Jean Grondin
LA FILOSOFÍA
DE LA RELIGIÓN
Traducción de Antoni Martínez Riu
Herder
Título original: La philosophie de la religion
Traducción: Antoni Martínez Riu
Diseño de la cubierta: Claudio Bado
© 2009, Presses Universitaires de France, París
© 2009, Herder Editorial, S.L. Barcelona
1ª edición digital, 2014
ISBN: 978-84-254-3351-1
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Producción digital: Digital Books
Herder
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A Solange
Índice
Portada
Créditos
Dedicatoria
Introducción
I. Religión y ciencia moderna
II. El vasto campo de la filosofía de la religión
III. La esencia de la religión: un culto creyente
IV. El mundo griego
V. El mundo latino
VI. El mundo medieval
VII. El mundo moderno
Conclusión
Bibliografía
Notas
Información adicional
Introducción
Religión y sentido de la vida
La religión propone las respuestas más fuertes, antiguas y vivas a la cuestión del sentido de la vida. Por este motivo, no puede no interesar a la filosofía en la búsqueda de saber que ésta lleva a cabo. El objeto supremo de la mayoría de las religiones, Dios, representa, por su parte, una de las mejores respuestas a la pregunta filosófica sobre por qué existe el ser y no la nada, mientras que la otra respuesta posible consiste en decir que el ser surgió del azar. En la religión precisamente se ha articulado, y de un modo infinitamente variado, una experiencia de la vida que reconoce en ella un trayecto dotado de sentido, porque esta vida se inscribe en un conjunto que lleva una dirección y tiene un fin y un origen. Esta dirección y este origen pueden estar determinados por poderes naturales o sobrenaturales, por una historia que hoy podemos calificar de mítica, pero en todo caso se le reconoce a la vida estar sostenida por algo superior, que se constituye de un modo totalmente natural en objeto de veneración, culto y reconocimiento. Hay en ella una respuesta a la cuestión del sentido de la existencia, que siempre ha apasionado, y a veces también ha irritado, a la filosofía, de Platón a Bergson, Heidegger o Lévinas.
Sólo hay tres tipos de respuesta posibles a la difícil pero clamorosa pregunta por el sentido de la vida:
1) Las respuestas religiosas o espirituales en sentido amplio, aquellas que reconocen, de manera natural o reflexiva, que la existencia está religada (religare es una de las etimologías del término «religión» antiguamente propuestas, y poco importa que sea fantasiosa) a un poder superior; y no es un error decir que estas respuestas han prevalecido en la historia de la humanidad, en casi todas las culturas y épocas.
2) Hay respuestas laicas más recientes. No siempre rechazan la existencia de una trascendencia, pero apuestan ante todo por la bondad humana. Hay dos grandes variantes: una forma más utópica y humanista y una versión más hedonista e individual. La respuesta humanista a la pregunta por el sentido de la existencia aspira al mejoramiento de la condición humana. Quiere reducir el sufrimiento y luchar contra la injusticia, porque supone que la vida humana representa un fin en sí y que su dignidad merece ser defendida. En esta versión hay realmente respuestas del todo honorables, que constituyen la «religión» más o menos declarada de nuestras sociedades avanzadas, aunque presuponen todas las respuestas religiosas, de las que toman préstamos importantes al hablar de la dignidad humana o de la injusticia que hay que combatir, pero también cuando sueñan con una liberación que está por llegar.
Las respuestas más hedonistas, por su parte, proclaman que hay que disfrutar de esta vida porque es la única que se nos ha concedido. Con toda evidencia, está ahí presupuesta la respuesta religiosa, o más bien su ausencia: como no hay horizonte superior ni trascendencia, hay que aprovechar plenamente esta vida. La fuente de nuestra felicidad ha de ser, en esta versión, el placer o la felicidad inmediata. Agustín no se equivocaba cuando indicaba que también aquí se trataba de religión (De la verdadera religión, 38.69): quienes rechazan los bienes intemporales veneran de hecho las cosas temporales porque de ellas esperan la felicidad. No siempre se admitirá, pero hay en ello realmente una forma de «religión», es decir, un culto y una creencia en algo que nos hará felices.
3) Hallamos, en fin, «respuestas» a la pregunta por el sentido de la vida que consisten en decir que la vida no tiene sentido (o que la pregunta está en sí misma mal planteada). Pero, una vez más, si se juzga que la vida no tiene sentido o que es absurda, es porque se rechaza que posea un sentido religioso o trascendente, realmente creíble y verificable. Respuesta del desengaño, lúcida en ciertos aspectos, porque recoge la plena medida del mal y del incomprensible sufrimiento de la existencia, pero que no responde verdaderamente a la pregunta: ¿para qué vivimos?
En cuanto a los que juzgan que la pregunta está mal planteada, hay que interrogarlos acerca de cómo convendría plantearla. La pregunta puede expresarse seguramente de otra forma, pero no es posible concebir una existencia del homo sapiens, es decir, de un ser vivo consciente de su condición, que no se plantee, en el grado que sea, preguntas sobre el sentido de su breve permanencia en el tiempo, aunque tales preguntas deban quedar abiertas (y será así más para la filosofía que para la religión). En este sentido, Agustín decía, en el comienzo de sus Confesiones, que el hombre era un enigma para el hombre. La filosofía brota de ese enigma, sin ignorar que la religión busca darle respuesta.
La tarea de una filosofía de la religión es meditar acerca del sentido de esta respuesta y del lugar que ella puede tener en la existencia humana, individual y colectiva. La filosofía de la religión quiere ser por ello una reflexión sobre la religión, sobre su esencia y sus razones, o hasta sobre su sinrazón. Pero aquí el doble sentido del genitivo, o del complemento del nombre, en la idea de una «filosofía de la religión» nos da que pensar, en cuanto el genitivo en «el miedo del enemigo» (metus hostium) puede expresar a la vez el miedo que tenemos de los enemigos (genitivo objetivo) o el miedo que los enemigos tienen de nosotros (genitivo subjetivo). El propósito de una filosofía de la religión no es solamente reflexionar, desde la distancia, sobre un objeto particular, como se hace en una filosofía de la cultura, del arte, del derecho o del lenguaje. También el genitivo subjetivo requiere ser tomado en consideración: acaso haya algo parecido a una filosofía propia de la religión misma, una vía de sabiduría, si se quiere, que la filosofía, en su propia búsqueda de la sabiduría (es el sentido del término philo-sophía), no debe desdeñar y de la que tiene que aprender algo: ¿y si hubiera tal vez más sabiduría en la religión que en la filosofía misma?
I
Religión y ciencia moderna
La filosofía reconoce sin inconveniente alguno que la religión ofrece las respuestas más poderosas a la pregunta por el sentido de la existencia, pero sabe también que estas respuestas han perdido hoy día su evidencia. Pero no por doquier, por cierto, porque la nuestra es también una época de resurrección de lo religioso en diversas formas, a pesar del pronóstico, erróneo, de su próxima desaparición: ascensión poderosa de los fundamentalismos, protagonismo mediático de los papas y de las grandes figuras religiosas, proliferación de espiritualidades eclécticas, retorno de la religión en los países del Este (y también en China), hasta hace poco ateos, persistencia, en las sociedades avanzadas, de las preguntas últimas y de la creencia (en un sondeo del 2008, el 92 % de los norteamericanos decía creer en Dios).
Si se dice que la religión ha perdido su evidencia, es que se la mide según el patrón del saber experimental y científico, el cual se ha impuesto en los tiempos modernos como la vía privilegiada, si no exclusiva, de la verdad, y al cual la religión no puede realmente satisfacer, puesto que sus orígenes son más antiguos que la ciencia. La religión supone elementos de fe, de tradición, de rito, parece obedecer estrictamente al dictado de necesidades subjetivas y remitir a lo indemostrable: todos ellos son elementos que minan su credibilidad a los ojos de la ciencia moderna. Pese a permanecer fuerte, con una fuerza que parece formar parte de su misterio, la religión se ha convertido en un asunto cada vez más problemático a los ojos de la filosofía.
Mucho tiene que ver la conciencia histórica de los dos últimos siglos, con la innegable pujanza de relativismo que ella implica: nunca se ha tenido tanta conciencia de la multitud de religiones (en el momento actual se han contado más de 10 000 denominaciones) y de la diversidad de sus orígenes culturales e históricos. Esto tiene como efecto la relativización del mensaje religioso mismo: ¿cómo se puede sostener que una sola religión encarna la vía privilegiada de la salvación? Las religiones que lo hacen, las que insisten en la unicidad y el carácter sobrenatural de la revelación a la que se remiten, tal como les invita a hacer su tradición, corren el riesgo de aparecer, a causa de esta relativización histórica, difícilmente rechazable, por otra parte, como crispaciones y reacciones algo desesperadas.
Ciertamente, se habla mucho, pero desde hace poco, de la «experiencia religiosa», precisamente debido al ascendiente que ejerce el modelo científico, pero la ciencia tiende a ver en esa experiencia una forma débil de saber, que se apoya en la simple creencia o en la apuesta, para hablar como Pascal. Pero ya el hecho mismo de hablar de «apuesta» presupone un modelo matemático muy apreciado por la ciencia moderna, el del cálculo de probabilidades, como lo sabía también Pascal: ante la eternidad que nos espera y la duración irrisoriamente corta de nuestra vida, es mejor aceptar el riesgo de la fe, que tiene el mérito de ofrecer un consuelo aquí y ahora, a la vez que nos promete una felicidad eterna, que no cabe comparar con la felicidad y el consuelo que uno puede esperar en esta vida: «Y así, nuestra proposición tiene una fuerza infinita cuando hay que aventurar lo finito [...] y [...] se puede ganar lo infinito» (Pensamientos, fr. 233 [Brunschvicg]). Aquí se presupone el marco de la ciencia moderna con sus exigencias de cálculo y rentabilidad. La religión se considera aquí, hasta cierto punto, como si fuera una «hipótesis» (científica), que algunos adoptan porque responde a sus necesidades más o menos confesadas, pero que otros rechazan porque dicha hipótesis no satisface en absoluto las normas de la ciencia. La religión aparece entonces como un asunto privado o subjetivo, que depende de los gustos, o de las apuestas, de cada uno. Porque el conocimiento «objetivo» de la realidad procede sólo de la ciencia.
1. El nominalismo del mundo contemporáneo
El horizonte del pensamiento, bastante reciente, que ve en la religión una construcción cultural que se añade a una realidad, a la que únicamente la ciencia física sería capaz de conocer, es propio del nominalismo. El nominalismo es una respuesta a la cuestión de saber qué existe en realidad: «existir», para el nominalismo, es ser más bien que no ser, es decir, estar realmente en el espacio, existencia que nuestros sentidos atestiguan y que nuestros instrumentos pueden medir. Esta mesa o ese libro existen, por ejemplo, porque yo los veo ante mí. No siempre somos conscientes de ello, pero la noción de existencia que propone el nominalismo es relativamente reciente. Para el nominalismo sólo existen realidades individuales, materiales, perceptibles, por tanto, en el espacio y en el tiempo. Así, para el nominalismo, las mesas y las manzanas existen, pero los unicornios, los ángeles o Papá Noel no existen; son ficciones. Las nociones universales tampoco existen, son sólo nombres (nomina, de donde viene su apelativo) que sirven para designar a un conjunto de individuos que poseen tal o cual característica común, individualmente observable.[1] Hay ahí una visión de las cosas tan evidente y que determina de manera tan poderosa nuestro pensamiento, que nos olvidamos de que se trata de una concepción muy particular de la existencia: la que da prioridad exclusiva de ser a la existencia individual y contingente.
Hay por lo menos otra concepción del ser que es más antigua y contra la cual se elaboró pacientemente la concepción nominalista. Según la perspectiva de la concepción moderna y nominalista, y a fortiori para nuestro tiempo, que es una época de un nominalismo incondicional, se trata de una concepción que parece sumamente extraña. Es la concepción que comprende el ser no como existencia individual, sino como manifestación de la esencia, cuya evidencia sería anterior. Esto nos parece incongruente porque, para nosotros, la esencia es segunda, se sobreañade, por abstracción, a la existencia individual. Pero esta concepción fue propia de los griegos, de Platón sobre todo, para quien lo individual posee una realidad de segundo grado. Lo individual es efectivamente de segundo grado con relación a la evidencia más luminosa de la esencia (o de la especie, puesto que se trata del mismo término griego: eidos) a la que representa: así, por ejemplo, un ser humano o una cosa bella no son sino la manifestación (¡aunque efímera!) de una esencia o de una especie. La esencia, como indica perfectamente su nombre (esse), encierra el ser más completo, porque es el más permanente.
Esta concepción, que nos parece tan insólita, se mantuvo sin embargo en el pensamiento occidental hasta el final de la Edad Media. Empezó a ser criticada por los autores denominados nominalistas, entre ellos Guillermo de Ockham (finales del siglo XIII-1350). No deja de ser irónico que su motivación fuese en principio teológica: consideraba que la omnipotencia divina, de la que el Medievo tardío tenía una conciencia viva, parecía incompatible con un orden eterno de esencias, que de alguna manera sería una suerte de límite de la omnipotencia. Si Dios es omnipotente, puede en cualquier momento alterar el orden de las esencias, hacer que el hombre sea capaz de volar o que los limoneros produzcan manzanas. Para Ockham, las esencias no son, pues, sino nombres que sucumben a su proverbial navaja.
Esta concepción fue impugnada en su época (entre otras cosas porque parecía incompatible con el dogma de la eucaristía, en la que la transformación de la esencia es crucial), pero ha terminado, de un modo lento pero seguro, triunfando en la época moderna hasta el punto de eclipsar totalmente la otra manera de ver la existencia. De modo que no existen, para la modernidad, más que entidades individuales y materiales. Conocer estas realidades, ya no es conocer una esencia, sino constatar regularidades o leyes en el seno de las realidades individuales, puestas como primeras. Esta concepción de la existencia impregna de parte a parte la ciencia moderna, y no sorprende que haya dominado su pensamiento, que puede llamarse «político», en el que la preeminencia del individuo se impone cada vez más como la única realidad fundamental.
Este nominalismo va a la par con la atención que la ciencia moderna presta a lo inmediatamente comprobable. Los conceptos y las ideas que interesaban a la ciencia tradicional se han vuelto todos dudosos y segundos. Incluso las ciencias humanas, que han pasado a ser «sociales» en el transcurso de este proceso, tienen necesidad de positividades individuales y espacialmente observables. Las ideas no son ya manifestaciones del ser, sino hechos de sociedad, que imaginamos pueden ser objeto de una observación empírica. Se calca aquí en las ciencias humanas una concepción del ser evidentemente tomada en préstamo de las ciencias de la realidad física (a la que se reduce en lo sucesivo todo ser).
Ni que decir tiene que este nominalismo se muestra particularmente ruinoso para la religión y para una justa comprensión de ella. ¿Es una perogrullada decir que, en un marco nominalista, las realidades de la religión —la existencia de lo divino, por ejemplo— han de constituir un problema? ¿Existe Dios como existe una manzana o una hormiga? Ciertamente no. En consecuencia, Dios no existe para una cierta modernidad, o existe únicamente como una superstición inventada por el cerebro humano.
La concepción que hacía del ser, o de la existencia, una manifestación de la esencia, por extraña que pueda parecer, no padecía esas dificultades, porque para ella la existencia individual y contingente era siempre algo derivado. La existencia de lo divino no constituía, pues, ningún problema para esa concepción, porque ella era primera. En cuanto a la fe, era menos una cuestión de elección personal del individuo que un atenerse a la evidencia de la esencia divina, un saberse envuelto por su fidelidad, que no tenía nada que ver con una decisión que fuera ante todo nuestra.
Una filosofía de la religión no puede ignorar este horizonte nominalista, el propio también de la ciencia moderna, que hace de la religión un asunto problemático. Pero aquélla sabe también que la religión es más antigua que la ciencia (cuya aparición fomentó entre los griegos al enseñar que el mundo formaba un cosmos ordenado) y que por consiguiente se articuló independientemente de ella. La ciencia tampoco ignora que esas formas digamos arcaicas de lo religioso sobreviven con relativa facilidad en la era de la ciencia, mientras que otras formas de saber, de experiencia o de fe que pueden denominarse precientíficas no han sobrevivido: subsisten, si acaso, aquí o allá, pero prácticas como la astrología o la alquimia casi han desaparecido. La modernidad ha pensado durante mucho tiempo, y piensa a veces todavía, que a la religión le espera la misma suerte. Pero esto no se ha producido. La religión sigue siendo una forma muy viva y poderosa de existencia humana. Esta sorprendente vitalidad de lo religioso en el mundo contemporáneo, en el que los grandes líderes morales, de Gandhi a Juan Pablo II, pasando por Martin Luther King, Elie Wiesel, Óscar Romero, el dalái lama, la Madre Teresa de Calcuta y el abbé Pierre, son frecuentemente personajes religiosos, da que pensar. ¿A qué se debe esta fuerza de lo religioso, cuya actualidad no parece estar desmentida, sino todo lo contrario? Por lo menos, se puede decir que es testimonio de una experiencia de la vida que excede el marco restringido del nominalismo.
homo sapiens
I
Time XXy hasta del segundo milenio, lo cual no es decir poco. En un texto muy célebre, y también muy claro, aunque muy poco conocido, dice: «Sostengo que el sentimiento religioso cósmico es el motivo más fuerte y el más noble de la investigación científica». Texto desconcertante para algunos, pero que no se debe a la pluma de un científico de poca monta, ni al más piadoso del mundo (Einstein era judío, pero no muy practicante, incluso nada practicante). Más tarde explicó el sentido de ese sentimiento religioso cósmico: «Si hay algo en mí que pudiera ser llamado “religioso” sería mi admiración sin límites por las estructuras del universo en la medida en que puede ponerlas de manifiesto nuestra ciencia».
Mein Weltbild [Mis ideas y creencias]
No entraremos aquí en un debate con las ideas de Einstein o de Lemaître, pero mantendremos que muchos de los mejores científicos están lejos de excluir toda perspectiva religiosa. Pero nos parece igualmente importante subrayar que no lo hacen en calidad de científicos, esto es, apoyándose en resultados de investigación constringentes. Cuando Einstein habla del sentimiento religioso cósmico, lo hace como filósofo. Hace entonces filosofía de la religión, y no filosofía de la ciencia. Pero también es obligado ver que eso mismo hacen los científicos más nominalistas, sin duda más numerosos, que estiman que la ciencia vuelve caduca toda forma de religión, al ser ésta reducible a una forma de superstición. Para ellos, no hay diferencia real entre la cienciología, el islam o el cristianismo: se trata de visiones erróneas de lo real que abusan de la credulidad de la gente.