Gotas que agrietan la roca
Crónicas, entrevistas y diálogos sobre territorios,
acceso a la justicia y derechos fundamentales
BIBLIOTECA UNIVERSITARIA
Ciencias Sociales y Humanidades
Temas para el diálogo y el debate
Girón Serrano, Antonio
Gotas que agrietan la roca / Antonio Girón Serrano, Héctor Arenas Amorocho; prologuista José Saramago. – Bogotá: Siglo del Hombre Editores y Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo, 2014.
368 p.: fotos; 24 cm. – (Temas para el diálogo y el debate)
Incluye DVD
1. Crónicas colombianas 2. Conflicto armado - Crónicas 3. Violencia - Crónicas I. Arenas A., Héctor II. Saramago, José, 1922-2010, pról. III. Tít. IV. Serie.
Co868.6 cd 21 ed.
A1438121
CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis-Ángel Arango
© Prólogo de José Saramago
Dirección: Héctor Arenas Amorocho y Antonio Girón Serrano.
Entrevistas: Carolina Ocampo, Beatriz Mata Bouza, Ana Burgos, Andrea García, Daniel Fernández,
Alejandro Hartmann, Héctor Arenas Amorocho, Antonio Girón Serrano.
Transcripciones y traducciones: Elisa Norio, Beatriz Mata Bouza, Carolina Ocampo, Pedro Rojas-Oliveros,
Lorena Romero, Camilo Guevara, Darly Hasbleidy Muñoz Hernández.
La presente edición, 2014
© Siglo del Hombre Editores
Cra 31A Nº 25B-50, Bogotá D. C.
PBX: (57-1) 337 77 00, Fax: (57-1) 337 76 65
www.siglodelhombre.com
© Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo
Calle 16 N° 6-66 piso 25, Bogotá D. C.
PBX: (57-1) 742 13 13, Fax: (57-1) 282 42 72
www.colectivodeabogados.org
Diseño de carátula
Alejandro Ospina
Fotografía de carátula
“La bastona”, 2012
© Antonio Girón
Armada electrónica
Ángel David Reyes Durán
Conversión a libro electrónico
Cesar Puerta
e-ISBN: 978-958-665-339-8
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro sin el permiso previo por escrito de la Editorial.
ÍNDICE
Nota de los directores
Héctor Arenas Amorocho
Antonio Girón Serrano
PRÓLOGO
El campesino de Florencia
José Saramago, premio nobel de literatura
CRÓNICAS
Gotas que agrietan la roca
Antonio Girón Serrano
1980, la puerta de los vientos
Las raíces
El gran paro cívico nacional
El hombre de la granja
El juicio del siglo
La Nacional
El profesor del Sumapaz
La biopolítica del miedo
Los “masetos”
La piedra de la paciencia
Consejos de guerra
Sin dar respiro
El entierro del maestro
Las hijas e hijos
La tierra del tesoro
El Mari Coca Club
Junto con un largo etcétera que no tendrán la fortuna de ser recordados
No se puede continuar viviendo como si no hubiera pasado nada
Los desaparecidos
La séptima papeleta
Estaba todavía humeando el café
La red de la Armada
Kiwe thegnas
El consenso de Washington
La manía de vivir
Golpe de gracia
Los casetes del lago Lemán
La cárcel de Neiva
Rumores
Los principios de Joinet
Mapiripán
El coro de Antígona
Heriberto de la Calle
Santo Domingo
Sicarios
El secreto mejor guardado del mundo
Una muerte singular
Lobbying
En los Montes de María
Advertencias
Bush Jr.
Hicieron el desierto
La parte más difícil de nuestro camino
Justitia Omnibus
El fantasma de Reynaldo
¿Quién mató a Jaime Garzón?
Las locas de la Plaza de Bolívar
Se necesita personal
Gonawindúa
El caso del Palacio
Jorge 40 al volante
El Pacto de Ralito
Los papeles del das
Las operaciones del das
La hija del sindicalista
El otro juicio del siglo
Caso 12.531
¿Y el hombre de atrás?
Un proyecto político
Las falsas víctimas
Las víctimas
En la Vicepresidencia
Locomotoras
Paz
Fuentes y bibliografía empleada
ENTREVISTAS
La multitud frente a la guerra
Antonio Negri
¿La globalización en crisis?
Sami Naïr
La rebelión del coro
Jesús Martín-Barbero
Una voz en la radio
Louis Joinet
¿Qué hacer con la violencia?
Carlos Martín Beristain
La justicia en llamas (caso del Palacio de Justicia)
Rafael Barrios Mendivil
La estirpe del decoro (caso de Manuel Cepeda Vargas)
Héctor Arenas Amorocho
El bombero pirómano: hegemonía estadounidense y dimensiones
internacionales del conflicto colombiano
Alirio Uribe Muñoz
Las memorias enfrentadas
Gonzalo Sánchez López
Trabajo internacional contra la impunidad
Antoine Bernard
Escuchar a las víctimas
Soraya Gutiérrez Argüello
Un camino de obstáculos: el derecho a la reparación
María del Pilar Silva Garay
Los llamados “falsos positivos”: crímenes de lesa humanidad
en la Corte Penal Internacional
Reynaldo Villalba Vargas
DIÁLOGOS
De la barbarie a la esperanza
Adolfo Pérez Esquivel
Luis Guillermo Pérez-Casas
Manuel Ollé Sesé
Poder, conflicto y ciudadanía en las esferas del Derecho
Amaya Olivas Díaz
Gerardo Pisarello
Jaume Asens
La justicia internacional y la realpolitik
Elizabeth Evenson
Jomary Ortegón Osorio
Katherine Gallagher
Recursos naturales, territorios y derechos fundamentales
Dora Lucy Arias Giraldo
Gustavo Hernández
Mercadocracia, derechos laborales y luchas obreras
Yessika Hoyos Morales
Manuela Chávez
Simon Dubbins
Defender los derechos humanos en Colombia
Tony Lloyd
Willy Meyer
Mariela Kohon
A puerta entreabierta: las salidas al conflicto armado en Colombia
Eduardo Carreño Wilches
Iván Cepeda Castro
NOTA DE LOS DIRECTORES
Magdalenas por el Cauca es una intervención artística sobre el río Cauca de Gabriel Posada en colaboración con los familiares de las víctimas de la masacre de Trujillo, 2010. (c) Rodrigo Grajales.
ENTREVISTAS
La bastona es el símbolo tradicional de autoridad entre los indígenas del Cauca, 2012. (c) Antonio Girón.
DIÁLOGOS
Acto por el décimo aniversario de la masacre de El Salado cometida por grupos paramilitares, 2010. (c) Jesús Abad Colorado.
PRÓLOGO
Campesino desplazado de Sotavento. Departamento de Córdoba, 2005. (c) Jesús Abad Colorado.
CRÓNICAS
Puerto Gaitán bajo el Estatuto de Seguridad, 1980. (c) Archivo Voz.
En mayo de 2012 regresamos a Bogotá para empezar a investigar sobre el Colectivo colombiano de Abogadas y Abogados José Alvear Restrepo. Nuestro propósito inicial era escribir y realizar el documental que presentamos e incluimos en esta obra, alentados por el trigésimo quinto aniversario de la organización, y gracias al apoyo de la FIDH (Federación Internacional de Derechos Humanos). Iniciamos entonces un proceso de entrevistas y grabaciones, en el que pronto se empezó a atesorar un caudal ingente de vivencias, análisis y opiniones; una cierta memoria histórica de esta institución pionera en la defensa de los derechos humanos. Desde la veteranía de Eduardo Carreño y Rafael Barrios, auténticos sobrevivientes, hasta la experimentada juventud de Jomary Ortegón o Yessika Hoyos, lo cierto es que fuimos siguiendo los hilos de la multitud de relatos que atraviesan las vidas de estos hombres y mujeres de diferentes generaciones. Y de esta manera, desde lo más pequeño hasta lo más grande, surgió ante nosotros el testimonio a muchas voces de quienes han enfrentado con una valentía extraordinaria la impunidad y la barbarie más turbadoras.
Nuestro trabajo de investigación también nos permitió adquirir cierta perspectiva; vislumbrar los avances y logros alcanzados a partir de una experiencia colectiva que, sin darse mucha importancia, como “gotas que agrietan la roca”, ha jugado un papel determinante en la inclusión de los instrumentos del Derecho en el repertorio de los movimientos sociales y las organizaciones de víctimas. Es decir, frente a un aparato de Estado que no solo ha olvidado a los pobres y oprimidos, sino que, desgraciadamente, se ha vuelto opresivo y violento, nuestros protagonistas han jugado un papel clave en la materialización de los aspectos sustantivos de un Estado de derecho. Así las cosas, el camino recorrido por este grupo de defensores y defensoras de derechos humanos, aún atravesado por enormes obstáculos y desafíos, nos sitúa frente a la existencia de una poderosísima corriente ética: la de las palabras y el ejemplo de muchos hombres y mujeres que, como nuestros protagonistas, día a día ponen su vida en juego porque sencillamente son incapaces de admitir que la injusticia pronuncie siempre la última palabra. Por eso, junto con la película documental, presentamos en esta edición una serie de crónicas sobre la historia del Colectivo de Abogadas y Abogados José Alvear Restrepo, que recorren desde sus primeros casos en tiempos del auge de la Guerra Fría y del oscuro Estatuto de Seguridad de Julio César Turbay Ayala, hasta el panorama actual, marcado por la crisis del sistema financiero internacional y el nuevo ciclo político en América Latina, que reorganiza de manera considerable las relaciones de poder en el continente. Por su parte, el actual Gobierno de Juan Manuel Santos en Colombia cifra desde 2010 los objetivos del crecimiento económico en un fuerte extractivismo orientado a la exportación, e intenta vincular su reelección con los anhelos de paz de todo un país. Mientras tanto, tiene como uno de sus mayores desafíos materializar los compromisos de una Ley de Víctimas que, por primera vez en la historia de Colombia, reconoce un universo de más de cinco millones de personas cuyos derechos humanos fundamentales han sido vulnerados en el marco de un conflicto que, por lo demás, lleva décadas ahondando las pobrezas y humillaciones de uno de los más privilegiados paraísos sobre la tierra.
De igual forma, encontramos que la profunda crisis humanitaria, que lamentablemente padece Colombia, a menudo ha sido presentada casi como una condena; un trágico laberinto en el que errar eternamente. Por esto, reivindicar experiencias de resistencia frente a la injusticia y el despojo, así como valorizar memorias de solidaridad frente al dolor ajeno, es un enorme desafío todavía pendiente. Más —si cabe— cuando todo lo anterior, muchas veces, permanece convenientemente oculto bajo la experiencia traumática del conflicto y la confusión inducida en sus explicaciones. Así, partiendo de las diferentes dimensiones del trabajo de nuestros protagonistas, conversamos con gentes del mundo del Derecho, la política, el activismo o la academia, con quienes hablamos desde Bogotá hasta Bruselas, pasando por Londres, Buenos Aires, Nueva York, Barcelona y París. Una multiplicidad de coordenadas y puntos de vista con los que se abrieron algunas puertas para comprender mejor nuestra realidad, y gracias a las cuales elaboramos la segunda y la tercera parte de esta publicación. Una colección de textos que no son, evidentemente, ensayos ni mucho menos guías para la acción. Son tan solo conversaciones, lo que sugiere un encuentro mucho más claro y directo con los autores y sus universos; la posibilidad de sortear los límites de los ámbitos del conocimiento más especializados.
Quisiéramos, por último, agradecer a Pilar del Río y a la Fundación Saramago su complicidad, que nos concede el privilegio de contar con un precioso texto del escritor, dramaturgo y periodista portugués, el nobel José Saramago, que oficia como el oportuno prólogo a estas páginas. Agradecimientos por supuesto extendidos a todas las demás personas que participaron en las crónicas, entrevistas y diálogos, y también, por descontado, a las personas y entidades que nos permitieron indagar en sus conocimientos y experiencias y en sus archivos fílmicos y fotográficos: Víctor Manuel Moncayo, Gabriel Posada, Fernando González, Hollman y Juan Pablo Morris de la Fundación Contravía, Ignacio Gómez de Noticias Uno, Manuel Araque Sánchez de Tercer Canal, los archivos personales e institucionales del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo, del semanario Voz y del Movice (Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado). A todos ellos y a Jesús Abad Colorado y Bianca Bauer, por su amistad y su excepcional mirada, nuestro más eterno cariño y agradecimiento.
Héctor Arenas Amorocho
Antonio Girón Serrano
EL CAMPESINO DE FLORENCIA
José Saramago, premio nobel de literatura
COMENZARÉ por contar en brevísimas palabras un hecho notable de la vida rural ocurrido en una aldea de los alrededores de Florencia hace más de cuatrocientos años. Me permito solicitar toda su atención para este importante acontecimiento histórico porque, al contrario de lo habitual, la moraleja que se puede extraer del episodio no tendrá que esperar al final del relato; no tardará nada en saltar a la vista.
Estaban los habitantes en sus casas o trabajando los cultivos, entregado cada uno a sus quehaceres y cuidados, cuando de súbito se oyó sonar la campana de la iglesia. En aquellos píos tiempos (hablamos de algo sucedido en el siglo XVI) las campanas tocaban varias veces a lo largo del día, y por ese lado no debería haber motivo de extrañeza, pero aquella campana tocaba melancólicamente a muerto, y eso sí era sorprendente, puesto que no constaba que alguien de la aldea se encontrase a punto de fenecer. Salieron por lo tanto las mujeres a la calle, se juntaron los niños, dejaron los hombres sus trabajos y menesteres, y en poco tiempo estaban todos congregados en el atrio de la iglesia, a la espera de que les dijesen por quién deberían llorar. La campana siguió sonando unos minutos más, y finalmente calló. Instantes después se abría la puerta y un campesino aparecía en el umbral. Pero, no siendo este el hombre encargado de tocar habitualmente la campana, se comprende que los vecinos le preguntasen dónde se encontraba el campanero y quién era el muerto. ‘El campanero no está aquí, soy yo quien ha hecho sonar la campana’, fue la respuesta del campesino. ‘Pero, entonces, ¿no ha muerto nadie?’, replicaron los vecinos, y el campesino respondió: ‘Nadie que tuviese nombre y figura de persona; he tocado a muerto por la Justicia, porque la Justicia está muerta’.
¿Qué había sucedido? Sucedió que el rico señor del lugar (algún conde o marqués sin escrúpulos) andaba desde hacía tiempo cambiando de sitio los mojones de las lindes de sus tierras, metiéndolos en la pequeña parcela del campesino, que con cada avance se reducía más. El perjudicado empezó por protestar y reclamar, después imploró compasión, y finalmente resolvió quejarse a las autoridades y acogerse a la protección de la justicia. Todo sin resultado; la expoliación continuó. Entonces, desesperado, decidió anunciar urbi et orbi (una aldea tiene el tamaño exacto del mundo para quien siempre ha vivido en ella) la muerte de la Justicia. Tal vez pensase que su gesto de exaltada indignación lograría conmover y hacer sonar todas las campanas del universo, sin diferencia de razas, credos y costumbres, que todas ellas, sin excepción, lo acompañarían en el toque a difuntos por la muerte de la Justicia y no callarían hasta que fuese resucitada. Un clamor tal que volara de casa en casa, de ciudad en ciudad, saltando por encima de las fronteras, lanzando puentes sonoros sobre ríos y mares, por fuerza tendría que despertar al mundo adormecido… No sé lo que sucedió después, no sé si el brazo popular acudió a ayudar al campesino a volver a poner los lindes en su sitio, o si los vecinos, una vez declarada difunta la Justicia, volvieron resignados, cabizbajos y con el alma rendida, a la triste vida de todos los días. Es bien cierto que la Historia nunca nos lo cuenta todo…
Supongo que esta ha sido la única vez, en cualquier parte del mundo, en que una campana, una inerte campana de bronce, después de tanto tocar por la muerte de seres humanos, lloró la muerte de la Justicia. Nunca más ha vuelto a oírse aquel fúnebre sonido de la aldea de Florencia, mas la Justicia siguió y sigue muriendo todos los días. Ahora mismo, en este instante en que les hablo, lejos o aquí al lado, a la puerta de nuestra casa, alguien la está matando. Cada vez que muere, es como si al final nunca hubiese existido para aquellos que habían confiado en ella, para aquellos que esperaban de ella lo que todos tenemos derecho a esperar de la Justicia: justicia, simplemente justicia. No la que se envuelve en túnicas de teatro y nos confunde con flores de vana retórica judicial, no la que permitió que le vendasen los ojos y maleasen las pesas de la balanza, no la de la espada que siempre corta más hacia un lado que hacia otro, sino una justicia pedestre, una justicia compañera cotidiana de los hombres, una justicia para la cual lo justo sería el sinónimo más exacto y riguroso de lo ético, una justicia que llegase a ser tan indispensable para la felicidad del espíritu como indispensable para la vida es el alimento del cuerpo. Una justicia ejercida por los tribunales, sin duda, siempre que a ellos los determinase la ley, mas también, y sobre todo, una justicia que fuese emanación espontánea de la propia sociedad en acción, una justicia en la que se manifestase, como ineludible imperativo moral, el respeto por el derecho a ser que asiste a cada ser humano.
Pero las campanas, felizmente, no doblaban solo para llorar a los que morían. Doblaban también para señalar las horas del día y de la noche, para llamar a la fiesta o a la devoción a los creyentes, y hubo un tiempo, en este caso no tan distante, en el que su toque a rebato era el que convocaba al pueblo para acudir a las catástrofes, a las inundaciones y a los incendios, a los desastres, a cualquier peligro que amenazase a la comunidad. Hoy, el papel social de las campanas se ve limitado al cumplimiento de las obligaciones rituales y el gesto iluminado del campesino de Florencia se vería como la obra desatinada de un loco o, peor aún, como simple caso policial. Otras y distintas son las campanas que hoy defienden y afirman, por fin, la posibilidad de implantar en el mundo aquella justicia compañera de los hombres, aquella justicia que es condición para la felicidad del espíritu y hasta, por sorprendente que pueda parecernos, condición para el propio alimento del cuerpo. Si hubiese esa justicia, ni un solo ser humano más moriría de hambre o de tantas dolencias incurables para unos y no para otros.
Si hubiese esa justicia, la existencia no sería, para más de la mitad de la humanidad, la condenación terrible que objetivamente ha sido. Esas campanas nuevas cuya voz se extiende, cada vez más fuerte, por todo el mundo, son los múltiples movimientos de resistencia y acción social que pugnan por el establecimiento de una nueva justicia distributiva y conmutativa que todos los seres humanos puedan llegar a reconocer como intrínsecamente suya; una justicia protegida por la libertad y el derecho, no por ninguna de sus negaciones. He dicho que para esa justicia disponemos ya de un código de aplicación práctica al alcance de cualquier comprensión, y que ese código se encuentra consignado desde hace cincuenta años en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aquellos treinta derechos básicos y esenciales de los que hoy solo se habla vagamente, cuando no se silencian sistemáticamente, más desprestigiados y mancillados hoy en día de lo que estuvieran, hace cuatrocientos años, la propiedad y la libertad del campesino de Florencia. Y también he dicho que la Declaración Universal de los Derechos Humanos, tal y como está redactada, y sin necesidad de alterar siquiera una coma, podría sustituir con creces, en lo que respecta a la rectitud de principios y a la claridad de objetivos, a los programas de todos los partidos políticos del mundo, expresamente a los de la denominada izquierda, anquilosados en fórmulas caducas, ajenos o impotentes para plantar cara a la brutal realidad del mundo actual, que cierran los ojos a las ya evidentes y temibles amenazas que el futuro prepara contra aquella dignidad racional y sensible que imaginábamos que era la aspiración suprema de los seres humanos. Añadiré que las mismas razones que me llevan a referirme en estos términos a los partidos políticos en general, las aplico igualmente a los sindicatos locales y, en consecuencia, al movimiento sindical internacional en su conjunto. De un modo consciente o inconsciente, el dócil y burocratizado sindicalismo que hoy nos queda es, en gran parte, responsable del adormecimiento social resultante del proceso de globalización económica en marcha. No me alegra decirlo, mas no podría callarlo. Y, también, si me autorizan a añadir algo de mi cosecha particular a las fábulas de La Fontaine, diré entonces que, si no intervenimos a tiempo —es decir, ya— el ratón de los derechos humanos acabará por ser devorado implacablemente por el gato de la globalización económica.
¿Y la democracia, ese milenario invento de unos atenienses ingenuos para quienes significaba, en las circunstancias sociales y políticas concretas del momento, y según la expresión consagrada, un Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo? Oigo muchas veces razonar a personas sinceras, y de buena fe comprobada, y a otras que tienen interés por simular esa apariencia de bondad, que, a pesar de ser una evidencia irrefutable la situación de catástrofe en que se encuentra la mayor parte del planeta, será precisamente en el marco de un sistema democrático general como más probabilidades tendremos de llegar a la consecución plena o al menos satisfactoria de los derechos humanos. Nada más cierto, con la condición de que el sistema de Gobierno y de gestión de la sociedad al que actualmente llamamos democracia fuese efectivamente democrático. Y no lo es. Es verdad que podemos votar, es verdad que podemos, por delegación de la partícula de soberanía que se nos reconoce como ciudadanos con voto y normalmente a través de un partido, escoger nuestros representantes en el Parlamento; es cierto, en fin, que de la relevancia numérica de tales representaciones y de las combinaciones políticas que la necesidad de una mayoría impone, siempre resultará un Gobierno. Todo esto es cierto, pero es igualmente cierto que la posibilidad de acción democrática comienza y acaba ahí. El elector podrá quitar del poder a un Gobierno que no le agrade y poner otro en su lugar, pero su voto no ha tenido, no tiene y nunca tendrá un efecto visible sobre la única fuerza real que gobierna el mundo, y por lo tanto su país y su persona: me refiero, obviamente, al poder económico, en particular a la parte del mismo, siempre en aumento, regida por las empresas multinacionales de acuerdo con estrategias de dominio que nada tienen que ver con aquel bien común al que, por definición, aspira la democracia. Todos sabemos que así y todo, por una especie de automatismo verbal y mental que no nos deja ver la cruda desnudez de los hechos, seguimos hablando de la democracia como si se tratase de algo vivo y actuante, cuando de ella nos queda poco más que un conjunto de formas ritualizadas, los inocuos pasos y los gestos de una especie de misa laica. Y no nos percatamos, como si para eso no bastase con tener ojos, de que nuestros Gobiernos, esos que para bien o para mal elegimos y de los que somos, por lo tanto, los primeros responsables, se van convirtiendo cada vez más en meros comisarios políticos del poder económico, con la misión objetiva de producir las leyes que convengan a ese poder, para después, envueltas en los dulces de la pertinente publicidad oficial y particular, introducirlas en el mercado social sin suscitar demasiadas protestas, salvo las de ciertas conocidas minorías eternamente descontentas…
¿Qué hacer? De la literatura a la ecología, de la guerra de las galaxias al efecto invernadero, del tratamiento de los residuos a las congestiones de tráfico, todo se discute en este mundo nuestro. Pero el sistema democrático, como si de un dato definitivamente adquirido se tratase, intocable por naturaleza hasta la consumación de los siglos, ese no se discute. Mas si no estoy equivocado, si no soy incapaz de sumar dos y dos, entonces, entre tantas otras discusiones necesarias o indispensables, urge, antes de que se nos haga demasiado tarde, promover un debate mundial sobre la democracia y las causas de su decadencia, sobre la intervención de los ciudadanos en la vida política y social, sobre las relaciones entre los Estados y el poder económico y financiero mundial, sobre aquello que afirma y aquello que niega la democracia, sobre el derecho a la felicidad y a una existencia digna, sobre las miserias y esperanzas de la humanidad o, hablando con menos retórica, de los simples seres humanos que la componen, uno a uno y todos juntos. No hay peor engaño que el de quien se engaña a sí mismo. Y así estamos viviendo. No tengo más que decir. O sí, apenas una palabra para pedir un instante de silencio. El campesino de Florencia acaba de subir una vez más a la torre de la iglesia, la campana va a sonar. Oigámosla, por favor.
GOTAS QUE AGRIETAN LA ROCA
Antonio Girón Serrano
Una crónica es un cuento que es verdad.
Gabriel García Márquez
La realidad no solo es apasionante, es casi incontable.
Rodolfo Walsh
1980, LA PUERTA DE LOS VIENTOS
A primera hora del 9 de enero de 1980 un comando especial de las Fuerzas Armadas ha allanado la sede de Asonalpro (Asociación Nacional de Profesionales Colombianos). No se cuentan, por el momento, datos precisos sobre si se han producido heridos, víctimas o detenidos. Los hechos tienen lugar en la ciudad de Bogotá mientras el presidente Julio César Turbay Ayala gobierna en Colombia bajo estado de sitio. Aún sin estudios superiores, Turbay Ayala acumula títulos de doctor honoris causa y presos políticos en las cárceles del país. En las caballerizas de Usaquén el pentotal y la picana eléctrica están a la orden del día, y sobre el exilio forzado de miles que en algo aprecian sus vidas, se repite una broma, casi lacónica: el último que se vaya, que apague la luz.
Con su inseparable corbatín y prometiendo reducir la corrupción a sus justas proporciones, Turbay Ayala ha impuesto desde 1978 el polémico Decreto 1923 o Estatuto de Seguridad. De su aplicación práctica se encarga el ministro de Defensa y general de las Fuerzas Armadas, Luis Carlos Camacho Leyva. Si el propósito formal del Estatuto es contrarrestar la interminable lista de movimientos insurgentes que acampan a lo largo y ancho de las selvas y montañas colombianas, su matriz ideológica respira al ritmo de la Heritage Foundation, think tank de los conservadores estadounidenses, que en mayo de 1980 supervisa la redacción de los primeros Documentos de Santa Fe,1 en manos, entre otros, de Roger W. Fontaine, Arthur Tambs —quien en breve ocupará la Embajada de Estados Unidos en Colombia— y el general John K. Singlaub, fundador de la CIA y miembro de la World Anti-Communist League. Así, a partir de ahora, las administraciones de Reagan y Bush, junto con su extensa red de aliados al sur de la frontera mexicana, acudirán a las tácticas y estrategias de Santa Fe para frenar tanto excesos democráticos como avances en los movimientos de liberación que se extienden, como en un gran incendio, por toda América Latina. En el escenario de la Guerra Fría, con el precedente de la Revolución cubana y después de la entrada en Managua, el año pasado, de las columnas sandinistas, lo que está en juego es, sencillamente, el dominio político y económico de los recursos estratégicos de todo un continente.
∞
De los Documentos de Santa Fe emana la conocida “doctrina de seguridad nacional”, piedra angular en la formación de los militares latinoamericanos desde México a la Argentina durante buena parte de la segunda mitad del siglo XX. Para ello se cuenta con un singular centro de peregrinación: la Escuela de las Américas de Panamá, auténtica kaaba de la sabiduría antisubversiva. En sus instalaciones se ubica, hoy en día, un hotel de la compañía española Sol Meliá, quizás porque la fachada de esta escuela siempre ha tenido cara de hotel macabro, donde instructores de la inteligencia y el ejército de Estados Unidos adiestraron a más de sesenta mil militares y policías latinoamericanos en amenazar y torturar estudiantes, sindicalistas, profesores o cualquier otro sospechoso de cuestionar el inevitable designio de enriquecerse sin medida que las élites del libre mercado han interiorizado hasta insondables profundidades. Y como muy bien detallan los manuales de esta escuela del terrorismo de Estado transformada en inquietante parador turístico, la amenaza es mucho más eficaz que la tortura. No hay nada peor que tener miedo al mañana.
∞
La doctrina de seguridad nacional también puede ser contemplada como lo que Naomi Klein llama la “doctrina del shock”. Las resistencias sociales a las políticas económicas de la Escuela de Chicago en América Latina van a encontrarse con la violencia desatada por Gobiernos fuertes y autoritarios, sin ningún escrúpulo represivo. Cuando los “Chicago Boys” de Friedman aterrizan en Chile para ocuparse de la economía del general Pinochet en 1973, se realizan las primeras pruebas de un ciclo neoliberal en el que las élites latinoamericanas integran sus fortunas en un sistema económico mundial que crece a una velocidad jamás vista. Mientras tanto, los Estados se endeudan con el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, eliminan las barreras a las inversiones extranjeras directas, desarticulan la intervención estatal en los mercados y los precios, y privatizan los ya de por sí deficientes servicios públicos. Con la liberalización del sector financiero a mediados de los ochenta, durante el Gobierno de Margaret Thatcher en el Reino Unido se hablará del big bang de la economía, de una explosión que lanzará a la estratosfera el dominio del sistema financiero sobre los factores productivos de la economía. Las ideas de Von Hayek y Milton Friedman, en un segundo plano durante los años de oro del desarrollismo y el Estado de bienestar, serán las más firmes inspiradoras de este cambio de paradigmas que está transformando el rostro del mundo con el libre mercado como condición imprescindible para el desarrollo económico. Con la excepción del control de algunas carreteras, las Fuerzas Armadas y el poder judicial, para el pensamiento económico de la Escuela de Chicago los demás sectores públicos son mucho más rentables en manos privadas.
∞
En los juzgados de la Colombia de Turbay Ayala y Camacho Leyva, el Chile de Pinochet, la Argentina de Videla, el Paraguay de Stroessner, el Brasil del general Baptista o la Bolivia de la Junta de los Comandantes, se amontonan miles y miles de denuncias por torturas, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales. La excepción la pone Jaime Roldós Aguilera, quien llega al poder en el Ecuador después de casi una década de dictaduras militares. Duplica el salario mínimo y establece la jornada laboral de ocho horas. Un año después de formar su Gobierno, el Beechcraft King Air en el que viaja, adquirido recientemente como avión presidencial, se estrella contra el cerro de Huayrapungo. En quechua, huayrapungo significa “puerta de los vientos”.
San José de Apartadó, en el departamento de Antioquia, ha sido otro de los municipios azotados por la violencia y la guerra, 2005. (c) Jesús Abad Colorado.
LAS RAÍCES
Nacido en el municipio de Guacamayas, al norte del departamento de Boyacá, nueve de cada diez colombianos tendrían, sin embargo, la impresión de que Eduardo Carreño Wilches habla y camina por la vida como costeño. Es uno de los integrantes más jóvenes del equipo de abogados que ha sufrido el allanamiento del ejército colombiano en la Asociación Nacional de Profesionales, a inicios de 1980. Sin un peso en el bolsillo, pero con mil ideas en la cabeza, ha recorrido de arriba abajo las calles de Bogotá desde que su familia se viera desplazada desde el campo boyacense, durante el período conocido en Colombia como “La Violencia”. Carreño estudia de noche y se busca la vida trabajando de día en infinidad de oficios. Junto con su amigo Daniel Medina, acompaña procesos barriales y populares, y desde que terminó sus estudios de Derecho en la Universidad Libre, ha optado por seguir los pasos del maestro Eduardo Umaña Luna. Por eso, a finales de los setenta Carreño ingresa a Asonalpro. Umaña Luna es un referente ético e intelectual indispensable, ya no solo para él, sino también para sucesivas generaciones de colombianas y colombianos. Con Camilo Torres Restrepo y Orlando Fals Borda, Umaña Luna funda en la década de los sesenta la Facultad de Sociología en la Universidad Nacional, donde imparte además una cátedra de Derecho. Investigador social, humanista convencido, locutor de radio y defensor de presos políticos, Eduardo Umaña Luna es, junto con Orlando Fals Borda y monseñor Germán Guzmán, coautor de La violencia en Colombia, uno de los textos más impactantes de la historia del siglo XX colombiano.2
El allanamiento de Asonalpro supone el fin de un ciclo, puesto que la desbandada de profesionales que forman parte de esta asociación es generalizada. Pero el equipo de abogados se vuelca en una discusión encendida sobre su futuro inmediato. El maestro Umaña Luna propone seguir trabajando en la promoción de derechos humanos y la defensa de presos y perseguidos políticos. Le escuchan su hijo, Eduardo Umaña Mendoza, junto con Eduardo Carreño y Daniel Medina, a los que se suman Luis Castro Murcia, Rafael Soto Beltrán y María Consuelo del Río. El grupo lo cierra Rafael Barrios Mendivil, un barranquillero que renuncia a su cargo como asesor del director de control del Banco de la República para integrarse en este equipo de abogados progresistas, aunque él insista, con el paso del tiempo, en que realmente todo fue un accidente. Cuando deciden alquilar una modesta oficina en el edificio Unión, en la esquina de la calle Quince con la ruidosa carrera Décima de Bogotá, a Rafael Barrios le corresponde dar inicio a los trámites para la legalización de la Corporación Colectivo de Abogados. En la redacción de los estatutos incluye, entre los objetivos centrales de la entidad, la defensa de presos y perseguidos políticos.
“El undécimo mandamiento es no dar papaya —dice Rafael, con una sonrisa socarrona—, así que nos negaron la personería jurídica y tuve que repetir todos los trámites. Mientras lo hacía, pensaba en las palabras del presidente Turbay, quien repetía insistentemente que no había presos políticos, y que acaso el único preso político era él, que no podía salir del palacio de Nariño”.
Al referirse a la perspectiva adoptada por los miembros de la entidad, quizás como revancha, Rafael Barrios escribe finalmente en el capítulo V de los estatutos de la Corporación Colectivo de Abogados: “Mirar el mundo, ubicar la historia y entender la práctica humana adoptando el lugar social de la víctima […]. Ser vulnerables al amor”.3
Eduardo Carreño (izquierda) y Rafael Barrios (derecha) son dos de los miembros fundadores del Colectivo de Abogados, 1982. (c) Archivo personal Rafael Barrios.
EL GRAN PARO CÍVICO NACIONAL
Ayudante de escultor, pintor de pupitres o vendedor puerta a puerta de equipos de seguridad industrial, Alirio Uribe Muñoz estudia bachillerato mientras se busca la vida en toda suerte de oficios. Es natural del municipio de Aratoca, un pequeño caserío de tierra fría cercano a Bucaramanga, en el departamento nororiental de Santander. Desde su primer año de vida, sin embargo, le llevan a Bogotá, a casa de una tía viuda con ocho hijos, a los que se suman, por si fuera poco, dos criaturas más. Antes de entrar a la universidad se involucra activamente en el paro cívico nacional de 1977, convocado de manera unánime por todas las centrales sindicales de la época. La adopción de medidas encaminadas a incentivar la expansión del capital financiero ha conducido a una elevación de precios, que alcanza tasas del 27 %, a finales de los años setenta. Así, los habitantes de las localidades de Bosa, Kennedy, Quiroga —todo el sur de Bogotá—, salen a las calles el 14 de septiembre de 1977 exigiendo la congelación de los precios de los artículos de primera necesidad. La protesta desemboca en decenas de muertos y cientos de detenidos en la plaza de toros La Santamaría, a los pies de los cerros bogotanos de La Perseverancia. La crisis no avocaría al hijo de presidente, alumno del colegio Gimnasio Moderno, egresado de las universidades del Rosario y Georgetown, y fundador en su juventud del Movimiento Revolucionario Liberal, doctor Alfonso López Michelsen, a otra cosa que a poner a pensar al país. Mientras que con la mano izquierda ahoga a la históricamente depauperada población campesina y popular con el alza de precios, con la mano derecha abre la puerta al blanqueo de capitales del narcotráfico al crear, en medio del rígido control establecido por el Estatuto Cambiario de 1968, la “ventanilla siniestra” del Banco de la República.
“No hubo campo del conocimiento que lo sorprendiera ni elemento cultural que le fuera extraño” —señaló con solemnidad el entonces presidente Álvaro Uribe Vélez en las honras fúnebres de López Michelsen.
A finales de los setenta, Alirio Uribe empieza a estudiar en la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional. Trabaja por las tardes, aprovecha las noches para acudir a clases de Derecho en la Universidad Católica, y los fines de semana los dedica a participar en procesos comunitarios de los barrios populares al sur de la capital. Un frenesí de actividades que le ofrece visiones simultáneas de una misma realidad: la lucha por la supervivencia a espaldas de la metrópoli, los debates estudiantiles en torno a las utopías necesarias en la Facultad de Sociología de la Nacional y el ambiente denso y tedioso de la Universidad Católica. Finalmente, obtiene su título en Derecho, especializándose en cuestiones laborales, dicta durante unos años clases en la universidad y empieza a trabajar con el movimiento sindical. Ocupa la presidencia de la Asociación Colombiana de Abogados Laboralistas y se incorpora a la junta directiva del barrio Bosque de San Carlos, una comuna al sur de Bogotá en la que reside y en la que, un domingo de 1990, se encuentra con otro joven abogado que acaba de llegar a vivir a la zona. Se han visto y escuchado con anterioridad en diferentes escenarios. Después de una animada conversación, Luis Guillermo Pérez-Casas propone a Alirio presentar su hoja de vida para cubrir una vacante que se ha abierto en el Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo, fundado después del allanamiento de Asonalpro.
EL HOMBRE DE LA GRANJA
Gloria Amparo de las Mercedes Gaitán Jaramillo, más conocida como Gloria Gaitán, tenía diez años cuando su padre fue asesinado el 9 de abril de 1948, fecha que parte en dos la historia de Colombia, y que se anota como el inicio del período de “La Violencia”, a la que pondría relativo fin el golpe militar, en 1953, del general Gustavo Rojas Pinilla. Cuando un soleado día de mayo, en el centro de la ciudad de Bogotá, Luis Guillermo Pérez-Casas me presenta a Gloria Gaitán, enseguida me doy cuenta de todo lo que esta mujer disfruta con mi desconcierto inicial al hablarme a un tiempo de neurocirugía e ingeniería cultural, de cómo el gaitanismo representó un movimiento político con resonancias en todo el continente o de cómo Álvaro Uribe Vélez, en su propósito de desterrar a fondo y para siempre la memoria de su padre, inunda a Gloria con 44 demandas a las que se enfrenta con ayuda de Luis Guillermo.
Con Jorge Eliécer Gaitán, abogado penalista antes que líder de multitudes, trabajó hasta su magnicidio un abogado antioqueño que, en 1945, había publicado la novela El hombre de la granja. Gloria apenas le recuerda, pero su madre, Amparo Jaramillo, le habló en ocasiones de José Alvear Restrepo. Tras el asesinato de Gaitán, Restrepo, de orígenes humildes, aspecto delicado, gafas redondas y calvicie prominente, se presenta como abogado de la firma Moreno & Cía., en los controles del ejército, sorteando así las primeras dificultades de un viaje sin retorno hacia el sol de los Llanos Orientales. Navega en solitario, decidido a unirse a la resistencia campesina que se organiza en Casanare y Meta, Arauca y Vaupés, frente al baño de sangre desatado en los gobiernos de Mariano Ospina y Laureano Gómez. José Alvear Restrepo, intelectual sobreviviente del exterminio del movimiento gaitanista, acaba convertido en hombre de confianza del capitán José Guadalupe Salcedo, “cuyo asesinato será el persistente fantasma de todo guerrillero amnistiado”,4 del que se dice rasgueaba el tiple y componía joropos, y del que quedan todavía muchas señales, estrategias de la memoria, en los cancioneros populares del Llano:
Y después de que entregó las armas
y la paz se hizo presente
lo tiraron a balazos
lo asesinaron vilmente.
¡Ay, Guadalupe Salcedo,
el llano llora su muerte!
A inicios de los años cincuenta, José Alvear Restrepo es el intelectual orgánico del movimiento rebelde y el principal redactor de la primera y segunda Ley del Llano, columnas vertebrales de la resistencia campesina con las que se pretende organizar la administración de justicia y establecer una serie de normas civiles, políticas y humanitarias para la regulación del conflicto que estremece a Colombia. Según el historiador Eric Hobsbawm, con la posible excepción de determinados momentos de la Revolución mexicana, esta revuelta ignorada en los libros de historia fue la mayor movilización campesina del siglo XX en el hemisferio occidental.
Eduardo Carreño y Miguel Puerto se proponen investigar la biografía de José Alvear Restrepo, el olvidado jurista y novelista. Algunos fines de semana visitan al padre de Miguel, al que escuchan hablar de aquellos años de su juventud en Casanare. Por eso, en julio de 2012, con Eduardo Carreño visitamos al anciano señor Puerto en Villavicencio, capital del Meta y puerta de entrada al paisaje infinito de los Llanos. Y así nos cuenta don Miguel, como quien quisiera olvidarlo y no puede, los episodios de terror con que los “chulavitas”, mercenarios del Partido Conservador, se desplegaron en los Llanos Orientales. Cuenta también que José Alvear Restrepo era conocido entre los campesinos rebeldes como el doctor. Y en su relato aparece un día de agosto de 1953, en la vereda llamada Puntiadero, a orillas del río Meta, cuando la embarcación que transporta a José Alvear Restrepo se hunde con el doctor a bordo. Años después, Eduardo Carreño y Miguel Puerto buscarían inútilmente el lugar donde los viejos recuerdan que fue enterrado. Borrada su figura de la memoria oficial, empujados sus restos por las corrientes del río Meta, su tumba también desaparecerá para siempre de la historia. Pero el nombre de José Alvear Restrepo ha sido propuesto por el maestro Umaña Luna casi treinta años después, para nombrar a un colectivo de abogados progresistas que empieza a dar sus primeros pasos en la capital colombiana.
∞
“Mira, cuando mataron a mi papá, él estaba investigando el robo de petróleo en una sociedad conformada por el presidente de ese entonces, Mariano Ospina Pérez y la compañía Royal Dutch Shell, una de las cuatro gigantes petroquímicas que todavía hoy dominan el mercado energético mundial —Gloria Gaitán arquea mucho las cejas y acompaña con los dedos sus palabras—. Como mi mamá sabía que él estaba haciendo esa investigación, el mismo día del asesinato entró en su oficina y, curiosamente, lo único que había desaparecido eran esos documentos…”.
Una semana después de nuestro primer encuentro, visito a Gloria en su casa, un moderno apartamento al norte de Bogotá, en el que alberga muebles antiguos, fotografías en blanco y negro de la primera mitad del siglo XX, y una infinidad de retratos de su padre. Y entonces no puedo dejar de sospechar la pesada carga que soporta Gloria en sus ojos pícaros, sus palabras directas, sus ideas propias. Ser la depositaria del enorme capital simbólico y político de Jorge Eliécer Gaitán bien puede ser, por momentos, absolutamente vertiginoso.
“Luis Guillermo es ante todo un romántico —Gloria suspira mientras se sienta en la mesa de la cocina después de darse por rendida en su búsqueda de las llaves de la despensa—. Se quita esa coraza fría y profesional de los abogados y se sumerge en el dolor del prójimo, asumiendo cada caso como si fuera su propia vida. Y eso es lo que más me atrae en él, porque me recuerda mucho a mi papá, que era un gran romántico del Derecho. Cuando yo hablo con él siento que está sintiendo lo que yo estoy sintiendo. Le podría dedicar un poema de Francisco Luis Bernárdez, que él se lo dedica a una mujer, pero yo se lo dedico a Luis Guillermo porque me da la gana. Dice así: ‘Est[a] […] [mujer] que siente lo que sient[o] […]/ y está sangrando por mi propia herida/ tiene la forma justa de mi vida/ y la medida de mi pensamiento’”.
Admirada y denostada por unos o por otros, lo cierto es que Gloria Gaitán no tiene ningún reparo en decir lo que piensa, lo que quizás no sea la mejor virtud para evolucionar en el siempre delicado tablero de la política y sus juegos de poder. Pero cuando defiende la razón y la pasión del gaitanismo como marca imborrable en las ideas y procesos colectivos colombianos, quizás esté intentando proyectar algo de luz sobre las pruebas fehacientes de su mismidad. A su lado, uno enseguida adquiere la sensación de que del conflictivo sistema de señales de esta mujer se desprende una corriente subterránea, intrahistórica, caudalosa. Un conocer, sin confusiones, de los más dignos gestos de un pueblo tan orgulloso como perversamente herido. O dicho de otra manera, Gloria Gaitán es un dilema. Porque Gloria es ella y también es la memoria de su padre, el “negro” Gaitán, de quien dicen que nació a principios del siglo XX en un cuarto de tierra pisada del barrio Egipto, en las primeras casas de las laderas de las montañas por las que desciende La Candelaria hasta la Plaza de Bolívar. Alcalde de la capital, ministro de Trabajo y Educación, en el momento de su asesinato su propuesta política gozaba de sobradas mayorías en la Cámara de Representantes y en el Senado. Símbolo de multitudes y azote de la desmesura de las oligarquías, Gaitán había conectado íntimamente con los dolores y razones de un pueblo que quiso dejar atrás el servilismo impuesto durante siglos. Dos meses antes de caer asesinado, el 7 de febrero de 1948, el “negro” Gaitán culmina la “Marcha del silencio” en Bogotá, con una oración por la paz dirigida al presidente Ospina Pérez: “Durante las grandes tempestades, la fuerza subterránea es mucho más poderosa, y esta tiene el poder de imponer la paz cuando quienes están obligados a imponerla no la imponen”.
Las imágenes conservadas en los archivos de la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano con las multitudinarias manifestaciones gaitanistas aparecen por un momento en los pliegues de mi memoria. Con la pericia de los animales políticos, Gaitán aprende a evolucionar en el terreno de la política tradicional, a la vez que representa el antagonismo histórico entre las élites organizadas en los partidos y las multitudes despojadas. Para Carlos Monsiváis, Gaitán es y no es un radical, es un símbolo inagotable junto con Sandino y Allende, es el dirigente al que la derecha colombiana loves to hate, alguien capaz de afirmar de manera convincente: “Yo no soy un hombre, soy un pueblo” o “De mí sé decir que no odio la riqueza sino la miseria”. Gaitán hablaba de la “oligarquía” como el “país político” que aspira “a que todas las riquezas, la especulación, los contratos, los negocios sean para la camarilla afortunada”.
Acto candidatura presidencial Jorge Eliécer Gaitán en la Plaza de Bolívar de Bogotá, 1947. (c) Archivo Voz.
∞
El asesinato de Gaitán el 9 de abril de 1948 provoca el “bogotazo”, explosión de ira popular o claridad histórica, en el sentido de vivir la pérdida de la gran oportunidad, cuyos episodios han sido narrados detalladamente por el historiador Arturo Alape. La multitud anónima y enfurecida pide venganza mientras se aprovisiona de herramientas y armas de fuego. Después intenta entrar al palacio presidencial para linchar al presidente, Mariano Ospina Pérez. La guardia presidencial y los francotiradores se lo impiden, mientras la policía mira para otro lado. Entonces, la gente destruye todo lo que asocia con el asesinato del “jefe”. Tranvías, comercios o iglesias, más de cien edificios del centro de Bogotá sufren incendios y saqueos. A veces sucede, y la vida y la muerte de un hombre se convierten en una de las grandes líneas divisorias de la historia de un pueblo.
∞