{Portada}

Javier Melloni

EL CRISTO INTERIOR

Diseño de la cubierta: Michel Tofahrn

Maquetació electrònica: produccioneditorial.com

© 2010, Javier Melloni

© 2010, Herder Editorial, S. L.

© 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S. L.

ISBN: 978-84-254-3032-9

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

logo.jpg

www.herdereditorial.com

Presentación

I. HORIZONTE

1. «Venid y lo veréis»

2. «Tú eres mi Hijo, en quien me complazco»

3. «Conviene que yo disminuya y él crezca»

II. CAMINO

1. «Muy de madrugada se retiró a orar»

2. «Hablaba con autoridad»

3. «Felices los que eligen ser pobres»

4. «Buscad el Reino de Dios y su justicia»

5. «Te bendigo, Padre, porque lo has revelado a los sencillos»

6. «La verdad os hará libres»

7. «Pasad a la otra orilla»

III. VACIAMIENTO

1. «Se puso a lavarles los pies»

2. «Tomad y comed»

3. «Que no se haga mi voluntad sino la tuya»

4. «Éste es el Hombre»

5. «Tengo sed»

6. «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen»

7. «En tus manos entrego mi espíritu»

IV. GESTACIÓN

1. «En un sepulcro nuevo»

2. «Mujer, ¿por qué lloras?... No me retengas»

3. «Bautizad en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu»

4. «Yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos»

5. «El Padre y yo somos uno»

6. «Permaneced en mí»

7. «El Espíritu os conducirá a la verdad plena»

EPÍLOGO

«La realidad es Cristo»

Sobre el autor

Información adicional

Presentación

En Cristo Jesús los cristianos reconocemos «la imagen visible del Dios invisible» (Col 1,15). Por medio de él vislumbramos tanto lo que es Dios como lo que estamos llamados a ser los humanos: plenitud de receptividad y de donación. En el completo darse de Dios en Jesús y de Jesús en Dios se manifiesta el misterio «del que todos recibimos gracia sobre gracia» (Jn 1,16). Los himnos de los comienzos insisten: «en él reside la plenitud de la divinidad» (Col 1,19); «todo encuentra su recapitulación en él» (Ef 1,10); «el mismo que descendió ascendió por encima de los cielos para llenar el universo entero» (Ef 4,10). En Cristo se nos muestra nuestro destino último, para qué hemos sido traídos a la existencia: para participar de esa misma plenitud (pleroma) que sobrepasa lo que podamos esperar. Como Pablo, deseamos estar arraigados y fundamentados en él y «llegar a conocer su amor que excede todo conocimiento y ser llenados de toda la plenitud de Dios» (Ef 3,19).

«La realidad es Cristo» (Col 2,17) y lo es en cuanto que los cristianos reconocemos en él la unificación de lo divino, de lo humano y de lo cósmico en un máximo de diafanía. Esta diafanía procede de la transparencia de un modo de ser totalmente descentrado de sí que permite establecer la verdadera comunión con Dios, con las personas y con las cosas.

Lo que identificamos en Jesús está llamado a ser vivido por cada ser humano. Quien opera esta transformación es el Espíritu Santo, la dynamis divina que se derramó en Jesús, el Cristo —el «Ungido»— desde su concepción y que está presente en cada persona desde el instante mismo de su aparición por el mero hecho de existir. En la medida que nos abrimos a esta unción, nos va cristificando, nos va transformando en alter Christus.

Si bien hay una cristología descendente, y otra ascendente, también podemos hablar de una cristología interior. Interior no significa ajena al mundo, sino revelación de lo que el mundo alberga. Brota desde dentro de las cosas y de las personas no como un esfuerzo, sino como el desarrollo de una semilla (Lc 13,19), como la germinación de un núcleo oculto pero siempre presente en todo. Venimos a la vida para acoger el darse de Dios y para convertirnos en matrices de su desplegarse en el mundo.

Cada tradición religiosa es un camino hacia el desvelamiento de lo Real. Los cristianos somos aquellos que hemos sido seducidos por Jesús de Nazaret, quien de tal modo vivió abierto al Otro de sí, que descubrió que esta Alteridad le constituía como su más profunda e íntima mismidad. A través de él accedemos a la revelación de lo que somos así como somos atraídos para que nuestra existencia sea la ocasión de su transparencia.

Las presentes páginas tienen como primer soporte otras páginas: los Evangelios que nos relatan la vida de Jesús el Nazareno, confesado como el Cristo y el Hijo de Dios por sus seguidores. En cuanto que hablan de un personaje histórico, remiten a una exterioridad, lejana en el espacio y en el tiempo y, como tal, inaccesible; pero, como manifestación del eterno darse de Dios, somos contemporáneos suyos. Cada generación es equidistante de Cristo y es capaz de Cristo. Por medio de esta contemporaneidad no sólo accedemos a su exterior, sino que le habitamos y somos habitados por él. El trasvase de lo exterior a lo interior se produce por la meditación y la contemplación asiduas de tales textos. Nos advienen noticias suyas a través de palabras escritas, y por ello las consideramos sagradas, porque recogen la enseñanza y los relatos de un camino vivido anticipadamente por él. La sacralidad del texto tiene su culminación cuando transforma al que lo lee.

Nosotros recurrimos a los Evangelios, tal como para otros caminos existen otros textos. En estas páginas vamos a entrar en algunos de los nuestros. Son textos iniciáticos, que crecen con quien los lee, tal como dijera Gregorio Magno. Crecer significa aquí abrirse y dejarse configurar por la forma crística de la que Jesús es pauta y modelo arquetípico, mysterium coninctionis de lo pasado, lo presente y lo que está por venir, que ya está viniendo en este ir y venir por los textos y por la vida hacia él.

Conjunción de exterioridad e interioridad que va transformando la existencia y va propiciando la transparencia de las palabras, de los actos y de los gestos, para conducirnos a un estado que llamamos santidad. Así, a través de la vida de Jesús y de los relatos que nos la transmiten, la forma excede a la forma a la vez que la concreción es la oportunidad para que se muestre lo Inmanifestado. Como cristianos accedemos al Origen de todo lo que es a través de la persona de Jesús de Nazaret. La interiorización de Cristo en cada cual se convierte en su encarnación continua, como continuo es también el acto creador de Dios. De esto habló un fraile dominico hace algunos siglos, Eckhart de Hochheim, maestro no sólo de las letras, sino, sobre todo, de la vida, pero su exceso no lo soportaron algunos de su generación. También Juliana, ermitaña de Norwich, dijo que Cristo era madre, que nos engendraba en su sangre, que sus llagas eran las oberturas de su matriz. Y Juan, el de la Cruz, aquel fraile mínimo, mudejardillo de Fontiveros, dijo que cuando al alma, estando enamorada, le falta lo natural, se infunde en ella lo divino, natural y sobrenaturalmente, porque no se dé vacío en la naturaleza.

La Iglesia es un jardín con sorpresas donde germinan semillas antiguas que en su día no lo hicieron pero que no murieron, y donde árboles de antaño son hoy leños olvidados. La Iglesia es más grande que ella misma, pero no lo sabe. Pone límites a sus posibilidades. Siempre lo ha hecho y continúa haciéndolo. Pero las semillas del Evangelio no saben de estas demarcaciones, y por ello hay Iglesia más allá de la Iglesia, como hay Evangelio más allá del texto y hay Cristo naciendo en todo corazón desalojado de sí mismo.

El Cristo naciente está albergado en cada interior humano. Hay semillas de divinidad —la llamada a vivir la existencia como plenitud del recibir y del darse, tal como acontece en el interior de Dios— esparcidas por doquier. Jesús de Nazaret vino a despertarnos y desde entonces estamos amaneciendo a pesar de tanto adormecimiento nuestro.

I. HORIZONTE

1

«Venid y lo veréis»

(Jn 1,39)

Un río colinda con el desierto. Gente y voces en la orilla. Palabras contundentes de un hombre que no adula. Juan, «el que ha alcanzado el favor de Dios» —tal es lo que significa su nombre—, proviene de un lugar solitario donde sólo hay cuevas, rocas y algunos animales esquivos. Urge al cambio. Sin concesiones. Hay diferentes gamas de oyentes: los que llevan tiempo en búsqueda y se han hecho discípulos de este asceta arisco; los que acaban de llegar y escuchan entre extrañados y atraídos, y los que no acaban de llegar nunca, entretenidos.

La búsqueda está en las entrañas del ser humano, de nosotros, animales de profundidades y de anhelos infinitos. Buscamos porque somos seres abiertos y esa apertura no tiene fin, como inacabable es el Misterio. Necesitamos escuchar palabras verdaderas que nos nutran. Las que pronunciaba ese hombre que comía saltamontes y vestía con piel de camello resultaban creíbles. A pesar de su dureza, anunciaba algo accesible: la oportunidad de recibir un baño de purificación y comenzar la vida de nuevo. El templo quedaba lejos, en la capital. Muchos no tenían dinero para satisfacer las ofrendas propiciatorias que se requerían cada año para aplacar el sentimiento de culpa que generaba una estructura religiosa neurotizante. Aquel vigía solitario había escrutado los signos y sentía la inminencia del Esperado por su pueblo.

Uno de esos días llegó hasta allí alguien que nadie supo reconocer ni percibir. Un atardecer, el hombre del desierto, acostumbrado a amplios horizontes de silencio, dijo que había visto. ¿Qué vio? Un taljàh, un cordero, palabra hebrea que también significa siervo. No era un león, ni un águila, ni un búfalo. Sólo un cordero, un siervo «que no iba a alzar la voz por las calles, ni rompería las cañas quebradas ni apagaría el pabilo que humea», recordó de pronto Juan haber leído en algún libro de los profetas. El hombre del desierto no se sintió digno ante tanta pureza, ante tanta inocencia. Él predicaba un bautismo de conversión pero no esperaba que acudiera aquel que iba a limpiar las aguas y llenar de sentido su gesto por el sólo hecho de presenciarse. Juan quiso ser bautizado por él, pero el Esperado no accedió. En esos momentos venía a recibir, no a ejercer. Todavía no había llegado su tiempo.

Algo sucedió entonces en el río. Algo se abrió o se rasgó. Algo se reveló y luego volvió a velarse. Sólo Juan y Jesús lo percibieron. Por esa cercanía, por esa afinidad, la tradición les atribuye parentesco de sangre.

Juan comprendió que ya no era necesario continuar hablando ni anunciar. Sólo le quedaba indicar:

—Observad. Abrid la mirada interior y aprended a reconocerle, porque ya está entre nosotros.

Entre nosotros está siempre, pero no podemos, no sabemos o no nos atrevemos a reconocerle. Sólo los que tienen la mirada penetrante, ejercitada en la desnudez del desierto, pueden percibirlo.

Dos discípulos escuchan y entienden. Escrutan al día siguiente entre la multitud y lo identifican por su modo de estar, de respirar, de escuchar, de mirar, de moverse. Esperan todo el día hasta que Jesús se retira. Le siguen y, dándole alcance —¿quién alcanzó a quién?—, le interrogan:

—Maestro, ¿dónde habitas, dónde permaneces, dónde tienes arraigado tu ser?

Menein es el verbo griego que aparece, el cual es utilizado en el evangelio de San Juan cuarenta y cinco veces. Es el verbo joánico por excelencia. Se refiere a la permanencia del Hijo en el Padre y del Padre en el Hijo, en el corazón de las profundidades trinitarias. La pregunta de los discípulos es la cuestión teologal y existencial primordial:

—¿De dónde bebes, Señor? ¿De qué te nutres? ¿Cuál es el secreto que hace que desde que te hemos visto no podamos dejar de ir tras de ti?

vamos, venimosvenir

Pero nos agitamos en exceso y olvidamos que somos, y ello nos lleva a mal vivir. Sin embargo, seguimos buscando e indagando. La humanidad lleva generaciones innumerables acudiendo a la orilla de maestros para beber palabras puras, capaces de despertar, de indicar caminos y de iniciar procesos. La voz de los maestros de todos los tiempos tiene la sonoridad de ese retorno a casa. Siendo lejanas, resultan extrañamente familiares. En ello reconocemos que estamos ante las palabras verdaderas. «Venid y lo veréis». A allí vamos viniendo, a la inalcanzable profundidad de nuestra propia cercanía. Allí, que es aquí y ahora. Pero necesitamos profetas y al Maestro para que nos lo desvelen. Necesitamos ir tras ellos para que nos digan que volvemos a la casa del Ser que está en nuestro ser. Para ello hemos de aprender a ver, y también a escuchar, e interpretar visiones y sonidos.