TODO FLUYE
Una vez más fue lanzado al caos al aumentar la velocidad, y llevado inexorablemente hacia el siguiente rápido, para encontrarse de pronto en medio de un infierno de agua blanca y remolinos, como si estuvieran cabalgando sobre un maremoto o hubieran sido alcanzados por una avalancha de nieve, y todo demasiado deprisa, opinaba Jonas, demasiado deprisa, pues no conseguía enterarse de los detalles y notaba ya la náusea, esa horrenda náusea que siempre lo asaltaba cuando se encontraba demasiado en alto, cuando todo se simplificaba hasta lo grotesco. Jonas Wergeland iba sentado, empapado, en una frágil balsa de goma, mientras paredes de roca prácticamente verticales le pasaban veloces por ambos lados, y él sólo pensaba, en medio de otros mil pensamientos, en agarrarse a la cuerda de la borda, a la vez que se apretaba contra el fondo de la balsa, cual un pájaro espantado en su nido. Todo el mundo ha de morir un día, pensó, y a mí me ha llegado la hora.
Jonas se maldecía a sí mismo por encontrarse así, arrodillado, como si estuviera rezando, agarrado en medio de una carrera mortal, en el fondo de un estrecho desfiladero, con sólo una fina capa de goma entre él y el abrazo bullente del rápido, cuando en lugar de eso podría estar tumbado cómodamente en la terraza del hotel bebiendo un cóctel a pequeños sorbos y observando ese curioso surtido de huéspedes llegados de todo el planeta; podría estar tocando unos compases de Ellington en el piano, recibiendo aplausos de perezosos cooperantes suecos y damas con piernas largas y desesperadamente necesitadas de distracción y divertimento, o podría haber hecho algo sensato, y sobre todo algo no peligroso, como dar una vuelta por el extenuado y polvoriento museo para estudiar la geología y la historia de la zona, pared con pared de las cartas e instrumentos de medición de Livingstone, además de su abrigo medio devorado.
En lugar de eso, una mañana a mediados de los ochenta se presentó obedientemente en la piscina junto a los demás, donde un tipo chulesco, quemado por el sol, aprovechando a la perfección el ambiente algo nervioso, les informó, con chistes y consejos de mal gusto, entre otras cosas, por ejemplo, de los terribles «detenedores», que eran una clase de olas verticales, a menudo en la parte más baja de un rápido, que podían meterte bajo el agua y mantenerte allí durante una eternidad. De manera que Jonas siguió a los demás en fila india y con malos presentimientos cuando después bajaron con gran esfuerzo el empinado sendero hasta el fondo del desfiladero, por donde el río Zambeze continuaba su vertiginoso viaje después de los rápidos, en zigzag y a través de profundos y estrechísimos pasos. La luz era cegadora y el aire estaba lleno de intensos aromas, como en una farmacia, y con una actividad insectil como una pequeña fábrica al completo. A medio camino hacia abajo, los porteadores nativos les prepararon un té y les ofrecieron incluso algunas canciones para que los participantes se llevaran además un poco de folklore.
Abajo, junto al río, donde embarcaron en las balsas, Jonas se quedó escuchando el estruendo de los rápidos de más arriba, millones de litros por segundo, que bajaban atronando a una garganta infernal, un fenómeno a la vez tan terrible y fascinante que entendió por qué algunos nativos lo interpretaban como algo divino, creyendo que el origen del mundo se encontraba allí mismo. De hecho, estaban rodeados por un paisaje extraño, casi irreal, en el que se tenía la fuerte impresión de que los seres humanos no tenían nada que hacer allí, sino que era el paraíso de las plantas y los animales, sobre todo de los pequeños lagartos.
Tras otra enervante lección en la parte tranquila de la cuenca, se deslizaron lentamente hacia la corriente principal. «¡No hay camino de vuelta!», gritó algún gracioso en el momento en el que la balsa empezó a tomar velocidad río abajo, por donde éste se estrechaba sin piedad hacia el primer rápido, y Jonas supo enseguida, como ocurre a veces después de tomar una fatal decisión, que no debería haber ido, que el viaje acabaría en catástrofe.
El grupo lo componían seis balsas, con siete personas en cada una, incluido el hombre que se encargaba de los remos, y que en teoría era un experto remero. Jonas miró a ese africano no demasiado musculoso y con una sonrisa burlona, y no se sintió nada tranquilo. Para colmo, la balsa de goma parecía muy gastada, y tampoco parecían muy de fiar los amarillentos y sucios chalecos salvavidas. Jonas sospechó que todo el equipamiento databa de la Segunda Guerra Mundial y que se había comprado en rebajas. Permítanme añadir que esos inventos modernos que ahora se ven en la tan segura y reglamentada Escandinavia, con cascos y trajes para el agua, eran impensables en esas latitudes, y sin duda habrían sido considerados directamente ridículos.
Jonas iba sentado en la parte de atrás, junto a una periodista y un fotógrafo que llevaba la cámara en una bolsa impermeable. En una escala del uno al seis, los rápidos obtendrían un cinco. Así se atraía a entusiastas de todo el mundo que querían probar lo que su corazón era capaz de soportar de piragüismo en aguas rápidas, o white water rafting, como se denominaba en inglés, y de arriesgado juego con los elementos. Jonas se agarra a la borda al avistar la ola que se levanta como una amenaza delante de ellos, incluso se pregunta cómo puede ser, cómo puede una ola asesina elevarse por los aires como un géiser, o dar la impresión de estar dirigiéndose directamente hacia ellos en medio de un profundo río, pero no le da tiempo a más especulaciones, porque el remero —en un ataque de locura, cree Jonas— conduce la balsa derecha hacia la ola, mientras los tres que van delante son lanzados hacia el interior de la columna de agua, de tal manera que la balsa se desliza por encima de ellos, como atravesando un gran bache, y los tres gritan de entusiasmo, revelando así el objetivo de la excursión: divertirse, coquetear con el peligro de muerte, olvidarse de un aburrido trabajo de oficinista en Ámsterdam, Singapur o Ciudad del Cabo. Según las instrucciones, los tres de atrás, donde va encorvado Jonas, deben mantener el equilibrio, pero Jonas sólo piensa en agarrarse, agarrarse a la cuerda de la borda, como si fuera una especie de cordón umbilical y lo único capaz de atarlo a la vida, y entonces lanza un grito primitivo, casi por instinto, hacia las escarpadas paredes de roca, un aullido totalmente ensordecido por el tremendo estruendo, o ira, de las masas de agua.
Jonas sabía que aquello no podía acabar bien y se preguntó a sí mismo si esa estúpida iniciativa, lanzarse por el rápido más salvaje del mundo, no era sólo un deseo enmascarado de morir, o una huida, y si era porque en el fondo no tenía ganas de iniciar ese trabajo que haría dar un giro a su carrera, o porque no soportaba la idea de todas las discusiones, por no decir broncas, y las durísimas deliberaciones sobre cualquier tema, desde los presupuestos hasta las personas, que tendrían lugar antes de que pudiera tener la mínima esperanza de llevar a buen puerto ese enorme proyecto que tenía planeado. Durante un trecho tranquilo, en el que el paisaje se abrió, proporcionándole de alguna forma un respiro, algo de oxígeno al cerebro, pensó, no sin espanto, en esa larga fase de planificación que tenía por delante si lograba ponerlo en marcha, los tremendos preparativos, por no hablar de toda la envidia y todos los chismorreos e intrigas a los que se vería expuesto. Tal vez esa excursión fuera la última prueba, pensó, cuando el río volvió a estrecharse y la balsa fue arrastrada de nuevo por las espumantes masas blancas de agua entre las rocas verticales, barriendo a todos por el fondo de una profunda garganta, porque si lograba atravesarla, sobrevivir a algo que daba la impresión de ser una infinita fila de islas de roca, listas para cerrarse en cualquier momento y hacerlo puré, como en un antiguo poema épico griego, aparte de que no había allí nada capaz de cerrarse a esa enloquecida velocidad, y de que él a lo mejor tenía ocasión de vencer a la montaña noruega, ese enorme impedimento llamado mezquindad, falta de imaginación y de querer pensar en grande, lo que caracterizaba ese proyecto al que ahora, allí, en África, daría el último repaso. Quizás por eso buscaba sin cesar con la mirada algo en las oscuras paredes de montaña que les pasaban por delante a una velocidad vertiginosa, sin que en el fondo supiera qué estaba buscando, si una respuesta o alguna señal.
Fuera como fuera, perdió enseguida la perspectiva, porque tenía de sobra con agarrarse, con tener miedo, tanto miedo que estaba cada vez más convencido de que esa mancha blanca, esas manchas blancas de agua hirviente, ese eterno fragor, acabarían con él, que en algún momento acabaría su suerte, esa suerte que le había salvado en un sinfín de situaciones imposibles, en los lugares más recónditos del planeta, ante las fauces de un oso polar en Groenlandia, en una cornisa a diez plantas sobre el nivel del suelo en Manhattan, en el Sáhara, tumbado boca arriba en la arena, con una espada en el cuello. Jonas Wergeland sintió esa náusea característica que nunca se equivocaba cuando avisaba, que indicaba que aquello acabaría mal, muy mal, que su buena suerte ya se había agotado, que moriría allí como en un retrete de la existencia, donde alguien tiraba de la cadena y eras tragado por un torbellino de agua. De nada serviría allí poder brillar parafraseando la revolucionaria perspectiva de Darwin sobre un espacio de tiempo de cientos de millones de años, o alguno de los otros sabios razonamientos que había ido recopilando en un pequeño cuaderno rojo y que lo habían llevado en palmitas durante toda la carrera; allí, entre esas paredes de roca, a esa velocidad, todas las palabras caían al suelo, o mejor dicho, eran arrastradas por el agua. De manera que Jonas estaba aterrado, se arrepintió, pero era demasiado tarde, sabía que uno u otro serían lanzados a esos rápidos asesinos, y tenía una sensación desagradable, nauseabunda, de que sería él. Está bien que tenga que morir algún día, pensó, ¿pero por qué de esta forma tan espantosamente estúpida?
Sé que resulta difícil creer que Jonas Wergeland, conocido por su arrogante tranquilidad y enorme aplomo, y de hecho también por su valentía, pudiera tener tanto miedo y tantos pensamientos morbosos, pero déjenme de una vez por todas, y sin jactarme en absoluto, subrayar que mi conocimiento de la persona de Jonas Wergeland es tal que no espero que se me entienda, y en el que tampoco pienso adentrarme más, pero que me capacita para constatar lo siguiente: Jonas Wergeland está sentado en una balsa de goma de dieciseis pies, bajando por los rápidos del río Zambeze, sabiendo que algunos, y seguramente él mismo, van a caerse al agua, y tiene tanto miedo que no sólo está a punto de hacérselo encima y perder los estribos y todo eso —tanto miedo tiene que por momentos no está presente; le ha abandonado la conciencia, que está flotando ya a otro nivel— de manera que, aunque involuntariamente, logra conseguir lo que uno a veces intenta pero nunca consigue en el sillón del dentista: pensar en otra cosa cuando el torno se está acercando al nervio del diente.