Gibbon / Hadas
La caída del Imperio romano
Versión castellana, introducción y notas
José Rodríguez Irtube
Gibbon / Hadas
La caída del Imperio romano
Versión castellana, introducción y notas
José Rodríguez Irtube
Gibbon, Edward, 1737-1794
La caída del Imperio romano / Gibbon y Hadas; versión castellana, introducción y notas José Rodríguez Iturbe. - Chía: Universidad de La Sabana, 2013.
(Colección Cátedra; no. 4)
Incluye cronología
ISBN 978-958-12-0319-2
ISBN epub 978-958-12-0322-2
1. Roma-Historia-Imperio, 30 a.C. - 476 d.C. 2. Imperio bizantino-Historia 3. Historia antigua I. Hadas, Moses, 1900-1966 II. Rodríguez Iturbe, José III. Universidad de La Sabana (Colombia). Facultad de Derecho IV. Tít.
CDD 937 Co-ChULS
RESERVADOS TODOS LOS DERECHOS
© Universidad de La Sabana - Facultad de Derecho
© José Rodríguez Iturbe
EDICIÓN
Dirección de Publicaciones
Campus del Puente del Común
Km 7, Autopista Norte de Bogotá
Chía, Cundinamarca
Tels.: 861 5555 - 861 6666 Ext. 45101
http://olis.unisabana.edu.co/Publicaciones/
publicaciones@unisabana.edu.co
Julio de 2013
ISBN 978-958-12-0322-2
CORRECCIÓN DE ESTILO
María José Díaz-Granados
DISEÑO DE PAUTA DE COLECCIÓN
Kilka - Diseño Gráfico
DIAGRAMACIÓN Y MONTAJE
Juan Pablo Rátiva
DESARROLLO EPUB
Lápiz Blanco SAS
En este volumen se recoge una versión reducida y adaptada de parte de la obra principal de Edward Gibbon. Por su extensión y la época en la cual fue escrita, la Decadencia y caída del Imperio romano suele ser poco manejada y ha resultado (sobre todo en el mundo de lengua castellana) de referencia distante, a veces necesaria pero remota, en el mundo estudiantil que aborda la antigüedad o la historia política en sus programas de estudios universitarios.
Edward Emily Gibbon (Putney, 8 marzo 1737- Londres, 10 enero 1794), hijo de Edward y Judith Gibbon, es considerado uno de los grandes historiadores ingleses del siglo XVIII. Su elipse existencial fue complicada y marcada por dolorosas experiencias. Quedó huérfano de madre a muy corta edad, a los 10 años, y con un padre autoritario y de buena posición social y económica. Vale decir que le correspondió vivir en la Inglaterra posterior en un siglo a la llamada “Gloriosa Revolución” (1688) y en el tiempo de la revolución de independencia de las colonias inglesas de la América del Norte. La superación del absolutismo se consideró, entonces, plasmada en la sumisión del monarca al Parlamento y en la pragmática superación de los conflictos entre distintas confesiones reformadas (las dos principales, anglicanismo y puritanismo). Después de dos guerras civiles y la dictadura de Cromwell, pareció cristalizada en Inglaterra, con el apoyo externo de protestantes holandeses{1}, la irreversibilidad del anticatolicismo político y un evidente sectarismo político-religioso. La radical aversión política oficial contra el catolicismo fue acompañada de la difusión del deísmo y el ateísmo ilustrado que, desde las Islas Británicas, ayudaría en no poca medida a la extensión pública, política y cultural de semejantes expresiones del decadentismo aristocrático y burgués en la Francia prerrevolucionaria.
Diera la impresión que el padre de Gibbon compartía con entusiasmo las posturas del sectarismo anticatólico. Hijo único, Edward Emily, después de estudios básicos en la Kingston Grammar School y en la Westminster School, fue enviado, contando solo 14 años de edad{2}, al Magdalen College de Oxford. Estuvo allí poco más de un año, 14 meses, y, pasado el tiempo, no conservaba un recuerdo particularmente positivo de su adolescente inicio de la vida universitaria. Estando en Oxford, con indignado asombro de su padre, se convirtió al catolicismo y fue recibido en la Iglesia católica el 8 de junio de 1753. Gibbon dijo en su Autobiografía, bastantes años después, que su recepción en el catolicismo (que llama “mi rebelión juvenil contra la religión de mi país”) se debió a “a momentary glow of Enthusiasm” (un momentáneo encendimiento de entusiasmo). La “tolerancia” protestante británica de entonces —John Locke explícitamente excluía de tal “tolerancia” a los ateos y a los católicos— podía pasar por alto el deísmo o el ateísmo más o menos encubierto, así como diversidad de planteamientos en la confesionalidad reformada, pero oficialmente consideraba incompatible con la condición de alumno o profesor de Oxford que alguien fuese públicamente recibido en la Iglesia católica. Así, por su conversión, Gibbon fue expulsado de la Universidad. Semejante clima era y siguió siendo el imperante en las universidades inglesas hasta muy avanzado el siglo XIX, como quedó evidenciado, casi un siglo después, en las incidencias del llamado Tractarian Movement (1833-1845) o Movimiento de Oxford. Sea como fuere, al decir irónico de Giles Lytton Strachey (1880-1932), victoriano eminente y miembro del llamado Círculo de Bloomsbury, “sus contratiempos de Oxford lo salvaron de llegar al profesorado”{3}.
El padre de Gibbon, un distinguido tory (nombre histórico de los pertenecientes al Partido Conservador británico), miembro del Parlamento —Member of Parliament (MP), diputado en la Cámara de los Comunes— sin cuyo consentimiento, al parecer, había dado el joven estudiante un paso tan importante como el atinente a su fe, no solo experimentó, como queda dicho, un gran disgusto, sino que dispuso las cosas para deshacer aquello que consideraba un mal paso por parte de su hijo. Lo envió entonces a Lausanne, Suiza, donde llegó el 30 de junio de 1753. Su padre dio amplias potestades, como tutor privado, para la formación del joven Edward a un pastor calvinista llamado Daniel Pavilliard (17041775), con el objetivo de que el muchacho abjurara de la fe que había abrazado en Oxford. Pavilliard era un respetado profesor, “conocido por su moderación y tolerancia”{4}. Era secretario y bibliotecario de la Academia de Lausanne, que llegó a presidir{5}. Gibbon adquirió bajo el magisterio de Pavilliard no solo el dominio del francés, sino también del latín y del griego. Ya por la escasa formación religiosa de Gibbon, ya por debilidades de su carácter, ya por los medios empleados por su tutor helvético, lo cierto es que la meta pretendida por el padre de Gibbon fue alcanzada. Edward Gibbon renegó, en efecto, del catolicismo en diciembre de 1754{6}. Nunca, sin embargo, regresó de veras al anglicanismo (aunque, oficialmente volviera, como hijo pródigo, a la confesión anglicana, a la Church of England), siendo, en realidad, por el resto de sus días, un agnóstico para quien la religión, en cualquiera de sus formas y manifestaciones, no dejaba de ser atractiva como un divertimento intelectual, percibido desde los indiferentes ángulos del deísmo de la Ilustración.
En 1755 Gibbon tuvo ocasión de tratar, en Suiza, a Voltaire (Franijois-Marie Arouet, 1694-1778), a quien, después de manifestar una inicial admiración y simpatía, llegó a detestar cordialmente. Como deísta, Gibbon apreciaba aquel que llamaba el lado metafísico de la religión. Por eso, su distanciamiento de Voltaire le llevó a calificarlo, por la obsesión anticatólica de este último, como “fanático intolerante”. No es que la obsesión de Gibbon, como se destacará más adelante, fuera menor. Pero ciertamente el deísmo y el ateísmo al estilo volteriano no generaron su simpatía. Y la animadversión mutua tuvo otras aristas franco-parlantes. Por eso, al parecer, Jean-Jacques Rousseau llegó a decir con clara rudeza: “Monsieur Gibbon n’est pas mon homme.” Aunque tal referencia aparece surgida de la pluma de James Boswell (1740-1795), quien no ocultaba un beligerante antagonismo respecto a Gibbon, lo cual queda reflejado tanto en su famosa vida de Samuel Johnson como en sus papeles privados{7}.
De 1759 a 1762 Edward Gibbon se incorporó a la Milicia de Hampshire, cuerpo en el cual alcanzó el grado de coronel. Tan elevado rango militar en personaje de aspecto tan poco marcial como Gibbon solo es pensable en función de su posición social y de su regreso “oficial” al anglicanismo.
En 1763 tuvo ocasión de conocer en París a Denis Diderot (17131784) y a Jean Le Rond D’Alembert (1717-1783), figuras estelares del pensamiento ilustrado francés prerrevolucionario. Al igual que lo había sido su padre, Edward Gibbon fue también MP, ocupando un escaño en la Cámara de los Comunes de 1774 a 1783. Poco hay que decir sobre su presencia en el Parlamento de Westminster. “Su actuación política —señala, en efecto, Jorge Luis Borges, apoyándose en la Autobiografía de Gibbon— no merece mayor comentario. Él mismo ha confesado que su timidez lo incapacitó para los debates y que el éxito de su pluma desalentó los esfuerzos de su voz”{8}.
Su existencia tuvo diversas dimensiones traumáticas. A su descoyuntamiento religioso de la época de Lausanne siguió su descoyuntamiento afectivo. En efecto, cuando entusiasmado por su entorno femenino en el continente Edward Gibbon pidió permiso a su padre para proponer matrimonio a Suzanne Curchod, la respuesta que obtuvo de su progenitor fue una rotunda negativa. Suzanne, quien nació el mismo año que Gibbon (1737) y murió también el mismo año que él (1794), se casó posteriormente con Jacques Necker, quien fue ministro de Finanzas de Luis XVI y dirigió uno de los salones parisinos más célebres del Ancién Régime. Fue ella la madre de Anne-Louise Germaine Necker (1776-1817), baronesa de Stael-Holstein, más conocida como Madame Stael. Edward Gibbon vio así, pues, frustrado por la negativa paterna aquel que se considera fue el gran amor de su vida, pues aceptó con encogida docilidad el veto de su progenitor a su proyecto matrimonial.
Aunque Gibbon dijo que había solicitado el permiso como un enamorado y había aceptado el rechazo paterno como un hijo obediente, lo cierto fue que el cercenamiento afectivo que su padre le impuso y aceptó hizo de él un personaje introvertido, solitario, ansioso de un afecto que nunca encontró, intentando compensar tal falta con su afán de erudición. Además de los traumas mencionados (el religioso y el afectivo), padeció no pocas posteriores desagradables limitaciones físicas y psíquicas que no viene al caso describir detalladamente aquí, a las cuales Lytton Strachey resta una excesiva importancia.
En sus creencias y sentimientos resultó, pues, Edward Gibbon víctima de los prejuicios y la intolerancia paterna. Pareciera que lo único bueno que recibió de su padre fue la fortuna heredada de él en 1772. El ácido verbo de Lytton Strachey dice: “Su padre murió en el justo momento y le dejó exactamente la justa cantidad de dinero”{9}. Ya sin el agobio de la presencia paterna y liberado de premuras económicas, se dedicó, entonces, a viajar y a escribir. Además de su obra cumbre sobre la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, fue dejando cuenta de los avatares de su existencia en las páginas de su Autobiografía (Memoirs of My Life and Writings, publicada post mórtem en 1796), en la cual trabajó hasta su fallecimiento en 1794{10}.
Gibbon publicó The History of the Decline and Fall of the Roman Empire entre 1776 y 1788 (vol. I, 1776; vols. II y III, 1781; vols. IV, V y VI, 1788). La Modern Library publicó en New York, en 1983, una reedición de la obra. Su largo texto está lleno de conocimientos clásicos, ironía británica, amables consideraciones y agradable expresión retórica. De cuidada forma y notable acumulación de datos, inexactos juicios teológicos y consideraciones religiosas cargadas de ligereza, la obra posee, además, no pocas observaciones geográficas, históricas, étnicas y culturales. Todo con una visión de conjunto, sin duda llamativa para el tiempo en el cual fue redactada. Por eso la Historia sobre la decadencia y caída del Imperio romano tiene algo de ciclópeo en su extensión y su pretensión de rigor académico. En ella se trata, según resaltó adecuadamente Moses Hadas, no solo de la desintegración de una nación, sino del desmoronamiento de una vieja, rica y aparentemente indestructible civilización.
Buscando la facilidad de su uso por parte del gran público y en particular de los estudiantes contemporáneos, se han realizado diversos resúmenes y adaptaciones de la obra de Gibbon. Para mi gusto, el mejor de esos intentos ha sido el realizado por Moses Hadas (Gibbons The Decline and Fall of the Roman Empire. A Modern Abridgment), publicado por Putnam, en New York, en 1962, hace ya medio siglo.
Moses Hadas (25 de junio de 1900-17 agosto de 1966), nacido en Atlanta en el seno de una familia judía ortodoxa, fue un distinguido académico que obtuvo su BA en Emory University en 1922 y su MA en literatura griega y latina en Columbia University en 1925. En 1926 alcanzó su Rabinical Degree en el Jewish Theological Seminary of America. En 1930 recibió su PhD en Clásicas en Columbia University, con una disertación sobre Sextus Pompeius Magnus Pius. Después de su grado doctoral enseñó por dos años (1930-1932) en la Universidad de Cincinnati. El resto de su extensa tarea de docencia e investigación la realizó en Columbia University, formando parte de su Claustro, ininterrumpidamente, de 1932 a 1965. En 1955 ganó el Columbia’s Great Teacher Award y al año siguiente, 1956, fue designado John Jay Professor of Greek. En 1964 obtuvo el Student-to-Teacher Mark Van Doren Award. Recibió tres Doctorados Honorarios en Letras: de Emory University, en 1956; del Kenyon College, en 1958, y de Lehigh University en 1962. Moses Hadas, erudito y políglota, se distinguió, pues, durante muchos años, como profesor de Clásicas en Columbia, impulsando los estudios gramaticales de griego y latín y la lectura crítica de textos.
Ha sido desde la versión moderna de Moses Hadas, reducción y adaptación del texto original de Edward Gibbon, que he trabajado para entregar esta versión libre y parcial de la decadencia y caída del Imperio romano de Occidente. Mi adaptación personal pretende colocar, en lengua castellana, la síntesis de Hadas, con algunas modificaciones, para uso de estudiantes hispanoamericanos que se inician en el estudio de las Ciencias Políticas, en cuya formación el desconocimiento del mundo clásico, tanto griego como romano, sería una laguna imperdonable. No me parece exacto llamar a mi adaptación traducción porque, en un sentido estricto, no lo es, aunque he procurado seguir hasta el hilo semántico de la moderna presentación de Moses Hadas, con una semejante libertad de adaptación para el lector castellano a aquella que él usó para la más fácil utilización de los estudiantes universitarios norteamericanos (particularmente los de Columbia, su Alma Mater) en los inicios de la segunda mitad del siglo XX.
En realidad, aunque luego de su período adolescente de Lausanne volviera formalmente a su anglicanismo original, como consecuencia de la tarea de demolición espiritual encargada por su padre, como quedó dicho, al pastor calvinista suizo Daniel Pavilliard, Edward Gibbon terminó en los linderos de la no creencia. Para él, la religión —cualquier religión— era un fenómeno estrictamente reducible al sentimiento. Y cuando se reduce la religión al sentimiento el vínculo del ser humano con Dios se transforma en un bagaje de valor relativo y secundario, que cursa, en cualquier caso, por los senderos irregulares de los altibajos afectivos. Cuando se reduce la religión al sentimiento no puede valorarse la realidad de la búsqueda de Dios por parte del hombre como experiencia universal; ni, mucho menos, comprenderse y valorarse la búsqueda del hombre por Dios en la Revelación judeo-cristiana. Gibbon manifiesta a lo largo de su obra una permanente atracción por lo religioso, tan permanente como su aversión al catolicismo, en la cual no puede ocultar la amargura del renegado. Pero la religión en Gibbon está intelectualmente deformada (quizá como consecuencia de su experiencia vital). Así, reducida la religión de manera prioritaria a una sinusoide sentimental, no puede menos que postular un indiferentismo de todos los “sentimientos” que, con manifestación politeísta, va descubriendo en el mundo antiguo que estudia y admira. Y adversará, efectivamente, lo que contradiga el indiferentismo politeísta, como la cristianización del Imperio.
La religión, para Gibbon, terminó, pues, por ser una sinusoide sentimental historicista, es decir, sometida, por su propia naturaleza (tal cual como él la concebía), a circunstancias de espacio y tiempo. Tal óptica resulta especialmente deformante de la religión judeo-cristiana porque cuando pretende ajustarla y condicionarla a su enfoque de indiferentismo antropocéntrico, típico del Iluminismo y de la Ilustración, no solo pone de manifiesto un desconocimiento o no conocimiento cabal de la teología judía o cristiana, sino que pretende establecer, a veces, como naturaleza verdadera de tales creencias, perspectivas y doctrinas radicalmente antagónicas a las mismas. Podrá Gibbon manifestar admiración o compasión ante los mártires (aunque procure minimizar el martirologio católico); podrá hacer referencia (y no breve) a algunas herejías cristológicas; podrá incluso hacer referencia no exenta de alabanzas, por su comportamiento en momentos álgidos, a S. Ambrosio, a S. Juan Crisóstomo y a S. León Magno; pero no llega nunca a una seria, clara y profunda dilucidación de los espinosos temas religiosos que se empeña en tratar (así, por ejemplo, los capítulos 15, 16, 20, 21, 23 y 28). Hubiera sido mejor que no los tratara o que los tratara de manera diferente. Las páginas que dedica a sus reflexiones y comentarios sobre esos asuntos resultan no solo marginales respecto al tema central que se planteó como objetivo de su estudio, sino la prueba evidente de su falta de profundidad y madurez en tales cuestiones fundamentales. En su síntesis y adaptación de mediados del siglo XX, hecha con fines académicos, Moses Hadas, en la mayoría de los casos evadió, simplemente, esas partes prejuiciadas y polémicas del trabajo de Gibbon, indicando en cada caso el motivo. He procurado seguir ese patrón de trabajo del reconocido profesor de la Universidad de Columbia.
Jorge Luis Borges (1899-1986), en el Prólogo a la selección de textos sobre Gibbon publicado por la Universidad de Buenos Aires{11}, manifiesta admiración frente a la que resulta su obra principal. “Recorrer —dice— el Decline and Fall es internarse y venturosamente perderse en una populosa novela cuyos protagonistas son las generaciones humanas, cuyo teatro es el mundo, y cuyo enorme tiempo se mide por dinastías, por conquistas, por descubrimientos y por la mutación de lenguas y de ídolos”. Y quizá tiene razón Borges, porque el trabajo de Gibbon tiene algo de caleidoscópica visión de un tiempo prolongado y complejo, realizada desde un mirador algo decadentista, con lentes de erudición, pasión y prejuicio.
Algunos de sus contemporáneos dejaron sobre la obra de Gibbon juicios marcadamente severos. Samuel Taylor Coleridge (1772-1834){12}, en Table Talk (15 de agosto de 1833), por ejemplo, escribió lo siguiente:
El estilo de Gibbon es detestable, pero el estilo no es lo peor de él. Su historia ha demostrado ser una traba sumamente efectiva, para toda verdadera familiaridad con el temperamento y los hábitos de la Roma Imperial. Poca gente ha leído las fuentes originales, aun aquellas que son clásicas; y, ciertamente, los bosquejos retóricos de Gibbon no dan una idea clara del verdadero estado del Imperio. Solo tiene en cuenta lo efectista, salta de cumbre en cumbre sin hacernos recorrer jamás los valles; en realidad su obra es poco más que una colección disimulada de todas las anécdotas espléndidas que pudo encontrar en cuanto libro tratara de gentes o pueblos desde los Antoninos hasta la captura (caída) de Constantinopla.
Coleridge califica de “miserablemente deficiente” su narración del reinado de Justiniano. Y, sobre Gibbon, como persona, señala que “fue un hombre de gran cultura, pero carecía de filosofía; y jamás comprendió bien el principio sobre el cual se basaron los mejores historiadores antiguos”.
Discrepo de Coleridge, pues el estilo de Gibbon no tiene nada de detestable y las salpicaduras de ironía inglesa que lo distinguen le otorgan un atractivo que, a mi entender, resultaría necio desconocer. Me parece que los defectos de Gibbon son más de fondo que de forma. Lytton Strachey{13}, luego de indicar que Coleridge es exponente de la protesta de los románticos refleja, por el contrario, una visión casi admirativa.
Gibbon vestía —dice— con ligero exceso de lujo; prefería los terciopelos floreados. Era un poco vanidoso, afectado; en el primer momento hacía casi reír, después la fascinación de ese ordenado torrente de chispeantes frases, admirablemente inteligentes, exquisitamente elaboradas, todo lo hacía olvidar. Entre todos sus otros méritos tenía su sitio un egotismo sin duda ridículo: esta asombrosa criatura era capaz de hacer de un absurdo una virtud.
Y añade que fue “uno de aquellos raros espíritus en quienes una imaginación vital y penetrante y una enorme capacidad para las concepciones generales encuentran instintivamente la justa forma de expresión.
Charles-Agustin Sainte-Beuve (1804-1869){14} (en Causeries de Lundi, VIII) dice que la historia de Gibbon “se asemeja a una magnífica y sostenida retirada ante nubes de enemigos: no tiene ímpetu ni brío, pero sí orden y método”. Lytton Strachey{15} señala, por su parte: “La penetrante influencia del estilo, automática, inevitablemente, introdujo la lucidez, la mesura y la precisión, y el milagro del orden se impuso a un caos de mil años”.
En los capítulos 15, 16, 20, 21, 23 y 28 de su obra (en la parte aquí contemplada) Gibbon ataca de manera apasionada y carente de objetividad y seriedad histórica a la Iglesia católica. Su análisis no tiene nada de teológico, algo (discutible) de histórico y mucho de prejuicio. Llega a calificar la visión de la historia eclesiástica de los mártires cristianos que dieron con sus vidas testimonio de su fe de “mito interesado”; y, en general (como se verá de seguidas en las referencias a Eusebio de Cesarea) se burla de aquella que consideraba Historia Oficial de la Iglesia.
Moses Hadas, en su adaptación, prefiere pasar por encima de esos capítulos, que generaron y generan gran polémica, en cuanto considera que no tienen referencia directa a la materia propiamente histórica. Aunque en la presente adaptación, que sigue el camino señalado por Hadas, se imite su salto con garrocha por encima de tales textos polémicos, no pareciera conveniente dejar sin referencia y sin crítica en esta Introducción, las tesis principales de Gibbon.
Aunque en la obra de Gibbon queda clara la degradación moral de la sociedad romana del Bajo Imperio, una de sus tesis es que la cristianización puede considerarse una de las principales causas del declive y caída del Imperio romano de Occidente. Tal postura no ha tenido eco serio —a excepción de posiciones ideologizadas de extrema derecha que se mencionarán más adelante, y algunas expresiones fanatizadas de fundamentalismo secularista— en los principales estudiosos sobre el tema. El denominador común de esas visiones suele colocar la atención como causas más importantes de la decadencia y caída del Imperio romano de Occidente en la corrupción de las costumbres, en la subsiguiente decadencia de las instituciones y en el pretorianismo degradado.
Un historiador francés Jean Dumont (1943-2001), que evadió siempre el terrorismo intelectual de lo políticamente correcto, señala como una de las principales causas de la muerte del Imperio romano “la espantosa degradación de costumbres del Bajo Imperio, fuente de infecundidad demográfica de la sociedad antigua, en vías de extinción”{16}. Agrega Dumont que “la búsqueda generalizada y sin freno del placer, independientemente de la procreación, era la característica fundamental de la sociedad pagana decadente”. Y continúa:
El aborto era libre, y solo se condenaba cuando el marido se quejaba de que se le privaba de descendencia. El aborto, lo mismo que la contracepción, era objeto de mil procedimientos enumerados en los tratados médicos, desde Hipócrates hasta Sorano (de Éfeso, s. II d. C.), y universalmente practicados. Del mismo modo, por el Imperio romano se extendía una especie de prostitución generalizada, a la griega, favorecida por el servicio que prestaban al respecto las esclavas domésticas y las “clientelas”{17}.
Cita a Pierre Chaunu (1923-2009) para coincidir con él en el señalamiento de que la sociedad romana antigua va a morir por la dicotomía entre el placer y la procreación en una sociedad de esclavos{18}.
Hablando de la decadencia del Imperio romano, Daniel-Rops dice, por su parte:
Pero todavía hubo algo peor que ese deslizamiento de la sociedad hacia la inercia mortal; o más bien, otro fenómeno, que salió de las mismas causas y, sobre todo, del excesivo enriquecimiento, y corrió a la par de aquel. Y fue que la sociedad romana se hallaba herida en la fuente viva de la que se alimenta toda sociedad: que la familia se tambaleaba y que la natalidad cedió. La madre de los Gracos había tenido doce hijos, pero al comienzo del siglo II se alababa como excepcionales a los padres que tenían tres. Eludióse el matrimonio, pues la orbitas, el celibato, tenía todas las ventajas, la principal de las cuales era asegurar al rico una fiel clientela de herederos en expectativa. Y no privaba de nada, puesto que la esclavitud suministraba compañeras más dóciles que las esposas y renovables a placer. El aborto y la exposición de los niños (es decir, su abandono) tomaron proporciones aterradoras; una inscripción de tiempos de Trajano permite saber exactamente que de ciento ochenta y un recién nacidos, siento setenta y nueve eran legítimos, y que de este último total tan solo eran niñas treinta y cinco, lo cual prueba sobradamente con cuánta facilidad se desembarazaban de las hijas y de los bastardos. En cuanto al divorcio, había llegado a ser tan corriente, que ni siquiera se le daban ya las apariencias de una justificación, pues bastaba el simple deseo de cambio{19}.
Y al hablar de la crisis social de este tiempo (s. III), dice, entre otras cosas:
El dinero fue entonces más rey que nunca, con esa realeza absoluta e incoherente que se le ve poseer en todas las épocas de desequilibrio financiero e inflación. Los principios de la moral más elemental fueron combatidos oficialmente. El ejemplo venía desde arriba, de la misma corte imperial{20}. Y aún cuando la inmoralidad de los poderosos no alcanzase tales escándalos, no hubo ningún reinado que no mostrase más o menos el ejemplo del divorcio y del concubinato oficial{21}.
No es menos dura la opinión del historiador inglés Christopher Dawson (1889-1970).
A lo largo del siglo III, y especialmente durante los desastrosos cincuenta años que corren del 235 al 285 —dice—, las legiones hicieron y deshicieron emperadores a capricho y el mundo civilizado se despedazó entre la guerra civil y las invasiones de los bárbaros. Muchos de aquellos emperadores se comportaron como hombres honrados y como soldados valerosos pero, casi sin excepción, habían sido antes centuriones, la mayoría hombres de origen humilde y ruda educación, llamados desde los cuarteles a enfrentarse con una situación que hubiera puesto a prueba la capacidad del más grande de los estadistas.
Y agrega:
Por lo cual no es de extrañar que las condiciones económicas del imperio fueran de mal en peor bajo el mandato de esa serie de militarotes. Para atender a las exigencias de los soldados y a las necesidades bélicas, se hizo indispensable un enorme aumento tributario, en tanto que la inflación monetaria, que alcanzó grandes proporciones en la segunda mitad del siglo, trajo como consecuencia una desastrosa alza de precios y la pérdida de la estabilidad económica. Con lo que el gobierno hubo de establecer un sistema de impuestos forzosos en especies y servicios obligatorios, medida que acrecentó los sufrimientos de las poblaciones sometidas{22}.
Theodor Mommsen (1817-1903), por su parte, en su notable Historia de Roma, señala a la esclavitud como una de las manifestacione más pavorosas de la decadencia, llamándola “lepra mortal de la antigu ciudad”{23}. Y, refiriéndose al caso concreto de Roma, añade: “La desmoralización, compañera inseparable de la esclavitud, y el odioso contrast entre la ley positiva y la ley moral, resaltaban a la vista”{24}. Mommsen también destaca la conjunción de la anarquía con el desorden material:
A mala siembra, mala cosecha. Los clubs y las fracciones, azote de la política, y el culto a Isis y las otras supersticiones piadosas, azotes de la religión, fueron echando en adelante sus raíces en Roma. La constante carestía de los víveres, las frecuentes hambres, el peligro a que se hallaba expuesta la vida de los transeúntes, peligro mayor que en cualquier otro punto, fueron causa de que el bandolerismo y el asesinato llegaran a ser un oficio regular, y tal vez el único oficio{25}.
Describe Mommsen el desenfreno de la sociedad romana de la decadencia, señalando como “el más grosero de todos” el de la mesa{26} “Cuando los comensales se habían hartado de tantos manjares diverso —dice—, necesitaban, para no tener una indigestión, tomar algún vomitivo, cosa que no chocaba a nadie”. Y agrega:
Muy pronto fue erigido en sistema el desarreglo de todo, y se extendió considerablemente. Había profesores que enseñaban a la juventud elegante la teoría y la práctica del vicio. ¿A qué conduce que insistamos por más tiempo en esta monótona variedad de innobles cualidades? Y, por otra parte, tampoco los romanos dieron pruebas de originalidad en esto, limitándose sólo a copiar, monstruosa y groseramente, el lujo del mundo oriental helénico. Plutón devora a sus hijos, lo mismo que Saturno{27}.
El antinatalismo unido a la corrupción y disolución de la institución matrimonial es también señalado por Mommsen como uno de los signos más pavorosos de la decadencia:
Veamos —dice— lo que se pensaba del matrimonio, aun en los círculos aristocráticos. Uno de los hombres mejores y más puros de su tiempo, Marco Catón, no vaciló en divorciarse de su mujer por solicitud de un amigo que la quería, y cuando después murió este amigo, la recibió de nuevo y se casó con ella por segunda vez. El celibato y las uniones estériles se hacían cada día más frecuentes en las altas clases; antes se consideraba el matrimonio como una carga que había que sufrir en interés del Estado y en este tiempo. Catón el Joven y todos sus discípulos profesan la siguiente máxima, de la cual decía Polibio, un siglo antes, que era una de las causas de la disolución de la sociedad griega: “Es deber del ciudadano conservar las grandes fortunas, y para ello, no tener muchos hijos”. ¿Qué había sido de aquellos tiempos en que llamarse proletarius (padre de una prole) era para todo romano un título de honor?{28}.
Valga añadir que también los eruditos estudios de Ramsay MacMullen (1928), profesor emérito de Yale University, sobre la corrupción y la decadencia de Roma ponen en evidencia una discrepancia con Gibbon, en cuanto atribuye a la degradación de las costumbres y a la pérdida de todo freno moral las causas principales del declive histórico de Roma; no siguiendo la perspectiva de Gibbon en cuanto a realzar la cristianización como factor principalísimo del ocaso histórico del Imperio{29}.
Gibbon atribuye a Constantino el Grande, alabado por los historiadores cristianos, una responsabilidad en la cristianización y por lo tanto, según él, en la decadencia del Imperio. También en la visión de Constantino hay discrepancia de bulto entre Ramsay MacMullen y Edward Gibbon{30}. En los capítulos atinentes al Imperio de Oriente (que no forman parte de este libro) manifiesta Gibbon un cierto menosprecio al mundo bizantino, en general{31}. Me parece que la inquina de Gibbon contra Eusebio de Cesarea, además de la molestia que le provoca su Historia eclesiástica, deriva de su escrito sobre la vida de Constantino{32}. No vacila en calificar a Eusebio de Cesarea como “panegirista palaciego”. Ciertamente las alabanzas de Eusebio de Cesarea a Constantino pueden lucir, para quien no lea el texto en el contexto, como exuberantes; pero la seriedad de Eugenio de Cesarea como historiador, más allá de la antipatía de Gibbon, está fuera de discusión. Su Historia eclesiástica{33} sigue siendo fuente indispensable para conocer y comprender el cristianismo que Gibbon, en diversas partes de su obra, despacha con ligereza prejuiciada. Jacob Burckhardt (1818-1897), el Tutor Helvetiae, el notable profesor de Basilea, el gran discípulo de Leopold von Ranke (1795-1886), coincide mucho más con Eusebio de Cesarea que con Gibbon.
Particularmente resulta aguda la discrepancia de Burckhardt en su visión de Constantino, a quien Gibbon deja con una imagen nada grata. Me parece que la autoridad reconocida de Burckhardt permite recomendar al lector su obra sobre Constantino el Grande{34}, aparecida en 1853, para que pueda calibrarse la falta de objetividad (o de profundidad, o de apasionamiento) en ese punto de Gibbon.
La consideración de Constantino parece, pues, resultar clave en la visión del cristianismo que aparece en la obra de Gibbon. El Edicto que abre la puerta a la cristianización del Imperio es obra suya{35}.
Constantino —dice José Orlandis (1918-2010)— trató de impulsar la moralización de la sociedad mediante restricciones al divorcio o la prohibición de las luchas de gladiadores y otros espectáculos cruentos, a la vez que promovía el respeto al domingo, día en que los jueces no podían conocer cuestiones litigiosas, aunque sí sería lícito manumitir esclavos. La atribución de una amplia jurisdicción a los obispos en materia civil, la exención de cargas fiscales a los clérigos y la instauración de la manumisión de siervos ‘en la Iglesia’ son otras tantas muestras de una política legislativa que privilegiaba a los católicos, con expresa exclusión de herejes o cismáticos. Constancio, por su parte, con el fin de reforzar la autonomía de la sociedad eclesiástica, reservó los juicios contra obispos a tribunales compuestos por sus colegas en dignidad eclesiástica{36}.
Ya sin trabas legales y sin persecuciones, y contando incluso con el favor imperial, el cristianismo se expandió con una cierta rapidez por la extensa geografía del imperio. Su pronta difusión fue, sobre todo, un fenómeno urbano. Cuando ya prácticamente en todas las ciudades el cristianismo podía objetivamente considerarse religión de las mayorías ciudadanas, en el campo subsistía el paganismo. Ese paganismo rural fue muestra de una inercia social y religiosa y, a la vez, señal de que el crecimiento de la Iglesia mostraba una urgencia de mayor número de sacerdotes y de una pastoral adecuada para el campesinado. La evangelización requería don de lenguas (hablar a cada uno de manera que entendiera). Ciertamente la tuvo y se llegó paulatinamente a la cristianización del medio rural, sobre todo con el impulso de santos obispos, ejemplo de los cuales es S. Martín de Tours (316-397). Este es el prototipo de los misioneros de ese tiempo. Originario de Panonia, había sido legionario romano. Ordenado sacerdote, se distinguió por su gran celo apostólico. Fue nombrado obispo de Tours, diócesis en la cual pasaría a la historia como pastor insigne. El culto a los mártires y la sacralización cristiana de lugares a los cuales habían acudido como sitio de oración los pueblos paganos formó parte de una intensa evangelización, en la cual se procuró elevar con la fe todos los elementos positivos existentes en la cultura y en la tradición de los pueblos conversos. La cristianización de las poblaciones paganas rurales del imperio constituyó, así, un empeño de difusión de la fe unido, en todo lo que fue posible, al respeto y la conservación de la identidad de los pueblos. La nueva identidad se colocó, como denominador común, en la fe y el sentido de formar una gran familia —la que luego sería la Res publica christianorum, que llegaría a pesar de sus fisuras hasta la reforma protestante—, en la cual la comunidad de creencia generaba una hermandad sólida, por encima de las diferencias de origen étnico.
Una oposición diferente a la del paganismo rural fue la del “aristo-cratismo” romano. La oposición de un sector de los viejos romanos fue un obstáculo importante, no tanto por el número de ellos, sino por su influencia. Vinculaban, racional y afectivamente, la entidad histórica de Roma a las tradiciones paganas. Fue una posición conservadora que, sin embargo, con Graciano (quien muere en el 383) comienza a perder fuerza, pues el emperador renuncia al título de Pontifex Maximus (Sumo Pontífice) y suprime las inmunidades y rentas del Colegio de Vestales y de los sacerdotes paganos. Aunque las costumbres y los ritos paganos se mantuvieron en la alta sociedad romana hasta el siglo V, parece irrefutable que desde el siglo IV la cristianización en auge y el paganismo en decadencia muestra el nuevo signo de los tiempos y su tendencia irreversible. La persistencia del paganismo rural y la inercia del paganismo urbano, alentada esta última por un sector tradicionalista de la aristocracia romana, van a provocar fenómenos de un cristianismo no puro. En efecto, sin que pueda exactamente hablarse de sincretismo, cierto cristianismo popular evidenció tales corruptelas que exigió una progresiva pero constante purificación de las manifestaciones de la religiosidad y una continuada y pedagógica tarea de corrección de los abusos. Por no hablar de las abundantes supersticiones del paganismo romano, que fue necésario ir venciendo, poco a poco, mediante la catequesis. Esas supersticiones iban, para que se tenga una idea, desde emprender viaje solo en los días indicados por los fastos hasta la costumbre del pedem observare (entrar con el pie derecho, pensando que eso daba suerte), desde las prácticas de magia hasta los encantamientos con yerbas{37}.
Si los paganos, con oportunismo y poco nivel intelectual, se dedicaron a proclamar a los cuatro vientos que las desgracias del Estado eran culpa directa de los emperadores cristianos, la apologética de los padres de la Iglesia, que encuentra su figura cimera en S. Agustín (354-430), enseñaba, por su parte, que la Providencia de Dios regía la historia y que, aunque la razón de la criatura no captara el hilo de aquellos tremendos acontecimientos, ellos no estaban fuera de la mano del Creador. El obispo de Hipona llamaba a sus fieles no a un escapismo de la dura realidad, sino a dar gracias a Dios por la abundancia de bienes recibidos, comenzando por la fe, y, ante el fenómeno devastador de los bárbaros, a elevar la mente y el corazón a Cristo y aprender de El cuáles son los verdaderos bienes, los bienes imperecederos. S. Agustín enseñaba con fuerza: “Aquello que Cristo custodia, el godo no lo arrebata”.
El aristocratismo conservador romano, que atribuía a la Iglesia la destrucción del Imperio y de la cultura antigua, es el que se ve reflejado en las páginas de Gibbon de crítica a la Iglesia y a la cristianización. Esa perspectiva reaccionaria ha encontrado eco en diversas formas de neopaganismo pos cristiano. La argumentación, en sus aspectos básicos, suele ser la misma. Jean Dumont{38} destaca que los representantes de la llamada Nueva Derecha francesa difundieron los mismos dicterios anticristianos que el filósofo platónico Celso, contemporáneo del emperador Marco Aurelio. Esa Nueva Derecha se expresó por las ediciones GRECE (siglas de Groupement de Recherche et d’Études pour la Civilisation Européenne [Grupo de Investigación y Estudios por la Civilización Europea]), que además de un Boletín (Élements) y de una revista (Nouvelle École, dirigida por Alain de Benoist (1943)) influyó en diversas publicaciones de índole histórica. Dumont cita las siguientes palabras de Louis Rougier (1889-1982), de la Nueva Derecha, referidas a los cristianos de la Iglesia primitiva:
Una raza execrable, formada por la liga de todos los enemigos del género humano; un montón de esclavos, de indigentes, de descontentos, gente sin nada y sin confesión, conspiradores contra el orden establecido, desertores del servicio militar, que huyen de las funciones públicas, que preconizan el celibato y maldicen la buena vida, que condenan toda la cultura pagana y profetizan el fin del mundo, a pesar de los augurios que predecían a Roma un destino eterno{39}.
En honor de Gibbon hay que decir que semejantes exabruptos verbales, como los mencionados de Rougier, no se encuentran en su prosa y que su admiración del politeísmo pagano va acompañada por ocasionales reconocimientos a los valores de distinguidas personalidades y a su comportamiento ejemplar (algunas de ellas elevadas por su santidad a los altares, como las referencias ya indicadas a S. Ambrosio de Milán, a S. Juan Crisóstomo y al Papa León I Magno). El señalamiento crítico que quiere dejarse con nitidez es a su consideración de la cristianización como elemento causal de la decadencia de Roma. Esa fue la obstinada tesis de los sectores paganos del conservatismo del Senado decadente.
Frente a la aeternitas Romae (literalmente, la eternidad de Roma), la Roma eterna, lugar común de la cultura de los siglos del Imperio que se había asentado como verdad apodíctica (que no requiere demostración) en la mentalidad popular, S. Agustín sostenía la absoluta historicidad de las estructuras político-temporales, aunque, por supuesto, dejaba frente a la caída de Roma una puerta abierta a la esperanza: Roma, decía, “ha sido flagelada, pero no aniquilada; ha sido castigada, pero no destruida”. Y añadía: “Tal vez Roma no perecerá si no perecen los romanos; y estos no perecerán, si se resuelven a alabar a Dios”{40}. Los vándalos, conocidos como los más bárbaros de los bárbaros, después de permanecer unos 15 años en la Península Ibérica cruzaron, dirigidos por Genserico, el estrecho hacia las costas del norte africano y avanzaron hacia las regiones latinas del África romana. Hipona fue sitiada durante catorce meses. S. Agustín enfermó y falleció antes de la caída de la ciudad. Solo un sentido providencial podía ver, entre tantas calamidades, que de todo aquello se valía Dios para hacer llegar, regadas por lágrimas, las semillas de la fe hacia los pueblos nuevos. Paulo Orosio (c. 383-c. 420), un discípulo de S. Agustín oriundo de Hispania, mirando por encima de las circunstancias más inmediatas, se mostraba abiertamente optimista. Así, no vacilaba en escribir en el libro VII de sus Historias contra los paganos:
Aun con el solo designio de que las iglesias cristianas de Oriente y Occidente se llenaran de hunos, suevos, vándalos, burgundios, y de otras muchedumbres innumerables de pueblos creyentes, habría que alabar y exaltar la misericordia de Dios; ya que —aún al precio de nuestra ruina— habrían llegado al conocimiento de la verdad tantas naciones que, si no fuera por esta vía, tal vez nunca hubieran llegado a conocerla{41}.
Paradójicamente los bárbaros en su conversión al cristianismo católico siguieron un singular proceso. Su primera conversión no fue al catolicismo, sino a la herejía arriana (Arrianismo: herejía cristológica que negaba la consustancialidad del Verbo, afirmando la inferioridad de Jesucristo en relación al Padre). Algunos (p. e., los ostrogodos y los vándalos) desaparecen de la historia como arrianos. Otros (p. e., burgundios, suevos, visigodos y longobardos) terminaron su periplo convirtiéndose, en una segunda etapa, del arrianismo al catolicismo. El más destacado de estos últimos fue el pueblo visigodo. Asentado en los territorios de la Dacia (en la actual Rumania) la vinculación más intensa de la iglesia de Gothia fue con Constantinopla. A través de Eusebio de Nicomedia (f341), obispo de Constantinopla, y su influencia decisiva para el apoyo imperial (del imperio de Oriente) al arrianismo, la herejía se expandió hacia los godos. Eusebio de Nicomedia consagró obispo de la comunidad cristiana de Gothia a Ulfilas (c.310-383) (alrededor del 341). Fue este un dinámico obispo que dirigió a su grey por más de treinta años. Formó un clero gótico-parlante y dio al idioma gótico, hasta entonces solo hablado, un alfabeto. Realizó un trabajo gigantesco: dejó una versión gótica de la Biblia, que fue instrumento de excepcional utilidad en la labor evangelizadora entre su pueblo. La conversión de los godos paganos no fue directamente obra de Ulfilas (fallecido en el 382-383), sino de sus misioneros.
La conversión de los visigodos al Arrianismo constituyó un anacronismo histórico; pero un anacronismo con considerables consecuencias para la vida religiosa de la joven Europa. El Arrianismo había tenido durante más de medio siglo una importancia grande, tanto en el terreno teológico como en el de la política del Imperio cristiano; pero ahora, en las últimas décadas del siglo IV, se hallaba en trance de rápida decadencia y era inminente su desaparición en el panorama de la Iglesia universal{42}.
Pero, a pesar de ser un anacronismo, el arrianismo de los godos se contagió al resto de las tribus invasoras. Al poco tiempo el arrianismo se consideraba la forma germánica del Cristianismo en contraste con la forma del Cristianismo católico. El arrianismo germánico sobrevivió, así, por dos siglos más (y en algunos sitios por tres). Hubo en él un ingrediente de carácter racial, étnico: el arrianismo fue un elemento adicional de diferenciación y de identidad de los bárbaros. Se dio, de hecho, una situación de persecución del catolicismo en los reinos bárbaros arrianos.
A fines del siglo V en la Galia del Norte, en la antigua provincia llamada Belgica secunda, al fallecer el 481 Childerico (c. 436-481), rey de los francos, sube al trono su hijo Clodoveo (466-511), que era un adolescente de quince años. Muy inteligente, dio pronto muestras de grandes dotes como gobernante y jefe guerrero. Tanto él como su pueblo eran paganos. Clodoveo contrajo matrimonio con la princesa burgundia Clotilde el 493. La influencia de su mujer en su conversión fue grande, pero Clodoveo tardó en llegar a la fe. Más allá de la historia de su autorización del bautismo de sus dos primeros hijos (Ingomer, el primero, que murió; Clodomiro, el segundo, que sobrevivió) y sus distintas reacciones, aunque accedía a la petición de su mujer de bautizar católicamente a la prole, el momento clave para su conversión vino en los campos de batalla. En guerra contra los alamánicos, los francos dirigidos por Clodoveo estuvieron a punto de ser vencidos. Temiendo la aniquilación, después de haber invocado infructuosamente a sus dioses, Clodoveo se dirigió a Jesucristo “que Clotilde proclama Hijo de Dios vivo”. Prometió bautizarse si veía la fuerza del milagro en la derrota de sus enemigos. La suerte de la batalla cambió. El rey alamán murió en la pelea y su ejército, derrotado, se rindió a los francos. La victoria de Clodoveo fue total.
Al regresar contó a Clotilde lo sucedido. La reina buscó al obispo S. Remigio (c. 437-533), quien se encargó de la catequesis del monarca. Clodoveo trató de demorar el cumplimiento de la promesa. La cariñosa presión de la reina fue el recurso humano de la gracia sobrenatural para traerlo a la verdadera fe. La fecha de su bautismo no se conoce con certeza. Se conoce, sí, que junto con él se bautizaron 3.000 guerreros de su séquito. La evangelización de los francos se extendió aún por dos siglos más. Al conocerse el bautismo de Clodoveo, el obispo Avito de Vienne (c. 470-523) le escribió desde el reino burgundio: Vestra fides nostra victoria est! (¡Vuestra fe es nuestra victoria!). Desde ese momento el rey franco fue considerado el rey católico de Occidente. Francia será llamada en la historia del cristianismo occidental la fille ainée de l’Eglise (la hija primogénita de la Iglesia).
Cuando luego hubo el enfrentamiento entre Clodoveo y los francos y Alarico II (¿?-507) y los visigodos por el control total de las Galias, el elemento religioso no dejó de ser importante. Aunque los visigodos eran arrianos, su rey dio amplias facilidades a los católicos, intentando atraerse las simpatías de parte de los francos. Cuando llegó el enfrentamiento bélico, Clodoveo derrotó en Vouillé a Alarico II, quien murió en el combate. Así, desaparecido el reino visigótico de Tolosa, los francos fueron el poder indiscutido de las Galias, que pasaron a llamarse Francia.
Con el precedente excursus