Edición en formato digital: marzo de 2015
© Carolina Sanín, 2014;
© Laguna Libros SAS., 2014,
Publicada mediante acuerdo con VicLit Agencia Literaria
© Ediciones Siruela, S. A., 2015
Diseño de cubierta: Ediciones Siruela
En cubierta: fotografía de © Roman Bodnarchuk / Shutterstock.com
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
28010 Madrid.
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ISBN: 978-84-16396-59-7
Dedicatoria
Cita
I
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II
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III
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Para Tomás
GLORIA: I asked you once if I could be your mother. You didn’t want that.
PHIL: Do you want to be my mother? You could be my mother. I don’t have any mother. No more mother. So you could be my mother. Why would you want to be my mother?
GLORIA: I don’t know. Just want to clear things up.
PHIL: You’re my mother. You’re my father. You’re my whole family. You’re even my friend, Gloria. You’re my girlfriend, too.
JOHN CASSAVETES, Gloria
Laura Romero oyó que la mujer que cuidaba los carros frente al supermercado le ofrecía un niño. Oyó que le decía: Le tengo al niño. Pero Laura no sabía si la mujer sí cuidaba los carros. Sabía que después de hacer la compra le daba una limosna como si le pagara un trabajo y que nunca se le había perdido el carro. Quizá eso se debía a que lo dejaba allí en horas de luz y mucho tránsito, pero también era imaginable que la mujer tuviera influencia sobre los ladrones. Que fuera su madre, por ejemplo.
Laura parqueaba el Renault en la bahía de estacionamiento de la Olímpica, que así se llamaba el supermercado. La mujer la veía llegar y asentía con la cabeza o, si estaba lo suficientemente cerca, le decía: Se lo cuido. Laura entraba en el supermercado, hacía la compra, salía y ponía unas monedas en la mano de la mujer mientras pensaba que quizá pagaba por no estar desvencijada como ella, con la cara como estrellada, allá afuera todo el día.
La mujer tenía pinta de haber estado al borde de la muerte en otra edad. Más que enferma, parecía curada antiguamente. Podía ser que no durmiera o hubiera caminado desde lejos; de tan lejos, que parecía no haber llegado todavía. ¿Eran cicatrices o eran manchas lo que tenía en la cara? Parecían mapas de islas.
Laura vivía a pocas cuadras de la Olímpica, así que con frecuencia iba a pie y aprovechaba para pasear a Brus, su perro. Lo dejaba atado a la reja del supermercado y a veces, a la salida, encontraba junto a él a un transeúnte que se había detenido a contemplarlo y decía que qué belleza, qué maravilla, que de qué raza era.
En Bogotá no eran comunes los galgos. Algunas personas creían que aquel perro era un ejemplar flaco de una raza que les era conocida, al que le había tocado en suerte un mal humano. Un día, en el parque Simón Bolívar, Laura sufrió que le dijeran ¡Dele comida, gorda!, y no se sintió gorda aunque no fuera esbelta como el galgo ni como ella misma veinte años atrás. Era morena y tenía el pelo largo, con dos ondas, con más canas que cuantas alcanzaba a verse en el espejo. Cuando consiguió al niño y comenzó la historia de los dos, ya quienes la conocían llevaban una década diciendo de ella Fue una belleza.
Cada vez que un extraño le preguntaba cómo se llamaba el perro, Laura respondía algo diferente: Fénix, Brillo, Espina, Cuervo, Colibrí. Creía que llamarlo de distintas maneras lo protegía; que así era menos probable que alguien se lo llevara de la puerta del supermercado o de otra parte. Cuando lo llamaran ¡Ánima! o ¡Nardo! o ¡Cardo!, él no volvería la mirada. Quien lo quisiera para sí o lo quisiera para mal tendría que hacer fuerza. Al final podía prevalecer y llevárselo, pero no llevarse el nombre verdadero, que la seguiría acompañando solo a ella.
En varias ocasiones, la mujer que cuidaba los carros se había ofrecido a cuidar al perro mientras Laura hacía la compra, pero ella siempre decía que no, gracias, que él prefería esperarla solo en la entrada.
Brus era del color de la arena clara de las playas. En la cara larga y la mirada equívocamente confiada, se parecía a la mujer que cuidaba los carros.
Hasta aquí los antecedentes de la tarde en que Laura oyó que la mujer decía Le tengo al niño.
Ella estaba agachada, atando al perro en la entrada del supermercado, cuando sintió que alguien le soplaba palabras en la nuca. Le pareció que lo hacía una voz sin piernas que la sustentaran, la llevaran y la detuvieran, pero se volvió y ahí estaba la mujer. Hasta entonces, lo único que le había oído decir era el Se lo cuido, que sonaba como pidiendo algo y pidiendo perdón. La voz que habló del niño le pareció distinta, descansada, como después de haberse sacudido desde la raíz, y no como suenan las voces de los vivos, que hablan mientras avanzan.
—¿Qué dice?
—Que le tengo al niño —dijo la mujer, y en la repetición la voz bajó un escalón del descanso en el que Laura la había puesto.
La mujer extendió la mano para señalar al perro y explicar que estaba ofreciéndose a acompañarlo afuera mientras su dueña hacía la compra.
Laura se negó como de costumbre y entró en la Olímpica. Llevaba en la mano un lápiz y una lista escrita en un papel. Leía una palabra de la lista, agarraba del estante la cosa correspondiente a la palabra, la ponía en la cesta y tachaba la palabra con el lápiz. Cada vez que miraba el papel leía también otra cosa, que no estaba escrita:
Aceite. La mujer me ofreció un niño. Quería darme a uno de sus hijos, pero mi reacción la hizo vacilar y, para disimular, quiso hacerme creer que llamaba «niño» a Brus.
Cebolla. La mujer no quería deshacerse de su hijo. Si se me ocurrió pensar que quería dármelo, eso se debe a que yo querría recibirlo.
Perejil. La mujer se refirió a Brus como «niño» porque ella misma transformó a un niño en Brus, por medio de un hechizo, antes de que él fuera mi perro.
Huevos. Tal vez al llamar a mi perro con nombres de animales, plantas y cosas, yo compongo una receta para hechizarlo.
Pimienta. Tal vez ella cuida los carros frente al supermercado con solo mirarlos, lanzándoles un conjuro.
Salió del supermercado, buscó a la mujer y le dio las monedas que siempre le daba. Mejor dicho, le dio otras monedas, que se sumaron a las que le había dado las otras veces. Aunque era posible que sí fueran siempre las mismas: que la mujer pagara con ellas un pan en el supermercado al final de la jornada, y al día siguiente la cajera se las devolviera a Laura como cambio del billete con el que ella pagaba su compra.
Laura regresó a su apartamento, guardó la lista de mercado en la cocina, en el cajón de los cubiertos, y preparó una tortilla con los ingredientes que había comprado. No compraba sal, pues de eso tenía en abundancia. En el cuarto del servicio, que no estaba habitado por nadie de servicio, guardaba un bulto. Su familia materna era dueña de una salina en la montaña, y a ella le correspondía mensualmente un poco de sal, además de un cheque por su porción de las utilidades y por las porciones de su hermano muerto y de su madre, que la había hecho su heredera en vida.
No volvió a la Olímpica al día siguiente porque las tortillas que preparaba alcanzaban para comer tres veces al día durante dos días. Volvió al tercer día, a pie y con Brus, y la mujer que cuidaba los carros no estaba. En su lugar había otra más joven, con un niño y una niña que la seguían como dos patos a través de la bahía de estacionamiento. Los tres estaban limpios, bien vestidos. La mujer llevaba botines de tacón alto y un traje de paño azul a rayas. Tenía el pelo rubio y recogido en un moño trenzado, y nadie habría pensado que estaba allí para cuidar carros o perros. Como había hecho la otra la última vez, se acercó cuando Laura se agachó a anudar a la reja la traílla.
—Le tengo el perro —dijo.
Laura alzó la mirada e iba a decir que no, gracias, que no necesitaba que se lo tuvieran, cuando la otra le preguntó si sabía hablar idiomas. Dijo que sus hermanitos no hablaban español y no tenían a nadie a quién decirle lo que querían. Que si por favor aceptaba hablar con ellos.
Los niños dieron un paso al frente. Habían reconocido que el perro era un galgo. Preguntaron en inglés si había sido corredor. Si ella lo había rescatado de un canódromo o si lo tenía desde cachorro. Si había apostado por él. Que por el amor de Dios, se lo diera. Que cómo se llamaba.
Mostraban las palmas mientras preguntaban, como esperando una limosna. Laura no pudo decirles un nombre que no fuera el verdadero y volvió a su casa con el perro, sin haber entrado en el supermercado. Avanzó como a empellones, empujada por el susto que le habían producido esas personas con su concierto raro.
No compró comida ni comió durante los dos días siguientes. A la hora del desayuno pasaba en el carro por la bahía de asfalto de la Olímpica para ver si los pordioseros limpios seguían allí. Divisaba a la rubia, volvía a asustarse y seguía de largo. Al tercer día, cuando la otra, la estragada, había recuperado su lugar en el estacionamiento, pudo volver a entrar en el supermercado.
Aunque el niño que llegó un mes después no tuvo que ver aparentemente con nada de esto, en el recuerdo de Laura quedó escrito que ella lo pidió la tarde en que, según le pareció, la mujer que cuidaba los carros le ofrecía un niño.
Aunque el niño que llegó dijo tener seis años y medio, Laura quiso leer, en su recuerdo, que había sido concebido la misma tarde en que lo pidió, mientras preparaba una tortilla de huevos con los ingredientes que había comprado en la Olímpica.
Quedó escrito en la memoria de Laura que, al tercer día de la concepción, la rubia de hermanitos extranjeros sopló para que el corazón del niño que se llamó Fidel empezara a latir.
Era como si, para Laura, recuerdo, deseo y promesa fueran una sola cosa, una cosa que a la vez fuera distinta de las tres.
Pasaron cuatro semanas y llegó la tarde que habría de contar para Laura como la del nacimiento de Fidel.
Ella había tomado el bus para regresar de su lugar de trabajo, a donde no era apropiado que fuera en carro propio. Trabajaba en el barrio de Santa Ana, en la casa de una pareja de ancianos, limpiando y organizando tres veces por semana —lunes, miércoles y viernes—, durante seis horas cada día. No habría sabido decir por qué se había metido a ser empleada doméstica sin necesitarlo. Podría dar algunas razones, pero ¿serían las verdaderas? Y si fueran las verdaderas, ¿no demostrarían más bien que ella sí necesitaba ese trabajo? Le parecía mejor decirse que cuanto había hecho en la vida anteriormente —leer libros, mirar pinturas, ver películas y programas de televisión, trabajar como locutora para comerciales de muebles y para el servicio telefónico que daba la hora en el 117, viajar, vivir en casas y apartamentos— le había permitido formarse una idea de cómo debía ser una vivienda, y que esa idea le permitía hacer correctamente el trabajo de limpiar los baldosines de la ducha, cocinar, lavar los platos, aspirar el polvo, sacudir las alfombras, tender la cama y despercudir con cloro las sábanas hasta agujerearlas. ¿Y qué otra cosa habría podido ponerse a hacer? Pocas labores parecían mejores que la de cuidar una casa y sacarle brillo.
Si hubiera llegado al trabajo en carro, sus patrones habrían sabido que no trabajaba por el dinero que le pagaban y, en vez de asumir que lo hacía porque sabía cómo, habrían pensado que lo hacía por broma, o para sufrir, o para espiarlos. Habrían dejado de sentir que podían mandarla y la habrían despedido sin más, o se habrían interesado por su historia y ella habría terminado contándoles de la renta que recibía por la salina de su familia. Habría tenido que reconocer que vivía de un dinero que venía del pasado, y eso la habría incomodado. Adicionalmente, los patrones habrían descubierto que los unía a ella un parentesco lejano, y también por eso la habrían despedido.
Así que iba y volvía en bus. Llegaba a las ocho de la mañana y se iba a las dos de la tarde. Y aquella tarde de viernes, cuando volvía del trabajo, que se había alargado por incluir, a última hora, el remiendo de un suéter del señor, sucedió que al bus se subió un hombre a vender y amenazar. Laura, que estaba leyendo Moby Dick, dejó de leer. El hombre se paró en la cabecera del pasillo, de cara a los pasajeros, y dijo:
Buenos días, señoras y señores, tengan buenos días. Primero que todo, quiero agradecerles a aquellos que me contestaron el saludo, que son seres elegantes y humanistas. Yo antes me encontraba en el vicio. Consumía drogas naturales y drogas de artificio, robaba lo que se podía perder y les pegaba a mis hijos, un varoncito de nueve, que es un tremendo donjuán, y una hembrita de dos, que es el colmo de la comedera y sale muy costosa, y chucé a un policía y asaltaba los buses a la manera de los piratas en la mar. Pero desde hace tres meses no toco nada con mal sentido sino que vendo este producto que el día de hoy les vengo ofreciendo y que les voy a referenciar. Se trata de una deliciosa jalea que viene en prácticas bolsitas de plástico. La hay de vaca, la hay de sabor a frambuesa, que es una variedad de fruto extranjero, y la hay de sabor especial. La jalea consiste principalmente en una sustancia, confitada o no, que la gente coloca sobre el pan. El pan, como tal, es uno de los alimentos más importantes del mundo y he aquí que también se vende en este famoso medio de transporte. Para deglutirlo se emplea agua pura o cualquier otro líquido potable. Con jalea el pan es más nutricio y exquisito tanto para hijos e hijas como para papás y mamás. La jalea tiene hoy un descuento especial, pues por la compra de dos panes se reduce a la mitad su justo precio. Como si esto fuera poco, la bolsita o vejiga en la que viene es gratuita y puede reutilizarse para almacenar víveres, para transportar alhajas, para guardar lápices, como pecera, o para devolver el estómago si el trayecto en autobús llegare a descomponer al consumidor. En esta otra mano, como pueden observar, sostengo un cuchillo provisto de su adecuado afilamiento, que puede emplearse para untar la jalea en el pan y para muchas otras funciones. El cuchillo no está en venta, puesto que es mi humilde herramienta de trabajo.