ANTONIO JOSÉ DE ALMEIDA
NUEVOS MINISTERIOS
VOCACIÓN, CARISMA Y SERVICIO EN LA COMUNIDAD
Traducción de
EMILIA ROBLES
Herder
Título original: Novos ministérios. A necessidade de um salto à frente
Traducción: Emilia Robles
Diseño de portada: Stefano Vuga
© 2013, Pia Sociedade Filhas de São Paulo, São Paulo
© 2015, Herder Editorial, S. L., Barcelona
1ª edición digital, 2015
Producción digital: Digital Books
Depósito Legal: B-1025-2015
ISBN: 978-84-254-3316-0
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Herder
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A todos los laicos y laicas que actúan como ministros
y ministras en nuestras comunidades.
A todos los diáconos, presbíteros y obispos, para que, valorando los ministerios ejercidos por laicos y laicas, sepan acoger los dones del Espíritu para la edificación de la Iglesia y el servicio del Reino.
Al papa Francisco —llamado por Dios a reconstruir su Iglesia—, para que escuche sin tardanza los clamores por nuevas configuraciones de los ministerios ordenados, de modo que nuestras comunidades puedan ir a las fronteras geográficas y existenciales de la humanidad, con la plenitud de la Palabra, de los Sacramentos y de la Caridad.
A Dios, por la gracia de amar y servir.
Índice
Portada
Créditos
Agradecimientos
Abreviaturas
Prólogo
Introducción
1. Una ojeada a los orígenes
2. El redescubrimiento de la diversidad ministerial por el Vaticano II
3. Medellín: la opción por las comunidades eclesiales de base
4. Ministeria quaedam: el fin de un monopolio clerical
5. La extraordinaria eclosión de nuevas prácticas eclesiales
6. Evangelii nuntiandi: la carta magna de los nuevos ministerios
7. Puebla: acción de gracias, discernimiento e impulso
8. Código de Derecho Canónico: lo paradójico de la ley
9. Christifideles laici: una piedra en el camino
10. Santo Domingo: «En la unidad del Espíritu Santo y con diversidad de ministerios y carismas»
11. Instrucción romana sobre la colaboración de los laicos en el ministerio de los sacerdotes
12. Reacciones a la Instrucción romana
13. CNBB: misión y ministerios de los cristianos laicos y laicas
14. Aparecida: ministerios de los discípulos misioneros laicos y laicas
15. Balance y perspectivas
Epílogo
Notas
Más información
ABREVIATURAS
AA | Apostolicam actuositatem |
AG | Ad gentes |
CELAM | Consejo Episcopal Latinoamericano |
ChD | Christus Dominus |
ChL | Christifideles laici |
CIC | Catecismo de la Iglesia Católica |
CNBB | Conferência Nacional dos Bispos do Brasil |
DAp | Documento de Aparecida |
DH | Denzinger-Hünermann |
DM | Documento de Medellín |
DP | Documento de Puebla |
EN | Evangelii nuntiandi |
GS | Gaudium et spes |
LG | Lumen gentium |
PO | Presbyterum ordinis |
QA | Quadragesimo anno |
REB | Revista Eclesiástica Brasileira |
RELaT | Revista Latinoamericana de Teología |
SC | Sacrosanctum Concilium |
SD | Santo Domingo |
SEDOC | Serviço de documentação |
UR | Unitatis redintegratio |
PRÓLOGO
El profesor Antonio José de Almeida, especialista en eclesiología y ministerios, con una amplia experiencia pastoral en la Iglesia de Brasil, nos ofrece una valiosa reflexión sobre los ministerios no ordenados en el período comprendido entre el Vaticano II y Aparecida. Como buen teólogo, descubre, no obstante, en esta accidentada evolución histórica, algo más profundo: los signos de un nuevo desafío eclesiológico al que el Espíritu nos está llamando.
En efecto, la teología de los ministerios no ordenados que presenta el Concilio Vaticano II y que Pablo VI formuló en Ministeria quaedam (1972) y en Evangelii nuntiandi (1974), como expresión de una Iglesia toda ella ministerial que crece como un cuerpo vivo (Ef 4,15-16), se estaba convirtiendo, poco a poco, en los últimos años, en una especie de suplencia canónica ante la escasez de ministros ordenados (cf. De Ecclesiae Mysterio, 1997). Si se me permite la expresión, los ministerios no ordenados se habían convertido en algo así como un by-pass eclesial, una solución de emergencia y profesional, a la espera de que se volviera a disfrutar, tan pronto como fuera posible, del flujo normal de la sangre, es decir, de suficientes ministros ordenados, como en otros tiempos.
Con mirada crítica, Almeida va describiendo este proceso de empobrecimiento progresivo que afecta negativamente a los ministerios no ordenados: de dones del Espíritu que expresan la vitalidad de todo el cuerpo eclesial en un clima de subsidiariedad y que manifiestan la riqueza del sacerdocio, del profetismo y de la realeza, que dimanan del bautismo y de la confirmación... se ha ido pasando a ministerios predominantemente cultuales, que deben ser continuamente vigilados y canónicamente regulados, para que no caigan en el clericalismo ni impidan la aparición de futuras vocaciones sacerdotales. Hay una nostalgia y una falta de visión de futuro, se piensa que la situación actual de falta de ministros ordenados es algo meramente pasajero y que pronto va a cambiar favorablemente.
Y aquí es donde Almeida pasa de la cuestión concreta de los ministerios no ordenados a una reflexión eclesiológica de gran aliento y con perspectivas de futuro. Él prefiere hablar más de transformación que de crisis eclesial. Se trata, en efecto, de pasar de una eclesiología de la cristiandad, típica del segundo milenio, cristomonista, jerarcológica y centralista, a la eclesiología de comunión propia del primer milenio, que el Vaticano II retomó; una eclesiología que parte de las necesidades, de las experiencias y de los carismas de las Iglesias locales, donde el ministerio ordenado no es simplemente una vocación individualista, sino una llamada de la comunidad eclesial que necesita ministros ordenados para la presidencia de la comunidad y de la eucaristía. Se trata de recuperar una eclesiología cristocéntrica y, al mismo tiempo, pneumatológica, que asuma lo carismático y lo sacramental, lo eucarístico y el servicio abierto a la sociedad.
Precisamente del seno de estas comunidades plenamente ministeriales —que Almeida llama communitates probatae— pueden salir los nuevos ministros ordenados, los cuales, respetando la riqueza del pasado de la tradición latina, pueden abrirse a otras condiciones de estado civil, a distintos tipos de formación y de profesión, y dedicarse al ministerio a tiempo completo o parcial, constituyendo lo que algunos llaman «presbíteros comunitarios» o «curas de la comunidad», o simplemente «ministros ordenados» (como prefiere Lobinger), que viven, bien con sus familias, bien en fraternidad con sus colegas de ministerio, pero no enclaustrados en una especie de monasterio.
Estas páginas quizás puedan sorprender a quien tenga miedo a exageraciones por parte de los laicos, a quien esté aferrado a un pasado que ya no existe y se contente con la solución de emergencia de un by-pass eclesial; pero, con toda seguridad, salen al encuentro de quien no tenga miedo del factor sorpresa del Espíritu, de su riqueza y su diversidad, siempre desconcertante y nueva. El libro de Almeida es una respuesta fiel y obediente a la exhortación paulina: «No apaguéis el Espíritu» (1 Tes 5,19).
Esperamos que en el actual contexto de la Iglesia, suscitado por el paso de Benedicto XVI al nuevo obispo de Roma, Francisco, estas lúcidas páginas de Almeida ahora puedan ser mejor comprendidas y valoradas. Ojalá este texto pueda inspirar nuevas transformaciones audaces y evangélicas en los ministerios de una Iglesia que está saliendo de un largo invierno eclesial y que ahora comienza a contemplar con alegría que el Espíritu está haciendo nacer algunos tiernos brotes de primavera.
Víctor Codina, SJ
Doctor y profesor de Teología durante muchos años en Cataluña, actualmente vive en Bolivia, donde compagina el trabajo de docencia teológica en la Universidad Católica Boliviana (ISET, Cochabamba) con otros trabajos más pastorales de formación de laicos y animación de comunidades de base (en Oruro y Santa Cruz).
INTRODUCCIÓN
El presente texto fue elaborado a partir de la práctica eclesial de América Latina, especialmente de Brasil, cuya situación en términos de ministerios no ordenados he procurado acompañar, pastoral y teológicamente, con mayor o menor intensidad desde el inicio de la década de los setenta.[1]
No interpretamos la aparición de nuevos ministerios en la Iglesia en América Latina —que algunos han descrito como una verdadera «explosión»—[2] simplemente como una respuesta a la escasez crónica de sacerdotes en nuestro continente. Este elemento tuvo un papel importante —pues, cuando hay abundancia de ministros ordenados, los ministerios no ordenados no aparecen o desaparecen—, pero no fue determinante. Sí lo fueron la complejidad de la tarea de la evangelización (que requiere roles y actores nuevos y diversos), la aparición de las comunidades eclesiales de base (cuyos miembros más activos asumen diversas tareas al servicio de su vida y misión), la nueva conciencia de Iglesia expresada en el Vaticano II (especialmente la Iglesia considerada como pueblo de Dios, en la que la condición cristiana común a todos los miembros acrecienta la diversidad de carismas, servicios y ministerios), así como el creciente deseo de participación civil y eclesial de laicos y laicas conscientes de su dignidad, capacidad y responsabilidad.[3]
Compartimos la visión de aquellos y aquellas que, en el análisis de la Iglesia actual, prefieren la categoría de «transformación» a la categoría de «crisis», para intentar dar cuenta de la situación desafiante en la que —en este «cambio de época» por el que está pasando el mundo— la Iglesia se encuentra: ella no está en crisis, sino que se halla —y esto es muchísimo más difícil y dramático— en una fase de transformación epocal.[4]
La lectura que haremos en este trabajo de los principales documentos magisteriales (universales, latinoamericanos y brasileños) sobre los nuevos ministerios será tradicional (en el sentido de que asienta sus raíces en el Nuevo Testamento y en los primeros siglos de la historia cristiana), crítica (pues se atreve a evaluar aquellos documentos, confrontándolos con los desafíos presentes) y prospectiva (en la medida en que avanza algunas propuestas a las que se consideran capaces de contribuir a una nueva configuración responsable de los ministerios eclesiales).
La evaluación crítica de ciertas afirmaciones de algunos textos del Magisterio no se plantea en el ámbito de la doctrina, sino en el de la formulación teológica. Vale, aquí, la famosa distinción explicitada por Juan XXIII en el discurso de apertura del Concilio: «Una cosa es la sustancia de la antigua doctrina, el depositum fidei, y otra la manera de formular su expresión; y de ello ha de tenerse gran cuenta —con paciencia, si necesario fuese— ateniéndose a las normas y exigencias de un magisterio de carácter predominantemente pastoral».[5]
La propuesta que se hará en la última parte de nuestra reflexión afecta a un aspecto de la disciplina eclesiástica y no toca ningún punto de la doctrina. Solo —por supuesto que es un «solo» de extensas y profundas consecuencias— propone una evaluación diferente de la de Pablo VI a la cuestión de la relación entre el celibato y el ministerio ordenado. Mientras que para Pablo VI y, aunque no con la claridad de su formulación, para una multisecular tradición disciplinar —a pesar de los desafíos, los cuestionamientos y las transgresiones— esta relación es de «conveniencia»,[6] nos atrevemos a plantear dos cuestiones. Primera: que esta conveniencia debe ser sometida a un bien mayor (la posibilidad de celebración regular de la eucaristía en las comunidades, hoy imposible o de difícil acceso para cientos de miles de comunidades).[7] Segunda: que la Iglesia —en las circunstancias actuales, en algunos lugares (que no se sabe a priori si serán muchos o pocos), y en comunidades probadamente sólidas, desde el punto de vista cristiano y eclesial— autorice la ordenación de aquellas personas que tengan condiciones para asumir el ministerio ordenado, aunque no tengan el don del celibato, como fue la práctica, durante muchos siglos, en la Iglesia antigua y en buena parte de la Iglesia medieval.[8]
1
UNA OJEADA A LOS ORÍGENES
Los ministerios de laicos y laicas no son, como a veces se piensa —por desinformación o por prejuicio— una novedad introducida por el Vaticano II.
En la Iglesia antigua, los laicos y laicas eran activos y asumían verdaderos ministerios. Pablo VI recordaba este hecho en la Evangelii nuntiandi, cuando, ante el florecimiento de nuevos ministerios en la década siguiente al Concilio, escribía: «Una mirada a los orígenes de la Iglesia es muy esclarecedora y aporta el beneficio de una experiencia en materia de ministerios, experiencia tanto más valiosa cuanto que ha permitido a la Iglesia consolidarse, crecer y extenderse».[1]
En primer lugar, las Iglesias del Nuevo Testamento, sobre todo las paulinas, testimonian una exuberancia de carismas, servicios y ministerios. ¿Quién no recuerda, por ejemplo, el clásico pasaje de 1 Cor 12,4-31?[2] Asimismo, nunca está de más recordar que el Nuevo Testamento desconoce las categorías «jerarquía» y «laicado» —introducidas más tarde en la teología cristiana—, por lo que no es legítimo, ni posible, buscar en los escritos inspirados cristianos lo que es propio y peculiar de los laicos y lo que es específico de la jerarquía.[3]
Tras los tiempos del Nuevo Testamento, a pesar de todas las dificultades planteadas por el paganismo y por el Imperio romano, las comunidades cristianas y sus miembros se mostraban incansables en la comunicación del Evangelio. Muchos, de hecho, actúan como misioneros: «Los cristianos no dejan de difundir la doctrina en todos los lugares habitados de la tierra. Algunos, por ejemplo, se entregaron a la tarea de recorrer no solo las ciudades, sino también pueblos y campos, para conducir hacia Dios a otros devotos».[4] En verdad, el cristianismo no podría haberse difundido tan rápidamente sin la presencia dilatada y el testimonio convencido de laicos y laicas[5] en todos los estratos de la sociedad romana. «No somos de ayer —desafiará Tertuliano— y ya llenamos todo lo que es vuestro: ciudades, islas, fortalezas, prefecturas, aldeas, los propios campos, tribus, decurias, palacio, senado, fórum; os dejamos solo los templos».[6]
Otros laicos se destacaron como apologistas, proponiendo la fe cristiana y argumentando a su favor y en contra de los elementos de la cultura griega y latina que se le oponían. Tales fueron, por ejemplo, el filósofo palestino Justino (100-163/167), que abre una escuela en Roma, donde escribe sus Apologías (del emperador Antonino Pío), Diálogo con Trifón (crítico en relación con los judíos) y el Discurso a los griegos (crítica de la cultura griega); Taciano (siglo II), asirio de nacimiento, griego por formación, que también abre una escuela en Roma, donde escribe el Discurso a los griegos (profundamente crítico de la cultura griega); los laicos atenienses Arístides (activo a principios del siglo II), autor de una Apología del emperador Adriano (o de Antonino Pío) y Atenágoras, autor de la apología Presbeia, dirigida a los emperadores Marco Aurelio y Cómodo.
Las escuelas catequéticas de Alejandría de Egipto y Cesarea de Palestina, donde actuaron laicos de primer orden, manifestaron una indiscutible altura teológica y tuvieron una profunda influencia en la vida y en la conformación de la Iglesia de los siglos III y IV, reflejada en las discusiones dogmáticas de los siglos siguientes. La primera fue fundada por el laico Panteno y tuvo como maestro al genial Orígenes (185-254); la segunda fue fundada en Cesarea de Palestina por el propio Orígenes. En estas instituciones, jóvenes paganos simpatizantes del cristianismo podían confrontar, bajo la guía de un teólogo de peso, cuestiones filosóficas con la propuesta cristiana, preparando así el terreno para su eventual acogida en la fe.[7]
Aunque de forma limitada y en contra de lo habitual, pero autorizados (cuando no incentivados) por sus obispos, algunos laicos llegaron incluso a tomar la palabra en las asambleas litúrgicas y a conducir la homilía; los casos más célebres son el del ya citado Orígenes y el de Agustín.[8] Las Constituciones Apostólicas, un texto legislativo del siglo VI, confirmando la práctica ya existente, prevén esta posibilidad: «El maestro, incluso siendo laico, siempre que tenga la experiencia de la palabra y sea honesto en su conducta, debe enseñar, pues “ellos serán todos enseñados por Dios”».[9]
Mientras tanto, los laicos ejercieron, generalmente, los ministerios más simples, como los de ostiario, acólito, exorcista y lector. Es bastante conocido aquel pasaje en el que, en una carta al obispo Fabio de Antioquía, escrita en el 251, el papa Cornelio enumera los ministerios existentes en ese momento en la Iglesia de Roma: «Por lo tanto, este defensor de la pureza del Evangelio tal vez no sabía que debe haber un solo obispo en una Iglesia católica en la que hay —y no podía ignorarlo— cuarenta y seis presbíteros, siete diáconos, siete subdiáconos, cuarenta y dos acólitos, cincuenta y dos entre exorcistas, lectores y ostiarios, y más de mil quinientas viudas y personas necesitadas, todos alimentados por la gracia y por la bondad del Soberano [Dios]».[10]
De hecho, esos ministerios, con una variante u otra, estaban presentes prácticamente en todas las áreas de la Iglesia, porque respondían a las necesidades reales de casi todas las comunidades.[11]
Más tarde, con la introducción progresiva del cursus clericalis, requerido por la gran afluencia de candidatos para el presbiterado que siguió al reconocimiento de la Iglesia como «religión lícita» por Constantino (Edicto de Milán, 313) y como «religión oficial» por Teodosio (Edicto de Tesalónica, 381), la recepción de estos ministerios —más tarde llamados «órdenes menores»— se convirtió en paso obligado para la recepción de «órdenes mayores», es decir, el subdiaconado, el diaconado y el presbiterado.
Conviene recordar que, en los primeros siglos, la persona recibía la ordenación al ministerio para el que había sido elegida (obispo, presbítero, diácono) sin pasar por una preparación formal y sin haber recibido y ejercido, necesariamente, otros ministerios. Por eso era también común el fenómeno de la ordenación en contra de la voluntad del candidato, que no se sentía llamado o apto para asumir esa responsabilidad: «El candidato para el ministerio episcopal o presbiteral no afirmaba —y discernía con la ayuda de guías sabios— tener “vocación”, ser llamado. En esa época no se concebía una vocación en el sentido moderno: Dios llama a alguien a la vida ministerial. Nadie se sentía llamado por una inspiración divina que necesitara evaluar y verificar de acuerdo con sus propias posibilidades y cualidades. La llamada al ministerio se manifestaba a través de la necesidad de la comunidad cristiana, que elegía a sus propios ministros. Quien llama directa y públicamente es la Iglesia que vive aquí y ahora. La voluntad de la comunidad reunida en oración es la manifestación concreta y controlable de que alguien es llamado por Dios al ministerio. Como el obispo Cornelio (251-253), fue elegido de Dei et Christi eius iudicio (Cipriano, Ep. 55, 8, 4). Agustín escribe: “El estado clerical lo colocó Dios sobre los hombros para un servicio a su pueblo, y es más una carga que un honor (clericatum per populum suum Deus imposuit cervicibus ipsius: magis onus est quam honor)” (Sermo 355, 6). Si la comunidad quiere que alguien sea ordenado, es Dios quien lo quiere. La voluntad del elegido no cuenta, ya que fue llamado de esta manera y no puede ni debe oponer resistencia. Si no se pone en contra de la voluntad de Dios. Además, la comunidad eclesial llama según la necesidad de ministros para el servicio pastoral, teniendo en cuenta su tamaño y su extensión en el territorio. No se es ordenado solo porque alguien se siente llamado. Pero Dios, a través de diversos signos, expresa su voluntad: la aprobación y los testimonios de la gente, el consentimiento unánime, la aprobación de los obispos de las Iglesias vecinas en el caso del ministerio episcopal».[12] El caso más famoso es el de Ambrosio, gobernador de las provincias romanas de Lombardía, Liguria y Emilia, en el norte de Italia, que, todavía catecúmeno, fue aclamado por el clero y por el pueblo como obispo de Milán, tuvo que acelerar el catecumenado y, tras la recepción de los sacramentos de iniciación, fue ordenado obispo inmediatamente.
Sin embargo —retomando la cuestión de los ministerios asumidos por laicos—, a medida que el clero va asumiendo un mayor número de tareas y responsabilidades dentro de la Iglesia «los colaboradores laicos tienden a desaparecer».[13] Esta, de hecho, parece haber sido la regla a lo largo de la historia: por lo general, no hay una distribución de las funciones de los ministros ordenados hacia los ministros no ordenados, sino una absorción;[14] lo que está sucediendo en la actualidad, en la que laicos y laicas asumen tareas tradicionalmente propias de los ministerios ordenados, denuncia, paradójicamente, en un sentido que explicaremos al final de este trabajo, una disfunción institucional, de la que la suplencia prácticamente generalizada, en mayor o menor grado, es solo un síntoma.