Cubierta

LUDOVICA SCARPA

LA CABRA CANTA

La libertad de elegir el lado bueno de la vida

Herder

www.herdereditorial.com

Título original: La capra canta

Traducción: Antoni Martínez Riu

Diseño de cubierta: Arianne Faber

Maquetación electrónica: José Toribio Barba

© 2009, Ponte alle Grazie, Gruppo Editoriale Mauri Spagnol, una marca de Adriano Salani Editore S.p.A., Milán

© 2011, Herder Editorial, S. L., Barcelona

© 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN DIGITAL: 978-84-254-3010-7

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Herder

www.herdereditorial.com

				

A mis alumnos y a mis hijos

				

Sopra la panca la capra campa,

sotto la panca la capra crepa.

				

(Cantilena italiana)

ÍNDICE

 

Introducción: El osito del ping-pong

 

TEORÍAS

 

1. Una antropología de la experiencia

2. Para una ilustración del corazón

3. Creer

4. La lógica del sentir

5. Nosotros, seres excéntricos y sorprendentes

6. Un procedimiento práctico para la ilustración del corazón

7. Describir(nos) con mirada etnográfica

8. El recurso del sentirnos incompetentes

9. La diferencia entre «saber» y sentir

10. La realidad-pensada

11. Personas y cosas

 

PRÁCTICAS. 52 elecciones

 

1. Elegir la libertad de elegir los propios estados mentales

2. Elegir ser ángeles o diablos

3. Elegir ser mejores

4. Elegir aceptarnos

5. Elegir usar la cabeza y contar

6. Elegir hacer de buena gana lo que de todos modos hacemos

7. Elegir hacer a regañadientes lo que de todos modos hacemos

8. Elegir llevar a la práctica nuestros verdaderos intereses

9. Elegir pasar del «sentido del deber» al «sentido del querer»

10. Elegir echar la culpa a otros y acusar

11. Elegir echarse la culpa

12. Elegir (no) tener problemas

13. Elegir lamentarnos

14. Elegir renunciar

15. Elegir el chismorreo

16. Elegir no hacer daño

17. Elegir confiar y ser personas de fiar

18. Elegir desconfiar y despreciar

19. Elegir juzgar con animadversión

20. Elegir decir la verdad

21. Elegir esperar

22. Elegir decir «yo me siento» en lugar de «tú eres»

23. Elegir asumir la propia responsabilidad como personas adultas

24. Elegir dejarnos en paz

25. Elegir recomponer lo que está roto

26. Elegir tirar lo que está roto y ya no queremos

27. Elegir mirar con buenos ojos lo que está roto y descubrir que nos gusta más así

28. Elegir echar una mano

29. Elegir decir «prefiero que no»

30. Elegir ver lo que hay y es como es y descubrir que ya está bien así – no rechazar nada

31. Elegir reírnos

32. ¿Elegir estar inseguros?

33. Elegir decir basta (irse, desaparecer, despedirse, emigrar, suicidarse, elegir ser otro)

34. Elegir la benevolencia

35. Elegir tomarnos en serio sin tomarnos demasiado en serio

36. Elegir ser agradecidos

37. Elegir hacer cosas completamente gratuitas

38. Elegir entender la física

39. Elegir hacer lo que nos gusta hacer

40. Elegir la moderación de ser racionales

41. Elegir el agonismo y no el antagonismo

42. Elegir ser reporteros valientes de la propia vida

43. Elegir detenernos a ver lo surrealista

44. Elegir controlar cosas y personas

45. Elegir hacer lo que se nos pide

46. Elegir vernos como parte del paisaje natural

47. Elegir relimpiar el propio filtro mental

48. Elegir darnos cuenta del carácter histórico de la experiencia

49. Elegir ser extranjeros: ver y poner entre paréntesis los supuestos «obvios»

50. Elegir preferir

51. Elegir exagerar

52. Elegir empezar de nuevo a partir de ahora

 

Bibliografía

 

				

Un milagro suplementario, como todo:

lo inimaginable es imaginable.

WISLAWA SZYMBORSKA

				
		
	

INTRODUCCIÓN: EL OSITO DEL PING-PONG

Nadie puede jugar al ping-pong solo. Ni bailar el tango, el vals o el cha-cha-chá. Es una cuestión de hecho.

Por lo que si alguien tiene deseos de alguna de estas cosas, tiene forzosamente un problema: tiene que contar con otros y esperar que estos, igual que él, sientan el deseo de compartir algo que pueda dar satisfacción mutua, como jugar al ping-pong o bailar el tango. Indefectiblemente, si queremos algo que implica a otros, como jugar al ping-pong, nos exponemos al efecto de sus deseos sobre nosotros: a la posibilidad de que sus deseos choquen con los nuestros. Y puede suceder que el otro quiera, sí, jugar al ping-pong, pero no tan a menudo, o no aquí, o no ahora, o de otra manera, o no conmigo ni contigo, o que entienda alguna otra cosa por «jugar al ping-pong»... o que no quiera jugar en absoluto.

Lo que vale para «jugar al ping-pong» vale para cualquier otra actividad que tenga que ver con los demás.

Supongamos que existe una especie animal que, por instinto, juega al ping-pong; llamémosla el osito del ping-pong y preguntémonos si también esa especie se encuentra con idénticos problemas: es fácil imaginar que no será éste el caso. La guía del instinto garantiza al osito del ping-pong comportamientos adecuados, previstos por la naturaleza, y no permite la aparición de deseos alternativos, ni por tanto problemas correlacionados. Si verdaderamente existiera un osito del ping-pong, muy probablemente jugaría con gran maestría, y siempre de la misma manera, con sus semejantes, y ninguno de ellos causaría problemas dignos de mención a los demás. Bien mirado, no serían los ositos en particular quienes jugarían, sino la naturaleza misma de la especie que jugaría a través de cada uno de ellos. Podemos saberlo todo del osito del ping-pong, pero no sabremos nunca qué se siente siendo un osito del ping-pong.

A nosotros, ejemplares de la especie humana, no nos guía el instinto, no vivimos en función de una naturaleza siempre igual sino en función de la cultura, o sea, de significados, conceptos y valores, es decir, de los productos culturales que nosotros mismos creamos y añadimos a la naturaleza. Así cambiamos la naturaleza misma, y gracias a la liberación del instinto somos capaces de adaptarnos a las situaciones siempre nuevas que contribuimos a crear.

La cultura es el conjunto de respuestas hasta ahora pensadas a las necesidades de la especie humana, la herencia de instrumentos que, empleados de una manera apropiada, ayudan a hacernos cargo de nuestro querer vivir mejor.

Somos animales de la posibilidad, un concepto que existe solo en la mente de quien la entiende como tal. El significado sustituye al instinto, y nuestra libertad de asignarlo y de cambiarlo crea la incertidumbre y la contingencia típica de nuestra existencia: no sabemos nunca qué significados está asignando otro sujeto, mientras nosotros asignamos los nuestros en nuestra forma de gestionar la apertura a posibilidades siempre nuevas. Pero todo comportamiento depende de algún significado, toda acción nuestra sucede en función de nuestras motivaciones y valoraciones. Por ejemplo, si continúas leyendo este libro, lo haces en función del significado que estás asignando a lo que lees («hmm, interesante...»), si abandonas el libro en el estante lo haces en función de otro significado distinto («¡uf!, qué aburrimiento...»). Mi comportamiento (escribir) depende del significado que doy a lo que estoy haciendo (lo considero útil). Puedo escribir aquí que descubriremos juntos cómo asignamos significados, y por tanto cómo cambiarlos, pero no puedo prever qué significado darás a esta afirmación mía, y por tanto qué comportamientos tuyos van a seguir. Esta inestabilidad fundamental puede ser vista como un gran recurso de nuestra especie, nuestra apertura continua a la potencialidad, al cambio, a la sorpresa, a la innovación: a poder aprender, siempre. O puede interpretarse como un problema. En todo caso, cualquiera que sea el significado que asignemos será un significado que hemos inventado por nosotros mismos, y que existe, por naturaleza, exclusivamente en la cabeza de las personas que lo imaginan.

El vínculo entre naturaleza humana y cultura, la articulación móvil, la fragua de significados y de potencialidades, es el cerebro, con la materialidad del cuerpo que lo contiene, hacedor y producto de las interconexiones culturales. Nuestra mente es el resultado de centenares de miles de años de evolución, y no me refiero a la mente en abstracto, sino a la nuestra, la que tenemos, en nuestra experiencia vital, ésa que cada uno de nosotros siente como suya, ahora, mientras leemos. Tu mente es, pues, un prototipo de cualidad, uno de los últimos modelos producidos por la evolución, que se han mostrado adaptados a la vida sobre nuestro planeta. Pero la mente, algo que está vivo en nosotros, en ti y en mí, que siente que lo está y razona sobre cómo sea ello posible, es también el órgano que produce el concepto de «cualidad» y cualquier otro, así como la posibilidad misma de dar una valoración: decir que estamos «adaptados», por ejemplo, añade al mundo de la experiencia una cualidad que creamos nosotros mismos, autónomamente. Toda valoración es una invención nuestra autorreferencial: se refiere a conceptos creados por nosotros mismos. Lo que pensamos realiza la cualidad de nuestra vivencia. En la lengua coreana, por ejemplo, no existe un término que indique el concepto de «elección» activa, pero se traduce con una palabra compuesta (Sõn-Taik) por dos conceptos: «echar a suertes (Sõn) y rechazar un daño (Taik)». La suposición subyacente es que lo que los occidentales llamamos libre elección es una forma de comportarnos aceptando y/o rechazando aquello que nos toca en suerte (Chang, 2006). La cualidad de nuestra vida cambia si, como en este caso, el concepto que tenemos a disposición implica una idea de pasividad, de pura respuesta a lo que «nos sale al encuentro».

Con nuestras mentes estamos siempre en red y en relación, desde nuestro nacimiento, y construimos lo que denominamos nuestra identidad en un contexto específico de relaciones interpersonales, tomando constantemente decisiones: elecciones más o menos conscientes. Son las emociones las que nos indican en qué dirección hay que elegir: sentimos lo que nos concierne. Podemos fiarnos de lo que sentimos, observar qué hacemos para sentirnos así, y reflexionar sobre ello. Haciéndolo, descubrimos de inmediato la dimensión cognitiva de las emociones, su dependencia de interpretaciones y juicios, y nos sentimos de otro modo.

El de nuestra mente es un ámbito que no abandonaremos en toda la vida. Las neurociencias estudian desde hace años los procesos neuronales capaces de representarnos un mundo unitario, sólido, material, junto a un yo que se cree consistente y que ve formas, luces y colores, un mundo en el que hay ondas electromagnéticas, partículas, átomos, bucles espaciotemporales, cuerdas cósmicas y quién sabe qué otras cosas más. Conocemos nuestro ambiente tal como nos lo presenta el cerebro, la película de nuestra vida es una construcción suya, una selección que se verifica en distintos planos de conciencia. Vemos lo que vemos, pero no nos damos cuenta de lo que nos perdemos, de lo que, por ejemplo, es demasiado rápido o demasiado lento para quedar registrado por nuestra percepción. No obstante, la limitación de nuestra manera subjetiva de ver el mundo es una prisión flexible: puesto que la crea nuestra mente, que hasta cierto punto puede darse cuenta de hacerlo, podemos cambiar la realidad, por lo menos en lo que se refiere a la interpretación que de ella hacemos, sus cualidades en nuestra vivencia subjetiva, ese centrarnos nosotros en determinados aspectos y no en otros de la experiencia, y cómo todo esto condiciona los significados que asignamos al mundo. La guía segura del instinto nos abandonó hace miles de años, por lo que en cierto sentido estamos condenados a ser libres, no nos queda más remedio que elegir. Ésta es nuestra condición como seres humanos. No somos libres de no ser libres, nos encontramos en esta existencia, con las condiciones impuestas por nuestra naturaleza-cultura, pero somos libres de elegir si elegimos ser conscientemente libres y de qué modo vivir esta situación nuestra, y qué clase de cualidades le asignamos.

Quizá también en nuestro caso sea la naturaleza humana misma la que «juega» a través de cada ejemplar individual; pero, por lo general, no lo vivimos así, sentimos en primera persona que somos individuos, especiales, únicos, y que nuestras elecciones son nuestras y que nos caracterizan, precisamente en cuanto tenemos la sensación de ser libres de elegir, y por tanto libres del automatismo del instinto.

Quizá sintamos simpatía por el osito del ping-pong y es posible que a veces lo envidiemos algo. A pesar de todos nuestros recursos de seres humanos imaginativos, siempre estamos a punto de sentirnos a disgusto, inadaptados, ansiosos, dubitativos y hasta fracasados. Nos sentimos inseguros y nos gustaría que no fuera así. Estamos ansiosos por construirnos una identidad estable, que rechace la «impermanencia» de todas las cosas, incluida la de nuestro cuerpo, hecho de células y átomos que duran solo un tiempo relativamente breve. ¡Qué hermoso sería poder ser un osito del ping-pong en una comunidad de ositos del ping-pong! Y no poder plantearse siquiera el problema de lo que «debe» hacerse. ¡Ni el osito del ping-pong ni las cebras padecen úlcera de estómago! (Sapolsky, 32008).

Pero somos seres humanos y nuestra insatisfacción e inquietud, nuestro secreto resentimiento contra el status quo, nos lo confirman: somos seres humanos sensibles, que a veces no llegan a conocer del todo sus recursos, incluido el de saber imaginar lo que llamamos libertad.

La libertad de elección y la de imaginar nos caracterizan como seres humanos y constituyen la base de nuestra dignidad de personas responsables. La tesis es: siempre podemos tomar decisiones, y éstas son muchas más de lo que creemos.

Una elección que parece mínima es la interpretativa: ¿qué significado asigno a lo que simplemente sucede? Parece mínima y, sin embargo, con ella sentimos la cualidad que tiene para nosotros la experiencia.

Tener recursos quiere decir ser capaces. Como seres humanos, somos capaces de entusiasmarnos, de creer en valores compartidos, de defenderlos frente a otros (que a su vez se identifican con otras convicciones). Somos capaces de alinearnos, de discutir, litigar y también matar en nombre de nuestra verdad, como ilustran las crónicas y la historia. Somos hasta capaces de sentirnos con derecho de hacerlo, y hemos inventado, entre otras cosas, el concepto de la legitimidad del monopolio estatal de la violencia. Pero somos también capaces de darnos cuenta de estas características nuestras y de otras muchas, de reflexionar fríamente sobre la latente monstruosidad de nuestra especie y de tomar decisiones distintas, nuevas.

Puesto que son nuevas, no sabemos por definición cuáles pueden ser: nos sorprendió la caída del muro de Berlín, hace algo más de veinte años, que sucedió de un modo pacífico y sin derramamiento de sangre; nos sorprenderá la caída de todos esos muros alzados a partir de interpretaciones instintivas todavía presentes en nuestra mente.

				
	

TEORÍAS

	
				

1. UNA ANTROPOLOGÍA DE LA EXPERIENCIA

De lo dicho se desprende que solo a través del filtro de nuestra mente veremos finalmente las consecuencias prácticas de nuestra fundamental libertad de asignar significados a cada cosa y de nuestro tener que ver con el mundo. Cuando descubramos nuestra fundamental autorreferencialidad, esto es, que en nuestra vida no tenemos más remedio que contar con nuestras ideas del mundo y de los demás, seremos por fin libres, sin necesidad de defendernos y de sufrir por «cómo son los demás», que «son» (solo desde nuestro punto de vista) tal como los interpretamos. Para llegar ahí nos ayudaremos de algunos instrumentos: la antropología de la experiencia, la antropología creativa que aquí presento y la mirada etnográfica son los que más fácilmente podemos entrenar juntos.

Por antropología creativa entiendo la modalidad emocionante y liberadora con que nosotros, los seres humanos, nos centramos en nosotros mismos y en nuestras potencialidades, en el proceso de reflexionar mediante conceptos creados por nosotros mismos, un método que nos puede echar una mano en esta época de renovadas intolerancias y dilatada desconfianza. ¿Digo emocionante y liberadora? Las disciplinas científicas habitualmente evitan las emociones, buscan explicar el mundo desde un punto de vista objetivo, describiéndolo en tercera persona: su tarea es reproducir lo que gracias a ellas nos parece objetivo. Habituados desde la escuela a este planteamiento, preferimos esconder nuestra vulnerabilidad detrás de conocimientos seguros y decir «las cosas son así» antes que «mis expectativas son éstas, percibo esto... y me siento así». Y no nos damos cuenta de que las cualidades que asignamos a las cosas, al decir que «son así», son las que nuestros conceptos y nuestro modo de sentir, nuestro humor, conciben, igual que una música de fondo colorea con cualidades emocionales precisas las escenas de un film: la columna sonora de nuestra vida la construimos nosotros mismos, y hasta ahora quizá no nos hemos percatado de ello. No nos damos mínimamente cuenta de la prepotencia implícita en nuestro modo de hablar, cuando decimos «las cosas son así», de nuestra manera de seleccionar aspectos de la realidad y aplicarle continuamente nuestros subtítulos. Nuestra manera de ser perentoria indica nuestra necesidad urgente de seguridad, de dominio y control sobre las cosas y el mundo. Una necesidad que tiene que ver con nuestra vulnerabilidad y nuestros miedos. Pero la necesidad de fundamentos seguros e indiscutibles la encontramos en la base de los fundamentalismos –consuelos para nuestra condición de sujetos plurales, en busca de sentido en un mundo que lo tiene, para nosotros, si se lo damos. Sujetos plurales en dos sentidos: el de nuestra existencia conectada con una multiplicidad de sujetos y el de nuestra pluralidad interna, hecha de hipótesis, consideraciones, reflexiones siempre numerosas –si no lo fueran, ¿cómo podríamos razonar de un modo equilibrado, desidentificándonos en su momento de tal o cual punto de vista? Somos plurales e inseguros, y los dogmas ya no se sostienen. Nos sentimos desorientados y en busca de algo seguro, en que basarnos. ¿Hay algo más intuitivo y cierto que sentir cómo nos sentimos? ¿Más intuitivo y cierto que la vulnerabilidad misma, que nuestro mismo tímido deseo de bienestar? Ésta es la base de mi antropología creativa de la experiencia, a disposición de quienquiera: no hace falta buscar lejos para interesarnos por ella.

No obstante, así como no podemos describir el mal de muelas tal como lo siente otro, tampoco podemos describir así, sintiéndolas, sus emociones, que son un fenómeno de la conciencia, que solo puede experimentar quien la siente en primera persona. Nuestro sentir cómo nos sentimos como seres humanos es una experiencia interior, subjetiva, en cierto sentido irreducible a una descripción en tercera persona (lo percibimos si nos preguntamos: ¿qué siente un murciélago? ¿Cómo es sentirse ser un murciélago?). Asumo que se trata de una experiencia privada igual en todos, aunque no lo sé con certeza. A quien no haya visto nunca el color rojo carmín, lo mismo que a quien no sepa qué es estar enrabietado o no haya probado nunca un plátano, no es posible comunicarle las cualidades subjetivas de estas experiencias, y de nada serviría que me demore en explicaciones científicas al respecto.

De este sentirse quiero ocuparme, tomando conciencia con la antropología creativa de nuestro recurso fundamental de sentir lo que imaginamos, los estados mentales que nos representamos. Hagamos un experimento: intentemos imaginar vivamente la sensación de estar alegres –cierra ahora los ojos, deja de leer e imagina intensamente la sensación profunda de la alegría. Este miniexperimento nos confirma que no conseguimos imaginar sentirnos alegres sin sentirnos así; un gran recurso de la mente sobre el que volveremos.

Podemos ver nuestra vida cotidiana como un experimento continuo, dialógico y abierto a los resultados de la experiencia, que renuncia a toda pretensión de certeza: ¡es tan difícil comunicar la experiencia individual! Siempre nos sentimos de alguna manera: y este sentirnos depende de los significados que damos a la experiencia. Y nos sentimos liberados del instinto: asumimos que quien diga esto expresa la misma sensación que tenemos nosotros, cuando usamos las mismas palabras. Pero, ¿quién puede decirlo?

La libertad no es una condición objetiva, sino un estado mental, una disposición interna que tenemos en la medida en que podemos imaginarla, elegirla y cultivarla.

Con la libertad de elección obramos una reducción, en nuestra experiencia personal, en las infinitas posibilidades todavía abiertas, hasta centrarnos en una opción. Así determinamos, seleccionándolo, el campo restringido de nuestra vida personal, definiéndonos objetivos y valores, y una identidad que tiene estos objetivos y valores y no otros.

Libertad y potencialidad están correlacionadas, y con la primera, al elegir, gestionamos la segunda, diseñamos autolimitaciones: horizontes de sentido y límites con los que nos identificamos.

Imaginemos que tomamos un mapa: la maraña de caminos representa la potencialidad, mientras que el dibujo a lápiz de nuestros recorridos indica la potencialidad que activamos con la libertad de elección. Caminando se abren siempre nuevas potencialidades, pasajes imprevistos en el mapa, y descubrimos que todos ellos son solo una selección, una tosca simplificación del territorio disponible. A diferencia de un mapa de papel, que se queda como está, el mapa de nuestra mente es mucho más interactivo y cambia y se abre a lo que de vez en cuando nos parece posible y, para no desorientarnos, produce selecciones burdamente simplificadas. Algunas opciones parecen excluir todas las demás, mientras que luego descubrimos que se abren en el espacio-tiempo nuevos caminos, atajos, bifurcaciones que nos permiten volver a otras encrucijadas y probar caminos nuevos.

Una elección es un evento, un acontecimiento siempre desconocido, también para el sujeto que la decide, hasta un instante antes de que se haga realidad: no la determina ni el instinto ni la naturaleza, sino que tiene que ver con la valoración de deseos, necesidades y significados de la mente del ser humano que elige, al abrirse a numerosas posibilidades alternativas. Somos por definición libres de elegir, y por tanto imprevisibles, también para nosotros mismos.

La libertad de elección, que nos caracteriza como seres humanos, es de por sí una experiencia que no se deja atrapar ni limitar por el determinismo científico, por la regularidad y previsibilidad que esperamos de la ciencia.

La libertad de elección –en cuanto apertura al evento imprevisible de la elección– y la tranquilizadora necesidad propia del discurso científico en torno al mundo de la naturaleza son inconmensurables, son elecciones interpretativas alternativas, o planos lógicos diferentes: estamos condicionados por el ambiente, por la evolución de la especie y por nuestro patrimonio genético, pero somos libres de elegir entre distintas interpretaciones de la realidad y por tanto entre distintos comportamientos. Que seamos sorprendentes, con nuestras elecciones libres, doblega la necesidad de las leyes de la naturaleza.

Una teoría reciente (Sloterdijk, 2009) caracteriza de un modo sugerente al ser humano por su necesidad y su capacidad sin límites de entrenarse, e interpreta todas las culturas y las religiones como formas de entrenamiento en modos de pensar que nos ayudan a gestionar la fatiga de vivir. La cultura es el «sistema inmunitario» que sostiene la posibilidad de centrarnos en nuestros recursos para cuidarnos de ellos en la práctica.

Nos gustaría poder decir algo cierto, con los conocimientos que definimos como científicos, por ejemplo en psicología social, al analizar los efectos del ambiente sobre los estados mentales, a fin de hacer previsiones sensatas. Si tratamos con seres humanos, el límite es bien visible y presente en nuestra propia experiencia personal: la libertad de elección que siente el individuo, su posibilidad, siempre abierta, de dar significados imprevisibles a los acontecimientos, y por tanto también a todo lo que lo «condiciona». Si hubo una infancia difícil, según una teoría, por ejemplo psicoanalítica, se tendrán «consecuencias» de un determinado tipo; pero de acuerdo con la teoría de la resiliencia (nuestra capacidad de levantarnos y de aprender de toda experiencia, por desastrosa que sea), se tendrán otras y aun las contrarias.

Las ciencias sociales oscilan entre dos extremos: considerar los hechos sociales como «cosas» objetivas, con leyes que hay que estudiar de un modo científico y razones desconocidas por los mismos individuos implicados o, al contrario, considerar esos mismos hechos como un tejido intrincado de «relatos» de los sujetos, de sus visiones del mundo y de sus experiencias. Se olvida que también en el primer caso la reflexión se basa en las interpretaciones y en los conceptos de los estudiosos que tratan de aquellos hechos: factores en cualquier caso subjetivos y variables como sus elecciones interpretativas, narraciones especiales disfrazadas de «ensayos». Tenemos así los mundos de los especialistas: sujetos que intentan explicar los motivos de muchos otros sujetos, sin sentirlos, tratándolos como objetos de sus investigaciones.

Una ciencia de los seres humanos responde a la necesidad de suministrar razones y teorías, retrospectivamente, a todo cuanto sucede: intentos de explicación, que procuran prever los comportamientos y sus consecuencias. Pero explicar un comportamiento con hipótesis científicas, imaginaciones ya institucionalizadas en el seno de disciplinas, implica en última instancia interpretar la acción de la persona en función de presuntas reglas y automatismos, haciendo del comportamiento del ser humano una función necesaria de «algo» dado (la hipótesis inicial), perdiendo de vista su característica principal, la libertad, esto es, su vivir en función de los significados que él mismo asigna. Y también la de reflexionar sobre ese «algo» y tomar posiciones, reiniciando de nuevo, a partir de nuevas suposiciones, en cualquier momento.

Porque implica a seres humanos, toda previsión ha de ser siempre provisional, aproximativa, incierta, abierta y por tanto creativa. Al asignar significados, abiertos por principio a la duda entre varias opciones, coartamos la posibilidad misma de una certeza científica. ¿Cómo orientarnos hacia una objetividad en principio negociable? La conciencia de la transitoriedad de todo plantea dificultades a nuestros esfuerzos por controlar la existencia con modelos mentales relativamente estables. La sociedad moderna relativiza sus propias certezas con la misma riqueza de sus conocimientos históricos, científicos y en torno a otras culturas.

Hacerse con respuestas ciertas es, por tanto, una tarea imposible: la fundamental libertad característica del ser humano implica que puede siempre cambiar de idea y sorprendernos. Queda excluida una objetividad estable, lograda de una vez por todas, y una objetividad puramente momentánea no sirve para nada.

Desde la Antigüedad los filósofos han contrapuesto nuestra sensación de libertad a la regularidad de las leyes de la naturaleza. Somos parte de la naturaleza, pero de un modo especial, casi incompatible, que fuerza sus leyes: y también estas últimas son conceptos nuestros y producciones culturales. Nuestras formas de ver concatenaciones de causas y efectos son nuestras formas de ver el mundo, a través de conceptos que existen por naturaleza únicamente en nuestras mentes interconectadas. De esta manera creamos nuestros mundos interpretativos, los de nuestras experiencias subjetivas, del arte y de las disciplinas científicas. Toda acción tiene que ver con interpretaciones, por lo que se trata de mundos en los que actuamos de alguna manera en interacción con otros. La influencia de un ambiente sobre una persona humana es siempre una hipótesis provisional, relativizada por su libertad de elección interpretativa: ésta es la clave de la libertad, para ser incluso independientes, en el peor de los casos, respecto de lo que nos sale al paso, en el mundo. Pero en el ambiente, en sí, sin seres humanos que los vean y les den significado, no hay ni «influencias» ni «ambientes» ni «interpretaciones» ni «elecciones».

Tenemos necesidades y deseos, y por tanto objetivos; para perseguirlos, elegimos tanto los objetivos como las estrategias para alcanzarlos: los caminos que nos parecen transitables.

Elegir implica que siempre podemos elegir de otra manera; el concepto de «elección obligada» es la contradicción del creer que «no hay elección» alguna posible. En tal caso, novemos ninguna encrucijada, ninguna potencialidad. Pero no está escrito que no haya alguna (todavía) invisible.

Cada elección nuestra implica a los demás e interseca con sus elecciones.

Cada elección implica a los otros en su maduración: pensamos en efecto las interpretaciones del mundo, implícitas en cada elección nuestra, en un lenguaje que es ese tejido confortable de símbolos creados a lo largo de siglos por innumerables generaciones de «otros», que nos acoge cuando nacemos en una cultura, la parte de herencia de los otros que nos corresponde. Estos símbolos son las palabras, «parábolas», como las que recorre en el cielo un objeto que lanzo: para llegar a todos a través de conceptos e imágenes mentales, sin necesidad de llevar encima las cosas de que hablamos, a modo de pesadas maletas cargadas de símbolos. Las palabras tienen el extraordinario poder de unir la mente y las emociones con el mundo, que en todas sus versiones siempre es un lugar donde hay (y han estado) otras mentes, que con sus palabras, con sus parábolas, crean «realidades» plurales, los entramados de símbolos en que vivimos.

En cierto sentido, las palabras y el dinero son símbolos que se parecen, que sustituyen a otra cosa, «están en lugar de otro» y llevan a cabo relaciones que se mantienen en la medida en que la confianza en su «estar en lugar de otro» los sostiene: si no creo en lo que me dices, no sirve para nada que te escuche, por lo que la decisión de la confianza antecede a toda interacción, y la hace posible. Sin embargo, normalmente no se elige la confianza: confiamos sin pensarlo, y el hecho mismo de plantearse el problema de poder elegirla o no la hace débil. ¿De qué color es la confianza? La confianza no tiene color: es un concepto, un producto de nuestra imaginación. Sin imaginación, todos esos ingredientes fundamentales en nuestra vida no existirían para nosotros; nuestra mente es el órgano que crea, imaginándolo, el significado de todo lo que existe para nosotros y también de lo que (todavía) no existe, y el concepto para expresarlo: la potencialidad. Si disponemos de este concepto quiere decir que, para nosotros, es pensable cualquier característica, de un modo latente.

Nosotros, seres humanos, vivimos en un red de significados, una red hecha por nosotros mismos, que sentimos la necesidad de reafirmarnos unos a otros. Podemos aprender a observar cómo la tejemos, y así poder disponernos a nuevas elecciones.

Cada elección implica a los demás en sus resultados: la sociedad misma consiste en el conjunto de consecuencias imprevisibles de las elecciones individuales y colectivas, que procuramos gestionar mediante la cultura. Esta sociedad es el conjunto de las condiciones a que hacemos referencia, y que damos por seguras. Es el producto de intenciones y resultados: mientras vemos (y juzgamos acerca de) los resultados, sentimos nuestras buenas intenciones, pero no las de los otros. Por esto es tan fácil acusar.

El mundo cambia imperceptiblemente y de un modo continuo, pero nosotros no nos damos cuenta de lo que nos es imperceptible, como una rana inmersa en una olla con agua que el fogón calienta lentamente, y que, contenta con la tibieza, no tiene intención alguna de saltar hacia fuera. Solo una diferencia relativamente fuerte para ser percibida nos comunica la sensación de cambio.

Con cada elección nos abrimos a un futuro, realizamos las condiciones de una versión suya o bien de otra, y por tanto nos abrimos a lo imprevisible, al riesgo, visto que (quizá) conocemos los objetivos que queremos alcanzar, pero no las imprevisiones y sus consecuencias perversas, y a veces los costes no son claros y se ignora quién los ha de pagar.

				
	

2. PARA UNA ILUSTRACIÓN DEL CORAZÓN

La crisis actual es una crisis de confianza –en todo: en el futuro, en el ser humano, en el mercado. Y de transición: estamos pasando lentamente de una cultura basada en certezas (dogmas, normas, autoridades, entre ellas la ciencia) a otra plural, en la que las ideologías no consiguen ya ocultar el malestar difundido por doquier, y van así desvaneciéndose, y en la que cada uno está llamado a dar lo mejor de sí mismo, fundando su comportamiento de un modo constructivo en la racionalidad que caracteriza al género humano. Esta segunda opción es (por ahora) una visión que hay que desarrollar, no ciertamente una realidad. Esbozada en la Ilustración, la fe en el ser humano, en sus recursos y en su derecho a la libertad y a que se le reconozca su valor intrínseco, se hace realidad política en la Constitución americana y en la Declaración de los Derechos del Hombre. Sin embargo, sentimos la falta de lo que quisiera llamar el procedimiento práctico: ¿cómo hay que actuar para comportarnos de un modo constructivo y vivir la empatía-a-priori de que habla Christoph Fehige (Fehige, 2004), base de una ética inmediata del sentir, sin condiciones y sin peros?

Los seres humanos sentimos la necesidad de confiar en un futuro que valga la pena construir juntos, de otro modo nos desesperamos: unos buscan la salvación en el olvido de sí mismos (droga, second life, dependencia del «tengo tanto que hacer» propia de un workaholic, una buena novela u otras formas de huida), otros en el rechazo del otro (el extranjero, el que tiene otra religión u otras convicciones), otros se deprimen y se resignan.

Ha llegado el momento de elaborar un procedimiento, lo más simple posible, para renovar la confianza en nosotros, seres humanos, criaturas extraordinarias que, de quererlo, somos capaces de sentir benevolencia recíproca a partir del reconocimiento de nuestra propia necesidad, general y personal, de bien. No es por casualidad que el eslogan de Barack Obama, que subraya ese nosotros podemos, nuestra capacidad de conseguirlo todo, haya tenido tanto éxito al contraponerse abiertamente a la desagradable sensación de impotencia frente a los problemas del mundo. Podemos tomarnos en serio la invitación a reconocer nuestros recursos más profundos, ésos capaces de desarrollar competencias. Recursos y competencias los hay si los elegimos, y esto podemos hacerlo. Somos capaces, y si no nos lo creemos podemos siempre decirnos «no me siento todavía capaz», y darnos margen y tiempo para aprender. Podemos, porque siempre podemos elegir.

La libertad de elección es el mayor bien de la modernidad y se basa en el supuesto de que los individuos somos autónomos y racionales. No todos lo somos, o no lo somos siempre, pero siempre somos libres de asumirlo por principio: con supuestos y principios nos movemos en el terreno en sí libre de nuestra imaginación, de la mente. La libertad de elección, para ser verdaderamente libre –de prejuicios, pulsiones y miedos–, es libertad de sentir que se tienen diversas opciones y de poder razonar en torno a la propia elección, y está ligada indisolublemente a la experiencia subjetiva de sentir y pensar.

Por «pensar» entiendo la capacidad de reflexionar sobre cómo nos sentimos, sobre los supuestos e intenciones que se ocultan tras nuestros comportamientos y nuestras decisiones, y de valorar sus resultados y consecuencias, para nosotros y para los demás. Haciéndolo, estamos en disposición de trascender nuestra subjetividad: con la imaginación podemos observar desde diversas perspectivas nuestras necesidades y nuestros deseos, los pensamientos, nuestras emociones y a nosotros mismos, estableciendo una relación proyectiva con nuestra idea de qué somos y qué queremos ser, y la idea de futuro, cercano o lejano, que se resuelve en el hecho de realizarnos, en el hacer de nosotros lo que somos, tal como preferimos ser, o por lo menos yendo en esa dirección. Nuestra identidad está hecha de decisiones; las nuestras. Ellas diseñan nuestro itinerario.

De una elección racional somos responsables en el sentido de que somos «hábiles», esto es, capaces de responder por ellas, dándonos las razones y dándolas a los demás, y aclarándonos de qué modo las hemos producido, cuáles son los supuestos a que hacemos referencia, con qué diseño de vida concuerdan: a qué objetivos, necesidades y deseos hacen referencia.

Por este motivo, la fe moderna en el valor de la libertad del ser humano implica que nadie puede elegir en lugar de otro, prestándole, por así decir, «razones de segunda mano», o sea, las suyas, dado que nadie puede sentir los deseos de otro, ni tampoco sus valoraciones.

Las razones son plurales como los sujetos que las sostienen; cada uno siente en primera persona la validez de las suyas. Hay necesidades que consideramos propias de los seres humanos; las razones que utilicemos para responder de nuestras acciones harán referencia a ellas, si han de ser comprensibles por cualquiera que reflexione. Asumimos que una persona razonable tienda a su propio bien, se comporte de manera que consiga estados mentales placenteros: satisfacción, alegría, serenidad. Nadie elegiría a sabiendas estados mentales negativos, pero nuestras intenciones y sus resultados son fenómenos distintos, y los segundos se producen de un modo sistémico, son el resultado de nuestra imprevisibilidad y de la de los demás.

Kant, filósofo de la Ilustración, incitaba a comportarnos de forma que pudiéramos desear que los principios implícitos en nuestras acciones fueran válidos para todos. Si son de desear comportamientos de los que esperamos estados de ánimo positivos, las máximas en que se basan nuestras acciones no pueden nunca prever un daño, dado que es imposible, desde un punto de vista lógico, desearnos lo contrario del bien: frente a un daño sentimos emociones negativas, como tristeza, rabia, dolor. Se sigue que tampoco podemos desear ningún daño a los demás, puesto que las máximas implícitas en nuestras acciones valen para todos, si no hay distinción entre nuestro deseo de evitar el dolor y el de los otros. Y no hay motivo lógico para que la haya.

Sin embargo, no es un problema de lógica, sino de libertad de elección. Si todos tendemos a evitar humillaciones, por ejemplo, podemos elegir cooperar a favor de una sociedad decente, que no humille a sus miembros, eligiendo sentir el malestar de los demás. Podemos fundar la racionalidad del ser libres de elegir y de comportarnos en consecuencia fundados en la emoción empática y partiendo de nuestra necesidad de bien como seres humanos.

Al reconocer el valor fundante de lo que sentimos, propongo inaugurar en nuestras vidas concretas una nueva época de la ilustración del corazón, en referencia a la metáfora según la cual el corazón es el lugar de la empatía y del entusiasmo. Y de la libertad de elección: cuando valoramos una opción sentimos una emoción que nos indica la dirección que hay tomar.

La «ilustración del corazón» funda el comportamiento social en la tendencia humana a desear estar bien, y por tanto en la de poder imaginar cómo lograrlo: en nuestro recurso de imaginarnos algo bueno que (todavía) no existe, para desearlo y realizarlo.

Podemos finalmente tomar en serio estos deseos y activarlos como recursos, poniéndonos de su lado. No hay ya necesidad de regla alguna que nos exhorte a «comportarnos bien»: si sentimos que haciéndolo nos encontramos bien, estamos yendo en la dirección que marcan nuestras necesidades fundamentales.

Veremos más adelante cómo nuestro desear, en sí mismo, es una forma de forzar la naturaleza y el mundo, y es además la fuerza de que disponemos para cambiar lo que de otro modo se limita a ser tal como es.

El deseo se basa en la imaginación. ¿Cómo desear, en efecto, algo que todavía no existe sin el recurso de la imaginación?

La imaginación es la facultad humana más misteriosa: hace presente lo ausente, y con ella cada cual puede «pensar en lugar de cualquier otro», asumiendo una perspectiva que se agranda abarcando la de los demás. La imaginación nos convierte en individuos sociales, recíprocamente conectados por el hecho de poder representarnos lo que no percibimos directamente e inventar los símbolos que compartimos.

Nuestra cultura es siempre una cultura concreta en la que los fenómenos sociales y sus significados para nosotros son construcciones sociales y cognitivas. Una abundante bibliografía se ocupa hace décadas de cómo construimos en nuestra mente y en las interacciones sociales nuestros mundos, y de cómo, en una ciencia exacta como la microfísica, la forma de observar del científico modifica los resultados de sus experimentos. Podemos decir igualmente que la forma de observar nuestra experiencia la cambia. Toda descripción nuestra del mundo tiene que ver con un modo de describirlo, el nuestro. Descripciones distintas crean mundos distintos, descritos de forma distinta, vividos de maneras distintas. Para concebir la objetividad solo disponemos de nuestra subjetividad, de nuestro sentir que somos, cada uno de nosotros, un «yo» con «mis» deseos, incluido el de hallar sentido en las cosas (y por tanto de imponérselo).

Con la imaginación podemos distanciarnos del concepto de objetividad y ver su coste en términos de rigidez y de potencial fundamentalismo: si sostengo que existe la objetividad, indefectiblemente será aquella que yo considero cierta, la válida desde mi punto de vista. En este caso el lenguaje que usamos se endurece y la racionalidad se convierte en un instrumento contundente, «contra» los demás y contra el mundo.

Si el concepto de objetividad pierde su carácter perentorio y es solo una construcción instrumental de la subjetividad que siente claramente su necesidad, se convierte en una muleta provisional: podemos centrar entonces nuestra atención en nuevas potencialidades, en las conexiones y la circularidad de los fenómenos que observamos, en los productos del sistema de los sujetos implicados y de sus necesidades y deseos.

No nos sirve un pensamiento «débil» (Vattimo), sino más bien el blando, suave, acogedor y contemplativo, que observa y escucha supuestos, motivos, intenciones, y la manera como realiza todo eso, suspendiendo la habitual tendencia a juzgar y a poner etiquetas a cada cosa. Un pensamiento acogedor que no quiere tener razón, sino que se pregunta por sus consecuencias prácticas, por las consecuencias cuya responsabilidad está dispuesto a asumir. En la confrontación de las diversas interpretaciones plurales del mundo, un pensamiento blando quiere evitar daños, ayudarnos a desarrollar una competencia práctica con la que gestionar pacíficamente las interrelaciones entre mundos interpretativos diversos. Paul Watzlawick escribía que quien dispone solo de un martillo trata todos los problemas como si fueran clavos: si solo disponemos de ese instrumento y percibimos esa desesperada necesidad nuestra de seguridad, y por tanto de «tener razón» con nuestras interpretaciones del mundo, podemos por lo menos envolver el martillo en una especie de blanda almohadilla, usarlo de otra manera, pararnos, acomodárnoslo y hacer el menor daño posible.

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