Enigma, en el estado de Georgia, era una calle sin salida. Habían plantado el juzgado justo en medio de la autopista 229, en el punto donde la carretera terminaba de manera abrupta, como una cinta cortada por la mitad, al borde del pantano de Big Harrikin. Desde la ventana de la celda de la cara norte del juzgado, Willalee Bookatee Hull divisaba todo el pueblo. Se balanceaba suavemente, distribuyendo el peso de un pie al otro. Detrás de él, sobre una mesa de madera, un plato de alubias se cuajaba bajo una fina capa de grasa y dos panecillos descansaban junto al plato. En una de las esquinas de la celda, un cubo servía de orinal y, por encima, a la altura de los ojos, alguien había escrito a lápiz en la hoja de un bloc el reglamento de la cárcel del condado de Lebeau.
En el asfixiante calor de la celda, Willalee Bookatee se balanceaba como el péndulo de un reloj ante el brillante marco de luz de la ventana. No se oía nada salvo el continuo zumbido de las moscas que se quedaban adheridas al plato. El sol se alzaba al oeste, dividiendo la calle en luces y sombras. En el otro extremo del pueblo, donde la autopista 229 se abría paso a través de la llanura ardiente, había una mula atada bajo la rácana sombra de un cinamomo. Dormía bajo una silla de montar, mientras moscas repletas de sangre revoloteaban lánguidamente a su alrededor. En la parte soleada de la calle había un Buick del año 1948 con una cola de zorro en la antena y una pegatina de Viva la Armada en la luna trasera, aparcado delante de la droguería de Marvin, que además de tienda era la oficina de correos y tenía colgada de un poste la bandera de Estados Unidos. El Buick era el único coche en toda la calle. Hacía dos meses que no llovía.
Willalee Bookatee seguía balanceándose, medio aturdido, perdido en una especie de ensueño, con la mirada más ocupada en la pancarta de lienzo con letras rojas, blancas y azules que atravesaba la calle que en los granjeros o sus mulas amarradas. La pancarta, fijada en uno de sus extremos a la tienda de semillas de Harvey y del otro a la funeraria de Enigma, rezaba así: ¡BIENVENIDO A CASA, CANTANTE DE GOSPEL! Aunque Willalee Bookatee predicaba los Evangelios y conocía de memoria largos fragmentos de las Escrituras, no sabía leer. Pero sí sabía, como todo ser humano en Enigma, que el Cantante de Gospel volvía a casa. Se habían preparado para la ocasión, deseaban que llegase el momento y rezaban por ello. Por todo el pueblo ardía furiosamente un ansia irrefrenable por ver, escuchar y –si Dios lo quería– tocar al Cantante de Gospel, que sin ayuda de nadie había concentrado la atención de todo el universo en Enigma, Georgia. El Cantante de Gospel había dado un propósito y un significado a sus vidas por la sencilla razón de que podían decir cosas como «soy del mismo pueblo que el Cantante de Gospel» o «le conozco desde que era un renacuajo».
Willalee había visto al Cantante de Gospel en innumerables ocasiones en la televisión Muntz que había comprado en Albany, Georgia, y que había traído a casa en la parte de atrás de un carromato de trementina para ponerla en su cabaña. ¡Y ahora el Cantante de Gospel regresaba a casa! ¡Estaría aquí, en Enigma! Pasearía de nuevo por el pueblo su magnífico cuerpo, alto y rubio; tan magnífico, alto y rubio que ofendía la ropa que lo cubría, daba igual lo cara o entallada que fuera. Y lógicamente la ropa que llevaba era cada vez más cara, porque el Cantante de Gospel había pasado del estudio de televisión en Albany al de Tallahassee, luego al de Atlanta, después al de Memphis y, finalmente, al de Nueva York.
Cuando Willalee Bookatee encendía la televisión Muntz y la voz del Cantante de Gospel inundaba la cabaña, era como el bálsamo que se vierte sobre una herida. Nada importaba. El mundo se sumía en un gigantesco agujero. Todo –el corte de una cuchilla, un ojo escaldado por el alquitrán o la quemazón de la gonorrea pillada con alguna puta mulata de Tifton– desaparecía salvo esa voz, que se introducía en su cabeza y en su carne hasta alcanzar el lugar donde su alma reposaba. Y así podía soportar lo que fuera durante otra semana más.
La gente blanca no hablaba de otra cosa. Mientras recolectaban algodón en los campos, desgranaban mazorcas de maíz o se sentaban frente al banco del pueblo mascando tabaco y escupiéndolo entre los pies, el Cantante de Gospel nunca andaba lejos de sus pensamientos. En una ocasión, Willalee Bookatee oyó decir a uno de ellos que el Cantante de Gospel tenía en el maletero del coche ropa suficiente para vestir a toda la gente de Enigma. Willalee Bookatee había visto el coche y, aunque era de los grandes, sabía que allí dentro no podía caber algo para todos los habitantes de Enigma. Pese a todo, se lo creía. No era algo que se comprendiera con el entendimiento. No resultaba imposible porque se trataba del Cantante de Gospel, porque todo lo que tocaba se convertía en oro del mismo modo que el aire común se convertía en música celestial al salir de su boca. ¡Sí señor! Albany, Tallahassee, Atlanta, Memphis, Nueva York. Había oído a los blancos mencionar estos lugares con tanta frecuencia que sonaban en su cabeza como una campana. Y le alegraba poder decirlos en alto como un mantra, chasqueando la lengua, como le ocurría a todo el mundo en el pueblo, porque no importaba dónde hubiese ido el Cantante de Gospel, sino que hubiera comenzado sus días en Enigma, Georgia. En su Enigma. Había nacido de ellos y eso les enorgullecía. Había surgido de sus pálidas carnes, de sus niños con parásitos intestinales, de sus tierras pantanosas y de su famélico ganado, tan hambriento que cuando llegaba la época de la matanza en invierno, del cuello del animal brotaba un charquito de sangre no mayor que el pañuelo de una dama. Se había abierto paso, hermoso, pleno como el sol, entre todos los males y vilezas de su entorno. Había salido de ellos, de su especie, sin ningún tipo de anunciación o explicación. Y todos sentían lo mismo que Willalee Bookatee, que algún día el Cantante de Gospel, instantánea y misteriosamente, les salvaría de la tragedia que encarnaba Enigma.
Apartó los ojos de la pancarta y dejó que la mirada se filtrase por las rendijas de sus pestañas. El calor subía de la tierra distorsionando todo el lugar. Por todas partes de Enigma, clavados en postes o en las fachadas de las tiendas, había carteles rojos que proclamaban: FERIA DE RAREZAS ** ENTRADA GRATUITA PARA NIÑOS MENORES DE CINCO AÑOS ** VENGAN TODOS ** VENGAN A VER AL ENANO CON EL PIE MÁS GRANDE DEL MUNDO. Los carteles rojos aparecieron justo la noche después de que colgasen la pancarta de bienvenida del Cantante de Gospel. Fue el día antes de que metiesen en la cárcel a Willalee Bookatee, el mismo en que Willalee había pedido al tío Judge, un negro de Nashville que sabía leer y escribir, que le dijese lo que ponía en los carteles. Y apenas escuchó lo del enano y el pie, decidió que merecía la pena gastarse unos centavos o lo que fuera para verlo. Pero resultó que ni siquiera llegó a ver el lugar donde instalaron las carpas de la feria. Y tal y como pintaban ahora las cosas, no iba a ver nunca el pie de aquel enano.
Willalee Bookatee se sentía a sí mismo como en el centro de un misterio. Nada era igual que antes ni volvería a serlo. Era un extraño para sí mismo. Se miraba las manos y negaba con la cabeza. Se arrodillaba, pero, pese a que era predicador, no podía rezar. Lo más cerca de la oración que alcanzaba a estar era cuando sacaba del bolsillo trasero del pantalón una fotografía que desdoblaba cuidadosamente y contemplaba, arrodillado, hasta que la inquietud abandonaba su corazón y encontraba la calma. Había recortado la foto de una revista que la señorita MaryBell Carter le había comprado en Tifton. Era del Cantante de Gospel, con las manos blancas y hermosas en alto, la cabeza dorada reclinada hacia atrás y la boca abierta, cantando. Así, en mitad de la noche, con la luna recortándose en las rejas de la ventana, permanecía de rodillas durante horas ante esa imagen, sin rezar pero en calma, porque la oración carecía de sentido después de lo que había hecho. A veces susurraba: «¿Asesino? ¿Asesino, yo?», y el misterio se extendía ante él tan infinito como la noche.
Desde tan lejos como le alcanzaba la vista emergió una camioneta de la superficie negra de la autopista 229. Atrapaba y retenía el sol naciente en pequeñas explosiones de luz. Willalee la miraba como en un sueño, con la alegría indiferente de contemplar algo nuevo, porque Enigma solo tenía ocho manzanas de extensión y en los tres días que había estado encerrado en la celda del juzgado no había hecho otra cosa que mirar el pueblo. Los primeros dos días no fueron tan malos porque todo el mundo en Enigma se había acercado a visitarle, casi siempre después de haber pasado por la funeraria. Unos pocos incluso habían venido a verle en coche desde Tifton, donde la 229 corta la interestatal 41. Había discurrido un río constante de gente desde el velatorio al juzgado, y el sheriff, un hombre gordo con un solo pulmón, le había pedido a su mujer que preparase bocadillos y café para vender. Se había producido un enorme alboroto por todo Enigma que casi –decían algunos– amenazó con trastocar y retrasar los planes de bienvenida para el Cantante de Gospel. Pero el negocio decayó tan repentinamente como había empezado. Enigma se adaptó rápidamente a Willalee Bookatee Hull y los visitantes eran cada vez más escasos.
La camioneta alcanzó la calle entre detonaciones del tubo de escape hasta frenar con un chirrido delante del juzgado, a diez metros escasos de donde se encontraba Willalee. Un muchacho alto y pálido de piel cuarteada y pelo lechoso bajó de la camioneta y se quedó quieto, mirando con ojos entrecerrados bajo la sombra de sus manos enjutas y acartonadas. Alzó la vista al sol un instante, dejando caer de repente la mandíbula y revelando una lengua y dientes del color del mildiú. Alrededor de una llaga abierta en su mejilla que tenía el color y el tamaño de una uva pululaban mosquitos. Miró arriba, hacia Willalee, que desvió la mirada al humeante horizonte y asió con más fuerza los sólidos y calientes barrotes. Cuando Willalee centró de nuevo la vista, el muchacho ya había desaparecido y antes de que pudiese posar los ojos otra vez en el horizonte, oyó la voz quejumbrosa de Gerd, el hermano del Cantante de Gospel. La puerta de la prisión se abrió tras él, pero Willalee siguió contemplando el extremo en el que la autopista 229 se cruzaba como una daga con el horizonte.
–Da pena verla, ¿verdá?
–Un horror, desde luego.
Escuchó las voces detrás de él; solo un resuello asmático distinguía la voz del sheriff de la de Gerd. El sonido apagado de las llaves golpeando en el aro de latón que el sheriff llevaba colgado del cinturón marcaba las pausas que tomaba para coger aliento.
–¿Está siempre así mirando por la ventana? –preguntó Gerd.
–Casi todo el tiempo.
–¿Y eso?
–Lo más seguro es que esté mirando a la funeraria. Pensando en el culo blanco que se agenció.
–A ese negro le tiene que haber pasao algo pa hacer eso.
Willalee escuchaba, aferrándose aún más fuerte a los barrotes. El aspecto más aterrador de su crimen era que todo el mundo en Enigma parecía haber olvidado su nombre. De repente se había convertido en «el negro» o «ese negro»; había dejado de ser Willalee Bookatee Hull. Había crecido con Gerd, le había mentido, había trabajado para él o al menos para su padre, y también le había robado. Pero ahora Gerd, como todos los demás, había olvidado su nombre. Y en cuanto a lo de que estaba pensando en el culo de la señorita MaryBell, no era cierto. Que recordara, nunca había pensado en su culo. Sus ojos estaban más bien clavados en la carretera de la que, tarde o temprano, surgiría el coche enorme y negro del Cantante de Gospel. Ahora su única esperanza era que el Cantante de Gospel llegase antes de que le colgasen.
–Podía haber sío peor. Podía haber usao una cuchilla de afeitar –dijo el sheriff.
–Sí. Una cuchilla deja un desaguisao mayor que un picaor de hielo. Pero con el picaor de hielo tampoco se las apañó mal. To lleno de agujeritos moraos –dijo Gerd.
–La dejó hecha un colaor.
–¿Se sabe ya con seguridá cuántas veces la ensartó?
–Sesenta y una –dijo el sheriff–. Hiram lo escribió en un cartón que colocó en la ventana. La gente que iba al velatorio no hacía más que preguntar qué era lo que había hecho el negro y cómo Hiram se cansó de repetir to el rato, lo escribió en un cartón y lo puso en la ventana. Lo puedes leer tú mismo. Sesenta y una.
–Voy a ver otra vez a esa pobre muchacha de Dios –dijo Gerd–. Con toa la gente que ha venío no he tenío oportunidá de echar un buen vistazo.
–Y además, virgen –dijo el sheriff, sacudiendo la cabeza con tristeza.
–Ese negro atacó a un ser inocente. Lo sabe to el mundo en Enigma –continuó Gerd.
–¿Lo sabe el Cantante de Gospel? –preguntó el sheriff.
–Ma le mandó un telegrama –respondió Gerd–. Pero uno nunca sabe cuando le llegará, porque cada día está en un sitio.
–Va ser duro pa él volver así –dijo el sheriff.
–Estas cosas pasan.
–Vaya que sí.
–Los caminos del Señor son inescrutables –dijo Gerd–. Igual ha sío una bendición que la matase, porque ahora no tendrá que sufrir toa la vida que la gente de Enigma sepa que perdió su flor con el negro.
Una cerilla se encendió contra la puerta de la celda. Willalee olió las tenues volutas de tabaco Prince Albert y la boca se le hizo agua. Le habían sacado de la cama a las tres de la mañana y le habían trasladado a la cárcel sin tabaco. Como ningún negro de Enigma se había atrevido a visitarle, llevaba ya tres días sin fumar nada. Y para distraer su mente del delicioso cigarrillo, trató una vez más de recordar el picador de hielo y cómo se había salpicado la ropa con aquellas manchas de sangre increíblemente brillantes. Tenía un picador de hielo. Lo tenía clavado en un estante encima de la pila que le hacía las veces de refrigerador y en el que había un bloque de hielo de diez centavos envuelto en un saco de arpillera. Ahí fue donde lo encontraron, manchado con la misma sangre brillante. Cuando le sacaron de allí desnudo y dando voces, su mano derecha era una masa compacta de sangre desde la muñeca a la yema de los dedos. Allí se encontraba también ella, encogida al pie de la televisión Muntz, con la cabeza torcida en un ángulo extraño y una mueca en el rostro que no era de alegría. La sangre de su yugular perforada circundaba sus cabellos como si se tratase de un halo.
–¿Crees que el Cantante de Gospel llegará hoy? –preguntó el sheriff.
–Sí.
–¿No tenía que haber llegao hace tres días?
–Sí.
–En Enigma dicen que mandó un telegrama –dijo el sheriff.
–Así es. Cash lo trajo de Tifton.
–¿Qué decía?
–Decía que no iba a llegar cuando se suponía, pero que iba a venir –dijo Gerd.
–Este Cantante de Gospel…
–Es tremendo.
–No va a ser fácil pa él –dijo el sheriff–. MaryBell muerta y además violá por el negro. Sabe Dios que también él carga con su cruz. Siempre pensé que al ser el Cantante de Gospel su vida no sería na fácil. Algunos pensaban lo contrario, pero yo no. Con toas las cosas que pasan y to lo que tiene que hacer.
–Tampoco me parece a mí que tenga una vida fácil –dijo Gerd–. Pero tampoco la peor del mundo.
–Nunca se olvidó de los suyos –dijo el sheriff–. Nadie se lo puede echar en cara. ¿Cómo va ese ganao con certificao que os envió por tren? ¿Ya debe estar casi listo pa llevarlo al mercao?
–Está muerto.
–Lo lamento, Gerd. ¿Qué pasó?
–Estaba bien y se murió. Pa dijo que Enigma lo mató, que un cerdo Poland China en Enigma era como un pez fuera del agua. También dijo que en Enigma nunca se había criao ganao de raza.
Se oyó una risa breve y ahogada.
–Pues tanto no sabe, porque ha criao al Cantante de Gospel, que es un pura sangre.
–Un pura sangre, desde luego. Nadie dice lo contrario.
–Es una pena que no vuelva a casa más de corrío. Ni siquiera pude verlo la última vez que estuvo, con to esa gente detrás suya. Parece que cada vez viene menos.
–El domingo que viene hará siete meses menos una semana que no está en casa –dijo Gerd–. Pero manda cartas. Está donde hace falta, dejándose el corazón en las canciones.
–No le estaba echando na en cara, Gerd. No hay hombre mejor que el Cantante de Gospel.
–Ha hecho mucho por tos nosotros.
–Es un alma buena, sí señor.
Willalee se preguntaba si podía concebir esperanzas de una visita del Cantante de Gospel. Habían sido amigos en el pasado, cuando ambos tenían quince años, el año en que cambió la voz del Cantante de Gospel, cuando pasó del aullido quebrado de un adolescente a una voz fantástica y poderosa de límites desconocidos. Y fue esa misma voz lo que les separó y desde entonces Willalee Bookatee ya no había podido acercarse lo suficiente para poder hablarle.
El Cantante de Gospel comenzó a actuar en iglesias de la comunidad, en misas de renacimiento evangélico. Luego fue al estudio de televisión de Albany, mientras que Willalee iba a trabajar el alquitrán en el atrofiado anillo de pinares que rodea Enigma. Día tras día, mientras cargaba con el grasiento cubo de veinte litros de trementina y la ropa embadurnada de alquitrán le iba comiendo vivo, su mente se sosegaba pensando que llegaría el domingo y podría tumbarse en su cabaña a escuchar al Cantante de Gospel en la radio y, después de traer la Muntz, también podía verlo de cuerpo entero, alto y asombrosamente limpio y hermoso.
Willalee rezó en silencio una oración para el Cantante de Gospel con la esperanza de que la oyese, porque el Cantante de Gospel podría ser su salvación, su única salvación. Tenía una fe absoluta y perenne en que el Cantante de Gospel conocería los detalles del crimen que había cometido y que no podía recordar. Iban a colgarle y Willalee Bookatee no quería partir hacia Dios con aquel misterio. Pero el Cantante de Gospel podía ayudarle, el Cantante de Gospel podía hacer cualquier cosa. Albany, Tallahassee, Atlanta, Memphis, Nueva York. ¿Acaso no había sido el único hombre nacido en Enigma en salir al mundo y triunfar?
–¿Has visto al freak*? –preguntó el sheriff.
–¿Qué freak?
–El del pie.
–No.
–¿Alguien lo ha visto?
–Me dijeron que estaban montando el campamento en las afueras del pueblo. No mu lejos de la carpa del Cantante de Gospel.
–Me pasaría por allí pa ver qué están haciendo –dijo el sheriff– pero me da cosa dejar aquí al negro.
–No creo que sea buena idea dejarle –dijo Gerd.
–Algunos de los chicos ya se han pasao por aquí –señaló el sheriff–. Y no me extrañaría que se lo cargasen.
Gerd estaba encendiendo otro cigarrillo. Willalee Bookatee ya había oído hablar a esos hombres. Desde la noche que lo detuvieron, le habían estado pidiendo al sheriff que se lo entregase. Iban a colgarle. Lo sabía. Con o sin juicio, daba igual. Trató de ignorar el olor del cigarrillo.
–Gerd, ¿crees que vendrá hoy?
–Ma dice que tiene el pálpito de que sí.
–¿Cuánto tiempo se va a quedar –preguntó el sheriff–. ¿Lo ha dicho?
–Nadie lo sabe –dijo Gerd.
–Estará bien que vuelva. Nos animará. Nos dará ilusión.
De nuevo la risa ahogada.
–Quizá traiga con él la lluvia.
–Quizá.
–¿Ya te vas?
–Antes voy a pasar por el velatorio.
–Vale, ven a ver al negro cuando quieras. Porque no va a estar aquí pa siempre, no señor.
* N. del T.: Freak: sustantivo referido en este caso a un espécimen anómalo, a un fenómeno insólito, un bicho raro, un monstruo. El Freak Show o Feria de Rarezas es un tipo de espectáculo de variedades en el que se presentan desviaciones biológicas, malformaciones y mutaciones, seres con capacidades o características físicas inusuales, sorprendentes o grotescas. Véase la película Freaks (La parada de los monstruos, 1932) de Tod Browning.
Gerd odiaba el sol. No estaba hecho para él. Jamás sudaba, pero le abría llagas. Su piel se estiraba al sol hasta romperse como un plástico transparente. Las grietas le producían un picor terrible y si se rascaba, algo que por otra parte no podía evitar, se convertían en llagas gruesas y arrugadas. Bajo la ropa, la piel era una costra más o menos maleable, pero una costra al fin y al cabo. Normalmente no salía cuando hacía calor. Lo normal era que se quedase tumbado en una hamaca hecha de sacos, en el cobertizo del algodón, pidiendo a voces que su hermano pequeño Mirth le acercase un vaso de té helado y la medicina color púrpura con la que pintaba sus heridas. Pero no eran tiempos normales. Además de todo lo que había ocurrido en Enigma, el Cantante de Gospel volvía a casa. Quizá incluso ese mismo día. Gerd estaba seguro de que sería hoy. Por eso había estado fuera toda la mañana con ese calor imposible, tratando de asegurarse de que tendría una oportunidad de verlo antes que Mirth o Avel, o que papá y mamá. Una oportunidad de hablar con él antes de que se encontrase rodeado de la multitud de Enigma, de sus seiscientos habitantes.
Gerd estaba de pie delante de la camioneta, debatiendo consigo mismo sobre la conveniencia de pasarse por el velatorio para ver a MaryBell y arriesgarse a perderse al Cantante de Gospel. Había venido al pueblo expresamente para verla a ella y a Willalee Bookatee Hull. A ambos, porque como el negro no solo la había matado, sino que también la había violado, no podía pensar en una sin pensar en el otro. Pero se estaba haciendo tarde y el coche de su hermano podría entrar estruendosamente en el pueblo de un momento a otro.
Alzó la vista y vio a Willalee, oscuro e inmóvil como una sombra tras los barrotes de la ventana. Gerd, de pie en el polvo humeante, se agitó de rabia. ¡MaryBell! Gerd la había deseado con tanta fuerza que le daba dentera solo de pensarlo. Ahora ella se había ido para siempre. ¡Ese negro! No le bastaba con violarla, también tenía que matarla. Ya nadie podía tocarla en el lugar donde la había enviado. Después de que un negro la violara, seguro que cualquiera se la podía haber tirado, hasta Gerd podía haber tenido su oportunidad. ¡Oh, Dios!
Mientras pensaba en su piel vasta e intacta, aparcó la camioneta junto al juzgado y cruzó deprisa la calle hasta la funeraria de Enigma, en cuya falsa fachada de madera había un enorme ventanal –el más grande de Enigma– tapado con estores de papel amarillo rematados con una pesada cinta del mismo color. En la esquina inferior derecha del ventanal habían pegado un trozo de cartón manuscrito a lápiz de cera negro con trazos inclinados:
61 veces acuchilló el negro a la señorita MaryBell Car ter. Una vez la violó y puede que más.
La puerta del velatorio estaba cerrada. Gerd la abrió y entró. Estaba más oscuro y fresco que en la calle. En la pared de enfrente había un busto de Cristo con melena castaña y ojos inertes color avellana. Bajo el Cristo, como si se tratase del pie de una viñeta, se leía en letras rojas: COMPRE LOS MEJORES FERTILIZANTES EN LA TIENDA DE HARVEY. Bajo el anuncio había un calendario dos años atrasado.
En la parte de atrás de la angosta sala, habían colocado a MaryBell dentro de un ataúd de pino blanco con bisagras de cobre que se apoyaba con una leve inclinación sobre un catafalco hecho de tablones y dos caballetes de carpintero y cubierto con una vieja tira de terciopelo negro. Tres señoras, una con sombrero negro, estaban sentadas en sillas de madera en la cabecera del ataúd. Portaban pañuelos húmedos y grises. A los pies tenían dos crisantemos ajados y moribundos, plantados en latas de gasolina. Encima de sus cabezas ardía una solitaria bombilla eléctrica.
Una mosca de alas azules voló en círculos desde el techo hasta posarse en la nariz de MaryBell. Sin mover la cabeza y casi sin mover los ojos, la señora del sombrero negro metió las manos dentro de su vestido, sacó un abanico de cartón en forma de corazón y con la cara de Cristo estampada y lo agitó en el aire pesado. La mosca de alas azules regresó zumbando al techo.
Gerd se acercó con ojos sobresaltados al contemplar la belleza fría y muerta de MaryBell. Hasta dos días antes, cuando Hiram abrió la tapa del ataúd al público, nunca la había visto tumbada. Por supuesto que se la había imaginado a menudo en sueños, pero verla así extendida ante él, seductora y hermosa, era algo totalmente distinto, a pesar de la frialdad y de que llevase tres días muerta, con una serie de perforaciones azules que formaban un diseño de encaje a lo largo del cuello y desaparecían bajo la blusa, que cobijaba unos senos que Gerd jamás había visto. Se pasó la lengua por los labios y trató de imaginar el sabor de sus pechos, pero no pudo porque nunca los había visto y mucho menos saboreado. Cerró los ojos frente a la insoportable belleza de la piel de MaryBell y juró por enésima vez que algún día tendría una chica, que contemplaría un seno, saborearía un pezón y consumaría la misteriosa unión con otra carne.
–¿Qué tal, Gerd? –dijo la señora del sombrero negro, mientras otra se envolvía la nariz en un pañuelo para sonarse.
–He estao mejor, señora Carter. He venío a presentar mis respetos a su pobre y cristiana hija –respondió Gerd, hablándole a la parte de atrás del sombrero negro, que permanecía firme como la piedra tallada. Gerd se acercó más al féretro, con la mirada irresistiblemente atraída por la pequeña progresión de heridas que discurrían hacia el pecho turgente y almidonado de MaryBell.
–¿Ha llegao ya?
–No, todavía no.
–No la vamos a enterrar hasta que venga. MaryBell estaba esperando pa ver al Cantante de Gospel. La pobre no hablaba de otra cosa.
–Creo que estamos tos igual –dijo una de las otras dos señoras, mientras hundía de nuevo la nariz en el pañuelo–. Pa mí que ella era el corazón de Enigma. Nadie en Enigma pensaba en otra cosa que no fuera MaryBell y el Cantante de Gospel.
Se abrió una cortina justo a la derecha del calendario de fertilizantes y tras ella apareció un hombre de baja estatura, de pie y ligeramente desenfocado. Tenía el hombro derecho más alto que el izquierdo, lo que le hacía ladear la cabeza, otorgándole un aspecto de constante y perpleja sorpresa. Los ojos parecían moverse de manera independiente y el izquierdo daba periódicamente una vuelta en busca de sí mismo.
Se dirigió directamente al ataúd. Con un ojo miraba la cara empolvada y serena de MaryBell y con el otro a Gerd.
–Parece que estuviera viva, ¿verdá?
–Desde luego, Hiram –contestó Gerd–. Has hecho un trabajazo.
Se inclinó hacia Gerd y le dijo tapándose la boca:
–Me llevó muchísimo tiempo con tos esos agujeros del picahielos.
–Lo sé –dijo Gerd.
–Nadie se da cuenta de toas las penurias por las que tengo que pasar –continuó Hiram–. No es fácil llevar la funeraria cuando no tienes las herramientas adecuás.
–Debe ser tremendo –dijo Gerd.
–La llevé a Tifton pero no tenían ningún hueco y al final la llevé a Cordele. Pero nadie lo aprecia. Nadie sabe lo complicao que resulta enterrar a los muertos en Enigma.
–Siempre he dicho que somos mu afortunaos por tenerte –dijo Gerd.
Hiram le dedicó una media sonrisa y se cogió el puente de la nariz con el pulgar y el índice.
–Bueno, alguien tiene que hacerlo, alguien tiene que ponerlos bajo tierra –dijo.
Con un ademán repentino y vertiginoso, la señora del sombrero negro aplastó la mosca de alas azules contra uno de los costados del ataúd con el abanico del Cristo.
–Las moscas azules son insufribles en esta época del año –dijo en voz baja.
–No tiene por qué preocuparse por las moscas azules, señora Carter. Por algo la he llevao a Cordele.
Hiram miraba fijamente con un ojo a la señora Carter, mientras el otro parpadeaba rápidamente entre el féretro y Gerd.
–Está embalsamá contra to.
–No parece que las moscas zumben encima suyo –dijo la señora Carter.
–Así es –replicó Hiram–. No tiene por qué preocuparse por las moscas azules después de toas las molestias que sa tomao pa tenerla lista pa el Cantante de Gospel –añadió.
Gerd puso la mano en el borde de la caja y con un extremo del dedo corazón pudo sentir el brazo de MaryBell, firme, prácticamente sin blandura, como de plástico inflado.
–Era una muchacha cristiana demasiao delicá y buena como pa tener moscas alrededor –dijo.
–No se lo desearía a nadie –dijo la señora Carter, rascando la mosca muerta de la barbilla de Jesucristo con una uña cuadrada y amarillenta.
Hiram se inclinó otra vez hacia Gerd y le dijo con la mano delante de la boca:
–Lo ves, nadie aprecia al agente funerario. No importa que te tengas que ir a Tifton, a Cordele o donde sea.
–Gerd, ¿crees que el Cantante de Gospel podría cantar Farther Along para mi MaryBell?
–Señora Carter, estoy seguro de que el Cantante de Gospel estará orgulloso de cantar en el funeral de su hija –respondió.
–Eso estaría bien. Pero sobre to lo que quiero es que la cante aquí mismo, en el velatorio. Solo ellos dos juntos aquí dentro y él cantando. Algo me dice que si están juntos y solos aquí dentro, ella podría oírle cantar –dijo la señora Carter.
Gerd tocó de nuevo el brazo de plástico inflado. Notó lo frío que estaba bajo la manga de algodón. Y ese frío hizo que recordase más intensamente su calor: su boca grande y roja, sus cabellos rubios, de pie con las piernas descubiertas y calientes por el sol, con el polvo arremolinándose bajo el vertiginoso dobladillo de la falda. ¡Dios, muerta, estaba muerta, sin que él la hubiese tocado nunca! Nunca tuvo ni la más remota posibilidad de tocarla.
–¿Tú crees que lo haría?, ¿cantaría pa ella a solas en el velatorio? –continuó la señora Carter.
–Nadie puede responder del to por el Cantante de Gospel –contestó Gerd–. Pero hará lo que pueda. Si hay algo con lo que puede contar es con que el Cantante de Gospel hará cuanto pueda.
–Ya sé que no puedes hablar por él –replicó la señora Carter–. Y claro que tos sabemos que hará lo que pueda.
–Con eso podemos contar –apuntó otra de las señoras.
Hubo unos momentos de silencio en los que solo miraban al ataúd. Gerd trató de pellizcar con la yema de los dedos la carne de MaryBell bajo la manga de algodón. El ojo suelto de Hiram recorría todas las caras. Otra mosca azul rompió el silencio con su zumbido y todo el mundo, sin pretenderlo y sin ni siquiera darse cuenta, alzó los ojos de la caja para verla revolotear encima de sus cabezas. La mano de la señora del sombrero negro se introdujo furtivamente en el vestido y resurgió tensa, dispuesta a golpear con el abanico de Cristo.
Hiram miró primero a la señora Carter, luego a la mosca, y luego a las dos al mismo tiempo. Un gesto de dolor le cruzó el rostro cuando la mano, de forma casi imperceptible, se echó hacia atrás, preparada. La mosca continuó su descenso circular.
–¡Bueno! –gritó Hiram de repente, extendiendo los brazos por encima del ataúd–. Seguro que ha ido a un lugar mejor.
La mosca regresó penosamente al techo donde se posó del revés.
La señora Carter miró a Hiram con el ceño fruncido.
–Tenía que haberle dao con el abanico.
Gerd quitó rápidamente la mano del ataúd.
–¿A quién?
–A la mosca.
–¿Hay otra mosca? –preguntó Hiram.
–Volverá a bajar –dijo una de las señoras.
Hiram miraba como si quisiese escupir.
–Gerd –dijo–, ¿puedes venir un minuto? Señoras, si nos disculpan…
Se movió con sigilo hasta desaparecer al otro lado de la cortina.
A regañadientes, Gerd retiró su mano de MaryBell y siguió a Hiram.
La parte de atrás de la funeraria ocupaba la mitad de espacio que el velatorio. Sobre dos caballetes, había un ataúd en el que Hiram todavía estaba trabajando. Otros dos más, ya terminados, estaban colocados uno encima del otro frente a un banco largo sobre el que pendía una bombilla tenue cubierta con una lámpara metálica. Encima del banco había botes de barro de distintos tamaños de los que sobresalían espátulas de madera. Un olor mezcla de jabón con lejía y polvos de maquillaje flotaba en la habitación como humo muerto.
Y fue ese olor a lejía y cosméticos, junto con la visión de los botes con espátulas de madera, lo que le recordó a Gerd la otra vez que había estado en la trastienda de Hiram. Había sido mucho tiempo atrás, algo más de quince años, pero Gerd lo recordaba como si hubiese sido ayer. Él tenía entonces siete años, y su hermano, el Cantante de Gospel, cinco (claro que esto fue antes de que el Cantante de Gospel fuese el Cantante de Gospel, aunque después de convertirse en el Cantante de Gospel, todos, incluido Gerd, lo recordaban como si siempre lo hubiese sido). A su primo Maze le había propinado una coz la mula y estaba tendido muerto, aún vestido con el peto y los zapatos de faena, en la mesa de Hiram. Acababan de traerlo desde Tifton, el lugar más cercano donde había médico. Maze había dejado de respirar justo cuando el doctor le puso en el pecho el círculo plateado del estetoscopio. El tío Lorne, hermano del padre de Gerd, estaba de pie junto a la mesa detrás de Hiram, que fumaba un cigarrillo mientras desvestía al cadáver. El primo Maze tenía en el cuello, en el nacimiento del pelo, una herida tan larga y profunda como el arañazo de un rosal y en su piel pálida florecía una mancha de sangre no más grande que la yema del pulgar, pero el cogote lo tenía blando como un globo lleno de gelatina.
–¿A que no has conocío a nadie como la señora Carter?
–Es terrible –dijo Gerd, que no estaba pensando en la señora Carter, ni siquiera en MaryBell. Hiram estaba sentado ahora en un secreter de rejilla de hierro con cubierta enrollable. Encendió un flexo, cuya luz reveló aún más botes de barro sobre los que asomaban espátulas. Esos recipientes eran la verdadera vocación de Hiram y eran lo que Gerd recordaba de manera más nítida.
–Se ha plantao en mi velatorio y no para de aplastar moscas contra la caja. No soporto quedarme ahí a verlo –se quejó Hiram.
–No debería hacer eso –asintió Gerd.
El primo Maze fue el primer muerto que Gerd y su hermano habían visto. Y aunque ninguno de los dos lo dijo, ambos se habían quedado estupefactos por lo diferente que parecía la muerte en la cara del primo Maze respecto a cómo la habían visto antes, en los rostros del ganado mutilado y muerto en la matanza. Cuando se golpea a una vaca en la cabeza con un hacha y cae al suelo, antes de cortarle el cuello, parece una vaca que se haya quedado dormida de costado. Y aunque la cara del primo Maze no tenía marcas, lo que reflejaba no era precisamente sueño.
–Haces to lo posible en el mundo por ellos –continuó Hiram, alzando las manos en un gesto de desesperación–, usas to lo que sabes, ¿y cómo te lo agradecen?
La cara de Maze estaba ligeramente cóncava por todas partes. La boca, abierta y colgando. Las mejillas, caídas en el medio como masa blanca a medio cocer. Los ojos hundidos, pero expresivos, a través de las cuencas negras. Los músculos, ligamentos y tejidos, flácidos.
–Ya te lo digo yo. Se sientan ahí y se ponen a aplastar moscas –dijo Hiram–. Dios, no puedo soportarlo. No sé si habrá quien pueda.
–Nadie –dijo Gerd.
No se dieron cuenta de que el tío Lorne estaba llorando hasta que desnudaron el cuerpo, pálido e increíblemente tieso. Lloraba sin hacer ruido, pero vieron las lágrimas correr por la barba grisácea de varios días.
–Casi prefiero que te quedes fuera, Lorne –dijo Hiram, acercando a la mesa una palangana de metal y dos trozos de jabón con lejía–. No deberías ver esto.
Pero el tío Lorne no le respondió, se limitó a quedarse allí de pie mientras sus lágrimas formaban manchas en el banco donde yacía muerto su hijo. También allí se quedó el padre de Gerd y del Cantante de Gospel, con el corazón igual de encogido pero incapaz de llorar por el primo Maze, al que tenía por su propio hijo. Gerd y el Cantante de Gospel se apoyaron contra una pared y mantuvieron la boca y el corazón en silencio mientras observaban la cara del primo Maze, en otro tiempo fuerte, completa y sonrojada, pero ahora casi irreconocible. Era como si hubiesen injertado la cara de otra persona en el cuerpo del primo Maze, un cuerpo que extrañamente no parecía afectado por la muerte, sumido en un sueño de músculos fuertes y relajados. A Gerd no le hubiese extrañado que volviese a respirar, pero nadie habría pensado lo mismo de aquella cara.
–¿Vas a pedir al Cantante de Gospel que venga a mi velatorio a cantarle Farther Along a MaryBell? –preguntó Hiram. Sacó de uno de los botes de barro una espátula de madera con un poco de maquillaje en el extremo. La deslizó entre sus dedos. Gerd la miraba como esperando que Hiram la fuese a convertir en serpiente de un momento a otro.
–La señora Carter quiere que lo haga –dijo Gerd–. Así que supongo que se lo preguntaré.
–No veo pa qué le va a servir si ya está muerta –dijo Hiram–. Bastante tiene ya con los vivos como pa perder tiempo con los muertos.
–El Cantante de Gospel hace lo que puede –dijo Gerd.
–Eso es lo que digo –prosiguió Hiram–. Tiene tanto que hacer que mejor que lo haga pa los vivos.
Hasta que Hiram no hubo lavado, secado, vestido y peinado el cadáver, no se puso manos a la obra con aquella cara horrible y desmoronada.
Y lo hizo todo con las pequeñas espátulas de madera, que manejaba con la misma delicadeza y destreza que una mujer aguja e hilo. No llegó a tocar la cara del primo Maze con los dedos, solo con aquellas finas piezas de madera. Abría los labios e insertaba almohadillas de algodón. Las mejillas huecas crecían. De un bote de barro sacaba con el extremo de la caña un montículo de fino maquillaje blanco que servía para lograr una sólida máscara blanca que, mezclada con otra medida de polvos del tamaño de un guisante, cambiaba el color de la carne.
Gerd apretaba la espalda contra la pared y sentía que el aliento se le detenía en la garganta mientras observaba cómo Hiram borraba la muerte de la cara del primo Maze. Allí donde Hiram tocaba con sus espátulas de madera, la carne cobraba vida. Los círculos oscuros desaparecieron, los ojos hundidos se elevaron. Hiram le estaba trayendo de la muerte y a Gerd no le habría sorprendido verlo agacharse para de repente insuflarle vida.
–Llévate a mi pequeña Anne –dijo Hiram, mientras devolvía la cuchara de madera al bote de barro del secreter–. Nunca ha visto al Cantante de Gospel.
Esto hizo que Gerd apartase la cabeza del banco de trabajo de Hiram, en el que había estado contemplando el fantasma del primo Maze. Anne, la niña de Hiram, no había visto nunca a nadie porque era ciega. Nació así.
–No, no lo ha visto –dijo Gerd, no porque pensase que era lo que tenía que decir, sino porque Hiram, extrañamente, le miraba como pidiendo esas palabras.
–Y el Cantante de Gospel podría hacer más por esa chiquilla –dijo Hiram– que si le canta Farther Along a MaryBell.
–¿Más por ella?
–Si deja que lo vea –continuó Hiram.
–¿Que lo vea?
–Porque si se pone de rodillas y con las manos abiertas, y deja que ella le recorra el cuerpo con las suyas, podría hacer por Anne más que nadie en este mundo. Ella ha palpao caras antes, pero no hay nadie en Enigma, ni en ninguna otra parte, tan hermoso como el Cantante de Gospel.
–Palabra de Dios –asintió Gerd.
Hermoso. Sí, hermoso. Cada recuerdo del Cantante de Gospel destilaba belleza: el cabello dorado, rostro fuerte pero frágil, ojos azul intenso bastante juntos, huesos y ligamentos elegantemente formados. Gerd llevaba oyendo que el Cantante de Gospel era hermoso incluso antes de que acabaran de limpiar el útero de su madre cuando nació.
Y era la belleza –no afeminada, sino viril– de su hermano lo que le había apartado del resto de los hombres. Después del funeral del primo Maze, Gerd confesó al Cantante de Gospel lo mucho que se había asustado al ver a Hiram trabajar con el primo Maze, para traerle de entre los muertos. El Cantante de Gospel, en pantalones cortos negros, con sus doradas piernas abiertas, replicó que él no se había asustado una mierda –antes de que le cambiase la voz, el Cantante de Gospel maldecía mucho. Hiram, dijo entonces, no podía traer a nadie de entre los muertos. Porque Hiram era feo. Y cojeaba. Pero él podía resucitar a los muertos. Él podía hacer cualquier cosa. Le brillaban los ojos y tenía las mejillas encendidas; desde aquel día Gerd no volvió a dudar de su hermano. Ni siquiera se sorprendió cuando la voz de su hermano cambió diez años después. Le pareció natural que su hermano tuviese una voz que nadie había escuchado antes.
–Pero sabes que to el mundo en Enigma andará tras él –dijo Hiram, levantándose del secreter.
–No va a tener un minuto de descanso –dijo Gerd.
–To el mundo va a pedirle que cante canciones a chicas muertas y esas cosas, y no va a tener tiempo pa sus asuntos.
–Es verdá.
–Así que si tú se lo pides de mi parte cuando lo veas… Dile que está ciega y que quiere verlo.
–Claro, Hiram. Se lo pido de tu parte.
–Hay mucho que pedir, Gerd. Y no va a tener mucho tiempo, con to el mundo tras él y sin saber cuánto se va a quedar. ¿Me lo prometes?
Hiram cogió a Gerd por el brazo. El polvo de maquillaje color carne se desprendió de los dedos de Hiram y le cayó en la piel. Gerd apartó el brazo.
–Tengo que volver a casa, Hiram. Solo he venío al pueblo a por algunas cosas y ya las tengo –dijo Gerd, reculando hacia la cortina.
–No tengas tanta prisa, Gerd.
–Tengo que irme.
–Quédate a hablar un rato. Es mu triste estar aquí dentro sin nadie que retocar. Los agentes funerarios también se sienten solos.
–Puedes salir ahí con la señora Carter.
–Va a seguir aplastando moscas y prefiero estar aquí solo que ver cómo se toma a guasa mi velatorio.
–Tengo que irme. Papá me dijo que no tuviese mucho tiempo la camioneta en el pueblo. –Gerd ya estaba atravesando las cortinas.
–¡Prométemelo, Gerd! –gritó Hiram. Y cuando comprobó que no decía nada, gritó otra vez–. ¡Prométemelo!
Pero Gerd no respondió, como tampoco contestó a la señora Carter cuando le preguntó mientras cruzaba el velatorio si trataría de interceder por ella ante el Cantante de Gospel. Cómo odiaba que siempre le estuvieran acosando para que hablase de parte de ellos con el Cantante de Gospel. El pueblo entero. Todo el mundo quería algo y todos pensaban que Gerd podía conseguirles lo que querían del Cantante de Gospel. Pero por supuesto eso no era así. El Cantante de Gospel escuchaba cada ruego y luego tomaba su propia decisión. Ser su hermano no constituía una garantía. Y aunque así fuese, Gerd ya tenía sus propias súplicas. Había mentido a Hiram al decirle que tenía que volver a casa con la camioneta de su padre. Lo más probable es que su padre estuviese en la cama y aunque no estuviese en la cama posiblemente no habría salido fuera de la casa como para echar en falta la camioneta y estaría pensando que Gerd estaba tumbado en la hamaca en el cobertizo del algodón. Pero estaba claro que no estaba allí ni iba a estarlo en todo el día. Conduciría de vuelta hasta la salida del pueblo, donde la 229 se encontraba con el camino de tierra que llevaba a su casa, plantada en medio del pantano de Big Harrikin. Allí esperaría el resto de la tarde, dentro de la camioneta aparcada entre los matorrales, mirando la carretera en busca del coche de su hermano: el gran Cadillac negro con cromados brillantes que en las escasas visitas del Cantante de Gospel rugía por Enigma y sus alrededores como un animal sanguinario de otra época.
Gerd no se detuvo a mirar a Willalee Bookatee, que seguía en la ventana del juzgado, balanceándose en la sombra compacta de la celda. Ahora lo que ocupaba su mente era la víctima de Willalee Bookatee. ¡MaryBell! Un nombre que recorría su boca como mantequilla dulce. Gerd, pensando en ella mientras subía a la ruidosa camioneta sin puertas y se dirigía hacia la salida del pueblo, ignoraba el calor, cada vez más intenso e increíblemente seco, el sol cegador y el escozor y desgarramiento de su piel.
MaryBell pasaba una y otra vez ante los ojos grises y vidriosos de Gerd. Lentamente, salió del lugar donde la tenía escondida y se dirigió hacia el lugar donde fabricaba sus sueños. A pesar de estar muerta, respondía obedientemente a sus órdenes y deseos, igual que había obedecido en el pasado durante incontables horas mientras él se mecía suavemente en la hamaca hecha de sacos dentro del cobertizo del algodón. Ella lo amaba, lo besaba en la espalda leprosa, en el pecho, la tripa y… ¡Dios misericordioso! Él florecía, cambiaba de forma, se volvía hermoso como solo el Cantante de Gospel podía serlo y ella no quería otra cosa que estar con él. Ya no era un leproso y lo amaban. Imaginó entonces que se casaban y que el Cantante de Gospel cantaba en su boda y que por la noche MaryBellMaryBellMaryBell lo agarraba y sujetaba con su montura abierta y húmeda, le llenaba la boca con los pechos, los pezones duros como el caucho chocaban contra sus encías podridas, propagando su sabor agridulce…
En una curva lenta y abierta con dirección este de la 229, Gerd dio un volantazo y esquivó por los pelos a un cerdo de patas famélicas y tumorosas plantado en medio de la carretera. El coche entró en la cuneta y terminó deteniéndose contra un canal de drenaje de hormigón. La visión se hizo añicos. La montura de MaryBell se descompuso en fragmentos de muslos y vientre, y en metros de piel del color del requesón. Una nube de polvo se levantó desde el suelo de la camioneta cubriendo el espacio sin oxígeno que tenía ante la cara.
Tenía el dedo pulgar en la boca. Le sabía a los pechos con los que soñaba. Durante un instante, se encontró perdido, incapaz de saber hacia dónde iba y cuando lo hizo comprobó que se había pasado el camino de tierra y los matorrales donde supuestamente tenía que haber parado. Por la posición de la camioneta, inclinada dentro de la cuneta y atorada contra el colector, supo que se encontraba totalmente atascado. Estaba saliendo de la cabina y ya tocaba el suelo estirando la pierna cuando quizá por centésima vez la terrible y absoluta finitud de la muerte de MaryBell lo inundó por completo. ¡Muerta!, ¡maldita sea!, ¡muerta e inmaculada! Salió de la camioneta todavía con el pulgar en la boca. Un sollozo le atenazó la garganta. Gimió y miró con ojos entrecerrados la autopista temblorosa. Por aquella vía negra y ardiente vendría el Cantante de Gospel.
Gerd se sentó a uno de los lados de la cuneta, bajo un pino y con la cabeza apoyada en las manos. Ahora que Mary-Bell estaba muerta no había ningún motivo para quedarse en Enigma. Al menos cuando estaba viva podía verla de vez en cuando, con las piernas al sol, la carne estallándole en el cuerpo, inspirando y expirando bajo esos pechos que le bajaban desde las clavículas y le subían desde el ombligo y que no parecían dejar de moverse nunca en ambas direcciones. Pero tan pronto como se enteró de que la habían matado, supo que de una vez por todas tenía que convencer a su hermano para que le llevase con él.