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Portadilla

Créditos

Título original: Kitty Peck and the Music Hall Murders

Edición en formato digital: abril de 2014

En cubierta: fotografía de © Meliksetyan Marianna/Shutterstock

© Kate Griffin

© De la traducción, Alejandro Palomas, 2014

© Ediciones Siruela, S. A., 2014

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid

www.siruela.com

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ISBN: 978-84-16120-55-0

Conversión a formato digital: www.elpoetaediciondigital.com

Agradecimientos

Escribir Kitty Peck y los asesinatos del Music Hall ha sido una aventura y me gustaría dar las gracias a todos los que me han ayudado en el camino.

En primer lugar, al equipo de Faber and Faber, cuyo entusiasmo, optimismo y sabios consejos han sido de un valor incalculable: Hannah, Katherine, Becky, John. y todos los de Bloomsbury House.

Quiero también expresar mi más efusivo agradecimiento a la revista Stylist por liberar a Kitty; a Tamsin y a Sarah por su forense atención a los detalles; y a Eugenie por su entusiasmo y su ánimo.

Por último, debo mencionar a mi familia, amigos y colegas, cuyo incansable apoyo, interés y asombro me mantuvieron en activo y me empujaron a seguir durante un largo y oscuro invierno al teclado.

KITTY PECK Y LOS ASESINOS DEL MUSIC HALL

Para mi esposo, Stephen, y para mi madre, Sheila.

PRÓLOGO

El día del funeral de mi madre, Joey tuvo que romper el hielo del lavabo para que pudiera lavarme la cara. Luego tuvo también que peinarme, ponerme el vestido de los domingos, hacerme los nudos de las botas y meter mis dedos rígidos en los viejos guantes de lana de Abuela Peck.

En ese tiempo a mi hermano le tocó hacer mucho por mí. Yo no podía moverme, no podía hablar, ni siquiera pensar. Después del funeral, pasé días sentada en la cama sin apartar la mirada de una mancha de moho de la pared. Tenía doce años.

Abuela Peck se había marchado el verano anterior y creo que fue entonces cuando mamá se rindió. Aunque nunca había sido una mujer fuerte, después de enterrar a la abuela, mamá se volvió un espectro. Primero desapareció la risa, después dejó de cantar y por último se apagaron los cuentos y todo lo demás. No recuerdo haber oído a mi madre proferir un solo sonido durante el mes antes de morir.

Eliza Peck estaba allí encerrada en alguna parte, pero nos era imposible dar con ella.

Supongo que eso explica que Joey estuviera tan preocupado por mí y que me llevara con él al Gaudy. Quizá crean ustedes que los music halls son el último sitio donde desearían que su hermana encontrara trabajo, pero él sabía que allí estaría ocupada.

El primer día pensé en la mancha de moho de la pared de mi cuarto. Me recordaba a la constelación de pequeños lunares negros repartidos sobre el párpado y sobre la mejilla derecha de Swami Jonah. El viejo mago me aterró cuando nos presentaron, aunque debo decir que lo más exótico de Swami Jonah era el curioso acento de Liverpool que utilizaba cuando no estaba sobre el escenario.

Y es que así es como funciona: en los music halls nada es lo que parece. Eso es algo que se aprende enseguida, o al menos así debería ser.

Ahora me doy cuenta de que no siempre estuve atenta, pero es que estaba ocupada creándome una nueva familia, por así decirlo. Descubrí entonces que la diferencia entre mamá y yo era que a mí se me da muy bien cerrar puertas en mi cabeza y mantenerlas cerradas. Todavía tenía conmigo a Joey y muy pronto llegaron otros... y todos nos mecíamos en el Paraíso a orillas del Támesis.

Debió de ser duro para un muchacho como Joey ejercer de madre, de padre... de todos. Mi guapo y mimado hermano se las daba de gallito del corral, pero en aquella época apenas era poco más que un niño -tenía quince años- y de pronto se encontró a cargo de dos vidas. No es de extrañar que todo saliera tan mal, ni que sea yo, y no él, quien esté sentada aquí ahora.

Pero eso es el final, o al menos el final de una parte de lo ocurrido. Y este es el principio...

Capítulo catorce

Me senté en el columpio con la medalla de san Cristóbal y el anillo de sello de Joey en la mano... Me estremecí cuando volví a pensar en lo que la Señora le habría hecho, en lo que él debía de haber sentido cuando sus hombres le habían abordado con un cuchillo. Aparté las imágenes de mi cabeza, pero rápidamente quedaron reemplazadas por una sensación de impotencia. Creía que había llevado una información valiosa a Lady Ginger, pero no había sido suficiente. Sostuve la cadena delante de mí y bajé la vista hacia el anillo de oro. Lo había añadido a la medalla para tenerlo cerca.

Me pregunté dónde estaría Joey... en algún rincón del Paraíso, o al menos eso me decía la intuición. Aparte del music hall, los intereses de la Señora se extendían por los muelles hasta perderse por las calles del otro lado como los sedosos hilos de una tela de araña. Solo necesitaba mover uno de sus dedos de uñas negras para atrapar a un alma. Joey había caído en sus redes y dependía de mí para que le liberara.

Cerré los ojos e intenté imaginarle, pero en vez de su rostro solo pude ver su recortado trozo de dedo. La Señora se lo había cortado, tal como había anunciado, y yo tenía la culpa. No había cumplido con lo que esperaba de mí.

Pero ¿qué era lo que quería? Ya le había contado lo del cuadro y ella lo había llamado «despojos».

Tráeme más y que sea pronto, de lo contrario tu hermano lo lamentará.

Cuando salí atropelladamente del almacén, el aire gélido me despejó el opio de la cabeza. Sin embargo, nada se aclaró. Mi primer impulso fue arrojar el maldito paquete al río y entré por el Limehouse Pier, pero allí de pie, mirando al agua fangosa mientras hacía girar la caja una y otra vez en las manos, no fui capaz. Terminé por guardármela en el bolsillo y me la llevé a casa de Madre Maxwell. Allí decidí esconderla debajo de un tablón del suelo y esperar hasta que hubiera podido pensar con más claridad.

¿Qué se suponía que debía hacer con el dedo? ¿Enterrarlo, quemarlo o guardarlo? Lo primero me pareció un poco prematuro, pues entendí que el resto del cuerpo de Joey estaba claramente vivo en alguna parte. Lo segundo me pareció una falta de respeto, y lo tercero, simple y llanamente antinatural. Como una de esas reliquias de las que me había hablado Lucca.

Al parecer, en el pueblo de Lucca había una iglesia en la que una vez al año se podía besar el pie momificado de una vieja monja. El resto del tiempo el pie permanecía a buen recaudo bajo el altar en un estuche de oro, con un portaligas de pequeñas flores perladas alrededor del tobillo.

Me llevé el medallón de san Cristóbal de Joey a los labios y lo besé.

–¿Me has oído, Kit? Tenemos que revisar a fondo estas cadenas. –Danny estaba ensartando cuatro ganchos metálicos a otros tantos aros situados en la base de la jaula y ajustando la gran cadena central que me levantaba desde el escenario para pasearme sobre la sala todas las noches. Faltaban diez minutos para que abrieran las puertas del teatro e íbamos retrasados.

Volví a guardarme el medallón y el anillo en el corpiño.

–Oye, no será peligroso, ¿verdad? –Me subí el lado derecho de vestido, donde las cuentas de cristal cosidas a la tela se me clavaban en el sobaco–. Ayer mientras cantaba la canción me pareció que rascaba con algo, aunque supongo que eso es algo previsible, ¿no?

Danny se rascó la barbilla y miró la cadena.

–Creo que hay que engrasarla... eso es todo. Pero es mejor tener cuidado. Ya hemos cambiado dos veces las cuerdas que hacen de guía.

–Lo sé, y si me siento segura es gracias a ti y a lo puntilloso que eres. –Sonreí y añadí–: Todo lo segura que puede sentirse una chica mientras está colgada a treinta metros de altura sin una red que pueda pararle caída.

Danny negó con la cabeza.

–Tienes arrestos, Kitty. No hay muchas chicas, ni tampoco operarios, para qué engañarnos, capaces de hacer lo que haces tú allí arriba. Peggy dice que no puede mirar.

Me gustaba tener cerca a Danny. Como Peggy, también él nos seguía, a mí y a mi jaula, de un teatro al siguiente, y se ocupaba de las reparaciones y de las distintas ubicaciones de cada noche. En cualquier caso, debo decir que yo sospechaba que era a Peggy y no a mí a la que no le quitaba ojo.

–Kitty, ¿puedo hacerte una pregunta?

«Ya estamos», pensé. «Ahora me preguntará también él por Lucca.» Me recliné sobre el columpio, planté los pies sobre la tarima del escenario y le miré de reojo.

–Preguntar es gratis, pero eso no significa que vaya a darte una respuesta, Danny Tewson.

A decir verdad, me sentía un poco incómoda con todas esas especulaciones sobre Lucca y sobre mí. No tendría que haberme quedado a pasar la noche en The Wharf hacía dos días, eso estaba claro, pero lo peor era que desde entonces no había vuelto a verle. Lucca había desaparecido como un zorro herido, y por alguna razón yo me sentía responsable de lo ocurrido.

Danny se agachó y empezó a anudar una cuerda a uno de los ganchos. No levantó la vista al hablar.

–Se dice por ahí que te han obligado a hacer esto, Kitty; que Fitzy te tiene pillada con algo. Peggy dice que.

–¿Qué es lo que dice Peggy? –hablé con un tono más afilado del que me habría gustado emplear. Excepto a Lucca, yo no le había contado a nadie una sola palabra de lo que estaba a ocurriendo.

Danny levantó la mirada. Debió de percibir mi tono de voz y lamentó haber mencionado a su chica.

–Nada. No ha dicho nada. Es solo que cree que te han... que tú... que estás asustada o algo. Y sabemos que no es por la altura ni tampoco por el miedo escénico. Entonces, ¿qué es?

Como yo no respondí, él insistió.

–Y no eres solo tú. Peggy dice que Fitzy está aterrorizado, como si tuviera al mismísimo diablo respirándole en el cuello. Dice que se ha descargado con la señora C. Le ha hecho daño, ¿lo sabías? Se siente mejor si puede desahogarse con alguien. Ayer la pillé con un frasco de pomada Holloway's.

No me pareció probable que Peggy la estuviera usando con la señora Conway.

Danny escupió en la tarima y masculló algo entre dientes.

–Y encima todas esas chicas que no paran de desaparecer. Si pudiera la sacaría de esta vida, pero ¿adónde iríamos? Estamos todos atrapados en el Paraíso como las ratas del taller, ¿verdad? –Me miró directamente, escudriñándome la cara como si intentara leer algo en ella.

Agradecí el repentino chorro de luz que me iluminó de pronto desde las candilejas que bordeaban la parte delantera del escenario semicircular del Comet.

–Cinco minutos. ¡Vamos, vamos! ¿No debería esa jaula estar ya en el aire? Moved el culo, chicos. ¡Vamos, vamos!

El gallardo señor Leonard miró su reloj de oro de bolsillo y me miró en el interior de la jaula con los ojos entrecerrados.

–Hoy hay mucha gente fuera esperando verte, Kitty. Pon un poco más de entusiasmo que anoche, ¿eh? Sé una buena chica.

Me agarré a las cuerdas del columpio y entrelacé mis pies enfundados en sus chinelas a las barras al tiempo que la jaula iniciaba con un movimiento brusco el ascenso desde el escenario y empezaba a balancearse hacia arriba y hacia el centro de la sala. A medida que ascendía más y más, la gran cadena que unía la jaula al techo de yeso del Comet empezó a rechinar y a chirriar, y tuve que apretar los dientes.

«Danny tiene razón», pensé, «hay que engrasar la cadena». De hecho, cuando me paré a pensar en ello, me di cuenta de que Danny tenía razón en muchas cosas. Fitzpatrick estaba asustado, y si un hombre como él estaba preocupado, solo Dios sabía cómo debíamos sentirnos los demás.

Sobre mi cabeza, la cadena rechinaba y chirriaba mientras la jaula alcanzaba su posición. Vibró un poco, pero yo ya estaba acostumbrada. The Comet era más amplio que The Gaudy y que The Carnival, y desde allí tenía una vista excelente. Solté los pies de las barras, me balanceé hacia atrás y me acomodé en el columpio. Desde el escenario, el señor Leonard señaló con una inclinación de cabeza a la puerta de doble hoja situada al fondo y enseguida los espectadores empezaron a entrar en tromba a la sala. Como de costumbre, hubo no poco barullo para acceder a los asientos que estaban justo debajo de mí. Vi que Leonard había incluido más mesas que de costumbre y que las camareras apenas podían moverse entre ellas con sus bandejas. Me acordé entonces de la última vez que había visto a Maggie y me estremecí, aunque allí arriba no hiciera ni pizca de frío.

Y encima todas esas chicas que no paran de desaparecer. Me vinieron a la cabeza las palabras de Danny. ¿Estaría allí esa noche el hombre responsable de todo eso?

Vi que un grupo de caballeros llenaba uno de los palcos laterales. «¿Y estos de dónde habrán salido?», pensé cuando un tomate lanzado desde algún punto situado en el centro de la sala se estampó contra un lustroso cuello de piel. Se oyeron risas y una inmensa oleada de vítores cuando un ricachón asomó la cabeza por la barandilla y recibió otro impacto directo. Vi que estuvo a punto de irritarse, pero en ese momento me vio en la jaula y su expresión se volvió amable y soñadora.

Me acordé entonces de los hombres de la exposición, tan limpios y almidonados por fuera y tan inmundos por dentro. A fin de cuentas, cualquiera capaz de disfrutar de ese cuadro era tan malvado como el hombre que lo había pintado. quienquiera que fuese.

Tenía que encontrar como fuera la respuesta a esa pregunta.

«Un genio desconocido», así era como le había llamado The London Pictorial. Justo entonces, esa frase despertó algo en mi cabeza, pero en ese mismo instante empezó a sonar la música.

«Vamos, Kitty», pensé, apretando las rodillas sobre la barra del columpio, inclinándome hacia atrás y estirando los brazos al tiempo que empezaba a girar y a cantar.

–Esta noche has estado fantástica, pero ahora pareces agotada.

Peggy me estudió atentamente la cara y me ofreció un bote de grasa y un paño.

–Normalmente hago maravillas con una caja de pinturas, pero cuando alguien está cansada como un perro no se puede hacer mucho.

Negué con la cabeza.

–Tengo que quedarme. Fitzy dice que me toca entretener a los admiradores. –No le dije por qué. Tan solo pensarlo me dejó la boca seca.

Peggy hizo una mueca.

–Necesitas descansar, Kitty. Le estaba contando a Danny.

–Sí, eso. ¿qué es lo que has estado contándole a Danny? –la interrumpí bruscamente–. Por lo que sé, habéis estado hablando de mí a menudo a mis espaldas. Yo no comento tus cosas con nadie, así que te agradecería que me devolvieras el favor.

Peggy arrugó sus bonitos labios.

–Yo... estamos preocupados por ti, eso es lo que ocurre. Esto no es normal... que te subas allí arriba todas las noches, ni que tengamos que ir de teatro en teatro todas las semanas. En cuanto a Fitzy... bueno, él...

Guardó silencio y empezó a recoger cosas del suelo.

Me arrepentí de haberme comportado como lo hice.

–Yo... ya me he enterado, Peg. No ha sido la señora Conway, sino tú, ¿verdad? ¿Estás bien?

–Vaya, ya veo que no soy aquí la única que se va de la lengua. –Se desabrochó los botones del cuello alto del vestido y separó la tela–. No le digas nada a Dan. No puedo dejar que vea esto. –La herida que le rodeaba el cuello, y que supuse debía de ser aún más profunda, estaba entreverada de marcas violetas, negras y verdes.

–Parece peor de lo que es –dijo, volviendo a abotonarse.

–¿De verdad?

Peggy suspiró.

–No, de hecho el dolor me está matando, pero si le planto cara, se enfada. Y tampoco es que llegue a... es cuando... –se interrumpió y guardó silencio.

Me acordé del episodio que había ocurrido en mi camerino hacía un par de días y le tomé la mano.

–No sé qué decir.

Se encogió de hombros.

–Bregaré con Fitzy. No me queda otro remedio. ¿Quieres que te quite todo la pringue de la cara o prefieres hacerlo tú?

–No te preocupes. Vete, anda. Por cierto, tu Dan me ha dicho que la semana que viene va a engrasarme la cadena –añadí, arqueando una ceja.

–¿Ah, sí? Tendremos que tener una pequeña charla sobre eso. –Peggy sonrió y me lanzó el paño a la cabeza. En ese mismo instante se abrió la puerta y apareció el señor Leonard.

–Tienes visitas, Kitty. Haz que se sientan como en casa. Fitzpatrick insiste en que debes recibirlos. Te los mandaré en un minuto.

Estudió detenidamente mi vestido con una mirada profesional.

–Deberías retocarte el cuello del vestido. Enseña un poco, mujer. Esa es mi chica. Y tú, Peggy, dale un toque de rouge, ¿no te parece? ¿Y quizá también un poco más de sombra alrededor de los ojos? Y recuerda: siéntate recta, sé amable y sonríe. El negocio es el negocio.

«Pero ni de lejos la clase de negocio que tiene en mente», pensé mientras Peggy revoloteaba a mi alrededor con la caja de pinturas.

–¿Quieres que me quede contigo, Kitty? No me importa. Es la primera vez que recibes, ¿verdad?

Bajé la vista mientras ella me pintaba los ojos y junté las manos con tanta fuerza que los nudillos se me tiñeron de blanco bajo la piel.

Las palabras de Fitzy nadaron en mi cabeza: Eres un anzuelo, Kitty Peck, y es hora de dejar que piquen.

Las puertas se abrieron de par en par.

–El Pardillo de Limehouse en su alcoba. Qué delicia.

James Verdin entró al camerino. Tuvo que agacharse un poco para pasar por la puerta y luego se quitó el sombrero y saludó con una inclinación de cabeza.

–Edward, John, nuestro pájaro está en el nido.

Los dos hombres que le habían acompañado en la galería The Artisans entraron tras él, y de pronto el camerino pareció extraordinariamente caluroso y abarrotado.

Enseguida Edward Chaston se quitó el sombrero.

–Es un placer volver a encontrarla, señorita Peck.

John Woodruff se quedó mirando a Peggy. Parecía un cachorro delante de un hueso especialmente jugoso que no puede alcanzar.

–¡Cuida esos modales, John! –James golpeó a su amigo con el bastón de punta de plata que yo ya había visto en su día. John apartó la mirada de Peggy.

–Disculpe, señorita Peck. Encantado de retomar nuestra relación, como tan bien lo ha expresado ya Edward. Y, si me permite el comentario, la de esta noche ha sido una actuación realmente inspiradora. Felicidades.

–Bravo, sin duda. –James sonrió, mostrando unos dientes blancos y uniformes. Ahora que se había quitado el sombrero, pude por fin ver con claridad sus rasgos duros y angulosos. Parecía una raza superior de lebrel y me miraba fijamente.

–Era tu primera vez, ¿verdad, Woody? Edward y yo ya hemos visto a la señorita Kitty en su jaula al menos en tres ocasiones, ¿no es cierto?

Edward asintió y sonrió. A pesar de la penumbra que reinaba en el camerino, volví a fijarme mientras hablaba en lo azules que tenía los ojos.

–Actúa usted con donaire y elegancia, señorita Peck. James no ha tenido que esforzarse mucho para convencerme de que debía acompañarle...

–Aunque no habíamos estado antes en este lugar. ¿Qué te parece, Eddie? –Vi que cuando interrumpió a su amigo, James recorrió con la mirada el camerino y lo encontró visiblemente deficiente. Me pregunté qué opinaría de los camerinos del resto de las salas. A fin de cuentas, The Comet era la más elegante de las tres.

–Yo digo que la belleza puede encontrarse en los lugares más inesperados. –Edward se volvió a mirar a John Woodruff y dijo–: Y bien, ¿qué te ha parecido, Woody?

John Woodruff se encogió de hombros y se rio. Fue un sonido agudo y débil, más propio de un escolar que de un hombre adulto.

–Bien, como ya he comentado a menudo, nuestro amigo Verdin tiene el don de descubrir para nuestro deleite los lugares y a la gente más extraordinaria. Y esta noche no ha sido una excepción. –Su mirada volvió a clavarse en Peggy, cuyos ojos eran en ese momento del tamaño de un par de platos–. Confío en que nos presentará usted a su preciosa acompañante, señorita Peck.

Sentí que me ardían las mejillas cuando me levanté, encogiendo hacia delante los hombros en un intento por subirme el cuello del vestido y reducir así la cantidad de carne que quedaba al descubierto. De repente, me sentí humillada. Habría preferido estar vestida de muchacho de nuevo.

–Bu... buenas noches, señor Verdin. Caballeros... –tartamudeé antes de continuar–: les presento a mi amiga, la señorita Peggy Worrow... –Peggy y yo habíamos visto a menudo los grupos de admiradores que hacían cola después de la función, pero ninguno de ellos había sido tan distinguido ni tan descarado como ese. El hecho de que todos parecían conocerme no le pasó desapercibido a Peggy, que empezó a poner los ojos en blanco en cuanto John le dio la espalda. No pude culparla, pero no quería tampoco que supiera lo que Lucca y yo habíamos estado urdiendo– ... que ya se iba –proseguí, señalando hacia la puerta con una inclinación de cabeza.

Los labios de Peggy se tensaron ostensiblemente y replicó:

–Aunque si crees que me necesitas estaré encantada de quedarme contigo, Kitty. –Hizo una mueca con la que sugirió que sin duda era así como me sentía.

–No, no será necesario –le dije–. Sé que tu Danny estará esperándote.

–¿Estás segura del todo, Kitty? –Fue una petición, no una pregunta. La pasé por alto.

–¿Se unirá a nosotros el extranjero de peculiar aspecto? –A Edward su propia sugerencia pareció resultarle muy divertida. Me sonrió al tiempo que sus ojos brillaron como si estuviera compartiendo una broma, y luego me guiñó un ojo. Las cejas negras de Peggy se arquearon bruscamente más rápido que un petardo.

Ese fue el final de mi secreto.

–P... la señorita Worrow ya se iba –dije con firmeza, evitando su mirada.

Cuando Peggy abandonó a regañadientes el camerino, John Woodruff le dio una palmada en el trasero.

–¿Danny, se llama? –dijo–. Perro afortunado.

Me alegré de que se marchara. Me resultaría más fácil lidiar con sus preguntas más tarde. Aunque de pronto me sentí como si me hubiera quedado allí desnuda delante de todos ellos. Me subí un poco más los tirantes del vestido. Y aunque normalmente siempre sé qué decir, esa noche me había quedado muda como un abadejo.

–Por favor, tome asiento, señorita Peck. Al parecer, la hemos interrumpido en plena toilette. –James señaló mi silla con el bastón y volví a sentarme–. Le ruego que disculpe esta intrusión, pero después de haberla conocido en la galería en tan fascinantes circunstancias, confieso que yo... es decir, que mis amigos y yo, apenas hemos hablado de otra cosa. –Edward sonrió y ejecutó una leve inclinación de cabeza, y John soltó una especie de bufido al tiempo que James seguía hablando–. Y como Woody no la había visto actuar... en el sentido tradicional de la palabra... hemos decidido organizar una excursión. Y aquí nos tiene. Me congratula decir que esta noche su actuación ha resultado tan electrizante como habíamos llevado a esperar a nuestro amigo. Bravo una vez más.

Empezó a aplaudir con las manos enfundadas en sus guantes blancos y los otros dos le imitaron. No supe si se reía de mí o si era sincero en su admiración. Sentí que me ardían las mejillas bajo el maquillaje.

–Muchas gracias –dije cuando dejaron de aplaudir. Se me ocurrió entonces que tenía que añadir algo, así que proseguí–: Es muy amable de su parte haber venido. Me complace que hayan disfrutado del espectáculo.

John sonrió bajo sus poblados bigotes y se cubrió la boca con la mano, y Edward miró al suelo.

–Dígame, señorita Peck, ¿o quizá puedo llamarla Kitty...? –James hizo ignoró a sus amigos y se sentó en la única silla que, además de la mía, había en el camerino. Dejó el sombrero a su lado en el suelo de madera, se quitó los guantes, se desabrochó el gabán y se apartó la espesa mata de pelo cobrizo que le caía sobre la alta frente. Fue el único que se puso cómodo de ese modo. Los otros dos siguieron con los guantes puestos y con el gabán abrochado como si no vieran el momento de ponerse en movimiento– ...Todos nos hemos estado preguntando por qué fue usted a la galería la semana pasada.

Guardó silencio y me miró, expectante. Yo no estaba segura de la respuesta que debía dar, pero al mirarle a la cara y ver el modo en que sus ojos grises atrapaban la luz, supe que me convenía no equivocarme.

Tragué saliva.

–Yo... es que me interesa mucho el arte. –Me concentré en James. Por el rabillo del ojo vi que Woddy le propinaba a Edward un codazo en las costillas. Edward se miró los zapatos, pero vi que tenía las manos cerradas en un par de puños, como si intentara no echarse a reír.

Estaba furiosa. Se estaban mofando de mí. No sabía decir por qué, pero de pronto el artículo sobre Las muchachas del bermellón de The London Pictorial volvió a aparecer en mi cabeza, y lo hizo palabra por palabra. Eso y no sé qué sobre unos pintores antiguos que Lucca había comentado.

–Miguel Ángel, Rafael y Tiziano... me interesan en particular –dije, rompiendo el hielo–. Cuando leí que el cuadro «recuerda al espectador la Edad de Oro del arte», esto es, el Renacimiento, «por su fuerza y por su vigorosa fisicidad», tuve que verlo. Y mi amigo Lucca, el señor Fratelli, también es pintor, por así decirlo, de ahí que decidiéramos ir juntos a la galería.

–¡Santo cielo! Es usted una mujer extraordinaria. –James Verdin parecía perplejo. Sonreía de oreja a oreja, aunque los otros dos caballeros mantenían sus sonrisas de suficiencia.

Las arrugas que rodeaban los ojos de Edward se pronunciaron cuando habló.

–Al parecer, la señorita Peck es una amante del arte, James. Qué oportuno.

–Edward me halaga. Pero es cierto que pinto. o lo intento. Dígame, Kitty, ¿qué opinión le merece Las muchachas del bermellón?

Me mordí la cara interna del labio. Sabía perfectamente la opinión que me merecía, pero ¿cuál era la respuesta correcta? ¿Qué decía al respecto el artículo de The London Pictorial?

–Me pareció muy ambicioso –dije después de un momento, mirando a uno y a otro para asegurarme de que había dado con la respuesta correcta. James sonrió y Edward asintió. Ya no parecía encontrarme divertida.

–Ambicioso, sí, pero también un acierto, ¿no le parece? –James parecía haberse enardecido de pronto–. Ambicioso sugiere que el pintor ha traspasado los límites de su talento, pero Las muchachas del bermellón es una obra maestra. Es la obra de un genio. ¿Qué dices tú, Edward?

Edward se encogió de hombros.

–No entiendo mucho de arte, James. A fin de cuentas, no soy más que un simple médico. John es tu hombre... él sí sabe apreciar en su justa medida las formas femeninas.

John parecía estar más interesado en la botella de ginebra que estaba encima de la mesa.

–Sírvase un vaso, si le apetece –dije.

Cogió la botella, la olisqueó y se echó a toser.

–Siento declinar su generosa oferta, señorita Peck. De hecho, creo que es hora de irnos. Es tarde, caballeros, y tengo asuntos que atender.

James se rio.

–¿Asuntos, Woody? ¿Estamos hablando de algún tema legal o de algo más... apremiante?

–No puede tratarse sino de lo segundo. Espero que la dama en cuestión compense todos los líos en los que vas a meterte con tu padre. –Edward le dio a John una palmada en el hombro.

–Oh, es un lío, ya lo creo, pero de los buenos. –John se subió el cuello del gabán y fue hacia la puerta–. Y mil veces más educativo que esos tristes y viejos libros de medicina tuyos, Edward.

Parecía haberse olvidado por completo de mi presencia.

–Vamos, James, Eddie. Podemos coger un coche para volver a la ciudad.

–Le ruego que disculpe la impaciencia de nuestro amigo. Me temo que no es un connoisseur. –Edward inclinó la cabeza a un lado y sonrió–. Gracias, señorita Peck, por tan interesante velada. La felicito por sus múltiples talentos. Es usted un ornamento para las artes.

James se levantó y se despidió con una inclinación de cabeza. Luego me tomó la mano y la besó.

–No la cansaremos más, Kitty. Debe de estar exhausta tras sus esfuerzos de esta noche y hemos sido unos desconsiderados. ¿Quizá nos permita volver a visitarla y seguir conversando sobre arte? Sería un gran placer.

Cuando levanté la vista, contuve el aliento durante un instante. De pronto tuve la absoluta certeza de que continuar cualquier cosa con James Verdin sería un enorme placer.

Capítulo quince

Lucca apareció de nuevo al día siguiente mientras yo estaba en el taller del Gaudy buscando a Peggy.

Había pensado que debería tener una pequeña charla con Peggy, porque se me ocurrió de pronto que quizá ella tuviera mucho que decir acerca de mis visitas. Y quería asegurarme de que si tenía mucho que decir, me lo dijera a mí y a nadie más, aparte de Danny. (Probablemente a esas alturas él ya estuviera al corriente.)

En cualquier caso, Peggy no estaba en su habitación, así que fui a buscarla al taller.

Algunos domingos Danny y ella compartían una botella y comían algo a media tarde y se me ocurrió que quizá los encontrara juntos. En los teatros no solíamos llevar un horario regular. De todos modos, y aunque fuera solo con un poco de beicon hervido y un par de rebanadas de pan, nos gustaba mantener la apariencia de que el domingo era un día distinto a los demás.

Pero el taller estaba tranquilo. Tan solo había allí un viejo carpintero trabajando en un fragmento de escenografía pintada como un jardín. La señora Conway estaba empeñada en cantar su canción sobre el Día de San Valentín y las tórtolas eligiendo pareja. Según mi opinión, la pobre mujer salía con ese número con treinta años de retraso, pero era una luchadora de los pies a la cabeza, eso nadie podía negárselo.

Emprendí el camino de regreso por el patio adoquinado cuando oí un silbido: Lucca.

Me volví y le vi entrar en ese momento desde el callejón trasero, el mismo por el que Fitzy me había llevado la vez que había visto a Lady Ginger en su carruaje. Lucca estaba arrebujado en un grueso abrigo. No llovía desde hacía dos días, pero una capa de hielo amarillo cubría el suelo.

Mentiría si dijera que no me alegré de verle. Quería contarle lo de Joey y preguntarle algo más específico. Aun así, también estaba molesta: no me había gustado que desapareciera así, sin decirme nada.

–¿Se puede saber dónde has estado? –Me planté las manos en las caderas y no me anduve por las ramas.

Él señaló al taller con una inclinación de cabeza.

–Aquí no. Dentro.

–El viejo Bertie está allí trabajando.

–Está sordo. No nos oirá. Vamos.

Le seguí por la amplia puerta y la cerré de un portazo a nuestra espalda. Lucca empezó a subir por la escalerilla de madera que llevaba a la planta superior. Bertie nos miró y me guiñó un ojo. Luego dejó escapar una especie de sorbido que supuestamente debía de sonar como un beso, o al menos eso pensé. Hizo una mueca y asintió en dirección a las piernas de Lucca, que justo en ese preciso instante desaparecían sobre nuestras cabezas. Solo le quedaba un diente en la parte frontal de la boca.

«¡Jesús! Otro más que cree que estamos juntos», pensé, presa de una repentina descarga de calor al acordarme de James y de su visita la noche anterior. ¿Cómo sería besarle?

Intenté no pensar en eso mientras me recogía la falda entre las piernas y seguía a Lucca por la escalerilla.

Cuando llegué arriba, no vi adónde había ido. Había viejos decorados, trapos y montones de material pintado por todas partes. También allí apestaba a pintura y a aguarrás, pero no había ni rastro de Lucca. Entonces vi un pequeño resplandor procedente de una trampilla situada al fondo del almacén y me acerqué hasta allí, agachándome casi hasta tocarme con la barbilla las rodillas para poder colarme al otro lado. Jamás había estado allí antes, ni siquiera sabía que existía ese lugar.

–Bienvenida a mi estudio, Fannella.

Lucca había encendido una pequeña linterna e intentaba prender los restos de una vela en un plato que había en el suelo. La llama parpadeó a merced de una corriente de aire antes de extinguirse.

–Es un espacio muy mísero para un pintor, pero es todo lo que tengo.

Las paredes estaban cubiertas de cuadros y dibujos: personas, animales, casas... todo de hermosa ejecución.

–No sabía que tenías todo esto aquí arriba. –Me acerqué a una pared en la que había una hoja de papel clavada a una viga–. ¿Quién es?

El chico del dibujo tenía un espeso cabello rizado y los ojos grandes y oscuros: tristes y hundidos como si hubieran quemado el papel y se hubieran grabado en la madera que había detrás. Habría jurado que bien podían dejar allí una marca si retirabas el papel.

Lucca se volvió a mirar y una sombra pareció nublarle el rostro. Fue el parpadeo de la vela que seguía todavía intentando prender.

–Nadie. Lo he copiado de un libro.

–Es bueno. La verdad es que son todos muy buenos, Lucca. –Me desplacé por la pared y miré un dibujo de un caballo en plena carrera. De cerca no era nada demasiado especial, apenas unas líneas bosquejadas, pero si te alejabas de la pared todo se unía hasta formar una enloquecida maraña de miembros y de crines arremolinándose sobre el papel.

–Caramba... eres un artista de verdad. Aquí estás desperdiciando tu talento.

A decir verdad, todos sabíamos que Lucca era bueno, pero aparte del ocasional boceto de unas manos o de algunas de las chicas y de su trabajo de pintura para las salas, yo nunca había visto su obra, aunque él hablaba de ella a menudo.

Lucca se encogió de hombros.

–Me ha parecido que era hora de enseñártela. Después de haber visto... –Guardó un instante de silencio–. Después de lo de la galería y el cuadro, me ha parecido que debería ser más honesto sobre mí, sobre mi arte. Eso es todo, Fannella. No tengo nada de lo que avergonzarme. –Parecía casi enfadado.

Lucca recorrió con la mirada los cuadros que colgaban de las vigas y que estaban repartidos sobre los tablones del suelo, a su espalda, y, durante apenas un segundo, volvió a parecerme. Es difícil expresarlo con exactitud, pero parecía atormentado. No como si hubiera visto a un fantasma, sino como si un fantasma estuviera mirando a través de sus ojos.

–Aquí podemos hablar. Ven, mira esto.

Negué con la cabeza.

–Antes tengo que contarte algo. Ha cumplido con su palabra. Me refiero a la Señora. Le ha cortado el dedo a Joey y me lo ha dado. Ayer fui a verla para contarle lo del cuadro y lo de las chicas, pero no sirvió de nada.

La piel bronceada del rostro de Lucca palideció hasta teñirse de un amarillo ceniciento.

–Sin duda eso es suficiente. Ahora que le has dado la información, podrá...

–¿Podrá qué? –Imité la voz de la vieja grulla–. Me dijo que le había llevado despojos y que quería más. Y luego me dio esto. –Rebusqué en el interior del corpiño y extraje el medallón de san Cristóbal y el anillo.

–Es de Joey. –Le tendí el anillo y el oro brilló a la luz de la vela. Parpadeé con fuerza–. He tenido que arrancárselo del.

Lucca maldijo entre dientes y luego se acercó y me abrazó. Nos quedamos así durante un instante y vi cómo nuestro aliento se mezclaba en el aire frío del estudio.

–¿Y ahora qué, Fannella?

Bajé la vista hacia el anillo que tenía en la mano.

–Nada. No sé qué hacer. Anoche, después de la función, vinieron a verme unos caballeros al camerino.

Me callé. De pronto no me apetecía contarle que James Verdin había ido a verme.

–¿Y? –Lucca parecía ansioso–. ¿Acaso alguno intentó.?

Negué con la cabeza y no le miré a los ojos cuando seguí hablando.

–Eran solo... admiradores. No sé cómo voy a descubrir nada más así, por mucho que Fitzy y Lady Ginger se empeñen. Ella dijo que estaba dispuesta a concederme más tiempo, pero no la creo. Ya le ha hecho daño a Joey. Lo único que tenemos es el cuadro y ella no quiere saber nada de eso.

–Por eso quería enseñarte esto. –Lucca se arrodilló y dio unas palmadas al libro que estaba en el suelo de madera. Era un ejemplar viejo y la cubierta de piel estaba decorada con elegantes filigranas de oro.

–¿De dónde lo has sacado? –Me senté a su lado, cruzando las piernas debajo de la falda.

No me contestó, así que cogí el libro y lo abrí por la primera página. Había una etiqueta cuadrada pegada al papel: «Propiedad de la biblioteca de la Fundación de los Paisajistas Británicos».

–Entonces, ¿lo has robado? –Lucca ya me había dicho en alguna ocasión que tenía una habilidad para «tomar prestados» libros. La mayoría de los que tenía debajo de la cama eran «prestados». Un tipo como él no podía permitirse la letra impresa.

Intenté sonreír.

–Vaya, qué hermoso detalle para un domingo, ¿no?

Se encogió de hombros.

–Tenía que enseñarte una cosa, Fannella, y de todos modos hace años que nadie lo consulta. ¿Por qué no iba yo a tenerlo? –Pasó un largo dedo moreno por la cubierta e inmediatamente brillaron las doradas filigranas doradas del cuero. Lucca sentía adoración por los libros antiguos y sin duda tenía un don para hacerse con ellos. A veces me preguntaba qué le ocurriría si le pillaban.

–Venga, enséñamelo. –Me froté las manos resecas–. Y después quiero preguntarte algo.

Empezó a pasar las páginas con gran reverencia, como si aquello fuera una condenada Biblia. El libro estaba lleno de imágenes, como yo ya había imaginado, todas protegidas por unas finas láminas de papel que crujían cuando Lucca las alisaba, volviendo a colocarlas en su sitio.

–Aquí está. Mira.

Inclinó el libro y movió el plato con la vela para que pudiera verlo mejor.

–¿Lo ves?

Negué con la cabeza.

–¿Ver qué? Es un campo, ¿no? Y una montaña. y a ese man–churrón de ahí no le iría mal un poco más de ropa.

Lucca suspiró.

–El cielo, Fannella, mira el cielo y el río. Aquí.

Trazó la línea del agua que cruzaba el cuadro. Incluso en la reproducción parecía brillar de un modo especial. Como el brillo del abrigo de un ricachón. Volví a acordarme de James, aunque fue tan solo un momento, pero entonces entendí a qué se refería Lucca.

–¡Es la pintura! ¿El Dorado de Silla que comentaste en The Artisans?

–Dorado de Sicilia –me corrigió, asintiendo–. Ahora lee a partir de aquí. –Señaló las líneas que estaban escritas al pie del cuadro.

Me incliné un poco más sobre el libro. La letra era abigarrada y la página estaba manchada en la parte inferior, lo cual dificultaba ver con claridad las palabras. Seguí las líneas con el dedo... y empecé a leer despacio.

–«La obra maestra de C... Corretti, Pers... Perséfone en los Campos Elíseos, pintada para la Casa de Bagnia de Palermo...», caramba, Lucca, ¿por qué no tienen nombres normales como el resto de nosotros?, «fue destruida en el gran terremoto de 1693. Aclamada por ser el ejemplo más exitoso del uso del Dorado de Sicilia por parte del pintor a escala m... mon... monumental, la pérdida de Perséfone en los Campos Elíseos está considerada una de las mayores tragedias del arte. Ya en 1693 el cuadro fue famoso por ser el último de los cinco grandes encargos del pintor que había sobrevivido. Cuando Corretti murió, en 1534, el secreto del Dorado de Sicilia ex... expiró con él. A pesar de que muchos han intentando recrear este extraordinario y, según algunos, "mágico" pigmento, todos han fracasado en el intento. La única certeza que perdura es que el proceso estaba p... plagado de peligros y que incluía sus... sustancias de la más tóxica naturaleza. El propio Corretti tenía tan solo veinticuatro años cuando murió. Br... Branc... Brancazzo, un pintor coetáneo del artista, escribió que su cuerpo había envejecido prematuramente. Este fac... facsímil se creó a partir de dibujos contemporáneos de la obra original de Corretti que están ahora a buen recaudo en la colección de los condes de Bagnia.»

Dejé de leer y miré a Lucca.

–Entonces el Dorado de Sicilia es veneno. ¿Eso es lo que significa «tóxico»?

Asintió.

–Prácticamente todas las pinturas son veneno. Les da profundidad, a veces el color y a menudo ayuda a que se mantengan en el lienzo.

–¿Como el arsénico?

Lucca volvió a asentir.

–Pero el Dorado de Sicilia era distinto. Cuando fui aprendiz en Nápoles era... leggendario...... una ¿leyenda? Dicen que Corretti había descubierto el modo de crear la pintura más perfecta y hermosa. Sus obras eran admiradas y temidas porque parecían tener vida propia... soprannaturale. Pero también eran temidas porque la pintura era en sí misma letal. Se cuentan viejas historias que hablan de que sus obras traen mala suerte... la gente creía que eran fuente de infortunio. Por eso las destruyeron todas. Esta. –señaló la imagen del libro– fue la última, pero entonces el gran terremoto...

–También la destruyó... ¿y por eso lo único que ahora nos queda es esta copia y la historia sobre la pintura?

Lucca asintió.

–Y cuando él murió, nadie consiguió descubrir cómo hacerlo. –Cerró el libro–. Hasta ahora. He vuelto a ver Las muchachas del bermellón.

Sentí como si alguien me hubiera agarrado por el espinazo y me lo hubiera retorcido. Me estremecí al pensar en el cuadro.

–No entiendo cómo has podido volver allí. Esa cosa es maligna.

–No ha sido fácil, Fannella, pero tenía que volver a verlo para estar seguro.

–¿Seguro de que aparecían todas? Creía que estaba condenadamente claro. No, lo que a mí me parece es que estabas interesado en esa vieja pintura amarilla. –Estaba furiosa con él.

–Exacto. Tenía que volver a verla para asegurarme y ahora lo estoy. El pintor está usando el Dorado de Sicilia. Ha descubierto el modo de volver a prepararlo. trescientos años después de que se perdiera el secreto. No es solo un gran pintor. –Abrí la boca para soltarle alguna de las mías, pero él levantó la mano–. Aunque, como tú bien dices, Las muchachas del bermellón es un cuadro maligno, es obra de un maestro. El pintor es un alquimista, además de un genio.

–¿Un qué?

–Alchimista, en inglés decís «alquimista», como un mago, ?

–No, no lo veo. Pero te diré una cosa: si es un mago, domina condenadamente bien el número de la desaparición. Tengo que descubrir quién es, Lucca.

Froté el pulgar contra un clavo viejo que asomaba entre los tablones del suelo.

–Las chicas del cuadro, ¿crees que siguen vivas?

No dijo nada, así que supe cuál era su respuesta.

Apreté la yema del pulgar con fuerza contra el clavo hasta que dolió.

–Esto ya no tiene solo que ver con Joey. No dejo de soñar con Alice, con su pequeña trenza colgándole sobre el hombro y ese collar al cuello. En Maggie Halpern... si también la tiene a ella, qué...

–¿Qué será lo siguiente? –Lucca guardó un instante de silencio–. Temía decirte esto, pero se habla de una nueva obra. El pintor está trabajando en otra obra. Uno de los encargados me ha dicho que la galería The Artisans ha adquirido los derechos en exclusiva para mostrar su próximo cuadro.

–¿Y qué más te ha dicho? ¿Sabía algo sobre él? ¿Quién es? ¿De dónde? Tiene que haber algo.

Lucca negó con la cabeza.

–He intentado enterarme de lo que he podido, pero no hay más que decir. El autor ha exigido absoluta discreción. El encargado me ha dicho que unos operarios llevaron Las muchachas del bermellón a la galería y lo colgaron en mitad de la noche. No permitieron que nadie de la galería estuviera presente. Lo único seguro es que nadie sabe nada de él.

Sentí una descarga de excitación.

–Bien, creo que ahí te equivocas. Esa es la otra cosa de la que quiero hablarte. ¿Te acuerdas del artículo del periódico que me mostraste? ¿Ese que decía todas esas chorradas sobre el «genio desconocido»? –Lucca asintió–. El artículo iba más allá, ¿no? La primera línea decía: «Este periódico exige conocer la identidad del maestro cuya mano ha dado vida de un modo tan perfecto, tan... pulcro y lastimoso a Las muchachas del bermellón en la galería The Artisans de Mayfair».

–Sí, eso es exactamente lo que dice. Tienes una extraordinaria memoria, Fannella, pero no veo qué...

–No, escucha otra vez: «Este periódico exige conocer». Si hay alguien que está en situación de saber algo, es la gente del periódico. Imagino que deben de estar en ello. Incluso aunque no tengan un nombre, me apuesto contigo una botella de la mejor cerveza negra de Fitzy a que alguna información sobre él sí tienen.

Lucca se arrancó un poco de pintura de debajo de la uña del pulgar. Un instante después se volvió a mirarme, muy atento.

–Eres mucho más inteligente que tu hermano, Kitty, lo sabes, ¿verdad?

El comentario me exasperó.

–No seas ridículo. Todo el mundo sabe que Joey tenía, no. tiene un cerebro como el de un relojero. Pero ¿qué me dices? ¿Me acompañarás a la redacción de The London Pictorial News, por favor?

–¿Cuándo?

–Mañana por la mañana a primera hora. Y no pienso ir vestida de hombre otra vez, si es eso lo que estás pensando. No, esta vez será una visita de la señorita Kitty Peck, el Pardillo de Limehouse.

Lucca sonrió.

–Por supuesto que iré contigo. No me perdería ese número por nada del mundo. Pero no tendrás que comprarme la cerveza negra. prefiero el champán –añadió, arqueando la ceja.

Solté un bufido.

–Ni que lo hubieras probado alguna vez, Lucca Fratelli.

Me alisé la falda y me levanté.

–Debo irme. Esta noche tengo que estar en The Comet a las seis. Danny está preocupado por las cadenas y quiere ajustar el equilibrio de la jaula conmigo dentro.

Fui hacia la escalerilla y, cuando a punto estaba de empezar a bajar por ella, se me ocurrió una cosa.

–Lucca, ¿qué significa exactamente «pulcro»? ¿Es algo sucio?

Lucca tosió, aunque creo que en realidad se rio.

–Significa «hermoso». Como tú, Fannella.

Notas

1 Personaje de la mitología irlandesa que logró derrotar, en una reyerta entre gigantes, a Benandonner, el gran gigante escocés. (N. de la T.)

Capítulo uno

Lady Ginger tenía los dedos negros. Desde las descascarilladas puntas de las largas y curvadas uñas hasta la piel arrugada, apenas visible, bajo el tintineante batiburrillo de anillos, tenía las manos manchadas como las de un carbonero.

Y no es que se ensuciara los dedos con algo tan doméstico como un cubo de carbón, que quede claro. Oh, no: Lady Ginger era demasiado regia para eso.

Volvió a llevarse la pipa a los labios y la chupó ruidosamente mientras me observaba con los ojos entreabiertos.

La habitación era oscura y el olor a la caja de maquillajes especiales que la señora Conway utilizaba en The Gaudy impregnaba el aire.

A decir verdad, siempre que limpio el tocador de la señora Conway después de una función siento un poco de náuseas. Esa colonia «de la suerte» que se pone apesta como una zorra en un confesionario. Es lo que dice Lucca, y él es de Italia, que es de donde vienen los romanos, así que seguro que no se equivoca.

En fin, que me quedé allí, manoseando los puños deshilachados de mi mejor vestido mientras esperaba a que Lady Ginger dijera algo.

Un instante después, inspiró hondo, se quitó la pipa de la boca, cerró los ojos y se reclinó sobre el montón de cojines bordados que hacían las veces de mobiliario. Las pulseras de sus delgados brazos amarillos tintinearon cuando se arrellanó en el nido de seda.

No supe qué hacer. Miré al hombre que hacía guardia delante de la puerta, pero él no se movió. Se limitó simplemente a seguir mirando fijamente la jaula de pájaros que colgaba junto a la ventana de postigos cerrados.

Di un par de pasos adelante y me aclaré la garganta. Si la anciana se había quedado dormida, quizá podría despertarla.

Nada.

Ahora que estaba un poco más cerca pude ver con claridad sus labios negruzcos: las finas arrugas que rodeaban la diminuta boca también eran negras. Parecía que se hubiera tragado una araña y que estuviera intentando vomitarla.

El opio es terrible. Mamá siempre decía que era el humo que salía de las fosas nasales del demonio y que podía estrangularte con más facilidad que la horca. Aunque Joe nunca le hizo caso.

Tosí sonoramente, y ni aun así la anciana señora se movió. Empezaba a pensar que quizá estaba muerta cuando de pronto habló la cotorra:

–Hermosa muchacha, hermosa muchacha...

Los ojos de Lady Ginger se abrieron de repente y me sonrió de oreja a oreja con esa boca húmeda y oscura. Por lo que pude ver, no tenía un solo diente.

–Pocas veces te equivocas, Jacobin. Cierto, es una preciosidad.

Me quedé perpleja.

––