En ocasiones, el tamaño sí importa. Mientras la novela ofrece al escritor la oportunidad de disponer de los elementos de la narración siguiendo un esquema determinado por la amplitud del formato, la naturaleza misma del relato presenta un desafío ante el cual no cabe la opción de hacer —demasiadas— trampas. El autor se la juega a una sola carta poniendo sus recursos expresivos al servicio de una historia que, en unas pocas páginas, debe crear un universo propio que atrape la atención del lector.
Conscientes de este reto, decidimos plantear a una serie de autores a los que admiramos la posibilidad de escribir un cuento que abordara desde una óptica homosexual algunos de los tópicos más identificables de la cultura española. El fútbol, los toros, la Iglesia, la familia tradicional o el ámbito rural fueron algunos de los temas que lanzamos a estos once escritores que, desde el principio, confiaron a ciegas en la propuesta.
Como editores que no hace mucho que se han estrenado en el oficio, constituye un privilegio haber contado con el apoyo y la complicidad de Luis Antonio de Villena, Eduardo Mendicutti, Luisgé Martín, Lluís Maria Todó, Fernando J. López, Óscar Esquivias, Luis Cremades, Lawrence Schimel, José Luis Serrano y Óscar Hernández. Descubrir nuevas voces es otro de los objetivos de Dos Bigotes, y por ello nos hace muy felices la presencia del joven —aunque sobradamente preparado— Álvaro Domínguez.
No es de extrañar que, en aquellos trabajos en los que la creatividad tiene espacio para desarrollarse con libertad, el resultado vaya más allá de las directrices que han motivado el encargo. Porque, aunque el punto de partida fue dar una vuelta de tuerca a los iconos de la España cañí, Lo que no se dice trasciende esta anécdota argumental para enriquecerse con cada uno de los mundos —tan identificables— creados por los escritores reunidos en esta antología.
La exploración de la mecánica del amor, la construcción de la identidad, el acoso escolar o el disfrute del cuerpo como instrumento de placer son algunos de los asuntos abordados en estos cuentos. Solo nos queda esperar que los lectores disfruten de ellos tanto como lo hemos hecho nosotros.
Gonzalo Izquierdo y Alberto Rodríguez
Madrid, septiembre de 2014
Luisgé Martín
Nació en Madrid en 1962. Es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid y MBA por el Instituto de Empresa. Ha publicado los libros de relatos Los oscuros (1990) y El alma del erizo (2002), las novelas La dulce ira (1995), La muerte de Tadzio (2000, Premio Ramón Gómez de la Serna), Los amores confiados (2005), Las manos cortadas (2009), La mujer de sombra (2012), y la colección de cartas Amante del sexo busca pareja morbosa (2002). Ha participado además en diversos libros colectivos de relatos. En 2009 ganó el Premio Antonio Machado con el cuento Los años más felices y en 2012 el Premio Mario Vargas Llosa con Los dientes del azar. Colabora en El Viajero, El País y otras publicaciones periódicas. En 2013 ha publicado Donde el silencio (Premio Llanes de Viajes), la novela La misma ciudad y el libro de relatos Todos los crímenes se cometen por amor.
El médico de la familia, el doctor Antúnez, le dijo a mi madre que lo mío era una enfermedad hepática. «Tiene el hígado muy débil y su cuerpo se autorregula para no hacer esfuerzos que puedan poner en peligro su salud. Tenga usted en cuenta que las glándulas segregan sustancias que llegan al cerebro y condicionan el comportamiento». Mi madre no debió de quedar muy convencida de la explicación científica: «¿Y por eso no juega al fútbol?». El doctor Antúnez no dejó ni un resquicio a la incertidumbre médica: «Por eso mismo, señora».
A los diez años, cuando todos los niños del colegio y del barrio se desvivían por el fútbol, a mí me gustaban los libros y los pinceles. Las muñecas también, pero ese instinto aprendí enseguida a ocultarlo para no llevar el conflicto familiar a mayores. Mis compañeros de clase rivalizaban por formar parte del equipo escolar, discutían desapaciblemente los resultados de los partidos de Liga, se sabían de memoria todas las alineaciones y coleccionaban cromos de jugadores famosos. Muchos días yo no podía participar en sus conversaciones ni me divertía acompañarles, pues cuando hablaban de Arconada, de Lineker o de Rummenigge me quedaba en albis, aburrido con mis propios pensamientos.
Así pasó el tiempo, y me fui convirtiendo en un niño solitario y melindroso. A los catorce años, sin embargo, llegó al colegio Félix Gurruchaga, el Gurru, un pincel de niño que al atravesar los umbrales de las puertas arrastraba a los arcángeles con él. Era rubicundo y tenía los ojos grises. Su cuerpo parecía menudo, pero a esa edad ya estaba más desarrollado que los de todos nosotros, que seguíamos teniendo pechos esmirriados y muslos sin musculatura. La sonrisa del Gurru era como un disparo a bocajarro en el corazón: te hacía doblar las rodillas y caer a tierra.
El Gurru fue mi primer amor. Con él se me acabaron las pamplinas y dejé de repente de deshojar la margarita para descubrir si me gustaban las niñas o los niños: ahora estaba tan claro como el trasluz de sus ojos grises.
Resultó ser que el Gurru era además un excelente delantero centro y que sus habilidades balompédicas podían revolucionar el papel de la selección colegial en la Liga nacional de juveniles. Los entendidos aseguraban que con una estrella así era posible el triunfo. Y ahí mi vida cambió. La brújula que apuntaba al norte comenzó a apuntar al sur. Dejé los libros, los pinceles y las fantasías con muñecas y me apunté en el equipo de mi curso. Mis compañeros se burlaron de mí en secreto y el entrenador me hizo la prueba de ingreso por puro compromiso. Unos y otros, sin embargo, quedaron sorprendidos al verme jugar. Y el más sorprendido de todos fui yo, que, inspirado por el amor o forjado por algún atavismo, era capaz de llevar el balón pegado al pie como si estuviera imantado y recorrer así el campo de un extremo a otro, regateando a los rivales, hasta marcar en la portería contraria.
Al enterarse, mi madre me mandó enseguida al médico para que me hicieran análisis de sangre. «El niño juega bien al fútbol gracias a la alimentación de estos años», dijo el doctor Antúnez. «La dieta sin grasas ni chocolates ha regenerado el hígado y ahora el cuerpo le pide pundonor y energía».
Lo mejor de mi pundonor y mi energía, sin embargo, lo empleaba en el vestuario. El fastidio de los entrenamientos, el cansancio, las lesiones o la garrulería de los gritos del entrenador se compensaban sobradamente con ese momento glorioso en el que, después de cada partido, veía al Gurru desnudo. Debo decir que en el equipo había otros jugadores admirables, pero yo solo tenía ojos para él. Y el esplendor de aquel tiempo me llegó un día en el que se acercó a mí en el vestuario, ya sin ropa, sudoroso, para felicitarme con camaradería por una jugada virtuosa que yo había hecho por la banda derecha para que él rematara el gol que nos dio el triunfo. Desde el centro del campo le vi en el área, desmarcado, y entonces corrí como una gacela, driblé a tres contrarios que trataban de salirme al paso y en el banderín del córner pegué un punterazo prodigioso hasta el lugar mismo en el que estaba él. La pasión —o el hígado— otorga a veces esa inspiración.
Tres meses después de empezar a jugar, con mi amor todavía florecido, fue al campo un ojeador profesional, vio mi destreza y pidió hablar enseguida con mis padres. Antes de terminar el año me hicieron una oferta para ingresar en los cadetes del Real Madrid. De repente me convertí en el chico más popular del colegio. Todos querían ser amigos míos y hacerse fotos a mi lado. Incluso el Gurru, que presumía por todas partes de jugar en mi mismo equipo y de haber marcado goles con mi ayuda.
El fútbol me seguía pareciendo un ejercicio innecesario y tedioso, pero los ratos en el vestuario, en cambio, me gustaban cada vez más, de modo que después de deshojar de nuevo la margarita de mi destino, presionado además por el orgullo de mi padre, acepté la oferta del Real Madrid.
A esa edad los amores son intensos pero inconstantes, entre otras razones porque los cuerpos van cambiando con veloz mudanza. Mis sentimientos hacia el Gurru se desvanecieron de la noche a la mañana. Comenzó a parecerme desgarbado (el último estirón le había arqueado la espalda) y algo feo. Sus orejas eran grandes, los dientes se le habían separado y en las mejillas tenía un acné con apariencia de verrugas. Mis nuevos compañeros del Real Madrid, por el contrario, eran todos airosos y atractivos, y algunos de ellos, los más desarrollados por la naturaleza, parecían sementales apolíneos, construidos como máquinas perfectas para ejecutar hechizos. Casi todos los días me quedaba debajo de la ducha embobado, mirando la alineación completa con los dedos hechos huéspedes y los suspiros en la boca de la garganta sin poder salir. Matías, Palomero, Aguilera, Bruno y Gallardo: qué defensa. El centro del campo tampoco perdía altura: Romero, Aristimuño y Pinillos. Y en la delantera, con suplentes incluidos, Munárriz, Pancho, Pastor y Pellicer. Pero de entre todos esos delirios, que en el campo me aturullaban, mi amor verdadero estaba debajo de la portería: Marcos Lagunero.
Lagunero era alto pero no deforme. Tenía unas espaldas ya de hombre hecho y derecho y unos muslos que, al saltar, se le descomponían en racimos de músculos. Su sonrisa era devastadora, apocalíptica, y hacía juego con la tonalidad turquesa de sus ojos, que a mi juicio era la razón por la que algunos delanteros, cuando se quedaban frente a él a solas, con toda la portería a su merced, mandaban la pelota fuera. Yo, que siempre había jugado de media punta, le pedí al entrenador que me colocara más rezagado para estar cerca de Lagunero. Como mis virtudes futbolísticas, una vez curados mis problemas de hígado, eran casi ilimitadas, enseguida me convertí en un central sólido y fiable. Hice una temporada portentosa y se comenzó a hablar de mí para la selección juvenil.
De Lagunero llegué a hacerme muy amigo fuera del campo y del vestuario. Él tenía una moto y al acabar los entrenamientos me acercaba a mi casa. Yo me agarraba a su cuerpo musculoso con la misma fuerza con la que él atrapaba los balones en el área, y cuando cogía velocidad o tomaba una curva peligrosa, dejaba caer disimuladamente los brazos para rozar sus piernas. Lagunero hablaba todo el tiempo de chicas, lo que, paradójicamente, me excitaba aún más.
Fuimos campeones de la categoría, y el último día, después del partido, el vestuario se convirtió en Gomorra: todos desnudos y abrazados, entonando cánticos gamberros y levantando el trofeo lleno de vino barato, como si fuera una eucaristía. Yo tuve claro entonces que a partir de ese momento debería ganar todos los títulos que se me pusieran por delante para poder celebrarlos de ese modo. Ya no me interesaban los pinceles ni los libros y por fin comenzaba a gustarme el fútbol.
La adolescencia es una edad tempestuosa y tornadiza. La gobiernan —más si cabe que en otras edades— las hormonas, los humores y las glándulas corporales. En esa etapa, la eternidad tiene, en el mejor de los casos, una duración de seis meses. Todo fluye, nada permanece.
A Lagunero le siguieron Jarandilla, Muñoz y Miguel Ángel, que ocupaban distintas posiciones en el campo y me obligaron a modificar mis habilidades y a desarrollar aquellas virtudes que mejor armonizaban con ellos. Los expertos determinaron enseguida que yo era como el jugador más versátil del mundo: podía jugar en cualquier posición. Vinieron a verme ojeadores extranjeros y se interesaron por mí el Bayern de Múnich y el Ajax. Jugué en la selección juvenil, en la sub-17 y en la sub-19. Todos me querían porque servía para cualquier arreglo.
Yo, sin embargo, tenía partidos malos: como los perros galgos de competición, que necesitan de una liebre que les aliente en su carrera, yo necesitaba un amor que me animara. Rendía mejor, además, ante los equipos feos, pues cuando mi rival era un chico apuesto y bien formado me dejaba quitar la pelota con más facilidad. En una ocasión tuve que fingir una lesión para que el entrenador me sustituyera, porque el delantero centro del equipo adversario era tan pintón y tenía unas piernas tan bien puestas que yo me quedaba embobado mirándole y me metía el balón por donde quería.
A los dieciocho años todo comienza a cambiar en la vida. La exacerbación se convierte en dolor y la ligereza se vuelve grave, áspera. De repente el aire tiene una tonalidad diferente: es como si el color o la transparencia se transformaran en aroma, como si los sentidos perdieran su capacidad de percepción natural y se ocuparan de cualidades extrañas a ellos. Oler el azul o el amarillo, ver la fetidez.
Después de tantos amores frágiles y fugaces, conocí a Ortega. Mateo Ortega, diecinueve años, lateral derecho, valenciano, jugador titular del Levante Club de Fútbol. Era de estatura baja, con el pelo muy corto y los ojos verdes. Tenía la piel morena, con un color de campesino o de pescador expuesto cada día a la brisa. Corría muy rápido y movía los brazos adelante y atrás exageradamente.
Nos enfrentamos en una eliminatoria de Copa y quedamos emparejados: yo como media punta en el ataque izquierdo de mi equipo y él como lateral de ese flanco. Le había visto alguna vez antes en fotografías o en partidos de televisión, pero no le conocía en persona. Cuando salimos al campo y le tuve frente a mí, dispuesto a dar la batalla futbolística, me quedé paralizado. Hay una emoción que avisa de los momentos sublimes. En ella se confunden extrañamente la exaltación y el horror. Yo la tuve en aquel momento. No supe si debía sentir alegría o pánico.
El juego fue tortuoso. A los diez minutos de partido, hubo un despeje de la defensa que fue a parar a nuestra zona del campo. Mateo y yo corrimos hacia el balón y llegamos al mismo tiempo. Él, un instante antes, consiguió tocarlo con la puntera de su bota hacia la banda, pero nuestros cuerpos en carrera chocaron y caímos juntos y enlazados al suelo de césped. Justo antes de que se produjera la colisión, mientras llegaba, vi su rostro esforzado, sus facciones precisas y suaves, su piel refulgente por el sudor, y me pareció la imagen más hermosa que había visto en todos los días de mi vida. Él también me miraba. Al caer a su lado, con los brazos enmarañados en su abdomen y las piernas enredadas, sentí una inflamación erótica que me consumió y que me pareció completamente distinta a las que tantas otras veces, con el Gurru, con Lagunero o con el resto de mis amores de vestuario, había sentido. Tuve una erección, pero sobre todo tuve un desvelamiento. Cuando me incorporé, le ofrecí la mano para ayudarle. Él me la cogió. Me miró a lo ojos. Había levantado las cejas, era asombro.
Durante el resto del partido hubo muchos más encontronazos. Calculábamos las distancias y la velocidad de la carrera para llegar justo al mismo tiempo y poder chocar. Los brazos, las manos, cada vez eran más hábiles en la colisión. Cada vez se movían con mayor precisión para aprovechar la barahúnda. Tocaban por azar lo que deseaban tocar por deliberación. En uno de esos embates las caras quedaron juntas. Los labios casi se rozaron. Sentí su aliento, el olor de su saliva.
Al final del partido fui a buscarle para intercambiar las camisetas. Fue un gesto extraño, porque en un partido de esa categoría —intrascendente, menor— no procedía hacerlo. Él, sin embargo, me sonrió con entusiasmo y aceptó. Nos quedamos los dos con el torso desnudo. Durante un instante observé con disimulo su cuerpo, el vientre cortado por los músculos, el ángulo inclinado de los hombros. Me ahogué, tuve angustia de llegar algún día a estar muerto. Y de manera irreflexiva, como si fuera un gesto espontáneo, le abracé. Mateo me devolvió el abrazo.
Ese día me encerré en la ducha para que nadie pudiera verme. No dormí. Su rostro comenzó a obsesionarme. Los siguientes días los pasé perturbado. Entrenaba con fervor para que ningún descuido me apartara del equipo en el partido de vuelta. Necesitaba ser titular y confiaba en que él también lo fuera. No podía dejar de pensar en esos encontronazos en carrera, en la brutalidad de su cuerpo arrojado hacia adelante.
Los noventa minutos del segundo partido fueron los más deslumbrantes de mi vida. Los recuerdo como si hubieran sido un relámpago. Mateo y yo volvimos a estar enfrentados y volvimos a competir por alcanzar balones que en realidad no nos interesaban futbolísticamente. Caíamos juntos una y otra vez, siempre enmarañados. Fueron tantas veces que alguien debió de sospechar algún amaño. Yo nunca le esquivaba por la banda y él nunca sacaba el balón regateando: siempre había lucha, colisión, abrazo. Nuestros primeros devaneos sexuales estaban produciéndose en un estadio, delante de miles de espectadores, pero nadie parecía comprenderlo. El disimulo desapareció: yo apretaba mi mano contra su braguero al apartar el brazo, él se derrumbaba con la boca sobre mis nalgas. En el intermedio, el entrenador me reconvino: «Hoy no estás siendo eficaz. Ortega te lo para todo».
Ganamos nosotros, pero yo no fui capaz de celebrarlo. Repetí con Mateo la ceremonia del intercambio de camisetas y nos abrazamos. Era un acto descarado y provocador que podía haber arruinado nuestra fama, porque nadie guarda dos camisetas de otro jugador si no hay voluntades torcidas. Yo quise llevarme también el balón, como si hubiera marcado varios goles o se tratara de una final continental. «Tenemos que vernos fuera de aquí», le susurré al oido. Él no dijo nada. Nos fuimos juntos hasta los vestuarios y allí nos separamos. Yo me encerré de nuevo en la cabina de mi ducha. Primero me masturbé. Luego me eché a llorar con desconsuelo.
Mateo no trató de ponerse en contacto conmigo y no contestó tampoco a mis mensajes. Su equipo y el mío tendrían que enfrentarse aún en la Liga, pero faltaban para ello más de dos meses. Yo me convertí en un loco. Veía sus partidos en la televisión e incluso viajaba a su ciudad discretamente para ir al estadio cuando su equipo y el mío no jugaban el mismo día. Le escribí cartas anónimas y sutiles y conseguí su número de teléfono, pero nunca atendía mis llamadas. Poco antes de que fuera a celebrarse el encuentro, apareció en una revista del corazón un reportaje sobre él en el que se anunciaba su compromiso matrimonial con una modelo colombiana recién instalada en España. Lo leí con estupor, sin poder creerlo, pero mi sorpresa se convirtió enseguida en desolación. Esa noche dormí desnudo, con una de las camisetas de Mateo puesta y con la otra sujeta entre las manos.
No dejé de intentar hablar con él, pero no hubo forma de conseguirlo, de modo que lo fié todo al día del partido. En las vísperas estuve nervioso, irritable. Entrené con cuidado y tomé hierbas tranquilizantes. Fui al estadio con una muda de repuesto y con un neceser de aseo que no solía llevar. Reservé una habitación en un hotel de lujo cercano. Y, aunque soy ateo, recé.
El arranque fue rabioso y emocionante. Nos metieron un gol nada más empezar y nosotros empatamos cinco minutos después. Mateo y yo no habíamos intervenido hasta ese momento. Estábamos emparejados una vez más y merodeábamos uno alrededor del otro. Yo le miraba afiladamente, con una mezcla de súplica y de resentimiento. «Tenemos que vernos después del partido», le dije al pasar a su lado. Él no me respondió. Me sostuvo la mirada agriamente. A pesar del gesto, sin embargo, su belleza se iluminó. Me gustaba esa fiereza, esa vacilación entre la brutalidad y la dulzura.
El primer balón que llegó a mis pies lo enfilé en el centro del campo y corrí en diagonal para abrir el juego. Mateo vino a por mí. Yo frené un poco la carrera para que pudiera alcanzarme, y ahí tuve ya la primera muestra de lo que me esperaba: se lanzó en plancha, con el pie derecho por delante, hasta que me alcanzó en el tobillo y me derribó. Yo sentí desconcierto y dolor, pero tuve reflejos suficientes como para hacer una pirueta y caer hacia atrás, encima de él. Apoyé mis manos en sus muslos y metí fugazmente la yema de los dedos en la embocadura de su pantalón. Los dos uniformes, el de su equipo y el del mío, tenían por fortuna calzones oscuros, lo que disimulaba visualmente las mudanzas.
En esas últimas semanas yo había llegado a albergar dudas acerca de la voluntad de Mateo: ¿y si todo era una figuración mía, un delirio? En aquel momento, sin embargo, cuando caí sobre él por la zancadilla, esas dudas desaparecieron de golpe: su boca abierta, su lengua, buscó deprisa mis labios y hubo un beso invisible, un roce que ninguno de los miles de espectadores del estadio pudo apreciar porque era idéntico a cualquiera de los roces que tienen dos jugadores en lid.
A partir de ese momento, poseído por una euforia temeraria, me entregué al juego sabiendo que aquel era el partido más importante de mi vida. Tenía la seguridad de que Mateo me amaba y tenía que demostrarle que yo también le amaba a él. Me puse a merced suya. Busqué el balón con empeño para poder llevarlo hasta su zona y enfrentarle. A pesar de mi desinterés en hacerlo, la primera vez conseguí regatearle porque uno de mis compañeros, Armengol, abrió un hueco en la defensa y Mateo tuvo que apartarse para cubrirle. La segunda vez, sin embargo, ya no hubo complacencia: vino hacia mí y me disputó la pelota con rudeza. Me agarró de la camiseta, de la cintura, y luego me derribó teatralmente. Sentí sus piernas sobre mi cara, el olor ácido de la excitación.
En el primer tiempo hubo dos choques más. En uno de ellos, yo quedé dolorido sobre la hierba, tumbado boca abajo sin poder paladear el placer por culpa del daño que me había hecho en la espalda. Mateo se agachó a disculparse y me tocó la cabeza, metió sus dedos entre mi pelo. Tenía los ojos de un color distinto al de siempre, brillantes. El árbitro le sacó la tarjeta amarilla y le pidió que midiera bien sus entradas.
En el descanso, el entrenador me exigió que cambiara mi posición en el campo. «Ortega te está secando y va a destrozarte. Escórate hacia la derecha y deja que Paulino entre por ahí. Él es más corpulento y tiene un juego más duro», dijo. Paulino, obediente, estuvo de acuerdo. Yo no discutí las órdenes, aunque sabía que no las cumpliría. Lo que estaba en juego no era el resultado de un partido, sino el de mi corazón.
Al volver al campo, mientras correteábamos esperando a que empezara el segundo tiempo, busqué a Mateo y le dije en voz baja que le quería. «Te quiero», le dije. Él me miró con una expresión de aborrecimiento que yo, con la candidez que da siempre el amor, creí inspirada por la pasión. «Tenemos que vernos esta noche», le repetí. «Tenemos que vernos ya todos los días del resto de nuestra vida».
La tragedia ocurrió en una de las primeras jugadas del segundo tiempo. Ramírez cogió el balón en nuestra defensa, lo llevó hasta la línea media y ahí se lo entregó a Rivera, que al primer toque trató de pasárselo a Paulino. Un jugador contrario lo interceptó, y yo, que desobedeciendo al entrenador estaba en esa zona del campo, agarré la pelota y me fui derecho hacia Mateo. Podría haber tratado de dirigirme a la portería por el centro, más desguarnecido, pero mi objetivo no era meter un gol, sino poder acariciar otra vez a la persona a la que amaba.
Mateo no titubeó: se arrojó al suelo con el pie derecho levantado, mostrando la plantilla negra de su bota, y tajó mi paso. Fue como un cuchillo. Noté un impacto punzante, desabrido, y la cabeza se me fue durante un instante, como si hubiera perdido el sentido. Me derrumbé con un escalofrío de dolor, pero tuve tiempo de empujar hacia adelante el cuerpo para, igual que siempre, caer sobre Mateo. Tal vez no haya habido nunca, en la historia de los amores humanos, ninguna delicia parecida a aquella. La piel se me convirtió en un trueno, en una tempestad marina. Quedé tendido en el césped con la tibia y el peroné rotos y una fractura en las vértebras dorsales que me impidieron volver a jugar al fútbol, pero la ternura que sentí al ver a mi lado los ojos de Mateo, mirándome solo a mí, apaciguados, me hizo ser feliz para el resto de mis días.
Fernando J. López
Nació en Barcelona en 1977, aunque muy pronto se trasladó a Madrid. Publicó su primera novela con 19 años, In(h)armónicos (Premio Joven y Brillante), y ese mismo año fundó su propia compañía teatral. Doctorado en Filología, compagina la docencia con su faceta de novelista y dramaturgo. Fue finalista al Premio Nadal 2010 con La edad de la ira, thriller que plantea el problema de la homofobia en las aulas y que ha sido traducido al francés. Su narrativa, donde destacan Las vidas que inventamos o La inmortalidad del cangrejo, se caracteriza por su crítico retrato de la sociedad contemporánea. También cultiva la literatura infantil y juvenil (El reino de las Tres Lunas, Los nombres del fuego). Entre sus títulos teatrales destacan Cuando fuimos dos, Tour de force o De mutuo desacuerdo, estrenada simultáneamente en España y Venezuela en 2014.
Nunca estamos más lejos de nuestros deseos que cuando nos imaginamos poseer lo deseado.
Johann Wolfgang von Goethe
Las afinidades electivas
La vida empieza en septiembre.
Me gusta esa sensación de comienzo, de que todo puede cambiar. Y hasta de que yo puedo hacer que cambie… Luego pasa el curso, llega el verano y esa posibilidad se queda solo en eso. En posibilidad. Igual que esta mañana. Esta jodida mañana en la que todo me parece un poco más mezquino. Porque la vida, diga lo que diga Aristóteles, tiene más de potencia que de acto.
A ti no te lo parece, claro. A ti te parece que la vida es acción. «Igual que el rugby». Y yo te respondo que sí, Sergio, aunque tu pasión por ese deporte me resulte tan difícil de entender como a ti la mía por las Humanidades —«Qué manía con eso de hacerte profe, Mario»—, porque no te explicas que a estas alturas siga convencido de que las tizas pueden cambiar el mundo. «Eres un ingenuo, chaval». Y te ríes. En el fondo, elegir caminos diferentes en bachillerato nos ha venido bien. Mejor no volver a compartir aula un curso más. Cuatro años juntos en la ESO ya han sido suficientes, ¿no te parece? Y verme rodeado de gente que no conozco puede que me ayude a rebajar la ansiedad de los últimos meses.