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BREVE HISTORIA

DE
ROMA

BREVE HISTORIA

DE
ROMA

Miguel Ángel Novillo López

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Autor: © Miguel Ángel Novillo López

Director de la colección: José Luis Ibáñez Salas

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece pena de prisión y/o multas, además de las corres pondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

Fecha de edición: Febrero 2012

A Bruno,
quien acaba de comenzar su historia.

Índice

Prólogo

Capítulo 1. Las bases de la civilización romana

Introducción

El Neolítico

La Edad de Bronce

El fenómeno de la indoeuropeización

La Edad de Hierro y el villanoviano

Los pueblos itálicos

La colonización griega

Los orígenes del pueblo etrusco

El pueblo etrusco

Capítulo 2. La fundación de Roma y los orígenes de la monarquía romana

Los orígenes de Roma

Los reyes legendarios

El primer ordenamiento

Capítulo 3. La Roma etrusca y los reyes históricos

Tarquinio Prisco

Servio Tulio

Tarquinio el Soberbio y el fin del régimen monárquico

Capítulo 4. Los orígenes de la República romana y las claves del conflicto patricio-plebeyo

Los orígenes de la República romana

Los inicios de la República romana

Roma: dueña de la península itálica

El conflicto patricio-plebeyo

Capítulo 5. La constitución republicana y el Estado patricio-plebeyo

Introducción

Un nuevo orden social

Las magistraturas

El Senado

Las asambleas

Capítulo 6. Señora del Mare Nostrum

Cartago: una nueva amenaza para Roma

La Primera Guerra Púnica (264-241 a. C.)

El período de entreguerras

La Segunda Guerra Púnica (218-201 a. C.)

El imperialismo romano en el Mediterráneo oriental

El imperialismo romano en el Mediterráneo occidental

Capítulo 7. Res publica opressa

Introducción

La obra de los hermanos Gracos

Cayo Mario y la reaparición del movimiento popular

Lucio Cornelio Sila

Las alternativas al régimen republicano

Julio César y la alianza triunviral

El segundo triunvirato

Capítulo 8. Hacia un nuevo régimen: Augusto y la confirmación del poder imperial

Introducción

La confirmación del poder imperial

Augusto y las provincias

Los nuevos límites del Imperio

Augusto y la ciudad de Roma

Augusto y el Ejército

La sociedad romana en época augustea

El problema de la sucesión

Capítulo 9. Los emperadores julio-claudios y el año de los cuatro emperadores

Introducción

Tiberio (14-37)

Calígula (37-41)

Claudio (41-54)

Nerón (54-68)

El año de los cuatro emperadores (68-69)

Capítulo 10. La dinastía de los emperadores flavios

Introducción

Vespasiano y las bases del nuevo poder (69-79)

Tito (79-81)

Domiciano (81-96)

Capítulo 11. Los emperadores antoninos

Introducción

Nerva y la definición de un nuevo régimen (96-98)

Trajano y la nueva expansión del Imperio romano (98-117)

Adriano y la defensa de las fronteras (117-138)

Tito Aelio Adriano Antonino (138-161)

Marco Aurelio y la crisis del modelo de Estado (161-180)

Cómodo y la búsqueda de un nuevo modelo (180-192)

Capítulo 12. De los Severos a la crisis del siglo III.

Introducción

Las disputas por la corona imperial

La consolidación de la monarquía militar

El ocaso de los Severos

Hacia la inestabilidad del Imperio

La crisis política del siglo III

Capítulo 13. Diocleciano y la Restauración

Introducción

La Tetrarquía: un nuevo modelo de reorganización

La reforma administrativa

Las reformas militares

El intervencionismo estatal en la economía

La política religiosa

La disolución del sistema tetrárquico

Capítulo 14. Constantino y los constantínidas

Introducción

Constantino: el primer emperador cristiano

La administración constantiniana

Los sucesores de Constantino

Juliano el Apóstata

Capítulo 15. Los Valentinianos y Teodorico

Introducción

Valentiniano y el Imperio occidental (364-375)

Valente y el Imperio oriental (364-378)

Un nuevo reparto del Imperio: Graciano, Valentiniano II y Teodosio

Epílogo. La desintegración del Imperio romano de Occidente

Introducción

El fin del Imperio de Occidente (395-476)

Anexos

Señas de identidad: Monarquía y República

La Gestación De La Identidad Cultural Romana

La Religión Romana

La Familia

El Nacimiento De La Literatura Romana

La Educación Del Ciudadano Romano

Las Artes

Las Viviendas

Señas de identidad: Imperio

El Siglo De Augusto

Religión Y Cultura En Los Siglos I Y II

Religión Y Cultura En Época De Los Severos Y Las Transformaciones Del Siglo III

El Bajo Imperio

La Educación Del Ciudadano Romano En Época Imperial

Cronología

Glosario

Bibliografía

Webgrafía

Prólogo

Nescire autem quid ante quam natus sis acciderit, id est semper esse puerum

Cicerón

Está en la mente de todos y por todos es conocido, pero no por ello el aserto ciceroniano que preside estas líneas («Desconocer el pasado es ser siempre un niño») pierde validez para hacer de pórtico a esta Breve historia de Roma. La historia de Roma es, en realidad, la historia de la «civilización histórica» por excelencia, de la civilización que más ha marcado la cultura occidental y, desde luego, de la que más se obstinó por garantizar la perennidad de sus acciones preservando aquellas de la voracidad del tiempo y del olvido. Y lo hizo, además, a través de una praxis historiográfica ejercida como nadie había hecho antes en la Antigüedad, praxis que es, en buena parte, responsable del excelente conocimiento—en algunas épocas casi cotidiano—que los historiadores tenemos hoy de su pasado, conocimiento que permite que tantos investigadores nos desvelemos por esa civilización. Seguramente por ello, Cicerón, en medio de una de las épocas cruciales y más apasionantes de la historia de Roma, se atrevió a afirmar que el buen orador, el excelente y equilibrado político, debía conocer la historia para alcanzar la madurez que exigía su vocación de servicio ciudadano a un Estado que hizo de la política arte de servir. Tal vez su recomendación nos alcanza ya hoy a todos, que estamos condenados a errar en el futuro si no aprendemos de las equivocaciones—y de los aciertos—del pasado y en eso Roma es, desde luego, una auténtica lux ueritatis (‘luz de la verdad’), como el propio Cicerón decía respecto de la actividad histórica. Es por ello que, para quienes tenemos la fortuna de dedicarnos a la docencia universitaria en materias relativas a la apasionante historia romana—ejercicio en el que, en cierto modo, actuamos como transmisores a las generaciones futuras de todo el evocador poder de la cultura romana—y somos, además, víctimas impenitentes de las artes de seducción de dicho pueblo—ya vaticinadas, según la Eneida, por un conocido y «eterno» oráculo que siempre resulta sorprendente redescubrir y valorar—, prologar un nuevo compendio de historia de Roma—como el que el lector tiene en sus manos—resulta un ejercicio siempre feliz y grato pero, también, siempre exigente. Feliz porque una nueva obra de este estilo es una nueva oportunidad para que miles de lectores se reencuentren con el mundo clásico; grato porque no existen dos historias de Roma idénticas—ya que cada autor añade a ellas todo el bagaje que soporta su práctica historiográfica—, y exigente porque, en realidad, pocas palabras pueden hacer de pórtico a uno de los procesos políticos más apasionantes que ha conocido nuestro mundo: aquel por el que una sencilla aldea ubicada a orillas del río Tíber se convirtió en la garante de la unidad política, económica, cultural y social mayor y más duradera que el mundo haya conocido nunca, tan fascinante, además, como para ser reiteradamente «imitada»—cierto que sin éxito, lo que es prueba también de su grandeza—en muchas ocasiones a través de los tiempos.

Y, precisamente, como documentada síntesis que es—no podía ser de otro modo dada la extraordinaria capacidad divulgativa y el rigor que atesoran siempre los escritos de su autor, el doctor Miguel Ángel Novillo López—, las páginas que siguen constituyen un sugerente relato de esa aventura, del proceso por el que—fruto del singular e inaudito desarrollo de diversas civilizaciones forjadas desde el Bronce Final y la Primera Edad del Hierro en el norte de Italia—la cultura romana emergió en el centro de un amplio marco de influencias que incluían las helénicas y las indoeuropeas aderezadas por las fuertes tradiciones locales y que, en un espacio acrisolado por el contacto intercultural, cristalizaron en civilizaciones como la latina o la etrusca, de las que Roma es claramente heredera. A partir de esos genuinos aportes culturales y siguiendo un proceso—no se olvide que contemporáneo y semejante al que explica el surgir de otras grandes ciudades antiguas como Atenas o Esparta—, Roma se convirtió primero en indiscutible dueña del espacio itálico—sacudiéndose el dominio etrusco, tras la «traumática» aventura de la Monarquía (753-509 a. C.)—, pasando después—a través de un proceso sin precedentes que era ya una realidad a finales del siglo III a. C., en el que la originalidad de su sistema político y el concurso de un eficacísimo ejército desempeñaron un rol decisivo—a ser la auténtica «señora del Mare Nostrum», por tomar una expresión de uno de los capítulos clave de la historia de Roma tal como se presenta en este libro. Precisamente, ese tremendo y en parte vertiginoso cambio que en apenas trescientos años llevó a Roma a pasar de ser la Vrbs por excelencia en el Occidente mediterráneo a, sin dejar de ser «la ciudad», convertirse en la gestora de un orbis Romanus que, en algunos momentos, pareció no tener límites, sería el que motivaría—entre el 133 y el 30 a. C.—uno de los más atractivos y seductores giros políticos que haya conocido la historia constitucional de todos los tiempos: el de un Estado capaz de pasar de un sistema marcadamente republicano y aristocrático controlado por el Senado a un sistema monárquico—diferente al de la vieja monarquía de cuño etrusco—de carácter unipersonal pero presentado bajo la apariencia de que la vieja constitución romana no se había alterado pese a tamaño giro político. Si alguien inventó el marketing político, ese fue Augusto, y con él, toda Roma.

Una pericia política curtida en el secular y nunca inconcluso conflicto social entre aristócratas (patricios) y trabajadores (plebeyos)—que se agudizó aún más si cabe en los años de la expansión romana por el Mediterráneo—, una efectividad militar que exaltaba hasta límites antes desconocidos—y no sin problemas, pues no se olvide que Roma, hasta las reformas de Mario en la década de los noventa del siglo I a. C., articuló su expansión sobre la base del reclutamiento ciudadano—, conceptos entonces vanguardistas como los de «ciudadanía» o «patriotismo», una sin par competencia para la integración cultural, la gestión de la diversidad y el sincretismo globalizador—capaz de convertir la cultura romana en objeto de intercambio con el que, además, legitimar la recepción de costumbres y ritos de los pueblos conquistados debidamente tamizados bajo la consuetudo romana y a partir del que censurar como bárbaras las prácticas del «extranjero» que no admitían dicha romanización—y, sobre todo, una capacidad de administración que, casi desde el siglo IV a. C., supo combinar como nunca hasta entonces los conceptos de centralización y autonomía local; todos estos son algunos de los elementos clave de la praxis política romana. Todos esos elementos obraron la transformación del viejo Estado republicano, de esa res publica opressa que el autor retrata en sus hitos clave en el capítulo séptimo de este trabajo—y cuyas instituciones, aunque eficaces, se fueron revelando obsoletas durante los siglos II y I a. C. casi al ritmo con que Roma acogía incontables ceremonias triunfales de sus generales—, en uno de los sistemas imperiales más perfectos que haya conocido la historia.

Como pone de relieve el doctor Novillo López en esta excelente Breve historia de Roma—una referencia más, clave, sin duda, de la ya generosa colección de síntesis históricas editada por Nowtilus, muy recomendable—, la armonización entre las viejas instituciones republicanas y los resortes de control y de integración propios de una estructura imperialista garantizaron, junto a una hasta entonces impensable dinamización del modelo urbano, la supervivencia de las estructuras romanas incluso más allá de episodios en los que algunos de sus supuestos elementos identitarios primigenios—como el paganismo o la vida urbana—se perdieron y, desde luego, más allá de los trágicos y apocalípticos momentos descritos por los apologistas cristianos, aquellos en que los pueblos del otro lado del limes penetraron en el antes infranqueable y bien defendido suelo romano. Como también se subraya en las páginas que siguen, la vigencia—institucional, política y, desde luego, cultural—del sistema romano sobrevivió a esa profunda transformación vivida por Roma a partir del siglo III d. C., y agudizada durante los siglos IV y V d. C. a partir de las reformas de Diocleciano y de Constantino, tanto que hoy forma parte de la communis opinio de la mayor parte de los historiadores que los primeros siglos medievales se debatieron entre la administración y la libre interpretación, y apropiación, del legado romano que, en realidad, nos sigue interpelando—y lo seguirá haciendo, a buen seguro—en cada momento.

Vivimos tiempos de dificultades, de transformaciones, de replanteamiento de viejas preguntas y de revisión, incluso, de nuestros más esenciales elementos identitarios, sociales, económicos y políticos: nihil nouum sub sole (‘nada nuevo bajo el sol’). Como afirmaba Cicerón—con quien abríamos estas líneas—, mirar al pasado—como tanto le gustaba hacer a la aristocracia romana en un hábito muy arraigado en su sociedad y tal vez también clave de su grandeza—y, en este caso, a la historia de Roma nos otorgará un repertorio de hechos y de acciones memorables en los que, seguro, aprenderemos cómo una civilización, para sobrevivir, debe reinventarse a sí misma al ritmo de los acontecimientos y refundarse, incluso, sucesivas veces sin perder los que son sus elementos más característicos. A través de las páginas que siguen—escritas por la hábil, experimentada y bien documentada pluma del doctor Novillo López, formado en las lides investigadoras en la prestigiosa escuela del Departamento de Historia Antigua de la Universidad Complutense de Madrid y de la mano del doctor Julio Mangas—, el lector descubrirá, seguro, guiños del pasado al presente e intuirá, si está atento, de qué modo la historia de la más grande civilización de todos los tiempos nos sigue sugiriendo claves para entender el presente, el pasado y, desde luego, el futuro de una cultura que hoy no se explica sin aquella. Resta ahora descubrir al lector si el imperium sine fine que los dioses vaticinaban para Roma en el libro primero de la Eneida es o no real y si no es cierto que la mayor potencia de la Antigüedad sigue siendo un referente inspirador para los tiempos actuales.

Javier Andreu Pintado
Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED)

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Las bases de la civilización romana

INTRODUCCIÓN

Las civilizaciones itálicas, de las que Roma formó parte, ejercieron una influencia determinante en el desarrollo de las señas de identidad propias de la civilización romana, si bien en la actualidad siguen existiendo numerosas controversias y debates al respecto. Sólo a partir del siglo VII a. C., tras la llegada de los primeros colonos griegos a la península itálica, puede tratarse con total certeza la historia de los pueblos que la han habitado. Antes de esa fecha, la investigación ha tenido que hacer frente a la problemática de la relación existente entre población autóctona e invasiones esporádicas, que, en su mutua interrelación, han conformado las señas de identidad propias de los pueblos de la protohistoria italiana.

La gran diversidad de factores que hicieron de Roma la responsable de la unidad de la península itálica y el estado más poderoso de la Antigüedad no fue producto de la casualidad, sino que en realidad fue el resultado de un largo proceso, cuyos orígenes se encuentran en el contexto geográfico e histórico de la Italia primitiva.

La relevancia política desempeñada por Roma y por Italia en el Mediterráneo y la activa colonización griega permitieron a los autores grecolatinos la creación de una explicación histórica acerca de los orígenes de Italia. En este sentido, noticias al respecto las encontramos en autores como Polibio (200-118 a. C.), Diodoro Sículo (siglo I a. C.), Dionisio de Halicarnaso (60-7 a. C.), Tito Livio (59 a. C.-17 d. C.), Plinio el Viejo (23-79) o Tácito (55-120). Ahora bien, los escritos de dichos autores incluyen en el mismo plano informaciones de hechos históricamente ciertos junto a otros de carácter legendario. Por tanto, para confirmar la veracidad histórica de dichos relatos se hace más que necesario su contraste con la información que nos aportan los resultados de las excavaciones arqueológicas.

EL NEOLÍTICO

Si bien existen evidencias arqueológicas de que la península itálica fue ocupada durante el Paleolítico (2,4 millones-10000 a. C.), es durante el Neolítico, y más concretamente hacia el 6000-5500 a. C., cuando en realidad existen certezas de la introducción de la agricultura, la cerámica o el empleo de útiles de piedra pulimentada por una población de carácter sedentario. Con estas bases, en el III milenio a. C. se produjo una división cultural en dos áreas separadas por los Apeninos: el norte, entre los Alpes y los Apeninos, con un área vinculada a Centroeuropa absorbiendo influencias culturales del este y del oeste; y el sur, con una zona vinculada al área mediterránea.

LA EDAD DE BRONCE

Las diferencias entre las dos zonas en que quedó dividida la península itálica se hicieron mucho más acusadas a partir del 1800 a. C., momento en el que se extendió por toda ella la elaboración del bronce. De esta manera, en el sur se desarrolló la tradición mediterránea con la cultura apenínica, mientras que en el norte se conservaron aún los influjos centroeuropeos. Durante este período, las actividades fundamentales de subsistencia fueron la caza y la pesca, junto con una agricultura muy básica, si bien la economía era principalmente de base pastoril. Además, los enterramientos de inhumación ponen de manifiesto la existencia de creencias en el más allá.

Por otro lado, en la isla de Cerdeña se desarrolló la cultura de nuraghe, cultura caracterizada por presentar fortalezas levantadas con grandes bloques pétreos destinadas a la defensa de los recursos minerales existentes en la isla.

Desde el 1400 a. C. la cultura apenínica se dio en los territorios situados de Tarento a Bolonia. Se trataba de una cultura de pastores trashumantes caracterizada por inhumar a sus difuntos y por emplear una cerámica hecha a mano y de color negro con decoración punteada y en zigzag.

Paralelamente, entre el 1500 a. C. y el 1200 a. C. en el pantanoso valle del Po, en el norte de la península itálica, se desarrolló la cultura de las terramare, una cultura agrícola y ganadera que levantaba sus aldeas de cabañas sobre terrazas artificiales para evitar así posibles inundaciones. Al igual que la cultura apenínica, la cultura de las terramare se caracterizaba por fabricar una cerámica a mano de color negro, si bien el ritual de inhumación fue reemplazado por el de la cremación.

EL FENÓMENO DE LA INDOEUROPEIZACIÓN

A finales del siglo XIII a. C. se produjeron una serie de cambios como consecuencia del desplazamiento de pueblos procedentes de Europa central y del área del mar Egeo. De este modo, en el sur se puso fin a los intercambios con los micénicos como resultado de las migraciones dorias, mientras que en el norte tuvo lugar la desaparición de la cultura de las terramare.

La manifestación cultural más evidente de la indoeuropeización de la península itálica, junto con la imposición progresiva de lenguas indoeuropeas, fue la sustitución generalizada del ritual de la inhumación por el de la incineración, en el que recipientes cerámicos, que contenían las cenizas de los difuntos, se enterraban en pequeños pozos formando necrópolis comúnmente conocidas como «campos de urnas».

LA EDAD DE HIERRO Y EL VILLANOVIANO

La evidencia cultural más importante durante la Edad del Hierro en la península itálica fue el villanoviano, cultura así llamada por la aldea de Villanova, próxima a Bolonia, y que se desarrolló entre los siglos X y VI a. C. Si bien es cierto que fue una cultura que se extendió por buena parte del territorio italiano, su epicentro se dio en las regiones septentrionales de Emilia y Toscana, siendo sus características fundamentales las tumbas de cremación en grandes urnas bicónicas y el desarrollo de una metalurgia con unos resultados muy logrados. Los villanovianos levantaban sus aldeas de cabañas en lugares elevados, generalmente entre dos cursos de agua, y estas con el tiempo fueron convirtiéndose en ciudades como consecuencia del crecimiento demo-gráfico, los avances tecnológicos y el desarrollo de los intercambios comerciales. Además, las bases sociales y políticas se hicieron mucho más complejas, como ponen de manifiesto algunas tumbas con ajuares mucho más ricos y refinados.

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La cultura de Villanova practicó el ritual de la incineración como resultado de la indoeuropeización de la península itálica. Urna villanoviana en forma de cabaña procedente de la ciudad etrusca de Vulci (Vulcia) que reproduce las viviendas de Villanova. Museo de la Villa Giulia, Roma.

En la misma época se desarrollaron otras culturas como la cultura de fosa, cultura así conocida por la forma de sus tumbas, al sur del Lacio, en la costa tirrena; la lacial en la llanura del Lacio; la cultura del Piceno en la costa adriática, y la de Golasecca en el valle del Po.

LOS PUEBLOS ITÁLICOS

Ya a partir del siglo VII a. C. es cuando se constituyen en la península itálica una serie de pueblos con rasgos culturales y lingüísticos propios.

En el norte se desarrollaron los ligures y los vénetos. Los primeros, asentados en la costa tirrena, entre los ríos Arno y Ródano, quedaron limitados a las regiones montañosas alpinas y apenínicas. Los vénetos se asentaron en el ámbito nororiental, con fachada al mar Adriático, en la región de Venecia, a la que dieron nombre.

En el centro de Italia, entre los ríos Arno y Tíber, se asentó el pueblo etrusco, que ejercería una gran influencia cultural en Roma.

El resto de la península itálica fue ocupado por pueblos que han merecido el nombre aglutinador de itálicos y que tuvieron en común el empleo de lenguas indoeuropeas agrupadas en dos grupos: latino-falisco y osco-umbro. Al primer grupo pertenecen el pueblo latino, ubicado en la llanura del Lacio, y el pueblo falisco. El segundo grupo se extendía, a lo largo de la cadena apenínica, desde Umbría hasta Lucania y el Brucio. Este segundo grupo comprendía poblaciones de montaña dedicadas al pastoreo trashumante, entre las que cabría citar las de los samnitas, los marsos, los ecuos, los volscos, los sabinos, los hérnicos y los umbros, pueblos que no habían desarrollado plenamente un régimen de vida urbano. Finalmente, en el litoral adriático, de norte a sur, se desarrollaron una serie de pueblos: picenos, frentanos, apulios, yápigos y mesapios.

Por otro lado, durante el siglo VI a. C. poblaciones celtas, a las que los romanos darían el nombre común de galos, protagonizaron desde los Alpes occidentales las últimas migraciones en la península itálica a lo largo del valle del Po y la costa septentrional del Adriático, dando origen a una serie de pueblos: ínsubros, cenomanos, boyos y senones.

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LA COLONIZACIÓN GRIEGA

La presencia de griegos en la península itálica fue el resultado de la colonización que estos ejercieron por todo el Mediterráneo entre los siglos VIII y V a. C. empujados por motivaciones económicas y políticas.

Cumas, en el golfo de Nápoles, fue la colonia griega más antigua de Italia, fundada en el 740 a. C. Mediante la creación de dicha colonia, los griegos calcidios pretendían el monopolio en la distribución de los recursos metalíferos etruscos. Para ello, establecieron otros puntos de apoyo a lo largo de las costas tirrena oriental y siciliana: Zancle, Regio, Milas, Leontino, Catania o Naxo.

La actividad de los calcidios fue imitada por otros griegos, como los aqueos, los megarenses, los corintios, los cretenses, los rodios o los peloponesios, que fueron fundando colonias en Sicilia y en el sur de Italia (Metaponte, Mégara Hiblea, Selinunte, Siracusa, Gela o Agrigento) hasta convertir ambas zonas en una nueva Grecia: la Magna Grecia. Además, las condiciones geofísicas del extremo sur permitieron la creación de pequeños enclaves a modo de factorías fundadas por las propias colonias.

La aportación cultural de los colonos griegos fue determinante para el devenir histórico de la península itálica. Así, por ejemplo, se concibió el ideal urbano y político de la polis o se extendió el cultivo de la vid y del olivo.

LOS ORÍGENES DEL PUEBLO ETRUSCO

La influencia griega estuvo presente en varias regiones de Italia a través de un pueblo itálico, los etruscos. El pueblo etrusco poblaba la región de la Toscana, esto es, el área existente entre los ríos Arno y Tíber, de los Apeninos al Tirreno, territorio dominado por amplias llanuras y colinas apto para el desarrollo de la agricultura y la ganadería.

Ya en el siglo VIII a. C., en los asentamientos villanovianos de la Toscana se manifestaron las primeras estructuras urbanas tanto en la costa como en el interior: Caere (Cerveteri), Tarquinia, Vetulonia, Clusium (Chiusi), Perusia (Perugia) o Cortona.

Este proceso fue paralelo a la evolución de los rasgos característicos de la cultura villanoviana, que se abrió a las influencias orientalizantes consolidando las características fundamentales de la cultura etrusca.

EL PUEBLO ETRUSCO

La aparición de la cultura etrusca, muy superior a la de las restantes comunidades itálicas, hizo surgir ya en la Antigüedad el llamado «problema etrusco», centrado en dos puntos: sus orígenes y su lengua.

El problema de los orígenes radica en la disyuntiva de considerar a los etruscos como un pueblo procedente del extremo oriente europeo, concretamente del área egeo-anatólica, o considerar que el pueblo etrusco es la consecuencia de las transformaciones internas que experimentó la población autóctona villanoviana tras mantener relaciones con las culturas orientalizantes desde fines del siglo VIII antes de Cristo.

En lo que respecta a la lengua, a pesar de contar en la actualidad con más de diez mil inscripciones etruscas documentadas, escritas en un alfabeto de tipo griego y, por ende, sin dificultades de lectura, no se ha descifrado de manera satisfactoria.

La expansión etrusca en el Tirreno chocó con los intereses de los griegos en el Mediterráneo occidental, lo que provocó un conflicto abierto tras la fundación, en el golfo de León, de Massalia (Marsella) por los griegos focenses. Igualmente, la actividad griega en este ámbito afectaba a los intereses cartagineses, es decir, a su disposición de asentamientos que sirviesen de puente entre Sicilia y el sur de Italia con Cartago, razón por la que etruscos y cartagineses llegaron a acuerdos con el fin de frenar el expansionismo griego por el Mediterráneo occidental. Así, en el 540 a. C. se llegó al conflicto en aguas de Alalia (Ajaccio), Córcega, entre la alianza púnico-etrusca y los griegos, cuyas consecuencias, no suficientemente claras, derivaron en un nuevo reparto de predominios en el Mediterráneo occidental.

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Los orígenes y el significado de la lengua etrusca son bastante inciertos y misteriosos, lo que impide una comprensión totalmente satisfactoria de sus textos, que eran bastante breves y generalmente de carácter funerario, honorífico y religioso. Los etruscos fueron los primeros en introducir la escritura en la región del Lacio; de ahí que el alfabeto latino sea en realidad de origen etrusco. Lámina de oro de Pyrgi. Museo de la Villa Giulia, Roma.

Al norte del Tirreno, los etruscos perdieron su hegemonía sobre las costas italianas como consecuencia de la colonización griega. No obstante, el expansionismo hacia el sur brindó a los etruscos las prósperas tierras de la Campania donde fundaron en el actual territorio napolitano nuevas ciudades como Capua, Pompeya o Nola. Asimismo, puntos estratégicos como Tusculum, en las proximidades de Frascati, Praeneste (Palestrina) o Roma adoptaron la naturaleza propia de una ciudad gracias a la influencia etrusca. Hacia el norte los etruscos ejercieron su actividad expansionista por la llanura del Po hasta la costa adriática fundando importantes ciudades como Mantus (Mantua), Plasencia (Piazenza) o Spina.

Pero en la primera mitad del siglo V a. C. el nuevo panorama internacional significó el inicio del ocaso etrusco. Las ciudades griegas de la península itálica y de Sicilia, bajo la hegemonía de Siracusa, derrotaron a Cartago en las costas de Himera en el 480 a. C. A la par, Hierón, tirano de Siracusa, derrotó a los etruscos en Cumas, lo que significó el fin de la influencia etrusca en el sur de Italia. Igualmente, en el Lacio y en la Campania la influencia etrusca se debilitó sobremanera. Más tarde, durante los primeros años del siglo IV a. C., las invasiones galas acabaron con el poderío etrusco en el valle del Po y la costa adriática.

Cien años más tarde, Etruria había perdido su independencia a consecuencia de la actividad de la vecina Roma. Finalmente, a comienzos del siglo I a. C., Roma se había anexionado todo el territorio etrusco poniendo fin a la identidad cultural de este pueblo.

En lo que respecta a la organización política de los etruscos, el sistema imperante fue el de la ciudadestado, o lo que es lo mismo, núcleos urbanos con un territorio circundante, políticamente independientes unos de otros e incluso rivales. Progresivamente, se adoptó el principio de la federación, que reunía a las ciudades etruscas en torno a un santuario próximo al lago Bolsena, el Fanum Voltumnae, bajo la presidencia de un magistrado anual, el praetor Etruriae. No obstante, esta federación adoptó una naturaleza fundamentalmente religiosa y no tanto política o militar.

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Principales ciudades etruscas

La dirección de la ciudad etrusca recaía en un rey, el lucumo, que reunía en sus manos un mando de carácter político, religioso y militar. El régimen monárquico evolucionó hacia el régimen oligárquico con magistrados elegidos anualmente, los zilath o pretores, presididos por un magistrado supremo. También existía una asamblea de los notables de la ciudad y en época tardía se abrió la participación política al conjunto del cuerpo ciudadano.

La investigación ha permitido demostrar que Etruria fue la primera región de la península itálica en adoptar el modelo urbano gracias al crecimiento económico y a la complejidad en la estructura social, si bien grandes regiones de Italia no conocieron la ciudad como modelo de organización hasta fines de la República o comienzos del Imperio. En la Edad de Bronce los primitivos asentamientos etruscos alcanzaban una superficie de cuatro o cinco hectáreas, superficie que pasó a ser entre veinte y treinta veces mayor a lo largo del siglo IX a. C. hasta convertirse en verdaderas ciudades ya avanzado el siglo VIII a. C.

Económicamente, el territorio etrusco no era en absoluto uniforme. Por un lado, las ciudades del norte próximas a la costa, como Vetulonia o Populonia, fueron grandes centros de producción minera, mientras que por otro las ciudades del sur también próximas a la costa, como Tarquinia o Veii (Veyes), contaban asimismo con grandes talleres de producción artesanal. En la agricultura se aplicó racionalmente el regadío y entre sus productos más importantes destacaron los cereales, el vino, el aceite, el cultivo del lino o la explotación de los bosques. Por otro lado, las ricas minas de cobre y hierro de la isla de Elba y las existentes en la costa septentrional de Etruria permitieron una evolucionada industria meta-lúrgica cuyos productos, junto con los agrícolas, fueron objeto de una intensa actividad comercial que alcanzaba todo el ámbito mediterráneo y Europa central.

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Perugia, antigua Perusia, conserva aún tramos del recinto amurallado etrusco. En la imagen, arco monumental etrusco de acceso a la ciudad.

A partir del siglo VIII a. C. la sociedad etrusca fue de tipo gentilicio-aristocrático y la inclusión en una gens, es decir, la unidad básica de la organización social romana, suponía el requisito imprescindible para disfrutar de los derechos políticos. Las gentes se articulaban en familiae, que representaban un núcleo social y económico al integrar a los clientes, esto es, a los individuos libres vinculados a una familia por lazos económicos y sociales, y a los esclavos. En la sociedad etrusca la clase inferior estaba representada verdaderamente por un componente servil que tenía la posibilidad de conseguir el estatuto jurídico libre mediante manumisión. Asentadas las bases sociales, en los siglos VII y VI a. C. Etruria permitió la llegada de extranjeros que se integrarían en sus ciudades con plenos derechos. La asamblea popular no sería un órgano político hasta el siglo IV a. C., momento en el que Etruria comenzó a adoptar los modelos políticos romanos. Las tensiones derivadas de este modelo social produjeron a lo largo del siglo III a. C. revueltas populares que permitieron la progresiva democratización de las instituciones políticas. Por otro lado, si bien no existen claras evidencias de que existiese una sociedad de tipo matriarcal, las mujeres disfrutaban de una reconocida posición social.

Por lo que respecta a la religión, los etruscos creían que había sido transmitida a los hombres por la propia divinidad. De esta forma, un geniecillo, de nombre Tages, se habría aparecido a un campesino de Tarquinia para revelar el dogma de la religión etrusca.

La ciencia religiosa etrusca, conocida como «disciplina etrusca» y considerada como una ciencia adivinatoria asociada con los secretos de la aruspicina, se contenía en libros sagrados: los haruspicini, que versa-ban sobre el análisis de las vísceras de las víctimas; los fulgurales, o interpretación del rayo, y los rituales, en los que se contenía la norma que debía regular la relación entre individuo y divinidad. La disciplina etrusca era tan compleja que hacía necesaria la existencia de sacerdotes especializados.

Las divinidades del panteón etrusco estaban presididas por una tríada, Tinia, Uni y Menrva, asimilada a Júpiter, Juno y Minerva, a la que se le rendía culto en templos tripartitos. Otras divinidades importantes eran Sethlans, identificado con Vulcano, Thurms, identificado con Mercurio, Maris, identificado con Marte, o Turan, asimilada con Venus. Asimismo, también existían semidioses, fuerzas demoníacas, genios y espíritus de ultratumba, seres que han sido documentados en múltiples ocasiones en tumbas y sarcófagos.

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La orfebrería etrusca alcanzó resultados impresionantes en la fabricación de suntuosos adornos y objetos para los nobles. Fíbula de oro, s. VII a. C. Hallada en la tumba Bernardini de Praeneste. Museo de la Villa Giulia, Roma.

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Las mujeres ocupaban una posición privilegiada en la sociedad etrusca: contaban con la misma consideración jurídica que los hombres, participaban de forma activa en la vida social y disponían, en ocasiones, de suntuosos lechos funerarios y ajuares. Sarcófago etrusco procedente de la necrópolis de Caere.

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Las necrópolis etruscas presentan tipos muy variados: tumbas subterráneas de tradición local, túmulos con varias tumbas y sepulturas distribuidas en corredores a modo de calles. La creencia en una vida de ultratumba se plasmó en múltiples representaciones de la vida cotidiana: banquetes, espectáculos, estancias del hogar, utensilios usados por el difunto en vida, etc. Tumba y cámara funeraria de la necrópolis etrusca de Caere.

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La fundación de Roma y los orígenes de la monarquía romana

LOS ORÍGENES DE ROMA

Para comprender los orígenes de Roma es necesario acudir a la historia primitiva de la región del Lacio, en la cual Roma era sencillamente una aldea o un conjunto de ellas. Las aldeas latinas, los vici, contaban con una población de pastores y agricultores cuya consciencia de pertenecer a un tronco común se materializó en la constitución de una liga que veneraba a Iuppiter Latiaris, es decir, el Júpiter del Lacio, en un santuario común situado en los montes Albanos. La proximidad de Alba Longa, a unos veinte kilómetros de lo que posteriormente sería la ciudad de Roma, al santuario permitió que dicha aldea adoptase desde el principio una preeminencia religiosa sobre las demás.

El territorio posteriormente ocupado por Roma se encontraba situado en el noroeste del Lacio, en su frontera con Etruria. El río Tíber, el principal río de la Italia central, atravesaba un conjunto de colinas entre las que predominaba por su posición central la del Palatino. Entre estas existían pantanosas e insalubres depresiones atravesadas por cursos de agua que llevaron a los prime-ros pobladores a concentrarse en aldeas separadas entre sí y situadas en los puntos más elevados de las colinas.

Estas aldeas funcionaron obviamente como germen de la futura Roma. A finales del siglo VII a. C., el conjunto de colinas habitadas se agrupó en una liga, la Liga del Septimontium, en la que varios investigadores han querido ver un claro testimonio de la existencia de una Roma primitiva que englobase a un conjunto de siete colinas. Pero, en realidad, y como ha permitido demostrar la arqueología, si Roma se articuló a partir de un núcleo originario integrado por las colinas del Palatino, del Germal, del Velia, del Esquilino, del Oppio, del Cispio, del Fagutal y del Celio, a las que más tarde se añadiría el Quirinal, el conjunto de colinas, que no montes, serían más correctamente ocho y no siete por lo que el término septi no derivaría del numeral septem, sino del término latino saeptus en su forma arcaica como septi, o lo que es lo mismo, ‘estaca’, y por extensión ‘conjunto de estacas’, es decir, ‘empalizada’. Por tanto, tal liga, de haber existido, agruparía a las aldeas con sistemas de empalizadas y, por ende, sus reuniones, celebradas cada 11 de diciembre, tuvieron un carácter fundamentalmente político y no tanto religioso.

La tradición literaria ha aportado numerosas versiones sobre la fecha de la fundación de Roma como ciudad: el historiador griego Ennio (siglo III a. C.) propuso la fecha del 900 a. C.; Timeo de Taormina (siglo III a. C.) planteó el año 814, coincidiendo con la fundación de Cartago; Fabio Pictor (nacido en el 254 a. C.) formuló el año 748, fecha que fue aceptada por autores como Catón (234-149) o Polibio (200-118); o Cincio Alimento (siglo II a. C.), que planteó los años 729 y 728. Sin embargo, fue la propuesta de Varrón (116-27), quien fijó la fecha de la fundación de Roma el 21 de abril del año 753 a. C., la versión más aceptada en tér-minos generales.

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Emplazamiento de las colinas de Roma y territorio romano en los siglos VI-V a. C. según el historiador alemán Andreas Alföldi.

Varias leyendas han situado a Roma como la primera potencia del mundo conocido, y elaboradas por autores de época augustea, como Virgilio (70-19) o Tito Livio (59 a. C.-17 d. C.), se convirtieron en la versión canónica sobre los orígenes de Roma. Las leyendas adquirieron el carácter de una composición retórica en la que las virtudes de los dioses protectores se mezclaban con las acciones de los héroes fundadores con el fin de igualar a dioses, héroes y hombres en las tareas de fundación y organización institucional de la primitiva ciudad de Roma. La base de estas leyendas era de origen griego, y a esta se sumaron otros elementos latinos o griegos hasta que la leyenda quedó finalmente configurada a fines del siglo III a. C. Estas leyendas tomaron forma definitiva en el siglo VI a. C. y rápidamente fueron asumidas por los romanos para justificar su herencia religiosa y cultural de Lavinium y de Alba Longa, así como la entrega de ambas a Roma. En la tradición legendaria sobre los orígenes de Roma se distinguen dos partes, la primera protagonizada por Eneas y la segunda protagonizada por los gemelos Rómulo y Remo:

Eneas. Tras la caída de Troya, lo que sucedió aproximadamente en el 1183 a. C., Eneas, hijo del troyano Anquises y de la diosa Venus, llegó con su hijo Ascanio y otros supervivientes troyanos a las costas itálicas después de un largo viaje. El rey del país donde arribó, Latino, descendiente del dios Saturno, le ofreció la mano de su hija Lavinia, quien había sido anterior-mente prometida a Turmo, el rey del pueblo itálico de los rútulos. Tras vencer a Turmo, que declaró la guerra a Latino y a Eneas, este último fundó en las proximidades de la desembocadura del Tíber la ciudad de Lavinium. A su muerte, Ascanio fundó una nueva ciudad, Alba Longa, que se convirtió desde entonces en la capital del Lacio.

Rómulo y Remo. Amulio, el último rey de Alba Longa, destronó a su hermano Numitor obligando a su sobrina Rea Silvia a convertirse en sacerdotisa vestal con el propósito de obligarla a mantener su virginidad y evitar así una descendencia que amenazase su usurpación. Sin embargo, Marte engendró en Rea Silvia dos gemelos: Rómulo y Remo. Amulio, viéndose en peligro, los arrojó al nacer al entonces desbordado Tíber, pero una loba, animal sagrado de Marte, los amamantó y más tarde una pareja de pastores, Fáustulo y Laurenta, los criaron como si fuesen sus propios hijos. Cuando los gemelos cumplieron los dieciocho años de edad, y tras conocer sus verdaderos orígenes, mataron a Amulio y restablecieron en el trono a su abuelo Numitor. Mientras tanto, Rómulo y Remo fundaron el 21 de abril del año 753 a. C. una nueva ciudad en el lugar donde habían sido abandonados. Ambos hermanos solicitaron a los auspicios que les dijeran cuál de ellos había de dar nombre a la nueva población. Rómulo fue el elegido por los dioses como gobernante de la ciudad. Remo, molesto por este hecho, se burló de los límites que Rómulo había puesto a la misma y fue ejecutado por su hermano. Este acto indica el carácter inviolable del territorio consagrado, previamente inaugurado por los sacerdotes a través del ritual de la innauguratio, mediante el cual los augures observaban el vuelo de los pájaros deduciendo si era propicio o no fundar la ciudad.

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Prototipos etruscos o latinos de la loba inspiraron probablemente la decisión de los ediles del 296 a. C. de levantar en Roma el conjunto escultórico que materializara los fundamentos de una tradición secular y, por idénticas razones, este motivo simbólico sería incorporado más tarde a los tipos monetarios de las primitivas acuñaciones romanas a fines del siglo III a. C. Moneda romana con la representación de la Loba Capitolina con Rómulo y Remo. Palazzo Massimo alle Terme, Roma.

En la actualidad, ningún historiador toma el contenido de estas leyendas como dogma, pues, realmente, se ha demostrado que Roma fue el resultado de un proceso de unificación y no la consecuencia de una fundación predeterminada en un momento concreto. Podemos afirmar, en consecuencia, que Rómulo, el presunto fundador de Roma, no existió, que Roma no fue fun-dada como sostiene la tradición el 21 de abril del año 753 a. C., que la propia ciudad como tal no pudo haber existido antes del 600 a. C. y que en consecuencia no hubo primeros reyes legendarios sino tan sólo históricos, siendo Tarquinio Prisco, del que se hablará más tarde, el verdadero fundador de la urbe. De esta manera, la Roma que muchos historiadores han situado como una ciudad naciente en el siglo VIII a. C. no fue más que una Roma preurbana, esto es, previa al momento en que las comunidades integrantes decidieron desplazarse de las colinas al valle del futuro Foro para situar en ese paradero el núcleo de la ciudad, realidad que viene contrastada por la arqueología, cuyos resultados han demostrado que los trabajos de desecación y pavimentación precisamente del Foro se realizaron en torno al 600 a. C., por lo que antes de esa fecha difícilmente pudo existir una ciudad.

Con todo esto, los orígenes de Roma han de ser inter-pretados no como un acto fundacional sino más correctamente como un proceso fundacional que tomó como centro de referencia el Palatino y como centro económico el Foro Boario a fines del siglo VII a. C. Este proceso puede ser subdivido a su vez en cuatro fases: en las fases i y ii tan sólo se habitaron algunas de las colinas del entorno romano como el Palatino, el Esquilino, el Quirinal y el Celio, y los materiales arqueológicos no ponen de manifiesto un carácter homogéneo; durante las fases iii y iv la población se dispersó no sólo por el resto de las colinas sino también por los valles intermedios, a la par que se abrió a los influjos griegos y etruscos. Socialmente, se produjo una progresiva diferenciación

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En torno al 600 a. C. se documentan los edificios más antiguos de Roma, que indican la existencia de cultos, lugares de reunión y una residencia del rey: el templo de Vesta, la Curia Hostilia (página anterior) y la Regia (esta última es el plano de una reconstrucción).

entre clases en función de los recursos económicos y las primitivas chozas se transformaron en casas más sofisticadas dando origen al nacimiento de la ciudad mediante el sinecismo o unión entre aldeas en torno al Foro. Así pues, el área urbana de Roma incluiría no sólo los espacios habitados como aldeas alrededor del Palatino, sino también el territorio perteneciente a otras aldeas cercanas absorbidas como territorios de aquellas, incluidos a partir de ese momento en el ager romanus antiquus, a su vez separado de la ciudad propiamente dicha, es decir, la urbs, por la línea del pomerio establecida por Rómulo que delimitaba el espacio urbano sagrado. Además, la ocupación del Foro provocó que el espacio dedicado a la necrópolis se trasladara a las colinas circundantes reservando el valle para viviendas y edificios civiles y religiosos.

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Los límites de la primitiva ciudad del Palatino ocuparían un área cuadrada, lo que permitiría identificar a la Roma primitiva con la «Roma Quadrata» asentada en el Palatino. Según la tradición, la «Roma Quadrata» comprendería un surco trazado por Rómulo sobre el Palatino. Al norte del mismo se encontraba el Velio, que lo unía al Esquilino, por donde se iría extendiendo la población que posteriormente ocuparía las distintas colinas.

LOS REYES LEGENDARIOS

La organización política y el espectacular crecimiento demográfico y urbano habían hecho de Roma una ciudad equiparable a las grandes urbes griegas o etruscas. Desde el momento en que los primeros habitantes de Roma se organizaron en una comunidad, necesitaban un hombre que los dirigiera. De acuerdo con la tradición, la primera forma estatal que adoptó Roma fue la monarquía, realidad que aparece recogida en la práctica totalidad de las fuentes grecolatinas y, además, confirmada por la documentación arqueológica.