JOAN-CARLES MÈLICH
LÓGICA DE LA CRUELDAD
Herder
Diseño de portada: Stefano Vuga
Maquetación electrónica: José Luis Merino
© 2014, Joan-Carles Mèlich
© 2014, Herder Editorial, S. L.
1ª edición digital, 2014
ISBN: 978-84-254-3257-6
DL: B-26.161-2014
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Introducción
Pórtico: La gramática moral del mundo
1. Moral, culpa y crueldad
1.1. El rostro escondido de la culpa
1.2. El sueño de Raskólnikov. La culpa en Dostoievski
1.3. El instinto de crueldad. La conciencia moral en Nietzsche
1.4. El sádico superyó en Freud
1.5. El ídolo cruel: la metafísica moral
2. La formación de la crueldad
2.1. Un viaje al corazón de las tinieblas
2.2. La moral del marqués de Sade: El nuevo imperativo categórico
3.3. La educación del libertino
3. Los procedimientos de la crueldad
3.1. Las normas de decencia
3.2. Normalidad y normatividad
3.3. El dispositivo de la persona
3.4. La tentación del Bien
3.5. La fidelidad y el significado, las calles de dirección única
3.6. Figuras de lo monstruoso: el extraño, el intruso, el perverso
3.7. La crueldad del reconocimiento
3.8. La lógica carnal: el asco
3.9. La ontología de la ley
Telón: Márgenes de la moral
Bibliografía
Índice onomástico
Agradecimientos
Notas
Más información
Per l'Helena
No es usted del castillo, no es usted del pueblo, no es nada.
FRANZ KAFKA, El castillo
El aire está lleno de nuestros gritos. Pero la costumbre ensordece.
(Samuel Beckett, Esperando a Godot)
No hay moral sin lógica, no hay lógica sin crueldad. Muchas veces, de forma imperceptible, escondida tras un velo de naturalidad y de normalidad, y sin apenas dramatismos, la crueldad aparece en nuestro lenguaje, irrumpe y permanece sutilmente en la forma de organizar el mundo. Es una lógica que nos administra. Heredamos una gramática: un modo de ver compartido, una forma de crear y de crearnos, de establecer fronteras y límites entre lo que vale y lo que no, entre lo que es digno de ser respetado y lo que no merece nuestra atención, entre lo que es verdad y lo que no resulta más que una ficción o una mera apariencia. En esta visión, en este modo heredado de ver el mundo nacido en el propio mundo, la moral domina y, con ella, una lógica de lo que somos, una forma de relacionarnos con los demás y con nosotros mismos, de integrar y de excluir, de respetar y de exterminar. En toda moral opera una lógica de la crueldad.
Está claro que puede existir crueldad en nuestros actos, pero de lo que trataremos no es de eso sino de algo muy distinto, de la crueldad que vive inscrita en nuestro modo de ser y de pensar, pero no tanto en lo que hacemos sino sobre todo en la manera que tenemos de justificarlo y analizarlo, en sus dispositivos, en sus categorías, en sus procedimientos legales y legítimos. Advierto desde ahora que voy a centrarme única y exclusivamente en reflexionar sobre esta lógica y, en especial, sobre sus dimensiones ontológicas, epistemológicas e imperativas, sobre sus aspectos morales, esto es, sobre sus horizontes de significado y sus normas de decencia. Este será, en pocas palabras, un ensayo sobre la lógica moral.
* * *
Tomo el término lógica en un sentido kantiano. En el apartado dedicado a la «lógica trascendental», en la segunda parte de la Crítica de la razón pura, Kant sostiene que la lógica se ocupa de «las reglas del entendimiento en general».1 En este sentido, en lo que sigue se tratará de indagar cómo opera una lógica cruel en el seno de la moral, una lógica que adopta básicamente dos formas. La primera —que ha sido sin duda la dominante en la cultura occidental y de la que ya se ocuparon algunos de los mayores autores del siglo XIX y principios del XX, como Dostoievski, Nietzsche y Freud— es la mala conciencia. Empezaré comentando algunas de sus tesis, sin ánimo, por supuesto, de realizar un estudio exhaustivo de ellas —algo que está fuera del alcance de quien esto escribe—. Lo que pretendo es considerar su importancia en relación con el vínculo entre moral, culpa y crueldad, y estudiar cómo la primera deja de ser algo externo al propio yo para convertirse en una parte de este, en una parte que Freud llamará Über-ich (superyó), el heredero, según él, del complejo de Edipo, y que, en tensión con el yo, generará un sentimiento de culpa imposible de ser erradicado. Reflexionaré sobre algunos pasajes de Crimen y castigo, de Dostoievski, sobre ciertos aforismos de La genealogía de la moral, de Nietzsche y, finalmente, sobre el capítulo que trata de las «servidumbres del yo» de El yo y el ello, de Freud.
Pero existe una segunda operación básica que no debe olvidarse y de la que confío poder dar cuenta, una operación en la que la moral resulta todavía, si cabe, más radical, más intensa, más cruel: la buena conciencia, porque es aquí el lugar en el que la lógica moral campa a sus anchas. Sin la buena conciencia, sin toda una serie de procedimientos y de mecanismos dedicados a crear «sinvergüenzas», para muchos la vida sería invivible, porque la culpa sería insoportable. Ahora bien, en este caso, como ya se verá, la conciencia moral deberá ser educada, deberá formarse para configurar así un modo de ser, un lenguaje y una topología, para generar un espacio de acción, para evitar que la vergüenza, el correlato de la culpa, haga su aparición. El sinvergüenza no nace, se hace. La vergüenza, como señaló Emmanuel Levinas, es la presencia ante nosotros mismos. No revela nuestra nada, sino todo lo contrario, revela la totalidad de nuestra existencia, nuestra extrema desnudez.2 La vergüenza surge en el momento en que uno se descubre clavado a sí mismo, en el momento en que no puede huir de sí, es la presencia irrevocable del yo en uno mismo, es la visión de nuestro ser total, en su plenitud. Lo que la lógica moral de la buena conciencia crea es una especie de «túnica» que oculta la vergüenza no solo a los demás sino también a uno mismo, una túnica que justifica y legitima el propio yo, una «túnica desculpabilizadora». Pero la cuestión no es sencilla. Hay que aprender a no sentir vergüenza, es necesario que uno aprenda a no sentirse culpable, a no descubrirse solidificado en su propio yo. Por eso será necesario retomar la filosofía de Sade, habrá que leer sus novelas para reflexionar sobre una cuestión que me ocupa desde hace tiempo, porque quizá el problema no sea tanto si se puede aprender la compasión sino si se puede desaprender. Esta es una tesis mayor que se desprende de la lectura de las obras del marqués, tanto de Juliette como de Justine. Esto es lo que nos enseña Sade, lo que hay que educar no es la compasión sino la crueldad, lo hay que formar es una lógica de la crueldad que bloquee la compasión para evitar así la mala conciencia, la culpa y la vergüenza.
Acto seguido, en el capítulo central de este ensayo, voy a dedicarme a estudiar los procedimientos de la crueldad, a analizar algunos de los mecanismos que forman las normas de decencia de esta lógica moral. Hay que reflexionar sobre los dispositivos que se dedican a fabricar una buena conciencia. ¿Qué significa esto? Podría decirse, en pocas palabras, que toda moral —al menos en su sentido moderno— es, de forma más o menos explícita, una trama categorial, un ámbito de inmunidad, una gramática, un marco sígnico y normativo que establece y clasifica a priori quién tiene derechos y quién deberes, quién debe ser tratado como «persona» y quién no, de quién podemos o debemos compadecernos y frente a quién tenemos que permanecer indiferentes. Más allá de sus «efectos negativos» (castigo, represión….) toda moral también es, ante todo y sobre todo, una gramática que (me) protege de la vergüenza y que, como tal, incluye y excluye, esto es, (me) ordena y (me) clasifica, distingue lo bueno de lo malo, lo correcto de lo incorrecto, lo que debe hacerse de lo que tiene que olvidarse.
Pero todavía hay algo más, algo decisivo: para poder ejercer su función balsámica la lógica moral tiene que ser ontológica. ¿Qué quiere decir esto? Significa que lo que la moral afirma es que hay «seres» que deben ser alabados y «seres» que no. La moral establece por adelantado qué debe hacerse con ellos, cómo hay que tratarlos, afirma que hay «seres» que merecen ser tomados como modelos por su comportamiento ejemplar y «seres» que tienen que ser descalificados por atentar contra las buenas costumbres, la moral dicta —a través de marcos sígnico-normativos— el que va a ser y el que no va a ser considerado humano. Los «no-humanos» no serán objeto de respeto moral, y, entonces, se situarán fuera de la protección de la ley. El resto, los que sí se hallen bajo su manto protector, no tendrán ninguna obligación (moral) respecto a la vida y a la muerte de los demás, y podrán vivir con la conciencia tranquila y evitar la vergüenza. Para que este mecanismo sígnico-normativo funcione, la moral deberá operar según una lógica construida alrededor de una serie de categorías, de principios, de puntos de apoyo: universalidad, persona, bien, fidelidad, significado, asco, reconocimiento… Todos estos procedimientos tienen como cometido la construcción de unas normas de decencia, unas normas que son necesarias para que determinadas acciones queden justificadas, para que una serie de actos quede legitimada. Así, los «actores» podrán tener la conciencia tranquila, porque marcos normativos adecuados —legítimos y no solo legales— les darán cobijo. Insisto, pues, la lógica moral es una «fábrica» de buena conciencia.
La moral crea, justifica, explica, significa y, sobre todo, legitima. Su problema (y su peligro) no radica tanto en las acciones que promueve —porque lo que uno hace lo hace de todas maneras— sino en la justificación, es decir, en su poder de legitimación, porque, a diferencia del derecho, la moral no habita en el ámbito de lo legal sino en el de lo legítimo. Como tendremos ocasión de comprobar a lo largo de este ensayo, la legitimación moral es «superior» a la jurídica, porque esta es, a lo sumo, legal. Si la legitimación moral es de mayor alcance lo es porque habla desde lo alto, desde la totalidad, desde lo Absoluto, desde la universalidad, desde lo sagrado. Sartre, siguiendo a Dostoievski, decía que si Dios había muerto todo estaba permitido. La lógica moral es cruel porque nos descubre que si Dios no ha muerto todo está legitimado.
* * *
Lo primero que uno debería tener en cuenta es que no hay que confundir «moral» con «ética». Aunque no voy a detenerme aquí en este tema, porque ya lo he desarrollado en otros lugares, no se ha de olvidar esta distinción para poder comprender lo que se va a desarrollar en las páginas que siguen.3 La moral, toda moral, dicta leyes, normas, imperativos. La moral es pública, no hay morales privadas. La ética, en cambio, habita en una zona oscura, en una zona de indeterminación. La ética surge como una transgresión de las leyes y de las categorías, como una respuesta hic et nunc a la demanda del otro en una situación única e irrepetible, en una situación de radical excepcionalidad.4 Mientras que la moral se rige por una lógica, la ética no. La ética es lo contrario de la lógica, es la subversión de la lógica. La moral tiene razón de ser, la ética, en cambio, es un sinsentido, es el sentido del sinsentido. No hay una razón ética, no hay razones para la ética, no hay ninguna necesidad de ser éticos, no hay ninguna ventaja en serlo.
Los humanos no podemos prescindir de la moral ni de la ética, no podemos vivir sin reglas, leyes, imperativos y normas, pero tampoco podemos vivir humanamente solo con reglas, leyes, imperativos y normas. No existe, no puede existir, porque no es antropológicamente posible, un ser humano sin moral, porque somos finitos y nuestra vida es demasiado breve, porque no podemos innovar absolutamente y a voluntad, porque no es posible vivir sin una cultura, sin espacio y sin tiempo, sin historia, porque nacemos en un mundo y no comenzamos de cero, porque en el mundo que heredamos habita —de forma más o menos explícita— una gramática moral configurada sobre la base de una lógica que (demasiadas veces) acabamos dando por supuesta, porque necesitamos puntos de referencia, aunque sean provisionales, que nos orienten en las noches de tormenta. Pero tampoco podemos existir sin la ética, porque siempre nos encontramos viviendo a salto de mata, siempre estamos sometidos a situaciones imprevisibles, a demandas extrañas, siempre nos movemos en encrucijadas que no sabemos ni podemos resolver acudiendo a manuales o a códigos deontológicos. Mientras que la moral nos dice qué debemos hacer, pensar, decir o responder, la ética nos dice que tenemos que responder a una situación sin saber a ciencia cierta qué debemos responder.
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No comenzamos con las manos vacías. Nacer significa heredar un «mundo interpretado». El mundo no es un territorio sino un universo sígnico, simbólico y normativo que solo podremos eludir, si es el caso, parcialmente.5 Ab initio heredamos una gramática compartida.6 Se entiende aquí por gramática una organización articulada de signos, símbolos, imágenes, narraciones, valores, normas, hábitos, gestos, costumbres… que, por una parte, ordena y clasifica el mundo, así como las relaciones que en él se establecen, y, por otra, ofrece y proporciona normas de conducta respecto a ese mismo mundo y las interacciones entre sus miembros. Una gramática es una estructura de la experiencia humana, una forma de dividir y de organizar esta experiencia, y también la forma que tenemos los seres humanos de organizarnos en ella, de situarnos en el mundo, de ser-en-el-mundo.7 La gramática es lo que nos acerca y aleja al mismo tiempo. Y precisamente por eso es inapropiable. Aunque sea mía no me pertenece, por eso no somos nunca los mismos, no somos idénticos, somos los otros de nosotros mismos. Mi identidad no es del todo mía, no es una decisión mía. No hay identidades compactas y sólidas. Yo no decido lo que quiero ser o, al menos, no lo decido del todo. La gramática que heredamos nos dice qué y quiénes somos, nos ubica en el mundo, en nuestras tradiciones, costumbres y hábitos, en nuestros mitos y rituales, en nuestro universo normativo compartido con los demás. Nos sitúa en él, aunque nunca nos sitúa del todo en él. La gramática nos da identidad social, nos sirve en bandeja las relaciones con el mundo, con los demás y con nosotros mismos, unas relaciones siempre imperfectas, siempre incompletas, siempre frágiles, siempre provisionales, siempre dudosas. Solo un universo totalitario tiene la pretensión de haber construido unas identidades sólidas, un mundo compacto y sin fisuras, sin grietas ni heridas, sin ambigüedades.8
Al principio del Tractatus Wittgenstein escribe: «El mundo es todo lo que acaece».9 Y a continuación añade que «lo que acaece» o «lo que es el caso» es la existencia de los «hechos». Para él, pues, el mundo consta de hechos, no de cosas, de la misma manera que el lenguaje consta de proposiciones, no de palabras. Es conveniente relacionar las dos ideas de Wittgenstein, la del mundo y la del lenguaje, y reunirlas en una sola. No hay «mundo» y «lenguaje», sino «mundo-lingüístico». En la primera de sus Elegías de Duino, el poeta Rainer Maria Rilke fue lúcido en ese sentido: vivimos en un mundo interpretado, en un «mundo gramatical». No hay gramática sin mundo, pero la gramática también hace posible que el mundo no sea del todo compacto, firme, cerrado, clausurado, porque nuestra condición gramatical y finita abre una grieta en el seno mismo del mundo, una grieta en la que surge la vida. El mundo interpretado es un mundo abierto a la vida, es un mundo agrietado, escindido. Es un mundo roto. Para que haya vida, para que la vida sea posible, las grietas del mundo no se pueden suturar. No es posible la vida en un mundo no escindido. La noción de «mundo de la vida» implica la interpretación y si hay interpretación hay grietas.
Para ser fuente de vida la gramática nos protege y nos expone al mismo tiempo, nos provoca una relación de amor y temor respecto al mundo, una relación de acuerdo y de desacuerdo, de confianza y de desconfianza, de ganancia y de pérdida, de integración y de desintegración. De ahí que toda gramática tenga, a la vez, un triple componente ontológico, relacional y moral que abre una herida antropológica que no podrá ser suturada, algo así como si el mundo no coincidiera consigo mismo —y, por lo tanto, tampoco nosotros como seres-en-el-mundo—. En otras palabras, porque heredamos un mundo interpretado heredamos múltiples disonancias. Ahora bien, también es la propia gramática, el mismo mundo gramatical el encargado de configurar —como vamos a ver a lo largo de este ensayo— unas normas de decencia que nos guíen en la vida, que nos digan qué somos, qué debemos hacer y cómo tenemos que comportarnos. Aprender a vivir es aprender esas normas de decencia, esa manera de tratar(-me) al y en el mundo y a los demás.10
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No debería olvidarse el presupuesto antropológico que se ha tomado como sustento y como punto de partida: somos finitos, nunca comenzamos de cero. Sabemos que nuestra vida es demasiado breve para poder iniciarla desde ningún lugar, para poder iniciarla absolutamente.11 Somos herederos de un mundo que se está configurando. Es evidente que ningún ser humano —precisamente porque la finitud es ineludible— podría sobrevivir sin esta herencia gramatical, porque la finitud reclama puntos de apoyo, esto es, marcos referenciales que proporcionen horizontes de significado, la finitud exige unas costumbres —Descartes hablaría aquí de una moral provisional— sobre las que iniciar la configuración de nuestra vida. Si hay mundo hay horizontes que nos conforman y orientan, y es desde ellos que iniciamos el trayecto vital.
La noción de horizonte ya aparece en el conocido texto de La gaya ciencia (§ 125), de Nietzsche, titulado «El loco». Un hombre aparece en pleno día en una plaza pública gritando sin cesar: «Busco a Dios». Pero, cuenta Nietzsche, puesto que había muchos que no creían en Dios, sus gritos provocaron risa. ¿A dónde se ha ido Dios? ¿Se ha escondido? ¿Se ha escapado? El hombre loco, sigue diciendo, los miró fijamente a los ojos y se encaró con ellos: «¿Queréis saber dónde está Dios? Yo os lo voy a decir: Dios ha muerto, Dios permanece muerto y todos nosotros somos sus asesinos. Nosotros lo hemos matado. Vosotros y yo, todos somos sus asesinos…». Entonces, de repente, un escalofrío recorre la plaza pública. Lejos de levantar gritos de júbilo una pregunta inquietante hace su aparición: ¿seremos capaces ahora de vivir sin Dios? ¿Qué fiestas expiatorias tendremos que inventar?12
Lo decisivo de este pasaje no es tan solo la certificación de la muerte de Dios sino el significado de este término y sus consecuencias. «Dios» es lo Absoluto, y su «muerte» significa el fin de todo punto de referencia trascendente al espacio y al tiempo, el final de todo referente metahistórico. Y, en este caso, el sentido está seriamente amenazado. Aquí Nietzsche escribe a propósito de la muerte de Dios: «¿Quién nos ha dado una esponja capaz de borrar el horizonte?».13
En efecto, la desaparición de lo Absoluto conlleva una crisis de horizontes, esto es, en el lenguaje de Nietzsche, una crisis de sentido, porque los horizontes tienen la función de ubicar y de orientar a cada recién llegado en el tiempo y el espacio que le ha tocado en suerte, es decir, lo sitúan en su trayecto histórico y, por lo tanto, le proporcionan un fondo de sentido. La muerte de Dios deja abierto el mundo a la desorientación y eso provoca temor, angustia y, sobre todo, vértigo.
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El vértigo aparece en el momento en el que las distancias se confunden, en el que el suelo se acerca demasiado, en el que los pies dejan de estar donde deberían y todo se mezcla en una especie de torbellino infernal, como en la conocida y magistral película de Hitchcock.14 Entonces nada, o casi nada, tiene sentido o, al menos, no sabemos a ciencia cierta qué sentido tiene. Hemos perdido ese apoyo —quizá débil y provisional, pero apoyo al fin y al cabo— que nos ofrecía seguridad. El mundo, si Dios ha muerto, se ha vuelto un espacio vertiginoso, para muchos difícilmente habitable. Por eso es necesario inventar ídolos que demasiadas veces tienen pies de barro.
El vértigo aparece ante un abismo que atrae, que seduce, pero que al mismo tiempo es terrible. En esa situación uno desea saltar al vacío de una vez por todas, pero sabe que si lo hace no hay vuelta atrás, y que la alternativa es o quedarse en el mismo sitio, en el borde del abismo, o lanzarse a una muerte segura. El vértigo no ofrece alternativa, por eso no es posible resolver su desafío. Si ser humano es dar cuenta en cada caso de la contingencia, de la provisionalidad, si ser humano es dar respuesta aquí y ahora de la situación en la que uno se halla arrojado, en el vértigo todo esto se pone en cuestión, pues uno siente vértigo precisamente porque no puede dar respuesta a esta situación, porque no puede activar los mecanismos que normalmente pone en funcionamiento en su vida cotidiana.
En su novela La insoportable levedad del ser Milan Kundera se pregunta: ¿qué es el vértigo? ¿El miedo a la caída? Y responde negativamente.15 El vértigo es diferente del miedo a la caída porque en él hay una atracción por la profundidad, por el abismo que se abre a nuestros pies. Hay una seducción y, al mismo tiempo, un horror, un espanto.
En el § 40 de Ser y tiempo Heidegger se ocupó de la angustia, una cuestión que recuperó años después en ¿Qué es metafísica?16 Según él la angustia surge ante el ser-en-el-mundo. A diferencia del miedo, en la angustia no nos angustiamos ante esto o aquello, ante algo concreto, sino ante la nada. En la angustia lo amenazante no está en ninguna parte. La angustia, dice Heidegger, no sabe ante qué se angustia.17
El vértigo, a diferencia de la angustia, no surge ante la nada sino ante el vacío. Irrumpe en la atracción y la repulsión del vacío; pero el vacío ¿de qué? De la ley. Porque vida y mundo no son lo mismo, porque vida y mundo no coinciden, la existencia se encuentra al borde del precipicio. Resultado de la herencia que recibimos al venir al mundo, la moral no conoce el vértigo; la ética, en cambio, sí. Encontrarse en una situación ética es vivir el vértigo ante el vacío del deber, ante el (sin)sentido. La moral tranquiliza, ofrece seguridad porque da normas, prescribe un comportamiento universal. La ética, en cambio, provoca el vértigo porque nos sitúa en el abismo de un vacío imposible de superar. Una lógica de la crueldad no puede soportar el vértigo, por eso intenta con todas sus fuerzas diluir la frontera entre la moral y la ética, reduciendo la segunda a la primera. En una lógica de la crueldad todo es moral, o inmoral; no hay en ella tiempo para la ética. La lógica moral es cruel porque huye del vértigo del (sin)sentido. Solo hay significado. Ya no existe la atracción y el espanto del precipicio. Todo tiene (o debe tener) su lugar, todo sucede (o debe suceder) como Dios manda. Ni alteridad, ni extrañeza, ni disonancias, ni disidencias, ni transgresiones, ni perplejidades… Todo está previsto, todo está predeterminado. Y si algo no lo está, entonces debe ser exterminado por su propio bien y por el nuestro. A veces, según la lógica de la crueldad, es necesario cortar las malas hierbas para que un hermoso jardín florezca…
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La definición moderna más precisa de lo que quiere decir horizonte desde una perspectiva moral la encontramos en La ética de la autenticidad, de Charles Taylor. Escribe el filósofo canadiense:
Las cosas adquieren importancia contra un fondo de inteligibilidad. Llamaremos a esto horizonte. Se deduce que una de las cosas que no podemos hacer, si tenemos que definirnos significativamente, es suprimir o negar los horizontes contra los que las cosas adquieren significación para nosotros.18
Para el objetivo de este ensayo, la idea que Taylor desarrolla en su libro resulta de gran interés. Vivimos en y desde una moral que es el resultado de habitar un mundo. Mediante la educación (o los procesos de transmisión, sean del orden que sean) recibimos una gramática que nos proporciona horizontes de significado o, lo que es lo mismo, esquemas siempre provisionales y ambiguos de orientación y de valor. Pero la lógica moral tiene un deseo de acabar con esa ambigüedad. ¿Qué quiere decir esto? Significa que la moral pretende ofrecer seguridad absoluta, respuestas lo más claras y distintas posibles. La moral opera según un ideal cartesiano. Nos dice qué es lo importante, qué debe ser tomado en serio y cómo hay que afrontar y responder a las cuestiones fundamentales. La moral, toda moral, al menos en su sentido moderno, nos proporciona un marco de inteligibilidad, de interpretación y de acción en el mundo. La moral, a través de una serie de normas de decencia, quiere ofrecer un horizonte de seguridad absoluta. La moral nos guía, nos tranquiliza, esto es, nos otorga significados, nos ubica y nos orienta. Uno siente que no puede vivir al margen de ella.
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Habría que precisar que, como se verá más adelante, para el estudio de los mecanismos que operan en una lógica de la crueldad la distinción entre sentido y significado es muy relevante, porque mientras que la moral se refiere al significado, la ética tiene que ver con el sentido. Aunque volveré con más detalle sobre esta cuestión, habrá que decir que algo significa «lo que significa» y no otra cosa y, lo que es más importante, «lo que significa» siempre niega otros posibles significados. Este es el mecanismo —al menos uno de ellos— que pone en funcionamiento la lógica cruel de la moral de la que aquí esperamos dar cuenta. Pero no puede ni debe confundirse significado con sentido. Este, a diferencia del primero, nunca es definitivo, no puede establecerse de una vez por todas, porque el sentido siempre es una «posibilidad-de-sentido». Ahora bien, hay que subrayar el hecho de que si somos finitos no tenemos acceso a una vida plena de sentido, o, dicho de otro modo, en un ser finito el sentido está inevitablemente amenazado por el sinsentido. De ahí que, aunque haya «sentido», no pueda haber «sentido último». Los seres finitos no pueden sino habitar el ámbito de lo penúltimo, por eso el sentido de la vida resulta en todo momento extremadamente problemático, imposible de establecer de una vez por todas. El sentido último conlleva una disolución del sentido o, en otras palabras, si hubiera sentido «último» ya no habría sentido.
Por lo tanto, lo que debería tenerse muy presente es que, desde esta perspectiva, los horizontes morales —a cuya pérdida se refiere Nietzsche en el conocido aforismo de La gaya ciencia—, precisamente porque son morales, no pueden sino ser horizontes de significado pero no de sentido. Por eso, porque ofrecen seguridad dan significado: incluyen y excluyen, resuelven y guían, orientan y configuran identidades. Y estos horizontes morales no los creamos a voluntad, al contrario, los heredamos, están dados, forman parte del mundo. Nadie decide nunca, por completo, en qué horizonte moral desea vivir. Para decirlo à la Heidegger, nos hallamos «arrojados» a un horizonte moral.
En cambio, el sentido no es un horizonte porque no pertenece al mundo sino a sus márgenes, a los márgenes del mundo, a la vida. A diferencia del significado, el sentido es algo por hacer, algo por venir, algo que está enfrente y, en consecuencia, no puede heredarse. No llegamos a un mundo con sentido porque el sentido no es algo dado, algo que ya existe, sino algo que está por verse y por decidirse. La moral no puede dar cuenta del sentido, aunque es verdad que algunas morales lo intentan. Y, en cualquier caso, el sentido tiene una dimensión desestabilizadora, amenazante. La moral no es amiga del sentido porque este la intranquiliza, le produce vértigo, porque el sentido no puede ser si no es, al mismo tiempo, sinsentido, porque el sentido no es el sentido del mundo sino de sus márgenes y, por lo tanto, es un sentido que pone en cuestión el significado del mundo, la gramática que hemos heredado. El sentido nos hace caer en la cuenta de que la gramática no está cerrada, de que la gramática está abierta, de que es una apertura, de que en el «mundo interpretado» hay grietas imposibles de suturar.
Los horizontes de significado —que aunque no son exclusivamente morales sí lo son siempre de una manera u otra— otorgan seguridad y ofrecen una respuesta —que aunque de hecho no puede dejar de ser provisional tiene pretensión de ser definitiva— a las preguntas fundacionales: ¿de dónde vengo?, ¿hacia dónde me dirijo? y, sobre todo, ¿qué debo hacer?... Los seres humanos, en cuanto seres finitos, necesitamos sentirnos protegidos por estos horizontes. Sin ellos habitaríamos una existencia vacía, o, para decirlo con Beckett, un interior sin muebles. Es verdad que vivimos en un «mundo interpretado», pero eso no quiere decir que la vida tenga un sentido, porque el mundo y la vida no son lo mismo. Para ser vida la vida siempre tiene que desarrollarse en los márgenes, tiene que ser una vida en busca de sentido, y precisamente por eso es también la imposibilidad de instalarse en él. La tensión entre el mundo y la vida no puede deshacerse.19 No somos humanos porque hayamos erradicado el mal, la violencia, el dolor… sino todo lo contrario, porque no podemos hacerlo. No somos humanos porque hayamos encontrado la respuesta al sentido de la vida, sino porque no podemos encontrarla. No somos humanos porque podamos decidir autónomamente lo que queremos ser y cómo queremos comportarnos, sino al contrario, porque siempre somos más nuestras contingencias y casualidades que nuestras acciones y decisiones libremente tomadas. Somos humanos porque no podemos eludir las dudas, los vértigos, las paradojas. Somos humanos porque vivimos en ámbitos de transgresión. Las críticas al mundo no dejan de ser críticas en y desde el mundo, pero la transgresión es otra cosa. La transgresión es marginal, pertenece a la vida, deja al mundo «fuera de juego», es algo que rompe las seguridades y las respuestas gramaticales y nos deja huérfanos de significado. Y es este orfanato el lugar en el que surge el sentido.
Para los horizontes morales lo imaginario,20 esto es, el conjunto de signos, símbolos, mitos y ritos que configuran el mundo interpretado, resulta ser un artefacto de primera magnitud.21 Los relatos simbólicos (mitos) y las acciones simbólicas (ritos) ubican al recién llegado y, al hacerlo, también configuran su identidad. Uno puede dar respuesta a la pregunta ¿quién soy? precisamente porque ha heredado una gramática que le proporciona significado. Es evidente que no será una identidad última ni inmutable sino narrativa, pero no es menos cierto que no podrá desembarazarse del todo de ella.22 Se agarra al ser como un ancla que deja un rastro. Los horizontes de significado dejan un rastro. Inevitablemente, hay pasado en el presente, y eso es lo que el rastro muestra.
Los horizontes morales son horizontes ontológicos. Dan normas, estructuran axiológicamente el mundo, responden a la pregunta sobre qué debo hacer y cómo tengo que comportarme, pero no solo eso, también dan respuesta a la cuestión de la identidad personal. Los horizontes morales —no solo la biología— me dicen si soy hombre o mujer y cómo debo actuar en coherencia con mi identidad, cómo tengo que vestirme, cortarme el pelo y andar, me orientan en la manera educada de mirar, de cruzar las piernas, de saludar. Por eso son horizontes ontológicos.
* * *
Digamos, para empezar —y para evitar malentendidos—, que, desde la perspectiva que aquí se toma, una lógica de la crueldad no es equivalente a un acto de violencia. Es verdad que hay formas de violencia que tienen que ver con la crueldad, que son, en definitiva, crueles. Esto ha sido ampliamente establecido. Pero lo interesante es comprobar que la crueldad no se reduce a una acción, no es básicamente una acción violenta. Al contrario, es algo mucho más sutil que la violencia. Para muchos parece obvio que toda lógica de la crueldad es un ejercicio de violencia, pero uno puede ser violento y no necesariamente ser cruel. La violencia no es lo mismo que la crueldad, la violencia no tiene que ejercerse según una lógica de la crueldad porque —y esta es la diferencia fundamental— la violencia se comete siempre sobre un singular en cuanto singular, mientras que la crueldad tiene lugar sobre un singular pero porque pertenece a un universal, a una categoría, a un sistema.
Para una lógica de la crueldad lo de menos es el singular en cuanto singular, es decir, lo de menos es lo que alguien ha hecho, ha pensado o ha dicho en nombre propio. Si la crueldad es cruel lo es porque se ejerce sobre un singular que no es contemplado como nombre propio sino como un ser que pertenece a un marco categorial (un judío, un gitano, un negro, un homosexual, una mujer…). Por eso si hay alguna característica de esta lógica de la crueldad que merezca la pena destacarse desde el principio es, para decirlo en una palabra, la destrucción de lo múltiple y, por lo mismo, de lo singular, del nombre propio. Uno de los primeros mecanismos que pone en marcha una lógica de la crueldad es una mirada en la que el nombre propio no «se ve», en la que el nombre propio es totalmente invisible. Solo es observable la categoría en la que el nombre propio ha quedado inscrito. En otras palabras, la lógica de la crueldad da comienzo con el acto de someter lo singular a lo categorial, al «uno», al concepto, porque, como escribió Nietzsche en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral:
Todo concepto se genera igualando lo no-igual. Del mismo modo que una hoja nunca es totalmente igual a otra, asimismo es cierto que el concepto «hoja» se ha formado prescindiendo arbitrariamente de esas diferencias individuales…23
La moral es una forma de conocimiento que, en la tradición occidental, no ha podido esquivar la metafísica que tiene su inicio en Parménides. Como Heidegger se encarga de recordar en su inmenso estudio sobre Nietzsche, la metafísica se ha configurado como una lógica que tiene su fundamento en la sentencia parmenídea: «Lo mismo es tanto percibir como ser».24 Esto significa que solo hay ente donde hay percibir y solo percibir donde hay ente. Conocer es aludir a algo en cuanto algo, esto es categorizar. Cuando conocemos, o creemos conocer algo, lo convertimos en un «ser categorial» y, en este caso, no puede escapar a la trama lógica, al logos. La metafísica occidental determina al ente «de antemano» como lo que es aprehensible y delimitable según la razón y el pensamiento. Es importante subrayar este de antemano. El conocimiento (así como el re-conocimiento, como vamos a ver más adelante) no espera al otro, no se deja sorprender por su alteridad, por su extrañeza, no soporta el acontecimiento, sino todo lo contrario, impone sus categorías de entrada, desde el principio, convirtiendo al singular en un modo-de-ser categorial, en un ejemplo. No es cognoscible el singular en cuanto único. Esta es la base de la metafísica occidental que hemos heredado de Parménides y que ha seguido vigente hasta Nietzsche: la unidad entre el pensar y el ser. Así, escribe Heidegger:
La metafísica occidental se funda en esta preeminencia de la razón. En la medida en que la elucidación y la determinación de la razón puede y tiene que llamarse «lógica», también puede decirse: la «metafísica» occidental es «lógica»; la esencia del ente en cuanto tal se decide en el horizonte visual del pensar.25
Esta cita de Heidegger es fundamental para comprender el funcionamiento de la moral como metafísica (como lógica) y para descubrir su crueldad. Como iremos viendo a lo largo de la narración que ahora iniciamos, la moral no ha podido liberarse de la unidad básica de la metafísica (pensar y ser es lo mismo) y, por lo tanto, ella no puede hacerse cargo de un singular, de un nombre propio, porque un nombre propio es lo no igual a ningún otro y lo insustituible por ningún otro, lo irreductible a una categoría. Los nombres propios no se pueden ni conocer ni reconocer. No hay reconocimiento del singular porque todo reconocimiento también es una forma de conocimiento y este siempre es categorial. La física piensa el ser según las categorías de materia, causa, energía…, la medicina, según protocolos de acción, la pedagogía, según conceptos como currículum, programación, evaluación, competencia… ¿qué aportan estas gramáticas categoriales al ámbito en el que se desenvuelven? La respuesta es confianza. Categorizar es dar confianza, es confiar en un lenguaje, es tranquilizar. Si algo o alguien se puede conceptualizar y definir, entonces podemos estar tranquilos. Aquí es el lugar en el que surge la verdad.26 Como Heidegger se encargó de mostrar en su interpretación de la obra de Nietzsche, la verdad del conocimiento radica en su utilidad para la vida. Es verdadero lo que sirve, y la moral no es ajena a esta noción de verdad.27 Como vamos a ver a lo largo de este ensayo, para un ser finito la moral tiene un fin preciso: tranquilizar conciencias, pero esta tranquilidad posee una cara oscura, una zona gris: alguien o algo va a quedar fuera de su protección. Por eso la verdad de la lógica moral es cruel.
La lógica nace al olvidar el nombre propio y, por lo tanto, lo insustituible, lo único, le trae sin cuidado. Sus categorías son posibles porque se ha prescindido del tiempo y de la historia, de la contingencia y del azar, de la sorpresa y del acontecimiento. Sobre esta idea vuelve a insistir Nietzsche en el Tratado II de La genealogía de la moral: solo es definible lo que no tiene historia. Por lo tanto, porque sí tiene historia, el nombre propio es indefinible, es inconceptualizable, es incognoscible, es, en definitiva, lo que una lógica de la crueldad no puede tolerar. Y lo decisivo es darse cuenta de que la moral no solo dicta normas, además configura modos de ser, nos dice quiénes somos. La moral es epistemológica y ontológica. En una palabra: el nombre propio es irrelevante para la moral. A ella no le preocupa más que lo que uno es en la medida en que forma parte de una categoría, de un marco lógico que la propia moral ha establecido.
En su otorgación-de-ser, la moral clasifica y, por lo tanto, elimina (por absorción) lo diferente, lo distinto, lo heterogéneo, lo extraño. Las clasificaciones ordenan y rigen a priori formas de comportamiento y de acción. Son performativas, fijan «lo que es» y prescriben «lo que debe ser». Una lógica —una ordenación categorial— posee elementos ontológicos, normativos y formativos. Por eso no hay clasificación alguna que «pueda simplemente ajustarse a los hechos», porque no existen «hechos» a los que poder ajustarse. Como advirtió Nietzsche en sus escritos póstumos, no hay hechos sino solo interpretaciones y, por supuesto, como él mismo reconoce, eso es ya una interpretación.28 Lo que la lógica ordena y clasifica queda «dotado de significado pleno». Nos encontramos frente a una idea básica que debería aportar luz a lo que se va a desarrollar en las páginas que siguen. No se pretende decir con esto que no haya nada «ahí afuera» y que, por tanto, vivimos en una especie de realidad virtual o de mentira perpetua. Lo que se sostiene es que no tenemos posibilidad alguna de acceder a «lo-que-está-ahí» al margen de un «punto de vista», o con independencia de una interpretación. En otras palabras, siempre que nos enfrentamos al mundo ya estamos previamente en él.29
Nacemos en un mundo y heredamos una lógica, una gramática (tradiciones, mitos, ritos, hábitos, costumbres, identidades…) que contiene una trama categorial (conceptual, ontológica, normativa y formativa) donante (y, al mismo tiempo, excluyente) de significado. En otras palabras, una lógica que dicta si «algo» (o «alguien», que para el caso es lo mismo) tiene significado, y cuándo y cómo lo tiene. Una que lógica sostiene que «algo» o «alguien» significa en función del «lugar» que ocupa en la trama categorial en la que ha sido clasificado, así como también sobre la base de las relaciones que debe establecer con los demás elementos de la trama. Son el «lugar» y las «relaciones» lo que le confiere «ser», lo que le da significado moral y, por lo tanto, lo que le otorga derechos y deberes, dignidad y valor. Por eso la tesis de este ensayo podría enunciarse diciendo que en toda lógica moral se oculta un principio de crueldad: el principio —«lo uno»— otorga «totalidad» de significado al nombre propio —«lo único»—, o, dicho de otro modo, fuera de «lo uno» no hay significado posible para «lo único».30 En consecuencia, el «todo» no solamente es «lo no verdadero», como diría Theodor W. Adorno,31 sino también y sobre todo es lo cruel.
En la tradición metafísica occidental todo se contempla bajo el signo de la presencia —el Uno, el Logos, la Idea, la Sustancia, la Objetividad, la Legalidad—.32 Para ella «todo lo racional es real» y existe un principio absoluto que sirve de guía de nuestra manera de ser, de pensar y de actuar. Para esta tradición en la que hemos sido educados y que otorga un privilegio a lo que permanece, a la permanencia, lo único no «es», no «existe», como único, lo singular no «es», no «existe», como singular, lo otro no «es», no «existe», como otro, lo extraño no «es», no «existe» como extraño… Ya hemos visto que para la metafísica el «nombre propio» no tiene la más mínima importancia. Si esta tradición tiene razón entonces no queda más remedio que admitir que lo único, lo singular, lo otro, lo extraño… «son» porque pueden ser comprendidos, pensados, definidos y sobre todo reconocidos en el «interior» de una totalidad categorial, de una unidad, de una presencia absoluta. Pero, en tal caso, dejan de ser algo único, singular, extraño… El nombre propio no existe para la metafísica, porque ella convierte todo lo que concibe en un caso, en un ejemplo, en un dato del todo, de la totalidad, del concepto.33
Como resultado de esta lógica no es de extrañar que la crueldad aparezca como una «mirada» en la que no se contempla el «matiz», lo «singular», lo «otro», sino solo lo «propio» y lo «mismo». De ahí que en toda relación moral —en la medida en que es metafísica— se oculte, de forma más o menos explícita, una lógica de la totalidad y de la pureza, de la coherencia y de la fidelidad, esto es, un ideal inmaculado que no soporta ni la excepción ni el acontecimiento, porque una clasificación moral no tolera lo excepcional, porque si es excepcional de verdad, si es radicalmente excepcional, no si es «la excepción que confirma la regla» sino lo que escapa a toda clasificación, a toda ordenación, a todo marco moral, si es verdaderamente excepcional entonces es lo que rompe la lógica, entonces no hay lógica moral que lo soporte.
En resumen, la lógica moral de la crueldad es una lógica metafísica, es el triunfo del «todo», de «lo uno» sobre «lo único», sobre el nombre propio. De hecho, todas las lógicas metafísicas, y la moral no es una excepción, se convierten en crueles por esta razón, porque ordenan lo inordenable —el nombre propio: lo único, lo extraño—, lo fabrican, lo clasifican, lo enmarcan en una tipología y, al hacerlo, le dan categoría ontológica y, más aún, le otorgan, lo elevan a un rango o estatuto moral, lo legitiman, lo inmunizan, aunque, como vamos a ver y a diferencia de lo que podría pensarse, al inmunizarlo no lo protegen sino todo lo contrario, legitiman la destrucción de todo lo que queda fuera de ese rango, legitiman la destrucción del resto.34
Una lógica moral es un lobo con piel de cordero, porque se nos presenta como una capa protectora cuando realmente solo protege a los que encuentran cobijo bajo su propio manto categorial, mientras que legitima la eliminación de los que han sido excluidos de ese mismo manto. Ella sostiene qué debe ser protegido. Sin embargo, detrás de esa supuesta protección se oculta un principio cruel: la legitimación del exterminio de los que no encajan en esa moral. En esa lógica hay nombres propios —esos cuyas vidas no merecen ser lloradas, cuyo sufrimiento no debe importunarnos ni afectarnos— que estrictamente «no son», «no existen», hay nombres propios que son «transparentes» a esa misma moral y que, por lo tanto, no pueden ni deben ser protegidos. Así pues, una lógica metafísica —no solo la moral, pero también la moral— siempre ejerce crueldad porque trata al nombre propio, a lo único, como un simple «ejemplo del uno», es decir, como una mera acepción de una categoría de la totalidad. En este momento lo único deja de ser excepcional y se convierte en elemental. Pero precisamente por eso siempre que se pone en marcha una lógica surgen restos, aparece lo que no puede ser integrado en las normas y en las categorías que la propia lógica ha predeterminado. Esos restos no pueden ser protegidos y entonces quedan literalmente fuera de la ley.
Al no tolerar el nombre propio (el matiz, la singularidad, el acontecimiento), la crueldad se nos aparece como una lógica de lo puro, de la cohesión, de la fidelidad y de la obediencia. Sin grietas ni fisuras, lo cruel no se transforma, no puede transformarse. Inmovilidad extrema, en la lógica metafísica «todo es lo que es», todo es porque encaja, porque tiene pleno significado en esa lógica y no fuera de ella, porque en su interior la amenaza del sinsentido ha sido erradicada, porque propiamente no hay aceptación de sentido, porque el sentido acaba siendo un sentido y, por lo tanto, deja de ser sentido y termina diluyéndose en significado, un significado que algo o alguien solo posee en el interior de la lógica, no fuera de ella. Segura de sí misma, la lógica de la crueldad permanece en lo uno, confirma sus ideas bajo una forma de claridad y distinción, de firmeza en las decisiones. Nunca hay rectificación porque nunca hay error. Recuérdese al rey Lear: «¡Nada! Ya lo he jurado; y soy inamovible».35 Todo encaja, todo se mantiene, todo persiste. Frente a la disonancia, una coherencia extrema. Por eso, lejos de abandonar la lógica, la crueldad es un exceso de ella, es una lógica total, una lógica de la totalidad.
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La crueldad irrumpe en el momento en el que una lógica se impone en toda su radicalidad, y toda lógica acaba, tarde o temprano, realizando esta operación. No hay excepciones, como mostró Albert Camus en su Calígula. La lógica no soporta ni la contingencia ni el azar. Para ella todo está decidido ab initio. Por eso habría de subrayar algo que ya se ha apuntado: una lógica de la crueldad es, en el fondo, una radical negación de lo heterogéneo, de lo inclasificable, de lo que no puede ser nombrado y que, en consecuencia, para ella ya no existe. Una lógica de la crueldad irrumpe como un sistema de total previsibilidad en el que todo puede y debe ser administrado, calculado y programado, un sistema que no solamente ignora la exterioridad sino que va más allá: la niega y la destruye. En él no cabe la diferencia porque nada difiere, ni nada se demora, ni nada se oculta. Todo, en él, está presente, excesivamente presente. Todo, en él, se halla de cuerpo presente.
En una lógica de la crueldad, entonces, parece que todo salta a la vista. Es, en este sentido, una lógica de lo visual, de la visualización, de la mirada, pero no como la que Jean-Paul Sartre describió en un conocido capítulo de El ser y la nada.36 No sé si sería demasiado imprudente por mi parte escribir que, en cierto modo, la vista es el sentido de la crueldad. Entiéndase bien, no pretendo decir algo así como que mirar sea un acto cruel ni nada parecido, sino que la vista es el sentido del que se sirve una lógica de la crueldad para realizarse, para hacer acto de presencia. Para empezar a acceder a una lógica de la crueldad habría que partir, pues, de una breve descripción de lo que significa ver. El cruel mira. Me mira pero no me ve. Su mirada es omnipotente, infinita, ineludible. Sin duda Sartre, como ya he dicho, realizó una importante fenomenología de la mirada, pero no se ocupó de la mirada cruel, sino solo de la violenta. Según él (son sus propias palabras) «ese hombre, esa mujer, ese mendigo»… son «objetos».37 Pero a diferencia de la mirada violenta —que, como ya señaló Merleau-Ponty, es una mirada de insecto—38noexclusivamente