Madre del cuento de hadas,
tómame de tu mano
Navegando en tu barco
llévame en silencio
Madre del cuento de hadas,
llévame a tu gran país.
La aparición de los cuentos de Grimm debe explicarse partiendo de dos hechos capitales de la vida intelectual alemana en los primeros años del siglo XIX, ambos de alcance universal: el Romanticismo, por una parte y, dentro de él, el movimiento conocido con el nombre de grupo de Heidelberg y, por otra, el nacimiento de la llamada Escuela histórica, fundada por Savigny. En realidad, los dos hechos se fundan en uno solo: el principio fundamental de que partía la escuela de Savigny, que afirmaba que un proceso histórico no debe creerse producto de la actividad consciente e intencional de un individuo, sino que hay que considerarlo como un organismo dotado de vida propia y que se desarrolla en virtud de fuerzas que trascienden la razón; ahora bien, este principio no es, en el fondo, sino una formulación especial del culto que los románticos rendían a cuanto la Historia tiene de irracional, de misterioso, de originario y de primitivo.
Ante la rara fortuna que los Kinder- und Hausmärchen han tenido en todos los países del mundo y, más particularmente, ante el gran papel que desempeñan y es verosímil que sigan desempeñando aún durante siglos en la literatura infantil, puede parecer sorprendente tal planteamiento de su génesis. Así debe hacerse, sin embargo, pues los Cuentos nos ofrecen un ejemplo típico de cómo un producto artístico puede, en su resultado efectivo, trascender la intención que presidió su desarrollo.
El punto de vista de que partió Jacobo Grimm al concebir su colección de Märchen era estrictamente científico: su idea había sido la de recoger materiales referentes al remoto pasado de los pueblos germánicos, materiales que permitieran calar en los orígenes de su mitología y de sus instituciones, y recobrar algunas formas de lo que debió de ser su poesía primitiva. Estaba convencido de que los cuentos, a despecho de los cambios inevitablemente sufridos en el curso de su prolongada transmisión oral, representan una forma primitiva, y de que las variaciones en ellos introducidas no se refieren, por lo común, más que a incidentes, detalles y adornos, pero raras veces a su estructura fundamental. Nada estaba, pues, más lejos de la mente de los hermanos (o al menos de la de Jacobo) que el propósito de escribir para un público infantil. El título, Cuentos de la infancia y del hogar, indica la procedencia y el carácter de la materia, no su destino. Sobre este punto, Jacobo fue explícito: «El libro no está escrito para los niños, aunque si les gusta, tanto mejor; no hubiera puesto tanto ánimo en componerlo, de no haber creído que las personas más graves y cargadas de años podían considerarlo importante desde el punto de vista de la poesía, de la mitología y de la historia». Los niños no han sido más que un instrumento, un pretexto, para su conservación y propagación: «Los niños sólo tienen receptividad para la épica; a esta particularidad de su carácter debemos la conservación de estos documentos».
¿Cómo ocurrió, pues, que una obra empezada con semejante gravedad de designios, se convirtiera, no sólo en el modelo clásico de la literatura de entretenimiento infantil, sino en una de las obras maestras del arte narrativo universal? En realidad, los hermanos Grimm trabajaban, tal vez sin darse clara cuenta de ello, bajo la tensión de una antinomia, cuyos polos eran «ciencia» y «poesía». La tensión se hallaba en el ambiente, pues estos dos conceptos, que a nosotros nos parecen tan distintos, por no decir antagónicos, pugnaban precisamente entonces, en el ánimo de los románticos (como en el espíritu de Goethe), para disociarse y definir el uno frente al otro sus respectivas fronteras; pero la tensión se hallaba también en la personalidad de los autores, cuyos caracteres eran mucho más distintos de lo que podría hacer creer la armonía que entre ellos reinó durante toda su vida: Jacobo, en efecto, era el científico; Guillermo, el poeta. De Jacobo fue la idea, la fijación del método y la parte más importante del trabajo de recopilación; Guillermo se encargó en especial de la elaboración de los cuentos, cuya redacción definitiva fijó en las ediciones posteriores. Jacobo se había lanzado entretanto a nuevas y más ambiciosas empresas, e intervino ya muy poco en la elaboración del segundo volumen, y si antes hemos visto a Jacobo preocuparse ante todo de la historia y de la mitología es, en cambio, significativo leer en el prólogo del segundo volumen, escrito por Guillermo, las siguientes palabras: «No sólo nos proponernos prestar un servicio a la historia de la Poesía, sino dar ocasión a que la poesía que anima estos cuentos se haga plenamente eficaz».
De la eficacia de los cuentos es testimonio elocuente la influencia que han ejercido sobre la poesía y el arte narrativo de todos los países. De ahí que sea interesante dar algunos pormenores sobre la génesis de la colección.
La gestación de los Kinder- und Hausmärchen nos transporta a una época que podemos calificar de heroica, tanto en el campo de la acción como en el del pensamiento. Eran los años de reacción contra la invasión napoleónica. Ante la desdicha del presente, los alemanes volvían sus miradas al pasado, para sacar de él fe en el porvenir; así surgieron el Guillermo Tell de Schiller (1804), la Hermannschlacht de Heinrich van Kleist (1808). Por otra parte, Herder había encendido ya la comprensión para aquello que cada pueblo tiene en sí de valioso y distintivo, y había formulado su célebre principio de que la poesía era la lengua madre del género humano. Herder había refutado, con una brillante critica, el método de explicar la Poesía partiendo de las escasas y tardías noticias que acerca de ella nos da la tradición escrita. Los monumentos literarios conservados en los libros son sólo el resto fosilizado de algo que, un tiempo, estuvo lleno de vida; por eso, las historias de la literatura no son sino vastos camposantos, cubiertos de osamentas, que son clasificadas y estudiadas de un modo mecánico, sin que nadie se pregunte nunca por la necesidad vital a que debieron su nacimiento. Por no atender a esta necesidad que presidió su origen, se ha podido escribir la historia de la literatura en forma de un estudio de los movimientos migratorios de las formas poéticas, las cuales se hacen derivar de una fuente única, siendo así que en todos los pueblos se hallan simientes capaces de hacer brotar la creación artística. Así es como Herder llegó a fundar su principio, trascendental para el pensamiento de la primera mitad del siglo XIX, del «espíritu creador del pueblo». ¿Por qué hemos de convertirnos en copistas, cuando podemos ser originales? Ésta fue la pregunta que conmovió hasta lo más íntimo la conciencia de los escritores alemanes.
La respuesta, en el campo mismo en que se había situado Herder, no se hizo esperar: fue el Des Knaben Wunderhorn, la famosa colección de canciones populares publicada por Arnim y Brentano (1806), que renovó todos los modos de la lírica germana. La otra respuesta fueron los Kinder- und Hausmärchen de Jacobo y Guillermo Grimm, cuyo primer volumen fue publicado en 1812, seguido por el segundo en 1815.
La vinculación de la obra de los hermanos Grimm a las sugerencias herderianas y al ejemplo de Arnim y Brentano no puede ser más clara y explícita. Herder había sido el primero (ya en 1777) en llamar la atención sobre la importancia histórica del cuento alemán, que para él era «un resultado de las creencias populares y de la potencia imaginativa del pueblo». Por otra parte, al margen de su colaboración con Brentano en el Wunderhorn, Arnim había acariciado la idea de escribir una gran obra sobre las antigüedades germánicas y, a tal efecto, en 1805 habla de las leyendas y cuentos (Sagen und Märchen) que sería conveniente incluir en la proyectada colección.
Que estas palabras de Arnim sirvieron de acicate inmediato a los Grimm, lo da a suponer el hecho de que los dos hermanos pusieran manos a la obra ya al año siguiente de haber sido escritas (1806). Su primera intención fue publicar la obra en colaboración con Brentano; pero tuvieron que abandonarla pronto. El pensamiento de Brentano era recoger de labios del pueblo la materia bruta, para reelaborarla luego con la misma libertad con que había procedido en su colección de canciones. Los Grimm veían la cosa desde un ángulo distinto: se trataba, ante todo, de reproducir exactamente y con todo rigor científico la materia narrativa tal como se hallaba en la tradición oral, respetando fórmulas estilísticas y expresiones dialectales. La poesía de los cuentos había de actuar por sí misma, sin aditamentos literarios, y su preservación en ningún caso debía hacerse a costa de su valor documental.
Esta actitud representaba una novedad en la cuentística literaria (tal vez con la única, aunque importante excepción de Perrault, quien ya en 1697 había publicado los Contes de ma mère l’Oye en tono infantil y sin adiciones substanciales). Para los cuentistas anteriores, embebidos de las concepciones racionalistas de la Ilustración, el cuento, como tal, no era más que un pretexto para la exposición de sus propias ideas e invenciones; era la materia bruta, que había que vestir con nobles palabras y pensamientos significativos. Todavía Wieland decía: «Los cuentos de viejas, contados en el estilo de las viejas, muy bien que se transmitan de boca en boca; pero imprimirlos, de ningún modo».
Los precedentes de la obra de Grimm (aparte el ya mencionado de Perrault) deben buscarse fuera de la literatura en su sentido estricto; se hallan más bien en los libros populares, groseramente escritos y peor impresos que, por otra parte, raras veces sabían captar el espíritu de la narración oral, y a menudo ni acertaban siquiera a descubrir cuál era el punto esencial de cada relato. Y cuando su autor estaba dotado de una sensibilidad que se levantara algo por encima del nivel corriente, era raro que resistiera a la tentación de intercalar sus propias invenciones y de adaptar materiales de publicaciones extranjeras similares, mezclando así lo genuino con lo espurio, lo nacional con lo exótico.
Algunos de los cuentos que figuraban en estas oscuras publicaciones fueron admitidos en la suya por los Grimm. Pero la gran masa de su material la recogieron directamente y de viva voz. Las fuentes de los Märchen fueron, sobre todo, dos distritos de Hesse: el condado de Hanau, la lengua de tierra que se extiende junto a las márgenes del Mein y su afluente el Kinzig, patria de los dos hermanos, y la región de Kassel. Muchos cuentos fueron transcritos de labios de personas conocidas, especialmente miembros de la familia de Werner van Haxthausen; una parte de los más bellos del segundo volumen se deben a una campesina de la aldea de Niederzwehren (cerca de Kassel), la Viemännin; con más de 50 años de edad, estaba dotada de una memoria excepcional; recitaba los cuentes dos veces: una, libremente y en tono normal, la segunda, despacio, para dar tiempo a que su oyente pudiera transcribirlos con toda fidelidad; repetía siempre las mismas palabras, procurando corregirse a sí misma cuando cometía algún error, por nimio que fuera.
En 1807, a un año de haber empezado la recogida de material, Brentano se admira ya del número y calidad de los tesoros reunidos, y concibe la idea de aprovechar algunos para la segunda parte del Wunderhorn. Arnim insta para que se proceda a la publicación inmediata, exhortando a los Grimm a que no se dejen demorar por un intempestivo afán de perfección. Guillermo nos ha dejado una vivaz descripción de la pintoresca escena en el cuarto de Arnim, el día en que le presentaron los primeros originales: «Yendo de un lado a otro de la habitación, Arnim leía las páginas, una tras otra, mientras un canario amaestrado, manteniendo precariamente el equilibrio con graciosos movimientos de las alas, se estaba posando sobre su cabeza, entre cuyos rizos parecía sentirse muy a gusto».
A propósito de la aparición del primer volumen, en 1812, los autores definieron su proceder del modo siguiente: «No hemos añadido nada de nuestra cosecha, ni hemos intentado embellecer ninguna situación o rasgo de la tradición, sino que nos hemos esforzado en reproducir su contenido tal como nos ha sido transmitido; la expresión es nuestra, huelga decirlo, así como la exposición de cada detalle; pero procurando siempre conservar todas las particularidades observadas… Las repeticiones de frases, rasgos y transiciones deben considerarse como fórmulas épicas que se repiten de suyo cada vez que se pulsa la tecla correspondiente».
La combinación de fidelidad a la materia y de elaboración (y hasta cierto punto creación) poética queda así perfectamente definida desde un principio. La unidad de tono y estilo, que resalta en todos los cuentos, con ser éstos de tan diversas procedencias, es un claro indicio de que la actitud de los autores, ante la materia que les venía a las manos, estaba muy lejos de ser pasiva. Los críticos posteriores se han dedicado a poner en claro la importancia respectiva de aquellos dos elementos. (Véase, sobre todo, Hermann Hamann, Die literarischen Vorlagen der Kinder- und Hausmärchen und ihre Bearbeitung durch die Brüder Grimm, Berlín, 1909; Kurt Schmidt, Die Entwikklung der Grimmschen Kinder- und Hausmärchen, Halle, 1932.) Daremos aquí un breve resumen de sus resultados.
La tradición oral proporciona, no sólo el volumen mayor del material, sino, en particular, el tono y el estilo. Los Grimm pusieron especial empeño en mantenerse fieles a la originalidad y belleza de la lengua popular; no se propusieron crear, sino reproducir las creaciones del pueblo y restablecer sus modos expresivos allí donde éstos habían sido desfigurados por la tradición literaria. Así, incluso cuando los cuentos proceden de fuentes escritas (colecciones medievales, francesas, latinas, etc., en prosa o en verso), quedan fundidas en el conjunto, recobrando su primitiva frescura.
Las modificaciones introducidas son, por regla general, exteriores y accidentales; raras veces refunden los cuentos, aunque en algunas ocasiones modifican su extensión, abreviándolos o completándolos; eliminan detalles chocantes, como también suprimen las moralejas, apropiadas sólo cuando el cuento es considerado como un apólogo destinado al aleccionamiento o a la edificación moral. Asimismo, eliminan los elementos extraños que se han introducido en la tradición popular en forma de referencias concretas a personas o lugares: los cuentos deben considerarse como «sueños de un secreto mundo familiar, que se encuentra en todas partes y en ninguna» (Novalis). Desaparecen, por tanto, las digresiones tendenciosas, los rasgos satíricos, las alusiones concretas. Hasta los nombres propios quedan reducidos a los más corrientes: Heinz, Hans, Grete, Trude, a veces con un epíteto constante: der faule Heinz, der lange Lenz, die dicke Trine, das kluge Gretel.
Cada cuento representa una unidad completa y cerrada en sí misma; con rarísimas excepciones, no se encuentran referencias de un cuento al otro. El relato es siempre impersonal, y el narrador sólo ocasionalmente se permite intervenir al final con alusiones humorísticas o bonachonas a su auditorio infantil.
Señalar los elementos mágicos, restos de creencias o supersticiones antiquísimas, que se hallan diseminados en todos los cuentos, significaría emprender un estudio especial sobre este tema. Limitémonos aquí a señalar el simbolismo de los números. En las enumeraciones, éstos son poco menos que constantes: 3, 7, 12. Cuando los hermanos son tres, el menor es siempre el mejor; asimismo, las empresas salen bien a la tercera tentativa.
El primitivismo de las ideas y sentimientos resalta, entre otras cosas, en el humorismo, que se complace en las bufonadas más elementales; en la psicología, totalmente falta de análisis y matizaciones, basada sólo en fuertes contrastes de bien y mal. Por lo demás, la excelencia moral o espiritual coincide siempre con la belleza física, la cual es descrita de un modo hiperbólico, típico y conciso: wunderschön, so schön, wie ihr auf der Welt eine finden könnt, als noch jemand auf Erde gewesen war, etc.
La sintaxis es de lo más sencillo, con absoluta predominancia de la coordinación sobre la subordinación. La lengua es clara, viva, plástica y concreta, desprovista de imágenes o vagas comparaciones. Al revés de lo que ocurre con la prosa artística, de tendencias alegorizantes, en que lo general sirve para expresar lo particular, aquí las cosas concretas son estilizadas para expresar abstracciones, pues la lengua del pueblo, como la del niño, es pobre en generalidades derivadas.
* * *
Tal fue el origen y tales las características de uno de los libros que más vitalidad han demostrado entre todas las producciones del Romanticismo alemán. Aunque parezca paradójico, a este resultado han contribuido no poco la actitud y el método con que los hermanos Grimm se acercaron a su pueblo. Sus pretensiones de rigor científico pueden parecernos hoy pueriles y son, desde luego, insuficientes desde el punto de vista de la moderna etnología y del moderno folklore; pero de hecho los salvaron de adoptar formas y modos que no han resistido los cambios de gusto y de concepciones. A despecho de su adhesión a las ideas de su tiempo, supieron poner siempre los hechos por delante de las teorías. Gracias a ello, su obra ha quedado, no sólo en Alemania, sino en todos los pueblos del mundo, como el modelo perfecto de los «cuentos populares», los Volksmärchen, en contraposición al género literario de los «cuentos de hadas», producto de la fantasía artística. Piénsese lo que se quiera de la romántica fe de los Grimm en la superioridad de la poesía popular sobre la poesía de arte; lo cierto es que el monumento que erigieron a la poesía espontánea de su pueblo ha sido una fuente de inspiración en la que no han desdeñado beber los escritores más refinados.
* * *
La presente traducción castellana ofrece, entre las que existen en nuestra lengua, la novedad de ser completa. Las ventajas de poseer una traducción de esta índole son demasiado obvias para que requieran ser enumeradas. Baste recordar el doble carácter de la obra de los Grimm, su intención científica y su realización artística, para comprender las ventajas que para muchos estudiosos o aficionados del folklore o la etnología puede reportar una versión de todo el material sacado a luz por los dos hermanos. Tal duplicidad de carácter ha sido también tenida en cuenta en la adopción de criterio para la traducción. La versión literal de algunos cuentos ofrece espinosas dificultades, y sólo sería factible sacrificando, poco menos que del todo, su eficacia como obra literaria o de entretenimiento. En estos casos (que por lo demás no son muchos) se ha impuesto una cierta adaptación, que respetando en lo posible el contenido, resultara legible en castellano. Entiéndase, sin embargo, que tal adaptación sólo alcanza a detalles de forma; en todo lo esencial, los cuentos ruedan tal como los publicaron sus autores.
EDUARDO VALENTI
EN aquellos remotos tiempos, en que bastaba desear una cosa para tenerla, vivía un rey que tenía unas hijas lindísimas, especialmente la menor, la cual era tan hermosa que hasta el Sol, que tantas cosas había visto, se maravillaba cada vez que sus rayos se posaban en el rostro de la muchacha.
Junto al palacio real extendíase un bosque grande y oscuro, y en él, bajo un viejo tilo, fluía un manantial. En las horas de más calor, la princesita solía ir al bosque y sentarse a la orilla de la fuente. Cuando se aburría, poníase a jugar con una pelota de oro, arrojándola al aire y recogiéndola con la mano al caer; era su juguete favorito.
Ocurrió una vez que la pelota, en lugar de caer en la manita que la niña tenía levantada, hízolo en el suelo y, rodando, fue a parar dentro del agua. La princesita la siguió con la mirada, pero la pelota desapareció, pues el manantial era tan profundo, tan profundo, que no se podía ver su fondo.
La niña se echó a llorar; y lo hacía cada vez más fuerte, sin poder consolarse, cuando en medio de sus lamentaciones oyó una voz que decía:
—¿Qué te ocurre, princesita? ¡Lloras como para ablandar las piedras!
La niña miró en torno suyo, buscando la procedencia de aquella voz, y descubrió una rana que asomaba su gruesa y fea cabezota por la superficie del agua.
—¡Ah!, ¿eres tú, viejo chapoteador? —dijo—. Pues lloro por mi pelota de oro, que se me cayó en la fuente.
—Cálmate y no llores más —replicó la rana—. Yo puede arreglarlo. Pero, ¿qué me darás si te devuelvo tu juguete?
—Lo que quieras, mi buena rana —respondió la niña—; mis vestidos, mis perlas y piedras preciosas; hasta la corona de oro que llevo.
Mas la rana contestó:
—No me interesan tus vestidos, ni tus perlas y piedras preciosas, ni tu corona de oro; pero si estás dispuesta a quererme, si me aceptas por tu amiga y compañera de juegos; si dejas que me siente a la mesa a tu lado y coma de tu platito de oro y beba de tu vasito y duerma en tu camita; si me prometes todo esto, bajaré al fondo y te traeré la pelota de oro.
—¡Oh, sí! —exclamó ella—. Te prometo cuanto quieras con tal que me devuelvas la pelota —mas pensaba para sus adentros—. ¡Qué tonterías se le ocurren a este animalejo! Tiene que estarse en el agua con sus semejantes, croa que te croa. ¿Cómo puede ser compañera de las personas?
Obtenida la promesa, la rana se zambulló en el agua, y al poco rato volvió a salir, nadando a grandes zancadas, con la pelota en la boca. Soltóla en la hierba, y la princesita, loca de alegría al ver nuevamente su hermoso juguete, lo recogió y echó a correr con él.
—¡Aguarda, aguarda! —gritóle la rana—. ¡Llévame contigo; no puedo alcanzarte; no puedo correr tanto como tú!
Pero de nada le sirvió desgañitarse y gritar «cro, cro» con todas sus fuerzas. La niña, sin atender a sus gritos, seguía corriendo hacia el palacio, y no tardó en olvidarse de la pobre rana, la cual no tuvo más remedio que volver a zambullirse en su charca.
Al día siguiente, estando la princesita a la mesa junto con el Rey y todos los cortesanos, comiendo en su platito de oro, he aquí que plis, plas, plis, plas se oyó que algo subía fatigosamente las escaleras de mármol de palacio y, una vez arriba, llamaba a la puerta:
—¡Princesita, la menor de las princesitas, ábreme!
Ella corrió a la puerta para ver quién llamaba y, al abrir, encontróse con la rana allí plantada. Cerró de un portazo y volvióse a la mesa, llena de zozobra.
Al observar el Rey cómo le latía el corazón, le dijo:
—Hija mía, ¿de qué tienes miedo? ¿Acaso hay a la puerta algún gigante que quiere llevarte?
—No —respondió ella—, no es un gigante, sino una rana asquerosa.
—Y ¿qué quiere de ti esa rana?
—¡Ay, padre querido! Ayer estaba en el bosque jugando junto a la fuente, y se me cayó al agua la pelota de oro. Y mientras yo lloraba, la rana me la trajo. Yo le prometí, pues me lo exigió, que sería mi compañera; pero jamás pensé que pudiese alejarse de su charca. Ahora está ahí afuera y quiere entrar.
Entretanto, llamaron por segunda vez y se oyó una voz que decía:
«¡Princesita, la más niña, ábreme!
¿No sabes lo que ayer me dijiste
junto a la fresca fuente?
¡Princesita, la más niña, ábreme!»
Dijo entonces el Rey:
—Lo que prometiste debes cumplirlo. Ve y ábrele la puerta.
La niña fue a abrir, y la rana saltó dentro y la siguió hasta su silla. Al sentarse la princesa, la rana se plantó ante sus pies y le gritó:
—¡Súbeme a tu silla!
La princesita vacilaba, pero el Rey le ordenó que lo hiciese. De la silla, el animalito quiso pasar a la mesa y, ya acomodado en ella, dijo:
—Ahora acércame tu platito de oro para que podamos comer juntas.
La niña la complació, pero veíase a las claras que obedecía a regañadientes. La rana engullía muy a gusto, mientras a la princesa se le atragantaban todos los bocados. Finalmente, dijo la bestezuela:
—¡Ay! Estoy ahíta y me siento cansada; llévame a tu cuartito y arregla tu camita de seda; dormiremos juntas.
La princesita se echó a llorar; le repugnaba aquel bicho frío, que ni siquiera se atrevía a tocar; y he aquí que ahora se empeñaba en dormir en su cama. Pero el Rey, enojado, le dijo:
—No debes despreciar a quien te ayudó cuando te encontrabas necesitada.
Cogióla, pues, con dos dedos, llevóla arriba y la depositó en un rincón. Mas cuando ya se había acostado, acercóse la rana a saltitos y exclamó:
—Estoy cansada y quiero dormir tan bien como tú; conque súbeme a tu cama, o se lo diré a tu padre.
La princesita acabó la paciencia; cogió a la rana del suelo y, con toda su fuerza, la arrojó contra la pared:
—¡Ahora descansarás, asquerosa!
Pero en cuanto la rana cayó al suelo dejó de ser rana, y convirtióse en un príncipe, un apuesto príncipe de bellos ojos y dulce mirada. Y el Rey lo aceptó como compañero y esposo de su hija.
Contóle entonces que una bruja malvada lo había encantado, y que nadie sino ella podía desencantarlo y sacarlo de la charca; díjole que al día siguiente se marcharían a su reino.
Durmiéronse, y a la mañana, al despertarlos el sol, llegó una carroza tirada por ocho caballos blancos, adornados con penachos de blancas plumas de avestruz y cadenas de oro. Detrás iba, de pie, el criado del joven Rey, el fiel Enrique. Este leal servidor había sentido tal pena al ver a su señor transformado en rana, que se mandó colocar tres aros de hierro en torno al corazón para evitar que le estallase de dolor y de tristeza.
La carroza debía conducir al joven Rey a su reino. El fiel Enrique acomodó en ella a la pareja y volvió a montar en el pescante posterior; no cabía en sí de gozo por la liberación de su señor.
Cuando ya habían recorrido una parte del camino, oyó el príncipe un estallido a su espalda, como si algo se rompiese. Volviéndose, dijo:
«¡Enrique, que el coche estalla!
—No, no es el coche lo que falla,
es un aro de mi corazón,
que ha estado lleno de aflicción
mientras viviste en la fontana
convertido en rana.»
Por segunda y tercera vez oyóse aquel chasquido durante el camino, y siempre creyó el príncipe que la carroza se rompía; pero no eran sino los aros que saltaban del corazón del fiel Enrique al ver a su amo redimido y feliz.
UN gato había trabado conocimiento con un ratón, y tales protestas le hizo de cariño y amistad que, al fin, el ratoncito se avino a poner casa con él y hacer vida en común.
—Pero tenemos que pensar en el invierno, pues de otro modo pasaremos hambre —dijo el gato—. Tú, ratoncillo, no puedes aventurarte por todas partes; al fin caerías en alguna ratonera.
Siguiendo, pues, aquel previsor consejo, compraron un pucherito lleno de manteca. Pero luego se presentó el problema de dónde lo guardarían, hasta que, tras larga reflexión, propuso el gato:
—Mira, el mejor lugar es la iglesia. Allí nadie se atreve a robar nada. Lo esconderemos debajo del altar y no lo tocaremos hasta que sea necesario.
Así, el pucherito fue puesto a buen recaudo. Pero no había transcurrido mucho tiempo cuando, cierto día, el gato sintió ganas de probar la golosina y dijo al ratón:
—Oye, ratoncito, una prima mía me ha hecho padrino de su hijo; acaba de nacerle un pequeñuelo de piel blanca con manchas pardas, y quiere que yo lo lleve a la pila bautismal. Así es que hoy tengo que marcharme; cuida tú de la casa.
—Muy bien —respondió el ratón— vete en nombre de Dios y si te dan algo bueno para comer, acuérdate de mí. También yo chuparía a gusto un poco del vinillo de la fiesta.
Pero todo era mentira; ni el gato tenía prima alguna ni lo habían hecho padrino de nadie. Fuese directamente a la iglesia, se deslizó hasta el puchero de grasa, se puso a lamerlo y se zampó toda la capa exterior. Aprovechó luego la ocasión para darse un paseíto por los tejados de la ciudad; después se tendió al sol, relamiéndose los bigotes cada vez que se acordaba de la sabrosa olla. No regresó a casa hasta el anochecer.
—Bien, ya estás de vuelta —dijo el ratón—; a buen seguro que has pasado un buen día.
—No estuvo mal —respondió el gato.
—¿Y qué nombre le habéis puesto al pequeñuelo? —inquirió el ratón.
—«Empezado» —repuso el gato secamente.
—¿«Empezado»? —exclamó su compañero—. ¡Vaya nombre raro y estrambótico! ¿Es corriente en vuestra familia?
—¿Qué le encuentras de particular? —replicó el gato—. No es peor que «Robamigas», como se llaman tus padres.
Poco después le vino al gato otro antojo, y dijo al ratón:
—Tendrás que volver a hacerme el favor de cuidar de casa, pues otra vez me piden que sea padrino, y como el pequeño ha nacido con una faja blanca en torno al cuello, no puedo negarme.
El bonachón del ratoncito se mostró conforme, y el gato rodeando sigilosamente la muralla de la ciudad hasta llegar a la iglesia, se comió la mitad del contenido del puchero.
—Nada sabe tan bien —díjose para sus adentros— como lo que uno mismo se come.
Y quedó la mar de satisfecho con la faena del día.
Al llegar a casa preguntóle el ratón:
—¿Cómo le habéis puesto esta vez al pequeño?
—«Mitad» —contestó el gato.
—¿«Mitad»? ¡Qué ocurrencia! En mi vida había oído semejante nombre; apuesto a que no está en el calendario.
No transcurrió mucho tiempo antes de que al gato se le hiciese de nuevo la boca agua pensando en la manteca.
—Las cosas buenas van siempre de tres en tres —dijo al ratón—. Otra vez he de actuar de padrino; en esta ocasión, el pequeño es negro del todo, sólo tiene las patitas blancas; aparte de ellas, ni un pelo blanco en todo el cuerpo. Esto ocurre con muy poca frecuencia. No te importa que vaya, ¿verdad?
—¡«Empezado», «Mitad»! —contestó el ratón—. Estos nombres me dan mucho que pensar.
—Como estás todo el día en casa, con tu levitón gris y tu larga trenza —dijo el gato—, claro, coges manías. Estas cavilaciones te vienen del no salir nunca.
Durante la ausencia de su compañero, el ratón se dedicó a ordenar la casita y dejarla como la plata, mientras el glotón se zampaba el resto de la grasa del puchero.
—Es bien verdad que uno no está tranquilo hasta que lo ha limpiado todo —díjose.
Y, ahíto como un tonel, no volvió a casa hasta bien entrada la noche.
Al ratón le faltó tiempo para preguntarle qué nombre habían dado al tercer gatito.
—Seguramente no te gustará tampoco —dijo el gato—. Se llama «Terminado».
—¡«Terminado»! —exclamó el ratón—. Éste sí que es el nombre más estrafalario de todos. Jamás lo vi escrito en letra impresa. ¡«Terminado»! ¿Qué diablos querrá decir?
Y, meneando la cabeza, se hizo un ovillo y se echó a dormir.
Ya no volvieron a invitar al gato a ser padrino, hasta que, llegado el invierno y escaseando la pitanza, pues nada se encontraba por las calles, el ratón acordóse de sus provisiones de reserva.
—Anda, gato, vamos a buscar el puchero de manteca que guardamos; ahora nos vendrá de perlas.
—Sí —respondió el gato—, te sabrá como cuando sacas la lengua por la ventana.
Salieron, pues, y al llegar al escondrijo, allí estaba el puchero, en efecto, pero vacío.
—¡Ay! —clamó el ratón—. Ahora lo comprendo todo; ahora veo claramente lo buen amigo que eres. Te lo comiste todo cuando me decías que ibas de padrino: primero «empezado», luego «mitad», luego…
—¿Vas a callarte? —gritó el gato—. ¡Si añades una palabra más, te devoro!
—… «terminado» —tenía ya el pobre ratón en la lengua.
No pudo aguantar la palabra y, apenas la hubo soltado, el gato pegó un brinco y, agarrándolo, se lo tragó de un bocado.
Así van las cosas de este mundo.
EN las lindes de un gran bosque vivía un leñador con su mujer y su única hija, una niña de tres años. Eran tan pobres que ni siquiera podían disponer del pan de cada día, y no sabían qué dar de comer a su hijita.
Una mañana, el leñador se fue a trabajar al bosque y, mientras estaba partiendo leña, llena la cabeza de preocupaciones, apareciósele de pronto una dama hermosísima; en su cabeza brillaba una corona de refulgentes estrellas. Le dijo:
—Soy la Virgen María, Madre del Niño Jesús. Eres pobre y necesitado, tráeme a tu pequeña; me la llevaré conmigo; seré su madre y la cuidaré.
El leñador obedeció; fue a buscar a su hija y la entregó a la Virgen María, la cual se volvió al cielo con ella. La niña lo pasaba de perlas: para comer, mazapán; para beber, leche dulce; sus vestidos eran de oro, y los angelitos jugaban con ella.
Cuando tuvo catorce años, llamóla un día la Virgen y le dijo:
—Hija mía, he de salir de viaje, un viaje muy largo; ahí tienes las llaves de las trece puertas del Cielo; tú me las guardarás. Puedes abrir doce y contemplar las maravillas que encierran; pero la puerta número trece, que es la de esta llavecita, no debes abrirla. ¡Guárdate de hacerlo, pues la desgracia caería sobre ti!
La muchacha prometió ser obediente y, cuando la Virgen hubo partido, comenzó a visitar los aposentos del reino de los Cielos. Cada día abría una puerta distinta, hasta que hubo dado la vuelta a las doce. En cada estancia había un apóstol rodeado de una brillante aureola.
La niña no había visto en su vida cosa tan magnífica y preciosa. No cabía en sí de contento, y los angelitos que siempre la acompañaban, compartían su placer. Pero he aquí que ya sólo quedaba la puerta prohibida, y la niña, con unas ganas locas de saber lo que había detrás, dijo a los angelitos:
—No voy a abrirla de par en par, y tampoco quiero entrar dentro; sólo la entreabriré un poquitín para que podamos mirar por la rendija.
—¡Oh, no! —exclamaron los ángeles—. Sería un pecado. La Virgen María lo ha prohibido, y podría ocurrirte una desgracia.
La chiquilla guardó silencio, pero en su corazón no se acallo la curiosidad, que la roía y atormentaba sin darle punto de reposo. Cuando los angelitos se hubieron retirado, pensó ella: «Ahora que estoy sola, podría echar una miradita; nadie lo sabrá».
Fue a buscar la llave; cuando la tuvo en la mano, la metió en el ojo de la cerradura y le dio vuelta. Se abrió la puerta bruscamente y apareció la Santísima Trinidad, sentada entre fuego y un vivísimo resplandor. La niña quedóse un momento embelesada, contemplando con asombro aquella gloria; luego tocó ligeramente el brillo con el dedo, y éste le quedó todo dorado. Entonces sintió que se le encogía el corazón, cerró la puerta de un golpe y escapó corriendo. Pero aquella angustia no la abandonaba, y el corazón le latía muy fuerte, como si ya nunca quisiera calmársele. Además, el oro se le había pegado al dedo, y de nada servía lavarlo y frotarlo.
Al cabo de poco, regresó la Virgen María. Llamó a la muchacha y le pidió las llaves del Cielo. Al alargarle la niña el manojo de llaves, la Virgen miróla a los ojos y le preguntó:
—¿No habrás abierto la puerta número trece?
—No —respondió la muchacha.
La Virgen le puso la mano sobre el corazón; sintió cuán fuerte le palpitaba, y comprendió que la niña había faltado a su mandato.
Todavía le volvió a preguntar:
—¿De veras, no lo has hecho?
—No —repitió la niña.
La Virgen vio luego el dedo, que había quedado dorado al tocar el fuego celeste, y ya no dudó de que la muchacha había pecado; y le preguntó por tercera vez:
—¿No lo has hecho?
—No —insistió la niña tozuda.
Entonces dijo la Virgen María:
—No obedeciste, y encima has mentido; no eres digna de estar en el Cielo.
La muchacha quedó sumida en profundo sueño, y cuando despertó, se encontró en la Tierra, en medio de una selva. Quiso gritar, pero no pudo articular ningún sonido. Se puso en pie de un brinco y trató de huir; mas por dondequiera que se volvía encontraba espesos setos de espinas, que le cerraban paso.
En aquella soledad en que estaba aprisionada, levantábase un viejo árbol; su tronco hueco tuvo que ser su morada. En él se metía al cerrar la noche, y en él dormía; y allí se cobijaba también en tiempo de lluvia o tempestad. Pero era un vida miserable, y cada vez que pensaba en lo bien que estuvo en el Cielo, jugando con los ángeles, se echaba a llorar con amargura. Raíces y frutos silvestres eran su único alimento; los buscaba hasta donde podía llegar.
En otoño recogió las nueces y las hojas caídas del árbol, y las llevó a su tronco hueco; la nueces fueron su comida durante todo el invierno, y cuando llegaron las nieves y los hielos, cubrióse con las hojas como un animalito para no morir de frío. No tardaron en rompérsele los vestidos, que le caían en andrajos. En cuanto el sol volvía a calentar, salía ella de su escondrijo y se sentaba al pie del árbol; y los cabellos, larguísimos, la cubrían toda como un manto.
De este modo fueron pasando los años, uno tras otro, y no había amargura ni miseria que no sintiese.
Un día de primavera, cuando ya los árboles se habían vuelto a vestir de verde, el Rey del país salió a cazar al bosque. Un ciervo que perseguía fue a refugiarse entre la maleza que rodeaba el claro donde estaba la muchacha, el Rey se apeó del caballo y, con la espada, se abrió camino por entre los espinos.
Cuando por fin hubo atravesado los zarzales, descubrió sentada bajo el árbol a una joven hermosísima, cuyo cabello que parecía de oro la cubría hasta las puntas de los pies. El Rey se detuvo mudo de asombro y, al cabo de unos momentos, le dijo:
—¿Quién eres? ¿Cómo estás en un lugar tan solitario?
Pero no obtuvo respuesta, pues la joven no podía despegar los labios. El Rey siguió preguntando:
—¿Quieres venirte conmigo a palacio?
A lo que ella contestó con un ligero gesto afirmativo de la cabeza.
El Rey la cogió en brazos, la puso sobre el caballo y emprendió el regreso. Cuando llegó al palacio, mandó que la vistieran con las ropas más lindas, y le dio de todo en abundancia.
Aunque no podía hablar, era tan bella y tan graciosa, que el Rey se enamoró y, poco después, se casó con ella.
Habría transcurrido cosa de un año cuando la Reina dio a luz a un hijo. Pero he aquí que por la noche, estando la madre sola en la cama con el pequeño, apareciósele la Virgen María y le dijo:
—¿Quieres confesar la verdad y reconocer que abriste la puerta prohibida? Si lo haces, abriré tu boca y te devolveré la palabra, pero si te obstinas en el pecado y porfías en negar, me llevaré a tu hijito.
La reina recobró la palabra por un momento; pero, terca que terca, dijo:
—No, no abrí la puerta prohibida.
Entonces la Virgen le cogió de los brazos al recién nacido y desapareció con él.
A la mañana siguiente, como el pequeñuelo no apareciera por ninguna parte, cundió entre la gente el rumor de que la Reina comía carne humana y había devorado a su hijo. Ella lo oía sin poder justificarse; pero el Rey la quería tanto, que se negó a creerlo.
Al cabo de otro año, la Reina trajo al mundo a otro hijo.
Por la noche volvió a aparecérsele la Virgen y le dijo:
—Si confiesas que abriste la puerta prohibida, te devolveré a tu hijo y te desataré la lengua; pero si sigues obstinándote en el pecado y la mentira, me llevaré también a tu segundo hijo.
Y repitió la Reina:
—No, no abrí la puerta prohibida.
Y la Virgen le quitó el niño de los brazos y se volvió al Cielo.
Por la mañana, al ver la gente que también este niño había desaparecido, ya no se recató de decir en voz alta que la Reina lo había devorado, y los consejeros del Rey pidieron que fuese sometida a juicio. Pero el Rey la amaba tanto, que no quería prestar oídos a nadie, y ordenó a sus consejeros, bajo pena de muerte, que no hablasen más del caso.
Pasó otro año, y la Reina dio a luz a una hermosa niña.
Por tercera vez apareciósele la Virgen María, y le dijo:
—¡Sígueme!
Y, cogiéndola de la mano, la condujo al Cielo, donde le mostró a sus dos hijos mayores que estaban riendo y jugando con la bola del mundo. Viendo cómo se holgaba la Reina de verlos tan dichosos, la Virgen le dijo:
—¿No se ablanda aún tu corazón? Si confiesas que abriste la puerta prohibida, te devolveré a tus hijitos.
Pero la Reina respondió por tercera vez:
—No, no abrí la puerta prohibida.
Entonces la Virgen la envió nuevamente a la Tierra y le quitó la niña recién nacida. Por la mañana, todo el pueblo prorrumpió en gritos:
—¡La Reina come carne humana, hay que condenarla muerte!
El Rey ya no pudo acallar a sus consejeros. La hizo comparecer ante un tribunal y, como no podía contestar ni defenderse, fue condenada a morir en la hoguera.
Apilaron la leña, y cuando ya estaba atada al poste y las llamas comenzaban a alzarse a su alrededor, se derritió el duro hielo del orgullo y el arrepentimiento entró en su corazón; y pensó:
—¡Si antes de morir pudiera confesar que abrí aquella puerta!
En aquel momento le volvió el habla, y entonces gritó con todas sus fuerzas:
—¡Sí, María, sí que lo hice!
Y en aquel mismo instante, el cielo envió lluvia a la tierra y apagó la hoguera; se hizo una luz radiante a su alrededor y se vio descender a la Virgen María, llevando a los dos niños uno a cada lado, y a la niña recién nacida en brazos.
Dirigiéndose a la madre con acento bondadoso, le dijo:
—Quien se arrepiente de sus pecados y los confiesa, queda perdonado.
Restituyéndole a sus tres hijos, le desató la lengua y le dio felicidad para todo el resto de su vida.
ERASE un padre que tenía dos hijos, el mayor de los cuales era listo y despierto, muy despabilado y capaz de salir con bien de todas las cosas. El menor, en cambio, era un verdadero zoquete, incapaz de comprender ni aprender nada, y cuando la gente lo veía, no podía por menos de exclamar: «¡Éste sí que va a ser la cruz de su padre!».
Para todas las faenas había que acudir al mayor; no obstante, cuando se trataba de salir ya anochecido a buscar alguna cosa, y había que pasar por las cercanías del cementerio o de otro lugar tenebroso y lúgubre, el mozo solía resistirse:
—No, padre, no puedo ir. ¡Me da mucho miedo!
Pues, en efecto, era miedoso.
En las veladas, cuando reunidos todos en torno a la lumbre, alguien contaba uno de esos cuentos que ponen carne de gallina, los oyentes solían exclamar: «¡Oh, qué miedo!». El hijo menor, sentado en un rincón, escuchaba aquellas exclamaciones sin acertar a comprender su significado.
—Siempre están diciendo: «¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!». Pues yo no lo tengo. Debe ser alguna habilidad de la que yo no entiendo nada.
Un buen día le dijo su padre:
—Oye, tú, del rincón. Ya eres mayor y robusto. Es hora de que aprendas también alguna cosa con que ganarte el pan. Mira cómo tu hermano se esfuerza; en cambio, contigo todo es inútil, como si machacaras hierro frío.
—Tenéis razón, padre —respondió el muchacho—. Yo también tengo ganas de aprender algo. Si no os pareciera mal, me gustaría aprender a tener miedo; de esto no sé ni pizca.
El mayor se echó a reír al escuchar aquellas palabras, y pensó para sí: «¡Santo Dios, y qué bobo es mi hermano! En su vida saldrá de él nada bueno. Pronto se ve por dónde tira cada uno».
El padre se limitó a suspirar y a responderle:
—Día vendrá en que sepas lo que es el miedo, pero con esto no vas a ganarte el sustento.
A los pocos días tuvieron la visita del sacristán. Contóle el padre su apuro, cómo su hijo menor era un inútil; ni sabía nada, ni era capaz de aprender nada.
—Sólo os diré que una vez que le pregunté cómo pensaba ganarse la vida, me dijo que quería aprender a tener miedo.
—Si no es más que eso —repuso el sacristán—, puede aprenderlo en mi casa. Dejad que venga conmigo. Yo os lo desbastaré de tal forma, que no habrá más que ver.
Avínose el padre, pensando: «Le servirá para despabilarse». Así, pues, se lo llevó consigo y le señaló la tarea de tocar las campanas.
A los dos o tres días despertólo hacia medianoche y le mandó subir al campanario a tocar la campana. «Vas a aprender lo que es el miedo», pensó el hombre mientras se retiraba sigilosamente.
Estando el muchacho en la torre, al volverse para coger la cuerda de la campana vio una forma blanca que permanecía inmóvil en la escalera, frente al hueco del muro.
—¿Quién está ahí? —gritó el mozo. Pero la figura no se movió ni respondió—. Contesta —insistió el muchacho— o lárgate; nada tienes que hacer aquí a medianoche.
Pero el sacristán seguía inmóvil, para que el otro lo tomase por un fantasma. El chico le gritó por segunda vez
—¿Qué buscas ahí? Habla si eres persona cabal, o te arrojaré escaleras abajo.
El sacristán pensó: «No llegará a tanto», y continuó impertérrito, como una estatua de piedra.
Por tercera vez le advirtió el muchacho, y viendo que sus palabras no surtían efecto, arremetió contra el espectro y de un empujón lo echó escaleras abajo, con tal fuerza que, mal de su grado, saltó de una vez diez escalones y fue a desplomarse contra una esquina, donde quedó maltrecho.
El mozo, terminado el toque de campana, volvió a su cuarto, se acostó sin decir palabra y quedóse dormido.
La mujer del sacristán estuvo durante largo rato aguardando la vuelta de su marido; pero viendo que tardaba demasiado, fue a despertar ya muy inquieta al ayudante y le preguntó:
—¿Dónde está mi marido? Subió al campanario antes que tú.
—En el campanario no estaba —respondió el muchacho—. Pero había alguien frente al hueco del muro, y como se empeñó en no responder ni marcharse, he supuesto que era un ladrón y lo he arrojado escaleras abajo. Id a ver, no fuera caso que se tratase de él. De veras que lo sentiría.
La mujer se precipitó a la escalera y encontró a su marido tendido en el rincón, quejándose y con una pierna rota.
Lo bajó como pudo y corrió luego a la casa del padre del mozo, hecha un mar de lágrimas:
—Vuestro hijo —lamentóse— ha causado una gran desgracia; ha echado a mi marido escaleras abajo, y le ha roto una pierna. ¡Llevaos en seguida de mi casa a esta calamidad!
Corrió el padre, muy asustado, a casa del sacristán, y puso a su hijo de vuelta y media:
—¡Eres una mala persona! ¿Qué maneras son ésas? Ni que tuvieses el diablo en el cuerpo.
—Soy inocente, padre —contestó el muchacho—. Os digo la verdad. Él estaba allí a medianoche, como si llevara malas intenciones. Yo no sabía quién era, y por tres veces le advertí que hablase o se marchase.
—¡Ay! —exclamó el padre—. ¡Sólo disgustos me causas! Vete de mi presencia, no quiero volver a verte.
—Bueno, padre, así lo haré; aguardad sólo a que sea de día, y me marcharé a aprender lo que es el miedo; al menos así sabré algo que me servirá para ganarme el sustento.
—Aprende lo que quieras —dijo el padre—; lo mismo me da. Ahí tienes cincuenta florines; márchate a correr mundo y no digas a nadie de dónde eres ni quién es tu padre, pues eres mi mayor vergüenza.
—Sí, padre, como queráis. Si sólo me pedís eso, fácil me será obedeceros.
Al apuntar el día embolsó el muchacho sus cincuenta florines y se fue por la carretera. Mientras andaba, iba diciéndose: «¡Si por lo menos tuviera miedo! ¡Si por lo menos tuviera miedo!».
En esto acertó a pasar un hombre que oyó lo que el mozo murmuraba, y cuando hubieron andado un buen trecho y llegaron a la vista de la horca, le dijo:
—Mira, en aquel árbol hay siete que se han casado con la hija del cordelero, y ahora están aprendiendo a volar. Siéntate debajo y aguarda a que llegue la noche. Verás cómo aprendes lo que es el miedo.
—Si no es más que eso —respondió el muchacho—, la cosa no tendrá dificultad; pero si realmente aprendo qué cosa es el miedo, te daré mis cincuenta florines. Vuelve a buscarme por la mañana.
Y se encaminó al patíbulo, donde esperó sentado la llegada de la noche. Como arreciara el frío, encendió fuego; pero hacia medianoche empezó a soplar un viento tan helado, que ni la hoguera le servía de gran cosa. Y como el ímpetu del viento hacía chocar entre sí los cuerpos de los ahorcados, pensó el mozo: «Si tú, junto al fuego, estás helándote, ¡cómo deben pasarlo esos que patalean ahí arriba!»