Juan Pablo Heras González

CIUDADANO DEL TEATRO

Álvaro Custodio, Director de escena

(República, Exilio y Transición)




Así los innumerables actores que llegaron a México en el exilio de

la República Española, poco a poco se fueron fundiendo en ese exilio

mayor que es el teatro en todas partes. En primer lugar porque

al perder su patria, ganaron su dignidad y, en segundo lugar, porque

eran actores, ciudadanos del teatro1, esa otra patria que puede

fundarse en cualquier parte donde exista una voluntad de acuerdo

entre más de dos.


Luis de Tavira (2000: 62)


A la memoria de José Paulino Ayuso



 




[1] De esta brillante metáfora de Luis de Tavira, inmejorable para definir la identidad de un transterrado dedicado a las artes escénicas, proviene el título del presente libro. No obstante, hay que reconocer que el mismo sintagma ya fue utilizado anteriormente en una publicación relativa a Rodolfo Usigli: Martha Toriz Proenza (ed.), Rodolfo Usigli, Ciudadano Del Teatro: Memoria de Los Homenajes a Rodolfo Usigli, 1990-1991, INBA, 1992.

Colección RESAD.

Digital. Estudios Teatrales.

EDICIONES ANTÍGONA

REAL ESCUELA SUPERIOR DE ARTE DRAMÁTICO



Este libro procede de una tesis calificada con Sobresaliente Cum Laude en la Universidad Complutense de Madrid. Además, antes de su edición por Ediciones Antígona, el texto que aquí se publica fue evaluado en revisión por pares ciegos por profesores vinculados a la Real Escuela Superior de Arte Dramático para ratificar su calidad, originalidad y rigor científico.


Director de la RESAD: Rafael Ruiz

Secretario: Emeterio Diez

Consejo Editorial: Rosario Amador

Fernando Doménech

Vicente Fuentes

Juanjo Granda

Pablo Iglesias

Pedro Víllora 


© José Pablo Heras González

© Ediciones Antígona

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© Para todos los países en lengua española:

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Primera edición, 2014


Directora de la colección: Concha López Piña

Diseño de cubiertas: Ediciones Antígona sobre una caricatura de Álvaro Custodio del

dibujante Ras (Eduardo Robles Piquer)

Editor: Isaac Juncos Cianca


ISBN: 978-84-15906-61-2

ISBN digital: 978-84-15906-62-9

Depósito legal:M-33329-2014

Impreso en España / Printed in Spain

PRESENTACIÓN




El 13 de diciembre de 2012 se cumplieron cien años del nacimiento de Álvaro Custodio. Cien años desde su nacimiento entre las paredes de un teatro, el de Écija, y más de ochenta desde que recorriera de la mano de Federico García Lorca los caminos de La Barraca. Más de setenta años desde que su compromiso con la Segunda República le abocara al exilio y algo menos de sesenta desde que fundara al otro lado del océano la compañía Teatro Español de México, con la que «montó el repertorio más amplio que se hubiera hecho nunca de nuestro Siglo de Oro»1. Hace aproximadamente cuarenta años decidió volver a España, y hace treinta volvió a dirigir teatro en El Escorial. Pero también han pasado más de veinte años desde que desapareciera y su nombre fuera tragado por el olvido, al menos en este lado del charco.

Este trabajo quiere conmemorar una labor tan estimable como poco conocida de uno de los directores teatrales más importantes del exilio republicano. Pero también pretende abrir una senda de investigación que nos permita conocer mejor el impacto y la inserción de los refugiados españoles en la escena de los lugares donde fueron acogidos: sobre todo, México, sin duda el lugar en el que Álvaro Custodio llegó a su apogeo como creador teatral. El desembarco de los republicanos, algunos ya profesionales reconocidos antes de su llegada, iba a coincidir con la consolidación de un teatro genuinamente mexicano que se distanciaba abiertamente de las tradiciones provenientes de la antigua metrópoli. Álvaro Custodio tuvo que desenvolverse en medio de esta tensión histórica y trabajar por una obra que fuera digna de dos sueños: los frustrados de la República española y los logrados por una escena mexicana orgullosa de crearse a sí misma en el seno de la modernidad.

Este trabajo tiene su origen en la tesis doctoral La labor teatral de Álvaro Custodio, defendida en la Universidad Complutense de Madrid el 27 de noviembre de 20122. Su director fue el profesor José Paulino Ayuso, que por desgracia falleció seis meses después, víctima de un cáncer repentino y fulminante. Su tutela, consejo y compañía nutrieron la investigación que desemboca en este libro, que adolece de su ausencia y se dedica a su memoria.

Para facilitar la lectura, y dado que este es un texto de otra naturaleza, he omitido numerosos detalles menudos o secundarios. También los capítulos dedicados a la obra literaria de Custodio, porque es sin duda mucho menos trascendente que su trabajo como director de escena, en el que ahora queremos concentrarnos.

Durante los años previos a la redacción de este estudio, consulté diversas bibliotecas y archivos de México D. F. Entrevisté además a algunos refugiados con valiosas experiencias teatrales, así como a profesionales del teatro mexicano que habían conocido a las figuras del exilio teatral: por ejemplo, los actores exiliados Ofelia Guilmáin3 (1921-2005), Lorenzo de Rodas (1930-2011), Germán Robles (1929) y Mercedes («Meche») Pascual (1930). Años más tarde, en 2007 y en Roma, conocí a Enrique de Rivas (1931), hijo de Cipriano de Rivas Cherif. En 2010 entrevisté también a Federico Álvarez Arregui (1927).

Esta investigación ha requerido de la colaboración de tanta gente que, como el teatro, podría considerarse una obra colectiva. Mis agradecimientos son transatlánticos y deben extenderse tanto como la peripecia de los exiliados: en México, debo agradecer particularmente la atención que hacia mi trabajo ha mostrado Isabel Custodio, hija y heredera del legado simbólico que ha dejado Álvaro y que hoy se reproduce en su nieta, la prestigiosa autora teatral Ximena Escalante. No obstante, mi primer contacto con Isabel y los demás teatristas refugiados provino del corazón del exilio cultural republicano: el Ateneo Español de México. Allí, su presidenta Leonor Sarmiento y su bibliotecaria Belén Santos me ofrecieron la brújula con la que inicié mi investigación. He contado también con el apoyo de dos profesionales del teatro mexicano, capaces de combinar de una manera ejemplar creación, investigación y gestión de instituciones teatrales: Luis Mario Moncada y Rodolfo Obregón. El primero me facilitó materiales inéditos imprescindibles para que me situara en la cronología del teatro mexicano; el segundo me abrió las puertas del CITRU (Centro de Información Teatral Rodolfo Usigli) y la biblioteca del CENART. Agradezco a James Valender y Óscar Mazín que me facilitaran el acceso a la fabulosa biblioteca del COLMEX y a documentos fundamentales. También le agradezco a Fernando Leal Audirac la información y las imágenes que me envió acerca de la obra de su padre. No puedo olvidar el entrañable apoyo de mis hermanos en México: Laura Rodríguez Velamazán y Marcos Azahel Sánchez. Por otro lado, para documentarme sobre las breves etapas de Álvaro Custodio en República Dominicana y Cuba, conté con la valiosísima colaboración de Natalia González Tejera y Jorge Domingo Cuadriello, así como de los investigadores españoles José Ramón López y María Teresa González de Garay.

Pero es en España donde se me acumulan los nombres de aquellos que me han facilitado la tarea durante este camino de tantos años. Para empezar, el profesor Manuel Aznar Soler, que quiso contar conmigo en la empresa colectiva del rescate para la memoria de todos aquellos que tuvieron que irse de gira permanente y forzosa a otros escenarios. Fue él quien se comprometió con el propio Custodio a dedicar a su obra un estudio en profundidad, misión que yo he heredado. Con él debo incluir a otros miembros del grupo de investigación Escena y literatura dramática en el exilio republicano de 1939, con el que colaboro: José Ángel Ascunce, Verónica Azcue, Teresa Santa María… y, especialmente, Ricardo Doménech, con el que pude compartir experiencias durante sus últimos años. Guardo como un tesoro un regalo que me hizo, que a su vez provino de las manos del propio Álvaro Custodio: un programa original de El patio de Monipodio correspondiente a una función del Teatro Independencia de México de febrero de 1973.

Doy las gracias también a José Monleón y José Ramón Fernández, que me introdujeron en el mundo de los exiliados por medio de la obra de creación colectiva Guardo la llave, allá por 1999. A Boni Ortiz le agradezco lo que sé sobre el recorrido asturiano de La Barraca, etapa esencial de la juventud teatrera de Custodio, y a César Oliva, José Antonio Aliaga, José Sanchis Sinisterra y Alfonso Vallejo las luces que me permitieron vislumbrar el oscuro paso de Custodio por la Transición. Agradezco a los actores que formaron parte de la Compañía Vocacional Real Coliseo de El Escorial que me facilitaran fotos, documentos e información esencial: Juan Echanove, Primitivo Hernández Sampelayo y, sobre todo, Paloma Andrada, archivo vivo de la compañía. A ella le debemos la recuperación de un texto perdido de Custodio, Con la punta de los ojos, que por suerte hemos podido editar gracias al interés que la RESAD puso en ello al ceder al efecto un número de su revista Acotaciones (Custodio, 2010). También incluyo en el agradecimiento a Montserrat Gibert Cardona, precursora con su tesis de 1990 sobre el teatro histórico de Álvaro Custodio en la Universidad de Navarra, así como al profesor Carlos Mata Induráin. No puedo dejar de agradecer a Manuel Martínez Muñoz que me permitiera reproducir las fotos que hizo de los espectáculos de Álvaro Custodio y que se conservan en la magnífica Biblioteca de teatro y música de la Fundación Juan March, fuente de muchos de los documentos que han alimentado este trabajo.

Por supuesto, debo dejar recuerdo de mis padres, que me enseñaron a acabar siempre lo que uno empieza y a dar valor a los libros que me ponían entre las manos porque a ellos les habían sido negados; a mi hermano Rubén, a Miguel y a Flavia, a los amigos que me han jaleado durante todos estos años (debo mencionar especialmente a Ana Vázquez Honrubia, siempre a punto para buscar cualquier dato por recóndito que fuera). Pero, por encima de todo, si este viaje ha llegado a puerto es gracias a Diana, doctora en Historia del Arte y en mis debilidades, que me impulsó a reanudar este trabajo cuando diversos vientos me habían hecho desviarme de mi rumbo.

 





[1]. Según afirma Fernando Doménech Rico (2012: 186/484), que apostilla que Custodio lo hizo «cuando en España se estaba todavía muy lejos de crear una compañía nacional de teatro clásico».

[2]. Formaron parte del tribunal Ana María Arias de Cossío, como presidenta; Manuel Aznar Soler, César Oliva, José Antonio Pérez Bowie, como vocales; y Cristina Bravo Rozas, como secretaria. A los cinco les agradezco sus valiosas sugerencias, que han servido para enriquecer el presente libro. La tesis obtuvo Sobresaliente Cum Laude por unanimidad.


[3]. Años después se publicó la transcripción de esa entrevista (Heras González, 2007).

INTRODUCCIÓN



Como a tantos otros que se acercaban a la biblioteca del Ateneo Español de México a iniciar una investigación, lo primero que me dieron, allá por 2003, fue la Biblia. Allí conocían como «la Biblia» al magno volumen El exilio español en México, que Fondo de Cultura Económica y Salvat habían publicado conjuntamente en 1982. El capítulo que este libro dedicaba al teatro fue encargado a Margarita Mendoza-López, erudita incansable de la escena mexicana. La elección fue muy acertada, porque ella no era española ni tenía vínculos demasiado estrechos con la colonia exiliada. Tampoco había formado parte de camarilla alguna en el mundillo profesional mexicano, lo que la hacía inmune a todo tipo de prejuicios. Su artículo era, pues, claro, decidido y tajante, y constituye una de las piedras fundacionales de todos los estudios sobre el exilio teatral en México que han venido después (Heras y Paulino, 2014). Es allí donde Margarita Mendoza-López aseguró lo siguiente:


Después de haber meditado en cuanto a la trayectoria de Álvaro Custodio en México y de haberlo hecho con la tranquilidad y la paz que da el paso del tiempo, creo de verdad que en él sí se puede hablar de aportación al ambiente teatral mexicano, tanto por las enseñanzas que indudablemente impartió a los actores que con él trabajaron, como por la visión exacta y justa con que manejó el repertorio de los clásicos españoles (Mendoza-López, 1982: 642; 1983: 19-20; la cursiva es nuestra).

No hace falta leer el resto del artículo (aunque resulta muy recomendable) para entender que, para ella, ningún otro de los exiliados aportó algo tan significativo al «ambiente teatral mexicano». Las obras de autores refugiados fueron escasamente representadas y pertenecen, por tradición o incluso por voluntad, al canon de la literatura española, a excepción, quizá, de las de María Luisa Algarra, José María Camps, Maruxa Vilalta y, en menor medida, León Felipe, que se integraron de una manera más consciente en las condiciones pragmáticas del país que les había acogido. Si hacemos caso a la hipótesis de Margarita Mendoza-López, la aportación de Álvaro Custodio a México se ciñó al ámbito de la dirección escénica, al que, como mucho, podemos añadir los de la promoción y la producción teatral. Su intervención como autor dramático fue, en cambio, sumamente discreta, como demuestra una sencilla comparación meramente cuantitativa: entre 1953 y 1973 dirigió más de cuarenta puestas en escena, ninguna de un texto propio totalmente original, y publicó solo tres obras teatrales, todas ellas versiones de obras clásicas.

Nos encontramos, por lo tanto, con las primeras preguntas que este trabajo tratará de contestar: ¿en qué se diferencia la labor de Álvaro Custodio de la del resto de los exiliados? ¿La calidad de su obra era superior o simplemente supo adaptarse con más facilidad al nuevo medio? ¿Qué aportó exactamente Álvaro Custodio al teatro mexicano de su tiempo? ¿Qué influencia dejó tras de sí su trabajo? ¿En qué posición deberíamos ubicarlo dentro de la historia del teatro mexicano? Para responderlas, debemos enfocar nuestra investigación fundamentalmente en el estudio de los espectáculos que Custodio presentó en México. Por cierto, que esta elección por la dimensión espectacular supone asumir unas condiciones metodológicas que detallaremos más adelante.

Si Custodio fue la principal aportación del exilio republicano a la escena mexicana, deducimos inmediatamente que su trabajo constituyó el horizonte de posibilidades al que los miembros de este colectivo podían aspirar, al menos en el campo de la dirección escénica. Los límites con los que se topó Custodio serían por lo tanto los de todo el exilio teatral español: su caso, desde ese punto de vista, adquiere un interés notable en la medida en que resulta representativo de las posibilidades y dificultades del conjunto de los teatristas refugiados en la escena mexicana.

La presencia de Álvaro Custodio en los estudios sobre el exilio teatral español no limitados a la literatura ha sido constante e incuestionable desde muy pronto (Doménech, 1977; Oliva, 1989; Grillo, 1996; Aznar Soler, 1997, 1999). Pero, para responder a las preguntas que nos planteamos y confirmar la hipótesis que heredamos de Margarita Mendoza-López, no nos bastan los estudios específicos sobre exiliados. Debemos recurrir a la historiografía del teatro mexicano y examinar en ella su presencia. En Imagen y realidad del teatro en México, de Antonio Magaña Esquivel, que abarca un recorrido cronológico que va desde 1533 hasta 1960, aparece Custodio (Magaña Esquivel, 2000: 269), pero como una presencia reciente y todavía prometedora. En el volumen colectivo de edición española Escenarios de dos mundos (Pérez Coterillo, 1988), dedicado al teatro de toda Iberoamérica, aparece alineado junto a otros brillantes directores extranjeros (Alcaraz, 1988: 99) pero es obviado cuando se trata de trazar la evolución de la puesta en escena en México a partir de los nombres más innovadores e influyentes (Ita, 1988). En el más reciente Un siglo de teatro en México (2011), libro de autoría colectiva que ha coordinado David Olguín y que ha publicado Fondo de Cultura Económica con financiación estatal, a través de CONACULTA, el estudio que más de cerca aborda la época en la que trabajó Custodio lleva el significativo título «El milagro teatral mexicano» y está firmado por el dramaturgo e investigador Luis Mario Moncada (2011: 94-116). Lo de milagro (la cursiva es suya) se aplica normalmente al crecimiento económico que experimentó el país en un periodo que se sitúa aproximadamente entre 1940 y 1970, y que Moncada trata de identificar con el desarrollo y consolidación de un teatro propiamente mexicano. Álvaro Custodio habría iniciado su andadura teatral en México, por lo tanto, en una época propicia para el teatro nacional. Entre los impulsos de ese milagro nos interesa destacar la aparición a finales de 1946 del INBA (Instituto Nacional de Bellas Artes), institución pública que ha financiado innumerables espectáculos desde entonces hasta la actualidad, y la llegada de la «legión extranjera». Moncada (2011: 97-98), como antes Fernando de Ita (1988: 140), describe como un factor de renovación la llegada a México, en un periodo de veinte años, de los directores extranjeros que iban a difundir e instalar en el país las innovaciones procedentes de las escenas más avanzadas del mundo. Citamos tres casos prominentes: Seki Sano (en 1939), japonés que venía de colaborar con Stanislavski y Meyerhold; André Moreau (en 1944), de la compañía de Louis Jouvet; y Alejandro Jodorowsky (en 1959), discípulo de Étienne Decroux y Marcel Marceau. ¿Pero qué dice Moncada de los refugiados españoles? ¿Forman parte de esa «legión extranjera»?

Omitimos la presencia del exilio español, no porque su influencia haya sido menor, sino porque formaba parte de la tradición de la que el teatro mexicano necesitaba distanciarse (Moncada, 2011: 97).

«Formaba parte de la tradición de la que el teatro mexicano necesitaba distanciarse». Más allá de las imprecisiones inevitables en un texto breve con finalidad divulgativa, queda muy claro que la renovación del teatro mexicano durante el siglo XX se hizo contra el teatro español, bajo cuya influencia omnipresente se había desarrollado por lo menos desde mediados del siglo XIX, tras superar cierto afrancesamiento, hasta bien entrado el novecientos (Alcaraz, 1988: 93-95). No obstante, resulta fácil ver que los vicios asociados al teatro español (estreno semanal, abuso del apuntador, refundiciones de clásicos al servicio del primer actor, etc.) contra los que reaccionaron los primeros interesados en crear un «teatro de arte» en México eran los mismos que movieron a Rivas Cherif o a Adrià Gual a promover una revolución idéntica en España. Pero, por alguna razón que vamos a tratar de desvelar, la imagen pública de todo el exilio teatral en el sistema escénico mexicano acabó confundiéndose con la de ese teatro español vulgar y rutinario. La influencia de los republicanos no es negada en absoluto: se les reconoce implícitamente una presencia importante en la escena mexicana, pero no la aportación de valores renovadores. Particularmente, es innegable que Custodio tuvo éxito en México, que alcanzó renombre y repercusión social, pero también que mantuvo una posición fluctuante respecto a la crítica de su tiempo que se reproduce en la historiografía del teatro mexicano contemporáneo. La paradoja es del mismo orden que la que suele plantearse entre el éxito de público y el de crítica: el primero es cuantificable, y trataremos de dar cuenta de él a propósito de los sucesivos espectáculos que presentó en México. El segundo es por naturaleza problemático, dado que las valoraciones de espectáculos por parte de contemporáneos e historiadores no pueden contrastarse más que consigo mismas: trataremos, por lo tanto, de poner a su trabajo el valor que le corresponde, con los límites que nos impone el carácter efímero del hecho escénico.

Por otro lado, evaluaremos circunstancias puntuales que afectaron decisivamente a la evolución de su trabajo en México, como la escandalosa censura sufrida durante años sobre uno de sus montajes de La Celestina. Hay que comprobar si lo que le ocurrió a Custodio en este caso tuvo un carácter anecdótico o sistémico, lo que afecta directamente al haz de relaciones que situó a Custodio en el campo teatral mexicano.

En definitiva, las preguntas a las que debemos responder son las siguientes: ¿cómo logró Álvaro Custodio acceder y mantenerse en una posición reconocible y estable en el campo teatral mexicano? ¿Pertenecía a la tradición teatral española «de la que el teatro mexicano necesitaba distanciarse»? ¿Estuvo a la altura de las renovaciones escénicas de su tiempo o mantuvo una posición conservadora? ¿Fueron las dificultades de Custodio fruto de una reacción de orden estético contra su trabajo o hubo otras implicaciones de tipo personal o político?

Una vez establecido el exilio mexicano como núcleo fundamental de la obra de Custodio, conviene dirigir la vista hacia los antecedentes. Custodio nace en una familia muy vinculada a las artes escénicas y se forma como espectador asistiendo a los espectáculos que se presentaban en Madrid o San Sebastián durante la dictadura de Primo de Rivera y, sobre todo, de la Segunda República. Además, participa activamente, aunque de manera efímera e impulsiva, en una de las iniciativas más significativas del teatro republicano: la compañía estudiantil La Barraca, dirigida por Federico García Lorca. Durante el verano de 1932, Custodio ejerció como actor en las filas de las tropas lorquianas, sirviendo piezas clásicas a públicos rurales o de ciudades de provincias.

Por otro lado, hay que prestar atención al compromiso político de Custodio con la República y lo que esto implica respecto a visión del mundo y concepción de España y su historia. Si postulamos que sus convicciones influyeron decisivamente en su labor artística, debemos averiguar de dónde provienen y cuáles fueron los motivos que le llevaron a defenderlas durante la Guerra Civil, así como a mantenerlas, no sin modificaciones, durante el Exilio y posteriormente. En el mismo orden de cosas, conviene rastrear la influencia de los principios pedagógicos de la Institución Libre de Enseñanza, ya que la condición de Custodio de alumno del Instituto Escuela no es ajena a lo que vendrá después.

Dedicaremos también algunos epígrafes a otras labores profesionales ajenas al teatro pero que fueron trascendentes en el devenir biográfico de Custodio: la diplomacia, el periodismo y el cine. Custodio alcanzó una posición importante en determinados momentos del periodismo dominicano, cubano y mexicano (particularmente, en la crítica cinematográfica), lo que tendrá implicaciones importantes de cara a su posicionamiento en el campo teatral. En cuanto a sus actividades como guionista de cine, algunas van a tener insospechadas repercusiones teatrales que se alargarán hasta el siglo XXI…

Nos queda un capítulo fundamental que no puede faltar en la semblanza de un exiliado: el retorno a España, que en su caso tendrá carácter definitivo desde finales de 1973. Custodio todavía arrastraba consigo un impulso creador que no le abandonó hasta su muerte. La única labor estable de Custodio desde su regreso a España fue dirigir un grupo aficionado, la Compañía Vocacional del Real Coliseo Carlos III de El Escorial, situado respecto al sistema teatral madrileño en una posición periférica, en todos los sentidos de la palabra. Por lo tanto, postulamos que Custodio no alargó ni repitió en España el éxito que había logrado en México. En ese sentido, fracasó. Debemos averiguar si efectivamente fue así y cuáles fueron las causas: ¿Custodio no supo entender las claves estéticas dominantes en el teatro de los 70 y 80? ¿O fue el sistema teatral español el que no tenía espacio para alguien como él? Por otro lado, el fracaso pragmático, en cuanto a condiciones de reconocimiento de público y crítica, no debe confundirse estrictamente con la calidad inmanente de sus creaciones. ¿Qué valor debemos dar a su trabajo al frente de la Compañía Vocacional Real Coliseo? ¿Se corresponde justamente con la débil respuesta que recibió de sus contemporáneos? ¿Merece ser rescatado como una aportación importante a la historia de la escena española del siglo XX?

Trazar la historia de un periodo ya cerrado de la historia de las artes escénicas, anterior a nuestra experiencia sensible, conlleva una serie de condicionamientos metodológicos muy severos que hay que tener muy en cuenta. Nuestro objeto de estudio es de una naturaleza diferente a la de las obras plásticas o literarias (incluidas las piezas dramáticas), dado que para su realización exige la presencia simultánea de emisores y receptores. Sin embargo, nuestro objeto de estudio no es una circunstancia casual, inesperada o irreductible a la objetivación, tan inasible como para dejarnos a merced de juicios arbitrarios o impresionistas de escaso valor científico. Lo que estudiamos, al fin y al cabo, son textos, pero «textos espectaculares», definibles como «la relación entre todos los sistemas significantes utilizados en la representación y cuya organización e interacción constituyen la puesta en escena» (Pavis, 1998: 472). Es decir, que, al margen de la efímera experiencia de la representación y sus variables particulares, existe una entidad objetiva y verificable que permite la observación y el análisis crítico. El problema es que la escritura de este tipo de texto es, en palabras de José Luis García Barrientos (2004: 32), «paradójica: se borra al mismo tiempo que se escribe». No basta el texto dramático, que en sí es solo una parte del texto espectacular, al que no debemos reducir a una mera ilustración una vez que se han superado las tradicionales posiciones logocéntricas (Pavis, 1998: 473-476). En el caso que nos ocupa, solo se conservan dos grabaciones de espectáculos de entre los más de cuarenta que dirigió Álvaro Custodio, y ambas pertenecen a un periodo tardío de su trabajo en el que no disfrutó de las condiciones óptimas para dar salida a su potencial creativo, por lo que debemos ser cuidadosos a la hora de considerarlos representativos de su poética particular como director.

La consecuencia inevitable, por lo tanto, es que los sucesivos textos espectaculares que vamos a tratar de reconstruir en nuestro estudio sobre la labor escénica de Álvaro Custodio estarán basados necesariamente en testimonios interpuestos. Estos testimonios pueden clasificarse por su grado de objetividad: en la posición más elevada contamos con las fotos, a veces escasas y no siempre de calidad, y desde allí descendemos por las críticas profesionales periodísticas y los testimonios espontáneos de origen diverso hasta llegar, finalmente, a los discursos particulares procedentes del propio autor del espectáculo, útiles para entender motivaciones y propósitos pero obviamente cuestionables como indicios de su valor. Todas estas pequeñas ventanas que nos permiten asomarnos a espectáculos borrados por el tiempo nos han ido llegando por diversas vías, que indicaremos claramente para facilitar su verificación. En el análisis de todos esos testimonios, incluidas las fotos, debemos ser capaces de detectar y distinguir los inevitables componentes subjetivos, si queremos acceder al texto espectacular con las menores distorsiones posibles. El problema evidente es que carecemos de la posibilidad de constatar, lo que tiene una serie de consecuencias que se aplican al eje diacrónico: la creación y conservación del canon en las artes escénicas, en este caso en el ámbito del teatro mexicano y español del siglo XX, adquiere a largo plazo un carácter mitológico —y probablemente ideológico—, en un grado superior al de otras artes, cuyos repertorios son más fácilmente revisables sin necesidad de recurrir al filtro de observadores interpuestos.

Según Pierre Bourdieu (2002: 30), «el juicio de la historia, que será el juicio último sobre la obra y su autor, ya está encauzado en el juicio del primer lector y la posteridad deberá tomar en cuenta el sentido público que los contemporáneos le hubiesen legado». Si se puede afirmar esto respecto a la literatura, siempre verificable, cuanto más cuando se trata de obras sobre las que no podemos hacer un juicio sin la mediación de los que ya hicieron sus contemporáneos. Por otro lado, atender a tal multitud de testimonios tiene un interés intrínseco, ya que nos permitirá entender las condiciones políticas, sociales y profesionales en las que se enmarcó el trabajo de Custodio.

En el cuerpo de este trabajo, constituido por la biografía escénica de Álvaro Custodio, trataremos, en fin, de reconstruir los «textos espectaculares» que fue creando a lo largo de los años, así como el contexto en el que surgieron. Los datos más puramente objetivos a los que hemos podido acceder, es decir, fechas, espacios de estreno y de gira, reparto, personal artístico, etc., serán extraídos y clasificados en una sección denominada «fichas técnicas», que quedarán así disponibles para futuras investigaciones. Solo las fechas y nombres que tengan un valor verdaderamente relevante y significativo serán citadas en el cuerpo del texto. Esta información proviene en gran medida de programas de mano, conservados en su mayor parte en los archivos del CITRU y de la FJM, así como de las publicaciones que coordinaba Custodio para promocionar su propio trabajo. El resto de «testimonios» procede de un estudio detenido de fuentes hemerográficas, casi siempre contemporáneas a los espectáculos, y del relato memorístico del propio Custodio, particularmente a partir de extensas entrevistas que tanto él como su mujer, Isabel Richart, concedieron a Elena Aub entre 1980 y 1982, como parte del Proyecto de Historia Oral Refugiados Españoles en México promovido por el Instituto Nacional de Antropología e Historia4.

Como ya hemos dicho, además de reconstruir los textos espectaculares elaborados por Custodio, pretendemos estudiar su inserción —y por extensión la de los exiliados— tanto en el sistema teatral mexicano como en el español de la Transición. Se trata por lo tanto de determinar las condiciones sociopolíticas que afectaron a la producción y recepción de su trabajo y, en última instancia, evaluar la capacidad de Custodio para gestionar su relación con aquellos que detentaban el control del capital simbólico en uno y otro sistema. Conviene advertir que ambos le excluían preventivamente: el mexicano porque trataba de independizarse de un sistema dominante controlado precisamente por profesionales españoles y sus epígonos; y el español porque pretendía distanciarse de conflictos de los que los exiliados representaban un recuerdo incómodo. La lucha de Custodio puede leerse desde hoy como la búsqueda de un lugar en la historia del teatro, aunque desde su presente lo fuera por la propia supervivencia, primero en el campo teatral y a la larga en el económico, en la medida en que el paso de los años hiciera cada vez más inviable la práctica de otras profesiones.

Para conseguir el mayor rigor posible en esta tarea vamos a recurrir al aparato teórico propuesto por dos figuras fundamentales ligadas a la sociología del arte y la literatura: Itamar Even-Zohar y Pierre Bourdieu. De «la teoría de los polisistemas» (1990) desarrollada por el primero y de algunos estudios sobre el «campo literario», el «capital simbólico» y otros conceptos asociados (2002 y 2011) elaborados por el segundo, obtendremos algunas herramientas que nos permitirán entender mejor los procesos sociales y culturales en los que se vio envuelto Custodio durante su vida activa, y que han condicionado el recuerdo y el valor que se le da hoy a su obra. Trataremos de utilizar estas referencias teóricas solo en la medida en que puedan alumbrar rincones oscuros y sirvan para obtener conclusiones generales de interés y procuraremos no caer en una irrelevante paráfrasis de hechos concretos traducidos a términos teóricos.

Para justificar el enfoque que vamos a aplicar al estudio de los textos espectaculares de Custodio y el contexto en el que fueron generados, creemos que resulta interesante citar una afirmación de Bourdieu que, si bien no estaba dirigida a los estudios sobre teatro, creemos que encontraría en ellos un campo fértil, en la medida en que está mucho más ligado que otras artes al entorno socioeconómico en el que se produce:

Por su naturaleza y su pretensión misma, la objetivación que realiza la crítica está sin duda alguna predispuesta a desempeñar un papel específico en la definición y la evolución del proyecto creador. Sin embargo, se realiza la objetivación progresiva de la intención creadora y se integra este sentido público de la obra y del autor, conforme al cual el autor se define y con relación al cual debe definirse, sólo en y a través de todo el sistema de relaciones sociales que el creador sostiene con el conjunto de agentes que constituyen el campo intelectual en un momento dado del tiempo —otros artistas, críticos, intermediarios entre el artista y el público, tales como (…) los periodistas encargados de apreciar inmediatamente las obras y de darlas a conocer al público (y no de analizarlas científicamente a la manera del crítico propiamente dicho), etc. Interrogarse sobre la génesis de ese sentido público es preguntarse quién juzga y quién consagra, cómo se opera la selección que, en el caos indiferenciado e indefinido de las obras producidas e incluso publicadas, discierne las obras dignas de ser amadas y admiradas, conservadas y consagradas (Bourdieu, 2002: 25).

Sin negar la posibilidad de encontrar valores atemporales en las obras de Custodio, creemos imprescindible un análisis profundo del sistema de relaciones que le dotó de valor y que, extendido en el tiempo, le otorga hoy una posición concreta en la historia. No hay que olvidar que los exiliados se aglutinaban no por razones estéticas, sino políticas; su identidad distintiva surgía de la imposibilidad de mantenerse en el sistema cultural nativo que les había rechazado y la dificultad de integrarse en otro al que han llegado como extranjeros. Por lo tanto, todo intento de identificar los rasgos comunes de la actividad estética del teatro del exilio pasa siempre por vincularse con las circunstancias históricas en las que se vieron envueltos sus agentes, circunstancias que le dan sentido y valor, y que, por lo tanto, resulta imprescindible conocer y estudiar a fondo.

Además de los testimonios periodísticos y de otras fuentes externas a Custodio, resulta interesante examinar su producción paratextual, es decir, el conjunto de documentos que constituyen su discurso personal, presentado antes y después de las representaciones con el fin de dar sentido al conjunto de sus textos espectaculares. Tienen especial interés en este sentido una serie de manifiestos, más o menos formales, en los que expresa cuál es la misión de las iniciativas teatrales que servirán de marco a toda su actividad. En particular, nos referimos a las compañías que dirigirá a lo largo del tiempo: Teatro Español de México (TEDM), Teatro Clásico de México (TCDM, mutación de la anterior) y Compañía Vocacional Real Coliseo (CVRC). Examinar cuáles son sus propósitos, a quiénes van dirigidos y cómo evolucionan a lo largo del tiempo, resulta de sumo interés para entender su lucha por obtener una posición ventajosa y productiva en el campo teatral mexicano y español, sin que esto suponga juicio de valor alguno ni niegue el componente altruista inherente a todo compromiso social. Comparar estos discursos con los de otras iniciativas semejantes de épocas anteriores o contemporáneas resultará muy ilustrativo para entender el fenómeno del exilio teatral republicano: me refiero, entre otros, a La Barraca de Federico García Lorca, el Teatro Español de América de Cipriano de Rivas Cherif o los Amigos del Teatro Español de Toulouse de José Martín Elizondo.






[4]. Nosotros hemos consultado estas entrevistas a partir de las transcripciones que se conservan en el Centro Documental de la Memoria Histórica de Salamanca, dentro de la unidad «El exilio español en México».

FORMACIÓN (1912-1939)



NACER EN UN TEATRO (ÉCIJA, 1912-1921)

El 13 de enero de 1982, con setenta años de vida y más de treinta de experiencia entre las tablas, Álvaro Custodio declara a su entrevistadora, Elena Aub, lo siguiente: «dos o tres veces decidí retirarme del teatro, y no pude porque esto es una maldición gitana que uno no se quita» (S 344).

Todo aquel que ha probado el veneno del teatro sabe a lo que se refiere. Pero en esta ocasión, la bruja del cuento fue a buscar su víctima en su misma cuna. A Custodio siempre le gustó recordar que había nacido en un teatro, como si el teatro mismo le hubiera elegido sin darle opción a tomar otro camino:

Mi vida como hombre de teatro se remonta a mi niñez en Écija (Sevilla) (…) donde nací precisamente en la calle de las Comedias. El Teatro Custodio, propiedad de mi abuelo, formaba parte del bloque de casas donde se encontraba nuestro domicilio (…). El palco proscenio de la familia se comunicaba por un corto pasillo con el comedor de nuestra casa. En el Teatro Custodio actuaron las mejores compañías de España —María Guerrero, Rosario Pino, Emilio Thuiller, Enrique Borrás, Francisco Morano, Pepita Meliá-Cibrián, Concha Catalá y otras. (…) Cuando la obra en cartel exigía que saliera un niño a escena mi abuelo me imponía y aunque yo no pronunciara una sola palabra, a la hora de saludar al público tenían que ponerme en primer término como si fuera la estrella y él me aplaudía a rabiar exclamando varias veces: ¡bravo por mi niño! (Custodio, 1990c: 83).

El actual Teatro Municipal de Écija había sido fundado como corral de comedias en las primeras décadas del siglo XVII, y pertenecía a la familia desde finales del XIX, cuando fue refundado por Baldomero Custodio, el abuelo al que alude Álvaro en su relato. Se trataba de un acaudalado exmarino de ideología liberal, que llegaría a ser el «único republicano de Écija» (S, 2; Freire Gálvez, 2010: 500).

Cuando vino al mundo, el 13 de diciembre de 19125, Álvaro Custodio no era todavía Álvaro Custodio. Mediaba entre ambos nombres un primer apellido casi siempre borrado o reducido a inicial: Muñoz. Su padre, Juan Muñoz Guerrero-Estrella, apenas participó de la educación del que fue el último de sus cinco hijos6, hasta el punto de que Álvaro contaba con la separación de sus progenitores como uno de sus primeros recuerdos. A su padre lo pintaba en la memoria como un señorito holgazán que vivía de las rentas de su familia (S 8). En cambio, Victoria Custodio, su madre, estaba dotada de una personalidad excepcional que recuerda a las grandes mujeres de la Edad de Plata. Poco después de la separación, Victoria se enamoró de un célebre cantante de ópera que había pasado por Écija, el asturiano Francisco Meana (1875-1951). Y aunque ambos estaban casados y contaban con varios hijos, decidieron irse a vivir juntos (S 12). Victoria se marchó a Madrid y puso un hotel. Mientras, Álvaro estudiaba sus primeras letras en una escuela de monjas, y quedaba bajo la responsabilidad de su abuelo Baldomero, que le concedía «íntegros» casi todos sus caprichos y una «libertad total y absoluta» (S 10). Tan descuidada debió parecerle su educación a Victoria que, hacia 1920, decidió llevar a su hijo al hotel que regentaba en Madrid. Allí se estableció definitivamente junto a sus hermanos y los hijos de Meana, por mucho que Baldomero, que se había encariñado del chiquillo, intentara recuperarlo. En uno de sus viajes a Madrid, enfermó de una pulmonía y murió. Para entonces, casi todos los referentes familiares de importancia para Álvaro ya habían dejado su pueblo natal: además de su madre, su hermana, la actriz Ana María Custodio (1902-1976), que frecuentaba ya los círculos culturales madrileños; y también su tío, el autor dramático Ángel Custodio (1878-1941), que ya llevaba unos años dedicado al teatro a medio camino entre Barcelona y Madrid. El teatro Custodio fue vendido en 1927 y cambió su nombre por el de su nuevo propietario, José Sanjuán. Aunque algunos de sus hermanos se quedaron allí, Álvaro solo regresó ocasionalmente a su pueblo natal.


AÑOS DE FORMACIÓN Y ESCARCEOS LITERARIOS: INFANCIA EN LA EDAD DE PLATA (MADRID, 1921-1931)

Además de dos fincas que trató de explotar como hoteles, Victoria poseía una casa de recreo, la Quinta del Carmen, situada en Canillejas, entonces una población escasamente urbanizada y alejada de la capital. Durante los primeros años de Álvaro en Madrid, la holgada situación económica de su familia le permitía repartir aquellos amplios y gozosos veranos de la década de los 20 entre la bucólica huerta de la quinta y la playa de San Sebastián, a donde acudían con la excusa de asistir a los espectáculos donde actuaba su hermana Ana María.

Álvaro Custodio retomó su educación primaria en el colegio del Centro Asturiano de Madrid. Allí entró por mediación de Francisco Meana y compartió aulas con su hijo Luis. Lo poco que recordaba Custodio de este colegio era la extrema violencia correctiva que aplicaban los maestros y la indiferencia con la que los padres de sus compañeros admitían unas palizas que eran de uso común en la pedagogía convencional del momento (S 15-16). Sin embargo, Victoria no quiso consentirlo, y en cuanto pudo matriculó a su hijo en el Instituto Escuela, que había sido creado por la Junta de Ampliación de Estudios en 1918 con el fin de introducir y poner en práctica en España los métodos educativos «corrientes en todos los países», aquellos que durante tantos años había promovido la Institución Libre de Enseñanza (Guerrero Salom, 1977: 62). Allí entró Custodio por mediación de Francisco Vighi (1890-1962), actor ocasional en «El mirlo blanco» y poeta de cierta fama cuyos versos de corte ultraísta trató de imitar en sus primeras tentativas literarias.

Sin embargo, Álvaro arrastraba tras de sí su pasado de niño malcriado y no supo responder a los esfuerzos de su madre. Durante sus dos primeros años en el Instituto Escuela, pasó la mayor parte del tiempo fuera del aula, jugando al fútbol en el Retiro con otros «sinvergüencillas» (S 19). Por ello fue suspendido y duramente amonestado, hasta el punto de que la dirección del centro le propuso amablemente a su madre que abandonara los estudios. La encargada de hacerlo fue nada menos que Victoria Kent, que entonces trabajaba en la administración del Instituto:

Y Victoria Kent le dijo estas palabras (…): «Señora, su hijo no sirve para estudiar. Dedíquelo usted a un oficio manual». A un chico que iba ya a cumplir once años, calificarlo ya como que no servía para estudiar, me pareció que era… Y mi madre, afortunadamente (…) no le hizo caso a Victoria Kent y me volvió a meter un tercer año en el Instituto. Y fíjate la razón que tuvo mi madre, porque en ese año yo fui el número dos de la clase (S 20).

El número uno era Fernando Bello, hijo del famoso periodista Luis Bello. Junto a él compartió clases y empezó a interesarse poco a poco por los estudios, siempre impulsado por la pasión vocacional de sus profesores. Custodio recordaría siempre los nombres de algunos de ellos, como Martín Navarro o Francisco Barnés, futuro Ministro de Instrucción Pública de la República y responsable de iniciarle en una intensa afición por la Historia que cultivaría toda su vida, y que dejaría firmes huellas en buena parte de su obra crítica y creativa.

Aunque Custodio se identificó siempre con el «concepto progresista de la vida» (S 30) que caracterizaba a la Institución Libre de Enseñanza, nunca asumió del todo la austeridad y la rigidez moral propias de los ideales krausistas. El Instituto Escuela permitía la convivencia entre chicos y chicas, pero controlaba severamente cualquier contacto físico entre ellos. Custodio se rebeló discretamente contra esta moral: fuera, frecuentando verbenas, fiestas y burdeles; dentro, organizando espectáculos de fin de curso donde puso en juego, por primera vez, sus cualidades para la dirección:

Allí dio comienzo mi verdadera vocación teatral. En los dos últimos años de estudios en aquel centro, que Franco suprimió de un plumazo, organicé los festejos de fin de curso que consistieron en la puesta en escena de una comedia escrita, compuesta en solfa y protagonizada por mí mismo, rodeado de otro actor improvisado y de seis muchachas entre las que figuraba Soledad Ortega, hija del gran pensador (…).

El número musical más aplaudido —hubo de repetirse tres veces— tenía un estribillo que decía, cuando la princesa exclamaba compungida:

«Ella: Yo no sé que tengo que todo me sienta mal.

Coro: Será el café.

Ella: No, señor

Coro: Será el corsé.

Ella: No, señor

Coro: ¿Pues qué...? ¿Pues qué?

Ella: No lo sé... No lo sé...

Coro: ¡Pues eso sólo es la nostalgia del amor!».

También presenté una orquesta dirigida por mí con instrumentos que sonaban a discreción y recité varias poesías colectivas, una de ellas dedicada a cierto compañero, hoy un conocido arquitecto:

El punto Manuel Manzano

Monís, Mancebo, Morales

no ha visto un libro en verano

desafiando al destino

y ha tenido cinco «males».

Coro de adultos: ¡Es un punto filipino...!» (Custodio, 1990c: 84).

Al llegar al quinto curso del Bachillerato (probablemente en el curso 1928-1929), decidió estudiar letras e iniciar por fin un tardío pero irreversible hábito lector. Ignorando los clásicos infantiles o las novelas de aventuras, el adolescente Custodio se volcó pronto en los grandes autores del XIX: Stendhal, Balzac, Dostoievski o Tolstoi. En cuanto al teatro, hasta entonces suponemos que habría asistido a numerosos espectáculos de la mano de su madre, espectadora asidua y exigente, hasta el punto de que el mismísimo Jacinto Benavente la había apodado como «la Enrique de Mesa de las espectadoras» (Custodio, 1976c: 41). Desde los tiempos de Écija mantenía una intensa amistad con María Guerrero (Custodio, 1987: 271). Cuáles fueron los estrenos a los que acudieron juntos solo podemos conjeturarlo: sabemos que Álvaro asistió en julio de 1928 a un curioso pero, al parecer, mediocre montaje de Hamlet vestido «a la moderna» a cargo de Juan Santacana (Custodio, 1976d: 22). Por otro lado, damos por hecho que no faltaría a los estrenos de su tío Ángel Custodio, ingenioso autor de piezas cómicas de formas convencionales e ideas progresistas, que logró su mayor éxito en la temporada 1927-1928 con Los cuatro caminos, interpretada por Amalia Sánchez-Ariño, y que celebraría los primeros momentos de la República con la feroz sátira antimonárquica Alonso XIII de Bom-Bon.

En este ambiente era inevitable que surgiera una vocación creativa. Al mismo tiempo que estrenaba sus pequeñas piezas en las fiestas del instituto, Álvaro trataba de dar salida a sus primeros titubeos literarios: en 1926 logró publicar uno de sus poemas ultraístas, dedicado «al autobús», en el diario argentino Crítica (Gibert Cardona, 1990: 31). Y en los veranos se adueñaba de un palomar de Canillejas para representar, ante familiares y vecinos, pequeñas piezas cómicas en verso —o por mejor decir, en ripio— que coescribía con Luis Meana y que representaba con «actores adolescentes». La buena memoria de Álvaro le permitió conservar algunos fragmentos muchos años después:

—¿Es aquesta la hostería

llamada de la Querella?

Justo, señor, y a fe mía

que en Castilla otra no había

hay ni habrá mejor que ella.

—¿Acaso llamas Castilla

a lo que hoy es León?

—Eres no sólo un cotilla