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Créditos

Edición en formato digital: abril de 2015

Colección dirigida por Michi Strausfeld

© Juan Soto Ivars, 2015

© De las ilustraciones del interior y cubierta, María Serrano Cánovas, 2015

Representados por The Ella Sher Literary Agency

© Ediciones Siruela, S. A., 2015

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid

Diseño de cubierta: Ediciones Siruela

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-16396-55-9

Conversión a formato digital: www.elpoetaediciondigital.com

www.siruela.com

Índice

1. Verano en la ciudad

2. Vamos a romper cristales

3. ¡Desintegrados!

4. Un país extraño

5. Sin roña no hay dignidad

6. Normas de convivencia

7. Discusión en el camino

8. Ojos que brillan en la oscuridad

9. Reencuentro en la fábrica de robots

10. Una explicación a tanto misterio

11. Los hermanos Pulcros

12. El bosque Batracio

13. Ardor de estómago

14. Porcoburgo

15. Conversaciones con una pared

16. Noticias del espacio exterior

17. Caspavieja contra Róñez

18. Un héroe mitológico

19. Dos hacen equipo

20. Lleva siempre un sapo en tu mochila

21. El tabernáculo de Chafaculebras

22. La ciudad de la música

23. La asombrosa niña forzuda

24. Un grito bajo el telescopio

25. El fruto de la Misericordia

26. Rescate a contrarreloj

27. Un genio deprimido

28. El baño

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El baño

A toda prisa ayudaron a subir al viejo doctor Lacoste al aerodeslizador y Pablo se puso a los mandos. Algunas pastillas de jabón caían del cielo silbando junto a la nave y otras chocaban contra el casco convirtiéndose en enormes pompas de jabón. En tierra, los habitantes de Péstor corrían asustados hacia sus casas.

Volaron a toda velocidad sobre un mundo cada vez más oscuro, pues gruesas nubes de jabón cubrían todo el cielo a medida que el enorme asteroide se aproximaba. Casi se estrellan contra el telescopio de la fábrica de robots y el aerodeslizador patinó por el suelo de la azotea. Todo estaba resbaloso por culpa del jabón.

Como pudieron, corrieron con el doctor Lacoste, que llevaba unas llaves colgando de su mano huesuda y reseca. Abrió una puerta metálica con ellas y se hallaron en una sala muy parecida a la del laboratorio de la ciudad, con un túnel negro sobre una plataforma.

–No sé si funcionará, chicos, pero tenéis que colocaros allí.

Los Avalancha corrieron a la plataforma y una vez en ella se cogieron de las manos sin dejar de mirar al doctor, que tecleaba coordenadas en unos ordenadores y accionaba palancas aquí y allá sin dejar de hablar:

–Creo que he pasado demasiado tiempo solo. Cuando uno está solo, su cabeza empieza a funcionar mal, deja de valorar a la gente. Yo era un antisocial, ahora lo tengo claro. Un misántropo. Buscad esa palabra en el diccionario cuando volváis a casa, ¡no tengo tiempo para explicarlo ahora! Ajá, muevo esta palanca, toco este botón... –Manipulaba el panel de mando y hablaba al mismo tiempo, y los niños temieron que se fuera por las ramas, como ocurre con los viejos que reciben pocas visitas–. En fin... Lo que habéis aprendido vosotros fue gracias a vuestros amigos. Y yo viene aquí a aprender pero me quedé totalmente solo. Chicos, hacedme un sitio. Yo soy parte del peligro que amenaza a Péstor. Tengo que volver con vosotros para evitar la caída del meteorito.

Dicho esto, corrió a unirse con ellos en la plataforma. Fuera, en los campos, el meteorito rugía en el cielo y el aire se llenaba de aterradoras pompas de jabón. Justo cuando parecía todo perdido, el rayo azul los envolvió en la plataforma y un instante después el País de Péstor estaba en calma. El meteorito, como por arte de magia, había desaparecido. Los habitantes de las ciudades se asomaban a las ventanas maravillados por el cambio de su suerte en el último momento. Unos y otros miraban al sucio horizonte de su mundo y estaban convencidos de que la vida en Péstor seguiría siendo pestilente y tranquila durante otros mil años. Aunque nunca sabrían qué era lo que los había salvado.

Lejos de allí, de vuelta a nuestro mundo, los Avalancha salieron del laboratorio. Apenas podían creérselo todavía, pero les había entrado una auténtica prisa por reencontrarse con sus familias.

–¿Qué hará usted ahora? –preguntó Pablo al doctor Lacoste cuando se despedían.

–En primer lugar, llamaré a mis amigos.

–¿No será tarde? Quiero decir: ¿cuántos años ha pasado fuera, señor?

El doctor rio y les dijo:

–En este mundo no han pasado más que unas horas. Seguramente vuestros padres ni siquiera os hayan echado de menos todavía. Son las nueve de la noche del mismo día en que os marchasteis de aquí. ¡El tiempo es relativo!

Todos se mostraron muy aliviados con esta noticia pues, hasta ese momento, apenas habían tenido ocasión de pensar en el castigo que les caería por haber desaparecido tanto tiempo. Así, se dirigieron tranquilamente hacia sus respectivas casas.

Aquella noche, mientras los gemelos se bañaban y jugaban con el jabón, estaban ya impacientes por que llegara el día siguiente. Y es que, hasta que empezase el próximo curso, la aventura del País de Péstor haría que estuvieran más unidos que nunca a sus amigos. Sí, todo iría bien, muy bien... ¡hasta que sus padres descubrieran el estado en que habían dejado su ropa!

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PROHIBIDA LA DUCHA

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Verano en la ciudad

Juan y Paco eran gemelos y tenían diez años. A simple vista podían pasar por idénticos: pelirrojos, un poco rechonchos y provistos de grandes dientes que les daban el aspecto de dos ardillas. Para distinguirlos, lo más rápido era fijarse en las manchas de sus camisetas, porque la verdad es que Juan y Paco no se bañaban mucho. Traían de cabeza a sus padres: ¡les daba más miedo el jabón que la bomba atómica! Cada vez que tocaba ir a la bañera había que buscarlos por todas partes, porque sabían esconderse muy bien. Así de marranos eran los gemelos, pero compensaban todo esto con su simpatía y su imaginación.

Aquel verano se habían quedado en la ciudad porque su padre no tenía trabajo y no había dinero para ir a la playa. Tú que estás ahí leyendo: ¿crees que era un problema para ellos? Pues no. En una semana, los gemelos se convirtieron en los líderes de un grupo de niños que no saldrían de la ciudad ese verano. Llamaron al grupo Avalancha e hicieron carnés para todos. Con su energía y sus ideas locas, los gemelos iban tirando del grupo de un sitio a otro. Sin embargo, ninguno sospechaba la aventura que estaban a punto de comenzar.

Pero antes de nada deberíamos presentar al resto de Avalancha.

Uma tenía nueve años. Era alta, muy delgada y se movía muy despacio. Normalmente había que esperarla, pues tardaba una eternidad en bajar de su casa. Lo que más le gustaba en el mundo era la ropa. Su madre era como ella y les encantaba ir de compras juntas. Uma se pintaba las uñas y se peinaba diez veces al día, olía a colonia y era un verdadero prodigio dibujando. Eso sí, solo dibujaba cosas cursis. Unicornios, hadas y cosas rosas por el estilo. Normal que se metieran con ella. «¡Dibuja un buen esqueleto con colmillos afilados!». Pero no le salían esas cosas ni aunque lo intentara para contentar a uno de los chicos guapos y rebeldes que se metían con ella.

Mar era la más pequeña, solo tenía siete años. Sus padres no le prestaban mucha atención, así que Mar podía salir de casa cuando le diera la gana y volver mucho más tarde que los niños más mayores. Cualquiera pensaría que la ciudad, por la noche, podía ser peligrosa para una niña tan pequeña, pero eso es porque no conoce todavía a Mar. Aunque medía medio metro, tenía fuerza suficiente como para lanzar una piedra a medio kilómetro y puntería para reventar una mosca parada en un poste de la luz. Cuando se enfadaba, más valía estar lejos y a cubierto.

Pablo era nervioso, miedica y hablador. Tenía doce años, era muy flaco y se fijaba en todo con sus grandes ojos. Decía que de mayor iba a ser inventor, aunque lo cierto es que ya lo era. Se pasaba el día desmontando aparatos, observando sus circuitos internos y construyendo otros aparatos. Si hubiera nacido en el siglo xix y le hubieran dejado unos cuantos fiambres, tened por seguro que se le conocería en todo el mundo por el nombre de doctor Frankenstein. Pero había nacido en esta época y ello conlleva algunas limitaciones. Sus padres lo habían castigado una semana entera porque se cargó una tostadora y una radio para inventar la radiostadora, que podía calentar el pan a ritmo de pop o quemarlo si sonaba rock.

Por último estaba Miguel, el aficionado a los deportes. Tenía trece años y era muy guapo. Sus ojos verdes y almendrados producían en las chicas un efecto automático: se volvían tontas cuando se les acercaba en el patio del colegio. Uma era una de las víctimas de sus encantos y no se atrevía a dirigirle la palabra. Por él se pasaba las tardes intentando dibujar un esqueleto como el que lucía su camiseta. Camiseta que, por cierto, solía llevar puesta hasta que estaba lo suficientemente sudada como para que le salieran patas y antenas. A Paco y a Juan no les caía muy bien porque Miguel era un poco callado pero, según decían por ahí, su padre estaba muy enfermo. «Con un pie en la tumba», les había confesado una maestra del colegio aficionada al vino y la cerveza. Así que los chicos permitían que Miguel fuera con ellos aunque no hablase demasiado.

De todas formas, había poco más que hacer aquel verano en la ciudad... O eso es lo que creían ellos.

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Vamos a romper cristales

Toda esta aventura endiablada comenzó una tarde en que los amigos se aburrían. El aburrimiento suele ser un buen punto de partida para aventuras inesperadas: puede desembocar en una juerga monumental o en un régimen autoritario. Naturalmente, no tienes por qué saber lo que es un régimen autoritario. Te sonará la palabra régimen: «dieta que sirve para adelgazar». Baste decirte por ahora que con los regímenes autoritarios la gente suele adelgazar bastante.

Pero sigamos. Cuando estás aburrido es porque no usas la imaginación y, cuando no imaginas nada, la vida tiene dos opciones: o te deja que te pudras en tu aburrimiento o se encarga de darte una sorpresa. Los Avalancha iban arriba y abajo dando patadas a las latas vacías y no se les ocurría gran cosa que decir. Parecía que estuvieran enfadados unos con otros y en realidad no pasaba nada, era como si el calor les hubiera fundido las ganas de inventar juegos. Pero la vida les iba a poner al alcance una oportunidad de divertirse. Vaya que sí. Y de pasarlo fatal...

Juan y Paco iban un poco adelantados y pensando en algo que hacer.

–La piscina está llena de turistas –dijo Juan.

–Sí, esos alemanes que se ponen rojos como cangrejos –respondió Paco.

–Y en los billares siempre hay que hacer cola.

–Además no tengo ni una moneda... ¿Qué podemos hacer? –Paco se desesperaba–. Como sigamos así, Uma y Pablo se irán a su casa a darle otra vez a la consola.

–¡Y nosotros, a mirar! –se lamentó Juan.

Caminaron unos metros más obsesionados por encontrar algo más divertido que la consola.

–Un momento –dijo de pronto Juan–. ¿Te acuerdas del edificio que vimos?

–¿Cuál?

–Aquel edificio grande que parece una fábrica, junto al río. El que está abandonado.

A Paco le cambió la cara al escuchar a su hermano. Empezó a formarse una sonrisa en su boca dentuda de ardilla.

–Podríamos... –empezó a decir Paco. Pero antes de que acabara la frase, los gemelos se giraron y miraron sonrientes al resto del grupo. A veces no les hacía falta terminar de hablar. Era como si pensasen las mismas cosas a la vez.

–¿Qué os parece si vamos a romper unos cristales? –preguntó Paco.

–¡Yupi! –gritó la pequeña Mar. Si le dieran a elegir una cosa para hacer el resto de su vida, sería romper cristales.

–Yo paso –dijo Uma, mientras se miraba las uñas pintadas de amarillo–. No me he tirado la mañana arreglándome para acabar ahora cubierta de mugre y de cristales rotos.

–Venga, Uma, os vamos a llevar a una fábrica abandonada o algo así, un sitio que encontramos el otro día, tenemos que explorarlo –dijo Juan intentando convencerla, pero Uma se miraba las uñas y negaba con la cabeza.

–¡Guau! ¡Seguro que encuentro allí muchos aparatos rotos! –exclamó el inventor Pablo.

–Yo voy –dijo Miguel sin mucha emoción. Entonces Uma dejó de mirarse las uñas, echó un vistazo a su héroe y pareció cambiar de idea.

–Bueno... –dijo–. Pero no pienso tirar piedras, ¿eh? Os acompañaré para no quedarme sola.

Y se pusieron en camino.

Fueron hasta los suburbios pasando cerca de la casa de Mar, e incluso desde la calle se escuchaba chillar a los padres de la pequeña. Siempre se estaban peleando a grito pelado, aquella casa parecía una jaula de monos. Mar hizo como que no oía nada, pero empezó a caminar más rápido. A toda velocidad atravesaron un solar y llegaron al edificio abandonado, repleto de ventanas con cristales para romper.

Mar cogió una piedra y la lanzó contra un cristal, que se hizo añicos de inmediato.

–¡Cien puntos! –gritó.

Cuando llevaban allí cinco minutos, tirando piedras y merodeando, Pablo se puso frenético. En la puerta del edificio había una pequeña placa oxidada que les había pasado desapercibida.

–Fijaos en esto, ¡no es una fábrica!

Todos se reunieron en torno a la placa y la leyeron. Ponía: LABORATORIO DR. EDWARD LACOSTE.

–Interesante –murmuró Miguel. A Uma le faltó tiempo para darle la razón.

2

Se quedaron pensativos. Un laboratorio les inspiraba algo más de respeto que una fábrica. Incluso Mar dejó caer la piedra que tenía en la mano. ¿Qué tipo de experimentos habrían tenido lugar allí dentro?

–¿Os imagináis? –preguntó Juan–. Quizás aquí convertían a los perros en demonios.

–¡Calla! –suplicó Uma.

–A lo mejor convertían a las ranas en bombas que iban saltando hasta impactar en su objetivo –opinó juiciosamente Paco.

–¡Mooola! –gritó Mar.