las que algunas modelos se quejaban: si los hombres no hubieran estado tan encima de mí, si me hubieran dejado en paz, yo habría podido ser esto o lo otro. En lo que a mí respecta, creo que tener por hermana a la más deseada del instituto fue bastante positivo, porque contribuyó a que dejara de idealizar a las mujeres. O quizá fuese bastante negativo, porque es algo que puede volverte escéptico. Ya no hay diosas en el horizonte, y lo primero que piensas al ver en una revista una fotografía de una modelo anunciando un perfume es que seguramente come pipas y lo deja todo lleno de cáscaras chupadas, o que hay calcetines sucios desperdigados por el suelo de su cuarto, o que nunca se lleva la mano a la cartera porque da por hecho que a ella hay que invitarla. En fin, no sé.
Pese a la diferencia de edad, sigo creyendo que yo también fui, de alguna manera, muy importante para él. Recuerdo la primera ocasión en que le vi. Fue al pasar del colegio al instituto. El instituto era un edificio del centro de Madrid con algo de historia, uno de esos nobles edificios de piedra con columnas, arcos, molduras, ventanales y techos altos, que los alumnos solo empiezan a apreciar en su justo valor cuando ya lo han dejado atrás, y no todos. Se había fundado a finales del siglo xix. Los primeros días Ramón, Hugo y yo no nos separábamos ni para ir al baño. Estábamos un tanto asustados por el cambio, por no conocer a los profesores y, sobre todo, por estar rodeados de chicos mucho mayores por todas partes. Algunos nos parecían peligrosos, de esos que pegan una patada a tu balón o a tu mochila, te quitan el bollo o te dan un golpe con el hombro al pasar. O que hacen cosas mucho peores. Una mañana le vimos cruzar el patio en diagonal, de una esquina a otra del campo de deportes, con su guitarra en bandolera, y tuve la sensación de que el tiempo se paraba. Creo que se debió a su manera de andar, lenta pero sin pausa, al movimiento de sus brazos y piernas, a la leve inclinación de su cuerpo, la cabeza ladeada, un poco como si bailara y otro poco como si estuviera vigilante, al acecho tras su aparente tranquilidad. Bueno, como ya he dicho, fue como si el mundo se parara, como si todo se detuviera menos él, como si todo menos él quedara congelado por unos segundos. Como un felino seguro de su poder y, sin embargo, alerta, a la defensiva porque se sabe en peligro. Por supuesto no fue exactamente así, y para entender mi fascinación hay que tener en cuenta que se debía en parte a mi corta edad. Pero solo en parte. La gente le iba saludando, y él respondía a los saludos sin detenerse. Desapareció tras abrir con una llave una puerta (yo aún no sabía que era la del auditorio y que había conseguido permiso para ensayar en él, algo absolutamente excepcional), y todo volvió a la normalidad. No comenté nada a mis amigos porque estaba seguro de que ni yo me sabría explicar ni ellos me sabrían entender, y habrían despachado el asunto –al menos Ramón– diciendo que si ahora me gustaban los chicos o qué pasaba. Pero no, no tenía nada que ver con eso. Simplemente desprendía algo especial, casi mágico. Algo así como la ilusión de que es factible un mundo mejor y más justo, y a la vez más apasionante y más intenso. Eso fue un curso antes de conocerle, pues ver a alguien cruzar un patio no es conocerlo. Irradiaba un aura. Y eso lo tienes o no lo tienes.
Lo conocí de verdad porque empezó a darme clases particulares. Yo era un chico bastante raro si leer mucho te convierte en ello, pero esa característica no conlleva necesariamente sacar buenas notas. Era de los que estaban en incipiente peligro de desviarse y, en opinión de mi tutora, aunque había comenzado a apuntar maneras, aún no era un caso imposible, ni mucho menos. Por eso, tras el primer y más bien calamitoso trimestre, preocupados por mis notas, mi malhumor, mis malas contestaciones y mi «decepcionante rendimiento escolar», en frase no sé si de mi tutora o de mi páter, como por entonces le llamábamos, el consejo familiar –en el que yo no tenía ni voz ni voto, pero sí oídos– decidió en Navidades reforzar mi educación con clases privadas de matemáticas.
Los páters entrevistaron a tres candidatos. Uno era una chica de dieciséis años y nariz con pronunciado caballete, una empollona delgadita, casi escuchimizada, que soltaba risitas fuera de lugar de puro nerviosismo. Era del curso de mi hermana, y recé para que no me tocara. Después vino un chico de diecisiete años, que practicaba la escalada, sabía tocar el piano y quería estudiar ingeniería. Ignoro por qué ese me cayó mal, incluso fatal, pero así fue. Quizá me pareciera algo afectado, con su jersey de marca y sus pantalones de marca y la camisa de marca sin meter. Y por último apareció Rai. Era el mayor. Tenía dieciocho años y estaba en segundo de bachillerato. Le preguntaron si había repetido un curso. Dijo que sí, y explicó que a los dieciséis años había pasado por una crisis existencial –no especificó más–, se había ido de casa y había estado viajando por América, por Argentina, Brasil y Colombia, había aprendido algo de portugués, o português é uma língua muito bonita, y durante varios meses, al quedarse sin dinero, había trabajado en un gimnasio. Contó algunas cosas sobre selvas, playas, pueblos remotos, niños descalzos y octogenarias que se emborrachaban y bailaban frenéticamente, como si esa fuese la última vez que fueran a hacerlo... Sus notas eran muy buenas, y en matemáticas, en concreto, sacaba invariablemente sobresalientes. Mis padres se miraron y no necesitaron decirse nada.
La clase inaugural marcó el rumbo de las demás. Rai llegó puntual, mi madre, por ser el primer día, se quedó para recibirle y le ofreció tomar un refresco o un vaso de agua, y él lo rechazó amablemente. Mi hermana se dejó caer, le saludó con exagerada frialdad –lo que significaba que pretendía ocultar lo contrario, pues mi hermana solía ser encantadora con todo el mundo, salvo conmigo– y desapareció rápidamente. Y él y yo nos encerramos en mi cuarto.
Ese día también se había encerrado en mi cuarto una mosca. O puede que no se hubiera encerrado allí, puede ser que ese fuera su lugar de nacimiento. Me llamó la atención porque era una mosca navideña, algo no del todo corriente. Y como era igual de molesta que sus congéneres veraniegas, la perseguí. Cuando se posaba yo acercaba lentamente mis manos extendidas un palmo por encima de ella, y cuando consideraba que las tenía ya suficientemente juntas y cerca de la víctima, daba una rápida palmada. Quizá no sea una muerte tan mala: morir mientras te aplauden. Él me observaba tranquilamente, sin impacientarse. Por fin, al cuarto intento, la mosca obtuvo su aplauso final. Y entonces, mientras yo cogía el cadáver delicadamente por un ala y lo arrojaba a la papelera, se presentó:
–Hola. Como ya sabes, me llamo Rai, pero puedes llamarme... Rai.
No era el mejor chiste que había oído a lo largo de mis trece años de existencia, pero lo soltó con tal naturalidad que me resultó simpático. Yo también dije mi nombre y que me podía llamar por él. Y me callé que sabía de sobra no solo el suyo, sino también quién era. Todo el mundo lo sabía en el instituto.
–Una vez vi miles de moscas y avispas devorando un cerdo –dijo–. El olor y el ruido podrían marearte, puedes creerme. Un espectáculo verdaderamente infernal, si te fijabas en los detalles.
A continuación me largó una breve charla sobre sus intenciones y objetivos, que bastó para que me diera cuenta de que era tan novato como yo en eso de las clases particulares, y sacó de una carpeta unas hojas con unos problemas. Pronto quedó claro que el verdadero problema iba a ser mi actitud. Me explicó por encima los ejercicios y me instó a resolverlos. Sin negarme directamente, no le hice caso. Ya en la universidad leí Bartleby, el escribiente, pero por entonces no lo había hecho aún. Ahora podría decir que adopté una postura casi bartlebyana. Él insistía, pero yo me ponía a parlotear, le hacía preguntas, bromeaba. Me fijé en que del bolsillo de su gabardina asomaba un libro de bolsillo –a veces las cosas están donde deben– y pasé a hablar de la lectura, y de que mi padre leía habitualmente en «cacharritos», como él los llamaba, y yo lo haría en cuanto me compraran uno, acababa de terminar una novela de misterio, en fin... Él prefería leer en papel. Ahora estaba con un libro color crema, Pensamientos, de Giacomo Leopardi, un poeta italiano descreído, doblemente jorobado –o triplemente, pues dos de sus jorobas eran físicas, visibles– y aristócrata del que, aseguraba, había mucho que aprender.
–Bueno –aclaró–. No es que lo esté leyendo exactamente ahora, sino que me acompaña últimamente, lo llevo siempre en la gabardina o en la mochila, un día leo una frase, un párrafo, un capítulo... y me lo vuelvo a guardar.
Yo le escuchaba con mucho interés, porque, si al cruzar el patio simplemente me había llamado la atención, le admiraba desde que le había visto zurrar a Toshiba hacía mes y medio. A Toshiba le llamaban así porque un día se disculpó en clase aduciendo que no pudo hacer los deberes porque iba con tos, con tos iba, profe. Y se le quedó el apodo de Toshiba. Además, en sus mensajes escribía ir con hache y hacer sin ella. Ramón, Hugo y yo le llamábamos Orror Profundo. De niños habíamos coleccionado Gormitis, aparte de gomas de colores, gogos, cromos de fútbol y muchos otros artículos básicamente inútiles que se ponían de moda. Los Gormitis eran unas figuras de plástico de monstruos muy feos y con poderes terribles, de entre cinco y diez centímetros de altura, que vendían en los quioscos. Eran muy populares entre los niños de mi generación, pero si preguntaran qué eran a un adulto sin hijos de nuestra edad, no sabría qué decir. Habíamos pasado muchas horas jugando con los muñecos y con las cartas, y viendo sus dibujos en el televisor, y todavía guardábamos en nuestras casas un respetable montón de aquellos Señores de la Naturaleza. Horror Profundo era el Señor del Volcán, y sus alas de fuego y sus rápidos movimientos hacían de él uno de los Gormitis que más miedo daban (según nuestras informaciones, pues los Gormitis no daban miedo a los niños, aunque se suponía que se lo daban entre ellos). Con el cuerpo mutado y recubierto de lava, Horror Profundo podía lanzar rocas y rayos de fuego líquido que deshacían a sus enemigos. No sé quién de nosotros le puso ese apodo. Pero todos los demás le llamaban Toshiba. Se le conocía principalmente porque era el que jugaba mejor al baloncesto. Era un repetidor, pero eso no le marcaba, porque repetidores había unos cuantos. El caso de Rai era distinto. No era exactamente un repetidor. Simplemente se había saltado un año.
Cuando faltaba poco para que terminara la clase –por así llamarla–, Rai cogió una de las hojas con problemas que había traído, la arrugó hasta convertirla en una pelota y la encestó en la papelera.
–Un papel arrugado y una mosca muerta. ¿De qué hablarán? ¿De qué podrían hablar?
Dicho eso me miró con esos ojos azules francos y despiertos, que brillaron por un momento con furia, furia que no se reflejó en sus palabras. Quizá, más que de furia, debería hablar de un fuego, una combustión interior, levemente desquiciada, o mesiánica, tal vez. Y con voz pausada me dijo que muy bien, que la clase había sido –al menos desde el punto de vista académico, por así decirlo–, un completo desastre, que era consciente de ello y que el primer culpable (porque el segundo era yo) había sido él. Y que no le importaba seguir así, siempre y cuando yo estudiara y sacara buenas notas en la siguiente evaluación, pues él no era, desde luego, ningún estafador.
–Eres inteligente, eso se nota a la primera –afirmó, llenándome de orgullo; hacía tiempo que nadie decía eso de mí–. Si te da la gana, aprobarás. Pero no por mis ejercicios, sino por ti. No necesitas un profesor, lo que necesitas es tomártelo un poco en serio. Ya tienes edad para ir comprendiendo que tomar en serio a los demás es el resultado de tomarse en serio a uno mismo.
–Venga ya, hablas como un profesor.
Clavó su mirada líquida y azul en mí, mitad divertido, mitad enfadado.
–¿Qué esperas? Es el papel que represento aquí.
–¿Y si no apruebo?
Se encogió de hombros.
–Vaya morro –dije–. ¿Y qué pasa con el dinero de mis padres?
–Me importa una higa ese dinero. Adoptaré ante mis empleadores una postura genuflexa por haberles hecho perder el tiempo, y les devolveré hasta el último céntimo. O mejor, lo donaré a los pobres y todos menos tú saldremos ganando. Tus padres y yo con la conciencia tranquila, los pobres con cuadernos y lápices, y tú... Pero no, no contemplo esa posibilidad. Tú aprobarás y tendrás algún tipo de futuro por delante, si te da la gana. Y como no eres memo, te dará la gana, ya lo verás. Apostaría mi colección de cómics.
Hablaba como si supiera mejor que yo lo que yo iba a hacer.
–¿Y si te defraudo? Además, las matemáticas no me gustan. Aunque me gusta la biología, creo que voy a hacer algo de letras.
–Qué quieres que te diga. Haberlo pensado antes.
No, no era el tipo de profesor particular que yo esperaba.
Me quedé unos segundos mirando por la ventana. A veces ponía la vista en el infinito simplemente para ganar tiempo, pero en esa ocasión hice lo que aparentaba: reflexionar. Como ya he dicho, le admiraba, y pensé que, puesto que era cinco años mayor, podría enseñarme muchas cosas de la vida, todas esas que no se encuentran en un problema de matemáticas. Así que establecimos un pacto. Y funcionó, pues yo empecé a estudiar por mi cuenta y, en efecto, mis calificaciones mejoraron notablemente. Nadie timaba a nadie.
–Vaya –comentó, fijándose en el compacto–. Veo que tienes para poner cedés.
–Me lo dieron para el inglés, por los libros que vienen con discos.
En esa primera y particular clase (más que clase particular) supe que él estaba convencido de que ese nombre que odiaba, Raimundo, y al que sin embargo no estaba dispuesto a renunciar, se lo había puesto su padre como una forma de venganza. Me pareció que exageraba. Según él, su madre había querido llamarle Juan, aunque carecía de pruebas. Puestos a lanzar teorías descabelladas, y entrando en el campo del optimismo, a lo mejor se lo había puesto porque se parecía a «rey del mundo». En algún lugar he leído que Raimundo significa «el que da buenos consejos». Otra versión dice que es «el protegido por el consejo divino». Él daba buenos consejos, pero dudo que estuviera protegido por Dios.
–Aunque ya en ese plan –agregó–, al menos no me puso Rasputín.
–Ni Abundio –dije yo.
–Ni Picio.
–Ni Quasimodo...
–Ni Soygilipollas...
Y nos reímos bastante buscando nombres raros, vejatorios, desprestigiados o inexistentes.
Seguimos charlando, y para cuando terminó la hora y se marchó, yo ya estaba plenamente decidido a cumplir con mi parte del trato.