cover
portadilla

Índice

Cubierta

Portadilla

Carmen Martín Gaite, articulista

TIRANDO DEL HILO

Vuestra prisa

Elogio de un actor

Adelante, peatones

El primer lenguaje constitucional (Las Cortes de Cádiz),de María Cruz Seoane

Los alumbrados, de Antonio Márquez

Brindis por Alonso Zamora Vicente

El futuro de la novela. Henry James, especialista de lo inefable

Gonzalo Torrente Ballester al servicio de la narración oral

El feminismo cuestionado. La inevitabilidad del patriarcado, de Steven Goldberg

En el centenario del padre Feijoo

Hiperión, o el amor esencial

Juan Benet y la guerra civil

Navidad de consumo

Gustavo Fabra, a un año de distancia

Un tango bien cantado. El beso de la mujer araña

La confortable ambigüedad. El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati

La novela de una novela

Ponerse a escribir

El difícil rescate del tiempo. Memoria personal, de Gerald Brenan

Alejandro Sawa, un ácrata finisecular

Un empeño democrático. Las Confederaciones Hidrográficas

Los ojos de Agustina Bessa-Luís

Un ejemplo de ensayo a lo gitano. La infancia recuperada, de Fernando Savater

El rescate de una joya literaria. Melmoth, el errabundo

Morir aprendiendo

Música para duermevela. La Muestra, de Ángel González

La sabiduría sin moraleja. Birce y sus Fábulas fantásticas

La impotencia como pesquisa. Notas a El testamento de Rilke

Río revuelto

El testimonio de Julián Zugazagoitia. La resaca de todo lo vivido

Visión del ahogado: una doble pesquisa

Aprendizaje de soledad. El jardín de los frailes, de Manuel Azaña

Del narcisismo al desencanto. Los Relatos de Basil y Josephine, de Scott Fitzgerald

El arte menor de la existencia. Teoría de Lola, de Francisco Umbral

Del tiempo y del amor. Las Canciones y soliloquios, de García Calvo

El hábito sí hace al monje. La moda, ¿comunicación o incomunicación?, de Margarita Rivière

La aguja en el pajar. Los Relatos sobre la falta de sustancia, de Álvaro Pombo

Buceando en la sombra. El Drama patrio, de Gil-Albert

Los profetas aislados. La rebeldía sexual de la juventud, de Hildegart Rodríguez

Abusos del cine sobre el cuerpo de la literatura. Reivindicación de Eça de Queiroz

El idealismo libertario de Defoe

El llanto del ermitaño. Fábula política para los olivareros de Jaén

Un amor marcado por los seriales. La tía Julia y el escribidor, de Vargas Llosa

Sobresaliente cum laude a una escritora. Oratoria y periodismo en la España del siglo XIX, de María

Los confines de lo irreal. Nuestros antepasados, de Italo Calvino

Una hora con Dámaso Alonso. En el milenario de la lengua castellana

El fariseísmo-leninismo. Sobre la Autobiografía de Federico Sánchez

Procesos que se hurtan al crítico. La torre inclinada, de Virginia Woolf

El miedo a lo tangible. Las Cartas a Felice, de Franz Kafka

El incentivo de la mentira. El principe negro, de Iris Murdoch

Lo sagrado y lo profano. El hombre de arena, de Jean Joubert

El fraudulento rostro de la verdad. Descrédito del héroe, de Caballero Bonald

La historia y las historietas. Los nacionales, de Francisco García Pavón

Las tribulaciones de un inadaptado. El más largo viaje, de E. M. Forster

La desintegración del legado romántico. Las flores del mal, de Charles Baudelaire

La verdad y la mentira. May McCarthy: Memorias de una joven católica

Fuerzas de flaqueza. El silencio blanco, de Jack London

Bajo el peso de la libertad. El corsé de yeso, de Gaetano Tumiati

En trance de delirio. Palinuro de México, de Fernando del Paso

Etapas de aprendizaje. Cuentos completos, de Jesús Fernández Santos

Un viaje inquietante. La línea de sombra, de Joseph Conrad

Diques contra la locura. El cuaderno dorado, de Lessing

Añoranza de raíces. La noche en casa, de José María Guelbenzu

Sordidez y megalomanía. Una vida, de Italo Svevo

La sombra irrecuperable de la infancia. El año que viene en Madrid, de Carlos Semprún-Maura

De lo pintado a lo vivo. Relato secreto, de Pierre Drieu la Rochelle

Desmontar los tópicos. La voluntad de saber, de M. Foucault

El pez grande come al chico en Los bulevares periféricos, de Patrick Modiano

La ingrata condición del traductor. Bailar con la más fea

Los marginados de la belle époque. Cuentos de un bebedor de éter

Rompecabezas sin armar. Trece relatos, de Vladimir Nabokov

Personas y personajes en Guerra y paz. CL aniversario del nacimiento del escritor

Debatirse en la madriguera. Memorias del subsuelo, de Dostoievski

Mucha esfinge y poco secreto. Las lecciones suspendidas, de Félix de Azúa

El proceso de las conjeturas. Los adioses, de Onetti

Películas en palabras. Las hijas de Rebeca, de Dylan Thomas

La tradición oral, premiada

Mucha miseria y ganas de alegría. El viejo país, de Fernando Quiñones

Primera memoria. La busca del jardín, de Héctor Bianciotti

Andreas o los unidos, de Hugo von Hofmannsthal

Carencia de futuro. Montauk, de Max Frisch

La moral del suburbio. Maggie, una chica de la calle

Viajar para contarlo. Carrusel siciliano, de Lawrence Durrell

Retocar el pasado. La muchacha de las bragas de oro, de Juan Marsé

Un regalo de hace nueve siglos. Poesía secular, de Selomoh ibn Gabirol

Redimir al redentor. El disputado voto del señor Cayo, de Miguel Delibes

Ruptura y retorno. Tiempo de cerezas, de Montserrat Roig

Los recursos del pelmazo. Narciso, de Sánchez Espeso, premio Nadal

Lodos de cansancio

La lectura, placer recuperado. Casa de campo, de José Donoso

La distorsión de Jauja. Tebas de mi corazón, de Nélida Piñon

La alquimia de los recuerdos. Mujer inacabada, de Lillian Hellman

Tentáculos familiares. Los parientes de Ester, de Luis Fayad

La tentación de lo híbrido. La cólera de Aquiles, de Luis Goytisolo

La búsqueda de interlocutor. Recordando mi vida, de Teresa Goitia

Callejón de hastío. El amor es un juego solitario, de Esther Tusquets

La pista de una cuerda. Necesidad de un nombre propio, de Isaac Montero

Una biografía excelente. Virginia Woolf, de Quentin Bell

Se canta lo que se pierde. El amor y Occidente, de Denis de Rougemont

Vamos a contar mentiras. El misterio de la cripta embrujada, de Eduardo Mendoza

El tiro por la culata. Reflexiones sobre la Feria del Libro

Amalgama de colapiscis numénico. Gárgoris y Habidis, de Fernando Sánchez Dragó

El que espera desespera. Zama, de Antonio di Benedetto

La ruidosa soledad. Crónica del desamor, de Rosa Montero

La odisea del crecimiento. El gran Meaulnes, de Alain Fournier

Las coartadas de la inercia. El diario de Katherine Mansfield

El olvido contra la memoria. Mujeres y días, de Gabriel Ferrater

Buen ejercicio literario. Cándida otra vez, de Marina Mayoral

Rumbos perdidos. El miedo del portero al penalty, de Peter Handke

Una saludable cauterización. El erotismo, de Georges Bataille

Un guiño un tanto inútil. Cándido o Un sueño siciliano, de Leonardo Sciascia

Tentáculos de fracaso. Luces de Hollywood, de Horace McCoy

Los caminos del desvarío. La isla del doctor Moreau, de H. G. Wells

Los hechos vacíos. El pozo y Para una tumba sin nombre, de Onetti

Resortes del entusiasmo. Virginibus puerisque, de R. L. Stevenson

La taumaturgia de Steinbeck. Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros

Barro mortal. Poesía, de Rosalía de Castro

Razón destructiva

La depuración del habla andaluza. Las mil noches de Hortensia Romero, de Fernando Quiñones

Fume, compadre. Dejemos hablar al viento, de Onetti

Aprendizaje de degradación. Bajamar, de Stevenson y Osbourne

Lazos de vida pequeña. La plaza del Diamante, de Mercè Rodoreda

No se puede querer todo. Los mares del sur, de Vázquez Montalbán

Estrategia de sigilos. La novela del corsé, de Manuel Longares

En torno de una ausencia. El parecido, de Álvaro Pombo

El coito-circuito. La Habana para un infante difunto, de Guillermo Cabrera Infante

La demagogia del sexo. El amante de lady Chatterley, de D. H. Lawrence

El cebo del desconcierto. La princesa Casamassima, e Henry James

La ruptura de la cotidianeidad. Días de llamas, de Juan Iturralde

El oficio de contar. Las sombras recobradas, de Gonzalo Torrente Ballester

El vértigo de la desmesura. Mi madre, de Georges Bataille

La lucha por la vida. El juguete rabioso, de Roberto Arlt

Cabía esperar más. Criaturas del aire, de Fernando Savater

La zozobra sagrada. Viaje, duelo y perdición, de Rafael Dieste

Entre bastidores. El bandido doblemente armado, de Soledad Puértolas

Romanticismo al por menor. Su único hijo, de Leopoldo Alas, Clarín

A la defensiva. El castillo de la carta cifrada, de Javier Tomeo

Pantomima acuática. Dormir al sol, de Adolfo Bioy Casares

Días esfumados. Fragmentos de un diario, de Mircea Eliade

En carne viva. Relato de amor, de Agustín García Calvo

Puente en el vacío. Si una noche de invierno un viajero, de Italo Calvino

…Y Wendy creció. Varada tras el último naufragio, de Esther Tusquets

La herencia de sobrevivir. Largo noviembre de Madrid, de Juan Eduardo Zúñiga

Clamor deshumanizado. La enfermedad de Gallistl, de Martin Walser

La participación del lector

La ceremonia del miedo

Un paseo en automóvil

Los mitos de cartón piedra

Preguntas sin respuesta

Por tierras de Ávila

Dejar de fumar

La cosecha de la lectura

La ciudad menos conservadora del mundo

El crecimiento de Celia

No sabe, no contesta

Las mujeres que abandonan a sus hijos por un hombre

La loba agraviada

Maldito parné

La unión de lo inconexo

Un espacio para el silencio. Al dios del lugar, de José Ángel Valente

Léxico familiar, de Natalia Ginzburg

Un escritor de raza. La gran ilusión, de Sánchez-Ostiz

Un adiós con la mano

Trascender lo cotidiano

Una generación de postguerra

La lectura amenazada

Los arbitristas

Caperucita en Manhattan

Fulgores de infancia

Las campanas al vuelo

Mujer y ficción

Palabra y escenario

Celia. Raíces y frutos

El peso de un delirio. Una alacena tapiada, de Carlos Castilla del Pino

De lo escénico. Dos siglos de escenografía en Madrid, de Ana María Arias de Cossío

Inyecciones de infancia

La protesta del grumete

Sacar la cara

Los archivos de Ya

Las renovaciones inútiles

Cosa por cosa

Amor libre por la música

El ministerio ideal de Antoniorrobles

La brecha de la palabra

El luto interior. Mujeres de negro, de Josefina Aldecoa

Reflexiones en blanco y negro

Comodines lingüísticos

Katharine Hepburn

La sombrerera

Billetes falsos de libre circulación

En la boca del lobo

De Furtivos a Leo

Notas

Créditos

Carmen Martín Gaite, articulista

Bajo un título procedente de su léxico familiar recojo en Tirando del hilo una amplia serie de artículos que Carmen Martín Gaite fue publicando en prensa entre mayo de 1949 y marzo de 2000 (es decir, entre los meses contiguos a su llegada a Madrid para hacer el doctorado y los anteriores a su muerte), aunque las fechas con mayor número de entradas corresponden al segundo lustro de los años 1970, coincidiendo con su colaboración semanal en Diario 161 y con uno de los periodos más fructíferos de su producción literaria, con títulos como El cuarto de atrás, El cuento de nunca acabar y La Reina de las Nieves en pleno proceso de elaboración.

Los artículos aquí presentados no han sido reunidos en anteriores recopilaciones, tales como la tercera edición de La búsqueda de interlocutor (2000) o Agua pasada (1993), que incluye además prólogos y discursos. Desde la nota preliminar a esta última colección, se sorprendía su autora de haber escrito tanto, «y eso que voy dejando mucho fuera», añadía. Y tanto dejó fuera, como he podido comprobar tras la consulta de su archivo, que considero pertinente recoger sólo en este volumen artículos de prensa2, dejando para futuras entregas los múltiples prólogos, conferencias y relatos, no incluidos en los títulos citados ni en Pido la palabra (2002) ni en las compilaciones de Cuentos completos editadas desde 1978.

El interés de esta edición en el futuro de los estudios martingaitianos es enorme –desde mi punto de vista– por varias razones. En primer lugar, Tirando del hilo es una pieza importante para seguir completando el corpus de sus artículos, uno de los géneros más dispersos y siempre de más difícil acceso en la fijación de su obra completa. Por otro lado, estos casi doscientos artículos –además de su interés intrínseco– revelan una serie de conexiones significativas entre sí y con la totalidad de su obra narrativa o ensayística. En este sentido, la mayoría de las notas que he podido incluir a pie de página quieren mostrar la red de estas conexiones, que confirma una vez más que la obra de Carmen Martín Gaite, por encima de clasificaciones genéricas y compartimentos estancos, es un tejido coherente y progresivo con piezas magistralmente hiladas y en el que ningún hilo de la trama puede verse como indiferente o superfluo. En tercer lugar, gracias a esta edición podemos seguir disfrutando del modo en que Martín Gaite interpretaba libros y días, páginas leídas o vividas. Si su operación de leer nos acerca al taller del escritor (o a la prefiguración de los diversos títulos que iba escribiendo mientras leía), su operación de mirar nos vincula a una de las espectadoras más lúcidas, atentas y curiosas de la vida cultural, política y cotidiana de la España de la segunda mitad del siglo XX.

Si en La búsqueda de interlocutor y en Agua pasada eran la necesidad de interlocución y el paso del tiempo los hilos que unificaban respectivamente ambas selecciones por voluntad de su autora, ahora que ya no contamos con ella y, por tanto, no se trata de seleccionar sino de recuperar textos dispersos en el tiempo y en archivos, el hilo de la cronología me ha parecido el criterio de ordenación menos entrometido y menos convencional, dentro del convencionalismo que podría dictarme cualquier otro principio temático, porque en Carmen Martín Gaite todo intento de parcelación se llena siempre de interferencias. Nunca están claras ni delimitadas, en su caso, las fronteras entre el mundo escrito y el no escrito, entre la cosecha de la lectura y la de la mirada, entre la crítica literaria y la crítica de las instituciones. Carmen Martín Gaite fue siempre difícil de catalogar y agradeció como escritora la confortable ambigüedad entre lo vivido y lo soñado, entre la verdad y la mentira. Me atrevería a decir que para ella los personajes de ficción y los de carne y hueso –tal como afirma a propósito de Virginia Woolf3– nunca estuvieron separados por una raya demasiado neta.

Por esta razón he optado por la ordenación que marca el hilo del tiempo, y aún más cuando queremos propiciar en esta edición las conexiones de estos artículos con las opiniones y sentimientos que la autora iba elaborando simultánea o posteriormente en el resto de su obra ensayística y narrativa, donde hubo frecuentemente (me refiero a la anterior a Lo raro es vivir) una distancia significativa entre el proceso de composición y la fecha de publicación. En el fondo, aspiro con este criterio cronológico a ofrecer al lector las relaciones entre lo que Carmen Martín Gaite leía y lo que estaba escribiendo.

Son numerosos los ejemplos que podría señalar de la relación de contigüidad, explicitud y anticipación entre estos artículos y el proceso de composición de su obra. Remito al lector a las notas incluidas a pie de página. Pero sí quisiera reparar en algunos casos relevantes:

«Vuestra prisa» y El libro de la fiebre (fechados en mayo y junio de 1949 respectivamente) coinciden al ser tanteos literarios juveniles con fulminantes intuiciones y anticipos de lo que irá desarrollando a lo largo de su singladura: las dificultades para establecer una comunicación satisfactoria con sus semejantes, el afán de diálogo para traspasar las fronteras entre la autenticidad y la falsedad, las posibilidades narrativas que conlleva una mirada no cegada por la velocidad, y la búsqueda de lugares donde se dé bien la conversación.

La reseña de Memorias de una joven católica, de Mary McCarthy, publicada en febrero de 1978, se relaciona con la novela terminada dos meses más tarde, El cuarto de atrás, al distinguir dos actitudes respecto a las posibilidades que ofrece la propia memoria como material a elaborar literariamente: la olímpica o segura frente a la perpleja; la primera genera memorias exentas de vida, la segunda otorga veracidad al propiciar, más allá de la mera sarta de hechos y personajes, una reflexión sobre el recuerdo que los evoca a tientas. Este principio de su taller de escritora volverá a repetirse con mínimas variantes en «Una niña desolada» (1993), prólogo al libro, Memorias de una niña. Historias de la guerra, de Remedios Casamar, una de sus compañeras en el Instituto Femenino de Salamanca.

«Ponerse a escribir» (21.2.1977) coincide con el capítulo inicial de la novela citada y con el segundo prólogo de El cuento de nunca acabar, al equiparar la actividad de dormirse y escribir como actos en los que estorba la impaciencia y no vale forzar la voluntad, pero si en el primer caso se trata de un sosiego de naturaleza inmanente, en el segundo nace para ser trascendido.

«El difícil rescate del tiempo» (7.3.1977) desarrolla un principio medular en su poética: la diferencia entre el poder consolatorio y testimonial de la memoria frente a la conciencia formal que exige que el tiempo ido se transforme en tiempo narrativo y coincida con él. Y el mejor ejemplo en su obra relativo a ese difícil rescate lo constituye «El otoño de Poughkeepsie» (1985), uno de los textos de Carmen Martín Gaite compuesto con mayor dominio del pulso narrativo para demostrarnos que en ese imposible rescate del tiempo consiste la grandeza de la poesía, por encima del uso del verso o de la prosa.

La reseña de La infancia recuperada de Fernando Savater (7.4.1977) es al mismo tiempo una reflexión sobre su propia práctica del ensayo «a lo gitano» que se traía entre manos, mientras no encontraba el modo de poner punto y final a una de las tentativas más lucidas de nuestra literatura contemporánea sobre la narración abierta: El cuento de nunca acabar.

En «La impotencia como pesquisa» (23.5.1977) examina el lugar que tuvieron los cuadernos de El testamento de Rilke en sus etapas de afasia y exasperación por encontrar una fórmula que abarcara lo inabarcable: el mismo lugar que tuvieron algunos Cuadernos de todo o Visión de Nueva York en los empantanamientos creativos de Carmen Martín Gaite.

Son algunas de las muestras que podríamos establecer de la relación de simultaneidad y explicitud de estos artículos con el resto de su obra, pero también son frecuentes los ejemplos de anticipación. En este sentido, la reseña de Los parientes de Ester (26.3.1979), del colombiano Luis Fayad, parece estar prefigurando con su explícito título, «Tentáculos familiares», ese mismo mundo de gestos vacíos y lazos de vida pequeña, cuyo secreto Baltita, el niño cúbico de su espléndida novela póstuma, Los parentescos, tendrá que traspasar y desatar para encontrar algún tipo de escapatoria (como también tuvieron que traspasarlo Sara Allen, Altalé y Sorpresa, las niñas preguntonas de Caperucita en Manhattan, El castillo de las tres murallas y El pastel del diablo).

Pero sobre todo, como dechado de relación anticipadora, quisiera destacar los coincidentes comentarios de la autora y uno de sus personajes de ficción, Mariana León, sobre un mismo libro: el Diario de Katherine Mansfield. En el artículo de Diario 16, fechado el 30 de julio de 1979 y titulado «Las coartadas de la inercia», leemos: «Sus palabras nos transmiten, desnudas de retórica, como los quejidos de un enfermo, la añoranza de lo infinito y el dolor de debatirse en vano contra las ligaduras de un cuerpo que se entiende como cárcel». Y en el capítulo décimo de la novela publicada en 1992 se vuelven a cruzar casi las mismas palabras: «Las víctimas del bacilo de Koch […] se morían soñando otras laderas y un amor más perenne, debatiéndose en vano contra esa añoranza de infinito y las ligaduras de un cuerpo entendido como cárcel» (Nubosidad variable, pág. 181). Y es que toda la escritura de Carmen Martín Gaite imita la vida y se superpone en esa encrucijada de espacio y tiempo llamada cuaderno de todo4 donde todo fluye y desemboca: las lecturas y los días esfumados, la autora y sus criaturas de ficción.

Si La búsqueda de interlocutor y Agua pasada incluyen textos espléndidos, entre los mejores que ha escrito su autora, como «Un aviso: Ha muerto Ignacio Aldecoa» o «Sexo y dinero en Cinco horas con Mario», «Las coartadas de la inercia», junto a «Días esfumados. Fragmentos de un diario, de Mircea Eliade» (21.4.1980), vendrían a formar parte –desde mi punto de vista– de ese grupo por la emocionada confesión, que sólo lo magistral enciende, sobre la inanidad de todos los esfuerzos por apresar el tiempo, ya sea a través de «Vuestra prisa» (con el que comenzábamos este recorrido en busca de conexiones significativas) o de su gesto contrario: aquel que nos incita a pararnos para poner en fila días, fechas y hechos a través de un diario.

A pesar de que los temas y motivos de sus artículos no sean compartimentos estancos y estén continuamente entremezclándose, podríamos distinguir una amplia serie fundamentalmente de reseñas de textos literarios (del tipo de las que en Agua pasada Carmen Martín Gaite agrupaba dentro del apartado «Texto sobre texto»). Otra en la que domina la sorpresa ante el mundo circundante (y que se correspondería en la edición citada con «Vivir para ver»). Una tercera en la que prevalecen los nombres propios, ya sea por la necesidad de trazar retratos y encendidas semblanzas que den cuenta de un trabajo bien hecho (el actor Agustín González, el profesor Alonso Zamora Vicente, o los escritores Gonzalo Torrente Ballester y Agustina Bessa-Luís), ya sea en homenaje a la memoria de los amigos desaparecidos. El sentimiento de mutilación que supuso ver desaparecer a la gente de su generación se incrementa con dos nuevos artículos dedicados a Jesús Fernández Santos y Gustavo Fabra, en los que pugna por transformar en emoción la palabra. Y finalmente, podría distinguirse otra serie, más reducida, en la que dominan las cuestiones historiográficas. Si siguiéramos esta posible clasificación, nos encontraríamos con una estructura muy descompensada en número de artículos a favor de los dos primeros grupos y, sobre todo, traicionaríamos las interferencias que queremos propiciar entre las distintas series. Entre la variedad de asuntos hay dos acciones que por su especial recurrencia y significación me interesa destacar: la lectura y la mirada.

Sus reseñas literarias nos permiten reflexionar sobre su práctica de la crítica literaria y su concepto de literatura en general. En este sentido me parece muy explícita su propia declaración en una entrevista a raíz de la publicación de Agua pasada: «Cuando escribo sobre un autor procuro acercarme como por una ranura, de puntillas»5. Carmen Martín Gaite siempre defendió que la reseña de un libro debía más animar a leerlo que presentar su contenido, y rechazó ese tipo de crítica empeñada en explicarnos una obra, antes incluso de que nos guste: «La crítica literaria no es nada si no estimula, aficiona e invita a leer», nos propone desde «Morir aprendiendo»6. Una propuesta coherente con su experiencia de la lectura, concebida como actividad que requiere nuestra participación y en la que no cabe esperar el advenimiento de efectos espectaculares sin que el lector ponga algo de su cosecha7. Su defensa de la afición8 en la crítica literaria no implica que cayese en las inepcias entusiastas, pues en múltiples ocasiones también apagó en el lector el deseo de leer ciertos títulos comentados, pudo ser demoledora y supo poner peros y puntos sobre las íes.

En el periodo en que trabajó para Diario 16 se mostró especialmente crítica con las deliberadas pretensiones de originalidad del llamado proyecto narrativo experimentalista, entendido como la búsqueda de aditamentos arbitrarios y novedades extrínsecas al tema; frente a esa búsqueda, ella opuso la necesidad de innovaciones intrínsecas, derivadas de una fidelidad al tema o al intento de concentrar la mirada en lo ya mirado muchas veces. Es decir, más que refutar la experimentación narrativa, rechazó una literatura que respondiese, antes que a ningún otro propósito, a una exigencia de novedad formal. Carmen Martín Gaite distinguió perfectamente el oro del oropel y, en este sentido, la diferencia entre las novedades intrínsecas frente a las extrínsecas queda explícitamente ejemplificada en la reseña de La que no tiene nombre, de Jesús Fernández Santos9, frente a Las lecciones suspendidas, de Félix de Azúa (19.9.1978), o La cólera de Aquiles, de Luis Goytisolo (2.4.1979), ambas incluidas en este volumen. Además, estas novelas de «papeles atados»10 atentaban abiertamente contra uno de los principios medulares de su práctica narrativa: el regreso a las fuentes de la lengua viva y el respeto por la figura del lector, que dentro de esta escritura alambicada sólo podía sentirse extraño, estafado o a la defensiva, ante discursos que «no alargan la mano a nadie sino que se recrean jactanciosamente en su propia inutilidad», como se lamenta desde la reseña dedicada a El castillo de la carta cifrada, de Javier Tomeo11.

Entre la heterogeneidad de tradiciones narrativas que analizó (con títulos procedentes de la novela angloamericana, portuguesa, italiana, francesa, alemana y rusa) estuvo siempre muy atenta en sus comentarios al rigor y esmero de las traducciones, hasta el punto de dedicar un artículo a «La ingrata condición del traductor. Bailar con la más fea» (y dicho sea de paso, la labor traductora de Carmen Martín Gaite está exigiendo un estudio que dé cuenta de la relación de sentido de sus traducciones con su vertiente creadora). Dentro de la narrativa en español son numerosas sus reseñas de la latinoamericana, tradición en la que no reconoce las tan reiteradas señales de dependencia y magisterio12, pero es especialmente frecuente el espacio de atención que asigna a los novelistas noveles, a los que otorga siempre un voto de confianza (véanse las reseñas de los primeros títulos de Juan José Millás, Álvaro Pombo, Montserrat Roig, Rosa Montero, Marina Mayoral, Soledad Puértolas y Esther Tusquets). Fue también una excelente crítica de la poesía de su generación (Ángel Gonzalez, José Ángel Valente, Gabriel Ferrater, Agustín García Calvo y José Manuel Caballero Bonald) y de ensayos filosóficos (como demuestran sus trabajos dedicados a obras de Michel Foucault, Georges Bataille y Denis de Rougemont). Más escasos son sus análisis de obras dramáticas –pese a todo lo que tiene su obra narrativa de teatral13–, aunque puede servir de excepción en este volumen su espléndida reseña de Viaje, duelo y perdición, de Rafael Dieste.

Pero, por encima de la variedad de tradiciones y géneros que reseñó, quisiera reparar en la estructura tripartita del proceso deductivo de sus artículos de crítica literaria. La mayor parte de ellos arranca con un preámbulo con el que intenta, en los párrafos iniciales, atrapar la atención del lector, ya sea a través de una cita axial del título comentado que impulsa su consideración global, o ya sea a través de un presupuesto narrativo procedente de su propio taller literario y en consonancia con los principios ensayados –o que estaba ensayando– en El cuento de nunca acabar, tales como: la literatura del antihéroe moderno, la enconada tendencia de la preceptiva literaria a segregar unos géneros de otros, la alquimia de los recuerdos, el conflicto entre el tiempo sagrado y el tiempo profano, los ingredientes de equilibrio que requiere un buen pulso narrativo o la alternancia entre acción y pesquisa.

Este preámbulo es seguido de una ejemplificación o ilustración del presupuesto inicial a través del análisis del libro reseñado, que ocupará el corpus central del artículo, para terminar con una valoración, casi una epifanía, que está lejos de ser una conclusión cerrada e incuestionable, pues en la fuerza clarificadora de las últimas líneas suele estar presente el título de la reseña remitiéndonos así, circularmente, al inicio.

Ésta es la estructura más frecuente, pero nunca la exclusiva, siempre está en función de las particularidades de cada lectura, ya que la operación de leer en público es en Carmen Martín Gaite, por encima de una cuestión de método, un acto creativo con un fin práctico: promover la afición y también su autorreflexión (el poder autorreflexivo de sus artículos es extraordinario), pero sin olvidar que leer es también rememorar o incluso una forma de seguir cultivando la nostalgia por lo mágico.

Cuando escribe acerca de Robert L. Stevenson en su conmovedor «Resortes del entusiasmo», una reseña sobre Virginibus puerisque, parece estar hablándonos de un ser querido, de una poderosa presencia de la infancia, cuyo fulgor echa en falta. Uno se siente tentado a intuir que el ensayo está imbuido de nostalgia, más que de la infancia, de la madre y sus inyecciones de entusiasmo: «Y no se trata tanto de que nos enseñe algo que no sabíamos como de que en la forma que tiene de ofrecerlo a nuestra consideración escuchamos la voz sabia y paciente de alguien que sigue vivo y que parece estar a nuestro lado ocupándose de nuestro estado de ánimo, dándonos consejos que nos ayuden a no desfallecer en los trances de desaliento» (22.10.1979). Téngase en cuenta que está escrito un año después de la muerte de sus padres, por las mismas fechas en que se retrotrae a la colección Araluce, mientras nos habla de ese prodigio de resurrección que ha supuesto su encuentro con Los hechos del rey Arturo, de John Steinbeck (29.10.1979).

A lo largo de los casi cuatro años en que ejerció la crítica literaria en Diario 16 fue ésta una actividad inscrita en lo cotidiano, y como toda experiencia estuvo también sujeta a autoevaluación, balance y altibajos. El testimonio que nos ofrece desde su artículo «Tentáculos del fracaso» es implacable:

Por mucho que quiera uno escapar a la etiqueta de «crítico literario», el hecho mismo de haberse ido comprometiendo sin saber cómo a hablar de libros una vez a la semana entraña un peligro de doble vertiente. Por una parte, se lee con una actitud menos gratuita y despreocupada, más tensa; por otra, se tiende a hacer una selección de lecturas basada en la actualidad del producto editorial, en su «novedad». Y así se va fraguando una insensible deformación, por obra y desgracia de la cual los comentarios emitidos, aunque se aventuren desde la mera condición de lector sin otros títulos, se empañan siempre que habla uno –como ocurre a veces– de un libro que «no tenía día para leer» y cuya terminación habría aplazado (de no mediar el compromiso semanal) para otra ocasión más acorde con el humor, que ese día pudo inclinarse a la relectura de algún clásico o al descubrimiento gozoso de una novelucha de tapas estropeadas que te pasa un amigo, diciéndote: «Pues, mira, a mí me divirtió» (17.9.1979)14.

Por las evidentes razones apuntadas, no podemos esperar los mismos resultados en artículos escritos semanalmente a lo largo de casi cuatro años, aunque partieran de la misma voluntad de esmero. Sin embargo, que la crítica fuera una actividad cotidiana desde octubre de 1976 a mayo de 1980 me parece enormemente significativo, porque permite al lector atento rastrear ciertos indicadores autobiográficos que aluden, de un modo implícito o explícito, a acontecimientos como la muerte de sus padres, en octubre y diciembre de 1978, o su primer viaje a América, en abril de 1979, que explica el paréntesis de colaboraciones entre el 7 de mayo y el 4 de junio de 197915. Su crítica literaria no sólo se entremezcla en la encrucijada de su obra completa, sino también se inscribe en un magma llamado literatura como forma de vida.

Con respecto a los artículos escritos desde la extrañeza de los sucesos cotidianos, Carmen Martín Gaite nos recuerda la dosis de realidad que necesita todo escritor para mantener los pies en la tierra y la mirada alerta, porque «incluso las cosas que no aceptas hay que mirarlas, no puedes estar metido en una campana de cristal», como declara en la entrevista antes citada. De hecho su mundo narrativo se nutrió de una sabia alternancia de sueños y observación, de huellas reconocibles del mundo que la rodeaba y también de fugas.

Tras un grupo importante de estos artículos se desprende la mirada crítica de quien denuncia a través de una narración de actitudes y de sospechosos olvidos. Denuncia el consumismo (véase, entre otros, «Navidad de consumo»); el clima de crispación y de impaciencia antes y después de las elecciones del 15 de junio de 1977, en dos espléndidos artículos con una continuidad narrativa muy evidente: «Río revuelto» y «Lodos de cansancio»; los abusos de la administración contra el ciudadano de a pie; y sobre todo a los políticos. Los políticos en la mirada de Carmen Martín Gaite quedan siempre a la altura del betún: recitan un papel, juzgan a la palabra como el último mono de la nave. Por ello «La protesta del grumete» (22.5.1992) se inscribe en un marco más amplio: la denuncia de un lenguaje público corrupto, donde los comodines y los neologismos, totalmente necios e innecesarios, son sólo la punta del iceberg.

Su preocupación por el lenguaje y sus alteraciones se engarza con otra serie de artículos en los que predominan las cuestiones historiográficas, ya que el lenguaje será para Martín Gaite el resorte que permita captar el fluir de la vida y del pensamiento en un determinado periodo cronológico. De hecho, en sus trabajos de investigación histórica, reconociendo su sintonía intelectual con María Cruz Seoane, siguió la suerte de cada una de las voces nuevas, con el cuidado y la atención con que un novelista seguiría las vidas convergentes de sus personajes.

Nuestra autora convirtió cualquier asunto en narración. Todo para ella era un cuento que tenía que estar bien contado: las lecturas, la política, el amor, la vida propia y ajena, la historia. Y sólo puede contar las cosas bien quien las ha mirado bien, atento a su real devenir y no a la pasión partidista desde la cual se miran. Por ello el enfoque de su crítica, ya sea de libros o de costumbres, asume un tono narrativo y autobiográfico, propiamente ensayístico, sin miedo a desafinar. Se situó siempre lejos tanto de lo altisonante y profesoral en la lectura como del sermón en la denuncia, y se sirvió de lo personal y del humor como categorías infalibles, o al menos eficaces, para ilustrar y argumentar sus ideas. La narración, como la vida, estuvo siempre presidida por un afán de pesquisa, y no acudió a ella en busca de soluciones, sino con las preguntas que probablemente no tengan respuesta16.

Tirando del hilo –como ya señalé al principio de este prólogo– es un título procedente del léxico familiar de nuestra autora, de hecho fue a su hermana, Ana María, a quien se le ocurrió para que sirviera de encabezamiento de esta nueva recopilación de artículos. Considero que alude con acierto a nuestra pretensión de tirar del hilo de aquella madeja de sus artículos de prensa que exigía ser desenredada dentro del material aún desperdigado de sus futuras obras completas.

Agradezco a Ana María Martín Gaite la confianza demostrada al haberme elegido como editor de estos artículos, pues sin su ayuda toda la paciencia que exigía esta recopilación habría sido impensable: me ha abierto de par en par las puertas al impresionante archivo de su hermana, me ha facilitado numerosas pistas para seguir rastreando en hemerotecas y, principalmente, para tirar del hilo de una vida y de una obra cuya trama remite, a partes iguales, a un diálogo intelectual con numerosos textos, a un diálogo moral con un bloque de tiempo que le tocó tanto entender como ignorar, a un diálogo vital con sus contemporáneos y, sobre todo, a un diálogo a palo seco consigo misma cuyo hilo último será siempre el más difícil de desatar.

José Teruel

TIRANDO DEL HILO

(artículos 1949-2000)

Vuestra prisa

(La Hora. Semanario de los Estudiantes Españoles,

núm. 27, 6 de mayo de 1949)

Amigos, yo quisiera conoceros un poco. Pero os escondéis entre gestos, entre montañas de gestos y palabras. Os lanzáis vuestras palabras para enseñaros unos a otros lo que sabéis, como si os enseñarais los dientes. Quizá habéis conocido alguna vez aquel puro placer de regalar palabras, de escuchar las que el otro nos regala. Pero se os va olvidando poco a poco. Y también se os atrofia a fuerza de no usar la mirada verdadera, la de un hombre para otro hombre al que ama o al que odia, la de un hombre para una muchacha. Os habéis cansado de todo demasiado pronto. Empezasteis jugando a estar cansados, y, al principio del juego, era limpia vuestra inquietud, vuestra ansia de renovar. Ahora ya sólo queréis asombrar con la inquietud aquélla: «Yo estoy más inquieto que tú, y, además al estarlo, hago así con la mano. Un gesto que nadie ha hecho antes de que yo lo inventara. Anda».

Como los niños. Pareceríais niños si no fuerais tan grandes y vuestro egoísmo tan serio, y tan destructor, si no os fuerais aislando del amor entre piruetas. Os empujáis al abrazaros, os dais golpes unos a otros con lo poco que tenéis cada uno, y cuando ya se os ha venido todo abajo, seguís, aún ridículamente empinados en las puntas de los pies. Como en un baile donde no se oye música alguna.

La culpa es de la prisa, yo lo sé. Esa terrible prisa de querer correrlo todo, aunque no sea tiempo todavía de correrlo antes que los demás. ¿Y para qué tener la prisa? Llegaremos lo mismo al trote que posando lentamente los ojos en las cosas a cada etapa.

Muchas veces os miro y sobre vuestra prisa, mi ciudad se hace transparente como una miel. Mi ciudad. Salamanca, redonda y pura, cuanto más me alejo.

Amigos, yo quisiera tenderos mi ciudad. Hay algo en ella que permanece sobre todo lo que se agita y da sentido y entrada a esa agitación. Mi ciudad es seria y fuerte, con sus torres que crecen dentro del río, con sus hondos portales con el tiempo parado en escudos y plazas. Yo he nacido y crecido en este ritmo. He oído todas las campanas a todas horas sobre los tejados, y la voz del hombre de los botijos en el verano, y el grito de los niños cuando se encuentran con la ciudad nevada, al salir a la calle. Puras voces como si sólo hubiera niños, o sólo botijeros o sólo campanas. Algunas veces en primavera –ya conocéis esa angustia de la vida en primavera– suena a lo mejor un yunque. Alguien explica, alguien se contradice o sufre, y de pronto, ventanas adentro, viene la voz del yunque, la sola voz del yunque.

Yo lo he oído y mis amigos también. Amigos porque lo oyeron conmigo. Amigos en aquel ruido de aquel yunque que no veíamos. Nuestras palabras se cayeron y nos miramos a los ojos. Y luego ya era bueno hablar de cualquier cosa. Creedme, yo no quiero destruir nada de lo que podéis alzar, de lo que estáis alzando, al contrario, me gustaría que no os rompierais unos a otros lo que vais diciendo de bueno. ¡Bendita y extra palabra si decís lo que digáis sin darle esa terrible importancia que os lo envenena!

Porque, amigos, no vais a desvelar ningún secreto nuevo; todo está dicho ya. Y será mejor que amaseis lo vuestro con una clara sonrisa y toméis lo que es carga como carga. Si vuestras palabras os hacen más rígidos, si no son generosas y no os consuelan, ¡valientes palabras las vuestras! Y pobre sabiduría, la que no os haya servido para saber que andaremos siempre cayéndonos y levantándonos hasta el final. Y unos a otros nos necesitamos. Si os sirviera de algo lo único que llevo terminado en mi alma, amigos, yo quisiera tenderos mi ciudad y aquietaros en ella17.

Elogio de un actor

(Abc, 23 de febrero de 1961)

Con ocasión del estreno en el Teatro Recoletos de la vigorosa farsa de Carlos Muñiz El tintero, y de la interpretación que hace de Croc el protagonista de la misma, un actor que quizá no es conocido por mucha gente y que se llama Agustín González, se me ha ocurrido escribir este artículo.

Los panegiristas de oficio suelen ensalzar a los muertos, a los consagrados o a los amigos. Un artículo como el que voy a escribir creo que solamente es frecuente con motivo del llanto por la pérdida de una figura de la escena o de algún homenaje que, merecida o inmerecidamente, se tributa al famoso cuando ya está en el apogeo de su fama. También pueden existir razones de amistad, como he dicho. Pero yo a Agustín González no lo conozco más que de vista.

Hace ya mucho tiempo, seguramente ocho años o más, le vi trabajar por primera vez junto a Marsillach y Juan José Menéndez en el estreno de Escuadra hacia la muerte, de Alfonso Sastre. No mucho después interpretó con Antonio Prieto y María Luisa Ponte La mordaza, del mismo autor. Luego dejé de verle.

Como ya he dicho que no le conozco, ignoro los motivos que hayan podido influir en su casi absoluta desaparición de los escenarios durante estos años, a lo largo de los cuales era lógico que se hubiera impuesto, dada la gran calidad que en él se apuntaba. Supongo que, por desgracia, uno de estos motivos, y quizá no el menos importante, puede ser el de que Agustín González no encaja en las categorías tradicionales de primer galán. Quiero decir que no es alto, ni fuerte, ni hace gestos heroicos.

El pasado diciembre, en el María Guerrero, volví a verle interpretando un pequeño papel en la sesión única que se dio de La madriguera, de Rodríguez Buded. En esta obra, de muchos personajes, no hay ningún protagonista. Es la historia de una pensión, y los asuntos personales de toda la gente que aparece allí son poco más o menos igual de importantes unos que otros, es decir, muy poco. Así, pues, si un actor destacaba de los demás de la manera en que Agustín González lo conseguía, era solamente posible respetando la obra en la medida en que él la respetaba, es decir, entregándose a la obra, no buscando el lucimiento personal. Los otros actores –algunos incluso buenos– buscaban un lucimiento personal. Por eso se lucían aisladamente, pero se cargaban la obra, y en cambio la levantaba Agustín, sabiéndose fundir humildemente en el anonimato, en la mediocridad de las vidas que allí discurrían. Aquel huésped, un tal Francisco, que apenas entraba en la intriga, no estaba más vivo que los otros, no tenía por qué estarlo. Pero estaban vivos su escepticismo y su aburrimiento en una tarde de domingo, universalizados gracias a la labor de Agustín González.

Todo esto ya lo pensé entonces, pero en aquella ocasión hubiera sido inadecuado este elogio. Dada la brevedad de las intervenciones y que se trataba de una sesión de cámara, era más o menos comprensible que solamente de pasada, y englobándolo en el conjunto, se mencionara en las críticas su trabajo, aunque éste fuera magistral.

Sin embargo, ahora, a raíz de su labor en El tintero y aprovechando la actualidad de esta obra, es decir, aprovechando que todavía está ocurriendo en el Recoletos la verdadera y emocionante conversión de Agustín González en Croc, un desgraciado oficinista, me parece oportuno exaltarla y hablar de ella. No dejarlo para cuando este actor sea un consagrado y a lo mejor ya no tenga la humildad, la impresionante honradez que tiene ahora.

Esta humildad suya, a la que ya he aludido antes, y que es tan poco frecuente en un actor, se hace más patente que nunca en esta farsa, en la que se le ha encomendado un difícil papel de protagonista absoluto. ¡Qué magnífica ocasión de brillantez para cualquier actor retórico! Pero Agustín González no pretende llamar la atención sobre sí mismo, y no la llama. No hay un solo momento, a lo largo de su extenuador trabajo en la farsa, en que se note ni de lejos que busca tener más gracia, o estar más guapo o que se le vean mejor las lágrimas. Se ha olvidado completamente de sí mismo y es Croc. Pero todavía diré más: ni siquiera como tal Croc quiere hacerse un héroe, destacando la magnitud de las desgracias que le cercan acuciantemente. En cuanto hay en la obra un resquicio de esperanza, de sonrisa, de alivio, el actor da el quiebro y sonríe sin rastro de rencor, se agarra generosamente a esa broma, a esa esperanza. Sonríe y llora como puede, según le empuja la vida. Como los grandes. Como Chaplin.

¿Hasta qué punto es esto también mérito de la propia farsa El tintero? De esa cuestión no me quiero ocupar, porque admito que hay que entender mucho de teatro para juzgar una obra y ya se han ocupado de juzgar ésta los que supongo que entienden.

Pero de un actor entiende el público, le corresponde hablar al público. El público sabe, por muy ignorante que sea, cuándo se está creyendo, y cuándo no, lo que pasa en el escenario, y en qué medida depende eso del hombre que se mueve allí frente a la luz de los focos, diciendo las cosas que otro ha escrito.

Por eso, porque yo hablo como público, nunca me atrevería a enmendarle la plana a ningún crítico de teatro, por mucho que mi opinión disintiera de la suya, pero sí, en cambio, puedo dar la noticia de que en el Teatro Recoletos trabaja un actor diferente que se llama Agustín González, y puedo desagraviarle con mi elogio de la frialdad incomprensible con que las críticas que han caído en mis manos han saludado su salto esperanzado, angustioso, acusador, a los escenarios madrileños.

Adelante, peatones

(Medicamenta. Suplemento Informativo,

núm. 89, 9 de septiembre de 1961)

La vehemencia de tener coche, de guiarlo, de trasladarse de un lugar a otro a la mayor velocidad posible, acaba por sustituir el deseo primero y más auténtico de conocer y contemplar. La gente, al irse olvidando de andar y al aceptar como artículo de fe la necesidad del coche para cualquier desplazamiento, va olvidándose también de mirar y cada vez se interesa menos por lo que se conoce y se abarca a paso de peatón, es decir, de persona.

Aguantar de peatón va siendo cada día más difícil, una especie de raro privilegio. Con el triunfo de los coches, y al ritmo de su desenfrenada irrupción por doquiera, las calles de las ciudades se adaptan y se conforman cada día para dejarles más paso, al tiempo que se vuelven inhóspitas y casi prohibidas para las gentes de a pie. Se reducen al mínimo los espacios vacíos, los jardines no ruidosos, las aceras; se relegan a exiguos reductos las terrazas de los cafés.

Es muy dura la batalla entablada contra los peatones, cuya situación es casi desesperada, como la de una raza maldita, abocada al exterminio. Una raza bien digna de respeto, diría yo en cambio, esta de la gente que se vale de sus pies y de sus ojos todavía para un conocimiento sosegado de las cosas y los lugares. A veces el peatón –sobre todo en España donde el hecho de tener coche se sigue considerando como un lujo– aún sabe mantener sus posiciones con decencia e intenta no dejarse avasallar, ve a los coches como a enemigos y protesta de la creciente invasión. Pero lo grave es cuando esta invasión empieza a dejar de sentirse como tal, cuando se depone todo espíritu de rebeldía, y el peatón empieza a pensar que la calle es de los coches, que un peatón no pinta nada ni tiene derecho a nada, que sin coche en estos tiempos no se puede ir a ninguna parte.

Pero ¿cómo que no pinta nada un peatón? ¿Qué razón hay para que se sienta débil, si cuenta con la fuerza de sus pasos y de su mirada no cegada por la velocidad; si está libre de una abrumadora necesidad extraña a su organismo y conoce el terreno que pisa? ¿Por qué no ha de fortalecerse en la prerrogativa de saber caminar, en vez de interpretarla como una rémora a la que ya no es capaz de sentirse ligado con alegría?

El peatón empieza a perder la dignidad y el deseo de serlo, siente como inservible una riqueza que poseía y reniega de su condición. ¡El peatón quiere tener coche! Ha ido alimentando en su corazón este secreto deseo juntamente con un complejo de culpa e inferioridad, como la única tabla de salvación a que asirse para justificar una vida tan acosada por el frenesí de los demás.