Índice
El esperado
I. El caballerito de Solano
II. Una mujer tan hermosa
III. Los hijos de la noche
Agradecimientos
Créditos
El esperado
Créditos
Edición en formato digital: mayo de 2012
© José María Guelbenzu, 1984, 2012, c/o Casanovas & Lynch Agencia Literaria
© Ediciones Siruela, S. A., 2012
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
28010 Madrid
Diseño de cubierta: Ediciones Siruela
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ISBN: 978-84-9841-873-6
Conversión a formato digital: El poeta (editores digitales) S. L.
www.siruela.com
Agradecimientos
Quiero agradecer a la familia Rodríguez Salmones su permanente cariño y las abundantes imágenes que he tomado prestadas de aquella preciosa casa de Colindres donde fuimos tan felices. A Ana García Naharro, su atenta y luminosa lectura. Y a Fernando Gaona su meticuloso cuidado de la edición, como tiene por costumbre.
El esperado se publicó por primera vez en 1984. Iba a ser el primero de un terceto que no llegó a continuarse. En consecuencia, quedó un tanto desamparado de justificación narrativa. En esta edición, además de abundante corrección de texto, he reescrito en buena medida la parte tercera porque se lo debía a la trama. Queda así cerrada la historia que, con todo, he tratado de mantener sujeta al momento y estilo en que se escribió. (N. del A.)
A mis padres
Aguardo.
Alguien puede llegar, venir de pronto,
no sé quién, conociendo
más que yo de mi vida.
José Ángel Valente
Creo que nunca –y lo afirmo a tantos años de distancia– olvidaré aquel verano de 1959. En su transcurso conocí a Regina Mayor, pero también lo guardo en la memoria no solamente como símbolo del drama que presencié, sino como el encuentro con la revelación de aquello que, en los años de mi infancia, tantas veces me prometió mi madre al abrigo de la dulce oscuridad que enmarcaba su último beso antes de dejarme a solas a la espera del sueño demorado.
Desde muy pequeño me aquejó el miedo a la noche. Permanecía despierto largo tiempo hasta que el sueño finalmente me vencía. Y en esa vigilia, y en el temor, desarrollé mi imaginación o lo que entiendo por ella. En los momentos más dramáticos de la espera recordaba siempre una canción popular boliviana que cantaba mi abuela: «Ya me voy, / ya me voy, ya me voy yendo, / sabe Dios si volveré / a la tierra donde nací». Y, no sé por qué, me daba ánimos en lugar de entristecerme con su ritmo entre manso y furtivo; quizá porque la abuela, cuando me la cantaba, siempre se refería, perdida la cabeza, a un imaginario lugar que mi abuelo tuvo y que conoció mi padre, muerto apenas a los tres años de mi existencia. Hoy no queda de la abuela sino mi recuerdo, pero yo conocí el sentido de su expresión, andando el tiempo, como he llegado a conocer tantas otras cosas.
Aquel curso, que había resultado ser tan triste y desvaído como los anteriores, tan cumplido de miedo y aprensiones, de sombras y amenazas que anidaban en los altos techos del colegio, había trabado amistad –por la sola razón, quizá, de la solidaridad entre los débiles o, cuando menos, extrañados– con un muchacho, repetidor, que me aventajaba en un año de edad y cuyo conocimiento de ciertos misterios de la vida era a mis ojos tan fascinante como cruel la soledad en que le dejaban muy a menudo mis compañeros de curso. Digo muy a menudo porque no siempre sucedía así y he de confesar que, de vez en cuando, lograba una audiencia ante el resto de la clase que yo nunca pude conseguir. Si bien él, como alumno repetidor, se obligaba a encontrar un lugar que no desdijese de su presunta veteranía, yo, no especialmente brillante, tenía a mi favor una acostumbrada y furtiva convivencia con los demás establecida a partir de los ocho años, edad con la que entré en el colegio, al igual que casi todos mis compañeros. El caso es que, a trancas y barrancas, se decidió a aceptar mi acogimiento como una no muy atractiva pero suficiente base para evitar el aislamiento y combatir la inestabilidad afectiva que le proporcionaban el resto de los colegiales.
Mi fascinación por Jaime provenía de su experiencia acerca de las mujeres. En la encrucijada de los quince años, cuando el acceso al conocimiento atormenta tanto como la sangre, aquel que sabe o aparenta saber es lo más aproximado a un dios, aunque vela su información como un tirano si no la vende como un comerciante implacable. Y Jaime, que la utilizaba a la desesperada con el resto de los compañeros cuando su falta de atención le quemaba, a mí me la ofreció con malicia y mesura a lo largo del curso, y acabó sucediendo que su propia estrategia –conmigo y con los otros– provocó en mí esa ternura obligada hacia el miserable que sólo cuando pierde pie provoca emoción a quien detesta su actitud, porque es en tales caídas donde percibo, gravemente, el estremecimiento y la desnudez inocultables del ser humano que se descubre enfrente. Y esa suerte de cariño de tan débil procedencia me atuvo tanto a él a lo largo del curso que no dudé en exceso cuando me propuso, hacia el mes de mayo, pasar un mes de vacaciones con su familia. La oferta, como corresponde, fue refrendada por sus padres en conversación telefónica con mi madre y, justo es decirlo, fue lo primero que me hizo sospechar que la rareza y soledad de Jaime no era solamente una cuestión de patio de colegio.
Jaime era un chico de complexión nerviosa, propenso a ataques coléricos, sanguíneo, de pómulos chupados y perfil aguileño, flequillo rebelde, remolino en la nuca, muy enjuto y cuyos estallidos de violencia se aproximaban como una tormenta lejana e inevitable, pues acostumbraba cuidar en exceso las formas, afectar serenidad y, al igual que las nubes oscuras se amontonan antes de la descarga, uno iba percibiendo poco a poco la tensión extraordinaria que electrizaba su propia calma hasta que el rayo hendía las nubes iluminando los volúmenes de la noche en que nos había sumido. En tales casos, y mientras expandía su miedo, yo aguardaba prudentemente, y sólo cuando los resplandores amenguaban, probaba, en tono seco y cortante para no disonar, a cinchar su ímpetu y abajarle el furor; y quizá porque esta clase de caracteres necesitan un complementario que les agüe las venas, finalmente se dejaba guiar por mí.
Ya en alguna visita a su casa, a la salida del colegio, pude comprobar que la atención que me deparaban sus padres también indicaba la ausencia de amigos en torno a Jaime. Yo era un muchacho ponderado y tranquilo, buen observador, muy sensible y, como bastantes hijos de viuda, poco amigo del empleo de la fuerza. Así pues, debían de considerarme un compañero no tanto ideal como manso, muy distinto a esos otros amigos que no parecían «trigo limpio», como comentaba burlonamente Jaime imitando el lenguaje de sus padres. Alcancé con el tiempo a saber que yo estaba considerado como un chico «modesto y bien educado»; bien pensado, no sé qué era peor. En fin, el caso es que cursaron oficialmente la invitación y la acepté con ganas, poniendo todo el empeño necesario para convencer a mi madre. La promesa del mar lo era todo para mí; era –y hoy no dejo de sonreírme por ello– el símbolo de la aventura, de la inmensidad constante y fascinante, era el coloso incógnito a cuyo territorio me acercaba la fortuna.
El primer signo de contrariedad apareció pocos días antes de mi partida, cuando, excusándose de un modo que me pareció excesivamente convencional, me anunciaron que no podrían acudir a recogerme a la terminal, por lo que debería pernoctar allí para, a la mañana siguiente, tomar un medio de transporte que me depositara en Solano, mi punto de destino. Dada mi natural introversión, aquello me pareció una barrera infranqueable, pues no era yo persona muy viajada –menos aún solo–, y la expectativa de aparecer avanzada la tarde en una ciudad absolutamente desconocida y, sin tiempo apenas, tomar una habitación en alguna pensión se me antojaba una aventura que superaba con creces mi modesta y asustadiza capacidad de desenvolvimiento.
Pero la timidez tiene sus contrapartidas, porque aún peor me parecía renunciar al viaje por aquello que, a fin de cuentas, mi lucidez se cuidaba muy bien de definir como una nimiedad; de este modo, el miedo al ridículo ante Jaime y su familia hizo que ocultase a mi madre las tremendas angustias que me producía el viaje, y un jueves a las ocho de la mañana me personé, tras un desangelado viaje en Metro plagado de horribles presagios, en los garajes de La Interprovincial para abordar el autobús. El temor a equivocarme de autobús y las agónicas luchas por superar el miedo a preguntar ayudaron a volverme el estómago del revés. Cuando el autobús enfiló la salida de Madrid me sentía como quien acaba de regresar sano y salvo del frente tras su primera entrada en combate; no hay nada mejor que la necesidad en soledad para templar un carácter. Después de haber sufrido toda clase de sobresaltadas premoniciones a lo largo del viaje, no me costó gran esfuerzo trabar conversación con los empleados de la terminal, y ellos me proporcionaron la dirección de una pensión económica regentada por viuda, de habitaciones tristes y huidizas, y que en mi euforia tomé por la primera consolidación de posiciones en mi arriesgado plan de poner pie en Solano.
Dos recuerdos tengo de aquella pernocta y ambos están, en cierto modo, ligados a la historia de aquel verano. El primero se refiere a la habitación; dados mis escasos recursos económicos –y la conciencia del esfuerzo de mi madre para subvencionarme dignamente el viaje y la estancia–, me vi obligado a alquilar una cama en habitación compartida. La patrona me informó escuetamente de que en la otra cama dormiría un señor que, como yo, estaba de paso. La idea de compartir una habitación con un desconocido me resultaba desagradable y poco higiénica y procuré adelantarme a él y recogerme pronto, de tal modo que cuando el tipo llegó yo ya estaba instalado en mi cama, en calzoncillos, y poco menos que conteniendo la respiración. Recuerdo muy bien que, con la inquietud propia de gente de escasos recursos económicos en las ocasiones en que hace un exceso, había introducido mi carterilla entre los genitales y el calzoncillo tras reflexionar que, si el tipo intentaba arrebatármela, ningún lugar tan sensible como ése para advertirlo inmediatamente. Del tipo no recuerdo más que su silueta y volumen y que tuvo la gentileza de no encender la luz para acostarse. Yo me hice el muerto durante mucho tiempo después de que dejara de rebullir en su cama, alerta como un ratón de campo antes de incurrir en la noche abierta. Y cuando el otro dejó hasta de roncar, yo seguía desvelado, tratando de conciliar el sueño, abandonado por todas mis fantasías hasta que, después de haberlo esperado tanto, debí de quedarme dormido sin darme cuenta, extenuado. Cuando abrí los ojos a la mañana siguiente, el tipo había partido ya.
El segundo, y por esta razón enlaza, es la propia noche. Como ya dije, siempre tuve miedo a la noche, un miedo que me impedía cerrar los ojos y alcanzar el sueño, no porque temiese algo en concreto, sino porque me producía una terrible sensación de inhospitalidad y desamparo. Mi madre solía aparecer varias veces, tan sólo a la puerta de mi cuarto, como si tratara de paliar la sensación de abandono, hasta que –supongo– comprobaba que yo dormía. Y mientras tanto, aguardando cada aparición de mi madre, para no sentirme solo tejía y tejía historias inventadas que siempre protagonizaba yo. Aquella noche en la pensión, en la que mi alerta o vigilia fue de otro modo que el habitual, percibí el primer síntoma de que, aunque levemente, algo iba a comenzar a cambiar. Pero sobre todo recordé la promesa de mi madre, una noche en la que no acertaba a encontrar el camino del sueño. Me explicó que el mundo está lleno de hijos del día e hijos de la noche y que sólo unos cuantos hijos del día consiguen adentrarse en el territorio de los hijos de la noche, pero, si lo logran, ese territorio es para ellos tan claro, de un modo distinto, como el día; yo la escuchaba maravillado y entonces ella me aseguró que yo llegaría a pisar ese territorio y así me haría dueño de mi propia vida.
Muy lejos estaba mi madre de suponer que aquel verano del 59 y el fúlgido encuentro con Regina Mayor vendrían finalmente a mostrarme el camino de entrada al territorio de los hijos de la noche.
La casa de los Mayor se alzaba en la plaza del Ayuntamiento, que ejercía de divisoria entre el pueblo antiguo y el nuevo. Asentada a la derecha del edificio municipal, al otro lado de la carretera vieja, y separándose de él en ángulo recto, lo superaba en envergadura y prestancia, como señal bien cierta de su preeminencia. Junto a ella, sucediéndose hasta la embocadura de la plaza, se alzaban dos villas de dos plantas, rodeadas también de jardín, aunque de menor empaque; y frente por frente, arrancando del costado izquierdo del Ayuntamiento, se levantaba una hilera de casas de vecindad de construcción posterior. Entre todas ellas tomaba lugar la plaza, en forma casi rectangular, circundada por una doble línea de plátanos y con templete de música en el centro.
La casa de los Mayor, a la que se accedía por una cancela que franqueaba el paso del jardín, era un edificio de dos plantas (piso bajo y principal) y tejado con buhardas. Una breve escalinata con baranda de piedra daba paso franco al pórtico con balaustrada que se convertía a la vez en azotea de un balcón del piso superior. La fachada presentaba a la izquierda un primer cuerpo más adelantado que comprendía todo su alzado, rematado en ambas esquinas con un machón de piedras a modo de cadena esquinera que subían de la faja a la cornisa. A partir del pórtico, bajo el que se hallaba la puerta principal, retrocedía en profundidad el segundo cuerpo del edificio. Un ventanal en el primer cuerpo y, en el segundo, una ventana de doble hoja a la derecha del pórtico daban luz al piso bajo. El principal mostraba en el cuerpo izquierdo, encima del ventanal, un solo balcón, muy amplio, con parteluz, dintel y arco de descarga justo bajo la cornisa, que hacía valer su prioridad sobre el resto de los ojos de la casa y que correspondía al dormitorio principal. En el segundo cuerpo se exhibían dos balcones, uno de ellos abierto a la azotea y el otro protegido por una simple barandilla de forja. El tejado, que mostraba un tragaluz sobre el primer cuerpo y dos buhardas sobre el segundo, estaba rematado por una airosa cresta; y entre espiga, veleta, chimeneas y florón se aligeraba alegremente la severa firmeza de la casa.
Tiempo más tarde, León recordaría que la casa le produjo una primera impresión semejante al majestuoso y relajado porte de los grandes felinos en reposo con la cabeza alta, la mirada al frente y el pecho al descubierto, los cuales tantas veces contemplara en los libros de animales del mundo que pertenecieron a la biblioteca de su padre. Acaso ese bello erguimiento en reposo se lo sugiriera, precisamente, el primer cuerpo adelantado, que, sin duda, le confería una distinción especial de la que carecían el resto de los edificios de la plaza. Era una construcción de principios de siglo muy bien conservada y cualquiera que caminase ante ella no dejaría de suponer que pertenecía a una familia principal, si no la mayor de aquel pueblo. La casa estaba separada de la verja de entrada por un pequeño jardín anterior, y tras ella se extendía un terreno inculto salpicado de manzanos y limoneros, cerrado con un muro en seco a cuya derecha se asentaba una casita de dos plantas que debió de ser para la servidumbre, hoy con frente de garaje y entrada lateral por medio de una escalera volada. Una tapia en ángulo recto venía desde la casita hacia la entrada principal, interrumpiéndose bruscamente a la altura de la fachada posterior del edificio; desde la tapia se extendía a la derecha un inmenso prado que, a juzgar por sus irregularidades, debió de haber sido antes maizal, cerrado también con muro en seco de piedra. Adosado a la tapia y con todo el prado a la vista, un techado a modo de porche permitía recogerse en completo aislamiento. En cuanto a la parte delantera, la que daba a la calle, la verja se extendía hasta los confines del prado en línea recta: ante la casa, cubierta de ligustros recortados apenas un palmo por debajo de las puntas del forjado; más allá, con hiedra y una desigual hilera de robles y acacias. En el prado, a distancia, para forzar la perspectiva, había plantados dos grupos de sauces contrapuestos, varias coníferas, un airoso conjunto de prunos y, cerca del techado, tres magnolios más separados entre sí.
En el jardín delantero, entre las coníferas, sobresalía un magnífico castaño de Indias de gran porte bajo el que se cobijaban tres bancos y una amplia mesa. Destacaban también poderosamente los macizos de hortensias que separaban el jardín del prado, así como la gran profusión de caléndulas rojas y anaranjadas en círculo, junto con las titilantes fucsias y unas elegantes calas de flor roja y oscura. Por fin, bordeando el basamento, se apretaban rosales trepadores, tagetes, geranios y santa ritas entremezcladas con la parra virgen que, como los rosales, llegaba casi hasta el antepecho de las ventanas del piso bajo. Las lantanas asomaban sus miríadas de florecillas de colores y ante la balaustrada de la puerta principal se alzaban unas bellísimas dalias granates.
La casa de Arturo Mayor se terminó de edificar en el mismo año de su nacimiento. Hasta entonces, los Mayor habían habitado siempre en la casa solariega, situada en la parte alta del pueblo. Solano nunca fue pueblo marinero y aquellos de sus hombres dedicados a la faena del mar –que eran los menos, pues se trataba de una comunidad eminentemente campesina– debían trasladarse al cercano puerto de Casal Santiago. Pero en el último tercio del siglo XIX, tras un crudelísimo invierno que inundó por dos veces Casal Santiago, destrozó el malecón y, dejando el puerto a merced de los vientos, destruyó más de la mitad de la flota pesquera, la situación de la ría de Solano –de amplia desembocadura, muy bien protegida y dotada de suficiente calado– hizo que un grupo de armadores la eligiesen para construir el nuevo puerto, así como una carretera de acceso desde Casal Santiago. Este acontecimiento, además de atraer nuevos vecinos procedentes de la industria pesquera, hizo que Solano se extendiera hasta el mar, dividiéndose así entre el pueblo alto y el bajo o, para otros, entre el antiguo y el nuevo, y levantándose el nuevo Ayuntamiento en el lugar exacto de la divisoria. Arriba persistieron agricultores y ganaderos; abajo, pescadores y comerciantes.
Pero el viejo Mayor tomó entonces la decisión de construir una nueva casa y, no decidiéndose a abandonar ni su influencia ni sus tierras en la parte alta, aprovechó un prado de considerable extensión que poseía junto a la que ya era plaza del Ayuntamiento para levantarla. Fue, durante mucho tiempo, la última hazaña de los Mayor, pues al comienzo de la dictadura de Primo de Rivera unas importantes ventas de tierras se emplearon en desafortunadas inversiones que dañaron considerablemente el patrimonio familiar, que ya no logró sobreponerse al desastre hasta que Arturo volvió de Argentina, en 1944, casado en segundas nupcias con Mariana Linazo. Al parecer, el padre de Arturo, hombre apocado –en contraste con el abuelo que, gran jugador y espíritu decidido, siempre logró reponer los agujeros que el naipe abría en su peculio–, fue inconvenientemente asesorado por un pretendido industrial bilbaíno quien, a la postre, no resultó ser socio nada más que para dar consejos, aportar ideas y embolsarse no despreciables cantidades de dinero, como intermediario, que nunca llegaron a figurar en el capital de la sociedad.
Hubo además, en aquella época, un suceso que conmovió al pueblo alto y en particular a la familia Mayor. Un cuñado del viejo Mayor, que era hombre un tanto dado al aventurerismo, mantuvo relaciones ilícitas con la mujer de uno de los más destacados miembros de la comunidad de Solano. Cuando estos amores se descubrieron, lo más que pudo hacer por él el viejo Mayor fue convocar, tratándose de contendientes de dignidad, a las fuerzas vivas del pueblo –incluyendo al agraviado– para ver de tomar una decisión acerca de su pariente; siguiendo una antiquísima tradición, optaron por expulsarle de Solano de por vida no sin antes obligarle a presentar las excusas y compensaciones que la otra parte considerara satisfactorias. Nadie sabe si fue la mal contenida furia del agraviado o el espíritu arrogante del cuñado del viejo Mayor, pero el caso es que el encuentro fijado para el ajuste se saldó con un pistoletazo y la huida del agresor, el cual sumaba así a la sentencia del pueblo una orden de busca y captura. Ello sumió al viejo Mayor en una consternación a la que nunca pudo ya sobreponerse y que dejó a su hijo Arturo, entre unas cosas y otras, en precaria condición económica. Sólo el advenimiento de la República y el posterior estallido de la guerra civil, que rompió tantas familias y obligó a rehacer tantas vidas, dispersaron la atención de todos, de forma que el hecho quedó relegado a la memoria general de los lances de honor.
Arturo Mayor alcanzó el grado de capitán combatiendo durante la guerra con el ejército de Franco, regresó a la vida civil y se vio obligado a emigrar a la Argentina empujado por el fallecimiento –sin descendencia para ambos– de su primera esposa. No había hecho muy feliz a la familia esta unión con una mujer que, con ser de origen hidalgo como ellos, aún aportó mayores penurias, por lo escaso de sus recursos, a las que ya se venían vislumbrando. Pero Arturo, hombre de carácter enérgico, no había admitido injerencias y contrajo matrimonio con ella. A su muerte en 1940, y a pesar de seguir conservando él una cierta influencia en los asuntos del pueblo, partió acompañado por su única hermana, Regina, con ánimo decidido, deseo de alejarse de la aflicción que suponía para él el recuerdo de la esposa muerta y la firme intención de rehacer la fortuna familiar codo a codo con aquel tío perseguido por un delito de sangre, el cual había prosperado allí notablemente y al que los años comenzaban a pesarle.
Nadie en el pueblo dudó que lograría hacer fortuna, pero nadie imaginó siquiera que, cuatro años más tarde, regresara casado con la hija de un rico terrateniente de origen español, compañero de su tío, y un hijo de un año de edad, Jaime. Mariana Linazo, con su notable belleza, causó sensación en Solano. Después, aunque sus negocios le obligaron a trasladarse a la capital de la provincia, mantuvo y mejoró la casa de Solano, haciendo traer incluso de la vieja casona solariega el escudo de la familia para empotrarlo en la fachada de la nueva y vendiendo finalmente aquélla; y tomó por costumbre establecerse en Solano –que comenzó a prosperar en la década de los cincuenta y a cuyo ascenso contribuyó decisivamente– durante los tres meses de cada verano.
A la casa de los Mayor se dirigía León una calurosa mañana de agosto de 1959, traqueteando carretera adelante en un autobús de línea, con la inestimable satisfacción de quien había salvado el último escollo en el accidentado camino que iniciara la madrugada anterior en Madrid y la plenitud de saber que cada uno de los mojones que distraídamente a veces, con fijeza otras, seguía con la vista le acercaba más y más a su tan deseado y soñado mar Cantábrico.
Antes pisé la casa, recuerdo, que vi el mar. La camioneta de línea paraba justamente enfrente del bar Tecla, en el amplio arcén de la carretera que antecedía al único lado del rectángulo de la plaza del Ayuntamiento libre de edificaciones. Recuerdo la llegada especialmente por dos cosas, porque el conductor era un tipo afable y al detenerse allí volvió la vista atrás y vociferó: «A ver, el caballerito de Solano», refiriéndose a mí, claro es; y acto seguido, su compañero descendió a buscar mi maleta con humor, con buen ánimo, lo que, por vez primera en todo el viaje, me produjo una sensación no tanto de confortabilidad como de frescura. Y también porque aguardándome junto a Jaime estaba el propio Arturo Mayor, quien me estrechó cordialmente la mano y se negó a que portase mi maleta. Yo arribaba a un mundo extraño, en el que nada de mi casa había que no fuera yo mismo, ni tan siquiera un desconchón, un color, una luz, una tienda de ultramarinos o una inflexión de voz. Aquellos dos gestos de reconocimiento e invitación me habían concedido el permiso para entrar en Solano.
Mi destino, al aposentarme, fue compartir el dormitorio de Jaime. Era una habitación amplia con breve balcón al jardín, situada justo encima de la sala de estar del piso bajo. Cada uno disponíamos de un armario de madera de estilo neomodernista, a juego con las camas, y dos mesillas que reproducían el caprichoso dibujo de las cabeceras. Había también un lavabo, aposentado en un pie de madera igualmente a juego, y pila en forma de palangana, con grifo, más toalleros a ambos lados y rejilla sobre el espejo para las toallas de baño. Por quién sabe qué razón, las formas curvas de la luna de cada armario permanecen en mi memoria como la quintaesencia del estilo tan ondulado como áspero de la habitación. Junto con la luz central, disponíamos de una de lectura sobre cada mesilla con el correspondiente interruptor en forma de pera. Lo más llamativo para mí, sin embargo, fue el olor; ya entonces lo definí –y así continúo sintiéndolo cada vez que lo percibo y reconozco– como un «olor a invitado»: en realidad es ese olor peculiar, entre rancio y grato, que la humedad, al actuar conjuntamente sobre la madera y el yeso, produce en las poblaciones del norte y noroeste de España.
Caminábamos hacia la casa por la breve acera que bordeaba las villas, cuando vi avanzar hacia nosotros a un tipo que me provocó una más que viva impresión y que, andando el verano, vendría a ser personaje crucial de los sucesos que yo había de presenciar. Era un tipo cuyas maneras me produjeron recelo; acaso fuera porque siempre me desagradó el exceso de efusión, que él manifestaba con una mezcla de prisa y necesidad, pero también su manera de mostrarse me recordaba algo parecido a un traje alquilado para una ocasión desacostumbrada. Voceó el nombre de Arturo Mayor estentóreamente y, al reparar en la maleta que aquél hubo de depositar en el suelo para corresponder a los saludos, algo acerca de que la juventud ya no es lo que era; me estrechó la mano mirando hacia otro lado y revolvió el pelo a Jaime, que se zafó con un gesto defensivo pero simpático. Mientras se enzarzaban en las palmadas, Jaime me echó a un lado; dijo: «¿Sabes quién es éste?». Me estuvo mirando con la suficiencia de un viejo y vanidoso explorador y añadió: «Pepín el Guapo, así que fíjate». Y luego, tan de media boca como antes, sentenció: «Es un tío».
De Pepín el Guapo no podía decirse, en sentido estricto, que pareciese un gañán. Abundaban en él, eso sí, muestras de dinero apresurado y apresurado cambio de condición, pero era hombre de complexión tan recia como esbelta y, aunque algo tripero ya, no desmerecía del apodo. Le traicionaban el grito cordial, la ropa y un verdadero garbanzo en el anular derecho. Se adivinaba en él un empuje que –hoy lo pienso, por más que me disguste– debió de hacer estragos entre muchas mujeres, una suerte de animalidad bien plantada sin merma de arrojo y con alguna gracia en el requiebro. Hacía notar que, con o sin arraigo, aquél era su lugar, su modo y su medio. Pepín el Guapo podía ser tan temible como afectuoso sin cambiar su gesto ni su territorio: quien debía definir esto era siempre el contrario, no él. Lo cual –lo advertí entonces y lo comprobé después– no valía con un hombre como Arturo Mayor.
Llegamos en seguida a la casa y, tras salir como pude de apuros en el trance de ser presentado, me refugié en la habitación para deshacer la maleta y serenarme un poco. Todo era para mí inhabitual, y la cortesía, por más que la cumpliera satisfactoriamente, me turbaba mucho. Recuerdo sobre todo que maldecía la hora de llegada por cuanto, al coincidir prácticamente con el almuerzo, me llevaba directamente de la camioneta a la mesa, sin tiempo para reponerme, para asentar un poco mi cuerpo, mis costumbres y mis temores, antes de una ceremonia nada fácil para un recién llegado –y por añadidura un tímido de fácil enrojecimiento– como era el almuerzo con los señores de la casa y ante el servicio.
De la comida no recuerdo acontecimiento relevante –aparte de ciertos sustos al servirme de las fuentes presentadas por la criada– y, callado como era, dispuse de tiempo para dedicar a la observación de la madre de Jaime. Doña Mariana era una mujer de especial belleza, sin duda, pero que, siendo extrañamente estática, mostraba tan de continuo un atisbo de coquetería que, a lo largo de la comida, me sumió en una nerviosa duda acerca de cuál sería en realidad su primer impulso, pues mantenía un interesante equilibrio entre ambas actitudes que, sin duda alguna, contenía el verdadero secreto, la muy excitante llamada de una personalidad que hacía de la oscilación y la duda el imperativo de su más profundo atractivo. Me dejó embobado con su precioso pelo entre rubio y castaño, los ojos almendrados y la muy fina nariz, recta y elegante como el mentón, o las orejas pequeñas y delicadas recogiendo, cual dos pequeñas camelias blancas, un cuello blanco, eso es cierto; pero no lo es menos que la contemplaba como quien contempla un lienzo inmóvil y enmarcado, al tiempo que se interroga sobre la simpatía de su viva y sorprendente llamada.
Tampoco se me escapó el trato, entre el arrobo y la fragilidad, entre la rosa y el vidrio, con que Jaime la señalaba. En muchas ocasiones, a lo largo del curso, Jaime se refirió a su madre con un entusiasmo que bordeaba la pasión, del mismo modo que jamás admitió una broma, por ligera que fuese, a costa de ella. Jaime sentía verdadera devoción por su madre y se percibía en todos los gestos cuando ella se encontraba a su alrededor. He de reconocer que eché mucho de menos, contemplando aquel flujo, el acogimiento de la mía, hasta el punto de llegar a sentir una especie de incomodidad que procedía de muy hondo, yo creo que de muy pequeño, y que desde luego no se atemperaba con la cordialidad que estaba recibiendo en aquella casa desde el momento mismo de mi llegada.
Al término de la comida –estas palabras pertenecen a mis más intensos recuerdos–, Arturo Mayor nos dijo, dirigiéndose a Jaime:
–Llegaos hasta el puerto y le enseñas a León el María Purísima; pero no volváis tarde porque esta noche viene tu tía Regina a cenar con nosotros.
La parte nueva del pueblo se extendía a lo largo de la carretera general y por ella caminaron León y Jaime durante casi un kilómetro, sobrepasando bloques de casas de dos y tres alturas y algún almacén de vinos o talleres de automóviles. La parte nueva hacía un curioso contraste con el pueblo viejo, tan delicadamente apegado a la ladera, en cuya mitad la iglesia señalaba la linde de un recogimiento que parecía formar parte indisociable del paisaje natural. León, apresurado, adelantaba de cuando en cuando a su compañero, teniendo que detenerse a esperarle mientras el otro le reprochaba las prisas. Y al fin, tras superar la mole extendida de una nave industrial rojiza y deslucida que estaba anexa a los almacenes del puerto, dieron vista al mar. León, a la carrera, sobrepasó el murete que señalizaba los límites y traspasó la entrada para carruajes.
El puerto, construido artificialmente aprovechando un ensanchamiento de la ría a menos de un kilómetro de su desembocadura, estaba constituido pura y simplemente por un doble muelle en ángulo recto; el primero de carga y descarga, provisto de carriles; el segundo, perpendicular a la ría, se bifurcaba; una parte descendía en rampa, haciendo las veces de embarcadero y varadero de botes de poco porte; la otra parte mantenía su altura hasta hundirse en la ría y se continuaba a sí misma en ángulo recto, ya a modo de malecón, terminando por constituirse en una de las puntas del abra que, tanto del lado de la dársena como del de la ría, permitía el atraque de embarcaciones, abarloando en ambos casos. Al término del cargadero, detrás de cuyos raíles se alineaban los depósitos, una especie de espigón bordeaba la tierra que se había ganado al mar e, internándose en la ría, acababa formando la otra punta del abra de modo un tanto peculiar, pues viraba bruscamente al hacer la punta y dirigía su cuerpo hacia la desembocadura de la ría, como un torpedo lanzado hacia el mar abierto que dejase tras de sí una abrupta y rectilínea estela de escollera.
Era un puerto que, aun sometido a la pleamar y bajamar de la ría, permitía el atraque tanto de la flota de bajura y los escasos veleros deportivos como de la flota de altura que a finales de mes arribaría en su casi totalidad para participar en las fiestas de Solano, como era tradición.
León, mudo, emocionado, escuchando la mareta sorda, llenándose del salitre, ojeando las gaviotas, oyendo el entrechocar de las embarcaciones abarloadas, mirando el agua perderse hacia el delta, camino del mar, sintió que comenzaba a percibir de otro modo el espacio, que todo su cuerpo era una caja de resonancia tan nueva y tan capaz que casi se tambaleó al advertirlo. Hasta que poco a poco se dejó llevar, dejó que todo ello le llamara, y al excitado embate comenzó a suceder una especie de pleamar que le inundaba con la perdurable belleza del mar atacando sin estruendo las grutas de un acantilado, entre empujones de agua, remolinos de espuma y el sordo y grato sonido del oleaje batiendo las paredes.
Sólo al cabo del rato, mientras recorrían el malecón y estudiaba detenidamente los barcos, se detuvo, a instancias de Jaime, para observar maravillado un esbelto velero de unos diez metros largos en el que a popa podía leerse el nombre de María Purísima.
–¿Ese barco es vuestro? –preguntó, boquiabierto y abrumado a la vez, León.
El día de mi llegada acabó siendo un día de intenso ajetreo. Yo no cabía en mi cuerpo del asombro y el gozo de contemplar el mar, aunque fuera sólo ría, porque la gran abertura de la boca ya me hizo intuir lo que, con mayor estupor, descubriría al día siguiente: la playa y el horizonte del agua. Volvimos por fin –Jaime tirando de mí– a media tarde, cuando ya no pude combatir su aburrimiento, que a mí me resultaba incomprensible. Además, la sola idea de poder pisar la cubierta del María Purísima, que se me antojó el velero más bello que uno pudiera imaginar, me produjo tan gran esperanza que estuve a punto de echarme a llorar.
En fin, volvimos a la plaza; ya en la casa deambulé tanto por ella, tratando de conocerla, que en éstas vine a captar dos detalles hasta entonces inadvertidos y que, sin embargo, le pertenecían como a uno le pertenece su respiración: el primero, los cuidadosos susurros con que el desplazamiento del cuerpo de casa llenaba los espacios, a la manera del reloj de péndulo; el segundo, el centro de flores de hortensia que súbitamente apareció en nuestra habitación y se renovó periódicamente, hiciera sol o tronara, conviviéramos en paz o se desatara el desastre, como si el transcurso del tiempo y el discurrir de la naturaleza quisieran afincar en nuestras habitaciones la armoniosa costumbre de la vida.
Estábamos sentados en el porche ante el prado, a la caída de la tarde, saboreando una cerveza que me parecía exquisita, cuando un revuelo a la puerta nos anunció que algún visitante acababa de llegar. No le di otra importancia que la inquietud propia de saludar a un desconocido que, paradójicamente, debía de ser un buen conocido de la casa; pero cuando al fin llegó hasta nosotros y me obligó a levantarme precipitadamente, cualquier sensación de inquietud fue sustituida por el anonadamiento, primero, y la turbación, después. No consigo recordar ahora con la intensidad de entonces la llamada del visitante, pero he de reconocer que actuó sobre mí con la eficacia del cuidado filo de una navaja de Taramundi.
Regina llegaba a cenar con nosotros. Apenas la hube saludado, me dejé caer en la silla y ya no le quité la vista de encima; ella debió de advertirlo porque, de vez en cuando, se dirigía a mí con una sonrisa entre pícara y expeditiva. Temo que mi recuerdo esté escorado por lo que le debo, pero me pareció una mujer tan extremadamente hermosa que aún ahora no puedo evitar un singular estremecimiento al pensar en ella.
Sus ojos establecían el centro de toda la viveza que emanaba de ella, misteriosos y luminosos. La suya era una mirada que cantaba y te fascinaba como vuelo de jilgueros. Su nariz era corta y algo respingona; la boca, extendida, de labios llenos; la mandíbula ligeramente cuadrada; las arrugas, profundas e íntimas. Llevaba el pelo –castaño oscuro– corto y tupido, peinado hacia atrás con gesto rebelde y entre el que las orejas, pequeñas y brincantes, asomaban como flores de correhuela.
Supongo que hablo, sobre todo, de la persona que sentí, pero lo cierto es que la vi como la sentí. Regina era la hermana menor de Arturo Mayor, así que debía de tener algo más de cuarenta años. Mas esa cifra, que por entonces me parecía propia de dinosaurios, ni por un solo momento la asocié con ella. Era, pues, de la misma edad que la madre de Jaime, aunque por su ligereza parecía más joven. Doña Mariana, cuya belleza se lentificaba en una elegante coquetería, no poseía el gesto tan móvil y, además, mantenía en su trato conmigo una actitud de madre-de-Jaime a la que Regina fue completamente ajena desde el primer momento. Yo, turbado como estaba, creo que no acerté ni a terminar la cerveza, y de pronto, con cualquier excusa, subí velozmente a la habitación para serenarme un poco.
Me encontraba en un estado de ánimo incomprensible para mí; porque no se trataba de un caso de enamoramiento, ni de idealismo, ni de despertar erótico. Aquella agitación no respondía a tales extremos, pero –y ya lo he meditado en numerosas ocasiones– pienso que, si bien no sabría definir el impacto, a poco que corrió el tiempo mi actitud vino a ser una mezcla de las tres cosas; o, dicho de otra manera, por vez primera mi olfato de recién estrenada juventud acababa de percibir el misterio tan milenario como vivo de la presencia de la mujer, ese lugar que, en un determinado momento en la historia de cada cual, es único, inocente y, como tal, irrepetible.
La cena vino a ser un suplicio por cuanto me costaba apartar la vista de Regina y, cada vez que ella recogía mi mirada, yo estaba en berlina, según mi sentir. Además, con esa especial malicia de la pubertad agriada, Jaime acabó por percatarse de ese trastorno y de cuando en cuando me lanzaba tales miradas referidas a Regina que terminé deseando que me tragara la tierra. Así como recuerdo minuciosamente gran cantidad de sucesos de aquel verano, una de las cosas que evidentemente no recuerdo en absoluto es el menú de aquella noche. En fin, la sobremesa no se prolongó y subimos pronto al dormitorio porque la madre de Jaime decidió que yo debía de estar rendido con tanto viaje. Por diversas razones, ésa acabó siendo una noche toledana para mí y preludio de lo que me esperaba.
Ya muy tarde, cuando Jaime dormía a pierna suelta después de haberse reído de mí con ganas a propósito de su tía y mi embobamiento y yo mantenía el insomnio con una resignación molida, escuché ruidos inequívocos en el dormitorio contiguo, el que daba a la azotea. No me costó mucho deducir que Regina se disponía a acostarse. Seguí todos sus movimientos como acólito en misa: los pasos, el mullido de la cama, otros que me parecieron rozamientos de ropa, el chasquido de un par de fósforos y, finalmente, el sonido inequívoco de una falleba corriéndose. Regina había debido de salir a la azotea, porque dejé de oír sus pisadas, y mi imaginación empezó a correr como un caballo desbocado. Por fin, tras unos minutos de intensa lucha, amagué una salida de la cama. La sola idea de que Jaime despertase de pronto y sorprendiera mi furtiva intención me aterraba. Los jeribeques que hube de hacer para evitar los chirridos del somier perviven en mí como la viva imagen del sobresalto. A medida que me acercaba con absoluto sigilo, heroicamente, a la ventana, volviendo la vista cada segundo hacia Jaime dormido, el corazón comenzó a latir como una graja espantada. Las contraventanas, afortunadamente, sólo estaban entornadas y, muerto ya, aventuré la mirada.
Era una espléndida noche de luna que azulaba luminosamente el espacio. La luna no pude verla, pero a Regina sí: estaba apoyada de manos en la baranda, mirando el cielo; se cubría tan sólo con el camisón, y a la claridad de la luna revelaba la forma de su cuerpo con una silueta tan esbelta –y, por la caricia de la luz, tan cálida– que no pude soportarlo y, abandonando toda precaución, volví precipitadamente a mi cama, temblando como una hoja.
Terminada la cena, Mariana apresuró la subida de los muchachos al dormitorio y detuvo las protestas de Jaime arguyendo el natural cansancio que, tras el viaje y las emociones del día primero, debía de pesar lógicamente sobre León. Éste, que nada deseaba tan poco como irse a dormir, no intentó ofrecer la menor resistencia porque, en buena medida, necesitaba un rincón donde templar y ordenar sus sensaciones sobre Regina. La nueva cascada de protestas de Jaime sólo obtuvo como resultado una enérgica orden de Arturo Mayor de subir al dormitorio, lo que León con alivio y Jaime con mal disimulado enojo aceptaron de una vez.
Los chicos se demoraron razonablemente en cumplir sus abluciones, pero al cabo y sin otro remedio, enfundados en sus pijamas, optaron por introducirse en sus respectivas camas manteniendo encendidas las luces de ambas mesillas de noche. Estando así, extendidos y relajados, fue Jaime quien primero rompió a hablar:
–Oye, tú, hay que ver cómo te comías con los ojos a la tía Regina.
–¿Quién? ¿Yo?
–No, tu abuela.
–Anda, cállate ya.
Jaime dejó pasar un tiempo. Luego dijo:
–Te advierto que a lo mejor te la trincas.
–Oye, ¿te quieres callar?
–Bueno, pues entonces no te cuento nada. ¿No te fastidia el finolis?
El silencio de León sólo se mantuvo durante breves segundos.
–¿Contarme qué?
–Anda, mira el que no se fijaba.
–¿Sabes lo que te digo? –comentó León–, que te den por saco.
–Pues según quién, porque lo que es la tía Regina no me gusta ni un pijo.
–Ya, macho, a ti lo que te gusta es cada guarra...
–De guarras nada, tías que saben, macho.
–Bueno, ¿me lo cuentas o qué?
–¿Lo de la tía Regina? Pues hablando de guarras, dicen que hizo de todo cuando estaba en Argentina.
–Pero tú qué sabrás, so gilipollas. Y además eres un mierda por llamar así a tu tía.
–Igual que tú lo de mis guarras, ¡no te joroba!
–No es lo mismo, porque no son de la familia, imbécil.
–Sí, sí. Lo que pasa es que te ha gustado.
–¿A quién? ¿A mí?
–Bueno, anda, muérete por una esquina, pasmado.
León contenía a duras penas su indignación ante el apelativo con que Jaime calificaba a Regina, e incluso de buena gana habría saltado a sacudirse con él si no fuera porque las insinuaciones de Jaime referidas a la Argentina le hacían arder de nervios, miedo y curiosidad. Pero decidió mantenerse firme, sin apagar la luz, esperando que el otro retomara la conversación. Pasó un buen rato hasta que Jaime se decidió al fin:
–Oye, tú, que yo sólo digo lo que cuentan por el pueblo.
–¿Y qué pasa? ¿Que todo el pueblo ha estado en Argentina? –contestó León con aire desafiante.
–Y yo qué sé. Lo dicen y ya está –meditó un momento–. Además, hay un tío en el pueblo que estuvo en Argentina cuando mi padre y la tía Regina; así que vas y se lo preguntas a él.
–¿Ah, sí? No me digas. ¿Y cómo se llama?
–Se llama... –Jaime titubeó–, se llama no-sé-cómo, pero le dicen Lobero.
–¿Lobero? –preguntó León en el colmo de la incredulidad.
–Sí, Lobero, ¡qué pasa!
–Bueno, macho, no te pongas así; es que es un poco raro.
–Porque de mozo se dedicaba a cazar lobos, so cretino.
–Eso sería en tiempos de la Reconquista.
–Eso fue antes de la guerra, listo, que eres un listo.
León permaneció meditabundo, sospechando que acababa de recibir un buen cate.
–¿Y Lobero es el que dice eso?
–No, él no dice nada, pero todo el mundo dice que sabe mucho. Es como un aventurero, ¿sabes?, un tío al que le ha pasado de todo. Pero –reconoció– la verdad es que de la tía Regina no dice nada cuando le preguntan –y añadió–: Me lo contó el que viene a segar el prado, bueno, él no, su nieto. Y, además, a mí qué me importa –concluyó.
–Oye, macho, lo siento, joer.
–Si da igual.
A León le impresionó que esta última observación de Jaime estuviera cargada no de desprecio, o escepticismo, sino del cansancio de quien baja la guardia. La conversación se había desanimado repentinamente y el propio León juzgó lo mejor permanecer en silencio, rebullendo entre las sábanas. De pronto, el abrigo del lecho le proporcionaba por vez primera una sensación de relajamiento y paz. Tan sólo duró unos minutos, porque en seguida le asaltaron toda clase de pensamientos relacionados con Regina; sin embargo, mantuvo su silencio.
Estando en éstas, escuchó una fuerte espiración junto a él. Giró el rostro hacia Jaime, interrogante. Su compañero se hallaba tendido de espaldas, inmóvil, con las manos entrelazadas bajo la nuca y mirando al techo con aire ausente. Continuaba observándolo cuando volvió a escuchar la espiración, ahora sobre su cabeza. Incorporándose de inmediato, algo asustado, preguntó:
–¿Qué ha sido eso?
–¿El qué? –contestó Jaime saliendo de su ensimismamiento.
–Eso ––