Colección: Breve Historia
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Título: Breve Historia de las Guerras Carlistas
Autor: © Josep Carles Clemente
Copyright de la presente edición: © 2011 Ediciones Nowtilus, S. L.
Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madrid
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Responsable editorial: Isabel López-Ayllón Martínez
Diseño de cubierta: Onoff Imagen y comunicación
Imagen de portada: Reproducción del óleo sobre lienzo de Augusto Ferrer-Dalmau titulado Calderote y cedido por Historical Outline S. L.
ISBN: 978-84-9967-171-0
Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece pena de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.
A mi nieta Ariadna,
alegría del presente y
esperanza del futuro.
Con todo el afecto.
Cita
Introducción
Capítulo 1. Los orígenes del conflicto carlista
Fernando VII, el rey felón
Cuestión sucesoria y modelo liberal burgués
Los reyes de la dinastía carlista
Los últimos años de Fernando VII
Configuración del bando carlista
Infante Don Carlos, el integrista disidente
Capítulo 2. La Primera Guerra Carlista
Un funcionario de correos enciende la mecha
La guerra del Tío Tomás
Capítulo 3. La Segunda Guerra Carlista, la de los madrugadores
El conde de Montemolín o Carlos VI
El levantamiento de los Matiners
Tácticas guerrilleras
Unión de carlistas y progresistas
Capítulo 4. La Tercera Guerra Carlista
El mito militar carlista: Carlos VII
El Acta de Loredán
A la segunda va la vencida
El error de la toma de Bilbao
Derrota definitiva y retirada a Francia
Capítulo 5. Jaime III y las consecuencias de la derrota militar
Soltero, por decreto
Los tres períodos del «jaimismo»
La guerra europea y la traición de Vázquez de Mella
Capítulo 6. Conspiración para otra guerra civil: la de 1936 - 1939
Alfonso Carlos I, el zuavo pontificio
Retorno de integristas y tradicionalistas
La conspiración: el requeté en armas
La Guerra Civil de 1936 - 1939
Los dos proyectos: el carlista y el de los militares
La negociación con el general Mola
El acuerdo y las motivaciones de la colaboración con los militares
Organización y dimensión de la participación de los requetés
Recuento final y consecuencias de la participación en la Guerra Civil
Capítulo 7. Retratos populares del carlismo
Zumalacárregui, el Tío Tomás
General Savalls
Ramón Cabrera, el Tigre del Maestrazgo
Don Javier de Borbón Parma
General Miguel Gómez
Doña María de las Nieves de Braganza y Borbón
Juan Castells, Gravat de Ager
Benito Tristany, Mosén Benet
Manuel de Santa Cruz, el cura Santa Cruz
Ramón M.ª del Valle Inclán
Manuel Fal Conde
Doña María Teresa de Borbón Parma, la Princesa Roja
Retablo de traidores
Esteban Bilbao, el presidente de las Cortes de Franco
Antonio Iturmendi, el ministro de Justicia del Régimen
Conde de Rodezno, el traidor por unas alcaldías
Antonio M.ª de Oriol y Urquijo, protector de la solución monárquica de Franco
María Rosa Urraca Pastor, la enfermera de Franco
Ramón Forcadell, el chico para todo
José Miguel Ortí Bordás, el sostenedor del seu
Antonio de Cora y Lira, el almirante «carloctavista»
Agustín de Asís y Garrote, el carlo-falangista
José María Valiente, el carlo-cristiano de Franco
José M.ª Arauz de Robles, el modelo de francojuanista
José Luis Zamanillo, el requeté franquista
Miguel Fagoaga, el franquista tardío
José Luis Marín García-Verde, el Hombre de la Gabardina
José Arturo Márquez de Prado, el «sixtino» franquista
Francisco Guinea Gauna, el alférez provisional del dictador
Ramón Gassió Bosch, el jefe «carloctavista» en Cataluña
Ignacio y Joaquín Baleztena, caciques de Franco en Navarra
María Teresa Aubá, la Margarita de Franco
Apéndice documental
Ley de Sucesión de 1713
Pragmática Sanción sobre la sucesión a la Corona
Declaración de Fernando VII sobre la cuestión de la sucesión
Carta de Don Javier de Borbón Parma a los requetés
Manifiesto de Estoril
Ley de Sucesión de Franco
Carta de don Javier al general Franco
Palabras de don Carlos Hugo en Montejurra
Alocución de don Carlos Hugo al ser expulsado de España
Cronología carlista 1833-2009
De los orígenes a la proclamación de la Segunda República Española
Desde la era republicana hasta la transición a la democracia
Cabeceras de publicaciones carlistas
Bibliografía básica carlista
Contracubierta
Se puede engañar a parte
de la gente todo el tiempo o a
toda la gente parte del tiempo,
pero no se puede engañar a toda
la gente todo el tiempo.
Abraham Lincoln
Este es un texto que trata de las guerras civiles en las que ha intervenido el carlismo. Las tres guerras propiamente carlistas: la primera, de 1833-1839, la llamada de los Siete Años; la segunda, o de los Matiners de 1846-1848; y la tercera, la de Carlos VII, de 1872-1876; así como la Guerra Civil española de 1936-1939. Todas se liquidaron con sendos fracasos. La de 1936-1939 fue la peor, ya que consiguiendo los militares la victoria sobre el Ejército republicano, los carlistas aun luchando al lado de los «nacionales» perdieron la paz y se vieron relegados al ostracismo y a la persecución por el Régimen del general Franco, que optó por la Falange. La causa de ello fue que el carlismo se opuso, desde el principio, a que España se convirtiera en un Estado fascista o totalitario.
En el capítulo inicial se da cuenta de los orígenes del carlismo para enmarcarlo en lo que será su historia bélica. En los siguientes, del primero al sexto, se narran las cuatro guerras en las que tomó parte. Cerrándose el trabajo con dos apéndices: una cronología completa, de 1833 a 2009 y una bibliografía básica e indispensable para conocer el carlismo.
Los que, de un modo u otro, nos dedicamos profesionalmente a la investigación histórica solemos tropezar con bastante frecuencia con algunos hechos que nos hacen dudar muy seriamente del trabajo de los colegas precedentes.
Hechos como el de que ciertas fuentes documentales estén cerradas a cal y canto y sólo puedan acceder a ellas profesionales consagrados o personas por ellos recomendadas.
Consejos como el de que los historiadores no deben investigar el presente, porque los hechos todavía están muy cercanos y viven aún los protagonistas.
Actitudes como la de que uno debe escribir la historia bajo el punto de vista objetivo y jamás subjetivo.
Constancia de que si se desea ingresar en la universidad para realizar tareas docentes, lo más conveniente, se dice, es ponerse a la sombra de un catedrático y serle servicial durante un tiempo prudente.
¿Quién puede negar que estos hechos, consejos y actitudes se constatan normalmente en nuestras aulas y laboratorios?
Es triste reconocerlo pero esta realidad es cierta. Nos rodea la ortodoxia por todas partes. El moho académico está acabando por enfriar los ánimos más apasionados para realizar una tarea científica e investigadora sin trabas de clase alguna. Sólo hay libertad para investigar dentro de unos moldes fijados de antemano.
Pero los que pensamos que la libertad no tiene fronteras y mucho menos en el campo de la investigación histórica, a veces tenemos la alegría de constatar que no estamos solos y otros colegas piensan lo mismo.
Esto viene a cuento porque desde distintos sectores se ha repetido con frecuencia que el carlismo no ha sido suficientemente estudiado. Este asunto, pese a ser antiguo, no ha encontrado un nivel de investigación comparable al del movimiento obrero español, por ejemplo, o a otros procesos históricos más modernos.
Y con semejante carga polémica. Tampoco ha sido tratado, por lo general, de la única manera que su valoración histórica puede progresar: a base de documentación —y no de los escritos— contenida allí donde el movimiento fue incontestable (Navarra, País Vasco, Cataluña, Valencia) o representativo (Aragón, Castilla, Galicia o Andalucía).
El carlismo ha de estudiarse con un criterio historiográfico completamente diferente al tradicional o usual y factible en otros temas: como idea fuerza, como movimiento de masas en relación con las estructuras socioeconómicas, y en sus experiencias de gobierno. Es inútil explicarlo a base de conceptos políticos extraídos de libros polémicos. Por eso todavía está por explicar convenientemente. De ahí que sea improbable que el fenómeno pase del terreno polémico sin un nuevo enfoque en las investigaciones.
El carlismo, quizá a causa de su carga polémica o por otros aspectos de los siglos XIX al XXI, ha llamado más la atención a los historiadores contemporáneos. No ha sido un tema tratado con la amplitud ni la claridad merecida. En este sentido, el presente libro pretende ser una modesta aportación para llenar este vacío científico.
El Espinar (Segovia), 2010
La falla producida, en el Antiguo Régimen, por la invasión napoleónica, la pasividad y el abandono de las autoridades locales y provinciales, ante el moderno Ejército francés, propició la entrada en la escena española de una serie de corrientes que habían sido despreciadas y arrinconadas por los godoyistas. La inteligencia del país se hallaba dividida: en primer lugar, los que todavía creían en el retorno puro y simple de las instituciones del Antiguo Régimen, sin cambios ni retoques, por superficiales que fueran; en segundo lugar, los llamados afrancesados, que veían en Francia un modelo aplicable a España; en tercer lugar, los que, aceptando el imposible retorno del despotismo ilustrado, veían en la tradición monárquica española soluciones aceptables, y, por último, los que creían en un modelo de corte reformista que propiciara la revolución industrial indispensable para el desarrollo de sus intereses, mediante la redacción de una Constitución burguesa.
La guerra contra los invasores franceses transcurría de una forma anárquica y sin dirección posible. Las victorias españolas se debían bien a la ayuda del ejército expedicionario inglés de Wellington, bien a las prudentes retiradas de las fuerzas napoleónicas. Mientras los españoles se batían a muerte en los campos de batalla, Fernando VII felicitaba a Napoleón por sus victorias en el suelo patrio. Incluso, de una forma voluntaria y espontánea, pidió al emperador ser aceptado como hijo adoptivo. Esto último era solicitado en los mismos días en que los ejércitos franceses estaban culminando la ocupación de Andalucía y un puñado de españoles acorralados en Cádiz organizaba la reapertura de las Cortes y se disponía a derramar hasta la última gota de sangre por el retorno de quien creían su leal y valiente rey. El cinismo, la doblez y la cobardía del «rey deseado» todavía daría, en el futuro, innumerables muestras de su peculiar agradecimiento al pueblo español con la más abyecta y traicionera de las conductas.
La obra de las Cortes de Cádiz hace ver claro a los defensores del Antiguo Régimen que el sistema liberal-burgués perjudica en demasía sus intereses y no dudan en incitar a la Iglesia, todavía más perjudicada que ellos, para arremeter contra las Cortes. Llega un momento —con motivo de la campaña electoral para las Cortes ordinarias de 1813— en que los liberales temen perder el control del poder, ante la intensa actividad de los eclesiásticos.
Napoleón, ante el signo desfavorable de la guerra en España, decide devolver el trono a Fernando VII. Y ante el anuncio del regreso del monarca, los absolutistas se mueven diligentemente y traman una alianza con el Deseado para devolverle el poder absoluto y eliminar, así, a los enemigos.
Pero las cosas no iban a resultar tan fáciles. Algo había cambiado en España. El motín de Aranjuez, de 1808, había mostrado que la presión popular, más la acción de los agitadores profesionales, podía derribar un rey. El dilema radicaba en qué pensaba hacer Fernando VII. ¿Iba a aceptar integrarse en el sistema legislado en Cádiz? ¿Iba a inclinarse hacia los deseos de los antiguos privilegiados? Se lo piensa y primero tantea el terreno. Ante todo, quiere conservar su trono y observa cómo se desarrollan los acontecimientos en España.
En la sesión de Cortes del 3 de febrero de 1814 se fijan las condiciones del retorno del monarca al país. Allí saltan las primeras chispas. El diputado por Sevilla, López Reyna, interviene y dice:
Cuando nació el Sr. D. Fernando, nació con un derecho a la absoluta soberanía de la nación española. Cuando Carlos IV abdicó la corona, Fernando VII adquirió el derecho a ser rey y señor de su pueblo. Después de que se presente el Sr. D. Fernando VII a la nación española y vuelva a ocupar el trono de los españoles, es indispensable que siga ejerciendo la soberanía absoluta desde el primer momento que pise la frontera.
Podemos imaginar el alboroto que se produjo. El diputado fue expulsado de las Cortes. La citada intervención no era un síntoma aislado, sino que detectaba una serie de planes paralelos para hacerse con el poder. Uno de ellos era la sustitución de la Regencia, demasiado liberal, por otra presidida por la infanta Carlota y los consejeros de Estado, Castaños y Villamil. Al mismo tiempo se estaba preparando una insurrección en la que aparecían como implicados el presbítero José González Falcó y Juan Garrido, apoyados en la sombra por diputados y destacadas personalidades.
Por aquella época ya se estaba redactando un documento que llegaría a ser famoso y que pasó a la historia con el nombre de Manifiesto de los Persas, documento destinado a servir de pretexto para un futuro golpe de Estado absolutista y cuya redacción acabó el 12 de abril.
El general Copons recibe a Fernando VII en la frontera, le entrega el decreto y le escolta hasta Gerona. Desde este momento, los liberales pierden el control del rey. Las autoridades civiles y militares no colaboran con el Gobierno. El general Palafox se une en Reus a la comitiva regia y le aconseja que vaya a Zaragoza: primera violación del decreto. El 11 de abril se reúnen en Daroca los consejeros del rey y la mayoría opina que Fernando VII no debe jurar la Constitución. Mientras tanto, los periódicos controlados por los absolutistas preparaban el terreno para el retorno del absolutismo, lanzando soflamas contra los «traidores liberales». El día 15, entre Segorbe y Valencia se encuentran el general Elío y Fernando, quien al frente de sus tropas deja traslucir su pensamiento absolutista. El 16 por la tarde entra triunfalmente en Valencia y el presidente de la Regencia, el cardenal de Borbón, le entrega un ejemplar de la Constitución, y Mozo de Rosales, el Manifiesto de los Persas.
También llegan a Valencia Pérez Villamil y Lardizábal, que le entregan al rey un borrador del decreto de 4 de mayo, que restablece la monarquía absoluta. El 23 de abril, el duque de San Carlos ya había informado al embajador inglés que Fernando no juraría la Constitución. El golpe de Estado estaba en marcha. Fernando VII nombra capitán general de Castilla la Nueva a Eguía, con la orden de ocupar Madrid con el apoyo del general Elío y sus tropas. El 10 de mayo, por la noche, empieza la represión: diputados y personalidades liberales son sacados de sus camas y llevados a la cárcel. A la mañana siguiente se cierran las Cortes y se hace público el decreto del 4 de mayo por el que se declaraba nulo todo lo legislado por los liberales. Ninguna institución ni decreto quedó en pie, si exceptuamos la Junta de Crédito Público y el decreto de las Cortes por el que se suprimía el tormento. Se restablecieron paulatinamente los Consejos de Estado, Indias, Real, Inquisición, Hacienda y Órdenes.
Ante este panorama no es de extrañar, pues, que el país fuera de mal en peor. El Estado volvió a adquirir una estructura casi feudal, la Hacienda cayó en un pozo sin fondo, la corrupción se convirtió en norma y los favoritismos en ley.
El tema con el que se iba a producir la cota más alta de la crisis política sería el del problema sucesorio. Este intrincado tema está lleno de complejos y enrevesados razonamientos jurídicos tanto de una parte como de la otra. Después de su cuarto matrimonio con María Cristina, Fernando VII tuvo descendencia femenina: la infanta Isabel. Don Carlos declaró que no la aceptaría como reina. Maniobras y contramaniobras palaciegas, así como importantes presiones de potencias extranjeras, hacen dudar a Fernando que, finalmente, se decide por su hija. Don Carlos se exilia a Portugal y no tomará iniciativa importante mientras viva el rey. Al mismo tiempo, desde Madrid se toman las medidas necesarias para depurar el ejército regular, los ayuntamientos y los órganos administrativos, de elementos proclives a don Carlos. Los moderados se hacen con los resortes del poder. La noticia de la muerte del rey es la espoleta que pone en marcha la Guerra Civil, la llamada Primera Guerra Carlista. La crisis política había tocado fondo.
El término burguesía proviene del francés bourgeoisie, y los autores de la época lo entendían como la clase de ciudadanos que, poseedores de los instrumentos de trabajo o de un capital, trabajaban con sus propios recursos y no dependían de los demás.
El negocio colonial y el tráfico marítimo, fundamentados en las transacciones comerciales, fueron la base de su enriquecimiento. La política de los ilustrados favoreció su expansión, pero, al producirse la crisis colonial, el monopolio se derrumbó. Su alianza tácita con el Antiguo Régimen se rompió, alianza que había dado sus frutos políticos hasta 1808. La burguesía se había mostrado indiferente ante la Revolución francesa, hecho no tan sorprendente si nos atenemos a los resultados de su próspero monopolio del mercado colonial, que le garantizaba la monarquía absoluta. Al fallar y perder el mercado ultramarino, la burguesía comprendió que la solución de la crisis radicaba en orientar sus actividades en su propio país. Para ello necesitaba hacer imperiosamente una serie de reformas que el Antiguo Régimen no aceptó. Pedían la eliminación de una serie de trabas institucionales que favorecieran la articulación de un mercado nacional, inexistente hasta la fecha, que fomentase un desarrollo económico integrado, agrario e industrial.
Josep Fontana (Cambio económico y actitudes políticas en la España del siglo XIX, Barcelona: Ariel, 1973, pág. 84 y ss.) ha realizado un agudo análisis de este proceso y llega a la conclusión de que la crisis de la economía española, producida por la pérdida de los mercados coloniales, condujo a la burguesía a preocuparse por los problemas globales de desarrollo del país:
Hasta finales del siglo XVIII, gracias al disfrute del mercado colonial, pudo vivir al margen de estas preocupaciones, pero después de 1814 había llegado un momento en que, para proseguir su crecimiento, le era necesario asentarlo sobre el de España, y para ello necesitaba promover la transformación y, previamente, desbloquear los obstáculos que la supervivencia del Antiguo Régimen oponía al crecimiento general, liberando la fuerza productiva latente en una agricultura dominada por manos muertas y mayorazgos, por diezmos y rentas señoriales. Era perfectamente lógico, por tanto, que la burguesía se encontrase enfrentada con el aparato del gobierno del absolutismo, por su ineficiente política económica, y enfrentada también al régimen señorial, cuya persistencia obstaculizaba el progreso general y, por ello, su propio progreso.
Fontana, además, apunta perspicazmente que no es un azar que estos hombres tengan tras de sí al proletariado urbano que dependía de ellos (y que se opone claramente al enemigo común que representa el Antiguo Régimen, engendrador de crisis y miseria, y a sus patronos) y se aproximan al campesinado, con el que se hallan de acuerdo en la lucha contra el régimen señorial.
La versatilidad de la burguesía y su pragmatismo le impulsó a realizar las alianzas de cada momento para alcanzar sus objetivos. Si primero prosperó a la sombra de la política de los «ilustrados», más tarde abandonaría esta táctica para iniciar el asalto al Antiguo Régimen enfrentándose al poder, aliada con el campesinado. Es la etapa que va desde 1814 a 1820. Su lucha contra el absolutismo le confirió un papel de líder entre los sectores populares, un liderazgo sobre el papel de tipo revolucionario pero reformista en la práctica. La burguesía no llegaría nunca a consumar su proceso revolucionario. Política y socialmente se decantó hacia las actitudes conservadoras. Una vez instalada en el poder, se inclinaría a los viejos estamentos de tipo feudal, con tal de conservar sus propios intereses y, fundamentalmente, el «orden» social y económico del liberalismo. La resistencia al modelo de sociedad burguesa provino, entre otros, después de 1820, del pequeño campesinado español que en 1833 será uno de los sectores que definitivamente se inclinará por el bando carlista.
Al alumbrar el primer tercio del siglo XIX, la burguesía no formaba un cuerpo homogéneo. Existían diversas burguesías peninsulares: la periférica y la interior. J. J. Vicens Vives (Historia económica de España, Barcelona: Vicens Vives, l972, págs. 463 y ss.) las ha detectado instaladas en algunos lugares característicos:
Una de ellas es Cádiz, emporio de los grandes comerciantes nacionales y extranjeros; otra es Barcelona, la única ciudad donde se asiste al desarrollo de una burguesía industrial específica. Detrás quedan Valencia, donde se combinan maestros gremiales y comerciantes; Madrid, cuya capitalidad comporta el estrato social de asentistas (o sea de arrendatarios de servicios públicos), comerciantes al por mayor y maestros agremiados, y los puertos del norte (Bilbao, Gijón), sólo se dan atisbos de la nueva corriente social.
El éxito económico de la burguesía ya había propiciado en la época de Carlos IV la posibilidad de que la nobleza se incorporara a las actividades mercantiles e industriales, hecho que hasta entonces era legalmente incompatible. Una Real Cédula de 18 de marzo de 1783 señalaba que ningún oficio era valladar para obtener la hidalguía, y que la práctica honrada del mismo durante tres generaciones podía promover a la nobleza. Esta Real Cédula se había promovido a instancias de la Sociedad Matritense de Amigos del País y beneficiaba a ambos lados. A la nobleza, porque se incorporaba a la obtención de pingües beneficios que reportaban las especulaciones industriales y mercantiles, y a la burguesía, porque le posibilitaba el ascenso en la escala social.
De momento, mantengamos estos escuetos datos sobre la burguesía, o las burguesías, hispana. Más adelante veremos que la atomización de las burguesías españolas, producto de la no coincidencia de los ejes desarrollo económico/desarrollo político, periferia contra meseta, pacto tripartito entre la burguesía. Cerealistas y terratenientes de Castilla, Andalucía y Extremadura y aristocracia absolutista, y polémica proteccionismo-librecambismo van a señalar las contradicciones del movimiento burgués y liberal. Contradicciones que conducirán al fracaso de la revolución burguesa, producto de la no consolidación de la revolución industrial. Pero antes, la alianza burguesía liberal/aristocracia latifundista conseguiría derribar, con la monarquía como árbitro, el sistema del Antiguo Régimen. Y el lógico proceso de la revolución campesina no iba a cuajar. J. Fontana (ob. cit. pág. 26 y ss.) ha visto clara esta evolución y afirma que:
Los intereses del campesinado fueron sacrificados y amplias capas de labriegos españoles (que anteriormente vivían en una relativa prosperidad y vieron ahora afectada su situación por el doble juego de la liquidación del régimen señorial, en beneficio de los señores y del aumento de los impuestos) se levantarían en armas contra una revolución burguesa y una reforma agraria que se hacían a sus expensas y se encontrarían, lógicamente, del lado de los enemigos de estos cambios: del lado del carlismo.