©2001, 2013, Juan Miguel Aguilera y Eduardo Vaquerizo
A partir del guión cinematográfico de Juan Miguel Aguilera
Por la presente edición: © 2013, Sportula
Ilustración y diseño de cubierta: Eduardo Vaquerizo
Primera edición: Febrero, 2013
SPORTULA
www.sportula.es
info@sportularium.com
Este libro es para tu disfrute personal. Nada te impide volver a venderlo ni compartirlo con otras personas, por supuesto, y nada podemos hacer para evitarlo. Sin embargo, si el libro te ha gustado, crees que merece la pena y que el autor debe ser compensado recomiéndales a tus amigos que lo compren. Al fin y al cabo, no es que tenga un precio exageradamente alto, ¿verdad?
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Epílogo
Del papel a la pantalla
Paco Roca
Bocetos para la momia
El encuentro con la momia (1)
El encuentro con la momia (2)
El encuentro con la momia (3)
El encuentro con la momia (4)
El encuentro con la momia (5)
El encuentro con la momia (6)
Rafa Fontériz
La ciudad marciana (1)
La ciudad marciana (2)
La ciudad marciana (3)
Amartizaje del módulo (1)
Amartizaje del módulo (2)
Amartizaje del módulo (3)
Amartizaje del módulo (4)
Juan Miguel Aguilera
Logo de la misión
Imagen del planeta
Diseños de la Ares
La Ares en órbita marciana
Diseños del módulo Belos (1)
Diseños del módulo Belos (2)
Diseños del módulo Belos (3)
Planos varios del módulo Belos
Las ruinas marcianas (1)
Las ruinas marcianas (2)
Las ruinas marcianas (3)
Las ruinas marcianas (4)
Sobre Juan Miguel Aguilera
Sobre Eduardo Vaquerizo
Sportula
El sol lo era todo. No había ya cielo, tierra, no había sabana, ni existían los Ohafa, solo un brillo intolerable que ardía en lo alto; una furia ígnea, descomunal, que devoraba el universo a gigantescos bocados ardientes.
Cerró los ojos y volvió a bajar la cabeza para evitar que el resplandor le quemase las retinas aún más. La piel le ardía, y tenía los labios completamente despellejados. Se pasó la lengua, hinchada y seca, por ellos y el dolor se hizo insoportable. Intentó variar la postura. Un agudo pinchazo, intenso y localizado cerca del omoplato derecho le recordó su lesión de espalda. El círculo que habían trazado para él en la tierra no incluía ningún apoyo, hubiera sido mucho pedir. Hizo un esfuerzo por concentrarse y colocarse de modo que la postura fuese fluida y en equilibrio. Luego suspiró quedamente.
Quedaba poco tiempo para que el sol se ocultase tras la roca que tenía a su derecha y dejase de torturarle hasta el día siguiente. El sitio parecía haber sido escogido con habilidad, el sol caía a plomo sobre él, pero no durante todo el día, ni en las horas más duras.
Entrecerró los ojos y miró al horizonte. La sabana, una infinita y amarilla extensión de hierba seca, se extendía a su alrededor. Solo enormes baobabs y espinos destacaban aquí y allá. Grandes animales se guarecían bajo los árboles. El sol, el inmenso sol de África parecía abrir sus fauces de fuego sobre todo el paisaje y masticarlo lentamente.
El sol crece, dicen los ritos Ohafa, crece y se hace tan grande que se come al cielo primero y después amenaza con comerse también a la tierra. Solo el valiente que lo espera y enfrenta lo evitará.
¿Valiente...? Valiente tontería, pensó como había pensado cien veces antes durante los dos días que llevaba allí, encerrado en el círculo mágico.
Había acudido a Ohafa de vacaciones. Durante los últimos años el trabajo en el JPL había sido intenso. Investigando el sistema solar desde sondas robots casi había olvidado cuánto le gustaba explorar con su propio cuerpo, viajando. Ohafa era una de las reservas etnosterra de la unión de estados africanos. Dentro de esas reservas el siglo XXI e incluso el XX estaban prohibidos, por tanto eran sitios dónde aún cabía la aventura.
El paso de la civilización a la etnozona siempre le había parecido fascinante. Tras un corto vuelo desde Pasadena en un convertiplano había tomado un transatmosférico en Los Ángeles para cruzar el atlántico. El trans rugió sobre la pista y se disparó al cielo a toda velocidad en una trayectoria balística que le mantuvo en ingravidez durante cinco minutos. Como resultado aterrizó en Níger solo hora y media después de despegar. La tecnología aeronáutica de alto nivel dio paso a las carreteras de asfalto, luego a los caminos y al fin... al desierto.
Una vez que el jeep le hubo dejado en el perímetro de la etnozona tuvo que caminar hasta llegar al poblado dónde los nativos vivían en todo como sus antepasados. Aquello era una forma de locura revisionista, una más de las cosas extrañas que había traído el nuevo milenio, pensaba Herbert. Primero se habían abolido las distancias, luego la uniformidad había acabado con casi cualquier diferencia entre individuos. Y al final, se añoraba y recuperaba con ahínco todo lo que se había tenido antes.
No era la primera vez que salía de vacaciones a un sitio a sí. No era fácil ser admitido como visitante-residente. Lo había conseguido casi en todas las ocasiones, aunque a veces había tenido que pasar muchas entrevistas y pruebas. Recordaba con especial cariño el tiempo pasado junto a los aborígenes de la Ayer’s Rock. Igual que los Ohafa, eran desertores de la sociedad moderna. Por propia elección habían vuelto a caminar por los senderos del sueño, recuperando toda la cosmogonía aborigen de los últimos chamanes.
Los Ohafa también eran así. La mayoría no habían nacido allí, no había heredado directamente las ricas tradiciones, las danzas de guerra y lluvia, los ritos iniciáticos y sin embargo...
Se removió recolocando las piernas una vez más. Había alguien en el borde del círculo. No era el brujo que le había aceptado para el rito, ni siquiera un guerrero, parecía solo un chiquillo curioso.
Herbert se esforzó en enfocar la vista. Lo conocía, su nombre era Yahumi, igual a todos los otros niños: sonrisa deslumbrante, miembros largos, delgados y ágiles. Al moverse, aquellos niños curtidos por la vida al aire libre le recordaban mucho la gracia de las gacelas. Yahumi, con el tiempo, llegaría a ser como sus hermanos y padres, leopardos rápidos y letales en la caza, prestos a beber fermento de raíz hasta caer casi muertos en el suelo de la tienda y llamar a gritos a sus mujeres para hacerlas el amor toda la noche. Herbert torció el gesto. Todos ellos habían pasado por esta iniciación. Todos los niños lo harían.
El adolescente se agachó y miró debajo del toldete de telas dónde se le ofrecían las nueces, las tortas de semillas, el agua y el fermento de raíz huenmbele. Tomó una torta, medio comida por las hormigas, la arrojó lejos y la sustituyó por una recién horneada que traía en su morral. Luego, tras dedicarle una sonrisa nerviosa, toda dientes enormes, salió corriendo en dirección a la aldea. No podía estar allí, el brujo lo había prohibido ya que el guerrero del sol no puede ser visto en su batalla mas que por gente consagrada.
Herbert se rió en voz muy baja. Luego comenzó a toser y después apenas pudo respirar de lo agotado que le dejó el esfuerzo. Se lamentaba, sufría, pero sabía que no cambiaría aquella experiencia, que había elegido el camino correcto, lo sentía así en todos los huesos y músculos de su cuerpo.
Es algo que no había podido explicarle a casi nadie, aún menos a Lorna. ¿Dónde estaría en ese momento? ¿Torturando los dientes a algún gordo saturado de azúcAres? ¿Feliz de regresar a la casa que había comprado a las afueras de Nueva York en su todo terreno que jamás se saldría de las carreteras?
Se habían conocido tras el que consideró el mejor periodo de su vida. Acababa de terminar su doctorado en planetología por la universidad de Cornell. Había trabajado sobre la morfogénesis en el sistema solar, un amplio estudio que pretendía encontrar parámetros comunes a las formaciones rocosas de diversos mundos. Al acabar los dos años de investigaciones, al obtener el cum laude y unas cuantas ofertas de trabajo a las que atender, se había encontrado misteriosamente pleno y, también, desocupado.
Lo normal es que hubiese emprendido uno de sus viajes, a la Ayer’s Rock en Australia, a visitar a los chamanes que le habían adoptado como visionario aprendiz, o quizá a buscar un nuevo lugar en el mundo, ese sitio cada vez más difícil de encontrar al que no llegaban ni móviles, ni satélites, ni turistas. No lo hizo, paseó por el parque con las manos en los bolsillos y la mente extrañamente vacía, no acostumbrada al descanso después de tantos meses de trabajo intenso. Era primavera y el sol ardía en el cielo como si el mundo fuese enteramente nuevo. Se sentó a mirar un estanque lleno de patos y, de repente, alguien pasó delante de él. Herbert lo recordaba perfectamente. En la onda de aquel olor a primavera, aquella luz nueva y verde, quedó enmarcada ella, Lorna. Caminaba también despreocupada, comiendo un helado. No creyó lo que los aborígenes le habían dicho, que tenía algo de visión, la máxima que un blanco puede tolerar sin enloquecer, hasta aquella ocasión. Al mirarla supo, de modo inmediato, lo que sucedería, un inamovible cúmulo de sucesos futuros. Lo olvidó también inmediatamente.
Pasaron una primavera larga e intensa, un verano tórrido, agotador, y un otoño melancólico. Se querían, hubieran vivido felices juntos muchos años... de no ser por él, claro.
Herbert nunca olvidaría aquella tarde cuando tras horas de discusión, al fin le explicó por qué no dormía, por qué conducía sin rumbo hasta perderse durante horas, por qué miraba interminablemente al cielo desde la ventana del dormitorio.
Y se lo explicó de un modo muy sencillo, con un cuento. Él era el protagonista, un niño con una lesión en la espalda que no podía moverse ni correr hasta que los nuevos tratamientos de osteogénesis le repararan el espinazo quebrado en un accidente. Y ese niño era un niño muy triste, muy solo, hasta que alguien, su abuelo, le regaló unas novelas antiguas, una reedición de coleccionista. El niño apenas sabía leer pero aprendió espoleado por aquellas portadas brillantes, los dibujos de soles y desiertos y bestias de muchos brazos: Barsoom. Marte. Aquel mundo fue suyo ya por siempre. Su silla de ruedas viajó por el espacio, los apoyabrazos fueron los mandos de una astronave, el sol del jardín se hizo el sol de un desierto abrasador y las matas de petunias ciudades de jade y cristal que elevaban sobre la arena cientos de agujas y cúpulas. Y la noche... la noche tras la ventana era también la noche marciana, la noche en que Dejah Thoris, la princesa de Marte, paseaba su sensualidad alienígena bajo las dos lunas de Barsoom, quizá esperando la llegada del guerrero verde y de cuatro brazos, Tras Tarkas.
Ella no le entendió, le miró con amor, pero sin entenderle ni lo más mínimo. No sabía de sueños, de ese ansía por llegar más lejos, allá donde solo tus fuerzas y tu corazón te sostienen vivo contra la naturaleza salvaje, sin domar aún. Y siguió sin entender por qué Herbert decía quererla mientras hacía las maletas y se marchaba a Goddard. Había aceptado el trabajo en el centro espacial, su futuro estaba claro. Él de ella también.
Y se separaron.
Todo eso lo había visto aquel instante en el parque, hasta había paladeado el dolor de esa separación que luego le llegó como un incendió terrible que casi le hace abandonar sus tontos sueños de adolescente paralítico y regresar junto a ella.
Herbert se sintió derrotado. Sabía que el camino que había elegido era duro, muy duro, y a veces se sobreestimaba, echaba de menos la dulce calidez de Lorna, su mundo pequeño, limitado y controlado. La aspereza que lo rodeaba hería con espinos, con sol y viento, con ferocidad interminable.
El sol se ocultaba tras la roca, le liberaba de su peso descomunal, retiraba sus zarpas y dientes ardientes sin haber podido devorarlo aún. Quizá al día siguiente lo lograría. Era una locura, debía salir de allí. Probablemente no sobreviviría a la noche.
Sin embargo no lo haría, Herbert sabía que nunca renunciaría. La muerte no era una amenaza.
En el cielo se derramaron colores morados y rojos. Toda la sabana despertaba con la llegada del frescor. Aves extrañas, criaturas pesadas y lejanas aleteaban entre las hierbas; el león rugía a la noche, gacelas y ñús corrían a juntarse en apretadas manadas; las criaturas de la sabana se preparaban para cazar, morir, huir.
El brujo llevaba mirándolo un largo rato. Estaba sentado en el borde del círculo mágico. Apenas se distinguía a la luz escasa del crepúsculo. Solo los ojos, dos ascuas brillantes que parpadeaban, parecían vivos. El resto del cuerpo macizo, muy negro y tiznado de ceniza en amplias bandas, permanecía perfectamente quieto.
Herbert lo miró durante un largo lapso. Su mente vacilaba a las puertas de la realidad. La debilidad y la fiebre lo atacaban con súbitos cambios de perspectiva que deformaban las distancias y le daban al brujo muchos aspectos, todos aterradores. Pero había conocido ya a los hombres santos de Iquito, a los chamanes de Ayer’s Rock. Sabía que todos hablaban con un lenguaje que la mente normal no entendía a no ser que se la anestesiase con dolor, con drogas o cansancio. Y él ahora entendía lo que el brujo, perfectamente inmóvil, le estaba diciendo: que la prueba había terminado. No iba a danzar, ni le haría beber sustancias extrañas, ni tendría que escariarse la piel. No. Eso quedaba para el principio de los rituales. Estaban en el final. El brujo permanecía allí, como una piedra negra e irregular al lado del pequeño templete lleno de viandas y calabazas de agua que le salvaría la vida.
Parecía qué había vencido al sol y este no devoraría la tierra. Herbert, y seguramente el brujo, sabían que el sol no tenía nada que ver, que sus mandíbulas ardientes no tenían intención de comerse a nadie. El desafío no era nunca lo externo, sino lo interno.
El brujo se movió, elevó la cabeza. Comenzaban a cristalizar las estrellas en un cielo casi completamente negro. Justo encima suyo, muy cerca de la masa oscura de los árboles, brillaba un rubí que fulguraba intensamente.
Por un instante la mente de Herbert vaciló por completo. Nunca había sentido nada igual.
El brujo dijo solemne:
—Como premio a tu valor, los dioses te han concedido una visión.
Las dimensiones y las distancias desaparecieron, el tiempo se evaporó. La noche, el cansancio, la sed, ya no estaban.
Solo él y aquella luz pequeña y belicosa... teñida de sangre...
Sabía que era Marte, y también sabía que era su camino.
Los chiquillos habían entrado en el garaje de aquella cabaña cerca de los Andes. Venían corriendo desde el jardín, haciendo un ruido de mil demonios. Había sido un día de primavera estupendo. Acababan de volver de una de sus rutas biológicas, recorridos por el campo tras los cuales los niños volvían cargados de piedras, semillas, plumas y todo lo que podían cargar en sus mochilas.
Allí, en el garaje que el todoterreno nunca había ocupado, Fidel tenía preparados varios terrarios con diversos insectos y plantas, un par de microscopios, una colonia de abejas encristaladas y muchos huesos, fósiles, conchas, muestras biológicas. Aquel era su laboratorio de fin de semana, de biólogo aficionado, y dónde enseñaba a los niños algo de la fascinación que la naturaleza siempre le había provocado.
—A ver... sí, trae la egragópila. —Encarnita extrajo con mucho cuidado una bola negra de un contenedor de plástico—. Ahora la vamos a poner en agua.
Ricardo, el pequeño, se asomó al borde de la mesa.
—Y... y... de verdad vomitan eso... es ¡asqueroso!
—Sí hijo, los cernícalos y las lechuzas se comen a los ratones enteros, sin quitarles la piel ni nada. Cuando los han digerido, lo que no se ha podido disolver, los pelos y los huesos, lo aglutinan y luego lo devuelven. Mira, ahora que se disgrega... ves las cabezas de ratón.. una, dos, tres.
—¡Puag!. Voy a por un batido de chocolate.
Ricardo salió corriendo hacia la casa. Era incapaz de mantener la atención demasiado tiempo sobre algo.
Carlos, el mayor, y la niña, miraban la egragópila y como Fidel iba seleccionando huesecillos diestramente, con un par de pinzas, y construyendo un esqueleto de ratón sobre un paño negro. En eso llego Ricardo chupando su batido con fruición.
—Papa, ha pasado algo en la nevera....
—Sssssh... Ricardo, mira los huesecillos.
Fidel tardó un poco en darse cuenta de lo que había dicho Ricardo, aproximadamente medio esqueleto de ratón. Luego se levantó y fue a la cocina.
La nevera era un mueble enorme de metal lacado en blanco que se erguía sobre el suelo de madera como un desafío. Abrió la puerta y se encontró con lo que temía.
La nevera estaba infectada de hongos de color marrón.
Se llevó las manos a la cara sin dejar de mirar aquel desastre. Toda la comida se había echado a perder contaminada del hongo que habían recogido en el bosque el día anterior.
—Papa, tenías razón en que esos hongos con el frío crecerían más, en contra de los otros —dijo Carlos, situándose a su lado.
—Sí, hijo, ya veo, ya.
Como si hubiese estado coreografiado, se escuchó un coche detenerse en el porche, el portazo y unos pasos apresurados. Adela entró con las manos totalmente ocupadas y contempló a su marido y a los tres niños mirando a la nevera abierta. No pudo por menos de sonreír.
—Eh... —Fidel buscó las palabras—. Querías hacer Rosbif para cenar, ¿verdad?
Ella ni se acercó a la nevera.
—Sí, pero también podemos irnos a cenar a la parrilladora... ¿no?
Los cuatro culpables sonrieron mientras ella comenzaba a guardar paquetes en los estantes. Y añadió tras una pausa dramática:
—Claro que para eso, la nevera tendría que estar limpia en... ¿digamos una hora?
Cuando él y los niños terminaban de limpiar con desinfectante el interior de la nevera, sonó el teléfono del estudio. Fidel lo cogió.
Cuando regresó a la cocina se apoyó en el marco de la puerta y se quedó mirando con cara ausente. Los niños aún fregaban vigorosamente todo el interior del electrodoméstico. Su mujer trasteaba en el salón.
El sol del atardecer entraba por la ventana y se derramaba por todo aquel cuarto lleno de cosas conocidas y acogedoras.
Los niños pronto empezaron a jugar con las bayetas y el agua, a salpicarse y a ponerlo todo perdido. Los dejó hacer mientras el «sí» que acababa de dar resonaba aún en su interior.
A veces pensaba que Adela poseía poderes telepáticos. Entró en la cocina y se acercó a él, estudiando la expresión de su rostro.
—¿Qué pasa, Fidel? ¿Son buenas noticias?
—Creo... espero que sí.
—Te han seleccionado para el proyecto.
Él la miró directamente a los ojos y dijo simplemente:
—Sí.
—Has dicho que sí.
Él asintió.
Había dicho «sí», y el significado de esa palabra tan corta empezaba a pesarle ya como una losa.
Iba a viajar a Marte, ¡fantástico! ¿Qué exobiólogo no se hubiera cambiado por él en ese preciso instante?
Pero ese «sí» significaba muchas cosas más. Miró a sus hijos jugando... dos años y medio. A la edad que tenía el pequeño Ricardo aquello era igual que decir «infinito». Una eternidad.
¿Cuántas cosas se iba a perder en esos treinta meses?
Demasiadas y demasiado importantes. No vería a Carlos ingresar en la universidad, ni cómo Encarnita empezaba a arreglarse y a volver locos a los chicos. El pequeño Ricardo sería casi un adolescente a su regreso y él se habría perdido todos esos momentos. Lejos, muy lejos de su casa y de aquel planeta.
Pero eso lo sabía cuando cursó la solicitud ¿no? ¿Acaso no lo había pensado ya una y otra vez?
¿Por qué empezó todo esto?
Sí, lo recordaba perfectamente. Creía que el mundo le debía algo ¿no? Había dedicado su vida a estudiar los fósiles de bacterias encontrados en los meteoritos llegados desde Marte. Y, como premio, había conseguido aislar fragmentos de algo que no podía ser más que ADN alienígena. Demasiado poco y demasiado dañado, pero allí estaba: ¡Una cadena extraña de auténtica vida alienígena!
Pero nadie le había dado mucha importancia. Oh, por supuesto, le habían reconocido el mérito de sus investigaciones: De acuerdo, alguna vez, en un pasado muy remoto, había existido bacterias en Marte.
«Genial», había dicho un periódico, «aquí nos gastamos una fortuna en productos de limpieza para eliminarlas y el profesor Bacterias nos quiere traer más de Marte.»
¡Era vida! La demostración de que no estaban solos en el Universo, pero a nadie le impresionan unas pocas bacterias fosilizadas.
Fidel estaba convencido de que el Marte del pasado había sido muy diferente del desierto helado que era hoy. Esas bacterias lo demostraban, pero sin duda había pruebas más espectaculares de vida ocultas en el Planeta Rojo. Quizá fósiles de animales inimaginables enterrados en los cauces secos de antiguos ríos.
Y pensaba que era él quien debía descubrirlo.
Se lo debían, y esa invitación para participar en el Proyecto Ares demostraba que eso mismo debían de pensar en la NASA-ESA.
Gracias. Pero ¿y ahora?
¿Cómo era aquello? Cuidado con lo que deseas porque puedes llegar a conseguirlo. ¿Y ahora qué?
—Debes ir —dijo su mujer.
Él levantó la vista hacia ella.
—No —dijo sonriendo—, para mí es suficiente el que me hayan invitado. Mi ego está ya a salvo ¡Aleluya! Ajá, les llamaré para decirles que muchas gracias, pero que lo he pensado mejor.
Adela se acercó a él y rozó con el dorso de su mano la barba entrecana de Fidel.
—No es por tu ego, no seas mentiroso.
—¿Ah no?
—No. Te conozco lo bastante bien para saber que esas cosas no te importan en absoluto.
—¿Cómo que no? —bromeó él—. Estuve mirando un catálogo de chaqués para ir a recoger el premio Nobel. ¿No te acuerdas?
—Oh, vamos. Te meterías en un volcán en erupción si pensabas que con eso ibas a aprender algo. Eres así.
—Quizá. Pero también valoro otras cosas.
Ambos se quedaron callados un momento. La batalla de los críos había crecido y encharcaba la mitad de la cocina. Ellos parecieron darse cuenta del desaguisado, y, prudentemente, comenzaron a pasar la fregona mirando de reojo a sus padres.
—Lo sé, y por eso te quiero. Pero ésta es una oportunidad que solo pasa una vez en la vida, y tú has dedicado toda la tuya a Marte. ¿Cómo puedes rechazar ahora esto?
—Van a ser dos años y medio separados...
Ella asintió con tristeza.
—Lo sé. Y es muy duro para mi decirte esto, créeme. Pero... —sonrió y se formaron aquellos adorables hoyuelos en sus mejillas—, si no vas te vas a poner insoportable todo este tiempo.
Él miró de reojo a los niños. Estaban ajenos a la conversación o, al menos, fingían estarlo. Se acercó a su esposa y la besó.
—Te quiero —dijo Fidel.
Ella cerró los ojos y suspiró.
—¡Ojalá pudiera ir contigo!
Jenny despertó en mitad de la noche. Las sábanas yacían tiradas en el suelo. El cuerpo de Ramiro despedía un calor denso y animal. Al acostarse no había puesto en marcha el aire acondicionado. No había primavera en el sur de España, solo inviernos suaves y veranos bruscos y abrasadores. Se levantó y abrió de par en par las puertas del balcón. Afuera era aún de noche, una noche calurosa en Rota, una de las bases militAres aterrizaje alternativo para el desvencijado trasbordador. Ella, de niña, se había aprendido ese nombre remoto, apenas un puntito en el mapamundi. Había memorizado todos los datos que había conseguido reunir sobre los viajes espaciales y los repetía como un lorito pequeño y asustado cuando los amigos de su padre le pedían una demostración. Su padre la animaba diciendo «mirad, qué mona... qué memoria tiene, ha salido a su madre», y ella era feliz repitiendo nombres, pesos, potencias, biografías y fechas.
Su padre no había dicho otra cosa de ella, nunca, ni siquiera en el hospital horas antes de que se lo llevase una neumonía vírica. No había dicho nada cuando había terminado la carrera de medicina, ni cuando había conseguido su primer destino en el ejército. Ahora era directora de un importante departamento de medicina aeroespacial en las instalaciones de la NASA-ESA en Rota. Una niña pequeña, un pequeño lorito que mandaba un equipo de treinta investigadores.
Se volvió, había oído un ruido. Sofía volvía a tener pesadillas. Caminó muy despacio hasta el cuarto de su hija y la vio agitarse en la cama. ¿Contra qué lucharía aquella pequeña mocosa de cuatro años que miraba con los mismos ojos profundamente azules de su abuelo, los ojos que ella no había heredado? Al fin la niña pareció calmarse.
Sintió caminar a Ramiro a su espalda, por el pasillo, y luego sus manos posarse como dos hojas de otoño sobre los hombros. Se estremeció ligeramente a pesar del calor.
—¿Duerme?
—Sí.
Se escurrió de su caricia y caminó hasta la cocina. La luz fluorescente la hizo parpadear. Todo era demasiado denso, demasiado real y doloroso bajo aquella luz, así que la apagó. Abrió la nevera y bebió agua fría directamente de la botella. Ramiro entró y se sentó a la mesa, a oscuras y mesándose la barba. El frío de las baldosas en la palma de los pies era agradable. Jenny se sentó en el suelo. En el techo los faros de los coches que pasaban por la carretera urdían dibujos de luz y sombra. Pronto la escena se le antojó extraña. Eran peces fríos, nadando en aguas oscuras; peces que no se conocían, que se buscaban para... ¿aparearse?, ¿devorarse?
Ramiro tenía una voz espesa, cargada.
—¿Has pensado en eso?
—Sí.
—¿Y?
—Me voy.
—Pero...
—¿Pero qué?
Había sido casi un grito. Peces cargados de dientes, aleteando, acechando entre helechos y rocas.
Ramiro respiró fuerte.
—No puedes dejar a tu hija. No es...
—¿No es qué? Es mi carrera, una ocasión irrepetible.
—Pero una hija no puede crecer sin su madre.... sabes que es así... lo hemos hablado muchas veces... ¡joder!
Jenny se recostó con violencia contra un mueble haciendo crujir la madera. El eco del taco rebotó de pared a pared en el interior de su cráneo. ¿Qué tendría aquel idioma que hacía los tacos tan rotundos, tan vivos, que dolían tanto?
—No voy a empezar a discutirlo todo otra vez... Si fueras tú el que tuviera posibilidades de irse... veríamos cual sería la situación.
—Coño, Jenny, joder, no me juzgues por lo que haría, sino por lo que hago, por lo que estoy dispuesto a hacer: a quedarme aquí, al lado de mi hija.
Por un instante, Jenny estuvo tentada de levantarse y salir de allí, salir de la casa en camisón y descalza y no volver a convivir con nada que tendiese aquellos lazos insidiosos, los ojos tan azules de su hija, el cuerpo macizo de Ramiro envolviéndola. Quería salir del río, quería huir. Ramiro se levantó de la mesa. Era una presencia, un pez magnifico, oscuro, brutal, noventa kilos de músculo que se sentaron a su lado y la tomaron delicadamente la mano.
—Jenny...
La voz estaba casi rota.
A la mañana siguiente él no hablaba, solo permanecía quieto, en el salón, viéndola moverse, llenando maletas de pequeñas cosas. Era ya un pez muerto, boqueando en la orilla, sin aire. Había otro pez, un alevín perfecto y luminoso, que corría montado en un patinete en el patio. Un poco más allá, en la calle, un coche militar la esperaba.
Ya perfectamente equipada, al lado de la puerta, le miró. Sus ojos no imploraban, ardían con odio derivado de la podredumbre, de la asfixia. Jenny desvió la vista. Miró afuera, a través de la puerta, a Sofía de ojos límpidos. Veía en ella el futuro, esa mirada calando en el fondo de sus ojos azules, el odio cultivado con paciencia y tesón.
—Quiero el divorcio —dijo Ramiro con una voz de poco volumen pero que retumbó en las paredes.
Jenny salió de la casa y se acercó hasta su hija.
—Me voy a trabajar, Sofía.
La niña corrió hasta ella y se la echó encima.
—Ya, me lo ha dicho papá. Pero no tardarás ¿no?
—No, volveré el mes que viene, pero luego quizá tenga que hacer un viaje muy largo.
—¿Puedo ir?
—No, preciosa, pero te traeré cosas muy bonitas, y podremos hablar por la tele.
—Bueno, quiero un hiperpokemon y un patinete como el de Julio. ¿Me los traerás?
—Claro, preciosa.
La niña la dio un beso y corrió a jugar con su patín.
Jenny no miró atrás ni una sola vez, ni cuando el coche la llevo a la base, ni cuando el C-5 despegó sobre el paisaje de Andalucía, ni cuando aterrizó en Estados unidos. Si lo hubiera hecho, hubiera vuelto.
Tenía que convencerse: el río, los peces, la otra vida había muerto, solo quedaba la NASA-ESA y sus pruebas de acceso.
Y no le fue difícil. El ambiente en el Johnson Space Center era frenético, no había tiempo para pensar en nada. Era una candidata más de los más de tres mil que habían sido llamados para las pruebas preliminAres, una semana de entrevistas y exámenes médicos. Como los otros, circulaba por pasillos interminables buscando despachos y laboratorios, esperaba cola para los análisis y sudaba bajo el escrutinio de los psicólogos.
La asistía una rara tranquilidad. Iba a ser seleccionada, estaba convencida de ello, la sola posibilidad de que la rechazasen la parecía absurda. En los momentos más duros, durante las largas pruebas psicológicas, apretaba mentalmente los dientes y no se dejaba derrotar. Apartaba la debilidad como había apartado las lágrimas, como se había impedido volver la vista mientras el coche de la base la acercaba hasta el transporte.
Pasó los exámenes médicos sin problemas. Eso no la preocupaba, estaba en forma, y ella misma, antes de salir, se había hecho los análisis NASA clase II, —agudeza visual sin corregir 20/200, presión arterial 140/90 en reposo y una altura entre 1,60 y 1,90— que necesitaba un especialista de misión. Ella podía pasar incluso los de clase I que se exigían a los pilotos. Encontró muy torpes a los psicólogos, era evidente lo que buscaban, alguien con facilidad para trabajar en equipo, lo suficientemente individualista y capaz para no resultar inútil fuera del apoyo del grupo, pero también alguien que necesitase la integración, que era el mejor modo de que un grupo pequeño destinado a permanecer junto mucho tiempo no se desintegrase. Toda aquella semana la pareció molesta, un puro trámite. Conocía la mayor parte de los test, había colaborado en la redacción de muchos de ellos. Pero no se engañaba, sabía que la verdadera prueba serían el año de selección básica y los dos años de entrenamiento final para la misión. Ninguna experiencia previa la ayudaría a superar ese periodo en el que estaría en permanente evaluación.
Al final de la semana pudo volver a su casa, a esperar los resultados. Había hablado con su hija todas las tardes, breves conversaciones desde el teléfono móvil en las que la constante había sido «¿cuándo vuelves?» Ramiro ni siquiera se había puesto. Aún rumiaba su rencor, lo amasaba y lo convertía en una bola que le haría llegar, más tarde o más temprano, quizá en la voz delicada de su hija: «¿cuándo vuelves?». Al final de la semana dejó de llamar todos los días. No podía volver a oír aquella vocecita al final de la línea telefónica.
Cuando recibió la noticia ni siquiera sonrió. Había algarabía por los pasillos, gente contenta, gente triste. Candidatos que volvían a sus ciudades y pueblos para intentar ser otra cosa en la vida, otros que regresaban a casa con la alegría tatuada en el rostro. Ella, antes de volver, terminó de arreglar el alquiler de una casa. La NASA-ESA les facilitaba bungalós a bajo precio. Como nadie había sido tan previsor, eligió el que quiso. Solo entonces hizo las maletas y volvió a enfrentar los papeles del divorcio y el comienzo de la actitud retraída de su hija. Y no se equivocaba, Ramiro lo tenía todo listo, solo pendiente de su firma. Cuando regreso al JSC para empezar el período de preparación previa, traía ya firmada la separación efectiva y la renuncia a la custodia de la niña.
Durante el año que duró la preparación supo que esos papeles seguían en un sobre amarillo, sobre la mesa de su despacho. Nunca lo abrió, solo se concentró en el entrenamiento para evacuación de emergencia, en las sesiones en la piscina de agua, en los vuelos del KC-135 para evaluar su comportamiento en microgravedad, y en la preparación técnica que su tutor le obligaba a desarrollar día, a día, hora a hora, en un exhaustivo programa de aprendizaje y evaluación simultánea.
Aquello era una apuesta a ciegas. No sabía si pasaría la selección. Comenzaban ya a influir factores que su especialidad en medicina espacial no le permitía dominar. Ni siquiera si pasaba aquella selección previa la aseguraba nadie que iba a ser elegida para el primer equipo que pusiera el pie en Marte. Las posibilidades eran tan remotas que no se atrevía ni a calcularlas. Y el precio pagado por optar en esa lotería era tan alto que tampoco se permitía pensar en ello, en las carreras alocadas de su hija por el jardín, en las noches que no eran una cama enorme, fría y vacía.
Le comunicaron que había sido seleccionada para la fase final una tarde de septiembre. Había pasado una semana en la playa con su hija, una niña huraña que no la miraba nunca a los ojos al hablar y se empeñaba continuamente en caprichos tontos.
La llamada llegó cuando Jenny llevaba un rato mirando el parque en frente de los bungalós del JSC, tan parecidos a los de todas las otras bases militAres en las que había vivido junto a su padre. Había paseado y jugado por jardines así, había corrido en bicicleta en medio del calor de Guam, del frío de Alaska, del clima templado de Aviano. Una vida nómada, como la de tantos niños hijos de militAres. Recordaba los ojos azules, glaciales de aquel piloto rígido, que vestía a su hija con el celo que ponía en lustrar sus zapatos, en limpiar todos los sábados por la mañana la carrocería del coche. «Diles a estos señores en dónde puede aterrizar el trasbordador»
—Ha sido seleccionada para la fase final junto a otros trescientos astronautas. Felicidades.
Eran palabras que hubieran debido ser felices, pero ni siquiera esa frase logró borrar la mueca de desaprobación frente a sus zapatos sucios de jugar fuera, frente a sus deseos de salir hasta la madrugada, frente a sus extraordinarias notas académicas. Nunca era bastante, y nunca demasiado alto el precio a pagar para dejar de ser un pequeño lorito.
Jenny había sido seleccionada para la fase final. Había trascurrido un año y dos meses desde la tarde en que abandonó su casa en Rota. Ya era una mujer divorciada. Junto a los otros treinta y tantos seleccionados, todos vestidos con los monos de vuelo de la NASA-ESA, entró en el salón de conferencias. Había pocas sonrisas, pocas conversaciones, apenas se conocían entre sí.
Una vez estuvieron sentados, el conferenciante, un hombre recio, de unos cuarenta años, porte militar, rasgos duros y mirada intensa, subió a la tarima. Parecía haber llevado el uniforme desde siempre, haber nacido con él puesto. Se colocó en el atril, abrió su notepad y lo manipuló un instante.
A su espalda el videomural cobró vida con los signos hibridados de la NASA y la ESA. Luego elevó la mirada y recorrió lentamente al auditorio. Hubo un murmullo quedo entre el público. Había allí hombres y mujeres marcados por un patrón perceptible, pilotos, ingenieros, geólogos, biólogos, planetólogos, todos ellos altamente competentes, todos ellos de sexos, razas y países diferentes. Desconocidos entre sí, apenas llevaban juntos unos días, todos conocían a André Vishniac, uno de los veteranos comandantes que habían sido asignados como cabezas de la misión a Marte.
Había otros tres veteranos indiscutibles, cabezas de grupo, pero el más imponente era el hombre que había visitado al Mir, había construido la estación internacional Alfa y luego su ampliación, la Beta.
Para todos estaba claro que el primer hombre en pisar Marte tendría que ser, sin lugar a dudas, André Vishniac.
Una vez hubo inspeccionado a su auditorio comenzó a hablar con una voz de bajo que rebotaba en las paredes:
—Buenos días y bienvenidos a las instalaciones de la NASA-ESA en el JSC. Acaban de llegar y esto les es extraño, pero les aseguro que se convertirá en su hogar. Para mí ya lo es, desde hace muchos años, y me es grato darles la bienvenida a él.
»Bien, hoy comienza una muy larga preparación que, si todo va bien, culminará con cinco de nosotros embarcados en el más fascinante viaje que haya emprendido jamás el ser humano. La ruta es larga y, como se suele decir, lo mejor para llegar es dar un paso detrás del otro, comenzar a andar. Pero no crean que esto va a ser un paseo, el destino está muy lejos y habrá que dar muchos, muchos pasos...
Jenny atendía concentrada a todas sus palabras. Vishniac tenía una mirada hipnótica, sus pupilas parecían más puntos de mira de armas que nunca fallarían que dispositivos ópticos al uso. El silencio en el salón era estático, casi religioso, y nadie se atrevía siquiera a moverse por miedo a romperlo con el susurrar de la tela.
Uno de los asistentes, el que Jenny tenía justo al lado, alzó una mano con un gesto displicente. Todos parecieron despertar, volvieron la vista a esa mano solitaria, elevada sobre las cabezas como un estandarte de batalla.
—¿Sí? ¿Tiene alguna pregunta?
Discretamente Jenny pulsó en su notepad, recorrió las fotos de los candidatos hasta encontrar una: Luca Baglioni, ingeniero. Volvió la vista, la foto no le hacía justicia. Baglioni poseía unos ojos salvajes que no parecían entender de urbanidad ninguna. Eran ojos de depredador que no cabían en una foto de alta resolución.
—Todo eso es muy interesante, comandante, pero... —Miró a un lado y a otro, como si buscara algo—. No veo ninguna cámara de televisión por aquí. Esta es una reunión a puerta cerrada, así que no es necesaria toda esa introducción de cara a la galería. Creo que todos sabemos para qué estamos aquí, si me disculpa el atrevimiento de decírselo. Y creo que hablo por todos si digo que estamos ansiosos por empezar de una vez a trabajar en algo productivo, hemos estudiado la misión, los sistemas y queda mucho por hacer.
Jenny no pudo contener un pequeño bufido. Aquel hombre era un insolente. Baglioni la miró durante un instante y volvió a concentrar su atención en el conferenciante. La ignoraba total y completamente, con una sola mirada la había evaluado y despreciado.
Vishniac dejo de hablar y durante un lapso en que el silencio cristalizó en hielo solo apuntó aquellas pupilas armadas a Baglioni. Luego habló y todos imaginaron que sus palabras eran balas certeras.
—Por supuesto. Vamos a empezar a trabajar de inmediato. Pero quiero dejar algo claro para todos los que, como yo, somos ingenieros aparte de astronautas. En lo que a nosotros atañe, el diseño de la misión es cosa de los de desarrollo. Seguro que ustedes ya han estudiado muchos de los detalles de las misiones proyectadas, seguro que tienen muchas ideas y mejoras, pero les aseguro que no más, no mejores que las personas que han diseñado la misión. Eso sí, nosotros tendremos que conocer hasta el color del lápiz que usaron para bosquejar el último tornillo de nuestra nave pero no decidiremos cómo ni de que modo tiene que funcionar todo esto. Seremos unos conejillos de indias, nuestras sugerencias serán tenidas en cuenta, pero nosotros no tendremos influencia decisiva en los aspectos técnicos de la misión. Es importante que todos tengamos claro nuestro sitio en esta maquinaría inmensa del proyecto Marte... ¿Lo tiene claro, Baglioni?
El joven ingeniero asintió lentamente, sin variar su expresión de aburrimiento.
—Pero antes de que abran sus notepads y comiencen a estudiar los perfiles de sus respectivos puestos —siguió diciendo Vishniac—, previo a toda esa tarea que les va a caer encima, hay un tema que quiero que este en sus mentes durante todo el periodo de instrucción. Y es algo muy importante: el sistema de trabajo en equipo, cómo la tripulación tendrá que funcionar para sobrevivir dentro de los parámetros que se han establecido para este viaje. Y quiero que sea algo previo a todo lo que vendrá después, porque de cómo funcione ese grupo que viajará al planeta rojo, va a depender el éxito de la misión.
Jenny notó la mirada de Luca. Volvió la cabeza ligeramente. Baglioni, con una sonrisa de duende, la miraba interesado. Compuso un gesto de desprecio lo más frío y duro que pudo y volvió a mirar a Vishniac. Luca Baglioni ya no existía para ella.
—En una misión como ésta el factor humano ha sido especialmente difícil de considerar. No es ésta una misión de días, como los viajes a la luna, sino de años. La ingeniería dicta cómo van a funcionar las naves; y de la carga de pago que podrán llevar depende absolutamente el tamaño y composición de una futura misión a Marte. El tamaño de la tripulación determina exactamente la masa de los hábitats, de las naves, y por último de los vectores de lanzamiento.
»La cuestión es entonces doble: ¿Cuántas personas podrían llevar a cabo una misión así desde el punto de vista psicológico, y cuántas desde el punto de vista técnico?
»Los psicólogos han elucubrado mucho y la conclusión es que cualquier número de personas, incluso dos, podrían hacerlo. La historia de las exploraciones humanas lo ha demostrado una y otra vez.
»Pero la parte técnica también tiene su importancia y en una misión tan compleja como ésta hay limitaciones de lo que la tripulación debe ser capaz de hacer para sobrevivir.
»Si por los ingenieros hubiera sido, habrían diseñado la misión a Marte para un hombre solo. Pretendían automatizar todo el proceso de orbitaje, amartizaje, etc. Se puede hacer. Los modernos pilotos automáticos son autenticas maravillas. No obstante varias directivas, antiguas normas de seguridad de las agencias espaciales involucradas, y una prudente reserva, han hecho pensar en poner a bordo tres tripulantes que ayuden en las tareas de pilotaje y manejo de sistemas de ingeniería. Uno de ellos quedará en órbita esperando el regreso del resto desde la superficie para volver a la tierra todos juntos, y los otros dos, el comandante y el primer piloto, serán los que conduzcan el módulo de descenso hasta Marte y, una vez allí, organicen las tareas, asignen prioridades, y se ocupen del manejo del róver marciano y toda la infraestructura de la misión.
»Lo que, junto con el ingeniero, el médico y los dos científicos hace un total de siete. Siete personas para ir a Marte... Parece un número mágico ¿no?
Hubo algunas risas discretas, y Vishniac siguió hablando:
—Les he descrito como son los grupos a los que se les han asignado. Lo que no les he contado, ni serviría de nada decírselo, es lo difícil que va a ser el viaje para los afortunados que sean elegidos. —Vishniac volvió a hacer un silencio, el aire volvió a descender de temperatura—. Se sentirán muy mal durante la duración de este periodo de entrenamiento, y algunos de ustedes incluso renunciarán, pero intenten recordar que se están embarcando en la mayor aventura que del ser humano, y la recompensa será inmensa; todo un nuevo planeta bajo las plantas de sus botas.
»Por supuesto si están aquí, sus calificaciones serán más que correctas, brillantes, y habrán sido puestas en práctica en infinitud de ocasiones. Pero con eso no basta. Tiene que haber algo más, espíritu de sacrificio, sentido de la aventura, que les permita aguantar la rudeza de esta misión. En Marte hará falta también que se aferren a la vida. Si tienen o no ese algo más, lo descubriremos durante estos próximos años...
»Muchas gracias a todos. Cedo la palabra ahora al director de vuelos, Mr. Friendhan Font.
Mr. Friendhan, el director de las instalaciones, habló durante diez minutos más, con palabras huecas, política y buenos deseos que nadie escuchó. Jenny tenía la cabeza ocupada con pensamientos abrumadores. Lo que estaba por venir en el tiempo del entrenamiento y aún más allá si era elegida, era tan enorme que parecía pesar como plomo en el centro de su cerebro. Lo curioso es que no parecía haberse dado cuenta antes, solo en ese momento, cuando no había ya marcha atrás, comenzaba a alcanzarla la ola de pesar y miedo. Pero no había otra opción.
Los astronautas, algunos ingenieros y personal encorbatado pasaron al salón contiguo dónde había preparado un pequeño cóctel. Allí se sirvieron algo de limonada, vino y canapés, mientras las cabezas no dejaban de rotar, oteando a los otros, quiénes eran, por qué estaban allí. Pero el aspecto de los astronautas con el mono de vuelo puesto hacia difícil identificar a conocidos.
El equipo Gamma hizo un aparte —vasos en mano, miradas erráticas— buscando palabras para romper el hielo. Todos los grupos, inconscientemente, lo hicieron.
Herbert miró de reojo al resto del equipo que apenas conocía más allá de unas palabras casuales. Delante de él Jenny, la doctora de ojos grandes y oscuros, no sabía que hacer con el vaso y lo apretaba alternativamente con la mano derecha y la izquierda; a su lado, Baglioni, el ingeniero de pelo rebelde y mirada salvaje, torcía el gesto y miraba de reojo a cualquier chica que pasase cerca. Habían sido presentados brevemente el día anterior, pero el único que parecía encontrarse desinhibido, como si aquello no fuera con él, era Baglioni.
Con esas personas, entre otras, tendría que enfrentarse a las dificultades de un periodo de entrenamiento y selección. Así lo llamaban, entrenamiento y selección. Parecía una broma después de que miles de candidatos hubieran presentado sus solicitudes y hubieran sido procesados e investigados de mil maneras distintas. Sólo un equipo de los cuatro que se entrenarían irían en a Marte. Los demás quedarían en espera de las siguientes misiones.