COMITÉ,

Nº 1

BOLETÍN DEL COMITÉ DE ACCIÓN ESTUDIANTES-ESCRITORES AL SERVICIO DEL MOVIMIENTO (OCTUBRE DE 1968)

La revista que esboza Maurice Blanchot en el primero de los textos que vienen a continuación verá la luz en octubre de 1968 con el título de Comité. Sólo aparecerá un número. El segundo, bosquejado, no se publicará. A diferencia de las octavillas y de las declaraciones que le preceden, la redacción de los textos que conforman Comité no es colectiva. Pero, conforme a lo que deseaba M. Blanchot, sí es anónima. El nº 33 de Lignes, ya citado, reprodujo dicho número en su integridad. Aquí no incluimos más que los textos de los que Maurice Blanchot es autor (Los textos de D. Mascolo aparecieron en D. Mascolo, À la recherche d’un communisme de pensée, Fourbis, 1993).

El primer y único número de Comité estaba encabezado por esta cita de Trotsky: «El comité de acción es el instrumento mismo de la lucha política».

[LAS POSIBLES CARACTERÍSTICAS…]

Las posibles características de la publicación:

También habrá de esforzarse por llevar a cabo la ruptura, es decir, de llevarla a cabo en forma de ruptura. De ahí la necesidad de romper con los hábitos y los privilegios tradicionales de la escritura.

1. Los textos serán anónimos. El anonimato no está sólo destinado a levantar el derecho de propiedad del autor sobre lo que escribe, ni siquiera a despersonalizarlo liberándolo de sí mismo (su historia, su persona, la sospecha que se asocia a su particularidad), sino a constituir una palabra colectiva o plural: un comunismo de la escritura.

2. Los textos, por esta razón, serán de carácter fragmentario: precisamente para hacer posible la pluralidad (una pluralidad no unitaria); abrirle un lugar y, al mismo tiempo, no detener jamás el propio devenir: siempre ya rotos y como destinados a la ruptura, a fin de encontrar su sentido no en ellos mismos, sino en su conjunción-disyunción, su puesta en común, sus relaciones de diferencia.

3. Puesto que el sentido deriva de la puesta en común (la continuidad de una serie de textos siempre discontinuos e incluso divergentes, de formas y «géneros» esencialmente diferentes), no hay motivos para distinguir entre textos ya publicados y textos escritos para la publicación. Hay a menudo en los textos ya publicados, latente en ellos, una posibilidad de cita, es decir, una pertenencia al fragmento, o más simplemente fragmentos, frases, párrafos, los cuales, puestos en relación con otros, pueden adquirir un nuevo sentido o servir a nuestro trabajo de investigación. Abandonar toda idea preconcebida de originalidad o de privilegio de lo inédito.

4. Asimismo, una información cualquiera extraída tal cual, en su fuerza bruta sin comentarios, puntuando de lejos o poco a poco la serie discontinua de los textos, formará también parte de ese mismo trabajo de investigación.

5. Deberán, pues, y en primer lugar, expresarse o verse expresados, de una manera directa o indirecta, los sin palabras, los no escritores, esos precisamente a los que el discurso no alcanza, incluso si es en este discurso en el que creen hacerse entender mejor.

6. En resumen, el lenguaje no está dado en el contenido de los textos ni en su forma, sino en sus relaciones, en el conjunto, por lo demás necesariamente discorde, que éstas pueden constituir. Gracias a esta discontinuidad, a su ausencia de cierre, aparecerá la búsqueda de un lenguaje más radical, que se sitúe fuera del discurso, fuera de la cultura, un lenguaje que, aun siendo declarativo, debería seguir manteniendo el trabajo de una interrogación incesante.

7. Publicación esencialmente irregular, condenada a la irregularidad tanto en el tiempo como en su formato y formulación.

Tres centros, pues, siempre descentrados:

– el movimiento como consigna de ruptura (las fuerzas originales de ruptura);

– las posibilidades de ruptura en el espacio del trabajo (relación obreros-estudiantes);

– la exigencia internacional (relación con los extranjeros).

Pero todo nos pertenece, es decir, que pertenecemos a todo, a nada.

EN ESTADO DE GUERRA

Mantenerse en el recuerdo de esta verdad:

Aquí (en el mundo francés) donde podemos decirlo todo, o decirlo casi todo, no podemos hablar sino en territorio enemigo, en un espacio donde toda palabra, captada por el adversario –un enemigo amistoso, condescendiente, feroz–, será puesta a su servicio. Jamás seremos lo bastante conscientes de lo siguiente: pertenecemos a una sociedad con la que estamos en estado de guerra; vivimos en territorio ocupado. De 1940 a 1944, una cantidad bastante grande de gente conoció, por instinto o reflexión, lo que había que hacer para vivir, actuar, pensar en disidencia con la ley impuesta. Pero la liberación no llegó, salvo en unos pocos lugares durante los días en los que todo se sublevaba por ausencia de Estado. Si es cierto que las primeras palabras expresadas entonces por De Gaulle fueron: «No habrá revolución; la hora de la revolución ha pasado», también lo es que ciertamente habló como era preciso para designarse, desde ese momento, como el nuevo enemigo, apenas eliminado el antiguo: un enemigo, por otro lado, demasiado visible, sobre todo después de 1958, al punto de que uno de sus rasgos más peligrosos es haber personalizado hasta la caricatura la inconveniencia del poder y, al mismo tiempo, haber provisto de una coartada decente a todas las fuerzas adversas.

Esta situación es relativamente nueva. Hace un siglo, y hasta el hundimiento de 1914, cuando el nacionalismo guerrero lo integró todo, la sociedad capitalista mantenía al margen y fuera de ella aquellos a los que dominaba y de los que se servía. Cuando Marx recomienda como grito de guerra la revolución permanente, cuando pide que los obreros se armen y después se organicen como guardia proletaria autónoma, cuando les anima a constituir (por medio de elecciones), junto a las agrupaciones oficiales, formaciones ilegales, unas veces secretas, otras públicas, ya bajo la forma de consejos municipales, ya como clubes o comités obreros, es precisamente esta situación de guerra la que tiene en perspectiva y la que debe transformarse en la verdad cotidiana, en una posibilidad que se ha de vivir y pensar. Esta verdad, incontestablemente, se ha perdido, al menos en nuestras sociedades consideradas tranquilas. Si el acontecimiento más importante del año 1967 (junto a la guerra de Vietnam, la extensión de la guerrilla en América Latina, la revolución cultural proletaria en China) es la sublevación negra en los Estados Unidos, es porque ésta introduce, en el interior de la mayor sociedad capitalista, justamente la guerra, la guerra abierta, la guerra declarada. He aquí lo decisivo. Un dirigente negro afirmó: «Cada vez tendremos más y más aliados entre los progresistas blancos porque los blancos van a empezar a sentirse negros». Queda dicho, y de forma directa. La nueva verdad: también aquí, debemos sentirnos (comportarnos como) los negros de una sociedad blanca; negros en lucha contra nuestra blancura, negros en lucha contra lo predominante, a riesgo de organizar a su costa, es decir, de dirigir contra ellos, y aún contra nosotros, la segregación. La segregación, penoso término, decisión insostenible. Pero entendamos bien, a pesar del malestar, que, cuando las rejas se vuelven invisibles, por el engaño y el consentimiento general, la prisión no solamente sigue estando ahí, sino que se convierte en prisión de por vida y, no habiendo nadie a quien se le pase por la cabeza escapar, la primera tarea consiste en mostrar los barrotes e incluso pintarlos de rojo. ¿Qué es la lucha de clases? No es la lucha para abrir ese gueto que es la clase inferior y permitir el acceso a una clase mejor dentro de una satisfactoria armonía; sino, al contrario, servirse de la clausura del gueto para hacer imposible otro contacto entre las clases que el choque, violento, destructor, y de esta manera cambiar tal vez un día la ley misma de la estructura de clases.

Entendamos también la exigencia de esta nueva segregación: consiste en concederles todo a quienes ya lo tienen todo. Sí, todos los valores, la verdad, el saber, los honorables privilegios, la belleza, incluida la belleza de las artes y la del lenguaje, la humanidad en suma, se los cedemos a quienes se sienten de acuerdo con la sociedad establecida: les pertenece, el Bien está de su lado. Que vivan con ese bien como viven con Dios o con lo que se llama humanismo: es suyo, no vale más que para ellos, no les permite comunicarse sino entre ellos. Y entonces, ¿los demás? Para los demás, es decir, si esto es posible, para nosotros, la penuria, la falta de la palabra, el poder de nada, eso que Marx llama con razón «el lado malo», o sea lo inhumano; ciertamente todavía una ideología, pero ya radicalmente otra y tal que, para alcanzarla, necesitaremos, y siempre de nuevo, liberarnos de los valores, e incluso de la libertad como valor ya adquirido. Dicho de otro modo, y con toda gravedad, no sin pesar: destrucción de la categoría de lo universal.

¿Conduce esto a una suerte de sinrazón? Sin duda. Pero también es preciso comprender que el modo colectivo de pensar en nuestras sociedades modernas es, modo siempre disimulado, unas veces la esquizofrenia, otras veces la paranoia, otras la una y la otra, y que si aceptásemos, como amistosamente se nos propone, sanar, sería para encontrarnos de nuevo y sin saberlo tras la invisibilidad de los barrotes. Hace algún tiempo, en la televisión estatal francesa, un periodista americano nombró a Fidel Castro «ese mono de cabeza blanca». Hay que responderle: así es, tú eres el hombre, el humano de la sociedad capitalista.

AFIRMAR LA RUPTURA

1. El fin último, es decir, también inmediato, evidente, es decir, oculto, directo-indirecto: afirmar la ruptura. Afirmarla: organizarla haciéndola cada vez más real y más radical.

¿Qué ruptura? La ruptura con el poder y, como consecuencia, con la noción de poder, y, en consecuencia, en cualquier lugar en que predomine un poder. Esto vale, sin duda, para la Universidad, para la idea de saber, para la relación de la palabra enseñante, dirigente y acaso para cualquier palabra, etc., pero vale todavía más para nuestra propia concepción de la oposición al poder, cada vez que dicha oposición se constituye en partido de poder.

2. Afirmar radicalmente la ruptura: esto equivale a decir (es el primer sentido) que estamos en estado de guerra contra lo que es, en todos lados y en todo momento, que no tenemos relación sino con una ley que no reconocemos, con una sociedad cuyos valores, verdades, ideal y privilegios nos son extraños, que nos las tenemos que haber con un enemigo tanto más temible cuanto más complaciente, con el cual debe quedar claro que, bajo ninguna forma, ni siquiera por razones tácticas, pactaremos jamás.

3. Producir la ruptura no es sólo apartar o intentar apartar de su integración en la sociedad establecida a las fuerzas que tienden a la ruptura; es hacer de tal forma que, cada vez que se lleva a cabo y sin dejar de ser rechazo efectivo, el rechazo no sea un momento solamente negativo. Ahí se encuentra, política y filosóficamente, uno de los rasgos más fuertes del movimiento. En este sentido, el rechazo radical, tal como éste lo produce y tal como también nosotros debemos producirlo, supera con mucho la simple negatividad, por más que sea negación incluso de lo que todavía no ha sido propuesto y afirmado. Poner en claro el rasgo singular de este rechazo es una de las tareas teóricas del nuevo pensamiento político. Lo teórico no consiste evidentemente en elaborar un programa, una plataforma, sino, al contrario, en mantener, al margen de todo proyecto programático e incluso de todo proyecto, un rechazo que afirma, en liberar o mantener una afirmación que no ordena, sino que desordena y se desordena, pues guarda relación con el trastorno y el desasosiego, o incluso con lo no-estructurable. Es a esta decisión del rechazo, que no es un poder, ni poder de negar, ni negación frente a una afirmación siempre previamente planteada o proyectada, a la que se designa cuando, en el proceso «revolucionario», se hace intervenir a la espontaneidad; con la reserva de que dicha noción de espontaneidad es, en muchos aspectos, poco digna de confianza y vehículo de más de una idea dudosa: por ejemplo, cierta especie de vitalismo, de auto-creatividad natural, etc.

[HOY…]

Hoy, al igual que durante la guerra de 1940 a 1944, el rechazo a colaborar con todas las instituciones culturales del poder gaullista debe imponerse a todo escritor, a todo artista de oposición, como la decisión absoluta. La cultura es el lugar en el que el poder encuentra siempre a sus cómplices. Por medio de la cultura, el poder recupera y reduce toda palabra libre. Luchar contra esa complicidad de la cultura; mostrar que hay en la cultura una relación de posesión mediante el sentido y un uso de las fuerzas represivas que funciona independientemente del juego social.

chpt_fig_007.jpg

LA MUERTE POLÍTICA

Cuando acontece que, al hablar de tal o tal otro como por descuido, decimos «está políticamente muerto», sabemos que tal juicio no afecta tan sólo al otro, nos afecta a todos, con pocos matices. Hay que aceptarlo e incluso admitirlo reivindicándolo. La muerte política vela en nosotros, «luz en la tumba», para ahorrarnos todo divertimento, toda cavilación cotidiana, toda palabra de fácil recriminación; más precisamente, toda posibilidad de supervivencia. La muerte política, esa que hace aceptar lo inaceptable, no es un fenómeno individual. Participamos en ella, querámoslo o no. Y en la sociedad francesa, cuanto más nos elevamos, mayor se hace la muerte, hasta alcanzar, en la cumbre, la desmesura irrisoria, una presencia de humanidad petrificada. Si hay hoy en día en este país un hombre políticamente muerto, es ese que porta –¿lo porta realmente?– el título de presidente de la República, República a la que es tan ajeno como a todo porvenir vivo. Es un actor que representa un papel tomado en préstamo a la más vieja historia, del mismo modo que su lenguaje es el lenguaje de un personaje, palabra imitada, en ocasiones tan anacrónica que parece, desde siempre, póstuma. Naturalmente, él no lo sabe. Él cree en su papel y cree magnificar el presente, cuando en realidad parodia el pasado. Y este muerto, que ignora que lo está, es impresionante con su gran estatura de muerto, con esa muerta obstinación que hace las veces de autoridad y, en ocasiones, con esa penosa vulgaridad distinguida que significa la disolución del ser-muerto. Extraña presencia insistente en la que vemos perseverar un mundo pasado y en la que, no lo olvidemos, nos sentimos morir fastuosa, ridículamente.

Pues él mismo no es nada, no es más que el delegado de nuestra muerte política, una víctima también él, una máscara tras la cual está la nada.

La primera tarea consiste, pues, en hacer desaparecer la coartada superior y después, a todos los niveles, la coartada de las coartadas. No nos creamos políticamente vivos porque participemos con mesura en una oposición reglamentaria. Y no nos creamos intelectualmente vivos porque participemos en una cultura de alto nivel en la que la protesta es la regla, y la crítica, e incluso la negación, todavía un signo de pertenencia. Hace algún tiempo, un ministro parisino afirmaba –con la ignorancia de la presunción– que la suerte del mundo no se decidiría en Bolivia. Pero se decide tanto como en Francia, donde el único principio de gobierno es la estabilidad y el único cambio esperado, la muerte de un anciano espectral que siempre parece preguntarse si se encuentra o no en el Panteón y si su memoria, que nada olvida, no ha olvidado sencillamente el acontecimiento imperceptible de su fin: o sea, el fin de un simulacro.

Si sobrevive, aprovechemos su supervivencia para tomar clara conciencia de esa condición de muerto viviente que compartimos con él, pero manteniendo el derecho suplementario de denunciar nuestra destrucción, aunque fuera por medio de pala-bras ya destruidas. De ella, aquí y en otros lugares, hoy, mañana, otros extraerán acaso un nuevo y fuerte poder de destruir.

Mañana fue mayo: el poder infinito de destruir-construir.

LA CALLE

Al tiempo que emprendía la violenta liquidación del movimiento de insurrección estudiantil, el poder del general De Gaulle ha decidido meter en cintura al pueblo entero.

La disolución (sin ningún fundamento legal) de los movimientos de oposición no ha tenido más que el siguiente fin: permitir los registros sin control, facilitar los arrestos arbitrarios (más de cien órdenes de arresto), reactivar los tribunales de excepción, aparato indispensable de todo terrorismo de Estado y, finalmente, impedir cualquier tipo de reunión. Dicho de otro modo, y tal como declaró el presidente de la República, con una fórmula que todo el mundo debe recordar, pues muestra claramente lo que es y lo que quiere: no debe pasar nada en ninguna parte, ni en la calle ni en los edificios públicos (universidades, Parlamento). Esto equivale a decretar la MUERTE POLÍTICA.

Un signo que no engaña: la invasión de la calle por policías de paisano. No están ahí solamente para vigilar a los opositores declarados. Están por todos lados, en cualquier lugar al que los arrastre la sospecha, cerca de los cines, en los cafés, incluso en los museos, aproximándose en cuanto tres o cuatro personas se juntan y discuten inocentemente: invisibles, y con todo visibles. Cada ciudadano debe saber que la calle ya no le pertenece, que pertenece en exclusiva al poder, que quiere imponer en ella el mutismo, producir la asfixia.

¿Por qué esta movilización impulsada por el miedo?

Después de mayo, la calle se ha despertado: la calle habla. Éste es uno de los cambios decisivos. Ha vuelto a la vida, potente, soberana: el lugar de toda libertad posible. Es precisamente contra esa palabra soberana de la calle contra la que, amenazando a todo el mundo, se ha puesto en marcha el más peligroso dispositivo de represión solapada y de fuerza brutal. Que cada uno de nosotros comprenda, pues, lo que está en juego. Cuando hay manifestaciones, esas manifestaciones no conciernen solamente a los pocos o los muchos que participan en ellas: las manifestaciones expresan el derecho de todos a ser libres en la calle, a ser libremente paseantes y a poder actuar de forma que en la calle pase algo. Es el primer derecho.

17 de julio de 1968

EL COMUNISMO SIN HERENCIA

Hay que repetirse las cosas simples, siempre olvidadas: patriotismo, chovinismo, nacionalismo, no hay nada que distinga estos movimientos, salvo que el nacionalismo es la ideología consecuente cuya afirmación sentimental es el patriotismo (como lo demuestran todavía estas penosas declaraciones: «Me he casado con Francia»). Todo aquello que arraiga a los hombres mediante los valores, los sentimientos, en un tiempo, en una historia, en un lenguaje, es el principio de alienación que constituye al hombre como privilegiado tal cual es (francés, la preciosa sangre francesa), que lo encierra en la complacencia de su realidad y le lleva a proponerla como ejemplo o imponerla como afirmación conquistadora. Marx dijo con una fuerza tranquila: el fin de la alienación no empieza más que cuando el hombre acepta salir de sí mismo (de todo aquello que lo instituye como interioridad): salir de la religión, de la familia, del Estado. La llamada al-afuera, un afuera que no sea ni otro mundo ni un trasmundo: no hay otro movimiento que pueda oponerse a todas las formas de patriotismo, cualesquiera que éstas sean.

• El patriotismo es el más prodigioso poder de integración, pues es aquel que, en la intimidad del pensamiento, en la práctica cotidiana, en el movimiento político, trabaja para reconciliarlo todo, las obras, los hombres, las clases, para impedir toda lucha de clases, fundar la unidad en nombre de valores que particularizan (el particularismo nacional promovido como universal) y eliminar la división necesaria, la división de una destrucción infinita. El día en que, por astucia táctica, el comunismo internacional aceptó servir a la comunidad nacional, el día en que sintió vergüenza de ser tenido por el partido del extranjero, perdió lo que Lenin llamaba su alma. Incluso hablar de la patria de la revolución, de la patria del socialismo, es la menos feliz de las metáforas, la más apropiada para despertar la necesidad de estar en alguna parte como en casa, de someterse al Padre, a la ley del Padre, a la bendición del Padre. Una sola palabra y el hombre que querría liberarse se reconcilia. El partido se convierte a su vez en la patria. Los socialistas (no menos ridículos en esto que los otros progresistas intransigentes) dicen con una emoción ciertamente conmovedora: el partido, para nosotros, es la familia y, por supuesto, uno sacrifica todo por la supervivencia de la familia, empezando por el socialismo. Yo diría que el llamamiento glorioso «patria o muerte», si no privilegiase el término muerte y en consecuencia el término vida, se arriesgaría tan sólo a caer en una terrible mistificación, pues la patria, precisamente, es la muerte, la falsa vida que perpetúa los valores muertos, o bien la penosa muerte trágica, la de los héroes, los detestables héroes.

• El comunismo: lo que excluye (y se excluye de) toda comunidad ya constituida. La clase proletaria, comunidad sin otro denominador común que la penuria, la insatisfacción, la carencia en todos los sentidos.

• El comunismo acomodaticio: mientras que Lenin, que no reculaba ante esta palabra, decía que el alma del comunismo es lo que lo hace intolerable, intratable. Pensar sobre el error del humanismo es pensar sobre el error del comunismo cómodo, cuando éste, al no querer perder nada, viene a reconciliarse con todo, incluidos los valores humanos, demasiado humanos, los valores nacionales.

• El comunismo no puede ser el heredero. Es de esto de lo que hay que convencerse: ni siquiera el heredero de sí mismo, y está siempre llamado a dejar que se pierda, al menos momentánea, pero radicalmente, el legado de siglos, aunque fuera éste venerable. El hiato teórico es absoluto; el corte, de hecho, decisivo. Entre el mundo liberal-capitalista, nuestro mundo, y el presente de la exigencia comunista (presente sin presencia) no hay más vínculo que un desastre, un cambio de planeta.

[DESDE HACE TIEMPO, LA BRUTALIDAD...]

Desde hace tiempo, la brutalidad, unas veces en el lenguaje, otras en la acción, se mantiene como el único punto en el cual los llamados partidos comunistas y los llamados Estados socialistas creen permanecer en contacto con la fuerza de ruptura revolucionaria. Cuanto más conservadora es su práctica política, ideológica y social, que no tiende sino a mantener el estado de cosas existente, tanto más se impone dicha práctica por medio bien de la dominación, bien de la intimidación. En un partido comunista tradicional, los elementos a los que se llama «duros» son siempre los más débiles, es decir, los más mediocres. ¿Por qué? Tienen como función eliminar toda verdadera decisión, e igualmente impedir toda producción de conceptos nuevos. Esta mediocridad ni siquiera es resultado del aparato o efecto de la burocracia; no depende de la psicología individual, no es una mediocridad de orden personal. Es el soporte necesario del dogmatismo, es decir, de un vacío teórico y práctico que tiene necesidad de la «dureza-rigidez» (praxis osificada) a la vez como coartada y como vector. Lo que no quiere decir que esos Estados no sean capaces de recurrir a acciones considerables, pero tales acciones 1) son siempre repetitivas: no innovan jamás, reproducen por falsa analogía de situación las mismas soluciones erróneas; 2) son siempre represivas. No se ponen en movimiento más que para manifestar la inmovilidad: impedir, detener, encerrar el peligroso porvenir.

No hay que contentarse, pues, con señalar que tales partidos o tales Estados serían reformistas o revisionistas, con el uso de métodos de terror como único distintivo no burgués: no son ni reformistas, ni revolucionarios, ni terroristas (en sentido revolucionario), ni tampoco –ahí está, en cualquier caso, el cambio de estructura– capitalistas. Han quedado paralizados en un orden y en una ética no capitalistas y no socialistas que se traducen en un aparato represivo de gestión y en un superpoder estatal. Por qué esto es así y cuáles son exactamente las características de esta situación, así como las posibilidades de modificarla, es lo que debemos investigar.

OCTAVILLAS, CARTELES, BOLETÍN

Escribir sobre está, en cualquier caso, fuera de lugar. Pero escribir sobre el acontecimiento que está precisamente destinado (entre otras cosas) a no permitir que se vuelva a escribir nunca más sobre –epitafio, comentario, análisis, panegírico, condena– supone falsearlo por adelantado y haberlo perdido desde el principio. Así pues, jamás escribiremos sobre lo que ha tenido o no lugar en mayo: no por respeto, ni tampoco porque nos preocupe reducir el acontecimiento al circunscribirlo. Admitimos que este rechazo es uno de los puntos en los que la escritura y la decisión de ruptura se reúnen: la una y la otra siempre inminentes y siempre imprevisibles.

• Ya se han publicado, por decenas, libros que tratan de lo que ha tenido o no lugar en mayo. Son generalmente inteligentes, parcialmente justos, acaso útiles. Escritos por sociólogos, profesores, periodistas o incluso militantes. Naturalmente, nadie esperaba ver desaparecer –por la fuerza del movimiento que, en cierta manera, lo prohíbe– la realidad y la posibilidad del libro: es decir, su acabamiento, su cumplimiento.

• El libro no ha desaparecido, reconozcámoslo. Añadamos, sin embargo, que todo aquello que en la historia de nuestra cultura y en la historia sin más no cesa de destinar la escritura, no ya al libro, sino a la ausencia de libro, no ha cesado tampoco de anunciar, preparándola, la sacudida. Habrá todavía libros y, lo que es peor, libros hermosos. Pero la escritura mural, ese modo de escritura que no es ni de inscripción ni de elocución, las octavillas distribuidas apresuradamente a pie de calle y que son la manifestación de la premura de la calle, los carteles que no necesitan ser leídos, pero que están ahí como desafío a toda ley, las llamadas al desorden, las palabras al margen del discurso que marcan el paso, los gritos políticos –y las decenas de boletines, como este mismo–; todo aquello que perturba, convoca, amenaza y finalmente cuestiona sin esperar respuesta, sin descansar en una certeza, jamás podremos encerrarlo en un libro que, incluso abierto, tiende a la clausura, forma refinada de la represión.

• En mayo, no hay libro sobre mayo: no por falta de tiempo o por necesidad «de actuar», sino por un impedimento más decisivo; aquél se escribe en otro lugar, en un mundo privado de edición, se difunde frente a la policía y, en cierta manera, con su ayuda, violencia contra violencia. Esta interrupción del libro, que es también interrupción de la historia y que, lejos de reconducirnos ante la cultura, designa un punto que está bastante más allá de la cultura, es lo que más provoca a la autoridad, al poder, a la ley. Que este boletín prolongue tal interrupción, al tiempo que le impide interrumpirse. No más libros, nunca más libros, durante todo el tiempo en el que estemos en relación con el estremecimiento de la ruptura.

• Octavillas, carteles, boletines, palabra de las calles o infinita… no es una preocupación por la eficacia lo que imponen. Eficaces o no, pertenecen a la decisión del instante. Aparecen, desaparecen. No lo dicen todo, al contrario, lo arruinan todo, están fuera del todo. Actúan, piensan fragmentariamente. No dejan huellas: trazo sin huella. Como la palabra sobre los muros, se escriben en la inseguridad, son recibidos bajo amenaza, portan en sí mismos el peligro, pues pasan con el paseante que los transmite, los pierde o los olvida.

[QUE LA INMENSA COACCIÓN...]

Que la inmensa coacción sufrida consciente e inconscientemente por las nuevas fuerzas –las de los jóvenes obreros y estudiantes– haya dado lugar, con una rapidez prodigiosa, a este movimiento de insurrección, era de esperar, sin que con todo pudiera preverse con exactitud: movimiento de un dinamismo, de una potencia de invención política extraordinaria, movimiento a la vez de libertad y de rechazo. No ha llegado aún el momento de designar sus características o, lo que es lo mismo, de restringirlo privándolo de su fuerza de presencia. Pero lo que es preciso recordar, y en particular a nuestros amigos del Este, es que, si constituye un movimiento global de protesta contra la sociedad burguesa, es en primer lugar la ruptura con el poder y la sociedad gaullistas la que ha afirmado de una manera resplandeciente y la que persigue, perseguirá por todos los medios. De ahí también que una de sus principales características sea el ser antinacionalista, reanudando así la práctica internacionalista y afirmando o reafirmando la importancia esencial de la exigencia internacional, desgraciadamente ignorada desde hace decenios por los partidos comunistas tradicionales. Este movimiento es un movimiento de ruptura radical, violento, ciertamente, pero de una violencia muy controlada y, en su finalidad, comunista, que pone en cuestión, mediante una protesta incesante, el poder y todas sus formas. Se presenta, pues, esencialmente, como un movimiento de rechazo, que se abstiene de toda afirmación o programa prematuro, porque presiente que en toda afirmación, tal como puede formularla un discurso necesariamente alienado o falseado, existe el riesgo de ser recuperado por el sistema establecido (el de las sociedades capitalistas industriales), sistema que lo integra todo, incluida la cultura, por mucho que ésta sea «de vanguardia».

LAS ACCIONES EJEMPLARES

No hay Revolución sin «acciones ejemplares». Pero es la Revolución misma, ese súbito cambio decisivo por el que una sociedad se confunde con su propia ruptura, la que da a tal o cual acción su fuerza de impacto, su potencia de ejemplo, es decir, sin ejemplo.