1947

HABÍA TERMINADO el curso y había acabado bien: todo aprobado. Algunas asignaturas, las “tres marías”, Formación del Espíritu Nacional, Religión y Educación Física, por los pelos, gracias a la benevolencia de los profesores. En cambio otras, como Matemáticas y Lengua y Literatura, con sobresaliente. No podía quejarme; aunque no eran las mejores, que ésas, como siempre, eran para el pelota de Lorenzana. Así le premiaban los profesores por ser tan servicial con ellos: les afilaba los lápices, recogía sus mesas después de cada clase y se ofrecía voluntario para limpiar la pizarra o para ir a llenar el botijo en las tardes calurosas. Hasta le reía los chistes al de Geografía e Historia, que maldita la gracia que tenían.

Los tres, Josemari, Cortés y yo, teníamos un montón de planes para pasarlo bien durante las vacaciones. Iríamos al Puente de San Fernando a bañarnos en el río, en calzoncillos, para que no se enterasen en casa; a escarbar en las trincheras de la Ciudad Universitaria, en busca de balas como las que había encontrado Menéndez el año anterior; a jugar a las guerras en nuestra galería secreta en la montaña de Príncipe Pío, un túnel, reliquia de la contienda, que había servido para enlazar posiciones; al fútbol, en el Campo de las Calaveras; a las batallas, en los nichos de ametralladoras de la Dehesa de la Villa, utilizando piedras en vez de bombas de mano. Aprovecharíamos bien el verano antes que sonara la hora de volver al colegio.

Necesitaba disfrutar e intentar olvidar los últimos meses, en los que habían sucedido cosas tan tristes y desagradables como lo de Salvador o lo de padre.

A pesar de la diferencia de edad, Salvador era mi amigo: el mejor que he tenido. Sólo le conocía desde hacía un año, cuando vino a vivir al piso de al lado con sus padres, recién salido de la cárcel. Le veía sentado, en una silla de respaldo alto, tomando el sol en el corredor o tras los cristales de una ventana de su casa. Aunque al principio no me atrevía a hablar con él, enseguida intimamos.

Poco a poco, contestando a mis preguntas, fue contándome su historia. Era de un pueblo de La Mancha y no había ido a la escuela porque trabajó desde niño en el campo. Al cumplir los 17, se afilió a la UGT. Hizo la guerra con los rojos participando en numerosas batallas. Tras la derrota, volvió a su pueblo cuando le desmovilizaron; allí fue detenido, juzgado y condenado a muerte, pena conmutada más tarde por cadena perpetua. Durante los siete años que permaneció en la cárcel contrajo la tuberculosis y, cuando empeoró, le indultaron. Pero le prohibieron regresar a su tierra.

Pasábamos muchas horas juntos; sobre todo, las tardes de los sábados y los domingos y festivos. Mis amigos iban esos días al cine con sus padres y yo, como padre libraba entre semana, me quedaba en casa. Y Salvador apenas salía.

–Me gusta salir un rato a pasear, no te creas. Pero luego, al volver, subir los tres pisos me fatiga mucho; me ahogo, me falta aire.

Cuando hacía buen tiempo nos sentábamos al sol en el corredor, entre su puerta y la mía, cargados de lectura. Yo, tebeos o una novela del Oeste o de Biblioteca Oro; las iba cambiando, por un real, en una cacharrería de la calle de la Madera. Salvador, algún libro o el diario Madrid, aunque, con frecuencia, daba de lado la lectura y, sin levantarse, ensimismado, descansaba la mirada en el cielo, enfrente.

Sentado al sol en el suelo, sudoroso, mis ojos a la altura de sus rodillas, me admiraba que Salvador, envuelto en una manta hasta la cintura, pudiera soportar tanto abrigo. Un día se lo dije.

–¿Sabes?; hay un frío que está en el ambiente y, más o menos, lo acusamos todos igual. Pero hay otro que sólo sentimos algunos y no desaparece ni en los días más cálidos. Es mi caso. Ahora; antes no era así. Pero cuando pasas años en la cárcel, el frío y la humedad se meten hasta los huesos y no te abandonan ya.

Fue una de las raras ocasiones en que me habló del presidio, porque, en general, rehuía el tema. En cambio, le gustaba hablar de su llegada con otros paisanos a Madrid, cuando estalló la guerra, para incorporarse al 5º Regimiento; del hambre, el frío, la suciedad, las ratas y los piojos en las trincheras; del miedo insuperable cuando debían atacar; de la creciente insensibilidad cuando mataban a un compañero. Y de la envidia que sentían de los que, heridos, iban a los hospitales de retaguardia.

Pero, cuando de verdad se animaba, era al evocar sus años de juventud. Con la mirada perdida, se recreaba desgranando sus recuerdos; el olor de la tierra al desmenuzarla con la azada; la caricia de la brisa en la cara; la alegría de la vendimia; los bailes en la plaza; la despedida de los quintos; la misa del gallo. La inauguración de la Casa del Pueblo; las huelgas por un salario justo; el miedo a la guardia civil, sobre todo en el bienio negro; la parcialidad de los curas, que tomaban partido por los propietarios. La llegada en el buen tiempo del cine ambulante o la visita de la “Barraca” de García Lorca. Y la novia, “la más guapa en cien leguas a la redonda”, cuyas cartas fueron espaciándose hasta que, en la última, le comunicaba que se casaba con otro.

–Hizo bien. Figúrate; tres años de guerra, viéndonos de tarde en tarde, en algún permiso. Y luego, para rematar, la cárcel; al principio, salvo los padres y la mujer, si estabas casado por la iglesia, no autorizaban visitas. Se cansó de esperar. Además, yo no soy ni sombra del que fui; casi no soy ya ni un hombre. Hizo lo que debía.

A diferencia de otras personas mayores, Salvador escuchaba y explicaba las cosas con tanta sencillez que yo las entendía. Lo que yo prefería era que me contara historias, ya fueran de él o de sus amigos, del frente o de la lucha sindical contra los caciques. A veces, me avergonzaba de mi insistencia y, disimulando, le provocaba con indirectas. No siempre me salía bien el truco: recuerdo un domingo que llevábamos largo rato en silencio.

–Salva, me estoy aburriendo.

–¿Por qué? ¿No tienes nada para leer?

–Sí, pero no me apetece. ¡Es que me canso de tanto leer!

–Debes leer mucho. Tú tienes suerte, sabes leer desde que eras bien pequeño. Yo no aprendí hasta los 19, en la Casa del Pueblo. Lee todo lo que caiga en tus manos. Es igual de lo que trate: tebeos, las novelas del Coyote, como esa que tienes ahí, libros y hasta el periódico. Todo. Tiene razón tu padre cuando dice que, hoy en día, los periódicos están llenos de mentira y propaganda. No importa: cuando hayas leído mucho sabrás separar el grano de la paja. Y tendrás criterio y serás capaz de juzgar lo que es bueno y lo que es malo, lo que conviene al pueblo y lo que no. Anda, sigue con don César de Echagüe.

–¿Tan importantes son los libros?

–Todo está en los libros. Por eso los queman aquellos que quieren que la gente siga en la ignorancia. Como los que mandan hoy. Ha pasado siempre, en todas partes, y ahora vuelve a pasar aquí. No están al alcance de todos, prohíben la publicación de muchos y persiguen a los que los leen.

Entre las cuatro o cinco decenas de sus libros, ocupaba un lugar preferente uno, sin cubiertas, con las hojas amarillentas y deterioradas por el uso, que rara era la ocasión que no lo tenía cerca. Le faltaban también las primeras páginas, esas que llaman de respeto y en las que figura el título, los autores y la editorial.

–Me lo regaló un compañero de celda que, una madrugada, cuando se lo llevaron para fusilarlo, me lo entregó diciendo: “A donde voy, a mí ya no me va a hacer falta”. Era también manchego. Desde entonces, el libro me ha acompañado siempre. Me sirve para avivar mis recuerdos.

Hizo una pausa y después, animándose poco a poco, continuó:

–Oye, yo, que hasta la guerra no había salido de mi pueblo, he recorrido media España. Y aunque no conozco otros países, estoy seguro que éste es el más bonito del mundo. He visto el mar y las playas, cuando los fascistas tomaron Tortosa, cortando nuestras líneas y empujándonos hacia Castellón. Y la huerta valenciana, que es un milagro: un milagro creado con el sudor de los hombres y no por ningún santo. Cuando nos dieron la orden de rendirnos, que de haber sabido lo que nos esperaba hubiera sido mejor morir luchando, nos llevaron prisioneros a bastantes kilómetros de Valencia, en medio del campo. Allí, casi sin comida y bebiendo de las acequias, pasé dos meses. Para mí, que desde niño he sido labrador, era un gozo, el único que tuve en ese tiempo, contemplar cómo iba reventando la tierra con la primavera. El agua abunda y el suelo es rico, pero es el trabajo el causante del prodigio. Aquí, en el libro, hay unos versos sobre la huerta que, de tanto leerlos, me los sé de memoria.

Y me recitaba un poema del que sólo recuerdo algunas estrofas:

“Entre naranjos y limoneros
crecen, fecundos, los arrozales
y son alfombra de tus senderos
las madreselvas y los rosales.”

El libro se titulaba “España, mi patria” y en él, dividido por regiones, se resumían las características de cada provincia, con reseñas y retratos a plumilla de sus hombres más ilustres.

–La portada la arrancó un carcelero que decía que no teníamos derecho a mirar ese título, que la patria de los rojos era Moscú. Y las hojas que faltaban, como tenían mucho espacio en blanco, a falta de otro papel, las usé para escribir cartas.

Leyendo el libro, descubrí que existían otros personajes que no figuraban en los de Historia que yo estudiaba. Como Salmerón, que prefirió dimitir como Presidente antes que firmar una sentencia de muerte. O Mariana Pineda, ejecutada por bordar una bandera republicana. O el general Riego, liberal, en cuyo honor se compuso el himno que luego fue el de la República.

En sus ratos libres, padre solía echar largas parrafadas con Salvador. Siempre en voz baja, que padre decía que las paredes oyen y nadie sabe lo que hacen con lo que escuchan. Añoraban los años anteriores a la guerra y analizaban las posibilidades de que volvieran de nuevo. Las conversaciones concluían con padre intentando infundirle ánimo.

–Hay que seguir luchando, Salvador, para ayudar a que las cosas cambien y estar preparados cuando llegue ese día.

–Ya, pero yo ya no puedo más. No sólo he perdido la guerra y la salud; también la ilusión.

Las esperanzas reverdecieron cuando, en el mes de diciembre, por mandato de la ONU, los embajadores se retiraron de España. Padre y Salvador confiaban en que aquél sería el primer paso, que proseguiría con los tanques aliados atravesando la frontera para derribar a Franco y restituir la República.

Para seguir con el desarrollo de los acontecimientos, según padre, no servían los periódicos; mentían tanto que sólo eran aprovechables para envolver los bocadillos o sustituir en sus funciones al papel higiénico. De acuerdo con esa idea, pese a las protestas escandalizadas de madre, que pensaba en cien maneras mejores de gastar nuestro escaso dinero, padre se presentó en casa con una radio debajo del brazo: la había comprado a plazos. Así podríamos recibir información veraz a través de los noticiarios en castellano de las emisoras extranjeras.

Tras arduos esfuerzos, haciendo malabarismos con un cable a modo de antena, consiguieron encontrar en el dial Radio España Independiente. Salvador, padre y yo, con la oreja pegada al altavoz, tratábamos de descifrar lo que decían. Inútil pretensión porque, además de las constantes fluctuaciones en la intensidad del volumen, la voz llegaba acompañada de zumbidos, pitidos y ronquidos. En opinión de Salvador, los ruidos eran producidos por el gobierno para interferir las emisiones.

Después de cada audición, ellos rezumaban satisfacción y yo estupor. Yo no entendía su alegría porque, gracias a las dichosas interferencias, aparte de alguna palabra suelta sin especial significado, no lograba oír ninguna frase que tuviera sentido. Sin embargo, quizá por el superior entendimiento propio de los mayores o, lo más probable, porque los dedos se les hacían huéspedes, ellos comentaban con entusiasmo las noticias escuchadas. Pronto abandoné las audiciones: me aburría. Y además estaba lo de la manta. Para evitar oídos indiscretos, tapábamos el aparato y a nosotros mismos con una de matrimonio y, a los cinco minutos de estar así cubiertos, yo me asfixiaba.

Madre tenía fama, mala, por su carácter exigente y perfeccionista y yo era víctima propiciatoria de ese afán. En su deseo de hacer de mí un ser intachable, a la menor travesura me obsequiaba con un monumental rapapolvo que concluía con la amenaza de “contárselo a tu padre”. No me inquietaba el anuncio porque, si padre estaba allí durante el chaparrón, buscaba la manera, a espaldas de madre, de hacerme un guiño de complicidad.

Hacía tiempo que madre, temerosa de que Salvador me contagiase la tuberculosis, venía insistiendo en que no frecuentase su compañía. Yo, empleando la misma táctica que usaba padre con ella (fingir que escuchaba atentamente y luego no hacer caso de lo que decía), tan pronto se daba media vuelta, salía corriendo a reunirme con Salvador. Pero lo de la manta fue la gota que colmó el vaso: vernos a los tres refugiados bajo aquel paraguas, las cabezas próximas, fue excesivo para su paciencia. Y esta vez las regañinas fueron para el cabeza de familia. Padre aguantó estoicamente los sucesivos aluviones hasta que una tarde, acusado de no querer a su único hijo, explotó:

–¡Joder; si quieres que nuestro hijo no coja la tuberculosis, tendrás que meterlo en una urna! Vamos a ver: ¿cuántos la tienen entre sus compañeros del colegio? ¿Y en la vecindad; conoces una sola familia en que no haya alguno? ¿No ves que está tan extendida que no hay forma de evitar que entre en contacto con ella? Será un milagro si se libra. Y si no es así, no podremos echarle la culpa al pobre Salvador, que demasiado hace enseñándole cosas serias. ¿Quieres que se libre, eh? ¡Pues mételo en una urna, coño!

Fue una de las pocas veces que oí a padre, cabreado, gritarla. Dio resultado: madre no volvió a hablar de sus miedos.

Menos de dos meses les duró a ambos la dependencia del aparato; primero Salvador y enseguida padre, perdida la fe en unos aliados que no parecían dispuestos a usar sus ejércitos contra el dictador, abandonaron la vigilia junto al altavoz. Despojada de su elevada misión, la radio fue expulsada del pedestal para pasar a los dominios de madre, quedando relegada a difundir seriales y la llamada canción popular.

A comienzos de la primavera, Salvador recibió autorización para regresar a su pueblo y, de inmediato, sus padres iniciaron los preparativos para levantar la casa. Mientras les veía empaquetar sus enseres, me preguntaba si la separación sería definitiva. Al despedirnos, en el pasillo, en el mismo lugar donde tantas veces habíamos tomado el sol juntos, me estrechó la mano como lo hacen los hombres.

–¿Cuándo vas a volver?

–No creo que vuelva.

–¿Nunca?

–Es probable.

–Entonces, ¿qué va a pasar con nosotros? ¿Ya no somos amigos?

–¡Claro que sí!; tú y yo siempre seremos amigos. Yo no pienso olvidarte y espero que tú a mí tampoco. Pero ahora, que por fin me dejan, necesito volver a mi pueblo; allí nací y allí me hice hombre. Venga, no te pongas triste; a lo mejor cualquier día vienes con tus padres a visitarme al pueblo. Toma: para que te acuerdes de mí, te regalo este libro que tanto te gusta.

Desde lo alto del descansillo, la mano de padre apoyada en mi hombro, como si quisiera protegerme, y en las mías el libro sin cubiertas, les dimos a los tres nuestro adiós mientras bajaban la escalera. Lo último que vi fue la encorvada espalda de Salvador que, como único equipaje, cargaba con la manta que solía usar para abrigarse.

Después de su marcha y, en particular, los fines de semana, me encontraba tan perdido como un perro sin amo. Me refugié en la lectura; sobre todo, en el libro que Salvador me había regalado. Algunos churretones de mi merienda se añadieron a las manchas anteriores.

Como las desgracias nunca vienen solas, no tardó padre en ser despedido. La policía cerró la sala de fiestas donde trabajaba, en los bajos del cine Bilbao, a causa de una pelea a tiros, por los favores de una prostituta, que dejó malheridos a un hombre y a la mujer. La mujer no era una don nadie, sino la hija de un personaje y, para acallar el escándalo y dar alguna satisfacción al individuo, clausuraron el negocio.