Créditos
Edición en formato digital: marzo de 2015
Título original: Memoirs of a Mother-in-Law
En cubierta: Oliver Wendell Holmes Doroth Q Together with A Ballad of the Boston Tea Party and Grandmother's Story of Bunker Hill Battle (Houghton, Mifflin and Company, Boston, 1875) 48. Courtesy the private collection of Roy Winkelman (http.//etc.usf.edu/clipart/)
© De la traducción, Alejandro Palomas, 2015
© Ediciones Siruela, S. A., 2015
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
28010 Madrid
Diseño de cubierta: Ediciones Siruela
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ISBN: 978-84-16396-39-9
Conversión a formato digital: www.elpoetaediciondigital.com
www.siruela.com
Índice
MEMORIA I: Yo
MEMORIA II: «El novio de la señorita Sabina».
MEMORIA III: Mi primer yerno
MEMORIA IV: John, mi hijo mayor
MEMORIA V: A ocho kilómetros del lugar más próximo
MEMORIA VI: Algunas de mis preocupaciones
MEMORIA VII: Los buñuelos de manzana
MEMORIA VIII: El piso descubierto del ómnibus
MEMORIA IX: El marido de Maud
MEMORIA X: Mi yerno alemán
MEMORIA XI: Los de enfrente
MEMORIA XII: Dos de mis nietos
MEMORIA XIII: Lavinia
MEMORIA XIV: Frank Tressider
MEMORIA XV: La madre de la mujer de Frank
MEMORIA XVI: Frank y Laura
MEMORIA XVII: Las plumas de pavo real
MEMORIA XVIII: Y por último
Notas
1 Nombres de auténticos grandes almacenes londinenses del siglo XIX. James Schoolbred & Co. estaban situados en Tottenham Court Road. La tienda original de William Whiteley, que quedó destruida por las llamas en 1887, estaba en Westbourne Grove, Notting Hill. Volvió a abrir sus puertas muy cerca de allí, en Bayswater, a principios del siglo XX. Marshall & Snel, ahora parte de Debenhams, estaba en Oxford Street. (Todas las notas son del Traductor.)
2 The Army & Navy Co-operative Society, fundada en 1871, proveedora de comida y otros productos a sus suscriptores.
3 El Aspirante: se refiere aquí a Jaime Estuardo (1688-1766), conocido como el Viejo Aspirante, o a su hijo Carlos Eduardo Estuardo (1720-1788), conocido como el Joven Aspirante (o, más popularmente, como Bonnie Prince Charlie). El primero era hijo de Jaime II (1633-1701), al que se apartó del trono en 1688 debido a su catolicismo. Los partidarios de la depuesta casa de los Estuardo, conocidos como jacobitas, se alzaron en rebeldía en 1745, pero cayeron, como era de esperar, derrotados en la batalla de Culloden al año siguiente. Presumiblemente, lord Walkinshaw fue uno de los instigadores del alzamiento.
4 Romeo y Julieta. Acto II, escena II: «¿Qué importa un nombre? Lo que llamamos rosa/ exhalaría con otro nombre/ el mismo dulce perfume...».
5 Se refiere al poema «The Lady’s Dream» del poeta inglés Thomas Hood (1799-1845).
6 Del poema mitológico «Hero y Leandro», publicado originalmente en 1598, obra del dramaturgo y poeta inglés Christopher Marlowe (1564-1593).
7 Wolf es «lobo» en inglés.
8 El Ayuntamiento.
9 Se refiere al Royal Earlswood Hospital, un manicomio situado en Redhill, Surrey.
10 Último rey de Lidia (560-546 a. C.), famoso por su fabulosa riqueza.
11 Nombre con el que se conocía entre los ingleses el balneario de Karlovy Vary, en la actual República Checa.
MEMORIA XVIII
Y por último...
Al repasar las notas que he tomado durante una serie de años con la intención de escribir algún día mis experiencias como suegra, me he visto obligada a descartar mucha información que me habría sido muy útil para dar prueba de lo mucho que las suegras nos vemos obligadas a soportar y hasta qué extremo nos calumnian, no solo en los escenarios sino también en la ficción.
Lo de hablar con absoluta sinceridad está muy bien, siempre que podamos hacerlo entre cuatro paredes, pero cuando hay que ponerlo por escrito, son muchas las variables a considerar. Esa es la gran desventaja a la que se enfrentan los escritores que solo escriben la verdad y no recurren a su imaginación. Es imposible decir la verdad sin ofender a unos y otros, y dado que estas memorias conciernen sobre todo a los miembros de mi propio círculo familiar, obviamente me preocupa sobremanera ofenderlos.
Cuando empecé estas memorias no tenía la menor idea de las múltiples dificultades a las que me enfrentaría antes de poder concluir mi labor. Ni por un instante habría imaginado que la gente podía ser tan extremadamente sensible.
Mentiría si dijera que me sorprende oír decir al señor Tressider que lo he puesto en ridículo y que lo he convertido en el hazmerreír de la City, porque no me sorprende nada de lo que el señor Tressider diga. Pero no negaré que me sentí realmente dolida y apenada cuando Augustus Walkinshaw me escribió una larga carta en la que declaraba que por mi culpa su vida se le antojaba intolerable, porque allí donde iba, desde el principio de la publicación de estas memorias, sus amigos se habían despachado a gusto con comentarios procaces a su costa, y Sabina, mi propia hija, llegó a propasarse hasta el punto de permitirse, con los ojos echando chispas, decirme que le parecía muy desagradable de mi parte inventar que temía desprenderse de sus criadas y que sufría una clara tendencia a convertirse en la esclava de sus hijos.
Estas memorias han tenido el efecto de una bomba lanzada en pleno corazón de un círculo doméstico, y el marido de Maud ha llegado al extremo de declarar que va a escribir las memorias de un yerno y tomarse así su venganza.
Qué terrible es que una pequeña e íntegra verdad resulte tan intragable.
Ni que decir tiene que, en la mayor parte de los casos, las discusiones que hemos tenido al respecto no han ido más allá de unas palabras, pero mi yerno alemán se ha comportado de un modo absolutamente ridículo y ha cometido la temeridad de llegar incluso a hablar de denunciarme por libelo. Imaginarán ustedes lo que sentí cuando una agradable mañana recibí una carta suya en la que me informaba de que si volvía a hacer cualquier referencia a sus intimidades, o a sus circunstancias domésticas, pondría el asunto en manos de su abogado, por mucho que le doliera tener que llegar a tal extremo.
Me sentí profundamente indignada cuando recibí la carta, y le advertí que si tenía alguna objeción, lo menos que podía haber hecho era habérmelo dicho de un modo amigable y educado. Le llevé la carta a mi esposo y le dije:
–John Tressider, esto es lo que ocurre por acoger a un extranjero en nuestro seno.
John Tressider alzó hacia mí la mirada y respondió:
–Te aseguro, querida, que jamás he acogido en mi seno a ningún extranjero. ¿A qué te refieres exactamente?
–No seas absurdo –dije–. Lee la carta.
Él así lo hizo. Cuando terminó de leer, le pregunté:
–¿Qué te parece?
John canturreó y adoptó esa expresión molesta tan propia de él y dijo que la verdad era que no podía decir que le hubiera sorprendido.
–Entiendo –dije–. O sea, que vas a quedarte ahí de brazos cruzados y vas a permitir que pisoteen a una pobre y débil mujer. Si tuviera un marido con una onza de orgullo en las venas, Carl Gutzeit jamás se habría atrevido a enviarme una carta como esta. Es un ultraje a la santidad del hogar. Un ataque a los instintos más profundos de la humanidad. Cuando el marido de tu propia hija es capaz de amenazarte con el poder de la ley y tu marido se pone de su parte, es hora de que las mujeres de espíritu independiente reafirmen los derechos de su pisoteado sexo.
–Bobadas, querida –replicó el señor Tressider–. Si dejaras a un lado el melodrama y consideraras la cuestión desde el punto de vista del sentido común, entenderías que la mejor opción es hacer acuse de recibo de la carta, entenderla como un estallido de mal humor por parte de Carl y decirle que no has tenido la menor intención de herir sus sentimientos.
–¿Qué? –exclamé, indignada–. ¿Esperas acaso que me disculpe con él?
–Veamos, no es necesario que te disculpes exactamente. Cálmalo un poco, querida. Cálmalo un poco.
–Calmarlo un poco, cómo no –dije–. Ya me gustaría ser capaz de hacerlo. No. Iré a verlo hoy mismo y le diré lo que pienso de él. Y ya de paso le comentaré que, en vez de ofenderse conmigo por lo que he dicho, debería estarme agradecido por lo que no he dicho. Le dedicaré unas memorias enteras a él solo.
Y eso es lo que indudablemente habría hecho de no haber sido porque Jane vino a verme esa tarde y me dijo que estaba preocupada por su hijo menor, que a la edad de cinco años mostraba un carácter incontrolable y no dudaba en lanzar el pan y la leche contra la pared, cucharada a cucharada, si alguien hacía algo que no le gustaba, y que había llegado incluso al punto de arrojar violentamente sus juguetes por la ventana de la habitación de los niños, uno tras otro, porque no lo dejaban bañarse con el gato.
–Mi querida Jane –le dije–, ese niño ha salido calcado a su padre. La culpa la tiene esa sangre alemana que circula por sus venas. –Y acto seguido ventilé mis emociones respecto a la carta que Carl me había enviado.
La pobre Jane se quedó muy molesta. Afirmó que Carl lo había hecho en son de broma, que me profesaba el mayor de los respetos y que no dejaba de decir que mis hijos habían heredado de mí su inteligencia y sus civilizados hábitos. Por fin, y en un intento por aplacarla, accedí a no seguir dándole vueltas al asunto. Antes de marcharse, me pidió que le prometiera que no escribiría otra memoria sobre Carl, y fui tan débil como para complacerla.
Unos días más tarde fui a visitar a Sabina y a los niños. Hacía tiempo que no los veía, porque vivían a cierta distancia de nosotros. Cuando llegué entendí, al ver la actitud del pequeño Augustus, que ocurría algo. El pequeño se limitó a saludarme con la cordialidad que tengo derecho a esperar de un nieto. Después de eso, se metió las manos en los bolsillos y salió de la habitación.
–¿Qué le ocurre al niño? –pregunté.
–Me temo que se siente ofendido –respondió Sabina–. Es muy sensible y los niños del colegio se han estado burlando de su madre y de su telescopio. Espero, querida mamá, que me disculpe por decirlo, pero creo que debería haber dejado a los queridos niños al margen de sus memorias. La familia debería ser sagrada.
–Sabina –dije, me levanté del sofá y seguidamente eché a andar por la habitación, pues me estaba costando lo indecible mantener la calma–, ¿intentas acaso enseñarme cuáles son mis obligaciones como madre?
–No, mamá, naturalmente que no. Simplemente hablaba como madre. Obviamente, sé que no pretendía usted herir los sentimientos de los niños, pero...
–No digas más, Sabina. Mis hijos jamás me han valorado, y no creo que vayan a hacerlo ya. Estoy segura de no haber dicho nada desagradable sobre nadie, y solo aquello que es estrictamente cierto. Y, en cuanto a las objeciones que el pequeño Augustus pueda expresar ante el hecho de que haya escrito sobre él y a su comportamiento absurdo, menuda ridiculez. A diario se escribe sobre algunos de nuestros hombres y mujeres más insignes, y hasta Su Majestad la reina ha visto cómo se ha escrito una y otra vez sobre cada uno de los incidentes que salpicaron su infancia. El otro día, sin ir más lejos, leí en una distinguida revista un largo artículo sobre la niñez del príncipe de Gales que incluía todas las chanzas infantiles que tuvo que soportar, y la historia del hijo mayor del actual emperador de Alemania, que se negaba a lavarse, y de cómo su padre lo castigaba, ha aparecido publicada en docenas de periódicos, de modo que supongo que si ni al príncipe de Gales ni tampoco al príncipe de Alemania les importa que se escriba sobre ellos, al señorito Augustus Walkinshaw tampoco debería importarle.
–Mi querida madre, espero que no se haya tomado demasiado en serio lo que le he dicho.
–Oh, no, querida, claro que no. Pero no puedo evitar sentirme dolida viendo hasta qué punto se malinterpretan mis intenciones. Sin embargo, y puesto que tanto os preocupa vuestra dignidad, tendré especial cuidado en no volver a aludir a ningún Walkinshaw en mis memorias. Me abstendré incluso de mencionar a Jack, vuestro perro, puesto que quizá se ofenda, me dé la espalda y me gruña la próxima vez que venga a veros.
Aunque, como es de esperar, el incidente me había afectado un poco, opté por no darle más vueltas y cambiar de tercio. No obstante, cuando llegué a casa y retomé mis notas, no pude evitar la sensación de que muy poco era el agradecimiento que había recibido por haber sacrificado parte del material más interesante del que disponía a fin de no herir los sentimientos de nadie. Y la única muestra de gratitud que había recibido había sido oír que había sacado partido de todos los miembros de mi propia familia.
Y ahí es donde radica la tremenda injusticia. Durante años (y diría que durante siglos) las suegras hemos sido el objeto de la burla y del desprecio de cualquier mequetrefe capaz de deletrear. Nos han pintado con los colores más oscuros, tachándonos de chismosas, urdidoras de maldades, promotoras del desacuerdo familiar e indeseadas invitadas en las casas de nuestros hijos, y cuando una de nuestra casta decide coger la pluma para defender a las de nuestra clase, nos dicen que «la familia» es sagrada.
Me produce una profunda lástima que los hombres que han dedicado tanto tiempo (un tiempo del que, a buen seguro, podrían haber dispuesto para fines más provechosos) a condenar a las madres de sus esposas, no hayan puesto en práctica consigo mismos lo que con tanta avidez predican de los demás.
Supongo que estaría revelando intimidades familiares si me refiriera a la estupidez que cometen los jóvenes al elegir casa sin consultar a sus padres, que sin duda deben de tener más experiencia en esos asuntos. Está muy bien lo de afirmar que, después de que nuestros hijos se casan, no es asunto nuestro en qué lugar deciden vivir. Sin embargo, solo una mujer que ha sacado adelante a una familia sabe lo importante que es entrar en una casa con los ojos bien abiertos.
Algún día me gustaría escribir mis experiencias con las «casas elegibles» y con las «residencias deseables», trampas en su gran mayoría para los incautos matrimonios jóvenes. Estoy segura de que haría una encomiable labor pública si narrara las experiencias de mis hijos e hijas al respecto, y esas experiencias actuarían como advertencia e impedirían que muchos jóvenes se apresuraran a instalarse en «hermosos lugares» y «casas bien amuebladas» que no dejan de ser, en buena parte de los casos, blanqueados sepulcros. Sin embargo, las víctimas de su propio apresuramiento sin duda alguna me reprocharían la iniciativa y dirían que tan solo pretendo dejarlas en ridículo o, como tan elegantemente lo expresa John, el mayor de mis hijos, «delatarlas».
Si bien es cierto que el resultado de que mi hijo mayor decidiera alquilar una casa (una decisión que le imploré y le advertí que reconsiderara) sería una contribución realmente útil para la historia doméstica, dudo ahora de si contar la verdad de lo ocurrido por temor a sus reproches.
Cuando John me dijo que iba a quedarse con esa casa, le dije:
–John, está construida sobre barro. En un cenagal. Tendrás reúma el resto de tus días si te quedas con ella y te arrepentirás mientras vivas.
John se la quedó, y bien que lo pagó hasta que logró marcharse de allí. Por fuera era preciosa, y las habitaciones eran grandes, y el casero había empapelado recientemente las paredes. «Papel artístico», lo llamó. Sí, sé muy bien lo que es ese «papel artístico». Lo pegan para ocultar la humedad de las paredes. Me maravilla la capacidad que tiene un hermoso papel pintado y un antiguo portal inglés para obnubilar a los jóvenes que buscan casa, cegándoles ante cualquier imperfección. Basta con hacer uso de algún elemento de estilo reina Ana en el exterior y de un «papel artístico» en el interior y cualquiera se asegura un arrendatario. Deberían ver algunos de esos papeles pintados «artísticos» después de seis meses y de que los grandes lamparones de humedad los hayan traspasado. Pero para entonces ya es demasiado tarde. La romántica y joven pareja ha firmado un alquiler de siete años que la compromete a asumir las reparaciones del inmueble y, como norma general, no tiene demasiado dinero para costear la redecoración y la renovación del papel pintado. El grueso de sus ingresos se ha gastado íntegramente en la reparación del tejado...
A pesar de que ese es el último sitio que preocupa a la joven pareja antes de estrenar la casa, es generalmente el primero del que tendrán que preocuparse en cuanto se instalen en ella. He visto no pocas «elegantes villas residenciales» con tejados que apenas servían para un solo fin: me refiero, claro está, a tener una ducha en casa.
En una ocasión llegué a pensar que uno de mis yernos había perdido la cabeza, y todo por culpa de una residencia disponible que contaba con un par de rosales en el jardín delantero y un balcón de madera barata al que se accedía desde las ventanas de la segunda planta.
–Me ha parecido muy pintoresca –dijo–. Y muy artística.
Aunque le comenté que no tenía el menor encanto, que estaba construida en un terreno cenagoso y que saltaba a la vista que la habían reparado a todo correr, firmó un alquiler de larga duración.
Mi hija y su esposo tomaron posesión de la casa en uno de esos encantadores veranos en los que llueve durante tres semanas seguidas y en los que un buen fuego no es solo un lujo, sino una absoluta necesidad.
La pareja se había gastado mucho dinero en papel pintado, frisos y verdosas cortinas, y debo decir que, cuando terminaron de decorarla, la casa era un cuadro perfecto. Pero el cuadro no tardó en hacer aguas. El tejado fue el primer problema. Cuando llegaron las primeras goteras y el agua empezó a bajar por las paredes y el papel a despegarse, llamaron a un albañil local para ver cuál podría ser la solución. El albañil les dijo que había algunas tejas sueltas en una de las esquinas del tejado y las colocó bien. Sin embargo, unos días más tarde, el agua de lluvia comenzó a filtrarse por otra esquina, así que volvieron a llamar al albañil, que se encargó de nuevo de recolocar más tejas. Al ver que el agua seguía entrando, destruyendo rápidamente techos y paredes, mi yerno se desesperó y le dijo al albañil que era un chapucero y que no pensaba darle su dinero, pero el hombre le dijo:
–No sacará nada pagándolo conmigo, señor. Me pidió que le hiciera un apaño y eso es lo que hice, pero los apaños son lo que son. El tejado está viejo y se deshace en pedazos. Las vigas están en mal estado y las tejas, rotas. Tiene que poner un tejado nuevo.
Y se vieron forzados a renovar por completo el tejado cuando no llevaban todavía seis meses en la casa. En cuanto terminaron de instalárselo, mi hijo dijo:
–Gracias a Dios que ya está terminado. Aunque nos haya salido muy caro, se acabaron las preocupaciones.
Cierto, no tuvieron que seguir preocupándose por el tejado, pero mi hija se encontró un terrible dolor de garganta, y a ella la siguieron las criadas. Y todos los habitantes de la casa, con excepción de mi yerno, cayeron enfermos y tuvieron que guardar cama.
El médico que acudió a atenderlos negó con la cabeza al ver los síntomas y declaró:
–Mi querido señor, me temo que no estarán bien en esta casa hasta que no cambien todo el sistema de desagües. La última familia que vivió aquí estuvo siempre enferma. A la larga les resultará mucho más barato que renueven todos los desagües de la casa.
Pobre muchacho. Cuando me lo contó, estaba casi pálido de rabia y dijo que si se cruzaba con el hombre que le había alquilado la casa no respondía de sus actos. Pero tuvo que ocuparse de toda la reparación personalmente y mandó fuera a su esposa y a las criadas mientras duraban las obras, y creo que si hubiera habido un terremoto y se hubiera tragado esa «casa disponible» de golpe, mi yerno no lo habría lamentado en absoluto.
Cuando los desagües por fin estuvieron reparados y la factura pagada (y créanme si les digo que no fue una cantidad nada despreciable), mi yerno se sintió un poco mejor y dijo:
–Bueno, ya está. Ahora, que todo se encuentra en orden bajo nuestros pies y sobre nuestras cabezas, deberían haber terminado nuestros problemas.
Pero no fue así. Cuando regresaron a la casa era finales de octubre y tuvieron que encender todas las chimeneas. No hubo una sola chimenea que no hubiera terminado con la paciencia del santo Job cuando todo lo demás había fallado.
En cuanto encendían el fuego de una habitación, las demás habitaciones se llenaban de humo. Y cuando el fuego estaba encendido tan solo había un modo de poder seguir en la habitación mientras ardía en la chimenea: manteniendo la puerta y las ventanas abiertas en todo momento.
Las peores eran las chimeneas del salón y del comedor. Se veían obligados a pasar sin encender el fuego, o a encenderlo y que la corriente prácticamente les arrancara la cabeza.
No olvidaré el día que fui a visitarlos y vi a mis pobres niños sentados a la mesa del comedor. Mi hija llevaba puesto el sombrero y una chaqueta de piel de foca, además de haberse cubierto las rodillas con una gran manta de viaje, y mi yerno se había colocado el abrigo y un sombrero de los que se utilizan para viajar en ferrocarril bien ajustado sobre las orejas.
Obviamente, me quedé de piedra y dije:
–Cielos, ¿ibais a salir?
–¿A salir? –preguntó mi yerno–. No. Así es como pasamos el día ahora que toca encender las chimeneas. Como verá, tenemos que dejar abierta la ventana o el humo nos asfixiaría.
Pobre muchacho y su galante esfuerzo por evitar que las chimeneas humearan. Mandó cambiar las rejillas de las chimeneas, hizo instalar cuellos de chimenea nuevos hasta que el tejado de su casa pareció un circo de vapor. Desde la distancia, la visión de una docena de altos cuellos de chimenea girando violentamente en el tejado resultaba tremendamente alarmante. Pero jamás consiguió librarse del humo y por fin, desesperados, dejaron de usar carbón en el comedor, en el salón y en el dormitorio y utilizaron estufas de amianto y también gas, sin duda una muy buena elección por un lado, aunque supongo que no especialmente saludable.
Mi pobre hija estaba desconsolada a causa de las continuas preocupaciones y los gastos que generaba su «encantadora villa residencial» e intentó convencer a su esposo para que la realquilara. Sin embargo, cuesta mucho menos hacerse con una de esas residencias que deshacerse de ellas. Iba gente a ver la casa, pero siempre había algún problema en el que las visitas enseguida reparaban. Hubo una señora que fue a verla y creo que se la habría quedado. Sin embargo, desafortunadamente, justo cuando estaba a punto de decidirse y de dar el nombre de sus abogados, a los que había que mandar el contrato, la criada subió corriendo e irrumpió en el salón, al tiempo que exclamaba:
–Ay, señora, baje enseguida. La pared de la cocina se está combando hacia dentro y la cocinera cree que la casa se va a hundir con tanta humedad.
La señora no facilitó el nombre de sus abogados. Se marchó a toda prisa y prometió escribir, cosa que hizo esa misma noche para decir que, tras pensarlo bien, había decidido que la casa no le convenía.
Por fin convencieron al casero de que aceptara el alquiler de dos años y accediera a que dejaran la casa. Puesto que mi yerno había invertido una cantidad considerablemente mayor a las mil libras en la propiedad en el plazo de esos dos años, el casero no salió tan mal parado.
¡Ay! Cuántas jóvenes parejas han iniciado su vida matrimonial con una de esas «encantadoras villas residenciales» como una piedra al cuello. Y todo por negarse a aceptar el consejo de quienes tienen más experiencia que ellas. Jamás me veréis dejarme engañar por un balcón de estilo reina Ana o por uno de esos papeles pintados «artísticos».
Si he mencionado el asunto es simplemente porque la elección de una residencia por parte de nuestros hijos casados tiene mucho que ver con la tranquilidad y con la felicidad de las suegras.
Y lo mismo podría decirse de la elección de las sirvientas. Siempre resulta más fácil hacer entrar en razón a un yerno que disponga de una buena cocinera que a uno cuya digestión se vea continuamente alterada por platos mal preparados y torpemente cocinados. Los jóvenes no saben hasta qué punto la cocinera influye en el curso del verdadero amor después del matrimonio.
Es verdaderamente difícil pensar en un regalo de bodas para una novia, sobre todo porque casi todo el mundo les regala lo mismo y algunas jóvenes esposas se inician en la intendencia doméstica con diez cajas de plata para las galletas, doce cajas de cuchillos y de tenedores de postre, seis pares de cubiertos para limpiar el pescado, veinte abrecartas y media docena de ejemplares de los poemas de Tennyson. Hay un buen regalo que nadie ha hecho hasta la fecha y que, sin duda, sería el más útil de todos: una buena cocinera.
Podría dar ejemplos del perjuicio que una mala cocinera ha supuesto para los miembros de mi familia, pero tras mis recientes experiencias, no me parece demasiado oportuno hacerlo. No me gustaría ver cómo la inquina dirigida hacia mí por mis hipersensibles hijos, nueras y nietos, ensombrece nuestra pequeña reunión familiar.
Durante el curso de estas memorias he omitido muchas cosas, que habrían iluminado considerablemente las cuestiones domésticas actuales, porque no quería contar nada que pudiera ser considerado una traición a la confianza familiar. Sin embargo, puedo afirmar con toda honestidad que cada palabra que he escrito aquí es cierta y que está basada en mis experiencias personales. He expuesto hechos y en ningún caso me he permitido ninguna licencia propia de la ficción. Obviamente, he perdido con ello cierta dosis de efecto, pero, como les dije al comienzo de estas memorias, no soy una escritora profesional. No soy más que una suegra, y es en calidad de suegra, con una dilatada experiencia a mis espaldas y que no duda a la hora de expresarse con absoluta sinceridad, que he intentando humildemente en estas páginas verter cierta luz sobre algunas fases de la vida familiar ignoradas por los historiadores o representadas con colores totalmente falsos por los novelistas y los escritores de ficción.
Y, con esta aclaración, tengo el honor de despedirme como la obediente y servidora de usted, que me lee,
Jane Tressider.
MEMORIAS DE UNA SUEGRA
MEMORIA I
Yo
Desde tiempos inmemoriales las suegras han sido constantemente objeto del ridículo y del desprecio. No estoy del todo segura del uso que debe darse a la palabra «inmemorial», porque no soy una autora profesional y, cuando yo era niña, las jovencitas no tenían la cultura que tienen hoy. Me educaron para que aprendiera a escribir, a coser, a cocinar correctamente y, debo añadir sin tardanza, a hablar con corrección, algo que heredé de mi querida madre.
Mi querida madre siempre decía lo que pensaba. En muchas ocasiones la oí decir a mi querido padre, cuando él la regañaba por algo que ella había dicho en público: «No puedo evitarlo, Zachariah. Siempre digo lo que pienso, y siempre lo haré, tanto si ofende a la gente como si no».
En cuanto a mí, ya de pequeña decía siempre lo que pensaba. Lo hice también de jovencita y, aunque soy ya una mujer de mediana edad, sigo haciéndolo aún, y tengo intención de hacerlo en estas memorias. Sé que a veces he causado alguna ofensa al obrar así. Una mujer con cuatro hijas casadas y tres hijos también casados, una hija soltera que vive en casa y el menor de todos, un niño de once años encantador, listo y algo travieso, además de un esposo incapaz de matar una mosca, a menos que la mosca sea su esposa, y que durante los treinta y cinco años de nuestra vida marital me ha permitido no solo decir todas las cosas desagradables, sino también hacerlas, mientras él se mantiene al margen, no puede evitar ofender de vez en cuando si es honesta y franca.
Por supuesto, si mi esposo (y no es mi deseo decir una sola palabra contra él como hombre) hubiera cumplido con sus obligaciones como marido y como padre, yo no tendría que cargar con la reputación de ser una «fiera» en ciertos círculos. Esa es la elegante expresión que oí en su día aplicada a mi persona y en mi propia casa en boca del joven repartidor de una ferretería y de mi propia criada.
Fiera o no, no permití que el jefe del muchacho se burlara de mi esposo, que sinceramente tiene la misma idea del valor de las cosas que un niño y al que jamás deberían permitirle entrar solo en una tienda. Mi marido se cree todo lo que le dicen los tenderos y odia lo que él llama «regatear» por el precio de las cosas. En una ocasión dejé que me acompañara a comprarme un sombrero, porque me dijo que había visto uno en un escaparate que creía que me favorecería, y debo decir que hizo una escena de no poco calado. En cuanto me hube probado una media docena, empezó a mover nerviosamente el bastón y los pies y quería que me llevara una cosa horrenda que me daba el aspecto de un auténtico esperpento. Naturalmente, me di cuenta de lo que ocurría. Él creía que yo estaba importunando a la joven dependienta.
–Ah, claro –le dije–. Te trae sin cuidado que parezca un esperpento. Solo te preocupan los demás.
Lo dije en voz alta y él se puso como la grana, una fastidiosa costumbre que tiene cuando me dirijo a él en público.
–No pretendo que parezcas un esperpento, querida –tartamudeó–, pero no irás a probarte todos los sombreros de la tienda y marcharte después sin haber comprado ninguno.
Jamás he podido entender por qué a los hombres les horroriza de ese modo salir de una tienda sin haber comprado nada. Naturalmente a las dependientas les gustaría que compráramos todas las existencias de la tienda, pero no entramos a una tienda para complacer a las dependientas, sino para complacernos a nosotras mismas, y si nada de lo que vemos nos gusta, o es demasiado caro, ¿por qué íbamos a comprarlo?
Dos de mis hijas han salido en eso a su padre. He oído a la mayor, Sabina, después de haber pasado juntas la mañana en Schoolbreds, o en Whiteley’s, o en Marshall & Snelgrove’s1, y no haber encontrado exactamente lo que buscábamos, volver a entrar a toda prisa cuando salíamos de la tienda y hacerse con una fruslería absurda y totalmente inútil por seis peniques, y cuando la he regañado por gastar así su dinero, ella me ha dicho:
–Ah, mamá, hemos molestado tanto que me he visto obligada a comprar algo.
Estoy convencida de que fue la ridícula idea de comprar algo lo que llevó a mi esposo a hacerse con el juego de aceitera y vinagrera en la ferretería de Tottenham Court Road, lo cual llevó a su vez al joven a comentarle a mi sirvienta que yo era una fiera. Y la muy pícara cometió la impudicia (no sabía que la estaba mirando desde la barandilla) de darle la razón y toda la razón y añadir que el pobre señor de la casa jamás vería ni rastro del juego. «El pobre señor de la casa», dijo. Por supuesto, cómo no. De casa es de donde a punto estuve de echarla ese mismo día, poniéndola de patitas en la calle, y de no haber sido porque su madre me llamó y apeló a mí como madre, no habría recibido de mí ni un ápice de conmiseración. Hay demasiado «pobre señor de la casa» en la risueña y frívola criada de hoy en día.
Debo reconocer que le solté algunas cosas muy poco agradables al ferretero, pero me limité a decirle lo que pensaba, y lo habría hecho tal cual aunque en vez de un ferretero me las hubiera tenido que ver con veinte.
Un día, durante la cena, se me ocurrió decir que jamás había tenido un juego decente de aliños. Naturalmente que teníamos juegos de aliños (esas moderneces frágiles, estúpidas y precarias), pero siempre me acordaba del mejor juego de aliños de mamá (que había sido el objeto de mi admiración cuando era niña, además de ornamento en cualquier mesa que se preciara), y me acordaba también de cuando mis dos hermanos intentaron alcanzar la pimienta y volcaron el que teníamos, empapando el mantel limpio (y una de mis mejores piezas) de vinagre y salsa Worcester, por no hablar de la mostaza. Dije lo que opinaba, y declaré que no era la clase de juego de aliños que esperaba tener al casarme con un hombre de posibles.
Al día siguiente, a mi pobre y bobalicón esposo (bondadoso como el que más) se le ocurrió ir a una ferretería de Tottenham Court Road y pedir unos juegos de aliños de primera. No logro entender por qué fue a buscarlo a una ferretería, y más aun tratándose de una de esas cacharrerías de poca monta que atraen la atención del público colgando de la puerta hierros para atizar el fuego, sartenes y toda suerte de cachivaches. En cualquier caso, eso es lo que hizo, y el propietario enseguida se percató de la clase de hombre que tenía delante, y lo convenció para que se llevara esa espantosa y enorme vulgaridad por la que le cobró seis guineas. En cuanto nos llegó a casa vi lo que era con solo echarle un vistazo, y cuando John (mi esposo) me comentó lo que había pagado por ella, me quedé horrorizada y dije:
–Si crees que voy a dejar que te estafen de ese modo, te equivocas de medio a medio. Ahora mismo iré a devolverlo y exigiré recuperar el dinero.
Entonces él empezó a discutir, y me advirtió que lo había comprado y que lo había pagado, y que yo hablaba así porque me estaba dejando llevar por mis prejuicios. Discutimos sobre el asunto durante más de una hora, pero él era obstinado y dijo que no podía pedirle que volviera a la tienda y le dijera al hombre que su mujer había dicho que era un idiota. Creo que esta frase no queda demasiado clara. Todos estos «el» y «le» siempre me fastidian, aunque no soy una escritora profesional. Es más fácil decir lo que queremos decir que escribirlo. En resumen, conseguí que mi esposo me entendiera, pues contesté:
–Muy bien. Si no vas tú a devolver el juego de aliños, lo haré yo. –Y lo envolví con el delgado papel tisú con el que nos lo habían enviado, lo cogí por el asa y salí con él sin pensarlo más, y entré a la tienda y lo deposité encima del mostrador, y le espeté al propietario, que me miraba como si hasta entonces jamás hubiera visto a una esposa indignada–: Será usted tan amable de devolverme las seis guineas que mi esposo, el señor Tressider, le pagó ayer por esta baratija. –Había en la tienda varios clientes, y el propietario se quedó sin duda horrorizado, pues soltó un jadeo antes de poder hablar.
–No entiendo a qué se refiere, señora.
–Ah, yo se lo aclaro ahora mismo –dije–. Mi marido desconoce por completo lo que son los juegos de aliños y le ha pagado seis guineas por esto. Yo sé perfectamente lo que son los juegos de aliños, de modo que insisto en que me devuelva mi dinero.
–Si no está satisfecha con su juego de aliños, señora, se lo cambiaré. Pero en ningún caso devolvemos el importe de las compras.
–En ese caso –respondí–, tendrán que empezar a practicar ahora mismo.
Hizo un gorjeo y me fulminó con la mirada, pero no me amedrentó. Yo sabía que llevaba las de ganar. No podía echarme de la tienda y los demás clientes habían dejado de comprar y nos escuchaban, y el dependiente no podía permitirse atraer su atención. Luego me di cuenta de que una señora estaba haciendo un suculento encargo para una joven pareja que iba a casarse y que estaba muy cerca de nosotros y podía oír cada palabra. Imagino que el propietario simplemente creyó que la dama se alarmaría y que quizá creería que había entrado en lo que mi hijo John llama «la tienda equivocada», y cancelaría su pedido. Sea como fuere, vio que tenía delante a una mujer decidida, así que cambió el tono y dijo, alzando la voz:
–Señora, no deseo imponer a ningún cliente ningún artículo que no le resulte satisfactorio. Le devolveré el dinero, pues no tengo intención de vivir una situación desagradable. –Y así lo hizo, y yo regresé triunfal, y puse el dinero sobre la mesa, delante de las narices de mi esposo, y dije:
–Toma. Quizá haya quien se atreva a tomarte por tonto, pero te aseguro que a mí no. –Me metí el dinero en el bolsillo, le lancé una mirada y me marché. John tardó mucho tiempo en volver a salir solo a comprar algo para la casa y yo seguí utilizando el viejo juego de aliños.
He narrado este pequeño incidente porque ofrece una ligera muestra de las responsabilidades que han recaído sobre mí como cabeza práctica de la familia. Ninguna mujer desearía tener a un hombre mejor que el mío en muchos aspectos, y puedo aseverar con absoluta franqueza que en algunos aspectos me gustaría que mis hijas hubieran sido tan afortunadas, aunque cuando todo lo desagradable que debe decirse o hacerse recae sobre los hombros de la esposa, no es de extrañar que esta se gane la reputación de lo que aquel impertinente recadero del ferretero (tan solo vino a traer a casa un cubo para el carbón que habían reparado y, desde luego, jamás se lo habría llevado a la tienda de su jefe de haberlo yo sabido) calificaba de «fiera». Sabe Dios que no me faltan motivos para haberme convertido en una fiera. Nadie cría a nueve hijos (siete de ellos casados)sin tener que enfrentarse a algo que ponga a prueba su genio y que nos haga desconfiar ocasionalmente de la naturaleza humana, por no hablar de los criados y del marido, que, a pesar de ser un hombre de probada inteligencia en los negocios, es un auténtico inútil en lo que concierne a la casa, aunque está a la vez tan entregado a su vida doméstica que me ha costado Dios y ayuda convencerlo para que de vez en cuando frecuente la sociedad (por el bien de las niñas). Qué desafortunados matrimonios habrían hecho de no haber sido por mí, e incluso estando las cosas como están, dos de sus maridos no dejan de provocarme cierta ansiedad. Mis pequeñas, Dios las bendiga, han sido desde siempre a mis ojos las mejores hijas, y se han convertido ahora en esposas de las que cualquier hombre se sentiría orgulloso, pero jamás he logrado convencer a mi marido para que ocupe el lugar que le corresponde como suegro. Si alguien ha tenido que ponerse firme, ese alguien he sido yo, y siempre he dicho que quien debe ocuparse de los yernos es el suegro.
Dicen que un hijo es un hijo hasta que encuentra esposa. Con las niñas es distinto: una hija es hija durante toda nuestra vida, y yo siempre he estado empeñada en no permitir que mis hijas se desmarquen del todo de mi influencia, ni se vean desprovistas de mi consejo cuando se casan y fundan sus propios hogares. En cuando a mis hijos, en fin, mentiría si dijera que su elección de esposas habría sido la mía. Sé muy bien lo que habría sido de John Tressider si yo me hubiera parecido a la esposa de mi hijo William. A pesar de ser una joven encantadora y poseedora de deliciosos modales, sus opiniones nada tienen en común con las mías. Cuando la gente me dice «Qué muchacha más adorable es la esposa de su segundo hijo», no puedo evitar negar con la cabeza. Su belleza, su dulzura (pues es cierto que tiene un dulce carácter) han cegado por completo a William ante su completa falta de habilidad en la intendencia doméstica. Cuál fue mi horror cuando supe por William a lo que ascendían las facturas de la casa y el dinero que le asignaba a su esposa para la compra de sus vestidos. Intenté razonar con William y le dije que me veía en la obligación de hablar muy en serio con Marion, esto es, su esposa. Por toda muestra de agradecimiento, lo único que recibí fue:
–Por el amor de Dios, mamá, no regañe a Marion. Es muy sensible y se lo tomará muy a pecho. No ha dejado de llorar por culpa de la libreta del carnicero desde que encontró usted ese error de nueve peniques en sus sumas. Ya sé que no lo hizo con mala intención, querida mamá, pero eso y el hecho de que le preguntara a cuánto había pagado la libra de cordero de nuestra pequeña cena la tiene atormentada. Siempre me dice que teme que no la considere una esposa adecuada para mí.
Naturalmente, le dije que para mí era muy duro no poder hacer un simple comentario sin que se me acusara de intentar arruinar la felicidad doméstica de mi hijo, y me sentí dolida. Obviamente, dije lo que pensaba en la ocasión mencionada, y no habría estado cumpliendo con mis obligaciones de no haber sido así.
Ocurrió del modo más natural. William dio una pequeña cena (una reunión familiar: sus amigos y los de nuestra querida Marion, puesto que realmente es una jovencita encantadora) y de forma totalmente inocente, en mitad de la cena, después de haber estado comentando lo terribles que estaban los precios en Londres con una señora que hablaba de los Stores 2, le dije a mi nuera:
–¿A cuánto pagáis el cordero en este barrio, querida?
¿Podía acaso una suegra formular una pregunta más inocente? Aun así, no me creerán si les digo que la estúpida jovencita se sonrojó hasta las raíces del cabello y, entre tartamudeos, respondió:
–No lo sé.
–¿No lo sabes, querida? –dije–. ¿No revisas acaso la libreta de pedidos de la carnicería? ¿Dejas entonces que el carnicero te cobre lo que quiera?
Estoy convencida de que me expresé con absoluta afabilidad, pero el señor Tressider, mi esposo, empezó a guiñarme el ojo violentamente, y William, mi hijo, me fulminó con la mirada. Tiene la espantosa costumbre de fulminar con la mirada, un hábito que intenté en vano corregir en él cuando era niño. No entiendo de dónde lo ha sacado, porque su padre no lo hace y jamás ha habido una sola de esas miradas en mi rama de la familia.
–¿Qué ocurre? –pregunté, y vi entonces que los ojos de la bobalicona jovencita estaban anegados de lágrimas.
Eso me molestó, y dije entonces lo que pensaba, con firmeza, bien es cierto, aunque fue una firmeza no exenta de afabilidad. Dije:
–Pequeña, siento haber herido tus sentimientos de algún modo, pero te he hablado desde mi amor de madre. Si a William no le importa a cuánto pagas el cordero, por supuesto no soy yo quien deba opinar al respecto.
Durante un instante nos quedamos en silencio, y acto seguido el señor Tressider comenzó a contar una de sus absurdas historias sobre cuando fundamos nuestro hogar. Ni que decir tiene que lo hizo para dar un vuelco a la conversación. Ha contado esa historia cientos de veces y todos se ríen siempre, y supongo que por eso disfruta tanto con ella, aunque yo jamás haya podido verle la gracia.
La historia, que él normalmente exagera, es la siguiente: cuando acabábamos de casarnos, encontré por casa la factura de unos cigarros de mi marido y, como me gusta saber el precio de todo, le pregunté cuántos cigarros le habían dado por ese dinero, y él me lo aclaró. Ya he olvidado cuántos eran, pero sí recuerdo que salían a seis peniques la pieza.