Alejandro Dumas
I
En los primeros días del mes de abril de 1784, aproximadamente a las tres y cuarto de la tarde, el viejo mariscal de Richelieu, antiguo conocido nuestro, después de haberse impregnado las cejas con un tinte perfumado, rechazó con la mano el espejo que sostenía su ayuda de cámara, sucesor, pero no sustituto, del fiel Rafté, y, moviendo la cabeza con aquel gesto que le era propio, dijo:
—Vamos. Ya estoy preparado.
Se levantó de su sillón y se sacudió con ademán juvenil las motas de polvo blanco que habían volado de su peluca a su pantalón azul celeste.
Seguidamente, y después de dar dos o tres vueltas por el cuarto de aseo a fin de desentumecer las piernas, dijo:
—Que venga mi maestresala.
Cinco minutos después, el maestresala se presentó en traje de ceremonia. El mariscal adoptó el gesto grave que requería la situación.
—Monsieur —dijo—, supongo que me habréis preparado un buen almuerzo. —Por supuesto, monseñor. —Os han entregado la lista de los convidados, ¿verdad? —Recuerdo exactamente el número, monseñor. Nueve cubiertos, ¿no es eso? —Hay cubiertos y cubiertos... —Sí, monseñor, pero... El mariscal interrumpió al maestresala con un breve movimiento de impaciencia, no exento, sin embargo, de majestad. —«Pero...» no es una respuesta, monsieur. Y cada vez que oigo la palabra «pero», y estoy oyéndola muchas veces desde hace ochenta y ocho años..., cada vez que he oído esa palabra, ya estoy harto de decíroslo, precedía a una tontería.
—Monseñor... —A ver: ¿para qué hora habéis dispuesto la comida? —Monseñor, los burgueses comen a las dos, los letrados a las tres y la nobleza a las cuatro. —¿Y yo, monsieur? —Monseñor comerá a las cinco. —¡Oh, a las cinco! —Sí, monseñor; como el rey. —Y ¿por qué como el rey? —Porque en la lista que monseñor me ha remitido está el nombre de un rey. —Nada de eso. Os equivocáis. Entre mis invitados de hoy sólo hay simples caballeros. —Monseñor quiere divertirse con su humilde servidor, y le agradezco el honor que me hace. Pero como el señor conde de Haga, que es uno de los invitados de monseñor...
—¿Y qué? —Pues que el conde de Haga es un rey. —No conozco a ningún rey que se llame así. —Que monseñor me perdone —dijo el maestresala, inclinándose—, pero había creído, había supuesto... —Vuestra obligación no consiste en creer. Vuestro deber no es suponer. Lo que tenéis que hacer es leer las órdenes que os doy, sin añadir comentarios. Cuando quiero que se sepa una cosa, la digo, y cuando no la digo, es que deseo que se ignore.
El maestresala se inclinó por segunda vez, y ahora mucho más respetuosamente que si estuviese hablando con un rey.
—Por lo tanto, monsieur —continuó el viejo mariscal—, quisiera, puesto que sólo vienen caballeros a comer, que me sirvieseis la comida a la hora de costumbre, a las cuatro.
Al oír esta orden, la expresión del maestresala se nubló como si acabase de escuchar su sentencia de muerte. Palideció, encogiéndose bajo el golpe. Después se irguió con el valor de la desesperación.
—Que sea lo que Dios quiera —dijo—, pero monseñor comerá a las cinco. —¿Por qué a las cinco? —exclamó el mariscal. —Porque es materialmente imposible que monseñor coma antes. —Monsieur —dijo el viejo mariscal, moviendo con altivez su cabeza todavía joven—, hace ya veinte años que estáis a mi servicio, ¿no es así?
—Veintiún años, monseñor, un mes y dos semanas.
—Pues a esos veintiún años, un mes y dos semanas no añadiréis ni un día más, ni siquiera una hora. ¿Comprendido? —replicó el anciano, pellizcándose sus finos labios y frunciendo las cejas pintadas—. Desde esta tarde os buscaréis un nuevo amo. No admito que la palabra «imposible» se pronuncie en mi casa. Y a mi edad ya no deseo aprenderla. No puedo perder el tiempo.
El maestresala se inclinó por tercera vez. —Esta tarde —dijo— me despediré de monseñor, pero por lo menos hasta el último momento le serviré como es conveniente. Retrocedió dos pasos hacia la puerta. —¿A qué llamáis vos «como es conveniente»? Aprended, monsieur, que las cosas deben hacerse como a mí me convienen. He aquí la conveniencia. Pues bien, deseo comer a las cuatro, y cuando deseo comer a las cuatro, no admito que me sirváis a las cinco.
—Señor mariscal —dijo con sequedad el maestresala—, yo he servido de mayordomo al príncipe de Soubise y de intendente al príncipe cardenal Louis de Rohan; en casa del primero, Su Majestad el difunto rey de Francia comía una vez al año; en casa del segundo. Su Majestad el emperador de Austria lo hacía una vez al mes. Por lo tanto, sé cómo tratar a los soberanos, monseñor. En casa del príncipe de Soubise, el rey Luis XV se llamaba en vano barón de Gonesse, pero no dejaba de ser un rey. En casa del segundo, es decir, en casa del príncipe de Rohan, el emperador José se hacía llamar conde de Packenstein, pero no dejaba de ser un Emperador. Hoy, el señor mariscal recibe a un convidado, que en vano se hace llamar conde de Haga, pues no por eso deja de ser rey de Suecia. Me iré esta tarde de la residencia del señor mariscal, donde el conde de Haga será tratado como un rey.
—Eso es precisamente lo que os prohíbo, obstinado; el conde de Haga desea mantener el incógnito más severo. ¡Pardiez! En eso conozco vuestra estúpida vanidad, señores de la servilleta. No es precisamente a la corona a quien honráis, sino que os glorificáis a vosotros mismos con nuestros escudos.
—Supongo —observó con acritud el maestresala— que, cuando monseñor habla de dinero, no lo hace en serio.
—Por supuesto que no —dijo el mariscal, casi con humildad—. No. ¿Dinero? ¿Quién diablos os habla de dinero? No deis la vuelta a la cuestión, os lo suplico, y repito que no deseo que se hable aquí del rey.
—Pero, señor mariscal, ¿por quién me tomáis? ¿Pensáis que estoy ciego? Ni por un instante se hablará aquí de rey alguno. —Pues no os obstinéis y servidme la comida a las cuatro. —No, señor mariscal. Porque a las cuatro no habrá llegado lo que espero. —¿Y qué esperáis? ¿Un pescado, como monsieur Vatel? —Monsieur Vatel, monsieur Vatel...1 —murmuró el maestresala.
—¿Os extraña la comparación? —No. Pero, por una cuchillada que monsieur Vatel se dio en el cuerpo, ya es inmortal. —¿Y os parece, monsieur, que vuestro colega ha pagado muy barato la gloria? —No, monseñor. Pero hay otros que sufren más que él en nuestra profesión y padecen dolores y humillaciones cien veces peores que una cuchillada, y, sin embargo, no son inmortales.
—Monsieur, ¿no sabéis que para ser inmortal es necesario pertenecer a la Academia o haber muerto?
—Monseñor, si es así, prefiero seguir vivo y cumplir con mi obligación. Yo no moriré y cumpliré con mi deber, al igual que habría hecho Vatel si el señor príncipe de Conde hubiese tenido la paciencia de esperar media hora.
—Me prometéis maravillas. Sois muy hábil. —No, monseñor; no prometo ninguna maravilla. —Entonces, ¿qué es lo que estáis esperando? —¿Monseñor desea que se lo diga? —Claro que sí. Soy muy curioso. —Pues bien, monseñor: espero una botella de vino. —¿Una botella de vino? Explicaos; el asunto empieza a interesarme. —Se trata de lo siguiente, monseñor: Su Majestad el rey de Suecia... Perdón, he querido decir Su Excelencia el conde de Haga..., sólo bebe vino de Tokay.
—Y ¿qué? ¿Estoy tan mal provisto como para no tener Tokay en mi bodega? En ese caso habrá que despedir a mi bodeguero. —No, monseñor. Aún quedan cerca de sesenta botellas. —Y ¿creéis que el conde de Haga beberá sesenta botellas de vino en la comida? —Paciencia, monseñor; cuando el señor conde de Haga vino a Francia por primera vez, sólo era príncipe real; entonces comió con el ahora difunto rey, que había recibido doce botellas de Tokay de Su Majestad el emperador de Austria. El primer Tokay se reserva para las bodegas de los emperadores, y los mismos soberanos únicamente lo beben cuando Su Majestad el Emperador tiene a bien enviárselo.
—Lo sé.
—Monseñor, de esas doce botellas que el príncipe real probó y encontró admirables sólo quedan dos. Una de ellas está todavía en la bodega del rey Luis XVI; la otra...
—Ah...
—Sí. A eso es a lo que íbamos —dijo el maestresala, con una sonrisa triunfante, dándose cuenta de que, después de la larga lucha que acababa de sostener, el momento de la victoria se acercaba—. La otra... ¡fue robada!
—¿Por quién? —Por uno de mis amigos, monseñor. El bodeguero del difunto rey, que me debía muchos favores. —Y él os la dio... —En efecto, monseñor —dijo el maestresala, con orgullo. —Y ¿qué hicisteis con ella? —La deposité con sumo cuidado en la bodega de mi amo, monseñor. —¿De vuestro amo? Y ¿quién era en aquel tiempo vuestro amo? —El cardenal príncipe de Rohan, monseñor. —Dios mío, ¿en Estrasburgo? —En Saverna. —¿Y habéis enviado a buscar esa botella para mí? —exclamó el viejo mariscal. —Para vos, monseñor —respondió el maestresala, con un tono que se podía traducir por «ingrato». El duque de Richelieu cogió la mano del viejo servidor, exclamando: —Os pido perdón. Sois el rey de los maestresalas. —Y vos me echabais —respondió éste, con un indefinible movimiento de cabeza y hombros. —Os pago por esa botella cien pistolas. —Que, con las cien pistolas que costarán al señor mariscal los gastos del viaje, sumarán doscientas. Pero monseñor estará de acuerdo conmigo en que es barato.
—Estaré de acuerdo con vos en todo lo que queráis, y desde hoy os doblo vuestros honorarios. —Monseñor, no he hecho nada para merecerlo; únicamente he cumplido con mi deber. —Entonces, ¿cuándo llegará vuestro correo de cien pistolas? —Monseñor juzgará si he perdido el tiempo: ¿qué día me encargó monseñor la comida? —Hoy hace tres días, creo. —El correo necesita veinticuatro horas para ir y otras tantas para volver. —Aún os quedan veinticuatro. ¿Qué habéis hecho con ellas, príncipe de los maestresalas? —Desgraciadamente, las he perdido, monseñor. La idea no se me ocurrió hasta la mañana siguiente del día en que vos me disteis la lista de invitados. Ahora calculemos el tiempo que llevará la negociación, y veréis, monseñor, que, al pediros retrasar la comida hasta las cinco, no os solicito más que lo estrictamente necesario.
—¿Cómo? ¿La botella no está aquí todavía? —No, monseñor. —Dios mío... Y ¿si vuestro colega de Saverna es tan leal al señor príncipe de Rohan como vos lo sois conmigo? —¿Qué, monseñor? —Si él se niega a entregar la botella, ¿cómo os las arreglaréis vos? —¿Yo, monseñor? —Sí. Porque supongo que no serviréis una de las botellas parecidas que hay en mi bodega. —Os pido humildemente perdón, monseñor. Pero si un compañero mío tuviese que cumplimentar a un rey y viniese a pedirme vuestra mejor botella de vino, se la daría al momento.
—¡Oh! —exclamó el mariscal, con una ligera mueca. —Ayudando, se ayuda uno a sí mismo, monseñor. —Así ya estoy más tranquilo —dijo el mariscal, suspirando—. Pero aún existe una desgraciada posibilidad. —¿Cuál, monseñor? —¿Y si la botella se rompe? —Jamás se ha oído que un hombre rompa una botella de vino que valga dos mil libras. —Convengo en que estaba equivocado; no hablemos más del asunto... ¿A qué hora llegará vuestro correo? —A las cuatro en punto. —Entonces, ¿qué es lo que nos impide comer a las cuatro? —volvió a preguntar el mariscal, terco como una mula. —Monseñor, mi vino necesita una hora de reposo, y eso gracias a un proceso de mi invención, sin el cual necesitaría tres días. Derrotado una vez más, el mariscal saludó a su maestresala. —Por otra parte —continuó éste—, los convidados de monseñor saben ya que tendrán el honor de comer con el señor conde de Haga, y por lo tanto llegarán a las cuatro y media.
—Esa es otra.
—Sin duda, monseñor; ¿no son los convidados de monseñor el señor conde de Launay, la condesa du Barry, monsieur de La Perouse, monsieur de Favras, monsieur de Condorcet, monsieur de Cagliostro y monsieur de Taverney?
—¿Y bien?
—Procedamos por orden, pues, monseñor: monsieur de Launay viene de la Bastilla2, y desde París aquí, a causa del hielo que hay en las carreteras, se emplean tres horas.
—Sí, pero saldrá nada más terminar la comida de los prisioneros, es decir, a mediodía; conozco muy bien eso.
—Perdón, monseñor, pero desde que monseñor dejó la Bastilla3, la hora de la comida ha cambiado; ahora se come a la una.
—Todos los días se aprende algo, y os doy las gracias. Continuad.
—Madame du Barry viene de Louveciennes, y el camino está muy resbaladizo debido a la escarcha.
—Lo cual no le impedirá llegar con puntualidad. Desde que no es más que la favorita de un duque4, sólo se las da de reina con los barones. Es necesario que lo comprendáis, monsieur: había deseado comer pronto porque monsieur de La Perouse, que se marcha esta tarde, no deseará retrasarse5.
—Monseñor, el caballero de La Perouse está en este momento con el rey; trata de geografía y cosmografía con Su Majestad. El rey no dejará marchar tan pronto a monsieur de La Perouse.
—Es posible...
—Es seguro, monseñor. Y pasará lo mismo con monsieur de Favras, que está en casa del señor conde Provenza, sin duda comentando la obra de Carón de Beaumarchais.
—¿Las bodas de Fígaro?
—Sí, monseñor. —¿Sabéis que sois muy ilustrado, monsieur? —En mis ratos perdidos, leo, monseñor. —Tenemos a monsieur de Condorcet6, que, en su calidad de geómetra, podría ser puntual.
—Sí, pero se enfrascará en un cálculo y, cuando lo haya resuelto, se encontrará con media hora de retraso. En cuanto al conde de Cagliostro, como se trata de un extranjero y vive en París desde hace poco tiempo, es muy probable que no conozca aún la vida de Versalles y se haga esperar.
—Veo —dijo el mariscal— que habéis nombrado a todos mis convidados excepto a Taverney, y con un orden de enumeración digno de Homero y de mi fiel Rafté.
El maestresala se inclinó.
—No he hablado de monsieur de Taverney porque es un viejo amigo que se conformará con lo que se disponga. Creo, monseñor, que son éstos los ocho cubiertos de esta tarde, ¿no?
—Perfectamente. ¿Dónde comeremos? —En el comedor grande, monseñor. —Nos helaremos. —Hace tres días que está calentándose, monseñor, y he regulado la temperatura a dieciocho grados. —Muy bien, pero ya suena la media. El mariscal miró el reloj. —Son las cuatro y media. —Sí, monseñor, y un caballo está entrando en el patio; llega mi botella de vino de Tokay. —Desearía ser servido de esa manera veinte años más —dijo el viejo mariscal, volviendo a su espejo mientras el maestresala corría al office.
—Veinte años más —dijo una alegre voz que interrumpió al duque en el preciso momento en que se miraba al espejo—. ¡Veinte años! Querido mariscal, os lo deseo, pero entonces, duque, yo tendré sesenta y seré ya muy vieja.
—¿Vos, condesa? —exclamó el mariscal—. ¡Vos la primera que llega! Dios mío, seguís tan bella y lozana como siempre. —Decid, más bien, que estoy helada. —Pasad al tocador, os lo ruego. —¿Una conversación privada entre los dos, mariscal? —Entre los tres —respondió una voz cascada. —De Taverney —exclamó el mariscal. Y añadió al oído de la condesa—: ¡Peste de aguafiestas! —¡Puaf! —murmuró madame du Barry con una carcajada. Los tres pasaron a la estancia contigua.