FRANCESC TORRALBA ROSELLÓ
¿QUÉ ES LA DIGNIDAD HUMANA?
Ensayo sobre Peter Singer, Hugo Tristram Engelhardt y John Harris
Herder
Diseño de la cubierta: Morivati
© 2005, Francesc Torralba Roselló
© 2005, Herder Editorial, S.L., Barcelona
ISBN: 978-84-254-2790-9
La reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.
Herder
www.herdereditorial.com
ÍNDICE
I. INTRODUCCIÓN: EL LABERINTO DE LA DIGNIDAD
1. El debate sobre la dignidad
2. Antropología filosófica y ética
2.1. Sentidos de la ética
2.2. De los fundamentos a los acuerdos pragmáticos
2.3. Las preconcepciones latentes en la bioética
3. Dignidad y polisemia
3.1. Una urdimbre de significados
3.2. ¿Qué significa la expresión morir con dignidad?
3.3. La dignidad, ¿una palabra vacía?
4. Discursos de la dignidad
4.1. La dignidad del anthropos. De Aristóteles a los estoicos
4.2. La dignidad del homo. Santo Tomás de Aquino
4.3. La dignidad del uomo. Pico della Mirandola
4.4. La dignidad como fin en sí mismo. Immanuel Kant
4.5. La dignidad como autodominio. Friederich Schiller
4.6. La dignidad como orden y relación. Johan Gottlieb Fichte
4.7. Dignidad humana y biotecnología. Habermas frente a Slöterdijk
5. Tres sentidos de dignidad
5.1. Dignidad ontológica
5.2. Dignidad ética
5.3. Dignidad teológica
II. EL CONCEPTO DE PERSONA EN LA OBRA DE PETER SINGER
1. Alegato contra las deontologías clásicas
2. Seres humanos y animales
3. La perspectiva de la ontología simétrica
4. Peter Singer, Charles Darwin y Teilhard de Chardin
5. Seres humanos y animales tienen intereses
6. Racionalidad y dignidad
7. El imperativo de reducir el sufrimiento. Lectura de Jeremy Bentham
8. El racismo y los intereses de especie
9. La experimentación: animales humanos y no humanos
10. Crítica a la sacralidad de la vida humana
11. Deconstruir el antropocentrismo occidental
12. ¿Qué significa ser persona?
13. Peter Singer y Michael Tooley. Afinidades y diferencias
14. Consideraciones críticas
14.1. Las premisas singerianas a examen
14.2. La falacia naturalista en Singer
14.3. Crítica de la recepción de Darwin
14.4. Crítica desde la antropología fenomenológica
14.5. La capacidad de ser un yo
14.6. El especieísmo a examen
14.7. Crítica desde la teología de los animales
14.8. ¿Tiene derechos la tierra?
14.9. ¿Afinidades entre Singer y la Iglesia Católica?
III. EL CONCEPTO DE PERSONA EN LA OBRA DE H.T. ENGELHARDT
1. La ética en un mundo secular y postmoderno
2. La propuesta principialista de Engelhardt
2.1. El principio de permiso
2.2. El principio de beneficencia
2.3. El principio de propiedad
2.4. El principio de autoridad política
3. La recepción del pensamiento de Robert Nozick
4. Personas en sentido estricto
5. Personas humanas y personas no humanas
6. Personas en sentido lato
7. Personas dormidas y corporeidad
8. La bioética cristiana según Engelhardt
9. Consideraciones críticas
9.1. Rasgos de la persona
9.2. La persona como nudo de relaciones
9.3. El embrión y el adulto que duerme
9.4. El riesgo de inhumanidad
9.5. Deconstrucción de los aprioris engelhardtianos
9.6. La persona como singularidad abierta
9.7. El beneficio de la duda
9.8. La persona como entidad nouménica
9.9. Crítica del imperativo tecnológico
9.10. Crítica al principialismo engelhardtiano
9.11. Anotaciones desde el personalismo ontológico
9.12. La tensión entre beneficencia y principio de permiso
IV. EL CONCEPTO DE PERSONA EN LA OBRA DE JOHN HARRIS
1. ¡Ser o no ser persona! Ésta es la cuestión
2. ¿Qué significa valorar la propia existencia?
3. La vida humana es un continuum
4. El argumento de la potencialidad
5. Prepersonas, personas y expersonas
6. La recepción del utilitarismo
7. La identidad personal es relación
8. Consideraciones críticas
V. EL CONCEPTO DE PERSONA. SÍNTESIS HISTÓRICA
1. Elementos para una historia del concepto
2. Perspectiva teológica. La persona como imagen de Dios
2.1. El ser con forma divina
2.2. Interpretaciones de la imagen
2.3. Expresiones antropológicas de la imagen de Dios
3. Perspectiva ontológica. La persona como substantia
3.1. Idea de sustancia como esencia
3.2. Idea de individualidad
3.3. Idea de racionalidad
3.4. Idea de potencialidad
3.5. Idea de alma
4. Perspectiva personalista. La persona como relación
4.1. Los antecedentes filosóficos
4.2. La persona como relación ad intra
4.2.1. Soeren Kierkegaard: la persona es relación consigo misma
4.2.2. Ludwig Feuerbach: la persona es conciencia del infinito
4.3. La persona como relación ad extra
4.3.1. Martin Buber: la persona como encuentro yo-tú
4.4. La persona como tendencia hacia
5. Nuevas articulaciones filosóficas
5.1. Xabier Zubiri: personeidad y personalidad
5.2. María Zambrano: persona como horizonte del ser humano
5.3. Adela Cortina: persona como interlocutor válido
Epílogo: Hacia un concepto inclusivo de persona
Bibliografía
Notas
Más Información
Capítulo I
Quizás lo más pedagógico para mostrar la preocupación central de este libro sea empezar con una anécdota de clase. En una ocasión pregunté a mis alumnos de Antropología Filosófica si podíamos considerar a un ser humano más digno que a una lechuga. Naturalmente, como era de esperar, todos contestaron que sí. Inmediatamente después, les invité a que argumentaran racionalmente su postura. Traté de hacerles ver que su argumentación debía ser lo más objetiva posible, que tenían que evitar consideraciones de tipo gremial o afectivo. Es decir, debían mostrar, con argumentos sólidos, que, realmente, el ser humano tiene más valor ontológico que una lechuga, o dicho de otra manera que la pérdida de un ser humano –de cualquier ser humano– significa una pérdida muy superior, incomparablemente superior, a la pérdida de una lechuga –de cualquier lechuga.
Aceptaron gustosamente el reto, aunque muchos pensaron que la pregunta era de perogrullo. Luego, a través del diálogo que se generó posteriormente, se dieron cuenta de que la cuestión no era tan banal como parecía ser a priori y que no era nada fácil hallar argumentos objetivos sin caer en consideraciones antropocéntricas. Un alumno se levantó y trató de convencer al resto de la clase de que el ejercicio era imposible, pues según su argumentación toda consideración sobre la temática estaba preñada de subjetivismo y que, por ello, era imposible hablar neutralmente de la diferencia óntica entre persona y lechuga. «Para poder contestar correctamente a la pregunta del profesor –decía– tendríamos que saber lo que es una lechuga por dentro, deberíamos ponernos en su perspectiva, y eso es materialmente imposible.»
A partir de esa intervención, se generó un fecundo diálogo en torno a las capacidades de conocimiento del ser humano y las posibilidades de explorar el tema sin apriorismos. Una vez más se puso de manifiesto que las preguntas más inocentes se convierten, a menudo, en las preguntas más arduas y que en ellas están en juego conceptos fundamentales que raramente ponemos en cuestión en la vida cotidiana. También les pedí que no argumentaran a partir de precomprensiones de tipo religioso, sino que en su argumentación hicieran el esfuerzo de no aludir a la autoridad de ningún texto considerado sagrado o revelado en el conjunto de una determinada tradición, y que hurgarán en su racionalidad y buscaran argumentos concluyentes de carácter racional. Se trataba, pues, de buscar una argumentación de tipo objetivo y lo más universalmente compartida.
Les propuse que dedicaran unos minutos a pensar los argumentos y así lo hicieron. Se reunieron por grupos y fueron apuntando las razones de la dignidad superior de la persona. La mayoría de ellos se refirió a la naturaleza racional del ser humano como ingrediente esencial de la condición humana y como argumento decisivo para mostrar que la vida humana es más válida y más digna de respeto que la de una lechuga. Alguno, en su argumentación, citó a Aristóteles para dar más consistencia a su tesis: «Como decía Aristóteles –dijo un alumno “cultivado”– el ser humano es un animal que tiene logos». Otros aludieron a René Descartes. «Como decía el padre del racionalismo moderno –proclamó otro– el ser humano es un être de raison.»
La argumentación que a grandes rasgos plantearon rezaba de esta manera: primero, el ser humano es un ser viviente y racional. Segundo: la lechuga es un ser viviente, pero no es racional. Tercero: la racionalidad representa un elemento de calidad en la vida de todo ente vivo. Conclusión: el hecho de que la lechuga no lo tenga la sitúa en un plano de inferioridad respecto al ser humano, que sí que tiene esta nota esencial.
Desde un punto de vista lógico, la argumentación resultaba ser impecable. Sin embargo, empezó una discusión que se refería a la primera y a la tercera constatación. Algunos pusieron en tela de juicio la pretendida racionalidad del ser humano. Se refirieron a muchos hechos humanos donde la racionalidad está ausente o, cuando menos, parece oculta: fanatismos, violencia, crueldad, resentimiento, oscurantismo, sectarismo… Otros pusieron en entredicho que el hecho de la razón tuviera que ser considerado un elemento de calidad en la vida de un ente. «¿Por qué –decía uno– debe ser más respetado un ser racional que un ser irracional? ¿Por qué –decía otro– debe ser más digna de respeto una vida racional que una vida vegetativa? ¿No será –añadía un tercero– que nos interesa que sea de esta manera?».
Otro alumno se levantó y dijo, en la línea del primero, que no podíamos responder a la pregunta, porque en tanto que humanos estábamos demasiado implicados en la cuestión. «Lo ideal –añadía– debía ser que la respondiera un agente imparcial, alguien que no fuera humano ni vegetal y que pudiera ponderar las razones sin tomar partido.» La mayoría asintió con la cabeza. En aquel instante me percaté de que, en pocos momentos, esa idea clara, distinta y evidente, la de la superioridad de la persona respecto a la de la lechuga, se convertía en algo problemático. Se había cumplido mi objetivo.
Según estas observaciones, la pretendida superioridad ontológica del ser humano en relación con la lechuga era una consideración de tipo antropocéntrico. Si una lechuga hubiera argumentado, quizás hubiera dicho que el hecho de tener el color verde es un elemento de calidad superior al hecho de ser racional. Naturalmente no lo hubiera podido hacer, por ser carente de racionalidad. De lo que se trataba era de buscar argumentos objetivos y no meros pretextos para justificar la superioridad de la especie humana.
En el decurso del diálogo, no se cuestionó el concepto de racionalidad, pero sí que fue discutida la primera aseveración, a saber, la de si el ser humano puede ser considerado, stricto sensu, como un ser racional. Algunos alumnos consideraron que era excesivo suponer que el ser humano es racional a la luz de los comportamientos irracionales, sectarios y fundamentalistas que abundan por doquier. Se prodigaron en ejemplos de irracionalidad, tanto de épocas pasadas como del presente. Se hizo el silencio por unos momentos, pero los defensores del argumento de la racionalidad afirmaron que el hecho de que el ser humano tenga eso que se denomina racionalidad no significa, ni mucho menos, que siempre la utilice en su vida práctica. Aceptaron que en el ser humano hay también mucha irracionalidad, oscurantismo e infamia, pero no por ello debía negarse la dosis de racionalidad que hay en él. «La ciencia, las artes, la literatura y las instituciones –decían– son expresiones de la racionalidad humana y, sin ella, éstas no existirían.»
Otros argumentaron a partir de la noción de libertad. «El ser humano es libre –decían–, puesto que tiene capacidad para orientar su futuro, para decidir lo que desea hacer, creer y pensar, mientras que la lechuga, al carecer de voluntad y de razón, es incapaz de vivir libremente.» A raíz del argumento de la libertad, se generó un improvisado debate en torno al determinismo e indeterminismo. Algunos que defendían, al principio, el argumento de la libertad tuvieron que echarse atrás frente a las observaciones de tipo determinista que les hacían sus compañeros de clase. Al final, consideraron que la libertad humana no era infinita, ni absoluta, sino relativa y circunstancial, pero aun así defendieron que en el ser humano se podía detectar una cierta libertad, un yo capaz de decidir, cosa que era imposible observar en la lechuga, pues ésta vivía completamente determinada por las directrices de su especie.
Otros se refirieron a la cuestión de la vida emocional. «El ser humano –decían– es un ente capaz de amar y de odiar, de enamorarse, de desesperarse, de sentir emociones intensas o débiles, de establecer relaciones con los otros y vínculos emocionales y, por ello, tiene más valor y es más digno de respeto que una lechuga.» Según esta línea argumental, el hecho emocional, la posibilidad de sentir y de expresar emociones, debía considerarse como un plus de la especie humana, como un valor en sí en el conjunto de la naturaleza. De ahí se deducía la idea de que la pérdida de un ente capax amoris era mucho más grave que la pérdida de un ente vivo, pero incapaz de sentimientos.
El argumento también fue objeto de una larga discusión, pues algunos consideraron que determinadas emociones del ser humano no eran precisamente positivas, sino todo lo contrario, y que de ninguna manera podían considerarse las emociones como argumento de superioridad ontológica. «El ser humano –decían– es capaz de amar, pero también puede sentir odio, ira, resentimiento y deseo de venganza, y ello, cuando no hay límites en la expresividad, tiene manifestaciones muy graves en relación con los otros seres, no sólo humanos, sino también no humanos. Una lechuga –concluyeron– no puede amar, pero tampoco puede odiar, ni sentir ira.» A partir de ahí, mostraron cómo el ser humano es capaz de generar una magnitud de mal muy superior a la que puede generar una lechuga a lo largo de toda su vida, o un campo de miles de lechugas.
Al escuchar esta objeción, tuvieron que modificar algunos de sus planteamientos, pero afirmaron que el ser humano es emocional, aunque ello no significase, necesariamente, que las emociones sean, per se, positivas, y que, en cualquier caso, la posibilidad de sentir, fuere lo que fuere, debía considerarse como un valor superior y un dato objetivo para argumentar a favor de la primacía ontológica y ética de la especie humana en relación con la vida vegetativa.
Traté de hacer de abogado del diablo y mostrar la debilidad de algunas de estas argumentaciones. Les hice ver que había seres humanos que, por razones de orden patológico, eran ya incapaces de ejercer su facultad racional, es decir, de pensar y actuar conforme a la razón. También les mostré que había seres humanos incapaces de autodeterminarse y vivir conforme a sus directrices racionales. Les puse ejemplos reales de seres humanos que son incapaces de expresar sus sentimientos, de mostrar su afectividad, que, de hecho, son incapaces de vida emotiva.
Algunos consideraron que estos seres humanos ya no debían ser considerados, propiamente, como seres humanos, puesto que no desarrollaban las funciones propias de un ser humano tal y como las habían considerado. Otros dijeron que esos seres humanos no podían ser considerados, stricto sensu, como personas. Finalmente, hubo un grupo que defendió la idea de que todo ser humano debe ser objeto de respeto, aunque su forma de vida no sea muy distinta de la vida vegetativa. ¡El debate estaba servido!
Cuando les pregunté a estos últimos por qué debían ser respetados, a pesar de no realizar ninguna de las funciones propias de lo que sus compañeros denominaban una persona, stricto sensu, se callaron. Sólo uno se refirió al argumento teológico. Dijo: «También son seres creados a imagen y semejanza de Dios». Entonces le recordé que el ejercicio filosófico que les estaba proponiendo sólo podía desarrollarse con argumentos «estrictamente» racionales («en el caso de que los hubiere», pensé en mis adentros). El caso es que la mayoría no estaba de acuerdo en considerar a esos seres humanos como pura vida vegetativa, pero no tenía argumentos para defender la pretendida superioridad ontológica y ética de dichos seres humanos. Hasta aquí el ejercicio.
Unos días después del debate, pensé que era el momento de plantear otra cuestión todavía más difícil. Les propuse una interrogación muy directa: «¿Por qué eres más digno tú que un chimpancé?» Algunos se rieron y se acordaron de la lechuga, otros pensaron que esta pregunta era más compleja que la primera. Se dieron cuenta de que ya no había tanta distancia entre la vida de un chimpancé y la vida de un ser humano. Algunos llegaron a decir que no estaban de acuerdo con la formulación de la pregunta, pues consideraban que no era más digno un ser humano que un chimpancé, sino igualmente digno de respeto.
Los que aceptaron el reto trataron de argumentar, otra vez, a partir de la racionalidad, pero algún estudiante lúcido mostró al resto de sus compañeros que el chimpancé también es capaz de una cierta vida inteligente, de un cierto ejercicio de la razón, y que la racionalidad no debía considerarse un patrimonio exclusivo de la especie humana, sino que también había otros mamíferos que participaban de ella. Además, afirmó que había seres humanos incapaces de pensar, de razonar y de argumentar. También les hizo ver que algunos mamíferos superiores tenían más capacidad mental que algunos seres humanos vulnerables. En aquel momento me pareció estar escuchando a Peter Singer o Hugo Tristram Engelhardt en el aula. Aquel estudiante no había leído a ninguno de estos pensadores contemporáneos, pero se ubicaba, sin saberlo, en una línea discursiva muy similar.
También se desencadenó una larga discusión en torno a la vida emocional del chimpancé. La mayoría reconoció que también en los mamíferos superiores puede detectarse una cierta vida emotiva y que, por lo tanto, la emocionalidad tampoco tenía que ser considerada un atributo exclusivo del ser humano, sino un rasgo que compartían otros seres. Algunos trataron de mostrar cómo el modo de sentir en el ser humano no es el mismo que en otros mamíferos, y que ello debía considerarse como elemento de superioridad.
Con la pregunta sobre el chimpancé, muchos empezaron a cuestionarse, seriamente, si de hecho había o no diferencia cualitativa entre aquel mamífero y un ser humano. Pocos habían leído El origen de las especies de Charles Darwin, muy pocos tenían conocimiento de la teoría sintética de la evolución y prácticamente ninguno estaba al corriente de las reveladoras aportaciones del Proyecto Genoma Humano. Les hice ver que, si no había una diferencia cualitativa entre ambos, tampoco tenía sentido mantener una diferencia de dignidad ontológica entre uno y otro. O dicho de otra manera, que defender la superioridad humana sin razones de peso podía ser el resultado de un interés gremial, de un corporativismo de especie mal entendido y, además, injustificado racionalmente.
Les intenté hacer ver que sólo tenía sentido afirmar que el ser humano era más digno de respeto que un chimpancé si, realmente, había argumentos objetivos y patentes de que la vida de un ser humano –del que fuere– tiene más valor intrínseco, en sí y por sí mismo, que la vida de un chimpancé, de la subespecie que fuere. Si no era así, ¿por qué debíamos considerar a un ser humano más digno de respeto que a un chimpancé?
A través de estos ejemplos, tratamos de introducir la cuestión central del libro que el lector tiene en sus manos. Lo que proponemos llevar a cabo en las páginas que siguen es explorar el concepto de dignidad humana y de persona de un modo exhaustivo. Desde hace ya algún tiempo, se nos plantean una serie de interrogantes que no podemos dejar de formular y tratar de responder de una manera racional. Es posible que no tenga la respuesta adecuada y pertinente a algunas de estas preguntas que laten en mi fuero interior, pero me siento llamado, por honestidad intelectual, a plantearlas racionalmente y a pensarlas abiertamente. Quizás de este modo, se pueda iniciar un diálogo filosófico con otros interlocutores que padecen el mismo tipo de inquietudes.
Algunas de las afirmaciones clásicas de la antropología filosófica deben ser repensadas y reformuladas de nuevo a la luz de los logros de la biología, la primatología, la genética y la embriología. Con demasiada frecuencia, la antropología filosófica se ha desarrollado al margen de los avances de las otras ciencias humanas y ello, naturalmente, ha tenido y sigue teniendo consecuencias muy graves. No se trata de elaborar una antropología filosófica a imagen y semejanza de la ciencia, es decir, dependiente de la última revelación científica, porque entonces carecería de una mínima autonomía disciplinar, pero sí que es necesario pensar la consistencia intelectual de determinadas tesis antropológicas a la luz de los últimos desarrollos científicos que atañen directamente a la condición humana, la materia prima de la antropología filosófica.
Algunas de las tesis de esta disciplina se siguen fundamentando en el paradigma occidental, es decir, en la filosofía del mundo grecorromano y en la tradición de corte judeocristiano, pero desde hace algunos lustros estas tesis, que jamás habían sido formalmente cuestionadas, son objeto de discusión por parte de pensadores, bioeticistas y científicos muy relevantes de nuestro mundo.
Frente a este desafío, el filósofo no puede permanecer indiferente, como si dichas objeciones no existieran, sino todo lo contrario. Santo Tomás, en la Suma Teológica, analiza en cada cuestión las objeciones a su tesis fundamental. En el Videtur Quod, la primera parte de la Cuestión, introduce de un modo ordenado y sistemático las dificultades que se le plantean a la hora de defender una determinada tesis. Posteriormente, en el Respondeo dicendum, expone su tesis lógicamente y responde una a una a las objeciones planteadas. El esquema que subyace en este libro es el de una cuestión disputada, pues, primero se exponen ordenadamente las objeciones y, posteriormente, se intenta dar respuesta a ellas. La cuestión central de este libro podría sintetizarse en un par de interrogantes: ¿por qué la persona es el ser más digno de la realidad natural? O dicho de otra manera: ¿Por qué la persona tiene una dignidad intrínseca?
En la actualidad, detectamos planteamientos filosóficos que cuestionan esta tesis y no sólo la tesis, sino las nociones implícitas en la tesis: la misma idea de persona y de dignidad. El filósofo trata de enfrentarse a estas dificultades y responder, si es capaz, a cada una de estas interrogaciones. Sólo enfrentándose a ellas, puede ir más allá de los límites de su pensamiento y sopesar la hondura de su perspectiva intelectual y la solidez de sus argumentos. También el bioeticista debe cuestionar la antropología latente en su discurso y en el discurso ajeno y debe ser capaz de suficiente autocrítica como para poder ponderar la base racional de sus fundamentos filosóficos. Este libro pretende ser, humildemente, una contribución al análisis crítico de las nociones de persona y de dignidad.
Se trata en el fondo de pensar lo que ya damos por pensado. Muy frecuentemente, lo que ya damos por pensado resulta ser lo más difícil de pensar, de argumentar y de justificar. Damos por pensado, por ejemplo, que el mundo exterior es tal como lo vemos y, sin embargo, como se ha puesto de relieve a lo largo de la teoría del conocimiento occidental, el mundo exterior puede no ser idéntico al mundo tal y como lo captamos a través de los sentidos externos, sino algo (la cosa en sí) distinto, o incluso radicalmente diferente de cómo lo vemos, lo apreciamos y lo sentimos. El debate en torno al realismo y al idealismo y sus múltiples ramificaciones (idealismo trascendental, idealismo absoluto…) se generó, precisamente, al poner en tela de juicio lo que ya dábamos por pensado y resuelto, a saber, que el mundo era tal como lo veíamos.
Damos por supuesto, también, que el ser humano es un ser dotado de una dignidad intrínseca, que es un ser autorreflexivo, racional, libre y social; pero estas ideas tan claras y meridianas sobre el ser humano son muy discutidas por algunos filósofos actuales. Y no sólo por pensadores de hoy, sino que en otras tradiciones culturales, lejanas del paradigma occidental, también son objeto de múltiples críticas. Esta tarea de la interrogación es consustancial al ejercicio filosófico. Difícilmente puede existir algo así como la filosofía sin esta actitud interrogativa, que pone en tela de juicio el sistema de preconcepciones y prejuicios de una determinada época. Esta tarea se relaciona estrechamente con la práctica socrática de la interrogación en el ágora ateniense.
«La filosofía –dice Peter Singer– debe cuestionar los supuestos básicos de la época. Pensar en hondura, crítica y cuidadosamente, lo que la mayoría de nosotros da por sentado constituye, creo yo, la tarea principal de esta disciplina y lo que la convierte en una actividad valiosa. Lamentablemente, la filosofía no siempre está a la altura de su papel histórico. La defensa de la esclavitud de Aristóteles estará siempre ahí para recordarnos todos los prejuicios de la sociedad a la que pertenecen. A veces, logran librarse de la ideología prevaleciente, pero más a menudo se convierten en sus defensores más sofisticados.»1
Desde hace algún tiempo, se nos plantean una serie de preguntas que, a través de este libro, deseamos compartir con el lector y que, de hecho, anticipan ya la batería de interrogaciones que se irán desarrollando a lo largo del volumen que el lector tiene en sus manos. ¿Tiene alguna razón de ser el antropocentrismo? ¿Cuál es la razón última de la sublime dignidad del ser humano? ¿Se puede defender la dignidad del ser humano después de la «muerte de Dios»? ¿Y después de la «muerte del hombre»? ¿Qué significa ser persona? ¿Cuándo empieza un ser humano a ser considerado como una persona? ¿Es lo mismo una persona y un ser humano? ¿Es una persona el embrión humano? ¿Y el enfermo de Alzheimer?
En los tratados de antropología filosófica de corte tradicional, fácilmente se afirma, por ejemplo, que el ser humano tiene una dignidad sublime, que es el más digno de la creación, que entre él y los otros seres hay una diferencia cualitativa o, inclusive, un abismo. Sin embargo, algunos pensadores contemporáneos, que ya no se ubican en los cánones de la filosofía tradicional, ponen en entredicho la validez racional de dichas aseveraciones. El intérprete puede minimizar estas consideraciones críticas o, inclusive, las puede considerar una boutade, pero no nos parece correcto este planteamiento, sobre todo si las críticas han sido formuladas desde la honestidad intelectual y la competencia científica.
Este tipo de consideraciones y otras similares deben ser repensadas seriamente y sometidas a una epojé al estilo husserliano. No se trata de negar las tesis tradicionales por el hecho de ser tradicionales, sino de repensarlas a la luz de nuestro presente, considerando con seriedad las no pocas objeciones que plantean algunos filósofos a estas ideas. Se trata, para decirlo con la expresión del padre de la fenomenología, de poner entre paréntesis lo que ya considerábamos claro, distinto y evidente.
Para desarrollar esta temática, se propone el estudio de la obra de tres autores contemporáneos muy relevantes en el campo de la bioética fundamental. Nos estamos refiriendo a Peter Singer, Hugo Tristram Engelhardt y John Harris. Los tres han sido objeto de críticas oportunas e inoportunas. A veces se les ha considerado les enfants terribles de la bioética o, simplemente, se ha creído innecesario responder a sus objeciones. Otras veces, se han producido críticas de tipo visceral. Estas críticas viscerales no invalidan las tesis de dichos pensadores, sino que se pone de relieve, a través de ellas, la incapacidad analítica, reflexiva y crítica de quienes, a priori, ejercen la crítica.
El concepto de dignidad es, en sí mismo, problemático, pero también lo es el de persona. Ambos están mutuamente implicados. A lo largo de esta obra, trataré de explorar, primeramente, la idea de dignidad y mostrar las múltiples acepciones que alberga el significante dignidad y, posteriormente, me referiré al concepto de persona tal y como es contemplado en las obras de los tres autores mentados más arriba. Al final, se replanteará el concepto de persona desde tres perspectivas: la ontológica, la personalista y la teológica.
La pregunta por la dignidad de la condición humana es consustancial en mi producción filosófica. Me he dedicado a pensar esta cuestión en otros textos anteriores como en la Antropología del cuidar (1998). También el tema de la dignidad forma parte de mis intereses intelectuales desde hace ya casi una década. Nos detuvimos a explorar este concepto en los siguientes textos: Ser o no ser persona: ¡ésta es la cuestión!, en Acontecimiento 41 (1996) 10-11; en Dignidad y diferencia, en El Ciervo 512-513 (1993) 13-14 y en Morir dignamente, en Selecciones de Teología 148 (1998) 309-314. Desde entonces, no hemos dejado de pensar en esta cuestión, aunque no siempre hemos obtenido resultados satisfactorios.
A pesar de que el ámbito de investigación de este libro está circunscrito en el campo de la antropología filosófica, el texto tiene orientación claramente bioética. Algún autor ha escrito que la bioética ha salvado a la ética. También se puede afirmar que la bioética da que pensar a la antropología filosófica. Desde el diálogo bioético, se plantean unas interrogaciones que obligan al filósofo a considerar sus puntos de vista, los cimientos de su idea de persona, y ello es enormemente fecundo para la antropología filosófica.
El concepto de persona constituye uno de los presupuestos de la bioética, pero este presupuesto es, como se ha dicho, problemático. Muchos debates de la bioética fundamental y clínica tienen su raíz última en el concepto de persona. Uno percibe que algunos de estos debates resultan materialmente insolubles y no sólo en el presente, sino también en el futuro, porque los interlocutores que participan en ellos parten de conceptos de persona radicalmente distintos y hasta inconciliables entre sí.
¿Es posible llegar a formular un concepto transversal de persona? ¿Es posible una definición de persona más allá de los «intereses creados»? ¿Es pensable una idea de persona donde converjan la visión metafísica-sustancialista, la personalista-relacional, la pragmático-empirista y la bíblico-teológica? ¿Por qué resulta tan difícil definir al ser personal? ¿No sería más adecuado olvidarse del concepto y argumentar a partir de otras categorías? ¿Pero no significaría esto el olvido de una de las categorías fundamentales del pensamiento occidental?
Observamos que las discrepancias entre bioeticistas en determinadas cuestiones como el origen y el final de la vida humana tienen su razón de ser en la problematicidad del concepto de persona. Para algunos bioeticistas, por ejemplo, el embrión humano debe ser tenido en cuenta como si fuese una persona, aunque, materialiter, no se pueda considerar así. Para otros bioeticistas, en cambio, el embrión humano es ya una persona y, por lo tanto, debe ser tratado como tal, lo que significa que se tiene que respetar sus derechos fundamentales.
Para otros bioeticistas, en cambio, el embrión no es una persona, sino un proyecto de ella o lo que también se ha denominado una persona-en-potencia y, por lo tanto, no tiene el mismo status ético y jurídico que una persona propiamente dicha, pero tampoco se puede ubicar en el plano jurídico de la cosa o el animal. Finalmente, los hay que consideran que, en sentido estricto, el embrión no es una persona, ni siquiera un proyecto de ella, pues todavía le faltan estructuras básicas para poder ser considerado, con propiedad, un proyecto de persona.
El debate en torno al origen o a la genealogía de la persona constituye uno de los escollos de la bioética fundamental desde sus albores hasta el presente. También es uno de los debates más apasionantes. A pesar de que algunos autores ya dan por concluida la polémica, el hecho es que no hay consenso respecto a esta cuestión, ni hay una determinación unánime en cuanto al valor ontológico, ético y jurídico del nasciturus.
La adscripción del concepto de persona al nasciturus plantea una constelación de problemas, pero también los plantea la adscripción a los seres humanos que sufren estados carenciales muy agudos: enfermos mentales o dementes, por ejemplo. En el debate en torno al final de la vida, la idea de persona vuelve a ser utilizada de un modo problemático. Hay bioeticistas, por ejemplo, que creen que el ser humano en estado vegetativo crónico e irreversible no puede ser considerado stricto sensu una persona, pues no desarrolla ninguna o, prácticamente, ninguna de las funciones y actividades propias de lo que denominamos habitualmente un ser personal.
Otros bioeticistas, en cambio, consideran que, a pesar de que no pueda ejercer estas funciones, debe ser tratado como si fuera una persona, porque, según esta perspectiva, sigue siendo una persona. Finalmente, los hay que ven en estos seres humanos el recuerdo de una persona, pero ya no les consideran personas en sentido estricto. Según estos autores, estos seres carenciales deben ser tratados como personas a pesar de no ser tenidos ontológicamente como tales.
Sobre esta polémica cuestión trata el presente libro. Somos conscientes de que la temática trasciende con mucho el alcance de este texto y que resulta una tarea titánica intentar asumir y sintetizar toda la bibliografía publicada sobre tamaña cuestión en los últimos lustros. Hemos tratado de desarrollar sistemáticamente la idea de persona latente en la bioética fundamental de Singer, Engelhardt y Harris, para someterla a un riguroso examen intelectual desde la perspectiva sustancialista, relacional y teológica.
Esta reflexión ha sido elaborada íntegramente en el marco del Institut Borja de Bioètica de la Universidad Ramon Llull (Barcelona). Agradezco al Dr. Francesc Abel los diálogos que hemos mantenido a lo largo de la elaboración de este texto y sus sugerentes interrogantes que han resultado ser un auténtico estímulo intelectual.
Existe una íntima relación entre la antropología filosófica, la ética y la bioética.2 Para comprender adecuadamente la relación entre estas tres áreas temáticas, es fundamental indagar, primero, el vínculo entre antropología filosófica y ética. De hecho, son dos disciplinas formalmente distintas, la primera de carácter eminentemente descriptivo, aunque no sólo descriptivo, y la segunda de carácter fundamentalmente prescriptivo, aunque también incluye lenguaje desiderativo y descriptivo. Entre ambas existe un hiato que afecta directamente el diálogo bioético. Uno de los ámbitos de la ética que algunos denominan ética alude, de entrada, a ese conjunto de temas y de problemas que están más allá (meta) de la ética fundamental y clínica en sí mismas consideradas.3
En el orden de la fundamentación de la bioética, la ética ocupa el primer lugar. Se la podría definir como el subsuelo donde arraiga la bioética fundamental y desde donde, posteriormente, se eleva visiblemente la bioética clínica. Siguiendo el símil del árbol, se podría afirmar que la ética actúa como la tierra, que aporta los materiales y las sustancias necesarias para el sustento del árbol. Las raíces recogen estos materiales y los transforman en la energía que hace crecer el árbol. La bioética fundamental se nutre de estos elementos y las raíces sostienen el tronco, que es la parte más visible de la bioética.
La bioética clínica se estructura a partir de la bioética fundamental, pero se abre a horizontes nuevos como consecuencia de los desarrollos que tienen lugar en la sociedad. Las respuestas a los dilemas que conlleva el desarrollo humano se nutren de la bioética fundamental que, a su vez, se alimenta de la ética. En este sentido, la bioética clínica tiene una identidad fronteriza, porque, por un lado, recaba ideas de la bioética fundamental que están en las raíces, pero, por otro lado, proyecta hipótesis que tienen que ver con las preguntas que emergen en el contexto social, asistencial y médico.
La bioética fundamental aporta a la bioética clínica materiales de cimentación, herramientas conceptuales para dirimir los dilemas que se presentan en cada circunstancia, pero la bioética fundamental parte, asimismo, de un conjunto de categorías, de axiomas y de principios que conforman, precisamente, la ética. En toda bioética fundamental, subsiste una determinada imago mundi, está latente una determinada visión del hombre y de la mujer, una precomprensión de lo que es la ciencia y el progreso humano, una idea, no articulada, del sentido de la historia e, inclusive, una visión de Dios. También en las bioéticas fundamentales de corte estrictamente secular, subsiste una imagen de Dios, una imagen del mundo y una imagen del hombre.
Cuando se afirma, por ejemplo, que la elección del sexo del nasciturus contribuye al progreso humano, se parte, implícitamente, de una idea de progreso. Cuando se afirma, por lo contrario, que la manipulación del cromosoma X o Y representa una amenaza para el avance de la humanidad, se parte de una idea latente de progreso que tiene poco que ver con la que se esgrimía en el ejemplo anterior. Lo mismo ocurre cuando uno considera que la interrupción voluntaria del embarazo representa un bien para la humanidad o que la eutanasia significa un salto en el desarrollo de la sociedad. En estas afirmaciones, se parte implícitamente de una idea de bien, de humanidad y de progreso que no ha sido previamente discutida. Para comprender por qué un interlocutor defiende estas u otras ideas resulta ineludible explorar su ética, aunque, muy a menudo, él mismo no la haya formulado explícitamente.
Estas imágenes del mundo, del hombre, de la mujer, de la historia o de la naturaleza no siempre son explícitas, pero condicionan la forma y el contenido de la bioética fundamental y ésta, asimismo, el desarrollo de la bioética clínica. La discusión en torno a lo ético es muy iluminadora para poder comprender las posiciones que defienden los interlocutores en cuestiones muy particulares.
Si, como dice el profesor Francesc Abel, la bioética es, constitutivamente, un diálogo,4 este diálogo no sólo tiene que desenvolverse en el plano de la superficie, es decir, de los dilemas que nos plantean el desarrollo de las ciencias y de las tecnologías aplicadas a la vida y que nos exigen, de manera imperativa, unas respuestas, aunque sólo sean provisionales; sino también en el plano más hondo, en el nivel fundamental, donde se yuxtaponen imágenes del mundo que, en ocasiones, aparecen como totalmente inconciliables.
Se tienen que indagar las condiciones de posibilidad del diálogo bioético, pues, muy frecuentemente, éste se frustra porque los interlocutores que toman parte en él no cumplen unos mínimos requisitos para la práctica dialógica. Francesc Abel sintetiza las condiciones de posibilidad de este diálogo cuando en su libro se refiere a las actitudes esenciales del diálogo bioético. En primer lugar, destaca la competencia profesional y considera que es esencial para desbloquear el diálogo de sordos que tan habitualmente se produce y superar la visión cientista de la ciencia y la visión moralista de la ética. Igualmente, considera que se requieren una serie de actitudes y conductas como son «el respeto hacia el otro, la tolerancia, la fidelidad a los propios valores, la escucha atenta, una actitud interna de humildad y el reconocimiento de que nadie puede adjudicarse el derecho a monopolizar la verdad y que todos hemos de cuestionar las propias convicciones desde otras posiciones».5 En definitiva, dice que son necesarias «la escucha recíproca, la valoración del enriquecimiento que nos aporta la competencia profesional interdisciplinaria y la autenticidad en los acuerdos».6
Muy habitualmente, las diferencias de criterios en bioética clínica tienen su raíz en las distintas propuestas de bioética fundamental y, éstas, a su vez, se explican por diferentes posiciones éticas. En algunas ocasiones, interlocutores que difieren en lo fundamental son capaces de llegar a acuerdos mínimos en lo superficial. Esto significa que no siempre es verdad que cuando se parte de perspectivas éticas muy dispares resulte imposible llegar a acuerdos. La defensa de la dignidad humana, por ejemplo, es un axioma que está presente en la bioética fundamental de corte cristiano, pero también en bioéticas fundamentales de corte secular7 e inspiradas en otras tradiciones religiosas.8 Las propuestas éticas de P. Singer, H. T. Engelhardt y J. Harris difieren de las éticas mentadas en lo relativo al concepto de dignidad humana, pero coinciden con ellas en otros aspectos.
En algunas ocasiones, puede ocurrir lo contrario. Existen propuestas de bioética fundamental que parten de una misma tradición, de un mismo poso de ideas, pero sus conclusiones en el ámbito de la bioética clínica son distintas e, inclusive, contradictorias. Esto es particularmente visible en las bioéticas fundamentales de corte cristiano. Todas ellas se inspiran en un conjunto de referentes éticos que configuran la imagen del mundo, del hombre y de la naturaleza según la tradición judeocristiana y, sin embargo, en la dilucidación de aspectos asistenciales, clínicos y biotecnológicos, se puede detectar múltiples diferencias. La postura del teólogo católico Hans Küng respecto de la eutanasia difiere sustantivamente de la postura del moralista católico Elio Sgreccia.
Todo ello indica que el hecho de partir de una ética común no excluye la pluralidad de bioéticas fundamentales y clínicas, sino todo lo contrario, abre la posibilidad a hermenéuticas y campos de aplicación variados y distintos. E igualmente, el hecho de partir de éticas dispares no imposibilita, necesariamente, acuerdos pragmáticos y concretos en determinados campos. Si esto fuera imposible, la bioética entendida como diálogo y no como mono-logos sería, simplemente, una quimera, una utopía irrealizable.
En cualquier caso, la bioética se nutre de algo que no está en ella, de una ética que debe ser objeto de análisis por parte del filósofo. El filósofo no siempre es capaz de comprender adecuadamente los desafíos que plantean las ciencias de la vida, el mundo asistencial y clínico o las biotecnologías, pero sí que se le supone la capacidad para explorar los cimientos de la bioética fundamental, esa constelación de principios que, de un modo inconsciente, operan en el interlocutor a la hora de argumentar y de defender sus tesis.
Según el profesor Francesc Abel, la participación del filósofo en el diálogo bioético se mueve en dos coordenadas: la de la ética y la de la lógica. «Los conceptos fundamentales –dice– que se utilizan en bioética (dignidad, libertad, persona, justicia, equidad…) tienen una larga tradición filosófica y se relacionan directamente con la ética o la filosofía práctica. Desde esta perspectiva existe una relación íntima entre el discurso ético de la filosofía y el discurso de la bioética. En el trasfondo de toda bioética hay una determinada cosmovisión ética de la realidad, y ésta se relaciona con una metafísica. Este trasfondo puede permanecer en un plano sólo implícito cuando se va al fondo de los problemas, pero no llega a salir a la superficie en el momento en que se quiere ir a las raíces del debate».9
Veámoslo con un ejemplo: el concepto de persona no es, stricto sensu, un tema de la bioética, sino que está más allá de ésta o, si se quiere, más acá de ella, dado que es anterior. No constituye, directamente, un tema de la bioética, sino más propiamente de la teología, de la antropología filosófica o de la ética general. Sin embargo, la dilucidación del concepto de persona es esencial en los debates bioéticos respecto a la dignidad del ser humano en las primeras fases de su desarrollo ontogenético o en las postrimerías de su vida biológica.10
Tampoco el concepto de familia pertenece, en sentido estricto, al dominio de la bioética fundamental, sino más bien al campo de la sociología, de la filosofía, de la teología o de la psicología. Cuando un teórico está criticando la posibilidad de que una mujer sola pueda dar a luz un hijo sin la presencia y el vínculo afectivo con un padre biológico, porque esta posibilidad atenta contra la familia, está invocando un concepto de familia que está latente en su ética, pero que no ha explicitado en ningún lugar. Otros, en cambio, considerarán que una pareja homosexual, en la que uno de sus miembros ha adoptado un niño y los tres forman una comunidad de mutuo afecto y de benevolencia, constituye una familia en el sentido más pleno de la palabra. En esta segunda afirmación, se exterioriza un concepto de familia muy distinto al que se extrae en el primer supuesto.
La ética es un tipo de reflexión que analiza el discurso moral constituyendo un metalenguaje de carácter pretendidamente neutral o no normativo. En sentido técnico o analítico, la ética es un capítulo muy oportuno, dada la diversidad de discursos éticos sobre la biomedicina. Pero, además, en un sentido filosófico general, la ética es la tematización de la bioética como disciplina académica y profesión de la salud, tematización que está a la orden por el debate revisionista fundacional.
Según el bioeticista italiano Giovanni Russo, lo que él denomina metabioético y nosotros incluimos, simplemente, en el campo de la éti ca es anterior y fundante en el desarrollo de la bioética clínica.11 Esta parte de la ética, que él denomina metabioética, se refiere, primariamente, a una visión del «significado semántico de la persona, de la verdad sobre su naturaleza e identidad».12 La tarea de la bioética no consiste únicamente en verificar el momento de aplicación de una serie de principios, sino en plantear hipótesis provisionales para resolver los conflictos que emergen en el mundo asistencial y clínico.
Esta búsqueda de la verdad sobre la naturaleza de la persona y su identidad debe comprenderse como un horizonte de sentido y no como patrimonio de la ética. En toda bioética fundamental, se parte de una idea de lo que es la persona y su identidad. Cuestionar esta idea previa, arraigada en la ética, constituye un ejercicio fundamental para desentrañar su consistencia, su peso específico, su auténtico valor. Hay autores especialmente proclives para desarrollar esta tarea de pensar lo que ya dábamos por pensado. Es pertinente prestarles atención, aunque nos lleguen a incomodar profundamente.
También las pretendidas bioéticas seculares que dicen fundarse en principios contrastados científicamente parten de unas premisas éticas que no siempre se someten a análisis. T. S. Kuhn y, después de él, Feyerabend y Lakatos, han puesto de relieve que la ciencia también parte de un trasfondo metacientífico, inclusive, irracional, que se convierte en su condición de posibilidad.13
La bioética, en tanto que diálogo, entra en contacto con las ciencias médicas y humanas, pero, en tanto que ética, se mueve en un plano prescriptivo que no puede fundamentarse, en último término, en los lenguajes de la ciencia que son, básicamente, descriptivos. Para comprender adecuadamente el sentido de una prescripción en bioética fundamental y clínica, se debe indagar el trasfondo ético de una determinada propuesta.
Los problemas bioéticos que se vislumbran en los albores del siglo XXI son tan variados y urgentes a la vez que no pueden esperar un acuerdo fundamental en ética, en el caso de que este acuerdo fuere posible. Los problemas que tenemos pendientes exigen soluciones éticas, políticas efectivas, resoluciones competentes, claras, pero prudentes y ponderadas simultáneamente.
Quizás para poder alcanzar esta meta sea necesario poner entre paréntesis algunos de los principios que configuran nuestra ética personal. Esto no significa negar las propias convicciones, ni luchar contra uno mismo, sino que significa valorar jerárquicamente qué es lo que fundamenta y qué lo adyacente a lo que creemos. Ello no implica, por lo tanto, que debamos dejar de pensar estos principios, pero no podemos demorar las propuestas resolutivas a la espera de una total conformidad en el plano ético.
En esta encrucijada, me parecen muy convincentes las reflexiones de Francesc Abel cuando afirma: «Con los principios bioéticos no tenemos en absoluto resueltos los problemas de la bioética, ni siquiera los de la bioética clínica. Por esto sería necesario que pudiésemos estar de acuerdo en los valores a transmitir en su jerarquización y, en definitiva, en la concepción que tenemos del hombre, de la sociedad, del sentido de la vida y de la muerte de la postura ante la trascendencia. Como esto no es posible, hemos de intentar llegar lo más cerca posible, que quiere decir aceptar de entrada la posibilidad de que individuos con diferentes concepciones éticas, hasta dentro del mismo sistema ético, lleguen a conclusiones éticas diferentes, y que esto requiere en el diálogo respeto, tolerancia y fidelidad a las propias convicciones».14 Fidelidad a las convicciones y voluntad de diálogo: equilibrio difícil, sin lugar a dudas, pero no, por ello, imposible.
¿Es posible hallar una ética común a las distintas formulaciones bioéticas que se manifiestan en la sociedad secular? ¿Puede haber una ética compartida? La ética incluye una visión de fondo (Weltanschauung) del hombre, del significado de la vida, de su historia y de su naturaleza. A pesar de que el profesor italiano Giovanni Russo cree en la posibilidad de abarcar una ética «que supere las divergencias de las bioéticas ideológicas, laicas o seculares en una convergencia en la idea de hombre»,15 el autor de este libro adopta una actitud escéptica en este punto en particular.
Este escepticismo no debe confundirse con el cinismo, sino que debe ser entendido en el sentido más genuinamente griego de la expresión skeptomai, que significa buscar. No creemos que exista, per se, un lugar común donde converjan las distintas éticas que subyacen en el debate bioético actual, sino que pensamos que debe buscarse. El escéptico es, precisamente, el que busca. Contrariamente a lo que puede suscitar este vocablo en el lenguaje coloquial, el escéptico es el que busca la verdad y no el que parte de la idea de que la verdad es imposible de ser buscada.16
Algunos autores consideran que es posible llegar a acuerdos provisionales y meramente pragmáticos si somos capaces de superar nuestros puntos de vista, nuestras respectivas éticas. Esta idea se expresa firmemente en la propuesta filosófica de Gilbert Hottois. Desde el punto de vista pragmático, la bioética debe desarrollarse sin referencia a un fundamentum. Hottois rehúéíáá17