Le estamos muy agradecidos a Hermann da Fonseca-Wollheim, Polly Toynbee, Jean Tsushima, Anne Wollheim, Bruno Wollheim, Emilia Wollheim, Mary Day Wollheim, Nikki Wollheim, Pat Wollheim y Rupert Wollheim por facilitarnos las fotografías que aparecen a lo largo del libro y por aclararnos a quién pertenece cada una.
Nuestra más sincera gratitud a R. B. Kitaj por dejarnos reproducir Wollheim y Angela.
Asimismo, le agredecemos a Mary Day Wollheim el habernos permitido reproducir su dibujo titulado Richard en su mesa de trabajo.
A Malcolm Budd, Peter Dale, Karl Miller y Rupert Wollheim les estamos agradecidos por haberse leído el texto mecanografiado y por sus estimulantes comentarios y sugerencias.
Nuestro más sincero agradecimiento a Jane Miller por las opiniones, el tacto y el sentido del humor de los que ha hecho gala durante todo el proceso de edición.
1. Wollheim y Angela, R. B. Kitaj, 1980, reproducido con permiso del artista.
Es temprano. El vestíbulo está oscuro. La luz ribetea la puerta principal. Los cristales de color violeta de la puerta centellean. El pestillo está levantado. Un segundo después estoy de pie, afuera, a pleno sol. Puedo aspirar el perfume de las flores y del aire cálido. Escucho el zumbido de las abejas en la lavanda. La mañana avanza, un pájaro asustado brinca a toda velocidad a través del rocío. Su pecho tiembla, se hincha, se deshincha, y su canto me chirría en el oído. Levanto la vista y veo que el jardín y todo lo que hay en él se mueven. Las flores se mueven, la lavanda se mueve y el árbol se mueve sobre mí. Estoy de pie, a pleno sol, mi cuerpo se inclina hacia delante y empiezo a caminar. Sé que si doy un paso más, tropezaré, y si tropiezo y no hay una mano que me sujete, me caeré. Miro hacia arriba, busco la mano que siempre me ayuda, pero esta vez no la encuentro y deduzco que si tropiezo o, mejor dicho, cuando tropiece, y en ese preciso instante la espera termina y por fin tropiezo, ¿me caeré o no me caeré? Sí, me estoy cayendo. ¿Fue entonces, en ese preciso instante, cuando quedé suspendido por arte de magia en la primera luz de la mañana y parecía que el delicado perfume que desprendían las flores y la suave música de los insectos y los pájaros, habían sustituido por un momento a la mano ausente, o quizá fue inmediatamente después, cuando la magia se desvaneció y estaba a punto de darme de bruces contra las piedras del camino, fue entonces cuando hice por primera vez lo que haría después en tantas ocasiones, cada vez que me cayera, y extendí los brazos, separé los dedos formando un abanico, no tanto para amortiguar la caída o para que ésta no fuera tan brusca, sino más bien para engañarme, para decirme que la situación no era tan crítica, que el desastre no era tan inminente y que en realidad no me estaba cayendo, sino que descendía cómodamente por el aire, que cuando aterrizara seguiría igual, limpio, sin heridas ni deshollones, como antes de tropezar, y que no me haría pis de miedo?
Cuando tomé tierra, una gran espina de rosal que había estado esperando en el camino de grava, quizá desde que se desprendiera del tallo al amanecer, se cruzó en mi camino y se me clavó bajo la uña del pulgar, abriendo un canal en mi piel como un cortafrío, sin encontrar resistencia, hasta detenerse en la temblorosa almohadilla de carne rosácea de debajo de la uña.
Gritos de sorpresa, gritos de dolor, de agravio, resonaron por todo el jardín e hicieron pedazos la quietud de la mañana.
En cuestión de segundos, alguien que había advertido mi ausencia salió corriendo de la casa y me tomó en brazos con brusquedad. Me apretó contra su delantal almidonado con una fuerza impresionante y desanduvo a toda prisa los escasos metros de camino que yo había conseguido recorrer. Pero esta vez el pecho protector ocultaba los sonidos y los perfumes del exterior que tanto me habían atraído. Y sólo cuando regresé a la seguridad del hogar y comprendí que no tenía que haberme escapado, cuando me dejaron de nuevo en la oscuridad y el olor a hume-dad del vestíbulo se mezcló con el del delantal, un olor que anticipaba el castigo, fui recuperando poco a poco mis sentidos. Y entonces, le llegó el turno al olvido.
El olvido descendió. Descendió con un frufrú, el frufrú aparatoso y pesado del telón de terciopelo que caía súbitamente desde el arco dorado del proscenio de algún teatro de ópera o de variedades, levantando al caer un olor a serrín que se fundía con las corrientes de aire frío y polvoriento que llegaban de detrás del escenario y secaban las fosas nasales. En el colegio, sabía que lo que me diferenciaba de los demás era que yo era capaz de reconocer ese olor y ellos no. Estaba familiarizado con aquel aroma desde mis primeras visitas a los camerinos en compañía de mi padre, unas visitas que a veces me brindaban momentos de excitación y otras, la mayoría, de vergüenza, como aquella vez que una troupe de chicas de dieciocho años que acababan de bajar del escenario a la carrera camino de los camerinos gritándose las unas a las otras: «Cariño», «Querida», «¿Le has visto?», me rodearon sin querer y tuve la osadía de esperar que la desgracia o la confusión me permitieran rozar sus cuerpos caballunos cuando pasaran a mi vera de puntillas. Mis esperanzas no se cumplieron. Las chicas me observaron a través de las pestañas postizas, de las cascadas de tirabuzones que se les pegaban a las mejillas por culpa del sudor, y, al final, cuando llegó el momento de juzgar mi cuerpo infantil, una tomó aire, otra chasqueó la lengua, una tercera chistó y después recuperaron velocidad, giraron bruscamente, pasaron de largo y se perdieron en sus camerinos. De aquellos breves sonidos que emitieron las chicas saqué varias conclusiones. Lo primero que expresaban era sorpresa, sorpresa por mi presencia. Detrás de la sorpresa detectaba un deseo de protegerme como a un hermano menor, y en un plano más profundo todavía se adivinaba la vergüenza que sentían porque aquello de lo que tenían que protegerme guardaba alguna relación con ellas. En última instancia, el sentimiento más íntimo que albergaban era el desdén absoluto por esa debilidad mía en virtud de la cual yo precisaba protección, al menos desde su punto de vista. ¿Por qué, se preguntaban, lo que era bueno para ellas no lo era para mí? Siempre que recordaba esa situación, evocaba el temor que se reflejaba en el rostro de mi padre cuando las miraba a ellas y luego a mí, y su expresión de alivio cuando volvía a mirarlas de vuelta.
Como habrá adivinado el lector, pasaría mucho, mucho tiempo, antes de que consiguiera rozar un cuerpo femenino.
* * *
Durante muchos años, los años anteriores al inicio de mi singladura por el arroyo de la vida a bordo de la nave del Dr. S. –una imagen a la que me aferraba para describir esas sesiones tensas, cargadas de humo de pipa, en las que la armonía que anhelaba se escabullía cada vez más lejos y la sustituían preocupaciones sin sentido–, me encantaba pensar que este episodio aislado que, como se desprende de mi crónica, recuerdo de modo tan fragmentario, era el origen de algunas de las emociones que fueron tomando forma durante los años posteriores. Y al hacerlo, me entregaba a la más arraigada de todas ellas: la sensación de que mi primer yo, el más fácil de identificar, con sus deseos primitivos, sus abusivas exigencias y su desconsuelo característico era lo más auténtico que tenía, y que si intentaba alterarlo en modo alguno me estaría traicionando a mí mismo.
La primera de las manías que asociaba a esta desventura infantil es la animadversión que desde tiempo inmemorial siento por los lugares de reposo, esos sitios que ofrecen calma y silencio a los sentidos, donde la sombra del atardecer, la dulce brisa y el murmullo de la conversación acompañan de forma natural a la jornada. La mayoría de la gente los adora. Mi padre, por ejemplo, en sus últimos años sólo frecuentaba este tipo de lugares. A esta categoría pertenecen los jardines que hay alrededor de las piscinas, con sus mesas y sus sombrillas a rayas, donde se escucha el chapoteo del agua y los gritos de los bañistas, y se percibe el olor intenso y dulzón del cloro; los parques municipales donde los ancianos afinan la puntería jugando a la petanca; las terrazas parapetadas de los suntuosos hoteles que en mi niñez sólo conocía por las etiquetas de las maletas de mi padre, esos hoteles donde los camareros deambulan sin rumbo fijo entre las mesas, ora doblando una servilleta, ora deteniéndose para admirar las vistas que ofrece el lago, la línea de la costa o las montañas que se yerguen a lo lejos; o mi dormitorio, donde me dejaban después de comer para que durmiera la siesta. Corrían las cortinas contra la luz del día y sólo se escuchaban los ruidos amortiguados de la casa: el agua corriendo por las tuberías, los crujidos de la escalera o el ronroneo de la aspiradora que se pasaba a última hora de la tarde. Siempre que me encuentro en este tipo de lugares llega un momento en que me da por pensar que no tengo derecho a disfrutar de los placeres que se me ofrecen. Que se los han birlado a otro, y que si quiero disfrutar de ellos tendré que pagar. El precio será alto, y la moneda que debo utilizar, cruel. Mi padre tenía una máxima que regía mi infancia, un mandato en el que insistía tanto que seguramente él también lo había padecido: pasara lo que pasara no debía pronunciar jamás la palabra «aburrimiento». Pues bien, el aburrimiento es precisamente la moneda con la que tendré que pagar para disfrutar de los placeres del silencio y de la quietud. En cuanto mi cuerpo comienza a relajarse al compás de las primeras sensaciones placenteras, éstas se me congelan en algún lugar impreciso, localizado detrás de los ojos y de la nariz, penetran inmediatamente dentro de mí con la insistencia de un taladro, y hacen saltar por los aires la poca serenidad que había experimentado hasta entonces, aquella por la que debía pagar, antes casi de haber empezado a saborearla. Cuando el Dr. S. me señaló que era importante no olvidar la otra acepción de la palabra «aburrimiento», me di cuenta de que yo siempre la había entendido en ese sentido*.
Todavía hoy, cuando estoy a solas, concentrado en mi trabajo; cuando más cerca de la felicidad me encuentro, cuando menos preparado estoy para un giro de la rueda de la fortuna, escucho una voz interior que intenta decirme algo. Al principio tengo la sensación de que son palabras sueltas, que carecen de significado, pero enseguida se me hace la luz. «No puedo hablarte», dice la voz, lentamente, en un tono distraído, delicioso en cierto sentido. «No sé por dónde empezar». Las palabras son siempre las mismas, las escucho en el mismo orden, la misma expresión, anticipando el agonizante final: «No sé por donde empezar a hablarte de lo horrorosa, terrible y espantosa que resulta mi vida.» Éstas son las palabras. Y, si no lo interpretara como un hecho natural, que es lo que suelo hacer, la única explicación que puedo ofrecer es que pronuncio esas palabras para declarar –«declarar» en el sentido en que uno declara algo en una aduana– que no le debo nada a nadie, que no necesito extender ningún cheque a favor de los infelices del mundo y pagarles de mi propio bolsillo con nosecuántas monedas de aburrimiento. Estoy declarando que no le he robado nada a nadie, que no disfruto de un bien ajeno, y que por tanto no hay ninguna necesidad de que el aburrimiento me siga taladrando. Puede que haya otra explicación, pero ésta es la única que se me ocurre.
Otro de los hechos que relacionaba con este temprano recuerdo es la atracción que desde siempre he sentido por el peligro. Y digo «atracción» en lugar de «pasión» porque no amo el peligro, sino que su presencia hace que mis miedos se atenúen en cierta medida. En cualquier caso, esta atracción es una vieja conocida de mis horas solitarias. Incluso ahora, mientras estoy sentado aquí, mientras escribo estas palabras que sé que no son las que tú, lector, leerás, pues las escribiré y reescribiré una y otra vez; incluso ahora, a las once de la noche, desde este piso grande y destartalado de San Luis, una de las «ventajas» de mi cargo de profesor visitante, un tercer piso con vistas al parque, oscuro en esta noche sin luna; incluso ahora podría –y si las circunstancias experimentaran una mínima variación sin duda lo haría– levantarme de esta silla, caminar hasta la puerta, abrirla, torcer a la izquierda, luego a la derecha, abrir de un tirón la puerta con el cartel de «Salida», bajar las escaleras de cemento hasta el aparcamiento, un escenario idóneo para un asesinato, entrar en mi coche azul alquilado, meter la llave, poner el motor en marcha y conducir por la ciudad, dejar atrás el barrio antiguo, los edificios de ladrillo, los bloques de oficinas con sus frontones y sillares de esquina, los grandes almacenes anticuados que todavía llevan el nombre de su propietario original tallado en piedra, hasta cruzar el traqueteante y oxidado puente metálico y llegar al enloquecido Este de San Luis, al barrio que los lugareños conocen como «el campo de batalla». En la tranquila noche sureña las mujeres esperan en la acera, los brazos en jarras, y el más monótono de los placeres me hace señas. Cuando el semáforo se pone rojo y los hombres, hombres con boinas o gorras de cuero bajadas hasta las cejas me examinan, uno de ellos, un joven de aspecto feroz, se acerca a mi coche. El terror que venía buscando se apodera de mí. Después, cuando la luz del semáforo cambia, preparo mi huida, acelero, atisbo la seguridad delante de mí, y tengo que preguntarme a mí mismo: ¿No es este lugar donde el peligro está al acecho, mi sitio natural? Y entonces tengo que recordar que esto lo piensa la misma persona que nunca ha podido montar en la montaña rusa, ni entrar en la casa encantada; que jamás ha visto una película de terror, que nunca ha hecho ni ha querido hacer ninguna de estas cosas. Un tipo que en el colegio, cuando sabía que tendría que subirse a un trapecio durante treinta segundos se ponía malo tres días antes sólo de pensarlo. Y es que este tipo de aventuras, aunque también me aterraban, no llevaban implícita la recompensa de la atracción por el peligro.
Un sentimiento más que relacionaba con el famoso episodio, es la vergüenza que he sentido durante toda mi infancia y adolescencia, incluso después, por la falta de confianza en el cuerpo, ese compañero inseparable que tantas veces me ha fallado. Siempre que necesito su apoyo o su cooperación reacciona con torpeza, debilidad, pusilanimidad e incontinencia. Una de las cosas que más me gustaba en mi niñez era confeccionar toda clase de listas. Cualquier excusa me valía. Hacía listas de las velas de los barcos sin conocer su función, de nombres de filósofos sin saber quiénes eran. Uno de los temas que más placer me producía eran las listas de amantes de la realeza, hombres y mujeres de los que ni siquiera sabía cómo se ganaban el sustento. Hacía listas de banderas de países, de sus capitales y de los ríos que pasaban por esas ciudades. De mariposas, de mariscales napoleónicos y de sastres londinenses, parisinos, venecianos y de muchas otras ciudades. Durante un viaje me impuse la obligación de anotar los nombres de los lugares por los que pasábamos como si se tra-tara de un asunto de vida o muerte. Empecé con un cuadernito rojo que se me acabó enseguida y llené varios más con un lápiz que siempre se quedaba sin punta en el momento más inoportuno. La necesidad me hizo aprender los incontables modos de descubrir los nombres de los sitios que un niño sentado en la parte trasera de un coche tiene a su alcance. Los nombres de las ciudades y de los pueblos más cercanos se podían leer en los letreros de carretera de color negro y amarillo como las avispas, en las comisarías de policía, en los mojones antiguos, y, en muchos países, en los postes indicadores adornados con un florón circular o en forma de cucurucho. Los mayores, o por lo menos los que yo trataba, desconocían estas pistas, por lo menos hasta que estalló la guerra y las autoridades las suprimieron para no dar pistas a los paracaidistas enemigos e hicieron ostentación de ello. Pero para un niño como yo, que si no escribía el nombre de un lugar en el cuadernillo era como si no hubiera estado allí, estos signos tenían un valor nacido de la desesperación. Y, de todas las listas que elaboraba, la que más me obsesionaba –una lista que jamás habría osado poner por escrito– era el catálogo de las distintas marcas que mi cuerpo utilizaba para expresar su incapacidad o su incontinencia. Memorizaba las variadas formas, colores y contornos, nítidos o borrosos, de las costras, los cardenales o los raspones, y no me quedé satisfecho hasta confeccionar una lista mental de las manchas informes que mancillaban de deshonra la ropa interior de un niño debido a las secreciones corporales, e intentaba aprendérmelas de memoria a pesar de que luego intentara eliminar su rastro físico en el santuario del cuarto de baño.
También podría haber relacionado con esta escena –y al hacerlo me habría adentrado en un territorio muy peligroso– la convicción de que el castigo, administrado en circunstancias controladas al detalle, me acercaba al conocimiento íntimo de mi persona, una de las experiencias más importantes para mí una vez que dejé de ser un niño. La consecuencia del castigo era la confesión. La confesión me permitía averiguar qué era lo que había hecho sin deber. Y en la conciencia de que había hecho algo que no debía a pesar de que me moría de ganas de hacerlo, se encontraba mi verdadera esencia. Durante muchos años la palabra «prohibido» fue la más conmovedora de mi vocabulario. Placeres prohibidos, pensamientos prohibidos, libros prohibidos, comidas prohibidas, películas prohibidas y, para englobarlos a todos ellos, la metáfora más hermosa, «fruta prohibida».
Podría –debo subrayar esta palabra–, podría relacionar todos estos sentimientos con aquel primer recuerdo. Pero siempre he sido consciente de que se trata de afirmaciones a posteriori que no nos permiten conocer mejor el pasado o explicar por qué el pasado se repite en el presente.
* * *
Nací el 5 de mayo de 1923 en una clínica londinense de Torrington Square, una plaza formada en aquel entonces por edificios de principios del siglo XIX que fue destruida durante la guerra. Hay una hilera de casas que sobrevivió a los bombardeos, pero ignoro si el edificio donde estaba la clínica en la que nací fue uno de los que se salvó. Con todo, sé en qué número de la plaza estaba la clínica y, si se encontrara todavía en pie, estaría a doscientos o trescientos metros de la facultad donde he dado clase durante más de treinta años. Si añado que, durante los últimos veinte años de mi carrera como docente, mi facultad se encontraba exactamente en esa misma plaza, más o menos en frente de la casa donde mi madre nació y pasó los primeros seis años de su vida, y que jamás me he acercado a ver la casa, podría parecer que existe una armonía en mi vida que me es absolutamente indiferente. Lo único que puedo decir es que la armonía y las coincidencias son dos cosas bien distintas.
A mi madre le impresionaban mucho las coincidencias, éstas y muchas otras. Para ella las coincidencias formaban parte de la vida, y pensaba que eran el vínculo más fuerte que podía existir entre dos vidas. Me preguntaba si no me parecía una coincidencia que alguien hubiera asistido al mismo colegio que mi hermano, o que un amigo suyo compartiera mis mismas iniciales. «¿Crees en las coincidencias?», me decía a veces, cuando lo que quería decir era: «¿Eres consciente de lo importantes que son las coincidencias?» Si le preguntaba por el ballet ruso, o por la vida de mi padre, lo más problable era que contestara: «¡Qué coincidencia! Precisamente la semana pasada escuché a alguien hablar del ballet ruso». Y luego añadía: «¿Es que se ha puesto de moda otra vez? Porque yo podría contar muchas cosas sobre este tema» o «¡Qué coincidencia! Precisamente hoy estaba pensando en papá. Es imposible que tú lo supieras», y añadía: «¿O sí lo sabías?», y pensaba que estas coincidencias eran mucho más interesantes que lo que yo le había preguntado, y que yo debía compartir su parecer. A decir verdad, jamás me daba la información que le pedía. Nunca respondía a las preguntas que le hacía. No le gustaba.
De vez en cuando mi madre mencionaba lo mucho que le gustaría que un día la llevara a la casa donde había nacido, un edificio que en aquella época se encontraba dentro de la universidad donde yo trabajaba. «¿Harías eso por mí?», me preguntaba, o hablaba de la visita dándola por hecha, como si la gente que trabajaba allí estuviera igual de interesada que ella en esa visita. Casi nunca distinguía entre sus pensamientos y los ajenos, pues pensaba que todo el mundo estaba pendiente de lo que ella hiciera o dejara de hacer. Y no quería defraudar a la gente.
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Después de casarse, mis padres vivieron siempre fuera de Londres. Fue mi padre quien lo decidió. Desde que llegó a Inglaterra desde París en 1900 siempre había vivido en Londres, salvo durante la Gran Guerra, como la llamábamos en mi niñez, época que había pasado en Aylesbury. En 1920 se casó.
El matrimonio, pensaba, exigía un cambio. Las familias necesitaban aire fresco. Aunque yo pagué muy cara esta decisión, en cuanto me di cuenta de lo poco inglesa que era su forma de pensar, le perdoné: si mi padre hubiera trabajado en París o en Berlín habría hecho exactamente lo mismo. Mi forma de rebelarme consistía en pensar que los caminos, las casas y los bosques donde crecí se encontraban en algún frondoso suburbio francés o alemán, como Neuilly-sur-Seine, Wannsee o Schwabing, donde siempre sopla el aire fresco. El lugar donde realmente vivía fue uno de los primeros problemas que me planteé. Me preguntaba si era importante y hasta qué punto.
No sé en qué medida la decisión de vivir en los suburbios afectó a mi padre. Sin duda le liberó de la familia que se suponía que la había motivado. Salvo los fines de semana, cenaba en casa como mucho ocho o nueve veces al año. Casi siempre volvía de Londres pasada la medianoche. Desayunaba en la cama una compota de manzana, una finísima tostada, té, un vaso de agua caliente y unas cuantas pastillas, y salía de casa con paso firme a las ocho y veinte. Su cara lucía un afeitado perfecto. Elegía el abrigo que se iba a poner con mucho cuidado. Luego metía un brazo en la manga, sacudía el abrigo hasta dejárselo sobre los hombros, metía el otro brazo, recogía la correspondencia y el periódico y recorría corriendo la escasa distancia que separaba la puerta principal del coche que le esperaba con el motor encendido. Todos sus amigos vivían en Londres.
Yo nací en Londres porque mi padre pensaba que, al menos en lo concerniente a cuestiones serias como un parto, fuera de Londres no se podía encontrar ningún médico de confianza. De hecho, era de la opinión de que los médicos ingleses sólo servían para atender a ingleses como nosotros, es decir, como mi madre, mi hermano y yo. Él tenía su médico en Berlín, y acudió a su consulta en aquella ciudad hasta que los acontecimientos históricos se lo impidieron. Cuando su médico venía a Londres a pasar unos días, mi padre le llevaba a un restaurante caro y ambos se ponían las botas de platos pesados, los mismos platos que su médico le había prohibido a varios miles de kilómetros de distancia. No obstante, había dos recomendaciones médicas que mi padre seguía a rajatabla. En primer lugar, todos los veranos empezaba un tratamiento en Marienbad, en Carlsbad o en Pau, que abandonaba a la semana para pasar el resto de las vacaciones en el Lido, en la Riviera o en Biarritz. Y, en segundo lugar, cada mañana se subía a la báscula, sacaba un lápiz dorado del bolsillo del pijama y apuntaba su peso con su delicada caligrafía germana en un cuadernillo que tenía atado a un cenicero de metal.
2. Richard Wollheim en brazos de su niñera, 1924.
Mi hermano había nacido tres años antes que yo en la misma clínica. Mi madre le dio el pecho durante una breve temporada, pero conmigo decidió no intentarlo siquiera.
El mío fue un parto sin complicaciones, pero estoy seguro de que a mi padre le entristeció. Para él era una muerte en miniatura, una de las muchas que componían su existencia. Gracias a estas muertes había conseguido sobrevivir, en cierta medida, a algunas extrañas mujeres que habían desfilado por su vida: la Gran Guerra, el matrimonio, la ciudad de Londres, su suegra, el nacimiento de mi hermano, que tanto placer le había proporcionado, y el mío. Muchas otras muertes en miniatura estaban por venir. Todas ellas las acabaría aliviando la gran muerte, con todos los miedos que acarreaba. No es que mi padre fuera una persona austera. No creo que se privara de nada, ni que pensara que la privación fuera una actitud virtuosa. Su forma de vengarse de sí mismo era más cruel todavía. Convertía el lujo en necesidad, de manera que, cuando no podía acceder a él, lo echaba de menos, pero actuaba como si estuviera presente.
3. Richard Wollheim, 1924.
Poco después de nacer me circuncidaron. Lo hizo un rabino, y me hicieron creer que lo había hecho con una guillotina para cortar puros. En teoría, me circuncidaron por motivos de higiene, pero puede que hubiera otras razones vestigiales. Me imagino que mi padre también estaba circuncidado, pero creo que nunca le vi desnudo, aunque muchas veces le vi vestirse por las mañanas. Estas ceremonias rituales a las que mi padre me invitaba uno o dos días después de regresar de uno de sus frecuentes viajes al extranjero, con la docena de corbatas que había traído de vuelta extendidas a los pies de la cama, fueron, con una excepción que mencionaré más adelante, la única educación moral que recibí de él. Sin embargo, en ellas aprendí algunas cosas que hoy en día aprecio mucho. Aprendí a elegir qué camisa ponerme por la mañana, aprendí a sujetarme los calcetines con liguero, a utilizar el dedo índice de la mano derecha para hacer un hoyuelo en el nudo de la corbata, a doblar un pañuelo y a echarle unas gotitas de agua de colonia antes de guardármelo en el bolsillo de la pechera y, sobre todo, aprendí que sólo prestando una atención escrupulosa a ese tipo de rituales puede un hombre mantener la esperanza de que su cuerpo sea tolerable para el resto del mundo. Pero, en lo que respecta al cuerpo en sí, mi aprendizaje se interrumpía en un momento dado de la ceremonia, cuando mi padre invariablemente me daba la espalda, y le veía manejar los largos faldones que en aquella época tenían las camisas. Después se pasaba la espalda de la camisa entre las piernas y, con un movimiento diestro, se la remangaba hasta la cintura, de manera que cuando se daba la vuelta otra vez, sus vergüenzas estaban envueltas en el lino de la camisa y en la seda de la ropa interior.
Unos treinta años después me di cuenta de la pérdida que había supuesto para mí, o quizá para los dos, el pudor de mi padre. Estábamos pasando las vacaciones en el norte de Gales y habíamos alquilado para pasar el verano la parte superior de un laberíntico castillo decimonónico. Una tarde, varios miembros de una numerosa familia de Bloomsbury, los hijos y los nietos de la anciana que nos había alquilado la casa, se sentaron en unas tumbonas a charlar, debajo de la ventana donde yo intentaba concentrarme para escribir. Algunos venían de nadar en el mar, otros habían estado leyendo, otro escribiendo con un lápiz en un enorme cuaderno, y se habían reunido alrededor de unas botellas de vino blanco que descansaban sobre el césped. Hablaban de un familiar que todavía no había llegado. ¿Era un tipo satisfecho o insatisfecho? ¿Era más de campo o de ciudad? ¿Se parecía más a un personaje de Tolstói o de Turguéniev? ¿Qué pintor le habría retratado mejor? ¿Qué pose le favorecía más? Sobre todas estas cuestiones había opiniones enfrentadas, pero cuando se formuló esta última pregunta, la de la pose, la voz estridente y seca de un hombre joven se alzó entre las demás: «Yo creo que papá está mejor en pelotas». Se escucharon gritos contenidos que decían «Eso, sí, sí», y un gran aplauso.
Cuando estas palabras llegaron a mis oídos, yo, que estaba sentado en mi escritorio redactando una obra que en cierta medida era una confesión, un texto que sabía que por uno u otro motivo jamás vería la luz, pensé en lo diferente que habría sido mi vida, en la suerte mucho más favorable que habría corrido el manuscrito que tenía entre manos si me hubiera encontrado en alguna ocasión en situación de proferir ese comentario, o si mi padre se hubiera dado la vuelta, aunque fuera tan sólo una vez, mientras se ponía los pantalones. No estoy insinuando que mi padre fuera reservado conmigo en el plano emocional. De hecho, nunca sentí que fuera más sincero que cuando se agachaba, se quitaba las gafas, me acariciaba las mejillas y me daba un «beso esquimal», como él los llamaba. Sospecho que conmigo, más que actuar con reserva, se aburría. Creo que le abrumaba la idea de tener que explicarle a un niño los caprichos de la vida, las emociones que me esperaban en los años venideros, en ciudades extranjeras, en el ambiente monótono y aburrido de su propia casa.
* * *
A las palabras que he escuchado por casualidad y a las cosas que he visto inesperadamente, sobre todo cuando hacía calor, situaciones que a lo largo de mi vida he experimentado hasta la saciedad, siempre les he dado un sentido que supera con creces su significado literal, por muy dramáticas que hayan sido las consecuencias de esta actitud.
Nada más licenciarme, cuando todavía no sabía en qué dirección orientaría mi carrera, estuve trabajando una temporada en una editorial londinense. Estaba enamorado de una chica de Oxford y, después de darle muchas vueltas, había llegado a la conclusión de que ella me correspondía. Sufría mucho por la distancia que nos separaba. Por aquel entonces vivía en una andrajosa casa de huéspedes de Cliveden Place que me había buscado un amigo, y solía telefonear a M., que era como se llamaba la chica, desde el teléfono público del vestíbulo. Un fin de semana la estuve llamando pero no logré dar con ella, a pesar de que habíamos quedado en hablar. Era un día soleado y, llevado por un impulso, decidí acercarme a Oxford. Caminé desde la sórdida estación de autobuses de Gloucester Green, un lugar donde tantas veces había terminado mis borracheras, hasta el convento donde vivía ella, pero, después de una serie de pesquisas infructuosas y de hablar con mucha gente antipática, abandoné mi idea inicial y me dediqué a deambular por esa ciudad que conocía tan bien. Las lilas acaban de florecer, el codeso caía en cascada sobre ellas y detrás de cada esquina podía percibir un leve sentimiento de angustia. El principio del verano en Oxford siempre me ha resultado pesado y siniestro. Me hace sentir que he perdido algo que todavía no he vivido. Ese sábado el cielo estaba en calma. Los malos presagios y los nubarrones estaban dentro de mí. El día tocó a su fin, y tomé el último autobús a Londres. La noche había caído y el autobús subía por una pendiente cerca de Marlow. Enormes árboles cuyos troncos blanqueaban a la luz de los faros aparecieron de pronto en el borde de la carretera. Entonces, me asomé a la ventanilla opuesta y vi un coche grande con chófer que venía en sentido contrario al nuestro, con la luz interior encendida. En él viajaba la chica a la que había ido a ver. Llevaba un vestido de raso azul y estaba apoyada en el regazo de un joven de una palidez extrema que iba de esmoquin. Su piel era tan blanca como la pasta de dientes.
En pocos segundos el coche desapareció, y estuve algunos días sin llamar a M. Cuando por fin regresé a Oxford, me explicó, con la tenue voz del que dice la verdad, que la habían llevado a un club nocturno, que había bebido demasiado y que ese chico no le interesaba lo más mínimo. A la que sí le interesaba era a su madre, porque pertenecía a una familia católica. Creí todo lo que me dijo, en la medida en que uno puede creer ese tipo de cosas. Pero creo que era consciente de que jamás les habría visto a los dos en aquel coche, de que el coche no habría llevado las luces encendidas, y de que, por consiguiente, no me habría inventado el resto de la historia si las cosas entre nosotros no hubieran llegado hasta el punto que las palabras tan amables que acabábamos de intercambiar ya no servían para nada. Gracias a esta premonición, la ruptura fue mucho menos dolorosa.
Pocos meses antes, cuando todavía me encontraba en Oxford, estaba trabajando en mi ensayo semanal con la ventana abierta y las ventanas del piso de arriba, donde vivía M. B. C., que por aquel entonces era mi mejor amigo, también estaban abiertas de par en par. Me llegaba el rumor de su conversación, pero era incapaz de distinguir las palabras. De pronto, escuché mi nombre, y luego un silencio que duró unos segundos. Fue mi mejor amigo quien lo rompió con la autoridad a la que siempre aspiraba. «Richard es un masoquista absoluto», dijo. Luego se escucharon unos murmullos apresurados y fui incapaz de adivinar si seguían hablando de lo mismo o habían cambiado de tema. Nunca se me había ocurrido pensar algo semejante. Y, sin embargo, durante muchos años permití alguna que otra vez que influyera en el concepto que tenía de mí mismo y en mis anhelos. Y si dejé que me afectara tanto fue en parte porque pensaba que alguien que tuviera una opinión tan bien formada sobre mi persona no podía estar equivocado.
El primer episodio de esta naturaleza que soy capaz de recordar tuvo lugar cuando tenía ocho o nueve años. Les acababa de dar las buenas noches a unos amigos de mis padres que habían venido a casa a pasar el domingo y luego me había retirado. Entre estos amigos se encontraba una mujer que, en mi niñez, yo consideraba que me tenía en alta estima. Se llamaba Lea S., y era una mezzosoprano vienesa, la cantante favorita de Lehár. Cuando llegué arriba, se me ocurrió regresar por sorpresa a la reunión. Creí que a los amigos de mis padres este gesto les parecería el no va más de sofisticación. Había bajado dos o tres peldaños sigilosamente, regocijándome en las risas y los aplausos que pensaba suscitar con mi aparición, cuando escuché la melodiosa voz de mi amiga, mi aliada. En su voz se escuchaban los reflejos dorados de su cabello. «Un chico tan bien parecido, Eric, es una pena que tenga esas orejas. Créeme, conozco un cirujano en Viena que me haría ese favor. Es sólo un pequeño corte de tijera y ya está. Al lado de la cabeza, hay que hacerlo con mucho cuidado.» Y creo que añadió: «Como si llevara un gorro», pero esto último no pude escucharlo con claridad, porque ya había regresado de puntillas a la cama. Las cortinas de terciopelo que se encontraban al pie de la escalera, las que un momento antes había pensado atravesar, sirvieron para cubrir mi retirada, pero, mientras subía las escaleras, me sorprendí pensando en otras cortinas, las que había visto unas semanas antes en una visita al museo de cera de Madame Tussaud. Aquellas cortinas ocultaban una obra que no les estaba permitido contemplar a los niños menores de dieciséis años pero que, como eran un poco cortas, dejaban ver unas sombras austeras y retorcidas que se reflejaban en el suelo y que estimulaban la imaginación calenturienta de los niños, que reconstruíamos una escena mucho más cruenta de lo que era en realidad. Lo que era de dominio público es que la obra era una réplica de una tortura que se practicaba en Argel, y que la luz eléctrica que creaba las sombras era el sol del Mediterráneo a mediodía, que era cuando se impartía el castigo. El instrumento de tortura era una gran rueda paralela al suelo. Era una rueda sin llanta cuyos radios terminaban en unas cuchillas largas y curvas. Alrededor de la rueda había un banco de madera. A la hora señalada, los gordos e indolentes carceleros se despertaban de la siesta, sacaban a los prisioneros de sus celdas y los ataban al banco. Luego ponían la rueda en marcha. A juzgar por las sombras que se reflejaban en el suelo, no todos los prisioneros estaban atados de la misma manera, sino que cada uno adoptaba una postura distinta. Algunas resultaban grotescas, otras cómicas, de acuerdo con los caprichos de los carceleros. Las heridas que recibían los prisioneros y el tiempo que tardaban en morir dependía de la postura en que les hubieran atado. Unos estaban inclinados hacia atrás apoyados en una estaca, de modo que la primera cuchilla les desgarraba el vientre y luego morían. Otros tenían el cuerpo tan separado que la cuchilla sólo les rozaba una mano o la rodilla, de forma que el prisionero, alejado de las cuchillas, moría desangrado. A los que habían atado de rodillas, la cuchilla los decapitaba a la primera vuelta. Debo admitir que, de todas las cosas que me sentí obligado a contarle al Dr. S., nada me avergonzó más que recordar las palabras de la cantante vienesa. Y eso que yo no tenía ninguna culpa. Ella había hablado y yo la había escuchado por casualidad.
4. Richard Wollheim, c. 1931.
A medida que fueron pasando los años, el significado de la expresión «escuchar por casualidad» se fue ampliando, y la variedad de comentarios que oía también fue creciendo. Por un lado, estaban los diagnósticos de enfermedades que pronunciaban los médicos, desprovistos de todo significado hasta que se escuchaban por casualidad, pues entonces, inevitablemente, provocaban en uno la misma enfermedad que les habían diagnosticado a otros. Por otro, las canciones, la música tradicional, las letras de las canciones populares, que no iban dirigidas a nadie en particular, que no era necesario escuchar, pero que, a mi juicio, expresaban verdades absolutas. Y yo era capaz de detectarlas aunque la letra estuviera enterrada en la oscuridad de una lengua desconocida. Durante muchas décadas, me quedé en los humildes hoteles de Portugal, de Italia, de Malawi, o en los lujosos de Sudán, Irán o la India, escuchando la canción que entonaba una doncella en la habitación vecina mientras hacía las camas de los que habían madrugado para visitar el yacimiento arqueológico del lugar. O las canciones de amor, infortunio, épica, esperanza y fidelidad después de la muerte que cantaba una joven lavandera mientras trabajaba en el pozo o al borde de un depósito de agua, y envidiaba la sabiduría secreta de la cantante. Estoy convencido de que, si pudiera embotellar el aire caliente de la mañana y decantarlo después cuando me viniera en gana, lograría, con el tiempo necesario y la ayuda de un buen diccionario, mantener en mi vida la unidad entre las exigencias de la cabeza y los deseos arbitrarios del corazón. La gente que tiene dinero jamás accederá a este tipo de verdades.
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Nada más nacer me llevaron a una casa que mi padre había alquilado temporalmente, mientras él y mi madre buscaban otra que se adaptara mejor a sus necesidades, y allí fue donde tuvo lugar el incidente que acabo de relatar, la caída. Tenía casi dos años a la sazón.
Muy poco después nos mudamos a otra casa también alquilada. En realidad había muy pocas cosas que a mi padre le gustara poseer. Le gustaban los cuadros y, en menor medida, también le gustaban los libros, como se verá más adelante. Le gustaba poseer las cosas que se sacaba del bolsillo por la noche y dejaba sobre el tocador: un lápiz de oro, un mondadientes que guardaba en una funda de oro, un reloj suizo delgadísimo que se abría y se convertía en un reloj de mesilla de noche, una llave especial para abrir los compartimentos de primera clase del Southern Railway, un encendedor de plata, unos cuantos billetes de cinco libras, impresos en aquel magnífico papel que se utilizaba en aquella época, cuidadosamente doblados y prendidos con una pinza de oro, algunas monedas sueltas y un alfiler de corbata que olía siempre a agua de colonia. A mi padre le gustaban los trajes y las corbatas, y tenía muchísimos. La pasión por las corbatas la he heredado de él, aunque lo que más me gustaba a mí en mi infancia eran las tiendas donde se las compraba, o al menos los nombres de esos establecimientos. Con el tiempo, llegué a la conclusión de que, si me aprendía todos los nombres que aparecían en las etiquetas cosidas a las corbatas de mi padre y me fijaba en las dobleces de la seda, en los puntos que formaba la tela o en la forma precisa del nudo, sería capaz de averiguar en qué tienda las habían comprado los distinguidos invitados que venían a casa los domingos, o que me revelarían algún rasgo importante de su personalidad. Otra cosa que a mi padre le encantaba era invitar a todo el mundo a comer fuera: le gustaba poseer por un breve lapso de tiempo un espacioso reservado de un restaurante o de una parrilla.
A la nueva casa nos mudamos mis padres, mi hermano, la niñera, un cocinero, los dos perros de mi madre, un pomeranio que conservaba de sus tiempos de actriz y un pequinés, y yo. Teníamos además una sirvienta negra, que en aquellos días no era nada común, a la que llamábamos, creo que delante de ella, Black Mary. Dos o tres años después de mudarnos, mi padre juzgó que necesitaba un chófer, y a partir de entonces desfilaron por casa una sucesión interminable de ellos. Hubo uno llamado Keith que apuntaba en un papel con una caligrafía de araña la gasolina que había repostado y las horas que había trabajado, y mi padre le llamaba Heath en vez de Keith. En aquella época, quizá por los tiempos que corrían, por respeto, o por la escasez de trabajo, el chófer no le hizo notar a mi padre su error hasta el día que anunció que dejaba el trabajo y que quería una carta de recomendación. Era un tipo pálido, joven y enfermizo, con un bigote muy espeso, como pelo de topo.
Al chófer que conocí mejor fue al último, que además fue el que conservó el empleo durante más tiempo. Era un hombre robusto, con el cutis arenoso y gafas de carey, que se llamaba Allen. Tenía un carácter muy fuerte que se manifestaba desde primera hora de la mañana, cuando mi padre le hacía esperar sentado al volante a la puerta de un hotel, o en las vacaciones que pasaban en el extranjero, cuando cruzaban un desfiladero en cualquier país centroeuropeo para llegar a uno u otro balneario. Al parecer mi padre y Allen tuvieron una terrible discusión cuando bajaban una pendiente camino de Innsbruck, mientras mi madre y mi hermano, que iban sentados en la parte trasera, pálidos de miedo, se agarraban a las borlas de seda que colgaban de los paneles de madera del coche. Corría el año 1928, y mientra ellos se encontraban en Venecia, en el Lido, en compañía de unos bailarines rusos, como atestigua la fotografía, yo pasaba las vacaciones en Felpham con mi niñera y jugaba con un cubo y una pala en una playa de piedras. Me pasé todo el verano jugando a un juego que me inventé y que llamaba «La carnicería». Para empezar, hacía un montón de piedras, las más grandes que encontraba en los alrededores. Luego elegía una, la levantaba, la miraba de arriba abajo mientras le daba vueltas y vueltas hasta que encontraba, o hacía que encontraba –y esa era precisamente la diferencia que hacía que el juego resultara más complicado–, una finísima grieta. Entonces, sin dejar de mirar la grieta, con la cabeza completamente rígida, alcanzaba a tientas la pala y la colocaba sobre la grieta, como si fuera un cuchillo de carnicero, luego la levantaba y le propinaba a la piedra un golpe rápido y seco. Si todo salía bien, la piedra se confabulaba con mi imaginación, se partía por la grieta y dejaba al descubierto un interior rojizo que parecía sangre, surcado por venas grises y blancas. Después seguía golpeándola una y otra vez hasta romperla en muchos pedazos. Repetía esta operación con las demás piedras hasta que, en lugar del montón de piedras inicial, había obtenido una montaña de carne roja por una parte y otra de deshechos. Los deshechos los clasificaba en cartílagos, huesos y grasa y, con una violencia deliberada, los recogía y los arrojaba muy lejos a un imaginario suelo lleno de serrín. Después comenzaba la última fase del juego, que consistía en levantar mucho la mano sobre el montón de carne sangrienta, extender la palma y dejarla caer sobre la carne, tratando de imitar al detalle un gesto que había visto hacer a los carniceros de verdad. En cuanto mi mano caía sobre las tajadas de carne, las separaba en sus distintos cortes. En las carnicerías reales la carne era blanda al tacto, pero en mi juego era dura y afilada, y cortaba mucho, de modo que la escena cobraba un realismo indeseado gracias a la sangre de mis manos, que ensuciaba la pila de chuletas, filetes, riñones e hígados que tenía delante de mí. Y ahora debo explicar, por si todavía no lo han adivinado, que conocía los diferentes cortes de carne de la misma forma que diferenciaba unas velas de otras o que distinguía entre los distintos filósofos de la Antigüedad, es decir, únicamente por el nombre. No tenía la menor idea del aspecto que tenía cada uno de los cortes ni el lugar del animal donde se encontraban, y mucho menos a qué sabían. La belleza del juego residía en su abstracción y en las misteriosas técnicas que ejercitaba. En otra de las fotos que todavía conservo se puede ver que, de vez en cuando, abandonaba mi trabajo y, desde debajo de la me-lena, miraba a la cámara. Al lugar donde la playa formaba de pronto un declive, donde se escuchaba el mar golpeando los guijarros y arrastrándolos de nuevo al interior, con una regularidad que yo encontraba muy aburrida. Mis manos ensangrentadas rompían la monotonía de la vida vacacional.
5. Jimmy, el hermano de Richard Wollheim con su madre y unos bailarines de los Ballets Rusos en el Lido, Venecia, 1928.
6. Richard Wollheim con su niñera y un compañero de juego sin identificar, Felpham, 1928.
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Entre las diversas tareas impuestas por mis padres que tenía asignadas Allen se encontraba la de enseñarme algunas habilidades masculinas, como la carpintería o el boxeo, pero todos sus esfuerzos eran vanos. Al principio me mostraba siempre entusiasta, pues la idea de aprender una nueva disciplina, con su lenguaje y su vocabulario nuevos, me emocionaba. Pero el entusiasmo se esfumaba enseguida. El miedo, el miedo a que mi cuerpo me fallara, agravado por el terror a no poder vivir con ese miedo y que mi mente me traicionara antes incluso que mi cuerpo, desterraban al punto cualquier otra preocupación. Allen me decía que, cuando fuera mayor, me arrepentiría de no haber aprendido a defenderme. Pero sus consejos caían en saco roto. No tenía ninguna gana de crecer y menos aún de hacerme un hombre.
Al contrario que mi padre, que iba siempre perfumado, Allen desprendía un olor asfixiante que yo relacionaba con el abrillantador de metales que utilizaba constantemente para limpiar los faros del coche, pero también con la sustancia blanca que se alojaba entre sus apretados dientes, sujeta por una pátina de color amarillo claro que cubría todo lo que quedaba a la vista cuando abría la boca. Años después, en el ejército, ese olor especial y ese aspecto de los dientes, mezclado con el aroma de la basta tela de los uniformes, se convirtieron para mí en la característica definitoria de un determinado tipo de persona que me inspiraba un terror especial: los tipos robustos, proporcionados, que hablaban en staccato, y llevaban una colección de fotos secretas sujetas con una goma, que estaban dispuestos a obedecer siempre que pensaran que se trataba de una orden justa y que, de lo contrario, recibían su castigo de buena gana. Además, despreciaban a los que no desafiaban nunca a la autoridad y a los que no querían cargar con las consecuencias de sus acciones.