CAPÍTULO I
PARMÉNIDES: LA EVIDENCIA DEL SER
EL CARÁCTER FRAGMENTARIO Y, POR LO MISMO, CASI INCOMPRENSIBLE DEL PENSAMIENTO PREPLATÓNICO
Sabemos muy poco de los primeros comienzos del pensamiento del ser, así como sabemos poco, por lo general, de todo comienzo. Conocemos siempre algo a partir de algo, de un punto de partida o de un principio anterior, cuya prosecución se presenta como una consecuencia. Pero ¿cómo comprender el punto de partida mismo? Y con esta perplejidad, que no es obligado eliminar, nos encontramos cara a cara con el Poema de Parménides. Resulta más fácil entender lo que sigue, pero el comienzo no tiene precedente alguno y, en consecuencia, se muestra inexplicable. Veremos cómo Parménides mismo asocia el discurso sobre el ser a lo que parece ser una revelación, que no se aviene con lo que sabemos o pretendemos ya saber. Sirva esto de advertencia para aquellos que pretendan comprender a Parménides a partir de su «contexto».
Cierto, disponemos realmente de algunos datos. En este sentido, se ha convenido clasificar a Parménides —que habría vivido entre 515 y 440 a.C. y que habría fundado una escuela en Elea, al sur de la península italiana— entre los «presocráticos». Ahora bien, es bastante claro que esta denominación, que sólo existe a partir del siglo XIX, no dice gran cosa, puesto que tiende a caracterizar un pensamiento en relación con un filósofo posterior, Sócrates (470-399 a.C.), que, además, no escribió nada (de modo que se habla hoy cada vez más de los «preplatónicos» para designar a los pensadores del período griego arcaico, como si esto fuera más esclarecedor). La otra gran característica de los presocráticos se refiere al hecho de que sólo los conocemos a través de fragmentos de texto y de pensamiento. Ya es generoso hablar de fragmentos, porque esos «textos» nos son conocidos sólo porque han sido citados, invocados o utilizados por autores más tardíos y han quedado teñidos las más de las veces por el pensamiento de aquellos mismos que los citan. Esto es a veces muy evidente, cuando sin dificultad se reconoce la personalidad de quien los cita, y a veces lo es bastante menos, sobre todo cuando se atribuye inconscientemente a los presocráticos el uso de «conceptos» con los que el pensamiento posterior nos ha familiarizado en exceso. Muy a menudo, esos conceptos —o, lo que viene a ser en definitiva lo mismo, su traducción— son también los de sus comentaristas más recientes, que no reconocen siempre que están leyendo a los presocráticos a la luz de una terminología moderna cuando hablan, por ejemplo, de la «teoría del conocimiento», de la «cosmología» o hasta del «pensamiento» o de la «filosofía» de los presocráticos. Para hablar de los presocráticos, y citarlos, convendría con todo rigor recurrir a comillas redobladas, de modo que las primeras indicarían que los textos invocados ya son en su mayoría citas, y las segundas recordarían que los términos que se les presta han de ser utilizados con la más atenta de las vigilancias. No podemos, por tanto, esperar acercarnos a su pensamiento arcaico —y, como tal, trágicamente inaccesible— si no es practicando la crítica o la «destrucción» de las fuentes, en el sentido positivo del término, es decir, poniendo en cuestión los prejuicios de todas aquellas fuentes que nos permiten conocer a los presocráticos. El desagradecimiento es así la condición de posibilidad de los estudios clásicos.
El conjunto de fragmentos de los presocráticos, de los textos juzgados auténticos, cabría probablemente en un libro de un centenar de páginas, y los textos que poseemos no son quizá siempre los más importantes. Todo cuanto sabemos realmente de Tales, por ejemplo, aparte de algunas anécdotas inverificables, es que sostenía que el agua era el principio de todas las cosas (según el testimonio de Aristóteles, pero incluso aquí, adivinamos que el término «principio», ἀρχή [archē], no pudo ser empleado por Tales). De Heráclito, que parecía sostener tesis diametralmente opuestas a las de Parménides, sin que podamos saber si llegaron a conocerse, no poseemos más que una colección de 130 «aforismos», muy profundos, pero resulta injusto, aunque tentador, darles un sentido moderno. A título de comparación, imaginemos por un instante que, después de una catástrofe nuclear, el conjunto del saber de los dos últimos siglos se transmitiera a las generaciones futuras sólo a través de un florilegio de fragmentos heteróclitos. Pasados dos milenios, la posteridad podría no haber conservado de nuestra civilización más que una página de Einstein, tres de Nietzsche y veinte de Lenin sobre la Lógica de Hegel. Se establecerían entonces todo tipo de filiaciones entre Lenin y Einstein, nos preguntaríamos si acaso no toma uno la terminología del otro y se escribirían tesis sobre el objeto real de la Lógica de Hegel. En una situación algo parecida nos hallamos frente a los presocráticos, de quienes poseemos fragmentos sorprendentes, pero difíciles de comprender, aunque también textos perfectamente insípidos.
Por lo que se refiere a Parménides —congratulémonos—, el estado de las fuentes es bastante aceptable. Ciertamente, todo sumado, no poseemos más que ocho o nueve páginas de la producción de Parménides, pero es el único autor presocrático de quien se ha conservado un texto auténtico que desarrolla una argumentación algo continua. Es un texto que debemos a la solicitud de un comentador de Aristóteles del siglo VI d.C., Simplicio, que tuvo a bien citar por extenso los 148 primeros versos del Poema de Parménides. Merecen ser recordadas las circunstancias del comentario de Simplicio. El texto citado se encuentra en el marco de un comentario del tratado Acerca del cielo de Aristóteles, donde se trata de la postura de los eleatas que niegan, al parecer, toda posibilidad de generación y de corrupción.1 Simplicio, al comprobar que el texto original de Parménides era ya difícil de encontrar en su época, tiene la feliz idea y la paciencia de transcribir largos extractos del texto en el centro mismo de su comentario a Aristóteles. Esto sucede en el siglo VI d.C., mil años, por tanto, después de Parménides. Ahora bien, el de Parménides es un texto que ya no se utilizó directamente a partir del siglo VI. Si no se hubiera conservado el comentario de Aristóteles hecho por Simplicio, no sabríamos casi nada del texto de Parménides (casi nada, porque disponemos de otras fuentes, aunque bastante menos «completas» que el texto suministrado por Simplicio).
EL CONTEXTO DE LA REFLEXIÓN DE LOS PRESOCRÁTICOS SOBRE LA NATURALEZA
¿Qué sabemos del marco general del pensamiento presocrático? Según la lectura dominante, el pensamiento presocrático se caracteriza por una meditación sobre la naturaleza y, más precisamente aún, por una investigación de los «principios» de la naturaleza (reflexión que, no obstante, nos sería muy difícil de hallar entre los más importantes, como Heráclito y Parménides). Esta concepción del pensamiento preplatónico no tiene en sí misma nada de inocente, porque se inspira evidentemente en el testimonio de Aristóteles, el primer historiador de la filosofía, que es también una de las principales fuentes para los presocráticos. Fuente inestimable, no puede negarse, pero es bien conocido que Aristóteles tiende a presentar a los filósofos que le han precedido como otros tantos escalones que llevan a su filosofía y a sus conceptos más importantes. Al afirmar que todos los pensadores presocráticos habrían buscado los principios de la naturaleza (hasta el giro que habría marcado Sócrates al interesarse por los asuntos humanos), 2 Aristóteles espera ante todo mostrar que esta reflexión sobre los principios desemboca en la ambiciosa síntesis que él propone en su Física.
La presentación de Aristóteles no deja de ser verosímil, a fortiori según el rasero de nuestra concepción del saber que asocia aun más inmediatamente la idea de ciencia al intento de explicar la naturaleza (ordenada según leyes, que la hacen inteligible y previsible). Según Aristóteles, los primeros pensadores habrían buscado ante todo un principio «material» de la naturaleza, porque se trataba de un principio básico y, a la vez, porque también ellos mismos eran algo primitivos. Esta caracterización es la comúnmente admitida, pero no convendría olvidar que las nociones de «principio» (ἀρχή , archē) y de materia» (ὕλη, hylē) son de por sí nociones propias de Aristóteles y que ningún autor presocrático las empleó nunca en sentido filosófico.
Pero es verdad que los principios materiales de los presocráticos parecen bastante rudimentarios. Aquel a quien Aristóteles distingue como el primer filósofo, Tales de Mileto, fundador de la escuela jónica, habría querido ver en el agua el principio de todas las cosas. Pensamiento bastante primario a nuestros ojos, pero que es filosófico por cuanto todo lo que existe se ve reconducido a una fuente primera (nunca mejor dicho). Pero no sabemos con exactitud qué pudo llevar a Tales a sostener esa idea. ¿Pudo saber, mucho antes que la biología moderna, que toda forma de vida terrena necesita agua para subsistir? Aristóteles lo hace suponer al decir que
Tales […] dice que es el agua […], tomando esta idea posiblemente de que veía que el alimento de todos los seres es húmedo y que a partir de ello se genera lo caliente mismo y de ello vive (pues aquello a partir de lo cual se generan todas las cosas es el principio de todas ellas) —tomando, pues, tal idea de esto, y también de que las semillas de todas las cosas son de naturaleza húmeda, y que el agua es, a su vez, el principio de la naturaleza de las cosas húmedas.3
No acabamos de ver bien qué puede «explicarse» con esto, pero se trataba por lo menos de un punto de partida. Ahora bien, la principal divergencia entre los pensadores de la escuela de Mileto, según nos enseña Aristóteles,4 recae precisamente sobre la naturaleza misma de este punto de partida. Para Anaximandro de Mileto, el primer autor de quien, al parecer, se conserva un fragmento,5 y que merece por tanto ser citado por completo, ese principio sería más bien lo ilimitado (o lo indefinido, ἄπειρον, apeiron):
De entre quienes dicen que [el principio] es uno, en movimiento e ilimitado, Anaximandro, hijo de Praxíades, un milesio que fue sucesor y discípulo de Tales, dijo que lo ilimitado (apeiron) es a la vez principio (archē) y elemento (stoicheion) de las cosas que existen, siendo así el primero en dar este nombre de principio. Afirma que no es el agua ni ningún otro de los llamados elementos, sino alguna otra naturaleza ilimitada a partir de la cual se generan los cielos y todos los mundos contenidos en aquéllos. Ahora bien, a partir de donde hay generación para las cosas, hacía allí también se produce la destrucción, según la necesidad. Porque mutuamente se hacen justicia (dikē) y se dan satisfacción por la injusticia (adikia) siguiendo el ordenamiento del tiempo —y por tanto habla de estas cosas en términos bastante poéticos.6
Este principio ya nos parece infinitamente más sutil que el de Tales. Pero no conviene ver en él un «infinito» en el sentido teológico, y vagamente trascendente, que ese término adquirió en el Medioevo y mantiene todavía entre nosotros. El infinito designa más bien algo así como lo ilimitado (la «materia infinita», si se quiere), del que todas las cosas no serían más que limitaciones. Todo procede de él, sostiene Anaximandro, pero, añade, según determinada justicia que correspondería al orden implacable del tiempo. Texto profundo, indudablemente, cuyo sentido exacto es difícil o hasta imposible comprender. Detectamos en él, aunque con dificultad, una explicación racional, o simplemente material, del universo.
El milesio que sucedió a Anaximandro, Anaxímenes, habría sostenido, por su parte, que era más bien el aire, que llena todas las cosas a modo de principio vivificador, lo que habría de ser el gran principio de lo real. Está claro, en todo caso, que la primera «escuela» que, según Aristóteles, se puso en busca del principio material de las cosas no llegó a ponerse demasiado de acuerdo sobre la naturaleza de ese «principio».
A Parménides, un presocrático en sentido estricto, aunque muy a su pesar, se le alinea con mucha frecuencia en esta tradición de «fisiólogos» de la escuela de Mileto. Alguna tradición lo considera incluso alumno directo de Anaxímenes.7 Otros, al contrario, lo hacen discípulo de Jenófanes, «teólogo» famoso por su crítica verdaderamente moderna del antropomorfismo en las representaciones de lo divino. En estas cuestiones de ascendencia filosófica es preciso ver sobre todo una consideración de historiador que intenta comprender a un autor explicándonos —quizá de manera tendenciosa o bien con la mejor intención del mundo— de quién es discípulo (así Aristóteles, en Met., A, 6, intentará mostrar que Platón «dependía» más de los pitagóricos que de Sócrates, cosa que, históricamente, no es muy creíble). En el caso de Parménides, más bien está mal visto, en principio, que se le pueda relacionar con la crítica del antropomorfismo que vemos en Jenófanes. Pero su concepción tan «racional» del ser y su crítica de las opiniones habitualmente admitidas se inscriben perfectamente en la misma senda. Parece también que se arrima a la escuela de Mileto, y a la problemática general de los presocráticos, con el título de su obra, «Sobre la naturaleza». Ahora bien, es un autor del siglo II d.C., Sexto Empírico, el primero en decirnos que éste era el título del Poema de Parménides.8 Aparte de que se trataba del título más habitual en los escritos de los preplatónicos, conviene no olvidar que esos títulos se atribuyeron a estas obras en épocas bastante tardías.
¿Podemos realmente alinear a Parménides en esta tradición de fisiólogos? Aunque algunos intérpretes modernos,9 todos ellos influidos por el testimonio de Aristóteles (¿y quiénes no?), pero subterráneamente también por el proyecto de explicación de la naturaleza propio de la ciencia moderna, con agrado ven en él a un filósofo que procura dar cuenta de la composición del universo, es preciso reconocer que Parménides también ha querido probablemente oponerse a esta tradición fisiológica milesia, cuestionando precisamente el proyecto mismo de una explicación genética de la naturaleza. Para el Poema de Parménides no hay exactamente devenir, porque éste implicaría un tránsito del no-ser al ser, y en consecuencia la existencia del no-ser. Ahora bien, al no ser pensable el no-ser, no puede haber más que ser, sin devenir alguno. He aquí, resumido muy didácticamente, el contenido doxográfico del desconcertante Poema de Parménides.
CULTURA ORAL Y, EN CONSECUENCIA, POÉTICA
Por estar compuesto de hexámetros hablamos hoy día del «poema» de Parménides. El error, inducido por el nominalismo o el discurso objetivante de la ciencia moderna, está en creer aquí que el modo poético no es más que un ornamento destinado a embellecer un discurso, cuyo núcleo sería del todo prosaico, o descriptivo, como si en el buen orden de cosas primero estuviera la prosa y luego la poesía. Una mirada a la literatura griega nos enseña, sin embargo, que la poesía apareció mucho antes que la prosa escrita. Poemas son los primeros textos que poseemos, los de Homero. Y muy probablemente, los escritos transmitidos bajo el nombre de Homero (de quien nada se sabe, por otra parte) no fueron primitivamente textos, sino relatos transmitidos de forma oral en el seno de una cultura que desconocía totalmente la escritura alfabética (cuya difusión habría comenzado sólo alrededor del siglo VIII a.C.). Los cantos de Homero, la Ilíada y la Odisea, cuya redacción duró al parecer más de un siglo, fueron en un principio recitados, memorizados y cantados antes de quedar consignados por escrito. La cultura griega más antigua ha consistido primitivamente en lo que podemos denominar una civilización oral, sólo tardíamente adaptada a la invención de la escritura.
En este contexto, los textos dignos de ser recitados eran con toda naturalidad poéticos. A ciertos filósofos les gusta decir hoy en día que era así porque resultaba más fácil memorizarlos (todavía hoy es más natural recordar canciones y ritmos que textos de prosa). Sin duda presuponen en este aspecto la precedencia del discurso científico y descriptivo, respecto del cual la poesía no puede tener más que una función decorativa o nemotécnica… De hecho, el único discurso digno de este nombre era, para los primeros griegos, el poético. Sólo a duras penas —y Parménides y Platón tienen algo que ver en ello— el discurso en prosa vino finalmente a separarse de ese primer modo de discurso (y continúa estándolo también en nuestras lenguas en la medida en que, cada vez con menos evidencia en realidad, lo que se dice ha de estar también bien dicho).
La difusión de la escritura ha transformado progresivamente, pero también profundamente, ese marco de una cultura gobernada por las evidencias de la oralidad. Sólo progresivamente, porque las costumbres de una civilización oral se han mantenido durante muchos siglos todavía en la Grecia antigua: los primeros textos de los presocráticos, los de Heráclito, Jenófanes o Parménides, estaban todavía redactados en hexámetros.10 Los griegos leían siempre en voz alta; los primeros testimonios de una lectura silenciosa los hallamos en Agustín.11 Esta supremacía de la oralidad era todavía tan evidente para Platón (cuyo maestro, Sócrates, no había escrito nada) que, siglos después de la invención de la escritura, mostraba la mayor de las reservas ante ella: ¿podemos comprender adecuadamente un texto si su autor no está presente y no puede responder de lo que ha escrito? Y pregunta más fundamental aún: ¿puede confiarse el saber esencial al riesgo de la escritura?12
LA REVELACIÓN DE UNA DIOSA
Traducido, el Poema de Parménides pierde mucho de su vigor poético, pero parte de él se conserva en los 32 versículos del prólogo. Esos versos dibujan, en términos líricos, la ascensión de un héroe que es conducido ante una divinidad que le ha de revelar la «vía de la verdad», que es la del ser. «Revelación» que formará el cuerpo que puede decirse doctrinal del poema. Sin duda, no hay que ver en esta ascensión un elemento accesorio, porque es a todas luces signo de una elevación del discurso mismo. Aquí, el medio forma verdaderamente parte del mensaje. Y esto no es de poca importancia para la comprensión del poema. Se habla a menudo de la concepción «parmenídea» del ser. Ahora bien, en la trama del poema, la mirada hacia el ser es siempre la de una diosa. Ella es quien despliega, desde su altura, toda la perspectiva sobre el ser que se expresará en la parte más doctrinal del poema (algo menos lírica en nuestras traducciones, pero que sigue siéndolo en griego). La diosa sabe, y lo sabe muy bien, que la perspectiva de los humanos sobre el ser es muy diferente. Para aquellos que ella califica como mortales, lo real se compone de contrarios, de noche y de fuego, de caliente y frío, de claridad y de luz, de hombres y mujeres,13 de movimiento y reposo y hasta de ser y no-ser.
Ésta es nuestra mirada sobre lo que es. Pero ésta no es la mirada de la diosa, la cual dice simplemente que el ser lo llena todo, de modo que el devenir quedará reducido a una simple entidad nominal, con la que se embriagan los pobres mortales.
La primera función que ejerce el discurso de Parménides es marcar de la manera más dramática posible ese contraste entre niveles del discurso divino y humano. Ese contraste no confiere un sentido religioso al poema, sino que busca más bien señalar el límite de los discursos meramente humanos.14 Hasta podríamos sospechar en ello una crítica de los intentos milesios de explicación de la naturaleza: ¿quiénes somos nosotros para pretender explicar la generación y el devenir? ¿Pueden los humanos tener un discurso fiable sobre el ser? En el Poema, el discurso sobre el ser sigue siendo prerrogativa de lo divino, mientras que los mortales se quedan, siguiendo la formulación de Gadamer, en «el lado de acá del ser», es decir, muy por debajo del discurso de los dioses.
Toda la puesta en escena de la ascensión quiere subrayar que con ella se accede a una sabiduría que los mortales muy difícilmente llegan a comprender, aun cuando la diosa no dice sino las cosas posiblemente más simples, esto es, que lo que es «es» y que lo que no es, no es. Ni esto llegan los mortales a comprender, parece decir la diosa con el malicioso sonreír de una Gioconda.
Desde el primer verso se nos dice que el héroe será conducido «al famoso camino de la diosa»,15 llevado por yeguas y escoltado por doncellas, a las que llama «hijas del Sol», las cuales, «abandonando la morada de la Noche, se apresuraron a llevarme a la luz, quitándose los velos de sus cabezas con sus manos».16 Este recorrido de la noche a la luz se mantendrá en todo el Poema, porque el héroe será invitado a desprenderse de sus opiniones para elevarse a una sabiduría superior, por más que desconcierte por su simplicidad. A lo largo de esta elevación, el héroe se mostrará totalmente pasivo y no pronunciará siquiera una palabra. Sabemos sólo que tiene «buen ánimo», thymos. Se podría hablar de coraje, pues buen acopio del mismo hace falta para abandonar la propia opinión. Ese motivo de la elevación espiritual recuerda de alguna manera los ritos iniciáticos de las más antiguas tradiciones religiosas (de las que tan poco se sabe). Platón recuperará este motivo en el célebre mito de la caverna de la República. El tema de la revelación por una diosa lo recogerá Platón en el Banquete, para describir la ascensión que lleva a la contemplación de la idea de lo Bello.
El carro que lleva al héroe será conducido hasta las puertas guardadas por la diosa de la Justicia:
Allí están las puertas de los caminos de la Noche y del Día, que sostienen arriba un dintel y abajo un umbral de piedra. Elevadas en el aire se cierran con grandes puertas; la Justicia, pródiga en castigos, guarda sus dobles cerrojos. Rogándole las doncellas con suaves palabras, hábilmente la convencen de que les desate pronto de las puertas el fiador del cerrojo. Éstas al abrirse originaron una inmensa abertura, tras hacer girar alternativamente sobre sus goznes los ejes de bronce, provistos de remaches y clavos. A su través, en derechura, las doncellas conducen el carro y las yeguas por un ancho camino.17
Nunca el interlocutor humano se dirige a la primera diosa, Dikē. Son más bien las ninfas del Sol las que recurren a sus encantos y sus caricias para suplicarle que abra la puerta que da a los caminos de la noche y del día. La puerta cederá, abriendo entonces un amplio espacio, pero las doncellas todavía tendrán que empujar carro y yeguas «por un trillado sendero» (trad. Dumont). Ahora el héroe será recibido por una nueva diosa, a quien no obstante el poeta deja sin nombre. Toma ella la mano derecha del héroe entre las suyas (prenda de franqueza), como si fuera un niño, y le obsequia con su revelación de los caminos del saber:
Oh joven, compañero de inmortales aurigas, que llegas a nuestra morada con las yeguas que te arrastran, salud, pues no es mal hado el que te impulsó a seguir este camino que está fuera del trillado sendero de los hombres, sino el derecho y la justicia.18
La diosa intenta tranquilizar al héroe, al que adivinamos agitado por la ansiedad, haciéndole saber que no le lleva allí una moira kakē, un «mal hado». El destino puede ser, en efecto, a veces venturoso, a veces inmensamente cruel. En ambos casos, el hombre está más bien pasivo, víctima de los decretos de los dioses inmortales.19 El héroe tiene no obstante suerte: quienes le han conducido hasta allí son diosas amistosas, la de la ley, Temis, y la de la justicia, Dikē, la misma que guardaba las puertas del Día y de la Noche. Ser excepcional, aunque mortal, el héroe debe aprenderlo todo de la diosa:
Es preciso que aprendas todo (panta),
A menudo se escribe, porque esto es lo que la posteridad ha preferido retener, que la diosa de Parménides distingue dos grandes vías, la de la verdad y la de la opinión. Pero el texto que acabamos de leer, el del fragmento 1 (que el fragmento 6 confirma) indica más bien que hay tres.21 Si hay que aprender «todo», es necesario conocer lo que llama el Poema:
1) «el corazón exento de temblor dispuesto a la Verdad bien circular» (según una variante que mantiene Dumont),22 la ausencia de temor que denota certeza y el círculo, figura perfecta de la verdad, que no tiene comienzo ni fin; sabiduría que puede denominarse divina y, en cierto sentido, sobrehumana, y que ocupará la parte doctrinal, la mejor conservada, del Poema;
2) las opiniones (doxas) de los mortales, pero «en las que nada hay que sea verdadero ni digno de crédito» (trad. Dumont). Se trata del reino de la opinión (aunque Parménides habla siempre en plural, de opiniones), que no goza a los ojos de la diosa de credibilidad alguna. Por esta razón, con frecuencia se ha llegado a la conclusión de que había en Parménides dos órdenes de saber: la verdad y la opinión.
3) Si esto no es así, tal como anuncia la diosa, algunas de estas opiniones (dakounta) son susceptibles de verosimilitud. No cabe duda de que esas opiniones ordenadas según la verdad, si puede así decirse, hacen acto de presencia en la segunda parte del Poema, pero que la tradición ha conservado sólo de forma fragmentaria. Se comprende, no obstante, la razón por la cual no se ha conservado demasiado bien: Simplicio, en su comentario al tratado Acerca del cielo, habría citado sólo los pasajes del Poema en que se negaba la generación y la corrupción. Pero esta situación ha resultado fatal para la plena comprensión del Poema. Sin embargo, se estará de acuerdo en que resulta abusivo, aunque sea esto lo corriente, hacer de Parménides —o, más exactamente, de la diosa— un negador intratable del devenir y del reino de la opinión. Por doquier reconoce la diosa que este reino existe, que tiene su verosimilitud, que corresponde a lo que pueden pensar los mortales, pero si de ello habla poco, o lo hace con condescendencia, es porque ha entendido, y quiere dar a entender, algo más fundamental aún, el «ser».
EL ENIGMA DEL SER
El término «ser», que se nos ha hecho familiar y casi inofensivo por dos milenios de metafísica, quizá expresa ya demasiado. El término habría sido ciertamente demasiado abstracto para la época. El autor del Poema pensaba ciertamente en «lo que es» en el sentido más concreto del término, en el universo sin duda, que la secuencia del texto se representará además como una esfera. Pero las fórmulas de Parménides son ya bastante desconcertantes y seguramente inéditas.
La diosa comienza, en efecto, su arenga diciendo que la única vía de la que se puede hablar es de la del «es» o la de «eso existe» (ᾡς ἔστιν / hōs estin). En castellano esto no quiere decir gran cosa. Tampoco el griego es demasiado claro, habida cuenta de que el discurso de Parménides carece de precedentes. Cierto, hay en griego, como en francés o en castellano, verbos impersonales o sin sujeto («il pleut»; «llueve»), pero es un uso que parece algo extraño en el caso del verbo ser («ça est»; «esto es»), a fortiori si uno ha frecuentado poco los escritos del último Heidegger. Como ha observado H. Fränkel, no se conoce por otra parte en griego ningún uso impersonal del verbo «ser».23 Los intérpretes, en consecuencia, se han puesto a buscar el «sujeto» de la proposición «es». Sujeto que, en última instancia, podría encontrarse después de la frase (así como podemos decir en nuestro idioma «nos ha nacido, el niño Dios»).24 En el discurso poético, la posposición produce por otra parte un efecto de focalización, al retardar la aparición del término decisivo y esperado. El mejor candidato parece ser lo evocado en los versos 19 y 32 del largo fragmento 8, algo lejos, pues, desde un estricto punto de vista literario: τἐόν, τὸ ἐόν / t’eon, «el ente», o eso que, por simplicidad, y por respeto a la tradición y a nuestra lengua, se llama «el ser». Si esta posposición es gramaticalmente posible, cabe pensar también que ese sujeto estaba ya presupuesto en la evidencia del «que eso es» (hōs estin) de los primeros versos. Y, en todo caso, poco puede dudarse de que sea de «eso» de lo que se trata en todo el discurso sobre la verdad, a saber, de la evidencia del ser, del «es». Y la diosa no hará más que subrayar esta evidencia del ser, de eso que Pierre Aubenque llama la tesis del ser mismo.25
Y todo lo que puede ser dicho «sobre» el ser —o sobre «es»— se desprenderá de esta evidencia. Es difícil, sin embargo, hablar de una deducción lógica, porque no existe lógica, o todavía no. Es más adecuado decir que la lógica —y, al tiempo que ella, la metafísica— está siendo inventada en el poema de Parménides. El pensamiento del ser (o del «es») pone al descubierto que hay un rigor propio del pensamiento como tal, incluso si se muestra del todo contrario a las opiniones de los mortales. Pero este rigor existe y se halla en total dependencia del pensamiento del ser, cuya evidencia la diosa se complace en repetir de una manera que puede parecernos tautológica.
La primera consecuencia importante que extrae la diosa es que en este discurso «hay muchos signos de que lo ente es ingénito e imperecedero, pues es completo, inmóvil y sin fin».26 Ésta es la «consecuencia» que tanto ha desconcertado a la posteridad de Parménides: el ser se libraría tanto de la generación como de la destrucción. Pero esta consecuencia brota con total naturalidad, según la perspectiva de la diosa, de la posición misma del ser: si el ser es, no puede «no haber sido» (no puede haber sido su contrario, esto es, un no-ser), como tampoco puede un día dejar de ser (porque el ser se convertiría entonces en su contrario, en un no-ser, una vez más). Lógica infantil, diremos, pero impecable. La diosa, por otra parte, apelará a algunos argumentos para mostrar que la generación y la corrupción son impensables. Tendremos en cuenta dos de ellos:
1) «¿Pues, ¿qué nacimiento (pothen) le buscarías? ¿Cómo, de dónde habría nacido?»,27 pregunta la diosa. En efecto, si el ser surge de algo, no puede surgir sino de algo distinto del ser, de algo que no es, por tanto, o de una nada de la que se afirmaría de este modo el ser. Aparte de que esto implica la existencia paradójica del no-ser, este no-pensamiento suscita una segunda dificultad:
2) «¿Qué necesidad le habría impulsado a nacer después más bien que antes, si procediera de la nada?».28 Dicho de otro modo, ¿por qué el «ser» se decidió un buen día, más bien que cualquier otro, a ser? ¿Y cómo, por un imposible, pudo sentirse «empujado» a ser, si todavía no era?
Si el no-ser, del que habría podido surgir el ser y al que se arrojaría de nuevo si dejase de existir, nos parece impensable, habrá que concluir que el ser ha sido siempre y siempre será. Se caracteriza, por consiguiente, por la permanencia, que hay que entender en el sentido de intemporalidad o de eternidad.29 Observarlo es importante, porque la secuencia de la historia de la metafísica mantendrá este vínculo del ser, en el sentido pleno del término, con la permanencia. Se puede hablar, pues, de un privilegio de la permanencia desde los comienzos de la «metafísica» occidental. Heidegger subrayará con fuerza que el ser se hallaba así pensado dentro del horizonte implícito del tiempo.30
Quizá se replicará que la generación y la corrupción existen realmente, y que todos somos capaces de observarlas. Pero es una objeción que la diosa conoce bien: ésta es ciertamente la convicción de los mortales, se lamenta. Ahora bien, esta vía, asegura, «es totalmente impracticable»,31 por lo que es necesario descartar a toda costa la mentalidad que encierra, puesto que, al implicar la existencia del no-ser, va contra la evidencia del ser. El fragmento 2, que parece ser la continuación del Prólogo, lo señala nítidamente, pero insiste a la vez en la dicotomía de las dos vías que la posteridad ha retenido:
Te contaré (y tú, tras oír mi relato, trasládalo)
las únicas vías de investigación pensables.
La primera, que es y no es No-ser,
es el camino de la persuasión
(pues acompaña a la Verdad);
la otra, que no es y es necesariamente No-ser,
ésta, te lo aseguro, es una vía totalmente impracticable.
Pues no podrías conocer lo No-ente (es imposible)
ni expresarlo.32
Es, en efecto, imposible expresar el ser del no-ser sin caer en un contrasentido. Pero ¿qué hay, se dirá, del testimonio de los sentidos que parece contradecir la tesis de una plácida permanencia del ser? La diosa nos dirá también de dónde viene esta impresión. Es efecto de un puro juego del lenguaje, de la fuerza que los mortales, tan habladores de por sí, dan a las simples palabras:
Por tanto, todas las cosas son meros nombres [onomasthai] que los mortales pusieron convencidos de que son verdaderos, nacer y morir, ser y no-ser, cambio de lugar y variación del color resplandeciente.33
El reino de las opiniones es aquel en que, escribe Parménides, «el ojo ciego, el oído sordo y la lengua (glōssa) todavía lo gobiernan todo».34 Lo que los mortales ven nacer y perecer no son sino apariencias suscitadas por el poder del lenguaje y de los nombres. El Poema distingue aquí dos tipos de discurso: de un lado, el decir (legein) «lo que es», esto es, el discurso verdadero que se corresponde con lo pensado (noein) y, del otro, el discurso vacío que se queda en el plano de las entidades nominales (Frag, 8, 38: onomasthai) y que depende de la charlatanería y de la glosolalia (véase el uso de glōssa, Frag. 7, 6-8). Ernst Hoffmann ha sido uno de los primeros en insistir en la importancia de esta distinción entre el orden del lenguaje y el del pensamiento (noein) o del discurso verdadero (el del legein o el del logos) en el vocabulario del Poema.35 Según Hoffmann, el Poema fundaría de este modo «la unidad trinitaria» entre ser, pensamiento y discurso, claramente puesta de relieve en el texto del fragmento 6, «es justo decir (legein) y pensar (noein) que el ser es (t’eon emmenai)»,36 por sí mismo un resumen de la tesis del Poema sobre el ser.
Decir (logos y legein), |
Ser («es»): |
pensar (noein) |
|
verdaderos: |
|
Hablar (onomasthai) según |
Devenir, generación |
las entidades |
y corrupción, |
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Esta estrecha correlación entre ser, pensamiento y discurso verdadero ayuda quizás a comprender algo el célebre, aunque enigmático, fragmento 3, según el cual «es lo mismo pensar que ser» (que no hay que entender ciertamente a la manera idealista de Hegel o del esse est percipi de Berkeley: «Ser es ser percibido o pensado por la conciencia»). Podría entenderse como si ser y pensar se remitieran recíprocamente el uno al otro: cuando uno se pone a pensar y se entra en la sustancia del noein, no puede pensarse otra cosa que el ser; y a la inversa, si uno se sitúa al nivel del ser, uno entra también en el orden del pensamiento, del logos y de la verdad.
No es inverosímil pensar que esta tesis del fragmento 3 haya podido ser también una respuesta a una objeción susceptible de ser dirigida al discurso sobre el ser. La diosa dice, en efecto, que lo que debe pensarse es el ser, pues ninguna otra cosa es. Se le podría objetar que hay entonces, por un lado, el ser y, por otro, el pensamiento del ser. ¿Cómo justificar esta dualidad o esta alteridad del pensamiento respecto del ser? A esta objeción respondería el fragmento 3, donde cabría ver también un indicio de exasperación: «No, no; es lo mismo pensar y ser», porque sólo se piensa el ser y ser es todo aquello que se puede pensar. Habida cuenta, sin embargo, del estado de las fuentes, no podemos ver ahí más que una frágil hipótesis de lectura, como casi todo lo que puede decirse del singular discurso de la diosa.
Una cosa es cierta: el texto de Parménides inaugura el pensamiento del ser en Occidente. ¿Podemos decir, con Pierre Aubenque, que se trata por lo mismo del «acta de nacimiento de la metafísica occidental?»37 Muchos intérpretes se muestran bastante reservados al respecto, y no sólo porque el término «metafísica» no aparece en Parménides (argumento bastante banal, porque lo mismo vale para Platón o Aristóteles). Más bien es que no encontraríamos todavía en él una neta distinción entre los dos órdenes de realidad, como podremos encontrar en Platón, el cual separa el mundo visible del mundo inteligible. Pero ¿es ajena al Poema de Parménides toda idea de separación metafísica? Aparte de que su puesta en escena se apoya toda entera sobre el desnivel que separa el reino de los dioses del de los mortales, el Poema disocia cuidadosamente el discurso y el pensamiento verdaderos, que se apoyan sobre el ser, de todos los discursos que se obstinan en otorgar realidad al devenir, pero que sólo hablan para no decir literalmente nada. Al primer tipo de discurso, el único que es coherente, se lo asimila evidentemente a un nivel superior de saber, al que no se tiene acceso sino trascendiendo los discursos excesivamente humanos. ¿Es realmente inoportuno hablar aquí de una trascendencia metafísica? No estemos seguros de ello.
Pero si el pensamiento metafísico es ajeno a Parménides, se dice a veces, es porque el ser no encarnaría para él una entidad abstracta. Parece, efectivamente, que tiene del mismo una representación bastante burda al decir específicamente que tiene forma de esfera. Es probable que el poema piense aquí en lo que llamamos universo físico. Por esta razón algunos intérpretes38 estiman que es oportuno disociar la reflexión física de Parménides de toda «especulación metafísica» sobre el ser. Aunque apenas puede dudarse de que el poema piensa evidentemente en el mundo que nos envuelve cuando habla del ser, sigue siendo verdad que Parménides fue el primero en llamarlo «el ser» (to eon), o «es» (hōs estin), en lugar de hablar de mundo, tierra o naturaleza, como hacían sin duda los fisiólogos (cuyas premisas cuestiona al deconstruir la noción de devenir). Esas fórmulas son ya formidables abstracciones que nos hacen penetrar en el ámbito de la metafísica. ¿Pero qué quieren decir en realidad? Ésta es la gran pregunta que queda para la posteridad. Pero ha sido el esfuerzo del pensamiento de Parménides lo que nos ha enseñado a planteárnosla, es decir, a pensar la solidaridad, que quedará como constitutivo de la metafísica occidental, entre ser (permanente), pensamiento y discurso verdadero.
LOS SEGUIDORES DE LA ONTO-LOGÍA DE PARMÉNIDES
Si el término «metafísica» parece algo prematuro, podemos por lo menos arriesgarnos al de ontología para caracterizar esta solidaridad en la que el Poema nos insta a pensar, aunque sea aún más anacrónico (el término ontologia no apareció hasta el siglo XVII). El término quiere solamente decir aquí que el discurso verdadero o razonado, esto es, el logos, está orientado al ser en sentido pleno —esto es, imperecedero e incorruptible— del término. Sobrestimamos las capacidades de nominación de los mortales si creemos que hay verdaderamente nacer y perecer, cambio y devenir. De pronto, la filosofía o la ciencia occidental se veía fijada al ser estable y permanente y confiada al rigor del «pensamiento», elemento que no existía realmente antes de Parménides, y por lo mismo tampoco su objeto.
Discurso desconcertante, porque buscaba precisamente alejarse de las vías de explicación privilegiadas por los mortales, los cuales, como atestigua la escuela de Mileto, buscan principios de generación para algo que no tiene origen, el ser, que siempre ha sido y siempre será. El Poema ha dejado así una doble herencia para la metafísica:
1) La primera consiste en la disociación de dos tipos de conocimiento, el de la verdad (aletheia), del discurso verdadero, por un lado, y el de las opiniones, por otro. En la República, Platón distinguirá el orden de la ciencia (epistēmē), reservado a los sabios, del reino de la opinión (doxa), patrimonio de la multitud. Aunque la doxa no es siempre un error para Parménides, cosa que no admitirá Platón, el discurso más seguro es el de la ciencia, porque pone el acento sobre una realidad inmutable (el ser), pero también porque procede de la razón o sólo del pensamiento. Ciertamente, este pensamiento va a menudo al encuentro del testimonio de los sentidos, pero éstos tratan de una seudorrealidad, de sombras, en última instancia del no-ser. La advertencia de la diosa al discípulo es ahora inapelable:
Aparta tu pensamiento de esta vía de investigación, no dejes que la costumbre te obligue a dirigir por este camino tu mirada sin rumbo, tu oído resonante, o tu lengua (glōssa), sino que juzga con la razón la prueba muy discutida propuesta por mí.39
2) La segunda herencia se refiere al objeto que se encuentra entonces asignado al orden del pensamiento: el ser, el ser pleno, se entiende, el que escapa al devenir, al que se lo asimila de alguna manera al no-ser. Platón y Aristóteles continuarán diciendo, a su manera, que el ser constituye el objeto privilegiado del pensamiento y de lo que llamarán filosofía o filosofía primera. Pero su reto estará en conciliar este pensamiento del ser pleno con la experiencia del devenir. ¿Qué pasa con este ser que no es el ser en el sentido permanente del término? ¿Podemos pensarlo?
Para la escuela de Parménides, está claro que no. Los discípulos de Parménides llegaron incluso a refutar mediante argumentos erísticos la existencia del devenir y del movimiento, cosa que no había hecho en realidad la diosa, pues ella no negaba nunca la evidencia del devenir para los mortales, sino que lo reducía a un abuso del lenguaje. El sucesor de Parménides en la dirección de la escuela de Elea, Zenón, desplegó un auténtico arsenal retórico para mostrar todas las paradojas que se presentaban si se intentaba pensar la existencia del movimiento. La tradición, por ello, ha hecho de Zenón el inventor de la «dialéctica» (que viene de dialegesthai, dialogar), que corresponde en él a un arte de confundir al adversario mediante argumentos. En el libro VI de la Física, Aristóteles nos desarrolla las cuatro paradojas que Zenón planteaba a propósito de la existencia del movimiento.40 Esas paradojas no están exentas de sofística, pero son célebres y hasta contienen cierta dosis de humor.
El primer argumento es el de la «dicotomía». Si debo moverme del punto A al punto B, debo primero recorrer la mitad de la distancia entre ambos puntos. Pero antes de llegar a medio camino, debo primero alcanzar la mitad de esa mitad, y así sucesivamente hasta el infinito, de manera que nunca llegaré al final. El segundo argumento es el de Aquiles, que compite en una carrera con una tortuga. Jugador de buena ley, le concede una «ventaja». Ambos parten al mismo tiempo, pero Aquiles no atrapará nunca a la tortuga. Cuando Aquiles llegue al punto en que estaba la tortuga en el momento de partir, ésta habrá ya avanzado algunos pasos. Y así sucederá cada vez que Aquiles llegue al punto en donde estaba el quelonio.
Esta lógica pretende demostrar que el devenir y el movimiento son impensables, porque sólo el ser, inmóvil e inmutable, puede ser pensado. Pero no es seguro que esta erística se sitúe en el mismo plano que el pensamiento del ser en Parménides. Porque el Poema no negaba para nada la evidencia del movimiento para los mortales, pero descubría un pensamiento todavía más esencial, el de la estabilidad del ser más allá de todas las diferencias establecidas por los discursos,41 ámbito del pensamiento que no es necesariamente el de la dialéctica en el sentido de Zenón, que más bien niega que afirma.
Suele verse también en el atomismo de Leucipo y Demócrito una consecuencia del eleatismo. Según una tradición doxográfica, Leucipo se habría incluso formado en la escuela de Elea.42 El punto de partida del atomismo es también que el ser forma una realidad inmutable, eterna e in-divisible (según la etimología del vocablo «á-tomo»). Sólo hay, en consecuencia, ser o átomos, y la pluralidad de éstos constituye la gran herejía respecto de la doctrina del eleatismo, según la cual el ser es uno. Con todo «existe» también el no-ser, pero éste se identifica con el vacío. Precisamente sobre el fondo de un vacío, o de un no-ser, cae una verdadera «lluvia» de átomos. Ciertos átomos «se desvían» de su curso para asociarse con otros grupos de átomos formando así cuerpos, que pueden igualmente descomponerse para dar origen a otras realidades compuestas. Porque los átomos están provistos de «ganchos» que les permiten asociarse a otros átomos (de ahí la idea de «átomos en forma de ganchos»). El mundo, tal como lo conocemos, habría así nacido del azar y de la asociación de átomos. Esta doctrina, que nos parece moderna, y que quiere a su manera dar cuenta de la diversidad del mundo físico, también se alza con el trasfondo del eleatismo: si queremos hablar de la naturaleza o de «lo que es», estamos obligados a partir de una realidad plena, indivisible, inalterable y eterna. Lo que es, y aquello respecto de lo cual es posible la ciencia, sigue siendo el ser en el sentido pleno del término.
LA CRISIS SOFISTA: EL DISCURSO HUMANO ABANDONADO A SÍ MISMO
El eleatismo dejó también impresa su huella en la postura de los sofistas. Sus más ilustres representantes fueron pensadores como Protágoras (c. 486-410 a.C.) y Gorgias (c. 483-374 a.C.), nombres con que recordamos también títulos de diálogos importantes de Platón. De éste recibieron su desastrosa reputación, pero su nombre (sophistēs) indica que se presentaban a pesar de todo como maestros del saber (sophia). Se trataba precisamente de aquella sophia que la diosa de Parménides pretendía enseñar. A priori, el término sophistēs no tiene nada de peyorativo, muy al contrario. Platón lo utiliza también de manera positiva en el Banquete para hablar de la sabiduría de la sacerdotisa Diotima, la que inicia a Sócrates en la idea de Belleza.43
Según el testimonio de Filostrato,44 Protágoras de Abdera, considerado por lo general el primer sofista, habría oído enseñar a Demócrito (460-370 a.C.), que procedería de la misma ciudad que él (relato poco verosímil, no obstante, porque Protágoras era veintiséis años mayor, pero la cosa no es del todo imposible). Según Porfirio, habría sido autor de un tratado Sobre el ser,45 del cual por desgracia no sabemos nada. En la Antigüedad, era conocido sobre todo por su Tratado de la verdad, que Platón cita con bastante frecuencia (Teeteto, 152 a, 161 c; Protágoras, 338 c). Protágoras defendía la célebre tesis, de una dimensión directamente ontológica, según la cual «el hombre es la medida (metron) de todas las cosas, de las que son por lo que ellas son y de las que no son por lo que no son».46 La sofística, que empieza con Protágoras, se definió por tanto con una tesis sobre el ser. Platón la resume en los siguientes términos en el Teeteto:47 «Tal como a mí “me parece” que son las cosas en cada caso, así “existen” ellas para mí; tal como te “parece” a ti que son, así “existen” ellas para ti».
Si hablamos de la sabiduría o de la gran verdad del sofista Protágoras, es evidente que su antropologismo y su «relativismo», como se suele decir, se sitúa en las antípodas de la verdad proclamada por la diosa de Parménides, según la cual nada hay fiable en las opiniones humanas, porque toda verdad depende de la perspectiva divina sobre el ser (idea que reasumirá Platón en las Leyes, 716 c, diciendo que «el dios debería ser la medida de todas las cosas». Pero es importante darse cuenta de que hay igualmente una continuidad logoslogos epea, onomasthai, glōssa