Introducción
Una de las principales funciones del conocimiento sociológico es poner de manifiesto la existencia de coerciones sociales que se derivan de configuraciones sociales sedimentadas, de hábitos mentales estructurados y de rituales institucionalizados, que operan a su vez como estructuras generativas de las conductas y de las mentalidades. Las instituciones sociales actúan coactivamente sobre sujetos y grupos sociales, a la vez que producen, reproducen, y desarrollan lógicas sociales a lo largo de la historia y en el seno de cada sociedad. Las experiencias históricas, grabadas en la memoria de los colectivos sociales, se convierten en una especie de inconsciente social que de forma mecánica, irreflexiva, guían la acción social de los sujetos en determinadas direcciones. Objetivar ese inconsciente social, esa dinámica oculta, equivale a romper el desconocimiento, la amnesia, que está en la base de que una determinada lógica social se perpetúe en el tiempo, y atraviese rizomáticamente el espacio social. En este sentido la sociología permite detectar regularidades y singularidades históricas y, a partir de ellas, realizar diagnósticos que eventualmente sirven para decidir con mayor conocimiento de causa, y para orientar la acción colectiva de forma más reflexiva y crítica.
El punto de partida de esta investigación gira en torno a una problematización. Y es que tanto en la vida política española, como en la de los países hispanoamericanos, se ha puesto de manifiesto en los últimos doscientos años, en el marco de las sociedades modernas, tras la Revolución francesa y la revolución industrial, una aparente incapacidad para avanzar con paso firme hacia un sistema democrático consolidado, un sistema político racional, sólido y solidario. Los avances en determinadas épocas históricas van muchas veces acompañados de parálisis y retrocesos pues, a las esperanzas, e incluso a las grandes expectativas de cambio, suceden los ruidos de sables, las dictaduras, los caudillos, las depresiones económicas y las frustraciones. La intransigencia, la crueldad, los exilios de los vencidos, la violencia y el fanatismo, constituyen verdaderas barreras para la formación en nuestras sociedades de una cultura política democrática sedimentada, una cultura basada en propuestas pensadas, en la negociación, el respeto, y en la búsqueda de acuerdos razonados.
La población española y portuguesa, y las poblaciones hispanoamericanas, han dado prueba a lo largo de los siglos de un gran amor por la libertad, pero también de una aparente incapacidad para que esta pasión se traduzca en instituciones sólidas, estables, justas, consensuadas, instituciones democráticas duraderas, que surjan y se desarrollen con expectativas de futuro. Una de las principales metas de esta investigación es, por tanto, intentar proyectar luz sobre esta especie de esclerosis crónica que afecta a nuestras sociedades, con el fin de que los pueblos iberoamericanos puedan avanzar, con mayor conciencia de sus límites y de sus inercias históricas, pero también con mayor conciencia de sus aciertos y contribuciones valiosas, al fondo social del conocimiento humano, al proceso de la civilización.
Me pareció que para proyectar luz sobre esta problematización era preciso remontarse en la historia al proceso mismo de formación de una peculiar modernidad latina, la modernidad del Sur. Concretamente a lo largo de este libro analizaré la génesis de una incipiente secularización del pensamiento en los países iberoamericanos. Para ello pondré de manifiesto cómo los representantes de la denominada segunda escolástica, en el siglo XVI, principalmente en España, Portugal, Italia, y América Latina, sentaron las bases de un nuevo derecho natural y de gentes, es decir, contribuyeron a la institucionalización en el terreno de las ideas de nuevos derechos universales, que a su vez sirvieron de base, de soporte, al nacimiento de los derechos humanos de los tiempos modernos. Las sociedades europeas del siglo XVI eran sociedades estamentales, sociedades divididas en grupos sociales muy jerarquizados, en las que resultaba por tanto impensable la democracia social y política. Sin embargo fue en el siglo XVI cuando las desigualdades sociales instituidas se vieron cuestionadas en nombre de nuevos valores y de nuevos sistemas de pensamiento. Este libro es un intento de objetivar el proceso de formación de un pensamiento moderno que marcó un antes y un después en la historia de las ideas occidentales, y que a su vez se vio frenado, reprimido, y reconducido por los grandes poderes establecidos, especialmente la Iglesia, la nobleza de armas, y la Corona, unidos en una especie de santa alianza por el espíritu del Concilio de Trento. Nos interesa la génesis de la modernidad pues, en el proceso de formación de una determinada configuración social, las reglas de base sobre las que se articula esa configuración durante su génesis, durante su proceso de gestación, marcan, para bien y para mal, su consiguiente lógica de desarrollo. No se trata por tanto simplemente de realizar una nueva aproximación al pasado para conocerlo mejor, este libro pretende también proporcionar materiales para contribuir a edificar una historia del presente, con el fin de situar en el centro de las agendas políticas de gobiernos y movimientos sociales, especialmente en los países latinos e hispanoamericanos, los ideales modernos, laicos, de libertad, igualdad, solidaridad, y democracia participativa.
Para dar un impulso a este proyecto sociopolítico era preciso indagar sociológicamente, es decir, socio-históricamente, cómo se gestó la idea de una humanidad común, más concretamente cómo y por qué se instituyó en el mundo occidental la categoría de género humano, así como explicar cómo y por qué este impulso democratizador hacia un mundo desencantado se detuvo, y resultó problemático. Me propongo por tanto repensar el nacimiento mismo de la modernidad en el espacio iberoamericano, objetivar las posibilidades que entonces se abrieron, pero también los sesgos y las limitaciones que entonces se consolidaron, con el fin de intentar responder a una demanda social de mayor clarificación en los actuales tiempos de incertidumbre.
Michel Foucault, en Las palabras y las cosas, tras reproducir la célebre clasificación de los animales que presuntamente Jorge Luis Borges retomó de una enciclopedia china, presentó El Quijote de Cervantes y Las meninas de Velázquez como dos obras fundamentales que se convirtieron en el síntoma de un nuevo espacio mental, del nuevo sistema de la representación y, al hacerlo, se alejaban de la episteme renacentista, de un pensamiento mágico-mítico, para servir de gozne a la modernidad. No se han valorado ni explorado suficientemente las propuestas que se abrieron con el libro de Foucault sobre la génesis del pensamiento moderno, ni tampoco se tuvo suficientemente en cuenta el papel clave que jugaron en este sentido en los países latinos los códigos artísticos, tanto pictóricos como literarios, es decir, un nuevo modo de mirar y de narrar que implica nuevos modos de pensar en Portugal, América Latina y la España del siglo de Oro1.
Friedrich Nietzsche, el implacable fustigador de todas las neurosis religiosas, descubrió, en la base de los remedios dietéticos de las religiones, la soledad, el ayuno y la abstinencia sexual, la negación del mundo y de la voluntad. En La genealogía de la moral afirmaba que todas las religiones son, en su último fondo, sistemas de crueldades y, Nietzsche, a pesar de sus aires aristocráticos, y de su manifiesta misoginia, más allá de sus arrebatos pasionales y narcisistas, tenía razón cuando advertía que necesitamos una crítica de los valores morales, hay que poner alguna vez en entredicho el valor mismo de esos valores, y para esto se necesita tener conocimiento de las condiciones y circunstancias en los que aquellos surgieron, en las que se desarrollaron y modificaron (...), un conocimiento que hasta ahora ni ha existido, ni tampoco se lo ha siquiera deseado2. Necesitamos someter a crítica los valores heredados de las sociedades estamentales para poder pensar de otro modo, para poder avanzar hacia sociedades de semejantes, sociedades de ciudadanos unidos por relaciones de solidaridad, y este fue el reto que Michel Foucault asumió en el Colegio de Francia en su proyecto inacabado de genealogía de los sistemas de pensamiento.
El reconocimiento de la humanidad es un libro que se inscribe en el marco, en buena medida aún borroso, del perímetro circunscrito por Las palabras y las cosas y por La genealogía de la moral. La exploración avanzada en esta investigación socio-histórica pretende servir de base a una genealogía de la modernidad. El eje central de esta indagación se articula, como ya he señalado, en torno a la génesis de una categoría de pensamiento: el género humano. Era inevitable por tanto aproximarse a las propuestas formuladas por Émile Durkheim en Las formas elementales de la vida religiosa, en donde el sociólogo francés señalaba que las categorías de pensamiento son históricas, tienen una naturaleza social, producen efectos epistemológicos y sociales, cobran sentido, en fin, en el interior de sistemas de clasificación, en el interior de marcos eidéticos, que no son ajenos a las formas que adopta, en cada momento histórico y en cada sociedad, la organización social3. Émile Durkheim dio un impulso decisivo, en su ya citado libro, a una nueva área de conocimiento: la sociología del conocimiento. A la vez también fue miembro fundador de la Liga por la Defensa de los Derechos del Hombre, creada en Francia coincidiendo prácticamente con el caso Dreyfus. Fue él quien promovió en la Universidad de Burdeos, en donde era profesor de sociología, la rama de la Liga de la que fue Secretario. La militancia de Durkheim en defensa de la laicidad y del republicanismo cívico no era ajena a su implicación intelectual como sociólogo comprometido en la defensa de una moral social, la moral laica propia de la ciudadanía. Durkheim entendía las producciones sociológicas como respuestas a demandas sociales pues, a su juicio, el período crítico abierto por la caída del Antiguo Régimen aún no está cerrado.
A lo largo de este libro se cuestionan dos tesis, todavía hoy dominantes, que establecen un especial vínculo directo entre el protestantismo y la modernidad, y a la vez postulan que la ruptura con el mundo medieval se produjo en los siglos XVII y XVIII. A mi juicio el protestantismo no liberó a las sociedades occidentales del medievalismo católico. Me parece que apelando a materiales históricos se puede cuestionar que el protestantismo haya engendrado el mundo moderno. Sin duda el pietismo protestante está en la base del espíritu del capitalismo, pero es preciso distinguir el capitalismo de la modernidad, a la vez que tener en cuenta que el protestantismo nació como un fundamentalismo religioso, un fideísmo irracional, que hacía inviable el paso de la centralidad de Dios a la centralidad de los seres humanos. Como ya he señalado no se trata tan solo de abrir un debate académico, sino, y sobre todo, de dar cuenta, apelando a la lógica histórica, de procesos sociales e intelectuales complejos que han tenido, y siguen teniendo en la actualidad, importantes repercusiones sociales y políticas. A mi juicio fue el descubrimiento del género humano en el siglo XVI, en el marco del mundo católico, el detonante que hizo posible pasar de la dignidad del hombre de los humanistas, al derecho natural, y de éste a los derechos humanos emancipados ya de las creencias religiosas. La Escuela de Salamanca, que jugó un importante papel de bisagra en todo este proceso, no descubrió los derechos humanos, pues el reconocimiento de esos derechos universales implica como presupuesto epistemológico la laicidad, pero sentó las bases para la superación de un mundo teocéntrico, un mundo atravesado todo él por los poderes y los saberes mágico-míticos propios de las religiones. El universalismo católico recibió entonces un impulso decisivo de carácter secularizador, frente a la comunidad de los santos en la que se encerraron las sectas protestantes.
Los historiadores de la filosofía recurren con frecuencia a la acción de determinados sujetos aislados para explicar tanto el nacimiento del pensamiento moderno como las innovaciones que tuvieron lugar en la tradición del pensamiento político occidental. Descartes, Hobbes, Locke, Espinosa, e incluso Maquiavelo, Lutero, Grocio, y Galileo, son citados con frecuencia como los creadores de la ciencia y el pensamiento jurídico y político propios de la modernidad. Son numerosos los manuales de historia del pensamiento en los que se postula la existencia de una especie de genialidad individual, con frecuencia inseparable del recurso a una racionalización ahistórica y asocial. Desde una perspectiva sociológica, sin embargo, no cabe desplazarse con tanta facilidad de unos padres fundadores a otros, es preciso entrecruzar en los análisis los procesos propios de la historia social con los de la historia intelectual. Las ideas no surgen por generación espontánea, y tanto su formación, como sus desarrollos, no son ajenos a los marcos epistemológicos en los que escriben y piensan determinados pensadores en cada momento y en cada sociedad, ni tampoco a las redes sociales e intelectuales que dotan a determinados códigos teóricos de una determinada fuerza y consistencia. Los debates teológico-políticos y morales que tuvieron lugar en el siglo XVI, a raíz del descubrimiento de América, en la Universidad de París, en la Universidad de Padua, y sobre todo en las Universidades de Salamanca, Évora, Coímbra, México, únicamente cobran sentido en las condiciones histórico-sociales y políticas en las que se desarrollaron. Intentaré por tanto mostrar cómo surgió la moderna categoría de género humano en íntima relación con distintas disputas y procesos sociales, para pasar a prolongar a continuación el análisis a los efectos y transformaciones que se derivaron de este descubrimiento decisivo para la historia del mundo occidental y, en general, para la gran república humana.
El cristianismo, y más concretamente el catolicismo, que durante siglos sirvió, y desgraciadamente aún sigue sirviendo, de soporte a estructuras sociales jerarquizadas, asentadas en relaciones de poder, resultó ser en Occidente la religión que hizo de puente para la superación de la religión, es decir, el catolicismo fue la religión que contribuyó a abrir para el pensamiento libre, laico, una vía de salida al margen de los poderes teocráticos. El catolicismo, y no el protestantismo, fue, por servirnos de la expresión de Marcel Gauchet, la religión de la salida de la religión4. Sin embargo, para explicar cómo se produjo este incipiente proceso de desencantamiento del mundo, para dar cuenta del paso de un mundo vertebrado por las representaciones y los valores propios de la religión cristiana, a un mundo racionalista, secular, formado en el espíritu civil, el mundo que sirvió de fermento al pensamiento científico, a la ética cívica y al arte moderno, el mundo que minó las bases de los regímenes absolutistas, es decir, el mundo que institucionalizó los derechos humanos y la democracia representativa, es preciso renunciar a las teorías preconcebidas, a los estereotipos e ideas recibidas, para intentar objetivar en la historia los procesos que se encuentran en los cimientos de esta profunda metamorfosis social. En este sentido es necesario explicar la génesis de las sociedades modernas como un proceso de emancipación de las instituciones religiosas. Emancipación no equivale sin embargo a una total desvinculación de la religión. Aún más, el pensamiento moderno surgió en el interior de moldes conceptuales que no eran ajenos a las racionalizaciones teológicas. De hecho hubo un tiempo en el que teólogos y sacerdotes, dotados de importantes poderes materiales y simbólicos, establecían en las sociedades cristianas pautas normativas de pensamiento y de conducta que se imponían al grueso de los fieles. Estos jerarcas, investidos del carácter sagrado que les proporcionaba el orden sacerdotal, ejercían en el nombre de Dios el oficio de pastorear a las ovejas del rebaño del Señor. La principal finalidad por tanto de esta investigación es contribuir a desentrañar el papel que jugaron los códigos teológico-políticos en el descubrimiento de la moderna categoría de género humano, en la transición del mundo medieval, holista, profundamente imbuido en valores religiosos, al mundo moderno, es decir, en la transición a un mundo tendencialmente secularizado, formado por individuos.
¿A través de qué procesos el pensamiento propio de la modernidad comenzó a liberarse en Occidente de las coerciones religiosas, y de las formas arcaicas de poder y de dominación teológico-política? Intentaré responder a esta cuestión a lo largo de los seis capítulos que conforman este libro. Para ello me voy a circunscribir predominantemente a un tiempo y a un espacio social determinados, concretamente al momento en el que, en el siglo XVI, se abrió paso en la Europa del sur, y en América Latina, la existencia de lo que Bartolomé de las Casas denominó el linaje humano, es decir, la idea de una común humanidad que nos une a todos los seres humanos en el interior de todo el orbe para conformar en el imaginario social la existencia de la gran república humana. Trataré de poner de manifiesto las condiciones sociales e intelectuales que hicieron posible esta importante innovación categorial en el firmamento del pensamiento político occidental, así como las resistencias y los efectos generados por la apertura de este nuevo espacio mental. Hago del concepto de género humano casi un pleonasmo de la modernidad, pues, desde el momento en el que se afirma la existencia de una humanidad común, compartida por todos, se plantea a la vez el problema del origen del poder en la sociedad, el problema del origen de las desigualdades sociales, y de las raíces de la propia organización política, es decir, se abre la vía a una reflexión sobre las bases legítimas en las que se asientan las instituciones sociales y políticas. Hoy como ayer la categoría de género humano, la categoría de humanidad, con sus límites y sesgos propios de su proceso de gestación, es una de esas piedras preciosas que brilla con luz propia, y que forma ya parte activa del patrimonio de la civilización.
La nueva noción de humanidad no irrumpió de repente en la escena social, ni tampoco surgió por generación espontánea, como si se tratase de una idea genial producto de una mente privilegiada y singular con capacidad para la innovación. Esta revolución mental estuvo precedida y preparada en la historia de las ideas y, en la historia social, por todo un lento y profundo trabajo silencioso de naturaleza eminentemente colectiva. En este sentido el humanismo cívico surgido en las ciudades italianas jugó un importante papel catalizador. Sin embargo su eclosión, su salida a la luz, tuvo lugar en el marco de lo que se ha dado en denominar la Escuela de Salamanca, un colegio de pensamiento que se formó en el siglo XVI, y que transcendió los límites de la península ibérica, para desarrollarse en la América hispana, y en la Holanda en la que brilló la sinagoga de Ámsterdam, convertida en lugar de destino del marranismo5. En términos generales se podría decir que esta Escuela fue una especie de intelectual colectivo que surgió como un intento de reflexión para pensar el Nuevo Mundo, y los problemas sociales, políticos y misionales que allí se planteaban, pero también como respuesta del partido imperial al desafío luterano. Los efectos sociopolíticos e intelectuales que se derivaron de las categorías de pensamiento sobre las que se articuló este colegio de pensamiento aún no han sido a mi juicio suficientemente reconocidos por los historiadores del mundo moderno, ni tampoco han encontrado el espacio que se merecen en los manuales de historia de las ideas sociales y políticas. En este sentido este libro pretende también proyectar una nueva luz sobre un espacio relegado en el mundo académico, susceptible de ser explorado con más profundidad, y enriquecido por nuevas investigaciones.
En los primeros capítulos mostraré cómo se produjo la transición de un orden teológico-político a un orden social secular que permitió a las sociedades modernas poder pensar y vivir en un sistema social relativamente caracterizado por la laicidad. La historia no se acaba sin embargo en este programa que ocupa sobre todo los tres primeros capítulos. A partir del capítulo cuarto pondré de manifiesto cómo los propios poderes de los monarcas y del emperador, así como los poderes eclesiásticos al servicio del papado, obstaculizaron, y en gran medida reprimieron, tanto en España y Portugal, como en Italia e Iberoamérica, el desarrollo de las vías modernas de emancipación cultural y sociopolítica. Los efectos de esta contraofensiva lanzada desde lo alto, es decir, desde las dos luminarias del mundo, aún se dejan sentir en nuestras sociedades atravesadas por las inercias del pasado, por coacciones y contradicciones aparentemente insalvables, que nos impiden avanzar. Hacerlas visibles constituye tan solo un primer paso para poder conocerlas, y también para poder superarlas. Y es que la denominada servidumbre voluntaria se sustenta con frecuencia en un reconocimiento del orden instituido que en parte hemos heredado del pasado, reconocimiento que hunde sus raíces en el desconocimiento de la historia. La historia no solo nos permite comprender el pasado, ilumina el presente, sienta las bases para poder proyectar un futuro mejor.
En demasiadas ocasiones la historia social suele estar separada de la historia intelectual. Existen historias de la filosofía, de la literatura, del arte, del derecho, historias del pensamiento político, y a la vez historias de España, de la demografía, de los ciclos económicos, de los reyes, de la administración, de las grandes familias, de los grandes hombres, y de las grandes batallas. Este libro esta todo él vertebrado por la sociología histórica de la religión y la sociología histórica del conocimiento. Como señalaba hace ya mucho tiempo Karl Mannheim, siguiendo la senda abierta por Émile Durkheim, las ideas no caen del cielo, son de naturaleza social, y son por tanto inseparables de la historia social: La historia de la ciencia política solo llegará a ser una aportación real al cosmos de la sabiduría, si es capaz de explicar la historia del pensamiento político con referencia constante a la cambiante práctica política de la que surgen los conceptos cambiantes6.
El historiador italiano F. Olgiati, en un libro titulado L’anima dell’Umanesimo e del Rinascimento, publicado en Milán en 1924, defendía que, a diferencia de la cultura medieval, en la que la vida social y cultural estaba toda ella atravesada por valores sobrenaturales, en la cultura del Renacimiento coexistieron tres corrientes: la síntesis entre lo natural y lo sobrenatural (Cusa, Ficino, Savonarola, Suárez); el predominio de la naturaleza (Bruno, Telesio, Leonardo da Vinci, Galileo, aristotelismo); y, en fin, el predominio de lo sobrenatural (protestantismo). Creo que Olgiati simplifica las cosas, pero además olvidó una cuarta línea cultural caracterizada por una clara distinción o separación entre lo natural y lo sobrenatural. Olvidó por tanto una corriente de pensamiento enormemente influyente, de inspiración a la vez tomista y aristotélica, precisamente la línea que va a ser seguida como hilo conductor a lo largo de este libro. Se trata de una corriente que fue especialmente relevante en el siglo XVI, en la Iglesia católica, y que, a través de una clara diferenciación entre lo natural y lo sobrenatural, abrió el camino a un orden social nuevo tendencialmente anclado en el proceso de secularización.
Para el desarrollo de esta investigación han sido fundamentales no solo las fuentes primarias, los textos de época, relativamente accesibles, sino también fuentes secundarias, y entre ellas trabajos pioneros de algunos historiadores con sensibilidad sociológica. Este trabajo no habría sido posible sin numerosas y valiosas contribuciones de sociólogos e historiadores. Se inscribe por tanto en un fondo social del conocimiento formado por abundantes estudios realizados por conocidos representantes de la historia del pensamiento político. Retomaré infinidad de textos viejos muy conocidos, y trataré de situarlos en las condiciones que los hicieron posibles y en las que a mi juicio resultan más inteligibles. Trataré de explicar el movimiento, la dinámica social, la lógica de fondo de los procesos, en fin, el cambio social, sirviéndome de documentos históricos leídos sociológicamente.
Como base de los análisis socio-históricos que conforman este libro se ha privilegiado un tipo específico de documentos: las cartas. Las cartas, esos documentos escritos, y por lo general perfectamente datados, nos ayudarán a seguir la trama de los procesos y a tratar de comprender su sentido. Las cartas, a las que apelan predominantemente los historiadores que se inscriben en la microhistoria, han sido documentos a los que se recurre en este libro con el fin de servir de puente entre los procesos micro-sociales y los macro-sociales. Y es que las cartas, en los siglo XV, XVI y XVII, no eran predominantemente escritos relativos a asuntos privados, pues muchas veces se copiaban y se imprimían, y circulaban de mano en mano hasta el punto de que contribuían a conformar la opinión publica. Las relaciones epistolares, tanto las simétricas como las asimétricas, ponían de manifiesto la naturaleza de las relaciones personales, pero también y, sobre todo, la naturaleza de las relaciones sociales e institucionales, pues, en la medida en que trabajamos fundamentalmente con sujetos dotados de una personalidad de estatus, las cartas reflejaban las relaciones de fuerza, los debates intelectuales, los conflictos de intereses, los secretos, las pasiones, las intrigas y las reconciliaciones, en fin, la naturaleza misma de las relaciones de poder. Analizaré estos documentos, en los que se expresan a la vez hechos, ideas, aspiraciones y poderes, a partir de marcos interpretativos que a su vez en ocasiones se conforman y se remodelan siguiendo la lectura de esos mismos documentos. Y puesto que hablamos de marcos interpretativos me gustaría detenerme muy brevemente en algunas obras que están en la base de esta investigación.
El ya clásico libro del historiador norteamericano Lewis Hanke, titulado La lucha por la justicia en la conquista de América merece una mención especial, pues supuso, a mi juicio, un antes y un después en la interpretación histórica de la dominación española en América. Hanke, sin negar la violencia, la rapiña, las crueldades de los conquistadores españoles en el Nuevo Mundo, aún más, precisamente porque fue sensible a la violencia y a los crímenes contra la humanidad, desplazó su mirada de historiador a lo que él mismo calificó como uno de los mayores intentos que el mundo haya visto de hacer prevalecer la justicia y las normas cristianas en una época brutal y sanguinaria. Su libro se publicó en español por vez primera en Buenos Aires en 1949. Con anterioridad Hanke había publicado, también en Buenos Aires, en 1935, otro importante libro titulado Las teorías políticas de Bartolomé de las Casas. Posteriormente, en 1974, publicó La humanidad es una, un libro en el que aborda el debate mantenido entre Las Casas y Sepúlveda en Valladolid sobre la legitimidad de las guerras de conquista. Los análisis que nos presenta el historiador de Harvard en todos estos libros están llenos de sensibilidad, de informaciones valiosas, pero, sobre todo, de una documentación desbordante, en buena medida inédita, fruto de su riguroso trabajo en los archivos7. Hanke hace explícito un conocimiento preciso de los trabajos de numerosos investigadores e historiadores, y entre ellos reconoce una deuda especial con el libro de Fernando de los Ríos Religión y Estado en la España del siglo XVI que, como es bien sabido, antes de convertirse en libro, se inició con una conferencia pronunciada en la Universidad de Columbia el 6 de octubre de 19268. El intelectual socialista Fernando de los Ríos fue el primero en poner de relieve la importancia que tuvo, tanto para España como para América Latina la subsunción del Estado en la envoltura de la Iglesia católica, así como en subrayar la necesidad de rehacer de un modo nuevo la conciencia colectiva que en el siglo XVI quedó desgarrada. En este sentido señaló una vía de salida arraigada en la tradición que va de Francisco de Vitoria a Francisco Suárez. Lewis Hanke realizó una historia de las ideas pero, como él mismo observó, su aproximación no constituía una presentación coherente y sistemática del desarrollo del pensamiento político en la España del siglo XVI, algo que consideraba una tarea fundamental, una historia importantísima, escribe, que está aún por contar9. Lewis Hanke optó sin embargo por privilegiar una mirada americanista que con frecuencia olvidaba la metrópoli, así como el espacio social europeo. Optó además por conceder una centralidad a la historia intelectual desvinculándola de la historia social y política, desgajándola de los conflictos de intereses, y de la propia política imperial.
Con anterioridad a las publicaciones de Hanke es obligado señalar el estudio ya clásico sobre los Heterodoxos de Menéndez Pelayo, así como el monumental Erasmo y España de Marcel Bataillon, y también los estudios siempre documentados e inteligentes de José Antonio Maravall. Contamos asimismo con obras de historia de las ideas políticas, como Los fundamentos del pensamiento político moderno en la que Quentin Skinner, historiador de la Universidad de Cambridge, dedicó un importante capítulo al resurgimiento del tomismo, un resurgimiento que a su juicio fue de importancia vital para el desarrollo de la moderna teoría del derecho natural del Estado10. Desde las publicaciones de Hanke hasta la actualidad los estudios e investigaciones se han enriquecido enormemente, como prueban los libros de Francisco Fernández Buey sobre Bartolomé de las Casas, el de Paz Serrano sobre Vasco de Quiroga, el de Anthony Pagden sobre La caída del hombre natural, el de Randall Collins sobre Sociología de las filosofías, así como numerosos estudios y monografías dedicados a explorar las raíces de la modernidad. He tratado de retomar y de asimilar estas y otras muchas contribuciones preciosas, reflejadas en las referencias bibliográficas, pero sin renunciar por ello a la búsqueda de nuevos marcos interpretativos a la luz de un problema central sobre el que giraron racionalizaciones, enfrentamientos y disputas que jalonaron el siglo XVI español: el problema de la legitimidad del poder de los reyes españoles en América.
Uno de los principales obstáculos epistemológicos para avanzar en el descubrimiento de las claves interpretativas del cambio social radica a mi juicio en la proliferación de estudios realizados en función de criterios apologéticos o religiosos, es decir, sesgados, aunque también abundan las lecturas lastradas por concepciones estereotipadas de la historia de España construidas a partir de concepciones apriorísticas. Para que lo invisible se haga visible es preciso realizar una indagación que implica muchas veces confrontar los hechos sociales con las ideas recibidas con el fin de no ceder a la inercia con la que se transmiten las historias de la historia. Esto no es óbice para que algunos estudios realizados por eclesiásticos hayan sido de gran ayuda, y entre ellos la brillante tesis de José Luis Novalín sobre el Inquisidor Fernando de Valdés, el libro de Beltrán de Heredia sobre Domingo de Soto, el de Villoslada sobre Francisco de Vitoria y la Universidad de París, así como los numerosos estudios y recopilaciones de textos que durante toda su vida realizo Tellechea Idígoras sobre Bartolomé Carranza y su tortuoso proceso inquisitorial.
Este libro está formado por seis capítulos. En el Primero situaré, en el marco de redescubrimiento operado por los seguidores de Mahoma de los escritos de Aristóteles, la formación de un nuevo espacio teológico-político vinculado al pensamiento de Tomás de Aquino. En el II, siguiendo la senda del averroísmo y del humanismo cívico, intentaré mostrar cómo en la Universidad de Pisa se produjo una primera escisión entre lo natural y lo sobrenatural capitaneada por el Cardenal Cayetano y por los representantes italianos del humanismo cívico. En el III y IV capítulo mostraré cómo la autonomía de un orden natural se vio ampliada por los teólogos erasmistas englobados en la denominada Escuela de Salamanca en íntima relación con el descubrimiento del Nuevo Mundo, así como los efectos y los debates que estas innovaciones categoriales generaron. En el V capítulo, a partir del enigmático proceso inquisitorial contra el arzobispo de Toledo, pondré de manifiesto cómo los grandes poderes instituidos intentaron frenar las consecuencias más revolucionarias que se derivaban de los planteamientos doctrinales de la segunda escolástica, también denominada escuela española de derecho natural y escuela española de la paz. En fin, en el VI y último capítulo desarrollaré la tesis de una modernidad inconclusa, una modernidad reprimida y reorientada por el jesuitismo en el marco de la contrarreforma tridentina.
M. W. Stone escribía que son pocos los estudiosos de la filosofía que reconocen que las ideas y doctrinas avanzadas por los pensadores escolásticos supusieron una contribución señalada para la investigación filosófica en los siglos XVII y XVIII. Para la mayoría el escolasticismo se vio eclipsado, y consiguientemente desplazado, por el estilo propio de los movimientos “modernos” en filosofía y ciencia, asociados con Galileo, Bacon, Descartes, Hobbes, Spinoza, Leibnitz, Newton11. Los análisis presentados en este libro refuerzan sin embargo la posición de esos pocos estudiosos, y ello no tanto por una voluntad de ir a contracorriente de las ideas recibidas, ni tampoco por un deseo de colocar en un primer plano unas producciones intelectuales frente a otras, sino porque el proceso de investigación socio-histórica nos obliga a asumir una posición que es el resultado de intentar explicar cómo se produjeron cambios intelectuales y culturales que afectaron a la formación de los códigos científicos, éticos, estéticos y políticos modernos. La modernidad del Sur, la modernidad de los países católicos, no debe por tanto quedar eclipsada, y por consiguiente desplazada, por la hegemónica modernidad del Norte, la modernidad protestante. En este sentido este libro problematiza el propio concepto de modernidad dominante, la modernidad predominantemente construida en los países anglosajones. No se trata evidentemente de retornar a la dialéctica de vencedores y vencidos, dominantes y dominados, y menos aún a las guerras de religión, sino de asumir la complejidad de los procesos históricos, sus avances y retrocesos, para descubrir la verdad, o por lo menos para aproximarse a ella, con el fin de contribuir a abrir en el presente nuevos caminos a la reflexión y a la acción colectiva.