Martin Maier
Óscar Romero
Mística y lucha por la justicia
Traducción: Malena Barro
Herder
Título original: Óscar Romero
Traducción: Malena Barro
Diseño de la cubierta: Claudio Bado y Mónica Bazán
Edición digital: José Toribio Barba
© 2001, Verlag Herder Freiburg im Breisgau, Alemania
© 2005, Herder Editorial, S.L., Barcelona
1.ª edición digital, 2015
ISBN DIGITAL: 978-84-254-3154-8
Depósito legal: B-14551-2015
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ÍNDICE
Prólogo
Introducción
VIDA Y OBRA
Una vieja historia
El camino hasta la ordenación sacerdotal: 1917-1943
El Salvador: una historia de injusticia y represión
El niño de la flauta
La primera formación espiritual
Los años de estudio en Roma
Cura párroco en San Miguel: 1944-1967
Trabajo hasta la extenuación
Amigo de los pobres y de los ricos
Tensiones con otros sacerdotes
La primera etapa en San Salvador: 1967-1974
La histórica Conferencia Episcopal de Medellín
Obispo auxiliar en San Salvador
En la lucha contra una politización de la Iglesia
Obispo de Santiago de María: 1974-1977
Contacto vivo con los pobres
Una represión creciente y la respuesta de la Iglesia
Arzobispo de San Salvador: 1977-1980
Un recibimiento glacial
El experimento de Aguilares
«Es peligroso ser cristiano»
«Rutilio me ha abierto los ojos»
El gobierno contra la Iglesia y el pueblo
El «milagro Romero»
Un hombre dialogante
Una jornada de trabajo típica
De la caridad a las estructuras
Ataque profético a los ídolos
Persecución de la Iglesia
División en el seno de la Iglesia
Relaciones difíciles con Roma
El golpe del 15 de octubre de 1979
Doctorado honoris causa en Lovaina
La carta al presidente Carter
Los últimos ejercicios
La última homilía dominical
«Si el grano de trigo no cae en la tierra...»
OBRA Y TESTIMONIO
La «obra» de Romero
La unidad de prédica y persona
Las homilías de Romero
«La palabra de Dios tiene que encarnarse en realidades»
Los hechos de la semana
Un resto inexplicable
¿Conversión o desarrollo?
La conversión como proceso
Un hombre nuevo
Retorno a las raíces
El nuevo ver
El nuevo ver en la Biblia
Los ojos de la misericordia
El nuevo ver en Romero
La conversión de Romero a la luz del Concilio y de Medellín
La separación preconciliar entre Dios y el mundo
La Iglesia al servicio de los seres humanos
Los signos de los tiempos
El grito de los pobres como llamada de Dios
Unidad de la historia
Iglesia y política
Pecado estructural
Dios y Cristo en los pobres
Opción por los pobres
El Dios de vida y los ídolos de la muerte
«El pueblo es mi profeta»
El pueblo crucificado
La espiritualidad de Romero
Un hombre de oración
Confiar a la vez en Dios y en las propias facultades
Esperanza contra toda esperanza
ACTUALIDAD DE ROMERO
Resurrección en el pueblo de El Salvador
Doce años de guerra civil
La paz tanto tiempo anhelada
El trasfondo del asesinato de Romero
Un padre de la Iglesia moderno
Un proceso de beatificación con obstáculos
Canonizado por el pueblo
Cambio de línea en la Iglesia
Irradiación universal
Romero, como fuente de inspiración para la teología
Romero en la era de la globalización
Solidaridad en el espíritu de Romero
Globalización de la solidaridad
Mística y política
Bibliografía
PRÓLOGO
El tercer milenio –a pesar de las promesas– no está produciendo una humanidad más humana. Además está proliferando el miedo. Para las minorías que viven en la abundancia, el miedo –nuevo– al terrorismo; para las mayorías que viven en la miseria, el miedo –de siempre– a la pobreza, la injusticia, la ignorancia y el desprecio. Éstas necesitan un abogado «defensor», personas, instituciones. Aquéllas necesitan profetas que muevan a conversión.
En un mundo así, es cierto que proliferan espiritualidades, que a veces son una especie de mercancía para llenar vacíos en el sujeto moderno o postmoderno. Pero nuestro mundo necesita otra cosa. Puede ser la esperanza y la sonrisa de Juan XXIII, el paso silencioso que da Maximilian Kolbe, o la mujer africana que, cuando tiene que huir, lleva sobre su cabeza lo que le queda de su casa y a dos o tres niños agarrados de sus manos. Esas cosas no son todavía «espiritualidad». Son realidades que humanizan, sin las cuales las diversas espiritualidades no lo harán, o no de manera suficiente, en nuestro mundo de hoy.
El libro de Martin Maier nos ofrece una de esas realidades que humanizan. Comparto plenamente su tesis fundamental sobre «monseñor Romero como maestro de la espiritualidad», cómo la va exponiendo el autor y cómo argumenta en su favor. La documentación es buena y está bien trabajada. El contacto personal con quienes conocieron a monseñor le otorga una dimensión de profundidad a las fuentes escritas y da calor humano a las conclusiones. Me parece que lo más importante del libro es la intuición certera que guía y posibilita al autor adentrarse en la verdad más fundamental de monseñor Romero. Sobre esto quiero extenderme un poco en este prólogo.
La clave para comprender a monseñor queda muy bien formulada cuando cita de él estas palabras: «La gloria de Dios es el pobre que vive» (gloria Dei, pauper vivens), y comenta: «ésta es la fórmula breve de la fe y de la espiritualidad de Romero». A algunos les llamará la atención lo novedoso del contenido, pues introduce en Dios al «pobre que vive», pero quizás sea más profundo el hecho en sí mismo: monseñor Romero tuvo la audacia de decir qué es la gloria de Dios, qué es lo último de la realidad. Cierto es que tenía apoyo literario en Ireneo (gloria Dei, vivens homo), pero su propia reformulación no es una mera extrapolación conceptual de Ireneo, sino convicción última personal –lo que el autor enfatiza con otras palabras, al hablar de «el grito de los pobres como llamada de Dios».
¿De dónde proviene esa convicción, la clave de ser y hacer de monseñor Romero, lo que será la clave de su «espiritualidad»? Según entiendo, el autor ve las raíces últimas de esa convicción –histórica y teologal– en un nuevo ver. Y pienso que así fue. Dedica varias páginas a discutir si esa novedad fue cambio o conversión, tarea que no me parece superflua porque ayuda a afinar y comprender mejor que en realidad hubo «un nuevo ver».
Eso nuevo es, por una parte, lo más antiguo: la realidad real del pueblo salvadoreño, es decir, su pobreza, la injusticia y el pecado que la produce. En términos de «espiritualidad», lo más importante es que esa realidad se le mostró, se le reveló. Por otra parte, eso nuevo fue también algo con lo que, probablemente, no contaba y fue revelación todavía mayor: el potencial de bondad y de verdad en el pueblo. «El pueblo es mi profeta.» «Con este pueblo no cuesta ser buen pastor.» Fue la experiencia de gracia.
Este nuevo ver le llevó a varias actitudes y praxis que fueron centrales en los tres últimos años de su vida. Le llevó a lo que suelo llamar la «superación del docetismo eclesial», muy extendido en la Iglesia. Monseñor, con ojos nuevos, quería una Iglesia que fuese ante todo «real», es decir, salvadoreña, y eso no sólo a base de superficiales barnices culturales. De ahí sus escalofriantes palabras: «Me alegro hermanos, de que nuestra Iglesia sea perseguida... Sería triste que en una patria donde se está asesinando tan horrorosamente no contáramos entre las víctimas también a sacerdotes. Son el testimonio de una Iglesia encarnada en los problemas del pueblo». De ahí que, en monseñor Romero, el recordatorio de Karl Barth de que hay que predicar con la Biblia en una mano y el periódico en la otra no es palabra vacía. Más aún, en el caso de Romero habría que ir más allá: hay que predicar encarnados en la realidad –sobre la que, después, hablan los periódicos.
Este nuevo ver llegó a ser humano y cristiano al estar transido de misericordia. Se consuma la verdad de lo que se ve en «los ojos de misericordia». Es un ver que lleva por su esencia a la salvación de las víctimas; la verdad debe ser hecha, no sólo comunicada –como aparece a lo largo del libro. Baste decir que su palabra profética nacía de la misericordia hacia el pobre: defenderlo diciendo su verdad, y diciéndola –aun en contra de otros– porque ellos no la podían decir. De ahí sus conocidas palabras: «sus homilías querían ser la voz de los sin voz». Desde esta específica forma de «ver», la «espiritualidad» de monseñor Romero es lo que Johann B. Metz ha llamado «mística de los ojos abiertos» y confirma lo que dice Gustavo Gutiérrez: «a Dios hay que contemplarlo y hay que practicarlo». Ese modo de ver es esencialmente salvífico, porque lleva a la salvación del otro, de las víctimas, sobre todo, y a la salvación del propio monseñor. Eso es evidente en el libro de Martin Maier y en la vida de monseñor. Sólo quiero añadir dos breves reflexiones para profundizar en ello. El «ver» viene, ante todo, de la realidad, no primariamente de textos sobre la realidad. Y de ahí que la necesidad, radicalidad y dirección de la praxis tenga la fuerza de la realidad, no sólo la fuerza de normas externas a ellas, aunque sean eclesiales y aun bíblicas. La segunda es que de esa manera se supera una cierta comprensión gnóstica de la salvación, que acaece, de alguna forma, fuera de la realidad, por medios ajenos a ella, además de ser elitista para iniciados.
Por último, ese nuevo ver –aunque ahora penetramos ya en lo más hondo e impenetrable del ser humano, y por ello bueno será entrar en silencio y de puntillas– le llevó a la «novedad» de Dios y de su Cristo. Baste recordar su visión de Dios como Dios de vida, añadiendo simultánea y dialécticamente su visión de los ídolos como aquellas realidades históricas, realmente existentes, que generan y necesitan víctimas para subsistir. Y su visión de Cristo, presente en la historia, hasta poder decir a los campesinos masacrados: «Ustedes son el cuerpo de Cristo».
Esto es en mi opinión lo más importante que este libro saca a luz. Para terminar, hagamos dos breves reflexiones. La primera es que monseñor Romero, a quien el autor llama «maestro de espiritualidad», prácticamente no habla ni menos teoriza sobre lo que es espiritualidad y cuál es la suya. Y también en esto se parece a Jesús. También monseñor «pasó haciendo el bien» (Hch 10, 38), pero no fundó ni consciente ni inconscientemente una escuela de espiritualidad (aunque se pueda reconstruir un modo «romeriano» de ser, por así decirlo). Lo suyo fue ser humano, cristiano y salvadoreño con la máxima honradez y esperanza posibles, y con la máxima apertura a eso que llamamos «gracia», eso bueno que nos sale al encuentro, y que él lo encontró en su pueblo y lo vivió con sorpresa agradecida. Que la última fuente estaba en el misterio de Dios, era evidente. Así interpreto la insistencia de monseñor Romero en la oración, como lo recoge el autor. Lo que queda claro de monseñor, prosiguiendo la cita de Hechos, es que «Dios estaba con él» y no conocemos otra forma mejor de decir que fue hombre de Espíritu.
La última reflexión es sobre la universalidad de monseñor Romero. Como fenómeno histórico y sociológico, me parece indiscutible. Pero hay más que eso. Monseñor Romero, sin haberlo dicho en vida, hoy nos transmite, pienso yo, una palabra verdaderamente universal: «Sígueme». No es esto por mimetismo fácil o irrespetuoso. «Sígueme» es exigencia, pero es también invitación. Vive de la esperanza de que lo humano es posible. Yo creo que eso es lo que monseñor Romero comunica objetivamente, y lo comunica a todos. Sólo pone una condición: la honradez de un nuevo mirar a los pobres de este mundo y de un reaccionar con entrañas de misericordia. Todo lo demás –incluida una espiritualidad configurada– viene después.
Martin Maier ha escrito un libro en el que con precisión y minuciosidad ha dicho muy bien todas estas cosas, y otras más. Lo más importante del libro –en mi caso, al menos– es que me ha recordado y evocado lo más hondo de monseñor Romero y lo que hoy puede seguir humanizando en un mundo que necesita rumbo y esperanza: el amor –sin componendas– a los pobres de este mundo. De ahí mi sincero agradecimiento al autor.
JON SOBRINO
INTRODUCCIÓN
El asesinato a tiros del arzobispo Óscar Romero el 24 de marzo de 1980 ante el altar se ganó un espacio incluso en los telediarios. Por entonces, yo estaba dando los primeros pasos por mi camino en la orden de los jesuitas y apenas sabía algo de El Salvador y de los antecedentes de este crimen. Sin embargo, las circunstancias de esta muerte acaecida durante la celebración de la santa misa me impresionaron profundamente. «Imita lo que celebrarás», se dice en la liturgia de la ordenación sacerdotal. Romero imitó lo que celebró: el recuerdo de que Jesús entregó su vida por amor. La sangre que Romero derramó ante el altar vivificó el trasfondo real de la celebración de la misa: «Esto es mi Cuerpo, entregado por vosotros. Esta es mi Sangre, derramada por vosotros».
Me reencontré con la historia de Óscar Romero y El Salvador cuatro años más tarde, mientras realizaba dos años de prácticas en la revista Orientierung en Zúrich. Ludwig Kaufmann, por entonces redactor jefe, estaba escribiendo precisamente su libro Tres pioneros del futuro cristianismo de mañana. Junto con Juan XXIII y Charles de Foucauld. Óscar Romero era para él uno de estos pioneros. Ludwig Kaufmann me pidió que leyese las galeradas del libro. Ante todo, me fascinó su relato sobre cómo el temeroso y conservador hombre de iglesia Romero se había convertido en el profético defensor de los pobres. Para ello, Kaufmann se apoyó particularmente en el teólogo de la liberación Jon Sobrino, amigo y asesor de Romero. Sobrino, que también mantenía una amistad con Ludwig Kaufmann, vino de visita a Zúrich. Estaba nevando fuera cuando le hablé sobre la posibilidad de estudiar teología en El Salvador. «Bienvenido», me dijo Sobrino.
El 1 de septiembre de 1989 volví a escuchar esas mismas palabras de boca de Sobrino, pero esta vez en San Salvador. Sin embargo, también me tenía preparada una pequeña desilusión: no iba a poder residir, como había estado previsto originalmente, con él, Ignacio Ellacuría y los demás jesuitas en la comunidad del campus de la Universidad Centroamericana. Todas las habitaciones para huéspedes estaban ocupadas en ese momento. A cambio, me alojé en una casa cercana con otros jesuitas que estudiaban. Había venido a El Salvador en el contexto de mi tesis doctoral sobre la teología de Jon Sobrino e Ignacio Ellacuría. Abrigaba la esperanza de poder colaborar con Sobrino y Ellacuría. Desde un principio, Sobrino me alentó para que leyese no sólo los libros de la biblioteca, sino también el «libro de la realidad». Esta era la fuente más importante para su teología.
Me sentía muy feliz de encontrarme en la tierra del arzobispo Óscar Romero. Las primeras semanas fueron para mí una peregrinación constante. Visité los lugares importantes de su vida y su obra: la catedral todavía inconclusa, en cuya nave lateral se encontraba por entonces el sepulcro de Romero; la capilla del hospital, en la que fue asesinado y donde también tenía su humilde vivienda; la tumba de Rutilio Grande, cuyo asesinato había sido decisivo para la transformación de Romero. Igual importancia tuvieron para mí los vívidos encuentros con los pobres de El Salvador en una parroquia rural llamada Jayaque. Aquí trabajaba un equipo de jesuitas y religiosas, con Ignacio Martín-Baró en calidad de párroco. Martín-Baró era psicólogo social y vicerrector de la Universidad Centroamericana. El Padre Nacho, como se le llamaba cariñosamente, pasaba los fines de semana en Jayaque, celebraba la santa misa con la comunidad y acompañaba a los campesinos en su difícil camino entre la opresión y la esperanza. Me invitó a trabajar con este equipo.
Fui recibido con mucho cariño y me acogieron en la comunidad. Durante mi primera misa en una de las comunidades de base, cantaron para mí una canción sobre monseñor Romero, que dice: «El 24 de marzo, la Iglesia no olvidará que otra vez bañan con sangre al que dijo la verdad». En aquellas circunstancias, cuánta actualidad cobraron de repente las lecturas de la Sagrada Escritura, incluso llegando a tomar un carácter explosivo: «Escuchad estas palabras, vosotros, que perseguís a los débiles y oprimís a los pobres...». «Había una vez un hombre rico, que se vestía de púrpura y fino lino, y que día a día vivía deliciosamente y en regocijo...». Durante la homilía, ellos mismos establecieron la relación con su situación: la raíz de su miseria es la injusticia y la explotación. El Dios de estas palabras es un Dios de vida, que toma partido por los oprimidos y defiende su derecho a una vida digna.
Muy pronto llegué a tener una buena colaboración con Jon Sobrino e Ignacio Ellacuría, el rector de la Universidad, cuyos análisis políticos eran muy respetados en El Salvador y también internacionalmente. Con un cauto optimismo, enjuició las conversaciones de paz que, por entonces, se habían entablado entre el gobierno ultraderechista y la guerrilla. Sin embargo, muy pronto surgieron de nuevo negros nubarrones en el horizonte político, que descargaron el 11 de noviembre en una ofensiva de la guerrilla en todo el país. El jefe del Ejército decidió liquidar a aquellos que consideraba como los «cabecillas de la subversión». Se envió a la Universidad Centroamericana una unidad del batallón de elite Atlacatl, entrenado especialmente en Estados Unidos, con la orden de asesinar a Ignacio Ellacuría y no dejar con vida a ningún testigo.
En mi memoria ha quedado grabada de forma indeleble la visión del horror que se vivió aquella mañana del 16 de noviembre en el jardín que había delante de la casa de los jesuitas. Yacían allí, con las cabezas destrozadas, Ignacio Ellacuría, Segundo Montes, Ignacio Martín-Baró y Amando López. En la casa se encontraron los cadáveres de Juan Ramón Moreno y Joaquín López. La cocinera Elba Ramos y su hija Celina tuvieron que morir, porque esa noche habían buscado refugio en la vivienda de los jesuitas debido a los combates callejeros.
Habiendo acudido al lugar, fueron proféticas las palabras del arzobispo Arturo Rivera y Damas sobre los autores: «Han sido aquellos que asesinaron a monseñor Romero y a los que no les bastan 70 000 muertos». Ignacio Ellacuría había centrado la labor de la Universidad Centroamericana expresamente en la tradición de Romero. Aquí se debía hacer en el plano científico lo que Romero había hecho como obispo: ser la voz de aquellos que no tienen ninguna voz en El Salvador. Por eso, el centro teológico de la Universidad llevaba el nombre de «monseñor Romero». Durante aquella noche de noviembre, los soldados asolaron las salas de este centro y la biblioteca. Durante la acción, un soldado se topó con una imagen de Romero, en la que se leía una frase tomada de una de sus últimas entrevistas: «Mi sangre sea semilla de libertad y la señal de que la esperanza será pronto una realidad». El soldado hizo un disparo directo a esta imagen. Actualmente, en un salón conmemorativo de los mártires en la universidad, se la puede ver con el agujero del disparo en el lugar del corazón.
Como sucesor de Ignacio Martín-Baró en la parroquia de Jayaque, tuve experiencias difíciles pero muy hermosas a la vez. Durante un encuentro en El Salvador, el obispo Pedro Casaldáliga tocó este punto: «Es una gracia poder estar en el lugar de un mártir». Las gentes de Jayaque fortalecieron mi fe con su inconmovible testimonio religioso en medio de amenazas e intimidaciones. Variando unas palabras de Romero, puedo decir: «He conocido a Dios más profundamente, porque he conocido al pueblo de monseñor Romero».
Este libro sobre Óscar Romero, maestro de la espiritualidad, se asienta sobre este trasfondo personal. Intento aclarar el testimonio y el secreto de esta persona que, como expresara Ignacio Ellacuría, «en tres años pasó del anonimato y de la inoperancia a la universalidad pública y al máximo de la eficacia social». Ellacuría también había indicado la dirección en la que había que buscar una respuesta: «Pero el Espíritu Santo se apoderó de él y rompió todos los esquemas y las perspectivas humanas, incluidos sus propios esquemas y perspectivas».
Una fuente importante y en la cual me inspiro son mis experiencias en El Salvador. Entre ellas, están las muchas conversaciones con personas que estuvieron próximas a Óscar Romero: su hermana Zaída Romero, su íntima asesora María Julia Hernández, su vicario general Ricardo Urioste, el obispo auxiliar Gregorio Rosa Chávez, Jon Sobrino y otros muchos amigos y amigas en El Salvador, que me confiaron sus recuerdos sobre Romero. Otra fuente son las más de 200 homilías de Romero, que se publicaron en 2300 páginas repartidas en siete tomos. En las citas de ellas, los números romanos indican el tomo y los arábigos, la página. Sus procesos internos y su búsqueda espiritual se reflejan en los apuntes de su diario y en las notas de sus ejercicios espirituales. Por último, me apoyo en las biografías de James Brockman y Jesús Delgado, así como en el florilegio de muchos recuerdos personales, que recopiló María López Vigil en su libro Piezas para un retrato. Al final de este libro, se encontrarán más notas bibliográficas.
En la primera parte, cuento la vida de Romero, prestando una atención especial a su desarrollo, su transformación y su conversión. En la segunda parte, intento indagar en las raíces de la espiritualidad de Romero. En la tercera parte, trataré de aclarar su asombrosa actualidad tanto en El Salvador como en el resto del mundo. Hasta hoy día, inspira a muchos dentro y fuera de la Iglesia a luchar por un mundo más justo y más humano.
VIDA Y OBRA