Presentación
En Cristo Jesús los cristianos reconocemos «la imagen visible del Dios invisible» (Col 1,15). Por medio de él vislumbramos tanto lo que es Dios como lo que estamos llamados a ser los humanos: plenitud de receptividad y de donación. En el completo darse de Dios en Jesús y de Jesús en Dios se manifiesta el misterio «del que todos recibimos gracia sobre gracia» (Jn 1,16). Los himnos de los comienzos insisten: «en él reside la plenitud de la divinidad» (Col 1,19); «todo encuentra su recapitulación en él» (Ef 1,10); «el mismo que descendió ascendió por encima de los cielos para llenar el universo entero» (Ef 4,10). En Cristo se nos muestra nuestro destino último, para qué hemos sido traídos a la existencia: para participar de esa misma plenitud (pleroma) que sobrepasa lo que podamos esperar. Como Pablo, deseamos estar arraigados y fundamentados en él y «llegar a conocer su amor que excede todo conocimiento y ser llenados de toda la plenitud de Dios» (Ef 3,19).
«La realidad es Cristo» (Col 2,17) y lo es en cuanto que los cristianos reconocemos en él la unificación de lo divino, de lo humano y de lo cósmico en un máximo de diafanía. Esta diafanía procede de la transparencia de un modo de ser totalmente descentrado de sí que permite establecer la verdadera comunión con Dios, con las personas y con las cosas.
Lo que identificamos en Jesús está llamado a ser vivido por cada ser humano. Quien opera esta transformación es el Espíritu Santo, la dynamis divina que se derramó en Jesús, el Cristo —el «Ungido»— desde su concepción y que está presente en cada persona desde el instante mismo de su aparición por el mero hecho de existir. En la medida que nos abrimos a esta unción, nos va cristificando, nos va transformando en alter Christus.
Si bien hay una cristología descendente, y otra ascendente, también podemos hablar de una cristología interior. Interior no significa ajena al mundo, sino revelación de lo que el mundo alberga. Brota desde dentro de las cosas y de las personas no como un esfuerzo, sino como el desarrollo de una semilla (Lc 13,19), como la germinación de un núcleo oculto pero siempre presente en todo. Venimos a la vida para acoger el darse de Dios y para convertirnos en matrices de su desplegarse en el mundo.
Cada tradición religiosa es un camino hacia el desvelamiento de lo Real. Los cristianos somos aquellos que hemos sido seducidos por Jesús de Nazaret, quien de tal modo vivió abierto al Otro de sí, que descubrió que esta Alteridad le constituía como su más profunda e íntima mismidad. A través de él accedemos a la revelación de lo que somos así como somos atraídos para que nuestra existencia sea la ocasión de su transparencia.
Las presentes páginas tienen como primer soporte otras páginas: los Evangelios que nos relatan la vida de Jesús el Nazareno, confesado como el Cristo y el Hijo de Dios por sus seguidores. En cuanto que hablan de un personaje histórico, remiten a una exterioridad, lejana en el espacio y en el tiempo y, como tal, inaccesible; pero, como manifestación del eterno darse de Dios, somos contemporáneos suyos. Cada generación es equidistante de Cristo y es capaz de Cristo. Por medio de esta contemporaneidad no sólo accedemos a su exterior, sino que le habitamos y somos habitados por él. El trasvase de lo exterior a lo interior se produce por la meditación y la contemplación asiduas de tales textos. Nos advienen noticias suyas a través de palabras escritas, y por ello las consideramos sagradas, porque recogen la enseñanza y los relatos de un camino vivido anticipadamente por él. La sacralidad del texto tiene su culminación cuando transforma al que lo lee.
Nosotros recurrimos a los Evangelios, tal como para otros caminos existen otros textos. En estas páginas vamos a entrar en algunos de los nuestros. Son textos iniciáticos, que crecen con quien los lee, tal como dijera Gregorio Magno. Crecer significa aquí abrirse y dejarse configurar por la forma crística de la que Jesús es pauta y modelo arquetípico, mysterium coninctionis de lo pasado, lo presente y lo que está por venir, que ya está viniendo en este ir y venir por los textos y por la vida hacia él.
Conjunción de exterioridad e interioridad que va transformando la existencia y va propiciando la transparencia de las palabras, de los actos y de los gestos, para conducirnos a un estado que llamamos santidad. Así, a través de la vida de Jesús y de los relatos que nos la transmiten, la forma excede a la forma a la vez que la concreción es la oportunidad para que se muestre lo Inmanifestado. Como cristianos accedemos al Origen de todo lo que es a través de la persona de Jesús de Nazaret. La interiorización de Cristo en cada cual se convierte en su encarnación continua, como continuo es también el acto creador de Dios. De esto habló un fraile dominico hace algunos siglos, Eckhart de Hochheim, maestro no sólo de las letras, sino, sobre todo, de la vida, pero su exceso no lo soportaron algunos de su generación. También Juliana, ermitaña de Norwich, dijo que Cristo era madre, que nos engendraba en su sangre, que sus llagas eran las oberturas de su matriz. Y Juan, el de la Cruz, aquel fraile mínimo, mudejardillo de Fontiveros, dijo que cuando al alma, estando enamorada, le falta lo natural, se infunde en ella lo divino, natural y sobrenaturalmente, porque no se dé vacío en la naturaleza.
La Iglesia es un jardín con sorpresas donde germinan semillas antiguas que en su día no lo hicieron pero que no murieron, y donde árboles de antaño son hoy leños olvidados. La Iglesia es más grande que ella misma, pero no lo sabe. Pone límites a sus posibilidades. Siempre lo ha hecho y continúa haciéndolo. Pero las semillas del Evangelio no saben de estas demarcaciones, y por ello hay Iglesia más allá de la Iglesia, como hay Evangelio más allá del texto y hay Cristo naciendo en todo corazón desalojado de sí mismo.
El Cristo naciente está albergado en cada interior humano. Hay semillas de divinidad —la llamada a vivir la existencia como plenitud del recibir y del darse, tal como acontece en el interior de Dios— esparcidas por doquier. Jesús de Nazaret vino a despertarnos y desde entonces estamos amaneciendo a pesar de tanto adormecimiento nuestro.