cover
portadilla

Índice

Cubierta

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Referencias y agradecimientos

Notas

Créditos

Un peso en el mundo

A Natalia Rodríguez Salmones y en memoria

de Cristina Rodríguez Salmones por tantos

años de cariño y amistad.

El alma da una orden al cuerpo y es inmediatamente

obedecida. Pero cuando el alma

da una orden a sí misma, se resiste.

San Agustín

Uno

Yo tendría que haber muerto hace ya unos años. No ha sido así y vivo con pesar. Además, las cosas no me importan.

No irás a decirme que te has recluido aquí por eso.

¿Recluirme? Sí y no. El mundo me ha echado.

Triste mundo. ¿Qué culpa tiene el mundo de que te hayas venido a vivir a este lugar?

¿De dónde vienes? ¿No miras a tu alrededor? ¿No lo has visto? Es sencillamente inaguantable. No respira, no piensa, no es más que un runrún de gente horrible, masas que se desplazan, lo pisotean, un auténtico barrizal; es tan desagradable transitar por él... Al menos aquí no tengo que soportarlo. Por supuesto que el mundo no tiene culpa, ¿qué culpa va a tener? Es, sencillamente, inaguantable. A mí me basta con eso. Además, las cosas no me importan, es la verdad. La vida se ha convertido en esperar.

No te lamentes. ¿Esperar? ¿Qué esperas tú?

La muerte, la certeza.

Oh, Dios mío.

Hablo en serio. No tengo ningún miedo. No importa nada.

No lo esperaba, venir aquí y encontrarte en esta situación. No tenías este aire cuando te llamé, estabas muy atractivo, muy estrella, el hombre que al fin dirige en paz su mirada al mundo, todo eso, ¿no? ¿Qué pasa ahora? ¿Te estás haciendo el interesante? Bueno, el viejo maestro de seducción sigue haciendo su labor de zapa, te conozco, te recuerdo bien. Dime, ¿te escondes también de las mujeres, además de las masas?

La mujer es el misterio, la masa es la bestia.

Ya veo. Bueno, confío en que podamos hablar a pesar de todo, no ahora, claro, hasta que no bajes a tierra. Mis cosas, por ejemplo, supongo que estarán entre las que no te interesan, pero a mí sí. No es nada misterioso, ya lo siento por ti, sólo confusión, como te dije. Te enteraste, ¿no?, te enteraste cuando hablamos.

Me interesas, me interesas, como siempre. Te equivocas si piensas otra cosa. En realidad estoy contento de que hayas venido, me satisface.

Que tipo tan egoísta.

Sí, eso me halaga, no te lo niego. Esa imagen del hombre sabio y viejo que lanza su mirada sobre el mundo es cómica comparada con la realidad de este lugar. Aquí sólo puedes poner la mirada en la rutina, en la repetición. Todo el mundo hace lo mismo todos los días. No se descansa, no es un retiro, sino que has de estar luchando para no convertirte definitivamente en un idiota. Y cuando al cabo de un tiempo interminable llega el verano y viene gente nueva que lo llena todo, sólo vienen a contemplarse veraneando como animales que deambulan de un lado a otro buscando comida y repitiendo lo mismo día a día, mismos gestos, mismas conversaciones, mismo comportamiento salpicado de pequeñeces que hay que convertir en asuntos de importancia para no desfallecer de aburrimiento... Nativos y turistas son la cara y cruz de la misma moneda. Esto es el mismo mundo, no hay quien lo evite, pero sin tanto ruido y sin tanto barro. Ay, no me quedan más que los libros para poder conversar. Estoy de prestado, debería estar muerto.

¿He venido a hablar de ti o de mí?

De ti, por supuesto, soy un egoísta, no hago más que lamentarme, lo que quieras, pero deja que te hable, ten piedad; ¿sabes que a veces me he sorprendido hablando con los árboles? ¿O qué crees tú que son la soledad y la caducidad unidas? Sí, sí, la caducidad, no hagas muecas.

Sin embargo, sigues reflexionando. Me recuerdas al Don Juan:

In youth I thought because my mind was full

And now because I feel it growing dull.*

¿Eso decía?

Sí, con un cambio de verbo, eso decía.

¿Don Juan Tenorio?

Don Juan de Byron.

No lo he leído. En fin, si uno se pone a hablar con los árboles es que, en cierto modo, se le está secando el pensamiento, por eso imploro piedad. Byron ¿no era un romántico fantasioso? Pero, mira, ni siquiera has deshecho la maleta y aún tenemos que cenar. Déjame protestar. ¿Es que no vas tener compasión de un pobre solitario? Hablaremos de ti, hablaremos todo lo que quieras, un día, dos días, tres... Por cierto, ¿cuánto tiempo vas a quedarte?

No lo sé... No mucho... No puedo... Tampoco tengo tanto que contar. Sólo he venido a buscar... lo que te dije, un poco de orden. No es cuestión de tiempo, no sé lo que es. Eso: hablar, ver qué pasa, a lo mejor cambia algo o se ven las cosas de otra manera, ¿no? Como el escritor cuando escribe ¿no?, que se coloca ante sí, en el papel, las cosas que lo atormentan.

Eso yo no lo sé, tú lo sabrás mejor. ¿Así que voy a hacer de papel?

Anda, no seas rancio. ¡Hacer de papel! Además, tú nunca has escrito ni yo tampoco, literatura, quiero decir, no sabemos lo que es eso; sólo hemos llegado a ser lectores.

Sí, sin duda, lectores que sacan un gran partido a sus lecturas, por cierto. Yo te di clases a ti, tú se las das a tus alumnos, alguno de ellos se las dará a tus hijos... Ah, pero la literatura es más agradecida que la filosofía y yo te perdí muy pronto...

Qué horror, qué horror, cállate; te estás poniendo cursi, y pesado, y puede que acabes de patético, que sería lo peor. O a lo mejor es que siempre has sido así y ahora, con la distancia, se te nota todo, yo te lo noto.

Me tenías en un pedestal...

Mira, no, cambiemos de asunto, no me divierten tus gracias en este momento, lo siento, no me apetece.

Mis excusas. Sólo trataba de evitar que nos pusiéramos serios; porque es tarde, en primer lugar, o, dicho de otro modo, es una hora tardía para ponerse a hacer nada. Pronto será hora de cenar y yo soy un hombre solitario y caduco, pero no pobre, así que te invitaré a que salgamos a tomar algo enseguida, porque aquí no hay vida nocturna y, a la hora en que en Madrid empezáis a cenar, sólo encontraremos calles desiertas y locales cerrados. Y, por último, las conversaciones fuertes, en contra de lo que la gente cree, son propias de la primera hora de la mañana, que es exactamente cuando aceptaré que me hables de ti, quizás a lo largo de un hermoso paseo sobre lechos de hojas secas, después de desayunar. Mañana veremos.

Eso me parece un plan estupendo.

¿Tu marido, bien? ¿Tus hijos, bien?

Muy bien. Bueno, ya sabes que nunca está todo bien, pero muy bien, sí. Todos estamos bien. Aunque te parezca increíble, de eso también tengo que hablarte. Que todos los problemas fueran ésos, ¿no?, ir bien. A lo mejor, si no fuera todo bien, no tendría el problema que tengo, qué historia. Pero bueno, en lo que tiene que ir bien una casa, una familia, todo va bien, sí. Y no son hijos, son hijas.

¿Siguen siendo dos?

Dos.

Dos hijas, ¿eh? Bendito padre, qué vida regalada le espera; dos mujeres que lo atenderán toda la vida. Las hijas nunca abandonan al padre.

No digas tonterías. Las hijas abandonan al padre cuando el padre es un pelmazo. A ti te habrían abandonado, sin la menor duda, y estarían tan contentas junto a su madre, que también te habría abandonado, pensando de la que se han librado y... Oh, Dios mío, perdona; creo que he metido la pata hasta adentro.

No. Ninguna pata. Temo que me estaba haciendo otra vez el interesante, como tú dices. Olvídalo. Sara está muerta y no tuvimos hijos, así que no hay daño.

Ya, pero recordarte a Sara así... Lo siento, lo siento de veras.

No lo sientas. Si lo sientes, atraerás la tristeza. Tu venida es una alegría para mí, me reconforta, me excita, incluso. Eso es lo que está bien. Además, como sabes, el tiempo se ocupa de barrer todos los rincones. Ahora sólo pienso en mí mismo; no te diré que me entusiasme el resultado, pero pienso en mí, es decir, en lo que está, no en lo que no está. Esto he hecho, esto he dejado de hacer, esto pude... La crisis de contingencia revisited. Te diré que es otra forma de recordar, no es aún la de la ancianidad, pero sí que es la última ocasión antes de entrar en la ancianidad. El anciano recuerda de otro modo: no se cuestiona, sino que sólo trata de aferrarse a la mayor cantidad de cosas que su memoria pueda retener. Debe de ser espantoso, ¿no te parece?

No. No me lo parece. Es lo que quieren tener, ¿no? Entonces, creo que está bien.

Temo que no me haya explicado. Quiero decir que es espantoso para mí, que no me apetece nada verme en ésas, ¿comprendes?

Sí, pero ¿qué puedes hacer? Cuando te veas en ello te parecerá bien.

¡Pues eso es exactamente lo que odio! ¡Que ya no seré el que te está hablando, sino otra cosa! ¡Un viejo, un viejo decrépito! En fin, lo que detesto de este asunto es, justamente, saberlo, anticiparlo, eso es lo que me deprime.

Espera a que te suceda y ya hablaremos de ello.

¿Hablar? Pero si no podré; habré perdido lo que soy ahora, seré solamente un viejo que cree que recordar es el único modo de retener la vida que se le escurre entre los dedos...

Lo de la arena y todo eso, ¿no?

La arena, el polvo, ¿cómo era aquello del puñado de polvo...

I will show you fear in a handful of dust.*

... que se escurre entre los dedos? No, ése es uno de tus ingleses...

Eliot.

Exacto. Eliot. Pues bien, yo no hablo de miedo, hablo de una patética forma de perder nada, porque los recuerdos ya no son nada ni sirven para nada, que se convierte en la única manera de seguir vivo. Ahí está el horror.

Yo pienso, sinceramente, que eso es miedo y que la imagen de Eliot es maravillosamente útil en este caso.

Creo recordar que no hablaba de lo mismo.

No exactamente, pero tampoco tú eres el Rey Pescador.

Por favor, olvidemos los juegos de ingenio universitario. Yo ya no tengo nada que ver con ellos, los detesto y, además, me parecen una excrecencia oxoniense. ¡Fuera con ellos! Yo estaba hablando de otra cosa. Maldita anglicista.

Me encanta que digas eso: ¡maldita anglicista! Eso es muy tuyo. Ya me siento mejor.

¿Verdad que sí? Yo también me siento mejor; no hay nada como recuperar sensaciones. Pero es lo que te digo: en soledad la recuperación tiene algo de enciclopedia horrible; en cambio, en compañía, se comparte. ¡Qué diferencia! Las palabras, las sensaciones, las emociones, los argumentos... renacen, se enredan, se alimentan entre sí, bien lejos de la dramática vaciedad del eco. Creo que tu venida es magnífica, magnífica.

Qué bien, qué bien, me encanta. Pero no olvides que he venido a contarte algo.

Sí, lo sé, a buscar un orden. Tu juventud te lo permite. ¿Cómo no iba a aceptarlo?

Ay, Dios mío, no sé si estás para escucharme.

Claro que no, acabas de llegar, esto no es un confesionario, donde uno va al grano nada más arrodillarse. «Ave María purísima», dices tú; «Sin pecado concebida», contesto yo; «Padre, me acuso de ser desordenada y no comprenderme». No te rías, ¿sería ésta una forma de empezar a hablar después de tanto tiempo?

Ha pasado mucho tiempo, es verdad, desde la última vez que nos vimos en Madrid. ¿Cuántos años? Buf, no lo recuerdo. Pero no lo parece, estoy hablando como si fuera lo normal, como si hubiera sido hace meses. No es lo mismo hablar que escribir cartas y, sin embargo, ahora que estoy aquí pienso que el lenguaje de las cartas era mucho más tieso, ¿no?, que hablar contigo ahora. Pero también le debo a nuestra correspondencia el hecho de estar hoy aquí, de hablar contigo.

Tus cartas han sido un hermoso hilo de vida durante todos estos años.

Para mí han sido un hilo de sabiduría y serenidad, mi querido maestro.

Es muy grato oír eso.

Me alegro. No me resignaba a perder lo que había de bueno entre nosotros.

Sí, eso era lo que más me asustaba. No sé si te das cuenta, pero la Facultad me daba miedo. Bueno, no era exactamente la Facultad, sino el aula. La Facultad impresionaba, es verdad, sin embargo, el aula era mi sitio dentro de la Facultad y se convertía en algo muy personal, ¿no? Me asustaba y me excitaba a la vez. En el edificio una podía perderse o escaparse, pero en el aula tenías que estar tú, tú misma, se acabó, ahí es donde empezaba el curso y yo tenía miedo, había muchas cosas detrás de ese momento y, claro, estaban por delante cinco años de tu vida, era de susto. A mí, por primera vez, me parecía la hora de la verdad, nunca me había enfrentado a una cosa así porque el colegio era otra cosa, estabas como encarrilada, ¿no? Eso era lo que sentí también entonces, que podía ir a mi aire, sin nadie encima, era la libertad, lo que también me asustaba, porque yo me daba cuenta de que en ese edificio ajeno, pero abierto, yo sólo dependía de mí y no conocía a nadie. Y entonces pensé en mis padres, fíjate. Me acordé de la vida pequeña de casa, que era entrañable a pesar de todo lo que una chica a esa edad piensa de su casa. Todo lo grande que era lo que se me abría por delante, al fin, venía de lo pequeño de casa. Porque mi padre se instaló en Oviedo como empleado cualificado de Renfe, pero mi abuelo era analfabeto. Y todavía en casa no había más que lo justo para comer y vestirse, pero a mi padre se le puso en la cabeza que a mí me tocaba llegar lejos. No es que fuera feminista, es que yo era la única hija y no había otra opción: eso es lo que me llevó a la Universidad. En este país ha habido mucha gente así, empleadillos o gente de oficios diversos que han conseguido que sus hijos obtuvieran título universitario a costa de privaciones de todo tipo y sin esperar otra cosa que el triunfo del hijo; como una redención interpuesta, digamos. Luego, sucedía a menudo que el hijo se desclasaba y se avergonzaba de los padres, pero eso es la vida implacable. En fin, el arco que va de un abuelo analfabeto a una nieta que buscaba licenciarse en Filosofía es como la historia del siglo en este país. Ahora mis hijas pertenecen a una burguesía culta, harán sus estudios universitarios sin mayor problema y no sé si pasarán a engrosar las listas del paro o conseguirán un trabajo enseguida, pero si sucede lo primero, es probable que, mientras llega lo segundo, puedan dedicarse a viajar por el mundo y a conocer la vida. Qué abismos, ¿no? Mi madre, en cambio, me apoyaba por convicción; no necesitaba saber si lograría licenciarme; lo deseaba con todo su corazón, simplemente por mí y por nada más. Es lo que sucede con las almas sencillas: sólo quieren que te vaya bien y les da igual cómo, así que te apoyarán tanto si quieres ser conductora de taxi como cosmonauta, esposa y madre o agente de cambio y bolsa. Mi padre no, mi padre tenía ambiciones, no le bastaba cualquier cosa. De haber sido hombre, no me hubiera librado de hacer una carrera técnica, quiero decir: Ingeniería Industrial, Caminos... Ya sabes, tener un hijo ingeniero. Para una mujer, en cambio, una licenciatura en Filosofía era un buen expediente; yo creo que le parecía más apropiado que una licenciatura en Derecho. Podía ser profesora, y ¡catedrática! Ahí estaban la posición social y nada de la lucha competitiva del día a día en la empresa privada, o en un despacho de abogados, que para una mujer le parecería demasiado violento. Supongo que a la vista de cómo ha evolucionado la sociedad, quiero decir, aquí y también en todo el mundo, convertir a su hija en ingeniera de caminos o abogada combativa le habría parecido más tentador hoy por hoy. Pero si te fijas de dónde viene mi padre, para él el peso de la púrpura profesoral se asentaba en el poder, el respeto y la estabilidad, así que, de hecho, colmé todas sus aspiraciones. Si llega a saber lo que es la lucha sorda y sucia por un hueco en la Universidad, se muere del susto. Estas ideas de los padres, siempre queriendo guiar al destino con sus manos pequeñas, con sus esfuerzos íntimos, con su amorosa impericia... no me consuelan, pero me producen ternura, sí, ya ves, al cabo del tiempo y convertida en madre. Pero es al cabo del tiempo cuando te percatas de esa ternura, no tiene mucho que ver con el hecho de ser madre, ahora que lo pienso: el tiempo te devuelve una comprensión que no esperabas, mientras que la maternidad tiende a recluirte en un recinto acotado por el amor exclusivo, eso es lo que pienso ahora. No he defraudado a mi padre ni a mi madre, cada uno se felicita por mi estado y ahí descansa toda su vida. La mía, en cambio, como me pertenece con todas sus consecuencias, es un modelo de inestabilidad. ¿Se lo podría contar a ellos? Imagino su incomprensión y también eso me resulta tierno, por eso cuando voy a verlos les cuento lo estupenda que es mi vida, por lo mismo que cerraré sus ojos cuando hayan muerto. ¿Qué tal? No me mires así, te estoy hablando en serio. No es nada sencillo explicar que todo va mal cuando todo va bien. Porque va bien, todo va bien, mi padre tenía razón y, en el fondo, ha sucedido lo que tenía que suceder, sus previsiones eran ciertas, su orgullo era legítimo. ¿Qué importa cómo he llegado hasta aquí, qué importan las vueltas absurdas que he dado para llegar al sitio donde, en su ingenuidad, mi padre me reservaba plaza con una fe que para sí la quisiera el cura de su pueblo? ¿Cómo le explicas que un día puede suceder algo tan importante como para abrirte el suelo bajo los pies y tragarse esa vida tan bien resuelta? Dios mío, la vida es muy complicada. Yo tendía a pensar que éramos nosotros, pero es la vida, o el destino, o el azar, no sé bien cómo llamarlo. De repente, una sacudida sísmica se lleva por delante tu casa, tu sitio. ¿Qué se hace entonces? ¿Qué culpa tiene nadie? Es la vida. Creíamos que era segura, mi padre creía que era segura, que era una cuestión de sumandos que da un resultado, un poco con la ayuda de Dios, como decía mi madre, qué graciosa, un poco, pobrecita. Pues no; y me río de tu odiado mundo y de tus masas y del barrizal, mira por dónde. Puede que a ti ya no te afecte nada, pero a mí, sí. Y dudo que a ti no te afecte nada. El demonio del mundo moderno es la inseguridad ¿no? El demonio. Me admira su astucia, qué tipo tan listo. Ya que no puede tentarnos al estilo clásico, nos siega la hierba bajo los pies. ¿Quién es capaz de fundar nada en esas condiciones, ni una familia, ni una tranquilidad? A mi padre ya no le afecta nada, porque la inseguridad lo más que puede hacer con él es matarlo. Él tiene un antídoto: morirse. Pero ¿y yo? ¿Qué hacemos nosotros cuando empieza el movimiento sísmico? Echar a correr, con la cabeza en su sitio o perdiendo la cabeza, pero echar a correr. Y tú harías lo mismo, no te engañes, no estás tan muerto como pretendes; estás tan poco muerto que todo lo de hacerte el noble viejo debe ser un exorcismo para esconder lo mismo que quiero esconder yo: el miedo. Eso es lo que ocurre cuando echas a correr despavorida por el terremoto: que te empuja el miedo y correr se convierte en un esfuerzo sobrehumano. ¡Pues yo no quiero! No quiero echar a correr como una loca, sino buscar dónde poner los pies, aunque no sea más que para dar otro salto a otro punto de apoyo. Lo malo es que no sé dónde estoy y a la vez vivo en una situación en la que todo va bien, ciertamente bien, todo es como se pretendía que fuera y la familia es tan ideal como un álbum de fotos en colores.

¿Y cuál fue el trabajo que presentaste?

¿El qué? Ah, una traducción comentada de las Odas de Keats.

Vaya. El Romanticismo... Te diré que este invierno es más bien tempranero, como lo ha sido el otoño, porque aquí las hojas de los castaños de Indias comienzan a caer ya a finales de septiembre; este año se ha echado encima tan pronto que, a estas alturas, el frío no ha dejado ni rastro del romanticismo otoñal, pero el día no va del todo mal con Keats, ¿no te parece?

Si es como hoy, me gusta, me tranquiliza. Es más, creo que voy a tomar otra tostada.

Anoche estabas tan cansada que nunca imaginé que fueras a madrugar tanto. Te aseguro que me quedé boquiabierto al verte aparecer esta mañana por la cocina vestida de paseo. Yo esperaba sorprenderte con uno de esos míticos desayunos campestres que tanto os emocionan a los urbanitas. ¿Mermelada de moras? Es deliciosa.

Gracias. Esta mañana salí a dar una vuelta. No me preguntes. Últimamente me basta con dormir cinco o seis horas.

Pues ten cuidado porque es muy fácil desaparecer en la niebla, sobre todo si tarda en levantar. No es el caso hoy, pero puede serlo mañana.

Sólo he dado vueltas alrededor de la casa. Te aseguro que vi la niebla cuando salí.

Excelente.

¿Sabes?: me he quedado prendada de las telarañas. No estaban a la vista y, de pronto, no sé cómo, quizá la niebla retrocedió dos pasos, el caso es que aparecieron en la cerca, entre los alambres, cuajadas de gotitas de agua diminutas, qué aparición tan maravillosa. Entonces es cuando me he dado cuenta de que estaba en el campo, que me había ido de Madrid y que estaba aquí. Ha sido un golpe de sentimiento.

Bien. Por este camino podríamos seguir hasta perdernos, pero no es conveniente. Te propongo regresar a casa y, si te apetece, seguir hasta la Villa.

O sea, doscientos metros más allá. Anda que no eres pomposo.

Hablo con propiedad y me precio de haberlo enseñado a mis alumnos. ¿No has observado que tú misma hablas bastante bien?

Te recuerdo que he hecho una licenciatura en Filología.

Bah, Filología Inglesa. Yo no me refiero a tu inglés, sino a tu español. Mis clases de Filosofía las impartí en el mismo español con que te hablo ahora; y a ti, como a los demás, siempre que estuvieran mínimamente atentos, les enseñé, entre otras cosas, a hablar mejor. Pero ¿recuerdas por qué razón, sobre todas, mis mejores alumnos acabaron hablando bien?

Nos obligabas a exponer oralmente. Lo recuerdo perfectamente y con terror.

¡Terror! Nunca me han interesado los blandos. De hecho, sólo obligué a exponer a los que consideraba los mejores... En fin, hasta que me harté, pero eso es otra cosa y, además, sucedió bastante después de que tú pasaras. Pero a lo que íbamos: yo buscaba ese terror, como tú lo llamas, buscaba gente capaz de afrontar, viniendo como palomos del colegio, ñe, ñe, ñe, de curas y monjas, la exposición de un tema, así, a pelo y de cara al resto del aula. Yo buscaba espíritus fuertes. Y encontré espíritus fuertes.

Y casi los matas. Yo estuve a punto de volverme tartaja.

Ah, ¿sí?, ¿y qué pasó?, ¿te volviste tartamuda?, ¿eh?

No, pero...

¡No hay peros! En este mundo se puede ser bueno, muy bueno o el mejor. Decidamos.

Eso me hace pensar en una historia... Lo digo por lo de bueno, pero me lo recuerda en otro sentido: en su sentido de bondad como virtud, no de competición. Es curioso; ahora que lo pienso, debe ser el primer problema serio de mi vida; por lo menos, que yo recuerde. Me da risa contarlo, pero es verdad, fue un problema. Era en verano, en el pueblo, en el pueblo de mis padres, que es adonde íbamos. Yo creo que a mis padres los debía considerar un poco raros el resto de la familia, porque sólo tuvieron una hija. En cambio los tíos, cómo decirte, eran todos familia numerosa. Total, que nos reuníamos..., déjame contar, ocho y seis y yo: quince primos. Yo llegaba con mis padres en agosto y nos tirábamos el mes entero en el pueblo, felices como perdices, ya te puedes imaginar, quince niños todo el día de arriba para abajo, haciendo barbaridades. La casa tenía un huerto en la parte de atrás, ya no me acuerdo de todo lo que había en el huerto, una higuera enorme que subía hasta el tejado, pero cuyos higos nunca maduraban a tiempo porque los higos son de septiembre. También había un tilo gigantesco. Y en el centro había unos bancales por los que jugábamos y que debían quedar hechos polvo, ahora que lo pienso; tampoco me acuerdo de qué es lo que había en los bancales, no sé si tomates, a lo mejor, o yo qué sé. No, ahora que lo pienso, eran como aligustres, qué raro. Bueno, el caso es que jugábamos allí, en grupos, claro, según las edades. Yo era de las mayores, debía tener doce o trece años, y ya pensaba por mi cuenta. Y había un primo, un poco mayor que yo, que se dedicaba a chincharme. El caso es que yo estaba tan harta de él que una mañana nos enfrentamos, no recuerdo el motivo, y, en un momento dado acumulé tal rabia contra él que me dejé caer al suelo y me eché encima del vestido, porque era domingo, sí, y estábamos esperando ir a misa, me eché encima del vestido tierra que cogí del suelo y me puse perdida, vamos, de tener que cambiarme, y empecé a gritar «mamá, mamá, mira lo que me ha hecho Rafa, mamá». No te quiero decir la que se armó. Llegó mi madre, llegaron mis tías, me vieron cómo estaba y Rafa se ganó una bronca de aquí te espero. La verdad es que al pobre Rafa se le saltaban las lágrimas de indignación, pero, cuanto más gritaba que me lo había hecho yo, más enferma se ponía su madre, que le gritaba: «¡No mientas, no te aguanto que mientas!», y le acabó dando un par de pescozones. Me acuerdo muy bien de su cara, tragándose las lágrimas como podía, temblando de santa ira, consumido por la increíble situación que le impedía valerse y que le debió, parecer la injusticia más grande que se hubiera cometido nunca con un ser humano. Estuvo sin hablarme una semana entera, por lo menos. Pero, en fin, eso no es más que la anécdota. Lo importante, que es por lo que lo recuerdo, es que yo estaba tan campante. Estaba satisfechísima de lo que había hecho y, por supuesto, sabía muy bien que era una maldad y veía con toda satisfacción la cara de impotencia y desesperación de mi primo, abrumado por su propia razón, incapaz de concebir, en aquel momento, que hubiera un ser tan malvado sobre la tierra como era yo. Bueno, todo pasó, supongo que me cambiaron y fuimos a misa, en fin, cosas de niños. Pero esa noche no pude dormir. No pude dormir, no porque me sintiera culpable sino por todo lo contrario: porque no me sentía culpable, porque era consciente del mal que había hecho y me parecía bien. Y eso de que el mal me pareciera bien me dejó estupefacta, como si hubiera descubierto un espacio en el mundo que hasta entonces no conocía. No quiero decir con eso que estaba dispuesta a prosperar por ese camino, no; es más, no pensaba en explotar esa nueva forma de actuar, no contaba con volver a hacerlo. Era consciente de que se trataba de una maldad; simplemente, no me importaba haberlo hecho, no me arrepentía en absoluto, me sentía a gusto, sin remordimientos. Así, tal cual. Y yo me decía (aquella noche, sentada en la cama con las piernas cruzadas, me movía de atrás adelante, me frotaba las rodillas con las manos a cada vaivén, eran gestos nerviosos y contenidos, sentada de cara a la luz de la plaza que me llegaba a través de los cristales de la ventana, mi prima durmiendo al lado), me decía que estaba ocurriendo algo impresionante, algo que no podía entender, pero que me producía una emoción intensísima. Estaba excitada y tenía miedo, para ser precisa. Entonces, al rato de balancearme, sentí que lo que me excitaba era el miedo.

Eso es, eso es; me estás contando tu primer encuentro con el mal.

mi

Me encantaría ver lo que es tu pequeño lugar.

Te lo enseño.

Por favor.