Un viaje iniciático en busca del conocimiento para encontrar la verdadera esencia de uno mismo.
Elena es una niña que debido al trabajo de su padre tiene que dejar su cosmopolita ciudad, Barcelona, para vivir en un ámbito completamente diferente: el Valle Sagrado de los Incas, en Perú. En uno de los momentos más difíciles para ella, Elena conoce a Galpi, un chamán que le enseñará valiosas lecciones y le hará comprenderse más a sí misma, y con el que años después, siendo ya una mujer, se reencontrará en el Corazón Verde amazónico de una manera muy especial.
El chamán. Encuentro en el Corazón Verde es un viaje de ida y vuelta donde en cada partida se dejan atrás cosas importantes; un aprendizaje para pensar por uno mismo sin necesidad de ser un iluminado; una inspiración para vivir el presente. Un relato escrito desde el corazón que te fascinará.
El chamán
© 2015, Helen Flix
© 2015, Diversa Ediciones
EDIPRO, S.C.P.
Carretera de Rocafort 113
43427 Conesa
info@ushuaiaediciones.es
ISBN edición ebook: 978-84-942484-9-8
ISBN edición papel: 978-84-942484-8-1
Primera edición: abril de 2015
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de cubierta: © Artemiy Bogdanoff y Szefei / Shutterstock
Todos los derechos reservados.
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Dedicado a Luis, Héctor, Ana y David,
y cómo no, a todos los que me quieren y son mis amigos.
El Gran Espíritu está conformado por la suma de nuestros pequeños espíritus individuales. Todos somos parte del Uno. Tanto los que aún lo recordamos como aquellos que lo hemos olvidado.
En algún punto del no-tiempo, todos como Uno, como neuronas funcionales de una sola Mente colectiva, decidimos embarcarnos en la aventura de jugar a separarnos y manifestarnos en lo que ahora llamamos «mundo físico». Esto lo cuentan alegóricamente diferentes cosmologías de diversas culturas de todos los tiempos y lugares de nuestro planeta.
Cuando recién comenzamos el juego como especie humana, hubo un tiempo en el que vivíamos en contacto con la naturaleza, integrados a ella, desarrollándonos de manera sostenible. De alguna forma seguíamos siendo neuronas funcionales unidas al Universo a través de nuestro sentido de lo divino manifestado en profundas cosmovisiones y ritos. Había un equilibrio entre dar y tomar, se respetaban los ciclos naturales y teníamos regulaciones sencillas que permitían minimizar conflictos y unir esfuerzos, ya que en ocasiones la supervivencia física podía llegar a ser bastante dura y requería de nuestra coordinación para trabajar de forma conjunta.
En aquellos tiempos las habilidades y talentos de cada individuo eran patrimonio común de la tribu. Teníamos un sentido de unidad, de pertenencia y de valía, especialmente los ancianos, quienes con su simple presencia demostraban la fortaleza que les permitió llegar a lucir esos blancos cabellos durante las reuniones en las que compartían sus sabios consejos con quienes recién comenzaban su camino. Había respeto para ellos, había respeto para la Tierra y para la Luna, para el agua y para el fuego, para el aire y para la lluvia; había respeto para los animales y las plantas, había respeto para los ancestros e incluso para las tribus que competían por los recursos de un mismo territorio y se consideraban enemigas.
En aquel entonces todos éramos «gente de tradición» repartida por diversas partes del planeta, en culturas que si bien tenían diferencias en su forma de pensar y de hacer las cosas, coincidían en este equilibrio fundamental entre lo humano, lo natural y lo sobrenatural, es decir, el mundo no visible, aquel del que proveníamos y al que regresaban nuestros muertos, el Mundo del Espíritu.
Sin embargo, en algún punto de nuestro pasado histórico, como especie humana, rompimos este equilibrio. Cuando comenzamos a facilitarnos la subsistencia, paralelamente empezamos a complicarnos la existencia. Muchas neuronas funcionales nos fuimos atrofiando. Nuestras divisiones se hicieron más profundas, nuestros dioses más distintos, nuestros conflictos más duraderos. A medida que fuimos inventando religiones, creando máquinas, construyendo ciudades y fabricando vehículos, fuimos perdiendo el reto y el deleite del contacto directo con la naturaleza, rompimos sus ciclos y abusamos de su abundancia. Perdimos el respeto por la Tierra, por los demás y por nosotros mismos. Sobre todo por nuestros ancianos, a quienes hoy día mantenemos recluidos mientras nos llega la hora de heredar sus pertenencias a nosotros los jóvenes, que desesperadamente luchamos por no dejar de serlo.
Y de aquel mundo invisible pocos nos acordamos ya. Algunos sentimos temor y permitimos que sean otros los que intenten establecer un contacto directo con esos dioses o esos espíritus que lo habitan para que luego nos digan qué debemos creer y cómo debemos vivir. Otros muchos creemos que en realidad ese mundo «imaginario» nunca existió y que esto que vemos es todo lo que hubo y habrá. Unos pocos pensamos incluso que fue un invento de la «imaginación mítica» de nuestros antepasados «viajando» con alguna planta alucinógena lo que dio pie a mitologías tan bellas como descabelladas…
Afortunadamente, aunque la división y la desconexión actual de nuestra especie ha llegado a ser un fenómeno global, siempre hemos conservado algunos reductos de neuronas funcionales, gente aislada, gente de tradición que ha logrado mantener vivo todo eso que las mayorías hace tiempo que perdimos.
En el México de mi niñez había una profecía que pronosticaba que cuando el «águila del norte» se encontrara con el «águila del sur», resurgiría «la tradición». Y el impacto de este encuentro sería tan grande que el mundo cambiaría.
En mi país, la «tradición» es un término que hace referencia a las civilizaciones que florecieron mucho tiempo antes de la llegada de los españoles al territorio mesoamericano, pues las culturas con las que estos se encontraron hacía ya tiempo que se consideraban moral y espiritualmente decadentes. El conocimiento ancestral en aquellos años llevaba tiempo resguardado en el secreto depósito de la memoria y los corazones de los guardianes de las tradiciones, esperando tiempos mejores para resurgir y jugar su papel estelar en la transformación del mundo.
El «águila del norte» y el «águila del sur» son referencias a los hombres y mujeres guardianes de tradición que, establecidos en ambos hemisferios del continente americano, han preservado la tradición transmitiéndola de maestro a discípulo ininterrumpidamente hasta nuestros días.
Pues bien, los primeros contactos formales entre los distintos grupos indígenas del continente americano se dieron a finales de la década de los 90 del siglo pasado y sirvieron para poner en marcha la Primera Reunión de Sacerdotes y Ancianos Indígenas de América, que se realizó en Guatemala en el año 1995. La segunda se llevó a cabo en Colombia en 1997, la tercera en Estados Unidos en 1999, la cuarta en Bolivia en 2001, y la quinta se realizó en las tierras mayas de México en marzo de 2003. Estas y otras reuniones por el estilo, que están teniendo lugar en diversos lugares del planeta, son parte de la manifestación física de un plan mayor organizado por nuestras propias almas desde ese olvidado mundo invisible del espíritu.
La enorme diseminación del insostenible sistema económico mundial que entre otras cosas ha globalizado la contaminación y está a punto de llevarnos a un irreversible cambio climático si no hacemos pronto algo drástico para detenerlo hace imposible que continuemos conservando intactos esos reductos de gente de tradición. Ya no basta con que sigan situados en un inaccesible lugar de la jungla, de las montañas o de la selva, porque hasta allí llegamos con nuestras aguas contaminadas, con las motosierras que usamos para satisfacer nuestra irracional demanda de productos que requieren talar sus árboles para sembrar nuestros alimentos procesados o expandir nuestras tierras para que paste nuestro ganado. Los tenemos cercados y ellos, como las últimas neuronas funcionales que son, saben que solo es cuestión de tiempo que nuestra irracionalidad nos lleve a exterminarlas.
Esta es la razón por la que prácticamente todos los sabios que nos quedan en estos momentos andan de gira por todo el planeta intentando despertar nuestras conciencias. Por eso vemos lamas, curanderos, chamanes de todas las culturas en las grandes ciudades del planeta presentando libros, dando charlas, entrevistas, talleres, temascales, sesiones de sanación y demás actividades encaminadas a conectarnos de nuevo con el espíritu, ensanchar nuestras limitadas visiones y ayudarnos a cambiar de rumbo.
A las personas cuya sabiduría se origina en las distintas tradiciones indígenas del planeta, genéricamente las llamamos chamanes. Aunque si quieres encontrar un chamán y vas con los huicholes de México, por ejemplo, tienes que preguntar por el Marakame… Y si vas al Putumayo en Colombia tienes que preguntar por el Taita… Cada cultura tiene su propia denominación.
«Chamán» es un neologismo inventado por los antropólogos a partir de un vocablo de origen siberiano, «shaman», que identifica hombre-dios-medicina. El vocablo tungu original «xaman» contiene la raíz scha, «saber», por lo que chamán significa «alguien que sabe, sabedor, que es un sabio». Algunas investigaciones etimológicas explican que la palabra proviene del sánscrito por mediación chino-budista al manchú-tungu. En Pali es schamana. En sánscrito sramana es algo así como «monje budista, asceta». El término chino intermedio es scha-men1.
Esa sabiduría que se trasluce a través de la etimología implica, de una manera o de otra, un contacto con el mundo de los espíritus, contacto que el chamán utiliza en su propio interés y particularmente para ayudar a otros que sufren. Su actividad incluye en una sola lo que nuestra cultura ha disociado en las profesiones de médico, psiquiatra o psicoterapeuta y un sacerdote o un guía espiritual. Un auténtico chamán es todo esto a la vez, porque sabe que los conflictos del alma se manifiestan en nuestra mente, afectan nuestras emociones y estas eventualmente tienen un impacto negativo en el cuerpo físico, ocasionando una enfermedad. Por lo tanto, si el cuerpo está sufriendo, el chamán alivia los síntomas físicos y ayuda a resolver los conflictos emocionales, pero siempre va más allá y busca sanar el problema del alma en su origen, o sea, su desconexión del Gran Espíritu.
Por eso el chamanismo, en su esencia, es uno más de los caminos hacia la iluminación o ascensión del ser humano, eso que buscan todos los sabios de todas las culturas.
Mediante lo que vamos aprendiendo como espíritus o almas en este planeta durante muchas vidas, a través de nuestros aciertos y sobre todo de nuestros errores, finalmente llega un día en el que comenzamos a manifestar la sabiduría y nos convertimos en iluminados, santos, gurús, chamanes o como sea que llamemos a nuestros sabios en los diferentes grupos humanos del planeta.
Ese conocimiento, proveniente de nuestra experiencia en culturas indígenas que vamos acumulando entre una vida y otra, las almas antiguas elegimos recordarlo de diferentes maneras según convenga a nuestras respectivas misiones en la presente encarnación. Algunos elegimos nacer en familias de chamanes indígenas donde un padre, un abuelo o un mentor de la tribu nos refresca directamente la memoria enseñándonos de nuevo lo que ya sabíamos y, si se puede, un poco más. Otros escogemos nacer en culturas completamente ajenas a las tradiciones indígenas y más tarde tener contacto con un chamán que nos instruya, nos recuerde lo que ya sabíamos y, si se puede, también nos dé un poco más. Por último, hay una tercera vía: la de aquellos que preferimos nacer, crecer y desarrollarnos lejos de cualquier influjo chamánico directo, incluso en ambientes adversos a él, para despertar por nosotros mismos nuestros propios recuerdos, a través de nuestros errores, nuestras enfermedades, nuestras alegrías y sufrimientos, la ayuda del mundo del Espíritu y quizá de algún que otro libro que nos llega en el momento oportuno…
Galpi, el chamán del que se habla en este libro, escogió el primer camino. Nació en Sudamérica, en una tribu indígena, y fue entrenado por sus mentores y familia en las artes del chamanismo. Aun así, ya como practicante activo, cometió varios errores que le permitieron aprender importantes lecciones para profundizar en su sabiduría.
Elena, la voz que narra la vida de este chamán y al mismo tiempo nos cuenta su propia vida, escogió el segundo camino. Nació en España, pasó parte de su infancia cerca de Galpi, lo reencontró en su juventud y gracias a él fue recobrando su sabiduría y aprendió un poco más. Y aunque el libro se acaba allí, queda claro que la narradora continuará ensanchando su propia sabiduría a través de sus futuras experiencias.
Así es que, si has escogido leer este libro, pregúntate por un momento si acaso no serás tú una de esas almas antiguas que en esta encarnación elegiste la tercera vía: naciste en un contexto no chamánico y en estos momentos estás a punto de que te recuerden algo de lo mucho que ya sabes, y quizá un poco más…
Confía en mí. Sé de qué te hablo. Yo escogí la tercera vía. Nací en el núcleo urbano más grande y contaminado del planeta, fui educada con una mentalidad racional-científica, no creía en el mundo del espíritu y nunca manifesté ningún tipo de habilidad psíquica. No obstante, mi vida cambió cuando fui al desierto con un compañero de la universidad a tomar peyote.
No tuve ninguna revelación divina ni nada por el estilo, simplemente me sucedió algo milagroso: durante los efectos del peyote recuperé la visión normal que había perdido desde niña, me desapareció la miopía y sin gafas pude ver nítidamente los objetos lejanos. Todos los oculistas que había consultado me habían dicho que la miopía se debía a una malformación ocular irreversible, pero allí, bajo los efectos de la planta, o el ojo recuperó momentáneamente su forma original o la química alterada de mi cerebro provocó alguna otra cosa que me permitió ver como ve la gente con visión normal.
A partir de allí mi fe ciega en la ciencia se acabó, se rompieron mis estructuras de pensamiento inflexibles y mis paradigmas comenzaron a cambiar. Me puse a investigar sobre el chamanismo y conocí a un excelente chamán peruano que me guio en algunas sesiones de ayahuasca. Aunque no tuve un entrenamiento formal con él ni con ningún otro chamán, desde entonces muchas cosas cambiaron en mi vida: leí muchos libros que antes no hubiera ni tocado, asistí a cursos y terapias diversas, tuve mis primeros recuerdos de vidas pasadas y recibí algunas ayudas inesperadas por parte del Espíritu mediante sueños y mensajes de otras personas. De esta forma, poco a poco fui despertando a mi propio conocimiento.
Un día me ofrecieron el cargo de coordinadora de la Comunidad Virtual de Chamanismo Esencial, un proyecto de la Red Iberoamericana de Luz para vincular a los practicantes del chamanismo con las personas interesadas en el tema a través de internet. Había decidido negarme, considerando que mi conocimiento era puramente teórico y no empírico, ya que nunca había recibido un entrenamiento chamánico formal. No obstante, antes de que se cumpliera el plazo para responder a la propuesta, acompañé a una amiga que quería conocer a una médium que tenía su consultorio en el centro de Barcelona. Por curiosidad, yo también pedí una cita, y entre otras cosas, la mujer me dijo que yo había sido un chamán en el antiguo Perú, que había entrenado a varios aprendices y que en esta vida me reencontraría con ellos y con varios de mis compañeros chamanes para seguir mi aprendizaje y mi camino de servicio como maestra; que debía prepararme para viajar y para manejarme en varios idiomas y, sobre todo, que tenía que aprender a «parar la mente» para poder recibir directamente las comunicaciones de mis guías.
Inmediatamente vinculé estas palabras con los recuerdos que tuve durante un viaje con ayahuasca en el cual sentí que estaba dentro de un cuerpo masculino de rasgos indígenas, probablemente en una vida pasada. Poco después volví a soñar con eso. Estaba en un templo a punto de comenzar una sesión de ayahuasca y sentía una felicidad incomparable ante la simple expectativa de lo que iba a ocurrir allí esa noche. Después vinculé también otros acontecimientos en mi vida en los que se manifestaba mi simpatía e interés por las culturas indígenas en general y por el uso de las plantas sagradas en particular…
Salí del consultorio de la médium muy sorprendida, pero dispuesta a aceptar la responsabilidad de coordinar la comunidad virtual que hoy vincula a más de dos mil personas de habla hispana en todo el mundo. Con esto aprendí que el concepto que tenemos de nosotros mismos puede cambiar por completo nuestras expectativas en relación a nuestras propias capacidades. Antes y después de haber recibido el mensaje de la médium yo era la misma, no cambió nada en mí, excepto el concepto que tenía sobre mí misma: antes pensaba que no era capaz y después pensé que sí lo era.
A partir de que acepté la coordinación conocí a otros chamanes, de quienes fui aprendiendo muchas cosas, y también logré ponerme en contacto con mis propios guías. En estos momentos estoy viviendo lo que ellos me pronosticaron a través de la médium. Viajo bastante y en todas partes encuentro alumnos, compañeros y maestros, viejas almas que están recordando su propia sabiduría.
En todas partes conozco gente que muchas veces me asombra por su fuerte personalidad indígena, como me ocurrió recientemente en un taller que di en Francia al que también asistieron personas de Bélgica y Suiza. A pesar de ser europeos, viven en ecoaldeas, tienen una notable relación con la naturaleza, visten con sencillas telas naturales, adornan sus cabellos con plumas y practican distintos métodos de sanación natural. Allí ¡era yo quien parecía la europea y ellos los nativos americanos!
Lo más impactante fue cuando algunos se arrodillaron frente a mí para pedirme mi bendición a fin de poder realizar sus rituales de sanación bajo el amparo de la tradición que para ellos represento yo como mexicana. No me quedó más que hincarme a mi vez frente a ellos asombrada, recordándoles que ese permiso ya se lo habían ganado en otras vidas y por supuesto podían utilizarlo ahora en estas tierras para ayudar a sus actuales compatriotas a reconectarse con la naturaleza y con el Gran Espíritu.
Mis guías me han comentado que varios grupos de almas que han tenido muchas encarnaciones sucesivas en el continente americano hoy están reencarnados en Europa y viceversa. Como grupos de almas están saldando karma a través del intercambio de servicios. Las almas de los nativos americanos están impulsando los movimientos ecologistas en el viejo continente y las almas con muchas encarnaciones en Europa tienen el reto de impulsar el progreso material del nuevo continente.
He recibido buena parte de mi instrucción a través de los sueños y sé que no soy la única. Daan van Kampenhout, un chamán holandés que ha escrito un magnífico libro sobre las similitudes entre el trabajo chamánico y las constelaciones familiares2, cuenta que él también conoció a sus guías en sus sueños y que trabaja sobre todo con el noble espíritu del oso que le ayuda a sanar problemas de huesos.
Por eso en mis talleres siempre comento a los asistentes que muchas de las personas que se sienten atraídas por el tema del chamanismo suelen ser almas viejas que ya vivieron al menos una encarnación en culturas indígenas como chamanes o como aprendices, y que en esta vida probablemente no es necesario que se internen en la selva o en la montaña durante el resto de su existencia para volver a vivir lo que ya vivieron. En realidad son pocos los que necesitan iniciar este camino y somos muchos más los que necesitamos recordarlo, actualizarlo y sumarlo al conocimiento que hemos adquirido en otras culturas en las que también hemos encarnado en el pasado.
En nuestros tiempos actuales que marcan el fin de un ciclo cósmico, según el calendario maya y los calendarios de otras culturas indígenas, es momento de recapitular y rescatar todo nuestro antiguo conocimiento para vincularlo a nuestra situación presente y acelerar nuestra evolución personal y colectiva.
Es evidente para mí que en este contexto se inscriben todos los libros de Helen Flix. Este en particular, donde se narran las historias de dos chamanes, Galpi y Elena, es una ayuda muy valiosa para todos aquellos que quieran recordar el conocimiento indígena que yace dormido en el fondo de sus almas.
A Helen solo la he visto una vez, cuando fui a entrevistarla para una investigación que hice sobre las plantas de poder. No obstante, esa única vez me bastó para dejarme la impresión de que su vieja alma no solo ha encarnado en América sino también entre los tibetanos. Después de leer algunos de sus libros pienso que seguro también entre los egipcios y por supuesto entre los míticos atlantes.
Además de esto, ahora que vivo en España, constantemente me encuentro con personas a quienes ella ha tocado a través de su trabajo y todos me han hablado acerca del impacto positivo que ha tenido en sus vidas. La mayoría hablan de ella con admiración, aunque nunca falta alguien a quien le servimos de espejo para ver su parte oscura, lo cual es un servicio todavía más valioso que suele proporcionar un buen chamán.
Se nota que, al igual que sus personajes, Helen Flix tiene mucha sabiduría acumulada a través de sus aciertos y de sus errores. Y afortunadamente le agrada compartir toda esa sabiduría. Pero no a través de la primera persona de los relatos vivenciales. Ella prefiere el relato ficcionado que convierte en héroes arquetípicos a las personas de carne y hueso en las cuales están basadas sus historias. Los arquetipos hablan directamente al alma y despiertan recuerdos en planos de los que no somos conscientes. Allí radica el secreto encanto de las tramas sencillas, lineales y bien narradas de Helen.
Son como los cuentos de hadas o las novelas épicas de Tolkien y Rowling, que nos permiten proyectarnos en los personajes principales y vivir con ellos todas las peripecias de su iniciación, solo que Helen nos brinda como escenario no los bosques o ciudades europeas, sino la selva y el mundo indígena americano con toda su agreste belleza y sabiduría.
Así es que prepárate, estimado lector o estimada lectora, para sumergirte de la mano de esta chamana catalana en las profundidades de tu propia sabiduría. Ábrete a recibirla no solo a través de las palabras que leen tus ojos y se dirigen a tu mente, sino también a través de las emociones sutiles que sin duda llamarán a tu corazón y despertarán tu alma.
¡Que te diviertas!
Recibe un abrazo y mucha paz.
Karina Malpica
Coordinadora de la Comunidad Virtual de Chamanismo Esencial de la Red Iberoamericana de Luz
1 José María Poveda: Chamanismo: el arte natural de curar. Planeta, 2002.
2 Daan van Kampenhout: La sanación viene desde afuera, chamanismo y constelaciones familiares. Alma Lepik, 2004.
La pregunta que siempre me hacen los lectores una vez han finalizado una novela mía es: ¿eres tú la protagonista? La pregunta seguirá sin respuesta por aquello de la curiosidad, pero es imposible que cuando un escritor «crea», aunque sea pura ciencia ficción, no se base en modelos experienciales propios. La novela es una forma púdica de hablar de uno mismo y de los otros sin tener que pedir disculpas por faltar a la discreción o sentir vergüenza por las propias emociones. O de situar contextos y personas en un mismo tiempo cuando en la realidad fueron tempos distintos. La novela, mis novelas, son retazos de muchas vivencias y de muchas personas que a lo largo de mi vida han compartido sus vidas, sus vivencias, sus experiencias, aprendizajes y enseñanza. Son un collage de todo ello.
La reedición del presente libro me exigió una revisión completa del mismo para valorar de forma objetiva su vigencia, y soy después de esta lectura y revisión más consciente que cuando lo escribí de que sus mensajes son más vigentes que nunca, porque la única forma en que podremos tener una sociedad mejor, más justa, noble, con valores atemporales que no estén mediados ni por poderes económicos, religiosos o de modernidad social, será en el instante en que nos enfrentemos al conocimiento de nosotros mismos, aprendiendo a valorarnos por lo que somos y como somos, así como por lo que podemos aportar a los demás; encontrando nuestros dones y corrigiendo nuestros puntos débiles, aceptándonos incondicionalmente.
Cuando esto pase, podremos mirar a nuestros seres más queridos sin expectativas ni deseos, les veremos de verdad tal y como son, pero sin esperar aquello que nosotros deseamos de ellos, solo abrazando lo que de verdad tienen para dar.
Este libro tiene tres niveles de lectura o, si lo prefieren, tres profundidades. Podemos leerlo como una historia de aventuras y un hermoso recorrido por la selva y el altiplano peruano en la que nos emocionaremos —dependiendo de la sensibilidad—, lloraremos o volaremos. Luego podemos recorrer las iniciaciones de los protagonistas y preguntarnos nosotros mismos lo mismo que ellos, y encontrar algunas respuestas que nos permitan ir un poco más allá de la insatisfacción y del miedo. Y aún podemos ir más lejos y entender el significado de la vida misma, y cómo nos empuja una y otra vez, generación tras generación, a evolucionar, a ser mejores que los humanos anteriores y a dar sentido a nuestra existencia en este planeta Tierra al que nos empeñamos en saquear y destruir, olvidando que es él nuestro sustento, que dependemos de su aire y de su agua.
El Chamán es para mí «la niña de mis ojos». Fue la primera novela escrita en tiempo presente; las anteriores eran escenarios de ciencia ficción donde la autora, o sea yo, quedaba totalmente oculta y disuelta entre los personajes del libro. Fue difícil porque me exponía ante los ojos del público y me forzaba a desnudarme más de lo que yo esperaba si quería que fuera un relato que llegara directo al corazón. Pero al mismo tiempo era una catarsis, una recapitulación, y además en un momento muy delicado de mi vida; un momento de un nuevo comienzo, de un cambio de dirección brusco que no me permitiría que nada volviera a ser como era antes.
Este libro sigue ejerciendo en mí el poder de trasladarme a su interior; no puedo evitar llorar o vibrar con la pasión o sentir que el viaje que se vive en sus páginas es un viaje a lo largo de la vida. Como en todo viaje, siento que perseguimos sueños que se cumplen, que dejamos o renunciamos a otros para poder seguir adelante y evolucionar, y que cada paso que damos va configurando nuestra historia personal y la de quienes se cruzan en ella. Y me doy cuenta de que lo que sugiero en este libro para afrontar nuestros miedos y avanzar en la vida sigue igual de vigente, ya que todavía es lo que la mayoría de mis clientes/pacientes siguen viniendo a buscar a mi consulta.
Os dejo ahora con El chamán, no vaya a cometer un spoiler y os estropee la historia.
No podía creer que estuviera realizando este viaje. Iba sentada en uno de los vagones del tren para turistas que va de Cuzco a Aguas Calientes. Totalmente sola, como la tradición exigía o al menos como me había enseñado la tradición del Viejo Galpi, mi querido maestro amazónico.
Me sentía incómoda, había recorrido muchos kilómetros desde Barcelona, primero hasta Lima, de allí a la selva para reunirme con él antes de su muerte y ahora de Pucallpa a Lima y de Lima a Cuzco, con parte de sus cenizas para entregárselas a «La Montaña Joven», al Wayna Picchu.
Me quedaban más de dos horas de viaje en tren, después tendría que tomar el autobús que me llevaría a Machu Picchu y caminar por la escalada montaña del Wayna Picchu. Pero después ¿qué ocurriría en nuestras vidas? Nos quedábamos todos sin nuestro fiel y querido amigo, sin nuestro maestro.
El tren traqueteaba impenitentemente y yo temía que la mochila se cayera del estante y se rompiera la vasija de barro que contenía una parte de las cenizas de Galpi. Miraba por la ventana aquellos paisajes tan familiares, pero jamás un viaje al Machu Picchu había sido tan triste y solitario.
Las lágrimas rodaron por mis mejillas, era una extraña pena, mezcla de alegría por el alma que partía, ya que lo había hecho en el momento y modo en que él deseaba, y de tristeza, pero por mí. Ya no podría recibir de él sus silencios llenos de respuestas. Ya no podría disfrutar más de sus cálidos abrazos.
¿Cuántos años hacía que le conocía? Intenté esforzarme por recordar y me encontré buceando en los recuerdos de mi infancia.
La primera vez que le vi fue en la hacienda de mi padre, un hombre de negocios que arrastró a toda la familia hasta allí, el Valle Sagrado de los Incas. Tendría unos siete años, el colegio había finalizado en España y las vacaciones escolares fueron aprovechadas para trasladarnos a Perú. Hacía frío en nuestra nueva casa. No entendía que en Barcelona hiciera calor y fuese verano y en cambio allí hiciera tanto frío y fuese invierno; nadie me explicó que habíamos cruzado el ecuador de la Tierra y, por lo tanto, ahora todo era a la inversa.
Me sentía muy sola en aquella casa de diez habitaciones y una enorme cocina donde las nativas que cuidaban de todo se reunían a chismorrear en quechua, su lengua indígena. Cuando yo entraba, todos callaban, y así seguían todo el tiempo que permanecía en la cocina. Fuera, la extensión de terreno era enorme, había grandes árboles y una frondosa espesura. Para una niña de ciudad como yo eso me provocaba curiosidad mezclada con un gran miedo. Era incapaz de penetrar más de tres metros en aquella «jungla verde». Cuando lo intentaba, sin poder controlar mi mente imaginaba la cantidad de serpientes y bichos extraños y peligrosos que podían atacarme, y presa del pánico regresaba corriendo.
Pero aquello era aburrido y solitario. Ningún niño jugaba conmigo, sus mamás no les dejaban acercarse y yo les tenía recelo; iban sucios, con mocos, con la ropa rota y sin zapatos. ¡Con el frío que hacía!
No entendía a sus mamás, no les limpiaban los mocos jamás…
Llevaba ya una semana allí, en el rancho Valle Feliz, y el único amigo que tenía era un perrito que había encontrado abandonado en una de mis incursiones fugaces al medio bosque que rodeaba la casa. Mi madre le había quitado las pulgas rociándolo con un spray. Fue tan exagerada que casi me deja sin perro; estuvo malo un par de días, pero había sido su condición para que pudiera quedármelo.
Esa mañana especial que conocí a Galpi no parecía ser muy diferente de las demás. Mi padre me despertó abriendo las ventanas de par en par, dejando entrar la luz, y golpeteó dulcemente mi pompis canturreando la canción de la serie televisiva Bonanza. Así lo hacía cada día.
Me lavé, el agua salía agradablemente calentita, y me vestí con un jersey y ropa de abrigo. Allí solía llevar falda y medias de lana. Cuando salía de la casa, usaba el tradicional poncho y unos guantes de lana que picaban una barbaridad.
Bajé del piso alto donde estaban los dormitorios a la cocina para desayunar. Como era ya habitual, las mujeres callaron. Me hacían sentir su enemiga. Míriam, la más joven de las sirvientas, me peinaba todos los días con trenzas que algunas veces convertía en diademas en mi cráneo.
—Mire, señorita, hoy le puse las trenzas enrolladas en los lados. Parecen dos caracoles, está usted muy linda.
Yo aborrecía sus peinados y esas trenzas estilo «tonta del bote», pero allí todas las mujeres se peinaban con largas trenzas y ya me sentía bastante marginada como para atreverme a mostrar mi disgusto.
Escondí galletas en mis bolsillos, busqué mi poncho y salí de la casa. Mi perrito solía acudir de inmediato al oír mi voz llamándole.
—¡Solito!, ¡Solito! Ven, mira qué te traigo. ¡Solito!, ¡Solito!…
Sin embargo esa mañana no acudía y tampoco le oía ni le veía. Comencé a angustiarme. Seguí llamándolo, mientras giraba alrededor de la casa. Entré en los establos. Jamás había entrado allí, me pareció un lugar lúgubre, sucio, lleno de moscas a pesar del frío, y los bufidos de los caballos me producían mucho miedo. ¡Yo era una niña de ciudad!
—¡Solito! —lo llamé de nuevo—. ¡Solito, ven, no me hagas esto! Tengo miedo. ¡Solito!
Estaba tan asustada que no vi en ningún momento la sombra que estaba a punto de interceptar mi paso. De pronto algo sujetó mi brazo izquierdo, mientras colocaban frente a mi cara a Solito, lleno de sangre y sin dar señales de vida.
Grité y grité, hasta que uno de los trabajadores de la hacienda entró en el establo y en su idioma ordenó a la sombra que me soltara. Miré al indígena que llevaba al perro en brazos. Era muy deformado físicamente, algo retrasado y desdentado. Soltó a Solito y cayó al suelo desmadejado como un muñeco de trapo. Entonces vi un ancho corte en su cuello.
El hombre que había hablado me abrazó, intentando tranquilizarme.
—Señorita, tranquila, no le hará nada, ese muchacho está enfermo y no sabe… Tranquila, ya pasó todo. —El hombre vio entonces al animal en el suelo y dijo—: Dios, pobre animal, alguna alimaña le habrá atacado esta noche. ¿Era suyo?
Lo preguntó con tanta dulzura que me puse a llorar mientras me arrodillaba junto a él y al perrito.
—Sí, se llamaba Solito, como me siento yo —le contesté como pude. Intentaba secar mis lágrimas, pero estas seguían brotando. Entonces le pregunté lo que más me angustiaba en ese momento—: ¿Cree usted que sufrió mucho? Pobrecito, yo quería dormir con él en casa. Murió solito.
El hombre, un indígena robusto de unos cincuenta años y muy alto para los hombres de allí, acarició mis mejillas. Hizo un gesto como si pensara lo que debía responderme.
—No sufrió, lo atacaron por sorpresa. Ni debió enterarse de lo que ocurría, hasta que su alma se encontró en el cielo de los perros.
Me sorprendió su respuesta, pero me alivió.
—¡Uf, qué bien! Solito no sufrió. Pero… ¿hay un cielo para perros? Papá dice que nos morimos y nos convertimos en gusanos, que hay que vivir hasta reventar. Yo no lo sé, pero alguna vez estando dormida he viajado a casa de mi abuela y he podido hablarle y besarla. Ella cree que tenemos un corazoncito que sigue vivo después de morir. ¡No sé! —suspiré muy abatida.
El hombre se puso en pie, recogió del suelo a Solito y lo envolvió en un trapo que llevaba cogido detrás en sus pantalones. Me dio su mano para que me levantara.
—Creo, señorita, que su perro merece un entierro digno, para que pueda ir al cielo que le corresponde.
Salimos ambos de los establos agarrándome muy fuerte a su mano. Él me transmitía una gran seguridad. Me llevó hacia el bosque, y al entrar en él volví a sentir un nudo en el estómago. Así era como yo somatizaba siempre el miedo.
Caminamos en silencio al menos cinco largos minutos en dirección al corazón del lugar. Él fue el primero en romper nuestro silencio.
—Me llamo Galpi, soy un indio amazónico.
Volvió a callar, entendí que debía presentarme.
—Yo soy Elenita, bueno, me llaman así mis papás, y soy una «india catalana». Mis papás dicen que también nos han perseguido por nuestro idioma y nuestras costumbres. Un dictador que vive en mi país.
De nuevo el silencio. ¿Y si se había enfadado? Yo no era una india, ¿o sí? Me gustaban tanto las películas de indios y vaqueros. Yo siempre era una india buena, que montaba a caballo en mis juegos.
Galpi sujetaba con fuerza mi mano, el hombre percibía mi miedo.
—Ahora haremos aquí una pequeña hoguera. Así es como los indios entierran a sus héroes. Al quemar el cuerpo, el alma de su perro se liberará y podrá ir a su cielo, a la matriz creadora de los animales iguales a él. Si él va muy rápido al cielo, usted Elenita podrá hablar con Solito, cada vez que se sienta perdida en el bosque. Ayúdeme, vigílelo mientras yo preparo la hoguera.