Simona Forti

 

 

El totalitarismo:
 trayectoria de una idea límite

Traducción de

María Pons Irazazábal

Herder

Título original: Il totalitarismo

Traducción: María Pons Irazazábal

Diseño de la cubierta: Claudio Bado

 

© 2001, Gius. Laterza & Figli

© 2001, Simona Forti

© 2008, Simona Forti (del prólogo)

© 2008, Herder Editorial S. L., Barcelona

1ª edición digital, 2014

 

ISBN:  978-84-254-3338-2

 

Producción digital: Digital Books

 

Herder

www.herdereditorial.com

Índice

Portada

Créditos

Prólogo

Introducción

1. La construcción de un concepto

2. De la construcción de modelos a la práctica del disentimiento

3. La filosofía frente al extremo

Bibliografía esencial

Índice de nombres

Notas

Información adicional

Prólogo

Los espectros contemporáneos
 del totalitarismo

 

El concepto de totalitarismo ha sido especialmente discutido a lo largo del tiempo. En este libro, el lector no hallará ni una defensa del concepto ni la acusación –formulada tan a menudo desde la perspectiva marxista–[1] de que no haya sido un auténtico instrumento científico. Más bien lo que se cuestiona –además de la articulación de la trayectoria de la idea– son las razones tanto de los asensos que ha suscitado como de las críticas deslegitimadoras de que ha sido objeto. No es mi intención utilizar estas páginas para justificar las opciones que han orientado la genealogía conceptual que aquí se propone, sino más bien reflexionar sobre las posibilidades teóricas que la noción de totalitarismo, sobre todo en su acepción filosófica, puede ofrecernos hoy para un análisis del presente. Quisiera insistir, sobre todo, en las perspectivas abiertas a partir del auténtico círculo hermenéutico que se crea, ya desde los años treinta en Francia, entre acontecimientos históricos y reflexión teórica. Creo que la constelación de acontecimientos vividos en Europa entre las dos guerras mundiales, que recibió el nombre de época totalitaria, actuó y sigue actuando en filosofía, más exactamente en la filosofía continental, como «evento» detonante, como idea límite, que cuestionó los postulados básicos de la propia filosofía; una especie de trauma, también cultural, que destruyó un mundo y que obligó, por tanto, a repensarlo todo desde el principio.

Ahora bien, ¿qué significaba, y qué significa aún hoy, este término para la reflexión filosófica? Los historiadores, por una parte, y los expertos políticos, por la otra, siempre han reprochado a la filosofía el hecho de haber convertido el totalitarismo en un concepto metafísico. No sólo porque comparaba realidades políticas a su entender incomparables –cualquier teoría del dominio totalitario, ya sea histórica o politológica, parte en realidad de este presupuesto, es decir, de que exista la posibilidad de establecer afinidades estructurales entre regímenes políticos distintos–, sino más bien porque el pensamiento filosófico transfiguraba la peculiaridad histórica y política de esos regímenes, haciendo que se desvaneciera en una especie de «categoría del espíritu», en la que las características concretas, por ejemplo, del nazismo y del estalinismo, desaparecían. En realidad, creo que casi todos los pensadores y las pensadoras que han reflexionado sobre el totalitarismo desde esta perspectiva teórica son perfectamente conscientes de la diferencia que existe, y que ha de existir, entre una hipótesis filosófica y una tesis historiográfica. Saben muy bien que los fenómenos históricos tienen una fuerte unicidad que hay que salvaguardar.

Mi hipótesis es que, a partir de Georges Bataille y Simone Weil, en los años treinta, hasta llegar a Jacques Derrida y Jean-Luc Nancy, hoy, pasando por Hannah Arendt en los años cincuenta y sesenta, y Michel Foucault en los setenta y ochenta, es posible reconstruir el itinerario de una filosofía libertaria y radical que ha logrado convertir el fenómeno totalitario en un poderoso instrumento deconstructivo: una herramienta que ha sido capaz de deshacer muchos tópicos cómodos y consoladores.[2] Una filosofía, en definitiva, que ha elaborado una categoría idónea para desmontar el fácil juego de las oposiciones dualistas, incluidas las que dividieron de forma previsible, pero blindada, las diversas zonas del campo político. Se trata de una reflexión crítica, a menudo aporética, a veces incluso contradictoria, pero que ha puesto al descubierto, en mi opinión con éxito, la superficialidad de las antítesis –tanto liberales como marxistas ortodoxas– que identifican, por una parte, el nazismo y el fascismo con el nihilismo antihumanista e irracionalista, y, por la otra, el estalinismo con un exceso patológico de una trayectoria comunista sana, racionalista y humanista. De modo que «totalitarismo» no sólo puede indicar un tipo de régimen que se opone a las formas democráticas, parlamentarias y pluralistas, como significa en la ciencia política, sino que también puede distinguir, en aquello que tienen en común, por ejemplo, nazismo y estalinismo, algo que no afecta únicamente a la intensidad y a la organización de la opresión política, sino que afecta, además, a la raíz de las intrincadas relaciones que vinculan vida humana y poder.

Curiosamente, el pensamiento filosófico, incluso el que aparenta ser menos convencional, parece reflexionar todavía hoy sobre este significado de la comparación.[3] Como si a través de un uso, sin duda legítimo, de diferencias y distinciones se quisiera en cualquier caso oponer una resistencia; como si se intentara bloquear el pensamiento antes de llegar al umbral que Foucault había superado con un coraje no sólo filosófico. En efecto, Foucault había reconocido explícitamente que en los regímenes totalitarios quedaba demostrado, «sin la menor sombra de duda», que el poder político –independientemente de que se materialice o no en esas formas específicas, de que adopte uno u otro de los lenguajes históricos que la modernidad ha puesto a su disposición– tiene una «vocación totalitaria: es decir, tiende a ejercer un control preciso sobre todo y sobre todos».[4] Especificando que esto no quería decir que «todo el poder es malo», sino señalar en toda relación de poder un posible punto de conversión peligrosa, es decir, aquellas dinámicas susceptibles de transformarse en una relación de dominio total.

Si una de las funciones más genuinas de la filosofía –incluso de la que pretende ser «militante»– es complicar, alterar las distinciones y los límites considerados inviolables; si es todo un universo cultural el que no ha resistido la prueba de lo extremo, entonces es preciso investigar el a priori de ese fracaso. Desde esta perspectiva, el totalitarismo puede considerarse aquello que obliga a practicar la reflexión filosófica como una vigilante y recelosa «ontología del presente»,[5] como una interrogación sobre las condiciones de posibilidad, incluso desde un punto de vista ontológico y antropológico, de un acontecimiento que traspasó el umbral «fisiológico» de destructividad implícita en las relaciones entre vida humana y poder político.

Y si la reflexión filosófica del siglo XX se ha preguntado por las razones del hundimiento, del fracaso, de toda una tradición cultural, la filosofía del siglo XXI ha de preguntarse qué es lo que nos queda de aquellas pulsiones, de aquellas dinámicas totalizadoras, y potencialmente totalitarias, inauguradas por aquellos regímenes. Es evidente que aparecerán bajo manifestaciones distintas, que nos llegarán transformadas, pero hay que estar alerta. Esto no significa considerar el totalitarismo como el trasfondo constante y amenazador sobre el que se destacan, a mayor o menor distancia, formas históricas precisas. Sabemos bien –nos lo dijeron ya los pensadores «disidentes» del este de Europa– que las manifestaciones políticas de los regímenes totalitarios implicados en la Segunda Guerra Mundial afortunadamente no forman parte de la realidad de las actuales relaciones de poder. El horizonte actual de Occidente es una perspectiva posideológica que, en vez de tender a la «materialización» de una idea a través de la Ideología, se encamina más bien hacia un desencanto difuso, que convierte el cínico rechazo de todo ideal en una especie de nuevo ethos compartido. Compartido hasta el punto de que, probablemente, ni siquiera las apelaciones a un renacimiento del espíritu religioso lograrán ser otra cosa que meras oportunistas instrumentalizaciones políticas. Y está fuera de discusión que ni siquiera el populismo más poderoso podrá ser interpretado en los mismos términos en que era interpretado el vínculo totalitario: como esa especie de vínculo hipnótico vertical, centrado en la figura omnipotente del caudillo al que responde, en el otro extremo, una masa subyugada, dócil a causa del miedo, pero también a causa de la identificación fusional con la gran figura del líder. De modo que, más que análisis comparativos entre la historia pasada y los acontecimientos recientes, tal vez resultaría útil una cierta habilidad para intuir los fantasmas de lo viejo bajo algunas formas de lo nuevo. Y especialmente podría ser interesante averiguar de qué se alimentan hoy las dinámicas totalizadoras –iniciadas por aquellos regímenes– y que han sobrevivido al ocaso de lo Universal Ideológico, a la pulverización relativista del Uno.

Las cuestiones que la filosofía política debería plantearse ahora, a través de la categoría de totalitarismo, podrían reducirse a tres preguntas fundamentales.[6] La primera se refiere al tipo de relación que se ha establecido entre vida humana –entendida incluso en su aspecto biológico– y poder político, a partir de esos regímenes, y tal vez en particular del nazismo.[7] La segunda afecta a la modalidad de la relación entre realidad y ficción que se inició a consecuencia del poder ideológico y mediático de la propaganda totalitaria. En otras palabras, se refiere a las dinámicas promovidas por la combinación exacerbada de técnica y voluntad de poder. La última pregunta plantea la duda de si la filosofía moral y la teología, que a lo largo de dos mil años han gestionado el monopolio de un pensamiento sobre el mal, siguen ofreciéndonos aún instrumentos idóneos para orientarnos entre el bien y el mal. Tal vez también en este caso el totalitarismo nos constriñe a reformular el problema.

 

 

1.

 

Si el fin al que tiende todo sistema totalitario es la transformación total de la realidad, especialmente de la humana, creo que puede decirse que su objetivo se articula en una doble estrategia: la producción del «musulmán», por una parte, y la realización del ideal de una «Hiperhumanidad», la única humanidad verdadera, por la otra. Desde el punto de vista filosófico, el totalitarismo asume, pues, la función de una especie de doble idea-límite, casi en sentido kantiano; es decir, puede servir para valorar el presente en relación con dos focos imaginarios: la situación-límite de un poder total sobre la vida, que llega a afectar a la propia vida corpórea y a transformarla en mero material orgánico; la situación-límite de la identificación sin residuos de todo individuo con la ideología totalitaria, con su gran cuerpo político simbólico. Creo que la tendencia «biopolítica» de nuestro tiempo, utilizando el término foucaultiano del que tal vez se ha abusado ya demasiado, es en realidad uno de los más gravosos legados del totalitarismo. Cuando la política –una vez cesadas todas las mediaciones formales– asume como objeto la vida en su forma elemental y primaria, privada ya de las máscaras con que una existencia se relaciona con el mundo; cuando apunta directamente al vivir mismo, en su significado meramente biológico; cuando es, por tanto, el cuerpo mismo, del individuo y de la población, el que es afectado por el dominio, nos encontramos frente a una metamorfosis radical de las relaciones de poder.[8]

En la exaltación totalitaria de la sangre, aunque también en el ennoblecimiento del defensor del trabajo, generalmente en una inédita primacía otorgada al cuerpo –desde la construcción del cuerpo del Hombre Nuevo a la aniquilación del cuerpo superfluo y corruptor–, se perfila una nueva utilización y valoración de lo biológico, que pone en evidencia la implicación total de una existencia desnuda en la trama, ya vasta, del poder. De modo que el proyecto ideológico, más allá de sus contenidos específicos, no hay que entenderlo simplemente como una religión secularizada que exige una adhesión de fe total; ni hay que entenderlo solamente como la justificación que legitima el desmantelamiento del sistema jurídico y legal. La ideología, mucho más que un instrumentum regni para obtener consenso y obediencia, es un dispositivo que permite cambiar y redefinir los límites de lo humano; de lo que está incluido y de lo que de vez en cuando está excluido del gran cuerpo de la humanidad, del organismo de la Hiperhumanidad. De ahí la constatación de que los lager no sirven tan sólo para exterminar, sino también para experimentar la modificación de la realidad humana, su producción en serie y también su transformación en material orgánico.

Los regímenes totalitarios no se limitaron a ejercer su poder sobre la vida suprimiéndola. No fue un enorme e inaudito abuso de poder lo que pisoteó los derechos de los individuos. El poder político logró transformarse en un dominio total y sutil a la vez, presentándose en primer lugar como garante de la seguridad, de la salud y de la prosperidad de todo un pueblo, y para que éste pudiera encarnarse en el ideal de Hiperhumanidad, era necesario eliminar una «parte viva» perjudicial y destructiva.

En resumen, la biopolítica totalitaria nos mostró hasta dónde puede llegar un aparato político que en nombre de la seguridad y de la salud pública, apelando directamente a la «productividad» de la vida, logra penetrar, con una intensidad y una sutileza inigualables, en la existencia de todos y en toda la existencia. Fue, sin duda, una lógica extrema, que con toda probabilidad se valió de varias estrategias y de varias técnicas, pero que en cualquier caso fue el punto de llegada de un ejercicio del poder en el que ya no funciona la lógica del pacto legal. Bajo la apariencia de solicitud, el biopoder ya no se concentra, a través de la fuerza de prohibición de la ley, en la persona y en su propiedad, sino que afecta directamente a los procesos biológicos de toda la población, llegando donde ningún Estado, ningún poder político, había logrado llegar nunca antes.

Pero, si el biopoder demostró ser tan útil para la construcción del dominio total –y esto es válido sobre todo para el nazismo–, no es sólo porque se sirvió de un instrumento de identificación muy poderoso, por ser primario y «natural»: la idea de la raza, es decir, el valor o la insignificancia de la cualidad orgánica y biológica del cuerpo. Esto permitió organizar la matanza como una empresa planificada y sistemática de curación del cuerpo político. Existe, además, otro factor que contribuye a llevar la biopolítica nazi a sus prácticas extremas. Algo que está bastante más relacionado con nuestra tradición filosófica que las teorías de la raza de origen evolucionista. Nos referimos a la otra situación-límite sobre la que nos alertó el totalitarismo. Se trata del racismo que deriva de una «metafísica de la forma»; una teoría que se sirve mucho más de Platón que de las leyes de la genética, según la cual el «valor espiritual supremo» para una raza es conseguir la forma perfecta de su aspecto somático, porque esa forma no es más que la expresión de la materialización de la idea, del tipo, del alma del pueblo. Y según la cual el tipo, el alma, tienen la función trascendental de volver fenoménico al cuerpo. En ese contexto, sin embargo, raza y alma, «alma de la raza», no son más que las manifestaciones externa e interna de esa Idea de la que se alimenta la Hiperhumanidad;[9] esa «Gran Vida Humana» que ofrece el modelo perfecto para el proceso de identificación de muchos en el Uno. No podemos extendernos aquí sobre la importancia crucial de cierta «antropología filosófica nazi».[10] Basta decir que produce algunas de las obras de mayor difusión en el periodo inmediatamente anterior y posterior a Hitler, obras que llegan prácticamente a las casas de todo buen alemán.

Son obras aberrantes, pero valiosas, porque responden claramente a la pregunta de qué es lo humano para el Tercer Reich, situándonos frente a algunas importantes estrategias de verdad que presiden un proceso identificativo que pretende ser total. Una obra breve y de gran difusión de 1937, titulada no por casualidad Humanitas,[11] se convertirá en una especie de texto fundacional de la corriente teórica interna de las SS, que propone la Unidad de Europa sobre bases raciales. Corresponde al pueblo alemán reproducir en el contexto germánico la idea de Humanitas, cuyos valores, igual que los originarios indogermánicos, son los de la vida misma que quiere afirmarse e incrementarse. La verdadera Humanitas «es un deber que hay que cumplir, un modelo que hay que alcanzar […], un ideal de selección racial». El racismo «filohelénico» nazi –desde luego no minoritario– supera en mucho el biologismo evolucionista para llegar a una «ontología monista», a un «Idealismo de la perfecta identidad de cuerpo y alma», de idea y realidad y, en términos clásicos, de forma y materia. La literatura «culta» nazi, facilitada por la apelación al «verdadero humanismo», lleva a cabo una intensa empresa de redefinición de lo humano. Mientras establece la forma de la Hiperhumanidad, el nuevo concepto de Humanitas decreta al mismo tiempo la imposibilidad, para una parte «de los seres vivos», de elevarse a la participación de la Idea, es decir, de alcanzar la realidad de lo humano.

No se trata –como tantos neohumanistas de buena fe quisieran– de una simple retórica del Superhombre ario que desprecia a los vulgares «pequeños y últimos hombres» democráticos, destruyendo así los valores igualitarios y universales de la noble tradición humanista. Europa no ha sido solamente la tierra de la civilización, de las luces y de la razón, en definitiva, del glorioso y civilizador poder de la humanitas. En esta misma tierra se ha consumado la trágica puesta en práctica de un nihilismo que ha hablado sin ninguna vacilación la lengua del «humanismo».[12]

No pretendo afirmar, obviamente, que el nazismo sea un humanismo, sino solamente invitar a recelar de las cómodas e indiscutidas visiones dualistas, de la retórica humanista, tras la que se oculta a menudo la violencia potencial de un subjetivismo constructivista y «patronal». De ahí la necesidad de excavar profundamente para poner al descubierto el doble rostro del humanismo, su dialéctica abierta a una posible complementariedad de hiperhumano y no-humano.

Aunque con el rostro de la solicitud, con la promesa de la seguridad, sigue existiendo una voluntad de dominio que apunta directamente a la vida. Cuántos son hoy, entre asociaciones privadas, leyes y actores públicos, los agentes que se movilizan por el ideal absoluto e ilusorio de la Salud Perfecta. La «Hiperhumanidad» de los tiempos actuales corresponde a un ideal humano potencialmente inmortal, en el que los límites constitutivos de la existencia que hasta hoy hemos conocido parecen ser legado de un «hombre anticuado». En realidad, esta lucha contra el tiempo, la enfermedad y la muerte responde tanto al deseo político de dominio sobre los cuerpos como a la demanda de una identificación individual en un cuerpo de constitución perfecta. Desde la guerra contra cualquier riesgo de «muerte prematura» a los estudios de medicina preventiva, de las biotecnologías a la cibernética correctiva, de las campañas a favor de la lactancia materna a las prácticas «lipofóbicas», todo parece multiplicar las posibilidades de gestión de la vida, de una vida con una mayor garantía de salud, pero de una vida «despojada», casi «salvaguardada» de los vínculos de la contingencia, y entregada, tal vez como nunca antes, a un control total. Como si una nueva «eugenesia», de rostro democrático y humanista, estuviera conduciendo al ser humano a ese «salto antropológico» sobre el que la filosofía nos había prevenido hace tiempo.

 

 

2.

 

¿Es sensato afirmar que el laboratorio totalitario ha servido para hacernos pasar de una mentira política como ocultación de una realidad determinada y circunscrita, a una mentira absoluta, es decir, desvinculada totalmente de cualquier verdad de hecho? Para poder decidir habría que precisar cuál es el estatuto de la mentira: tal vez uno de los más difíciles de definir, ya que afecta nada menos que al concepto de realidad y también al de verdad. Pero, aunque no se tengan en cuenta, obviamente, las distintas y complicadas implicaciones epistemológicas y gnoseológicas del problema, sigue en pie el hecho de que no es sencillo decidir cuál es la repercusión política de la mentira cuando se cuestiona la posibilidad de identificar en la correspondencia de objeto y representación el criterio de la verdad. Y, sin discutir tampoco las diferencias de significado que existen entre mentira, error y autoengaño,[13] es oportuno destacar una obviedad que no siempre se tiene en cuenta: la mentira es una relación. O, mejor, es una acción relacional e intencional. Va destinada al otro, a los otros, con la intención precisa de engañarles o de ocultarles algo que les resultaría útil saber.

Ahora bien, si mentir siempre es relacional e intencional, ¿qué cambio se habría producido con el totalitarismo? «El hombre moderno –genus totalitario– está inmerso en la mentira, respira la mentira, es esclavo de la mentira en todos los momentos de su vida.» En The Political Function of the Modern Lie, de 1945, Alexandre Koyré[14] expresa lo que se convertirá en el sentimiento extendido respecto a la ruptura que supone la mentira totalitaria en relación con la mentira que podríamos llamar tradicional, que siempre ha sido utilizada por la política.

No es sólo Hannah Arendt la que se preocupó en aquellos decenios de los cambios sufridos por la mentira contemporánea.[15] Que los regímenes totalitarios están en el origen de determinadas «innovaciones» a este respecto es algo que los disidentes del Este, tal vez con cierta ingenuidad, pero con gran vigor, repiten incansablemente a partir de finales de los años sesenta. Se trata de una advertencia que no va dirigida exclusivamente al Este todavía comunista, sino que se extiende también al Oeste, inscrito para ellos en un único e idéntico destino «postotalitario». No hay una sola obra «disidente» que no sitúe 1984 en el centro de su argumentación y que no presente la distopía literaria de Orwell como un análisis hiperrealista de la situación que muestra. Si los totalitarismos se instauran a «golpes de fusil», sólo consiguen mantenerse en el poder a «golpes de lenguaje», transformándose así, paso a paso, en auténticas «logocracias de masas». Sólo mediante el uso de una «neolengua» se puede impedir toda posibilidad de resistencia al régimen. Una vez acabado el terror ideológico más destructivo, hay que pensar en ese «totalitarismo frío» que impide la posibilidad de un juicio autónomo. Porque también es totalitario el poder que, manipulando las informaciones y destruyendo la memoria histórica, destruye el criterio mismo de la verdad. Es evidente que, si la verdad cambia según las necesidades del poder, resulta imposible distinguir lo que es verdadero y lo que es falso. Se efectúa así el paso de una mentira normal a una «mentira institucionalizada», que garantiza al poder político el monopolio de las verdades históricas y fácticas. Eso es lo que vincula el estalinismo y el nazismo con los distintos «deshielos» que pueden reducir la carga de violencia, justamente porque han perfeccionado el mecanismo de la «mentira de régimen», tan variable en los contenidos como inflexible en su función.[16]

De modo que el totalitarismo parece haber inaugurado la época de la mentira performativa. A diferencia de las mentiras políticas «tradicionales», la mentira totalitaria no sólo puso en marcha su capacidad destructiva, sino también la posibilidad constructiva que desde siempre, lógicamente, le es inherente. No se trató de negaciones u ocultaciones de algunas verdades fácticas que en cierto modo podían ser salvaguardadas. Con el totalitarismo se llegó al límite de una ontología milenaria que había dividido el mundo en verdad y apariencia, en real y ficticio, pero que desde luego no había previsto el poder «creativo» de las mentiras que se convertirían en el fundamento mismo para la construcción de sistemas políticos delirantes. Al proporcionar expresión lingüística a aberrantes ficciones, se les otorgó una existencia que pudo haber reconfigurado el mundo. Del mismo modo que ocultando «duros hechos» se estuvo muy cerca de destruir la trama misma de toda la realidad.

Obviamente, lo que está en juego es mucho más que el daño provocado por la mala voluntad y la maldad de quien quiere engañar. Lo que está en juego es la consistencia misma del mundo y de su posible reparto. Esto significa que el problema es ontológico antes de ser político. Los regímenes totalitarios caminaron peligrosamente sobre el límite, con riesgo de precipitar el mundo en la indistinción, fuera de un ámbito en el que, a pesar de todas las prudencias de la hermenéutica y los recelos de la deconstrucción, todavía resulta posible distinguir entre lo que sucede y lo que la política refiere; en resumen, donde todavía es posible separar los hechos de las construcciones ideológicas. Estos regímenes pusieron las bases para la indistinción entre lo fáctico y lo fantástico, atenuaron hasta el límite esa diferencia, otorgando la primacía absoluta a la mentira y manipulando infinitamente la realidad, aunque sin conseguir destruirla del todo. Sin duda, inauguraron, como nos enseña el capítulo de Orwell sobre la neolengua,[17] el enorme poder de un lenguaje estandarizado e hiperespecializado a la vez, que despoja a la palabra de la dimensión subjetiva e individual, pero no fueron capaces de universalizarlo.

La distinción entre real y ficticio, que la mentira totalitaria hizo incierta y confusa, parece estar hoy a punto de desaparecer para siempre. O, mejor dicho, puesto que se trata de indistinción, corre el riesgo de transformar el mundo en un gigantesco fantasma.[18] Esto es lo que afirman los pronósticos más extremos sobre nuestro futuro. Divididos entre el entusiasmo por las oportunidades ofrecidas por lo «virtual» y la apocalíptica condena de un cosmos reducido a imagen, los diagnósticos no dudan en señalar la época actual como la época de la «crisis de lo real». Una crisis de la que la política sabe obtener catastróficas ventajas, con el riesgo de destruir una línea de demarcación ya muy sutil en un nuevo juego de espejos totalitario.

Un caleidoscópico mundo mediático, hecho de imágenes descompuestas y recompuestas, es el que proporciona hoy una inmensa posibilidad a la mentira. Casi hasta convencernos de que la realidad no nos es dada, sino que es cribada, seleccionada, incluso construida, producida. Y somos arrastrados por el torbellino de este espectáculo hasta el punto de sentirnos impotentes. Con todo, la mentira totalitaria incluía contenidos ideológicos precisos. No hace falta recurrir a Adorno, Baudrillard o Debord para reconocer que el juego es cada vez más inclusivo y elusivo, difuso e irresponsable. Sin ceder a la resignación de quien lamenta una sociedad del espectáculo que nos transforma a todos en espectadores pasivos y consumidores, es cierto que mentira y realidad se integran hasta el punto de no poder distinguir en su espesa trama vías de salida para una acción o un pensamiento eficaces. La propaganda ya no gira en torno a una verdad histórica y necesaria, ya no necesita al ferviente defensor, al militante creyente. No estamos inmersos en una mentira que violenta el cuerpo de quien no le es devoto. Más bien estamos envueltos en una simplificación «modular» del lenguaje, que se convierte en el arma más eficaz para prevenir el pensamiento. El único lugar auténtico donde refugiarse, hoy, del universo del Aplauso.

De modo que no somos impotentes, pasivos y conformistas sólo por miedo o por cobardía, sino también porque «lo falso indiscutible»[19] organiza magistralmente la ignorancia de lo que sucede y, en caso de necesidad, prepararía luego el olvido de lo que se ha llegado a intuir. Inmersos en una especie de alternancia perenne de imágenes, incapaces de distinguir cuáles reproducen hechos y cuáles los están inventando, haría falta un enorme salto para intentar recuperar aquello de lo que hemos sido privados: la experiencia de un mundo real que resiste a la mediatización.

 

 

3.

 

Es por esto por lo que es preciso seguir hablando de «mal», aunque no sea fácil saber de dónde proviene y a través de qué canales se transmite. Pero el mal político existe y sobre todo se manifiesta convirtiendo a hombres y mujeres en seres pasivos y conformistas, aunque más hábiles que nunca en los juegos de prestigio que equiparan los hechos y las opiniones, lo posible y lo real, lo contingente y lo necesario. Pero para que todavía sea razonable hablar de mal, de este mal sumiso y difuso, es preciso que la realidad singular, irreductible y dolorosa del mundo consiga finalmente alcanzarnos. Es preciso, en definitiva, confiar en que en cierto modo nos sea dada aún la posibilidad de reconocerla.

El mal político contemporáneo, posmetafísico y posteológico, en el fondo se ha edificado justamente sobre la negación de ese reconocimiento. De ahí derivan tanto el delirio sobre la infinita posibilidad de manipulación de lo real como la sensación de nuestra total impotencia. Auschwitz también nos mostró esto: que fue posible cometer crímenes enormes gracias a la acción, o, mejor, a la inacción, de muchas personas «normales», que no hallaron las fuerzas o los motivos para oponerse a lo que entonces parecía la regla. Son los que inconscientemente engrasaron una organización perfecta, tejieron una trama muy eficaz entre las muchas irresponsabilidades. No es que no hubiera habido culpables absolutos o «demonios malvados», pero sin el apoyo de una mayoría obediente y alineada –no por ello asesina– el límite no se hubiera sobrepasado. El totalitarismo mostró la paradoja de un mal devastador, que superó todo decálogo, a través de acciones «normales», no simplemente en el sentido de acciones realizadas por actores normales, por «demonios mediocres», sino en el sentido literal de su Regelmässigkeit, de su aceptación de la norma, de la regla, que aquella realidad predicaba.

Así que la «banalidad del mal» –la famosa expresión que Hannah Arendt acuña con ocasión del proceso de Eichmann–[20] no alude solamente a la desproporción entre las motivaciones subjetivas de una acción y sus efectos objetivos, potencial o efectivamente devastadores. Creo, por el contrario, que puede responder a la necesidad de una nueva constelación conceptual, indispensable ya para pensar el mal a la luz de su letal normalidad. La locución, además de expresión de una fuerza iconoclástica, lo es también del agotamiento del poder normativo de las reflexiones tradicionales sobre el mal.

En realidad, el mal ya no puede pensarse según una ontología que lo considera un principio autónomo, rival del bien. Y mucho menos podemos estar de acuerdo con aquella teología que lo consideraba instrumento de un bien futuro. Pero tampoco se puede identificar simplemente con el egoísmo personal. En resumen, el mal, como la mentira, ha de restituirse a una dimensión relacional y al mismo tiempo a una «responsabilidad individual». Ha de ser privado, por tanto, de su sustancia objetiva, y descompuesto en sus elementos contingentes, reconducido desde su pretendida naturaleza metafísica o demoníaca a su estructura «microfísica» y prosaica.

Desde un punto de vista político, por consiguiente, el «espectro de la normalidad del mal» desenmascara uno de los más viejos lugares comunes sobre la endíadis mal y poder: la dicotomía entre un polo activo y culpable del poder, y una multitud pasiva de inocentes súbditos obligados a obedecer. La absolución fácil que cada uno se concede, en nombre de la impotencia colectiva y de la imposibilidad del cambio, es en realidad una gran excusa, muchas veces un engaño. De este modo, el conformismo de uno repercute en el conformismo de otro, obligando a todos a interpretar el mismo papel en el juego del poder. Ya no se nos permite pensar el mal como simple sinónimo de la transgresión. Del mismo modo que ya no podemos consolarnos por el hecho de que maldad y mal coincidan como intención y resultado. Porque nunca como ahora la capacidad de resistir al mal se vincula a la fuerza de poner en tela de juicio la autoridad o, mejor dicho, de luchar contra la presión de una norma. Conformismo, obediencia, inacción son los nuevos atributos del mal. El totalitarismo transformó, de una vez por todas, su posición pasiva y aquiescente en una actividad culpable. Culpable de ser la condición misma de la posibilidad de persistencia del mal. Hoy, como entonces, la omisión no es menos eficaz que la acción.

 

Marzo de 2008

Introducción

 

Considerada por algunos «el horizonte insuperable de nuestro tiempo», liquidada por otros como un paréntesis definitivamente cerrado en 1989, la cuestión del totalitarismo sigue oscilando entre la banalización y el rechazo. ¿Cómo evitar que se haga de ella un uso retórico y enfático? ¿Cómo imponer su carácter problemático a quien la considera archivada? En definitiva, ¿cómo abordar el mal político del siglo XX sin ampararse en la excusa de su inefabilidad, aunque sin reducirlo tampoco a una coyuntura histórica felizmente superada? En mi opinión, lo primero que hay que hacer es clarificar, es decir, intentar reconstruir el intrincado recorrido del concepto de totalitarismo para sacar a la luz los distintos estratos de su significado. Existe un primer significado de totalitarismo con el que, a grandes líneas, están de acuerdo las ciencias sociales y las ciencias políticas. Referido exclusivamente a los regímenes del siglo XXXX

XX

El uso filosófico del concepto de totalitarismo adopta así, en primer lugar, una función deconstructiva. Con la aparición del «mal radical» se descubre el potencial nihilista y destructivo contenido en el proyecto mismo del racionalismo moderno: su voluntad de poder inseparable de su «obsesión constructivista». «El mal radical» quiebra la fe en la coincidencia entre razón e historia; pone en evidencia el lado oscuro de esa confianza en la posibilidad de construir una comunidad política «bajo el signo del Uno». Si existe un rasgo que realmente tienen en común fascismo, nazismo y comunismo, es la voluntad de afirmación de la unidad.