Esta obra es producto de la imaginación. Nada de lo que aquí se cuenta ha sucedido fuera de las cubiertas de este libro. Mis amigos del mundo del culturismo se darán cuenta de que me he apropiado de elementos pertenecientes tanto a las competiciones amateur como a las profesionales con la intención de unirlas y conformar algo que no existe ni ha existido jamás. Dicho de otra manera, he tomado el culturismo para servir a las necesidades de la ficción, no al contrario. En consecuencia, cualquier parecido con personas vivas o muertas es fruto de la más pura coincidencia y no responde a la intención del autor.
La llamaban Shereel Dupont, que no era su verdadero nombre, y en los últimos tres meses no había tenido la regla, pero no estaba embarazada y lo sabía. No, era mucho mejor y mucho peor que eso. En parte se debía (incluso el nombre que no era su nombre) a los constantes ejercicios con pesas y al andar siempre medio muerta de hambre con una dieta a base de botes de vitaminas, batidos de proteínas y lenguado a la plancha sin sal ni mantequilla. Pero sobre todo se debía a Russell Morgan, al que también llamaban Russell Músculo, pero sólo a sus espaldas, nunca a la cara. Russell era quien la había descubierto, entrenado y bautizado, quien había cambiado todo en ella, hasta el modo de hablar, exigiéndole perder su acento de Georgia, al tiempo que la forzaba hacia una configuración final que sólo él era capaz de ver. No era un hombre de muchas palabras, pero siempre había dejado bien claro que el único que hacía falta que viera y supiera era él.
En el gimnasio, después de la tercera serie en el banco de pesas con setenta kilos en la barra (competía en la categoría de cincuenta y seis kilos), sus pectorales, enjutos y largos como los de un nadador pero tan marcadamente dispuestos y definidos como si se los hubiesen grabado con ácido, quemaban como fuego bajo los senos (cada uno del tamaño de un huevo duro). Aun así, no era suficiente para alcanzar su secreta visión de lo que debían ser. Nunca era suficiente.
–Otra serie –dijo Russell.
–Quema –dijo ella–. Dios, cómo quema.
Russell la observó sufrir, con la respiración agitada y poco profunda, el sonido de otros culturistas bufando y gruñendo a su alrededor y el ruido de los platos de hierro sonando estruendosamente en el aire cargado de motas de polvo bajo las luces fluorescentes.
La miró durante medio minuto, sin expresión en el rostro, y entonces dijo:
–Yo te diré cuándo te quema.
–Me duele, Russell –dijo ella.
–Yo te diré cuándo te duele –dijo él.
Y no le quedaba otra que volver al banco, bajo la barra cargada, para emprender otra serie y todo lo que se requiriese de ella.
Bueno, al menos después de la competición del sábado por la noche podría disfrutar de un pequeño respiro, el que Russell considerase oportuno, en lo relativo al gimnasio. Podría tomar más hidratos de carbono, más calorías y, a la vez que un poco de grasa corporal, reaparecerían sus períodos, a los que, extrañamente, echaba de menos.
Se levantó de la cama en la que había estado tendida tratando de apartar de su mente los gritos y las risas chillonas que le llegaban desde la piscina del hotel que había bajo su ventana, y se detuvo desnuda frente al espejo. Era incapaz de reconocerse. Se volvió ligeramente y no pudo dar crédito al suave corrimiento de músculos que se adherían tirantes a sus finos huesos.
Sólo cuando se encontraba entre otros campeones mundiales (como aquellos que estaban en la piscina dejando pasar el tiempo, del mismo modo que ella, en este día final antes de la competición), sólo entonces podía creerse a sí misma. Ninguna otra mujer del gimnasio donde entrenaba (El Emporio del Dolor de Russell), ni de la ciudad donde vivía, podía siquiera llegar a hacerle creer lo que se había hecho a sí misma.
Sólo cuando se juntaba con los misteriosos otros, llegados de ciudades distantes para exhibirse casi en pelotas frente a un público estruendoso, sólo entonces se daba cuenta verdaderamente de lo que suponía ser especial, especial en lo referente a la sangre, la carne, el sudor y, por encima de todo, el dolor.
Una llave rascó la cerradura de la puerta. Era Russell Morgan, un metro noventa de alto y ciento nueve kilos de peso. A sus cuarenta y cinco años había dejado de competir, pero su presencia, incluso ahora, en ocasiones, con sus ochenta y cuatro centímetros de cuello y ciento treinta y dos de pecho, provocaba reacciones impropias en la gente, como por ejemplo: salirse con el coche de la calzada.
Llevaba puesto un bañador slip y era totalmente lampiño. Usaba Nair para depilarse todo el cuerpo porque la ausencia de pelo hacía que las secciones entre sus músculos lucieran muchísimo mejor.
Sus afiladas pantorrillas tenían forma romboidal y los grandes globos de su pecho se proyectaban bien separados y definidos.
Cuando a los cuarenta empezó a quedarse calvo, se afeitó la cabeza y decidió mantenerla tal cual. Todo o nada, así era Russell Morgan. Se exigía a sí mismo la misma clase de disciplina que exigía a sus pupilos.
Se quedó en la puerta mirando a Shereel, desnuda ante el espejo. Llevaba una báscula de baño en la mano derecha.
–Parece que has ganado peso –dijo.
–Russell, necesito un trago de agua.
Él echó un vistazo a su reloj de pulsera.
–En dos horas podrás beberte un decilitro de agua o chupar cuatro cubitos de hielo, lo que prefieras. Soy un hombre razonable.
Cerró la puerta a sus espaldas, caminó hasta ella y depositó la báscula en el suelo.
–Estoy tan seca que no puedo ni escupir –dijo ella.
–No necesitas escupir, lo que necesitas es secarte. Secarte, secarte y secarte. Deshidratarte. Si bajas a los cincuenta y seis kilos lo ganarás todo. Y vas a bajar a los cincuenta y seis kilos –hizo una pausa–. Súbete a la báscula.
–Oh, Russell –dijo, pero obedeció.
Se inclinó para observar el balanceo de la aguja. Él permaneció totalmente inmóvil, mirando la báscula. Ella vio cómo los músculos de Russell se le tensaban a la altura de los hombros y cómo se le estiraban los tendones en la parte posterior de su enorme cuello, y lo supo.
Con una voz apagada y aterradora, aún más espantosa por su suavidad, dijo:
–Virgen santa, cincuenta y seis y medio. Cuarenta y ocho horas para salir a escena y estás medio kilo por encima de tu peso.
–No lo voy a conseguir, Russell.
–Llegarás. Yo estoy aquí para hacer que lo logres.
Caminó hasta el aparato de aire acondicionado y apagó el ventilador. Luego encendió el termostato de la calefacción y lo puso a tope. Cuando volvió hasta ella se desembarazó de su bañador.
Ella bajó la mirada.
–Por Dios, Russell.
Él dijo:
–Tienes que perder ese peso.
Ella estaba un poco descolocada. Esto nunca había sucedido. Él ya la había visto desnuda. Tenía que verla desnuda para controlar sus excesos, sus ingles, lo bien definidos que estaban sus abdominales inferiores, la delgadez, la simetría, pero nunca había pasado algo así. La desnudez de Russell era una novedad e hizo que algo parecido al terror comenzase a hervir en su corazón.
–Podría ir a la sauna –dijo ella–, podría hacer unos cuantos largos.
–Pero entonces te verían, ¿no? –dijo él–. Y quiero que se caguen la pata abajo cuando te quites la bata para calentar en el backstage antes de salir a escena. Ponerles nerviosos, pequeña, psicología.
Russell nunca dejaba que nadie viera a la chica que presentaba de su gimnasio hasta unos instantes antes de salir a escena, en el backstage. Él mismo había actuado así cuando competía y seguía haciéndolo ahora con quienes entrenaba. Pensaba que eso le daba ventaja.
Se acercó a ella y le tomó la cara entre las manos, unas manos tan gigantescas que parecía que estaban sosteniendo una naranja.
Cada vez hacía más calor allí dentro y las risas y los gritos chillones procedentes de la piscina al otro lado de la ventana aumentaron con el calor. Al menos así se lo pareció a Shereel, con la cabeza atrapada entre las manos de Russell. La meció dulcemente, con ternura.
–Tómatelo como una sesión de entrenamiento –dijo Russell–. Me lo dijo un amigo, Duffy Deeter, y he acabado por creerlo. Follar no es más que otra sesión de entrenamiento.
–Russell, yo…
Él la sacudió, no de forma violenta, pero tampoco con ternura.
–No hables. Escucha. Tienes que poner todo tu corazón en esto. Tu corazón. Tienes que currártelo. ¿Quieres agua? ¿Quieres chupar un agradable y fresco cubito de hielo? Pues aquí es donde te lo tienes que ganar. Gánatelo aquí o no lo obtendrás.
Y así, allí mismo, en la asfixiante habitación del Hotel Blue Flamingo, en el centro mismo de Miami Beach, se inició una danza bizarra por un decilitro de agua, una ofensiva violenta llena de requiebros y retorcimientos que hizo que la cabeza de Shereel retumbase como un campanario. Russell la manipuló con la misma facilidad con que hubiese manejado a una niña sin dejar de exhortarla: «¡Cúrratelo, maldita sea, cúrratelo!».
Pero aun poniendo todo su empeño, lo único en lo que ella podía pensar era en que su madre y su padre, junto a sus dos hermanos, su hermana y su antiguo novio (quizá todavía su novio) venían conduciendo desde el sur de Georgia para asistir al espectáculo del fin de semana. Nunca la habían visto competir, no lo entendían, pero habían visto fotos que ella misma les había enviado de su participación en otras competiciones, tenían curiosidad y además la querían.
Sin embargo, gradualmente, el chapoteo de la piscina se fue transformando en su cabeza en un decilitro de agua y aquel minúsculo vaso de agua se llevó por delante tanto las imágenes de su familia como las de lo que estaba haciendo allí, en la cama que las fuertes estocadas y sacudidas de Russell acababan de romper. Él ya estaba bañado en sudor cuando ella perdió clara y completamente la cabeza y su cuerpo comenzó a mostrar la primera, casi imperceptible, humedad.
Destrozaron la mayor parte de los muebles de la habitación mientras Russell resoplaba y aullaba como un loco:
–¡Eres una maldita campeona! ¡A currárselo! ¡Pierde peso! ¡Adelgaza!
Puesto que su consumo de líquidos había sido cuidadosamente supervisado, jamás hubiera podido imaginarse que llegaría a sudar como estaba sudando ahora, pero cuando por fin acabaron en el suelo entre los restos de la destrozada mesita, estaba más empapada que Russell. Y había sido él quien había abandonado, boqueando en busca de aire. Sangraba por los largos y delgados arañazos que le recorrían la espalda y las piernas. Había sufrido golpes en sus hipermusculados hombros, golpes que más tarde se convertirían en feos moratones. Pero Shereel no lucía ni una sola marca, su delicada piel estaba tan suave e inmaculada como siempre. Pues en el curso de todos los retorcimientos y retrocesos, encorvamientos y embestidas, Russell había tenido mucho cuidado de no dejar en ella la menor señal de forcejeo. De poco serviría echar a perder la carne que había traído hasta allí para alzarse con el título.
–Suficiente –dijo en un suspiro ronco y entrecortado–. Ya estamos donde necesitábamos estar.
Y así era. Cuando se subió a la báscula pesaba cincuenta y cinco y medio. Sólo cuando vio el peso se le ocurrió pensar que durante todo el revolcón (obligándola a volverse una y otra vez, deteniéndose en su cabeza, en sus pies, en su espalda, en su vientre), en ningún momento la había besado. No es que deseara que lo hubiera hecho. Pero es que nunca se la habían follado sin besarla. (Su hermano, para hacerla rabiar, solía decir: «¿Sabes por qué no se besa a una vaca cuando te la follas? Porque la boca te queda a tomar por culo. Ja, ja, ja».)
–Puedes beberte un decilitro y medio de agua.
Se volvió hacia él, el rostro tenso, enseñando los dientes:
–¡Sólo quiero medio decilitro! Y deja puesta la calefacción.
–De acuerdo –gritó Russell–. Finalmente has cogido el toro por los cuernos.
Fue entonces cuando la besó, un largo beso que no notó que ella le permitió, pero sin corresponderle.
Estaban sentados junto a la piscina en unas tumbonas, Russell con su bañador, Shereel con un albornoz de felpa que la cubría sin dejar nada al descubierto. Lo único que exponía a la luz eran sus pequeños pies dorados. El sol ardiente había ensombrecido su rostro que, por otra parte, llevaba medio oculto tras unas gafas de sol modelo aviador.
A su alrededor, en la piscina, no había más que enormes hombres musculosos sobre tumbonas, de cuerpos venosos y lampiños, y mujeres sin grasa corporal de piel diáfana, movimientos lánguidos y deliberados y muros abdominales encumbrados por hileras de músculo tan claramente definidos que resultaban irreales, las locas figuraciones de un artista psicótico.
Todos parecían perfectos en su especie, dientes increíblemente blancos, melenas tupidas y arrebatadoramente hermosas, ojos claros en los que brillaba una involuntaria confianza, como si el mundo jamás fuese a desaparecer, jamás pudiese desaparecer. Aquí la edad y la muerte parecían vencidas. Todos se ignoraban ostensiblemente entre sí sin dejar de moverse en los monumentos envasados en que se habían ido transformando. Sus pieles circunscribían sus mundos, unos mundos que habitaban con una felicidad, una satisfacción y un orgullo que saltaban a la vista.
Sin volver la cabeza, Shereel dijo:
–¿Y qué pasa con la habitación?
–¿Qué pasa con ella? –dijo Russell.
–La has destrozado. La has hecho pedazos.
–Que le jodan a la habitación. Tenemos una competición por delante. Ya me haré cargo de eso cuando llegue el momento –hizo una pausa y entornó los ojos para protegerse del sol–. Admiro tu disciplina con el agua.
Ella no contestó.
–Siempre te he admirado.
Ella le miró con curiosidad. Era la primera vez que le decía eso y él podía ver en su cara lo que estaba pensando.
–Siempre lo has sabido.
–No es fácil adivinar que alguien te admira cuando no deja de gritarte –dijo ella.
–Los gritos son necesarios. Todo es necesario.
Ella fingió un bostezo y se encajó un poco más el sombrero.
–Tú limítate a mantener esa cara de competición –dijo él–. Hemos llegado muy lejos.
–Sí –dijo ella–. Hemos llegado muy lejos.
Russell se volvió en la tumbona y le apoyó la mano en el hombro:
–No dejes en ningún momento de recordarte a ti misma de qué va todo esto. La cima del mundo. Lo mejor está aquí. Vence a tus contrincantes aquí y ya no te quedará a quien vencer. Te lloverán los cheques, tantos que tendrás que contratar a alguien para que te lleve las cuentas. El gimnasio crecerá como una flor. Franquicias. Pasta –se detuvo a contemplar sus propias manos, gruesas pero perfectamente estructuradas–. Yo cuidaré de ti.
–No te emociones, Russell.
–Es la pura verdad –dijo él.
Iba a contestarle cuando se les aproximó un negro que debía pesar unos ciento veinte kilos y era más alto que Russell. Llevaba una camiseta sobre el traje de baño. En la parte delantera de la camiseta se podía leer:
GIMNASIO BLACK MAGIC
DETROIT MICHIGAN
CUNA DE LA CAMPEONA MARVELLA WASHINGTON
Shereel sabía quién era. En su día había sido un famoso y temible competidor.
–¿Qué pasa, Russell? –les mostró una kilométrica y perfecta dentadura.
–Pensé que me lo dirías tú, Muro.
Shereel había visto ejemplares de viejas revistas de culturismo de la época en la que él había arrasado en los escenarios. Por entonces se le conocía como Wallace el Muro.
–Ahora me llamo sólo Wallace, el Muro pasó a la historia.
Russell sonrió:
–Sí, salta a la vista.
–Cuidado con lo que dices, blanquito –dijo Wallace, pero lo dijo en un tono amistoso y de chanza.
–¿No vas a empezar a tratarme como un negrata, verdad, Muro?
–No he hecho todo este camino desde Detroit para tratarte como un negrata, Russell Músculo.
–Sabes que no me gusta que me llamen así –dijo Russell.
–Lo sé –dijo Wallace.
–Así es que dime –dijo Russell–, ¿qué te trae por aquí?
–Tío, ¿no te has enterado? Aquí se va a celebrar el Mr. & Miss Cosmos –hizo una pausa y desvió la mirada al otro lado de la piscina donde una joven negra, haciendo gala de su singular y resplandeciente fuerza, y un chaval blanco fibroso, se dedicaban a realizar conjuntamente su rutina de poses–. A Mr. Cosmos le pueden dar –continuó diciendo–. Yo he traído a la futura Miss Cosmos. Joder, no soy codicioso. Me conformo con Miss Cosmos y me la he traído nada menos que desde Detroit.
–Por supuesto, Muro –dijo Russell, confiadamente. Estaba muy seguro de sí mismo–. Por supuesto.
Wallace puso los ojos en blanco y suspiró. Acto seguido, se volvió hacia Shereel.
–Me alegra verla, señorita Dupont, aunque no pueda verla.
–Me alegra verte, Wallace –dijo ella por debajo de su sombrero.
Russell dijo:
–Su bronceado es perfecto. Está en plena forma. La mejor en su categoría.
Wallace le ignoró:
–Tenías un aspecto endiabladamente bueno en Los Ángeles.
–Lo bastante bueno como para ganar –apuntó Russell.
Ahora Wallace sí le miró:
–¿Has traído a alguien para la categoría masculina?
–Estamos aquí, al igual que tú, para un único título: el de Miss Cosmos. Shereel lo ansía con todas sus fuerzas. Nada puede desviarla de su camino. De estar en tu lugar yo me ahorraría unos cuantos gastos, haría las maletas y me volvería a casa ya mismo.
–Siempre es un placer hablar con un caballero, Russell Músculo –se dio la vuelta para irse pero se detuvo el tiempo suficiente para añadir–. Ah, señorita Dupont, Marvella la anda buscando. Y no me cabe duda de que la encontrará antes de que esto haya acabado. Yo que usted me cubriría las espaldas.
Cuando se fue, Russell dijo:
–Gilipollas.
–No es mal tipo –dijo Shereel.
Russell frunció el ceño, gruñó y dejó escapar el siguiente estertor de su garganta.
–Aquí todos son gilipollas. ¡Asesinos de niños! ¡Maricas y tortilleras capaces de follarse a sus propios padres! ¡Que no se te olvide ni por un puto segundo! –y luego en un siseo–. Son esos cabronazos contra nosotros. Me gustaría ver un poco de odio cociéndose en tu interior. Odio, por amor de Dios.
–Russell –dijo Shereel muy tranquila–, estás loco.
–Yo te enseñaré lo que es la locura antes de que esto acabe –dijo él–. Te mostraré lo que es estar como una puta cabra.
Por el sistema de megafonía de la piscina sonó un aviso: «Señorita Dorothy Turnipseed*, ¿podría acercarse al teléfono de recepción? Tiene un mensaje».
La cabeza de Shereel se incorporó con una sacudida.
–No te muevas –dijo Russell–. No te muevas ni un milí-metro.
–Será mi familia –dijo ella–. No puede ser nadie más.
–¿Es que no saben que tu puto apellido ya no es Turnipseed? ¿No saben que te llamas Shereel Dupont?
–Saben que ése es mi nombre artístico.
–Tu nombre artístico –fue una afirmación.
–Es lo que pone en las fotos de los certámenes que les mando. Tengo que decirles algo. Jamás entenderían eso de cambiarme el nombre.
Russell se había olvidado totalmente de que su familia iba a venir a la competición.
–Dios mío –dijo–, si esto sale a la luz estamos perdidos. Nadie que se llame Dorothy Turnipseed podrá jamás llegar a ser Miss Cosmos.
La voz del sistema de megafonía preguntó si la señorita Turnipseed estaba en el hotel.
–Tú te quedas aquí –dijo Russell–. Yo me acerco al teléfono y me ocupo de esto.
Se levantó de la tumbona y se dirigió al teléfono que había junto a la piscina. Shereel observó cómo se marchaba y se le ocurrió pensar que si su nombre no fuese Turnipseed, probablemente no estaría ahora allí sentada, junto a la piscina del Hotel Blue Flamingo.
Había entrado en El Emporio del Dolor de Morgan preguntando por el anuncio de solicitud de «secretaria para servicio general de oficina en un gimnasio de musculación». Ni siquiera sabía lo que era un gimnasio de musculación, pero había asistido a un curso de secretariado de ocho semanas en la escuela para MUJERES CON ASPIRACIONES EMPRESARIALES de Waycross, Georgia. Tendría que pasar allí casi una semana hasta averiguar lo que significaba el término «aspiraciones», pero finalmente lo averiguó y se graduó. Y en cuanto se graduó dejó su hogar y se dirigió a Jacksonville, Florida, en busca de trabajo. No sabía exactamente por qué razón decidió irse, pero desde que era pequeña había tenido claro que no quería pasarse toda la vida en Waycross. Sabía que no quería ser simplemente otra Turnipseed del sur de Georgia.
Así es que un buen día entró en el gimnasio y le entregó a Russell su currículum, que ocupaba una sola página (habían dedicado no poco tiempo a una lección titulada «El currículum» en WBBA, que eran las siglas con las que casi todo el mundo denominaba a la escuela, y Shereel estaba muy orgullosa del currículum que había conseguido dar a luz).
Russell estaba distraído pues entrenaba a un tipo bajito que hacía sentadillas con una barra tan cargada que se doblaba ligeramente cada vez que bajaba. Los bufidos y los gruñidos del tipo en cuclillas asustaron a Shereel pero apenas le quedaba dinero y necesitaba encontrar trabajo urgentemente.
Russell frunció el ceño ante el currículum cuando se lo entregó y, acto seguido, gritó al tipo pequeño que estaba acuclillado:
–¡Arriba! ¡Empuja, maldita nenaza!
Entonces, sin mirarla, le dijo:
–Creo que ya he encontrado a la mujer que necesito. Adiós.
–Pero si ni siquiera has mirado el currículum –dijo ella.
Russell volvió a gritar a su pupilo y después echó una ojeada al papel que tenía en la mano. Estaba a punto de lanzar otro alarido, pero no lo hizo. Miró atentamente el currículum.
–¿Dorothy Turnipseed? –dijo.
–Sí –ella miraba más allá de Russell, al hombre achaparrado que se había quedado atascado en el fondo de una sentadilla. Los ojos estaban a punto de saltársele de las órbitas. Los tendones le sobresalían por el cuello. Pensó que estaba a punto de morir allí mismo, atrapado bajo aquel peso.
–¿Es tu verdadero nombre? –le preguntó.
–Hay muchos Turnipseed en Georgia –respondió ella.
El tipo dejó caer el peso a sus espaldas y, acto seguido, se desplomó y quedó tendido bocarriba. Se quedó inmóvil en esa posición pero Russell no pareció darse cuenta.
La miró durante unos instantes.
–¿Sabes contar?
La pregunta le enfureció, pero necesitaba el trabajo:
–Sí.
–¿Conoces el abecedario?
–¿Quieres que te lo recite?
–Quiero que respondas a mis preguntas, haz lo que te digo y mantén la boca cerrada. Yo soy el único a quien se le permite ser gracioso aquí y nunca soy gracioso.
Entonces, por motivos que nunca le reveló, la contrató en el acto. Al irse, el hombre bajito seguía tendido bocarriba. Lo único que indicaba que estaba vivo era su pie derecho que se contraía a intervalos irregulares.
Pero al día siguiente, cuando acudió a trabajar, aquel mismo individuo se hallaba contraído bajo el mismo peso descomunal y Russell seguía gritándole.
Entró a trabajar en la diminuta y casi asfixiante oficina e hizo bien su trabajo, contestó al teléfono y respondió el correo de Russell (en su mayor parte mensajes que solicitaban su asistencia para impartir seminarios en diversos gimnasios o propuestas para que considerara la posibilidad de acudir como posante invitado en alguna competición que iba a celebrarse al otro extremo del país). Puso en orden su caótico fichero de admisiones siguiéndole la pista a los socios: quién debía alguna cuota y quién se había dado de baja.
Russell apenas se dirigió a ella durante la primera semana. Ella estaba fascinada con las mujeres del gimnasio (impecables y hermosas) que sudaban y gruñían junto a los hombres. Pero nunca consideró la idea de unirse a ellas hasta que Russell entró una tarde en la oficina no tanto para pedirle como para exigirle que al día siguiente se trajera unas mallas para sumarse a una sesión de entrenamiento. Como no quería perder el trabajo, al día siguiente se presentó con las mallas, una cosa diminuta de color azul pálido muy ajustada que le hizo sentirse desnuda en cuanto salió del vestuario de chicas. Russell se puso inmediatamente frente a ella y ella no supo qué decir ni qué hacer mientras él la examinaba. Así fue como lo vivió: como un examen. La tomó del hombro y la obligó a volverse. Palpó la alineación de su espina dorsal, se fijó intensa y detenidamente en sus piernas, sus brazos y en el modo en que se le torneaba la pelvis. Le llevó sólo dos o tres minutos pero a ella le pareció una hora y estuvo todo el tiempo ruborizada, aunque eso fue lo único en ella que Russell no notó.
–Justo lo que pensaba –dijo–. Lo supe en cuanto te vi. Tienes buenos huesos.
–¿Huesos?
–Huesos.
Allá en casa los chicos habían hecho comentarios sobre su culo, sus caderas y sus pechos, pero ésa era la primera vez que alguien mencionaba sus huesos.
–Procedes de una buena cepa genética –dijo él.
Ella no tenía ni la más remota idea de lo que le estaba diciendo. Las cepas genéticas no constaban en el programa de la Escuela de Secretariado de Waycross.
–Puedes lograr lo que quieras con lo que quieras en un gimnasio como éste. A excepción de los huesos. La configuración ósea es algo que no se puede tocar. O tienes huesos o no. Tú los tienes. Huesos como los tuyos aparecen una vez cada década, más o menos. ¿Quieres llegar a ser una campeona mundial? ¿Una auténtica campeona?
–¿Campeona de qué?
Él bufó y dijo:
–Olvídate de tus malditas preguntas. Conseguiré a otra chica para la oficina. Mañana empiezas a entrenar. Vas a vivir, comer, dormir y soñar con ser la mejor. Todo en este jodido mundo lo tienes mal, todo menos esa increíble estructura ósea. Pero yo me encargaré de arreglar el resto. Lo arreglaré todo.
Y así fue. La convirtió en alguien, consiguió hacerla escuchar aplausos atronadores y gritos de aprobación, incluso de amor. Le proporcionó un propósito en el mundo, una causa que jamás hubiera sospechado que pudiera existir. Y por eso había hecho todo lo que le había pedido.
Y se alegraba de haberlo hecho, incluso de haberse cambiado de nombre. En realidad la bautizó como Sheree Dupont, pero en su primera competición (que ganó) escribieron mal su nombre de pila en el programa y desde entonces se había quedado con Shereel.
Russell regresó echando pestes por el borde de la piscina, con el rostro colorado y una vena marcada que se le bifurcaba por encima de la nariz y le atravesaba la frente, una vena casi del tamaño de un lápiz. Se dejó caer en la tumbona que estaba a su lado. Por el modo en que respiraba, cualquiera diría que venía de correr unos tres kilómetros.
Por algún motivo, aquello agradó a Shereel.
–Pensé que te habías ido a cagar y que los cerdos te habían devorado.
–Ese humor de Georgia no tarda en agotar la paciencia de cualquiera.
–¿Qué coño te pasa?
–Pues que hay todo un puto batallón de Turnipseed en la mesa de registro.
–¿Qué han dicho?
–Sólo he hablado con uno. Un hijoputa gruñón que no atendía a razones. Le dije que se registrasen y subieran a sus habitaciones. No me dijo con quién venía pero daba la impresión de que se había traído a medio país. Había un montón de voces cacareando allí abajo, parecía un zoo lleno de monos.
–¿Dónde les dijiste que estaba?
–Fuera.
–¿Fuera?
–Exacto.
–¿Y él qué dijo?
–Me dijo que me fuera al infierno. Dijo que tú podías estar fuera, pero que bien sabía Dios que él estaba dentro. Dijo que no había recorrido todo el camino desde Florida para sentarse en una maldita habitación de hotel.
–Ése era papá.
–Ahora lo entiendo todo mucho mejor. ¿Sabes lo que el viejo cabrón me dijo que iban a hacer?
–No llames cabrón a mi padre, Russell.
–Todos los Turnipseed van a salir aquí, a la piscina. Me dijo que estaban pensando en ponerse en remojo. Me llevó un rato entender lo que quería decir. En ponerse en remojo: ni siquiera sabe hablar.
–Así se habla en Waycross, Georgia.
–Pero no estamos en Waycross, Georgia.
–Ya veremos. Pero yo cuidaría mi lengua con papá. Ya ha matado a dos hombres.
Russell gruñó y dijo:
–Toda esta maldita competición puede irse al garete. Vamos, salgamos de aquí antes de que se presenten delante de todo el mundo.
La tomó de la mano y la sacó de un tirón de la tumbona.
* N. del T.: Turnipseed: semilla de nabo.
Alphonse Turnipseed (a quien todos llamaban Fonse menos su mujer), con su traje J. C. Penney verde y demasiado ajustado, se encontraba directamente detrás de su hijo Motor, que había apoyado los codos sobre la mesa de recepción, uno a cada lado de la hoja de registro que estaba rellenando. Al escribir se llevaba de vez en cuando el bolígrafo a la punta de la lengua.
Motor llevaba un traje idéntico al de su padre: verde y ajustado, peligrosamente ceñido en la entrepierna y demasiado corto de piernas. Poco antes de salir rumbo al sur, en la tienda J. C. Penney de Waycross había tenido lugar una VENTA EXTRAORDINARIA POR LIQUIDACIÓN con una amplia variedad de magníficas gangas. Pero la que llamó su atención fue la que ofertaba TRAJES DE HOMBRE A 99$, DOS POR 110,95$.
De pie en la acera frente a la tienda, toqueteándose las pelotas alternativamente con sus enormes manos rojas y extrayéndose cera de los oídos con una cerilla de cocina, Motor le dijo a su padre:
–Coño, Pa, uno de los dos se va apañar un buen traje por ná más que diez noventa y cinco.
Alphonse se quedó mirando a Motor durante un largo y pausado instante, escupiendo, como su hijo, fibrosos pegotes de tabaco sobre la acera, los ojos introvertidos y abstraídos, antes de decir, finalmente:
–Once noventa y cinco.
Y añadir, según entraba en la tienda, por encima del hombro:
–Más las tasas.
–¿Lo tiés controlao, Motor? –se trataba de Turner, el hijo menor de Alphonse, que había recibido el nombre de soltera de su madre.
Motor, llevándose de nuevo el bolígrafo a la punta de la lengua, dijo:
–Sí, tá dominao, pero los cuadritos pa escribir son mu chicos.
–Pos si se van a quedar nuestra guita, Motor, qué más da lo que escribas –dijo Harry Barnes, también llamado Cabeza Clavo o normalmente sólo Clavo o, en ocasiones, Cabeza, que era el novio de Dorothy, veterano altamente condecorado en la guerra de Vietnam en cuyos ojos había algo que no parecía funcionar bien, cosa que no había sido así antes de su partida a Vietnam.
Clavo no tenía mucha paciencia y llevaba puesto el mismo traje marrón que llevaba Turner, habiendo aprovechado la misma oferta de J. C. Penney. Había sido idea de la mujer de Alphonse, Earnestine, que todos fuesen conjuntados. Ella y su hija, Earline, llevaban los vestidos rebajados de J. C. Penney: faldas rojas imitando a la seda y blusas con enormes lazos plisados a la espalda. Se habían pasado una semana reconstruyendo las prendas para acomodar sus contornos, algo necesario puesto que eran, tal y como Earnestine solía decir: «mujeres de naturaleza robusta».
Earnestine sostenía que sería una buena idea ir conjuntados para no perderse de vista en las locas aglomeraciones de Miami.
–He escuchao toa clase de cosas de esas gentes –dijo–. Hay turistas to locos que se meriendan a sus crías.
Ahora estaba junto a su hija, compartiendo una bolsa de cortezas de cerdo, ambas mascando pacientemente y cambiando el peso de una pierna a la otra, haciendo que aquellos resplandecientes lazos rojos ondeasen sobre sus gigantescas caderas.
Motor alzó la vista, se pasó la lengua manchada de tinta por los labios y arrojó el bolígrafo sobre la mesa revestida de mármol.
–Ya está. Dominao.
Detrás del mostrador, el joven delgado y repeinado de pelo corto, dio la vuelta pacientemente a la hoja de registro con sus largos dedos bronceados de uñas pulidas hasta alcanzar un lustre increíble, y bajó sus sobresaltados ojos para examinarla. Sus ojos se habían ensanchado desde el mismo instante en que aquella gente se presentó ante él para registrarse. No terminaba de entenderlos y había hecho un gran esfuerzo para no quedarse mirándolos de un modo inapropiado. Era la misma precisa reacción que había tenido cuando los competidores de Mr. y Miss Cosmos empezaron a llegar al hotel dos días antes. Tampoco a ellos podía entenderlos, pero se había dado cuenta enseguida de que en el caso de estos últimos no tenía de qué preocuparse si se les quedaba mirando de un modo inconveniente. A ellos les gustaba que les mirasen de un modo inapropiado, incluso les encantaba. Parecía que ése era el objetivo de sus vidas.
–¿Y cómo va a abonarlo, señor? –preguntó el recepcionista que se llamaba Julian Lipschitz.
–¿Ein? –inquirió Alphonse.
–Quié saber cómo vas a apoquinar –exclamó Turner al oído bueno de su padre, el izquierdo. El oído bueno sólo acusaba media sordera.
Alphonse se quitó el sombrero negro de fieltro (los cuatro hombres llevaban sombreros negros de fieltro) y comenzó a darle vueltas entre las manos como si estuviera examinándolo en busca de una respuesta. Extrajo una cajetilla de Camel sin filtro y se encendió un cigarrillo con una cerilla, usando la gruesa y amarillenta uña de su dedo gordo para prenderla. Dejó que el cigarrillo le colgase de los labios y sus ojos, de un gris apagado, bizquearon a través del humo.
Julian hizo el gesto de agitar la mano para apartar el humo. Odiaba a la gente que consumía tabaco. Él mismo vivía, prácticamente, de yogures naturales y jogging. El jogging y el yogur natural le hacían sentirse espiritual. Quizá por ese motivo sintió una identificación inmediata con los culturistas. También había asistido a un curso de filosofía en el Junior College de Miami-Dade, al mismo tiempo que estudiaba para gerente de hotel. Por lo que esa fue la frase que le vino a la cabeza: identificación inmediata. ¡Pero esta gente horrible con su horrible ropa!
Manoteando las dos columnas gemelas de humo que salían de las narices de Alphonse, Julian dijo:
–¿No podría…?
–Quieto parao –dijo Clavo.
–¿Qué? –Julian parpadeó en un intento de identificar a través del humo cuál de los hombres le había hablado. Se trataba del tipo en cuyos ojos parecía que algo andaba mal.
–He dicho quieto parao. El Fonse tá lucubrando –dijo Clavo.
–Señor, necesito que…
–Lo que necesita es cerrar el puto hocico –dijo Clavo–. Al Fonse no le gusta que le atosiguen.
Alphonse volvió a ponerse el sombrero, ajustándoselo cuidadosamente y con gran parsimonia. Acto seguido, habló tan bajito que Julian, de un modo inconsciente, se inclinó hacia él:
–Pos iba a pagar con dinero.
–Iba a pagar con dinero –dijo Motor como si utilizar dinero nunca se le hubiese pasado por la imaginación.
–Con eso valdrá, señor –dijo Julian pensando: «Dios mío, esta gente no sólo se viste y actúa como bárbaros, son bárbaros, bárbaros violentos y peligrosos»–. Sí, muy bien, entonces sólo necesito una identificación.
–¿Identificación? –dijo Earline, con una corteza de cerdo balanceándose en la boca.
–Cualquier cosa servirá –dijo Julian–, carnet de conducir, tarjeta de crédito, lo que sea.
Earline apartó a su hermano y fue a depositar sus enormes pechos sobre el mostrador para enfrentarse a Julian.
–Esto –dijo haciendo reventar la corteza de cerdo en la boca–, son los Estaos Uníos de América. Usté debe estar pensando en algún otro país. En los Estaos Uníos de Amé-rica no hacen falta papeles pa viajar.
Earline conocía sus derechos. Se había graduado en el Junior College de Waycross. Cuando salió de allí con su licenciatura de dos años en «Problemas Cotidianos», lo hizo decidida a no volver a soportar las chorradas de la gente ignorante.
Julian tenía una respuesta para esa declaración y había estado aguardando (en realidad, deseando) la oportunidad de usarla. Había sido ideada por Dexter Friedkin, el director del hotel, puesto al que Julian aspiraba. Estaba diseñada para librarse de huéspedes indeseables, como aquéllos.
Julian señaló más allá de las puertas de cristal del lobby donde podía verse un seto agonizante primorosamente arreglado y dos altas palmeras que morían puntualmente cada dos meses y tenían que ser reemplazadas.
–Eso –dijo Julian–, eso de ahí fuera son los Estados Unidos de América. Pero aquí dentro estamos en el Hotel Blue Flamingo. Y aquí exigimos identificación.
Fonse se había llevado la mano a la oreja izquierda a modo de bocina y prestó atención a lo que decía Julian, mirando primero a su hija y luego a éste. Sin quitarse en ningún momento el cigarrillo de los labios, con sendas columnas de humo emergiendo sin pausa de sus narices, fijó sus pálidos ojos grises en Clavo e hizo un ligero gesto con la cabeza.
–Sí, señor –le dijo Clavo a Alphonse.
Se adelantó y apartó de su camino a Motor con delicadeza para poder acomodar sus codos en el mostrador y dedicarle a Julian una mirada diferente a todas las miradas que Julian había visto en su vida. Durante un buen rato se limitó a mirarle y después, lenta y deliberadamente, se quitó su propio sombrero de fieltro y se puso a examinarlo detenidamente. Aún estaba estudiando el sombrero cuando comenzó a hablar con una voz tranquila, inalterable y letal.
–En tiempo de conflitos me alisté de mutu poprio pa luchar por este condenao país. Desde entonces tengo un pinrel jodío por meterlo en un palo afilao en mierda vietnamita. Hijo, ahora crees que quiés saber algo de mí, pero te aseguro que no. Ni tú ni tu vieja queréis saber ná de mí.
Se volvió a poner cuidadosamente el sombrero y alzó los ojos hacia Julian, que había cerrado discretamente los suyos cuando Clavo llegó a la parte de meter un «pinrel» en un palo «afilao» en mierda vietnamita.
–Y ahora vas y me das las putas llaves del cuarto o salto por cima del mostrador, te agarro las orejas y te arranco las napias de un bocao.
Sin llegar a abrir los ojos, la mano de dedos largos de Julian (ahora pálida pese al bronceado) le alcanzó por encima de la mesa dos juegos de llaves, con la misma mano dio una palmada sobre el pezón de un pequeño timbre y acertó a llamar a un tal Front con una voz que más bien parecía la petición de auxilio de un hombre ahogándose en el océano.
Un joven cubano con un carrito forrado de terciopelo apareció como por arte de magia. Miró a Cabeza Clavo, que parecía estar al mando de aquella delegación.
–Señor, ¿puedo recoger sus maletas?
–No hace falta, hijo, las cargamos nosotros –dijo Clavo observando las llaves que tenía en la mano–. ¿Por dónde quedan la quince vente y la quince ventiuno?
–El ascensor está ahí mismo, señor, cruzando el vestíbulo a la izquierda.
Clavo observó al joven cubano, que estaba sonriendo todo lo que podía y luego se volvió a mirar a Turner.
–Turner, ¿a que es raro este sitio?
–Me cago en diez –respondió Turner–, en el camino to los árboles tenían una luz y un palo colgando. Me parece que vamos a ver muchas cosas raras por aquí.
Fonse, con su oído bueno aún abocinado, sin mover nada salvo los ojos, permaneció atento a todo lo que se decía mientras las cenizas de su Camel, que en ningún momento se desprendió de los labios, caían a la alfombra, donde su hijo Motor se dedicaba a pisarlas cuidadosamente con su bota de punta de acero. El botones cubano vio cómo Motor aplastaba las cenizas contra la alfombra sin dejar de sonreír. Su trabajo no incluía preocuparse por la alfombra. Y después de haber sobrevivido veintidós años en las calles de la Pequeña Habana en Miami, su instinto le había advertido que aquélla era gente de la que convenía apartarse y mantenerse lo más alejado posible.
Fonse señaló al cubano con la barbilla y dijo:
–Éste no es de nuestra calaña, ¿verdá?
–No, señor –dijo Motor–, no parece.
–Tampoco parece que ande bien de entendederas. ¿No habéis visto cuando le he preguntao dónde estaba el puto ascensor?
Earnestine se adelantó, tomó las llaves de la mano de Cabeza Clavo y se quedó mirándoles, luego le dijo al botones:
–Ricura, no te preocupes. Éstos son mis hombres, a veces son mu bestias con los desconocíos y a veces son malos como víboras, pero son mis muchachos, tos ellos. Y yo me encargo que me se comporten.
Alzó las llaves y se dirigió al botones muy lentamente y con un tono de voz excesivamente alto, como si estuviese hablando con un imbécil, que era lo que ella pensaba que era aquel cubano.
–¿Cómo se hace pa llegar al sitio donde vamos a dormir?
El botones se las ingenió para contestar sin alterar su sonrisa:
–La decimoquinta planta. Puede tomar el ascensor si lo desea –hizo un gesto vago con la mano hacia donde estaba el ascensor–. Cuando salga en el quince, gire a la derecha.
Ella les dedicó una sonrisa a sus muchachos, que aún no habían despegado los ojos del cubano.
–Ya os dije que se atrapan más moscas con miel que con vinagre.
–Nadie quié cazar moscas, Ma –dijo Motor–. Lo que queremos es un sitio donde dejarnos caer.
–Ay, mi buñuelito de azúcar tá cansao –dijo ella–. Ha sío un viaje mu largo y mu cansao, encajaos en esa furgoneta.
Habían hecho todo el camino desde Waycross a Miami en dos furgonetas, la de Clavo y la de Fonse, ambas Chevys.
–¿Qué vamos a hacer con ellos? –preguntó Russell.
–¿Qué quieres decir con eso de qué vamos a hacer con ellos? –le respondió Shereel.
–¿Qué cojones he dicho?
–¿Y qué cojones he dicho yo?
Russell respiró profundamente un par de veces, desvió la mirada hacia la ventana y compuso la que esperaba que fuese una expresión razonable antes de responder:
–De acuerdo, eso te lo voy a permitir. El odio se está cocinando en tu interior. Estás empezando a rechinar los dientes y a desear la muerte de alguien. Eso es sangre de competición, mente de competición, cara de competición –volvió a respirar profundamente–. Pero intenta recordar con quién estás hablando. Soy Russell Morgan. Tu entrenador. Tu vida.
Estaban de vuelta en la habitación de Shereel entre el mobiliario roto y arruinado. El aire acondicionado volvía a estar en marcha. Russell se sentó en el tocador, el único mueble que seguía en pie. Shereel, aún con su albornoz de felpa y sus gafas de sol, estaba tendida de espaldas sobre la alfombra, pensando en agua. Calculaba que ya era el momento de tomarse otro decilitro. Sabía que ya era el momento de tomarse otro decilitro. Pero se dijo a sí misma que preferiría arder en el infierno con la espalda quebrada antes de pedirlo, aunque sintiera la lengua hinchada y saburrosa.
–Tú no eres mi vida, Russell.
Lo que él deseaba era quitarle la tontería de un bofetón. Ella no estaba pensando con claridad y quitarle la tontería de un bofetón sería de gran ayuda pero no podía arriesgarse a dejarla marcada con un moretón.
–También dejaré pasar eso. Pero desearía que me dijeses algo a propósito de cómo vamos a manejar el asunto de tu familia. No vas a permitirles que arruinen tu competición.
–Nada va a arruinar mi competición. He sufrido como Cristo en la cruz para llegar a este campeonato y estoy más que dispuesta a ganarlo… –trató de humedecerse los labios pero su lengua se deslizó sobre ellos seca y áspera–. Mi familia no se mete con nadie que no se haya metido antes con ellos. Especialmente, Clavo.
–¿Clavo?
–En realidad su nombre es Harry pero sólo le llaman así sus parientes. Todos los demás le llaman Cabeza Clavo o Clavo a secas.
–¿Clavo? ¿Clavo, por amor de Dios? Pensé que tus hermanos se llamaban Turner y Motor. Motor ya se las trae pero nunca me hablaste de nadie que se llamase Cabeza Clavo.
–Clavo no es mi hermano. Es…, le conozco desde hace muchísimo tiempo.
–¿Y?
–Estamos muy unidos.
–¿Cómo de unidos?
–Russell, vamos a concentrarnos en la competición, ¿de acuerdo?
–No estoy haciendo otra cosa. ¿Cómo de unidos?
–Bueno, supongo que estamos comprometidos.
–¿Por qué no me lo has dicho antes?
–Nunca me lo preguntaste.
Russell levantó los brazos y dijo mirando al techo:
–Dios, ¿por qué me haces esto?
Luego, dirigiéndose a Shereel:
–No puedes suponer que estáis comprometidos. O lo estáis o no.
–Con Clavo una nunca puede estar segura de nada. Ni siquiera he vuelto a hablar con él desde hace tiempo. Se niega a hablar por teléfono y a escribir cartas. Y no se leería las cartas que le escribieran. Clavo es, bueno, Clavo es diferente.
–¿Diferente?
–Y peligroso.
–Por todos los santos, ¿es que algo puede ir peor?
–Probablemente. A Clavo le gusta dar palizas a la gente. Dice que le resulta relajante, que calma su estrés.
–Shereel, has dejado que un reconocido lunático venga a joderte la posibilidad de llevarte el campeonato del mundo.
–A Clavo no se le deja hacer nada. Él va donde quiere ir. Vive en su mundo. Pero te aseguro que es un buen tío, un encanto.
–Y le gusta dar palizas a la gente.
–No lo entiendes –dijo ella.
–Algo se me ha debido escapar –dijo él.
–No lo hace de cualquier manera, como en los viejos tiempos, pegarse con el primero que pase.
–Bueno, podrías haber empezado por ahí, eso lo arregla todo.
–No, le gusta dar con gente que anda pidiendo a gritos que le den una paliza. En realidad, trata de dar con tres o cuatro a la vez, ya sabes, en grupo, un grupo entero de gilipollas. Dice que meterle una paliza a tres o cuatro a la vez le ayuda mucho más a calmar su estrés. Tienes que entender que es el tipo más encantador que desearías conocer. A no ser que seas un gilipollas.
–Reconfortante –dijo Russell–. Eso hace que mi corazón vuelva a latir con normalidad.
–Pero no siempre fue así hasta que se marchó a Vietnam. Allí las pasó canutas y se aficionó a estrangular a la gente.
–Estrangular… Shereel, creo que ya he oído todo lo que quería oír.
–Es probable. Pero no has oído todo lo que necesitas oír. Tienes que saberlo todo. Al fin y al cabo, está aquí. Y es mejor saberlo. En Vietnam estaba en algo que se llamaba la patrulla de ratas. Se dedicaban a meterse en los túneles en busca de, según la denominación de Clavo, esos pequeños chinorris cabrones. Habían cavado túneles por todo el país y Clavo se metía allí dentro para acribillarlos o matarlos con su cuchillo. Pero el día que estranguló a uno de ellos, le cogió el gusto. Eso es lo que dice, dice que hay algo en el estrangulamiento de un hombre que resulta, en fin, satisfactorio. El caso es que le cogió el gustillo y nunca llegó a librarse de esa afición.
–Con eso me basta, no necesito saber el resto y te aseguro que no entiendo una mierda.
–Clavo dice que su sueño es encontrarse con tres o cuatro gilipollas en un túnel y estrangularlos a todos. Dice que piensa que sólo si logra dar con cuatro gilipollas en un túnel aquí mismo, en los Estados Unidos de América, se librará de su estrés para siempre y podrá volver a ser el mismo tipo encantador de antes. Pero no creo que tengamos que preocuparnos de nada porque ni aquí, en el Cosmos, ni en las proximidades, que yo sepa, hay túneles.
Russell se había movido para situarse junto a la ventana que daba a la piscina. Estaba de espaldas a Shereel y ésta pudo contemplar cómo sus músculos, desde los tendones de la corva hasta la nuca, saltaron de repente y se inmovilizaron como si hubiese sufrido un espasmo.
–Son ellos. Dios mío, han aparecido. ¿Y dónde habrán encontrado eso que llevan puesto?