Portada.jpg

portadilla.jpg

XLIV

Por primera vez, el faro ha permanecido apagado durante la noche.

Al amanecer, abrí los ojos y desde la almohada busqué instintivamente la silueta del árbol quemado, al otro lado de la ventana.

Me di cuenta inmediatamente: faltaba la luz, esa diana breve que, cada tres segundos, rompe la estabilidad visual del tronco y hace que se tambalee. En esa hora de atmósfera azulada, la luz del faro se torna amarilla. Conozco ambas de sobra; tenía que estar allí, proyectándose sobre el árbol.

Me levanté de la cama, corrí por el pasillo, entré en el cuarto de máquinas. En el cuadro de automatismo, los dos pilotos encendidos. Fallo de la lámpara principal, fallo de la lámpara auxiliar. Todo fundido; la alarma dormida; el brazo cambiador inutilizado, como una prótesis separada del cuerpo; todo perdido; el faro muerto. Y yo...

Ahora sí es verdad: tengo que estar muerto. Sólo muerto he podido ignorar esta tragedia.

Me invade una extraña calma. Creo haberme desprendido de la culpabilidad; me siento ligero, irreflexivo.

Hago una ronda por el pasillo, entro en las habitaciones. En el dormitorio, la cama parece soportar aún el peso de mi cuerpo, contenerme en esa zanja ganada a la lana del colchón. No siento ningún deseo de acostarme.

Sobre el fogón de la cocina descansa la cafetera fría, seguramente con restos de café. No siento deseos de beber café; tampoco de comer, ni de sentarme. El alambique carece de valor.

Entro en el cuarto de los libros. Hay algunos volúmenes dispersos por el suelo. Las láminas de anatomía, arrancadas, están clavadas a la pared con alfileres. Abro L'Afrique Ancienne sobre la mesa, por la página ciento noventa y seis. Compruebo con total naturalidad mi falta de interés. Ignoro las carpetas alineadas sobre la estantería.

No extraño la presencia de Basenji; quiero decir que no me arrepiento.

El taller de electrónica comienza a iluminarse, a grandes rasgos, con la luz de la mañana (es la luz del sagrario la que se ha apagado). Recojo del suelo la caja del microscopio, aún embalada con todos sus precintos.

No necesito consultar las páginas del manual para montarlo y conocerlo en todos sus detalles. Me siento tan familiarizado con este instrumento como si se tratara de un reloj o un termómetro que hubiera utilizado todos los días.

Ya sólo queda obtener la muestra: con el cortatramas me hago un pequeño corte en la yema del dedo índice izquierdo. La sangre brota solidificada, en forma de diminuta piedra redondeada, del color del carbunclo. Es necesario laminarla para poderla observar bajo la lente. Deposito con cuidado la lasca de sangre sobre la bandeja de cristal. Acerco el ojo derecho a la mirilla; giro la rueda a la derecha, a la izquierda, rectifico a la derecha.

Han desaparecido las formas: los glóbulos rojos, los glóbulos blancos; sólo queda un plasma uniforme, un plasma carbonizado. El primer análisis de la muerte arroja, sólo en apariencia, un resultado único.

Pero la autopsia no se detiene...

Créditos

Edición en formato digital: marzo de 2012

© Menchu Gutiérrez, 2011

© Ediciones Siruela, S. A., 2011, 2012

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid.

Diseño de cubierta: Ediciones Siruela

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-9841-932-0

Conversión a formato digital: El poeta. Editores digitales, S. L.

www.siruela.com

Índice

Prólogo. Menchu Gutiérrez

El faro por dentro

(Basenji)

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

XXX

XXXI

XXXII

XXXIII

XXXIV

XXXV

XXXVI

XXXVII

XXXVIII

XXIX

XL

XLI

XLII

XLIII

XLIV

Créditos

Prólogo

Vivir en un faro es muy distinto a habitarlo. En realidad, como se desprende de las páginas de este libro, ni siquiera el edificio que recibe el nombre de «la casa del faro» llega nunca a habitarse del todo.

Durante muchos años, viví en el vientre de un faro en la costa norte española; e, igual que había llegado hasta él, casi sin creerlo, con la misma sensación de vivir en un paréntesis del tiempo, un día tuve que abandonarlo.

De los dos textos que se reúnen en este libro, Basenji fue el primero en nacer. Aparece entre paréntesis porque es la criatura del faro, una ficción que nace directamente de él, casi al dictado; el paréntesis podría estar hecho con la misma clase de piedra con la que se levanta la torre, en torno a la escalera de caracol que conduce a la linterna.

Basenji es el nombre de una raza de perro africano que se caracteriza por no ladrar nunca. El perro mudo, que convive con el farero, convenía a una historia que congrega las preguntas esenciales lanzadas por el faro y a la vida que naufraga junto a la luz. En la mitología egipcia, el perro es el único animal capaz de llevar y traer mensajes del mundo de los vivos al mundo de los muertos. Envuelto en su máscara de silencio, quizá Basenji esperaba un mensaje o lo traía, el protagonista del libro no podía saberlo.

Escrito muchos años más tarde, a punto de ser abandonado, El faro por dentro es un relato del último día de vida en el faro, y un homenaje a la luz que hace de éste y de todos los faros del mundo uno solo.

Menchu Gutiérrez

mayo 2010

a Pedro, por el regalo de la luz

El faro por dentro

Muchas veces he tenido la secreta sensación de que el faro era un ser vivo, un animal inmovilizado por un hechizo. Subía las escaleras de la torre y me parecía hacerlo por el interior de un tronco erguido. Cada peldaño correspondía a una vértebra.

De ahí quizá la aprensión, el temor a estar usurpando un espacio que no me pertenecía. Otras veces, la torre se convertía en un templo consagrado a una religión extraña, en el que la materia a la que se rendía culto era la luz. Cuando me acercaba a la óptica, el gran ojo del faro, pensaba que el animal, ofendido por mi presencia, podría castigarme con la ceguera. También, al desconocer el ritual de la luz del templo y equivocar el paso, la escalera de caracol, provista de un invisible mecanismo de defensa, podría abrirse bajo mis pies, dejándome caer en un pozo.

Pero, incluso cuando mi mente estaba tranquila y ninguno de estos avatares tomaba posesión del edificio, tampoco entonces subía la escalera de la linterna en paz, y la respiración siempre ha ido en mi contra, peldaño a peldaño; no por el esfuerzo físico, sino por el desasosiego; cada peldaño, una moneda de inquietud en el pecho: el precio a pagar por un sentimiento de extranjería que nunca me ha abandonado.

Sin embargo, hoy que asciendo la escalera por última vez, lo hago, si no en paz, sí con la certidumbre de que el faro sabe que es nuestra última noche, percibiendo solemnidad y respeto en su forma de no oponer resistencia, una suerte de reconocimiento ante la despedida, de reparación.

Y si el gran ojo de cristal tallado fue siempre la meta única de la subida a la torre, hoy asciendo también por la espiral de un oído, o mejor, avanzo oído adentro, como hacia el centro de una caracola, y los peldaños de piedra arenisca se transforman en celdillas de nácar de un nautilo, o en las teclas de marfil de un instrumento musical en construcción.

Creo que estoy hablando al oído y a la memoria del faro.

Antes de llegar al arranque de la escalera, he estado deambulando por todas las habitaciones de la casa, iluminada esta noche de forma intermitente y violenta, como a golpes de guadaña. Creo que el ojo de la torre ha invertido el foco de su mirada, que los haces han comenzado a barrer su espacio interior, y con él los veinte años de vibrante inmovilidad vividos en el faro.

El camión de la mudanza llegará mañana, y todo lo que una vez ocupó un lugar en una estantería o en un armario descansa ahora en el interior de una caja. Las cajas y sus sombras están por todas partes. Parecen bultos impersonales, y sin embargo, al pasar a su lado, siento una llamada: como si todas ellas contuvieran relojes y oyera el tictac de un tiempo diferente, periodos enteros de tiempo vivido bajo la advocación de la luz y ahora encapsulados.

Tengo la fantasía de que algunos objetos deberían salir de aquí en camilla y reposar quizá bajo una tienda, en una suerte de hospital de campaña, antes de volver a ser objetos en otro lugar. Sobre todo, los libros. Sobre todo, algunos libros. Si no se curan antes, quizá se desintegren al contacto con el aire nuevo, como reliquias que hubieran estado enterradas durante siglos bajo un túmulo.

No necesito mirar atrás para saber que los recuerdos de la vida en el faro no se encuentran en las habitaciones, sino fuera de ellas, a lo sumo en los alféizares de las ventanas desde donde se contempla un mar siempre cambiante, y un horizonte que, lejos de ser una línea continua, se comporta como un volcán en permanente erupción de emociones; la memoria no está cifrada en las marcas o en las cicatrices abiertas en la pintura de las paredes, y forma parte del trabajo riguroso y constante que cada noche ejercen los haces sobre los troncos de los tilos del jardín. ¿Serían capaces estas cuchillas de luz de talarlos un día?

Los recuerdos no se encuentran en el interior de una parcela de espacio que no posee ninguno de los atributos de una casa verdadera. La falsa casa del faro se reduce a un recinto imantado a una escalera. Igual que un cepo no es un dormitorio, igual que un telescopio no es una almohada. La casa del faro no puede ser nunca una casa, igual que una garita de centinela no lo es. ¿Puede una alucinación ser legada o heredarse? No, los hijos del faro han nacido a los pies de una torre y lo saben bien cuando, desde lejos, reconocen la luz que se enciende en un punto de la costa y se sienten señalados con el dedo.

El verdadero recuerdo se encuentra adherido a los ojos que, multiplicados por las lentes de unos prismáticos, buscan en la superficie del mar una señal que dará sentido al día. Esté donde esté, la descendencia del faro, marcada por la luz, no puede olvidar. El estigma crece con el tiempo: lo he reconocido en estaciones de tren y en aeropuertos, en la frente de un tránsfuga que mostraba en la frontera un pasaporte falsificado. También yo sé lo que es sentir el dedo acusador, y me he identificado con el sacerdote o la sacerdotisa del templo que pagaría con su vida la conservación del fuego.

En realidad no somos tan distintos. ¿Recuerdas la secuencia? ¿La historia de la luz del faro?

Primero fue el fuego de leña, que se acarreaba al punto más alto de la torre, las hogueras a cielo abierto; luego se prendieron hogueras de carbón, que algunos navegantes confundían con la luz de una estrella. También, bajo la recién nacida cúpula de la linterna, ardieron una mecha de algodón empapada en aceite y un hachón embadurnado de brea. Los barcos se guiaron por la luz de las velas, de las lámparas de petróleo y de gas que precedieron el alumbramiento del ojo eléctrico. El faro se derrumbó y volvió a levantarse, más alto, más firme, más distante también. Sin embargo, incluso ahora, sabiendo que tras las lentes talladas brilla una bombilla de incandescencia, crees ver el fuego original, o sientes su antigua presencia, cuando, desde la distancia, la linterna del faro parece tantas veces el sagrario de una iglesia.

Que no se apague la luz, ésa es la servidumbre vital del guardián de la torre; no puedes dejar que la luz se apague, igual que no puedes dejar de beber o de dormir.

Acababa de oscurecer cuando empezaron a llegar, como el oleaje a la playa, las voces encadenadas de todos los habitantes del faro; un viaje inverso en el tiempo: primero, voces recientes, tan nítidas que podrían ser de ayer; mi propia voz que anunciaba a alguien la próxima mudanza; luego, más oscuras y fragmentadas, fueron haciendo su aparición voces antiguas; unas tras otras, hasta la primera, el eslabón inaugural de la cadena, una voz equivalente al primer crujido que emite un entablado de madera verde al secarse. Su mensaje fue claro: igual que tú, sólo fuimos huéspedes.

Madre, ¡no me dejes! gritaba entre sollozos la voz del farero.

¿Llamaba a la madre que, según me contaron, tras una larga agonía murió en lo que hoy es el cuarto de las baterías, o llamaba madre a la luz del faro? Después se escuchó un disparo.

Otro farero hablaba de redes y anzuelos.

Luego, llegó una frase de esperanza pronunciada al auricular de un teléfono.

Como si, en un acto de prestidigitación, acabara de retirarse una funda del tiempo, escuché risas.

Las risas se ahogaron a golpe de martillo en el pequeño yunque del taller.

Ahora era la voz de un locutor de radio la que informaba sobre el avance de unas tropas, y la resistencia de una ciudad.

El faro permanecía impasible ante la amenaza, completamente al margen del conflicto, como si no hubiera sido construido por manos humanas y sirviera a una causa alejada de la temporalidad.

Alguien ha forzado la puerta del almacén, y ha desaparecido el mercurio.

Veía ante mí el vaso de mercurio sobre el que gira la óptica del faro como un grial que guardase el inconsciente del animal que a veces creo sentir en él, un vaso que le sirve de almacén de sueños.

En la noche del miércoles las olas alcanzaban los ocho metros. Mientras reforzábamos el amarre de un bote, vimos un pequeño barco de pesca que el temporal arrastraba hacia la escollera. Bajamos a toda prisa, y conseguimos lanzar un cabo. Sólo pudimos salvar a uno de los tripulantes; los demás parecían títeres que el mar golpeaba contra las rocas.

Poco después del amanecer, presentí una llegada. Mucho antes de que hiciese su aparición, yo ya sabía que estaba en camino, que avanzaba lentamente hacia el faro, como un buque fantasma o un cetáceo de gran envergadura.

Limpié los prismáticos y me senté a esperar. La niebla hizo su aparición por el oeste.

Llegó el sonido emboscado de la sirena del faro, que poco después pareció extinguirse en la misma niebla.

Así pues, no me había engañado: el gran mamífero había subido a la superficie para respirar y, a cambio de oxígeno, exhalaba esa densa cortina de átomos blanquecinos en la que se pierden los barcos... Les dijo: éste no es vuestro reino.

Comenzó entonces una escena de caza diferente: la persecución del animal de la niebla... Se escuchó el cuerno que en otros tiempos orientaba a los barcos, convertidos de pronto en lebreles. A la hendidura abierta por el sonido ancestral siguió una estela de silencio. Navegar en la niebla era contener la respiración. Hasta que, de esa misma cortina de átomos blanquecinos, surgió poco después, aunque hubiera recorrido un arco de más de cien años, el sonido de una campana. La boca de bronce que también antaño alertaba de un peligroso arrecife borrado por la niebla. ¿Cómo no confundir el faro con una iglesia?

Las voces se adelgazaban y llegaban cada vez más remotas. Ahora dos niñas jugaban a la entrada del cuarto de máquinas, susurraban secretos a sus muñecas y las muñecas respondían con silencio. El silencio se llenó con los ladridos de un perro, y, poco después, los ladridos fueron engullidos por el sonido de una nueva tormenta.

Miré hacia el lucernario que corona la caja de escalera, ¿cuántas veces había contemplado un temporal a través de estos cristales? Siempre me ha parecido que el lucernario es una pantalla de rayos X, y que los relámpagos que tantas veces se proyectan en ella son las radiografías de la tormenta. Ahora, gracias a esa conquista de la memoria, puedo diagnosticar la enfermedad del cielo y predecir su fin.

Las primeras gotas de la tormenta transforman esta pantalla en un instrumento musical, aunque, muy pronto, las notas comienzan a resultar indistinguibles unas de otras, y el cero absoluto del agua desbarata cualquier idea de espacio sonoro.

El tiempo pasaba muy deprisa por las habitaciones desnudas, que recorría describiendo una ronda de la memoria, y las páginas arrancadas a los calendarios se reconstruían ante mí a gran velocidad, hasta que me encontré con el recuerdo nítido del primer día: el de la llegada al faro.

Entonces estaba amaneciendo y los haces de la torre mantenían todavía un pulso desigual con la luz vestibular casi blanca. La historia del faro es también la de esos duelos siempre desequilibrados entre niños y gigantes de luz y oscuridad; también, la de los paréntesis temporales en los que unos y otros se miran un instante a los ojos y desaparecen.

El día de la llegada, la casa vacía estaba todavía tan saturada por los olores de la última familia que la había habitado que su presencia resultaba abrumadora, y casi podías golpearte con sus miembros por los pasillos. Unos parecían darte la mano; otros, echar a correr.

Igual que hoy, las cajas estaban desperdigadas por toda la casa. Las suyas habían salido poco antes, como féretros; las nuestras, ¿qué contenían entonces? ¿Eran las mismas? ¿No se encontraba ya en una de ellas, en forma de semilla, el manuscrito de «Basenji»? ¿No era esa caja sin abrir igual a la célula que guarda en su interior toda la información que terminará convirtiéndola en un ojo? ¿Y no ha sido ya abierta en algún lugar la caja cerrada de hoy?

El misterio entonces parecía encontrarse por delante. Extraño que ese misterio estuviera hecho de luz, y de esa eterna rivalidad entre el día y la noche.

Del mismo modo vertiginoso, del primer día regresé al último: a este largo, larguísimo día de hoy. El lucernario estaba ahora apagado. La caja en la que había guardado las fotografías y las cartas estaba sellada. Todo lo que alguna vez había sido expuesto a la luz ahora dormía.

Querida V.: