ÓSCAR ZETA ACOSTA
LA REVUELTA
DEL PUEBLO
CUCARACHA
Traducción de Javier Lucini
Introducción: Hunter S. Thompson
Epílogo a la edición estadounidense:
Marco Federico Manuel Acosta
Epílogo: Álex Portero
ACUARELA LIBROS |
A. MACHADO LIBROS |
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© de la presente edición:
Acuarela Libros y Machado Grupo de Distribución, S.L.
Título de la edición original:
The Revolt of the Cockroach People, 1973
Autor:
Óscar Zeta Acosta
Ilustración pág. 6:
Cubierta original de la primera edición, 1973
Traducción:
Javier Lucini, con la colaboración de Tomás Cobos,
Tracy Rucinski y Jesús Llorente
Introducción:
Hunter S. Thompson
Epílogo a la edición estadounidense:
Marco Federico Manuel Acosta
Epílogo:
Álex Portero
Propuesta gráfica:
Joaquín Secall
Maquetación:
Antonio Borrallo
Edición:
Acuarela Libros
acuarelalibros@gmail.com
acuarelalibros.blogspot.com
Machado Grupo de Distribución, S.L.
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ISBN: 978-84-9114-110-5
Introducción, Hunter S. Thompson
La revuelta del Pueblo Cucaracha
Epílogo a la edición estadounidense,
Marco Federico Manuel Acosta
Búfalos, cucarachas, ácido, Arthur Cravan y Ambrose Bierce,
Álex Portero
Este libro es para Leila Thigpen,
Laurel Gonsalves y Joan Baez.
Le estoy muy agradecido a Alan Rinzler, editor y amigo, por su paciencia y comprensión tanto de mi propia lucha personal como de la de mi gente.
También deseo expresar mi gratitud a toda la plantilla de Straight Arrow, particularmente a Jon Goodchild y a mi secretaria para asuntos sociales, la señora Judy-Blue.
Óscar Z. Acosta
Abogado chicano.
Hotel Royan
El mejor de Misión.
Bahía de San Francisco
Julio 1973
Por Hunter S. Thompson
Óscar era un chico salvaje. Irrumpía a zancadas dondequiera que fuera y mucha gente le temía. Su fecha de nacimiento no consta en ningún calendario y su muerte apenas tuvo repercusión. Pero el hueco que dejó fue enorme y nadie ha intentado siquiera remendarlo. Fue un jugador. Fue Grande. Y cuando entraba bramando por tu puerta al caer la noche sabías que venía con la marcha, quisieras o no.
Nunca me ha gustado escribir sobre él porque me hace pensar demasiado y nunca acierto a encontrar las palabras adecuadas para explicar la terrible alegría que siempre llevaba consigo allá donde fuese. Tenías que estar allí, supongo, y entender que el tipo nunca se encontraba a gusto a no ser que estuviese en compañía de gente aún más loca que él.
Cuando murió escribí un epitafio y no me apetece volver a hacerlo, así que esto es lo que sentí entonces. Res Ipsa Loquitor*.
Lo cierto es que Óscar Zeta Acosta (por mal que pese a quienes opinan lo contrario) fue un peligroso rufián que vivió cada día de su vida proclamando que un hombre que codicia la Verdad no puede esperar piedad ni concederla…
Cuando llegue la hora de que el Gran Marcador se manifieste en contra del nombre de Óscar, una de las primeras y escasas líneas del Gran Libro Mayor destacará que, por lo general, careció del coraje que, sin embargo, manifestó en sus tan sistemáticamente monstruosas convicciones. Había más compasión, locura, dignidad y generosidad en el agotado cuerpo moreno y con sobrepeso de aquella siempre excesiva bala humana de lo que la mayoría de nosotros veremos durante el resto de nuestras vidas en cualquier humano incluso tres veces más grande que Óscar; características que están enflaqueciendo notablemente por aquí arriba desde que aquel gordo hispano corrompido desapareció del mapa.
En la época en que le conocí, en el verano de 1967, hacía ya tiempo que había dejado atrás lo que él llamaba su «idilio de amor juvenil con La Ley». Lo mismo había ocurrido con su temprano celo misionero y, tras el primer año de trabajo para la asistencia social en el «centro legal para la pobreza» de East Oakland, estaba listo para librarse del academicismo de Holmes y Brandeis y asimilar un estilo más Huey Newton y Pantera Negra a la hora de tratar con las leyes y los tribunales de América.
Cuando entraba retumbante en aquel bar que se llamaba Daisy Duck de Aspen y anunciaba que él era el problema que todos estábamos aguardando, se hallaba ya inmerso en la política de la confrontación; y en todos los frentes: en los bares, en los tribunales e incluso en las calles si era necesario.
Óscar no se metía en peleas callejeras serias, pero era como el infierno sobre ruedas cuando estallaba una pelea en un bar. Cualquier combinación de un mexicano de ciento catorce kilos con LSD-25 constituye una amenaza potencialmente mortífera para todo lo que se ponga a su alcance; pero cuando el susodicho mexicano es además un abogado chicano profundamente cabreado que no manifiesta el menor temor ante nada que camine con menos de tres piernas, y con la convicción suicida de facto de que va a morir a los treinta y tres años (como Jesucristo), sabes que te encuentras con un grave problema entre manos. Sobre todo si el muy bastardo ya hace seis meses que cumplió los treinta y tres, va hasta el culo de ácido Sandoz, luce una Magnum 357 cargada en el cinturón y en todo momento tiene al alcance de la mano un guardaespaldas chicano que maneja un hacha, aparte del hábito desconcertante de vomitar proyectiles, verdaderos géiseres de pura sangre roja por la puerta delantera cada treinta o cuarenta minutos, o cada vez que su úlcera maligna rechaza la ingesta de más tequila a palo seco.
Este era el Búfalo Pardo en plena flor demente de su apogeo, un hombre, en verdad, que no se perdía una. Y fue de hecho en algún momento, a mediados de sus treinta y tres, cuando vino a Colorado (con su fiel guardaespaldas Frank) para descansar un tiempo tras su agotadora campaña como candidato para sheriff del condado de Los Ángeles, que perdió por más o menos un millón de votos. Pero en la derrota Óscar se las ingenió para crear una base política instantánea para sí mismo en el inmenso barrio chicano de East Los Ángeles; donde hasta los más conservadores «mexicano-americanos» de la vieja guardia de repente se estaban denominando a sí mismos «chicanos» y degustando por primera vez el sabor del gas lacrimógeno en las manifestaciones de «La Raza», que Óscar no tardó en aprender a utilizar como foro incendiario para darse a conocer como el principal portavoz de un vertiginoso e incipiente movimiento de «Poder Pardo» que el departamento de policía de Los Ángeles llegaría a considerar aún más peligroso que el de los Panteras Negras.
La tremebunda radio macuto no se caracterizaría por la falta de boletines, avisos y demás rumores enrevesados a propósito de los últimos avistamientos del Búfalo Pardo. Sería visto, al menos una vez, en Calcuta, comprando niñas de nueve años en las jaulas del Mercado Blanco de Esclavos… y también en Houston, al frente de la barra de un motel de South Main que una vez fue el Blue Fox… o quizá, de nuevo, huyendo a Bimini a medianoche: alzándose con todo lo largo que era sobre sus cuartos traseros en la cabina de un bote Cigarette negro de metro y medio con una Uzi plateada en una mano y un kilo de heroína en la otra, siempre corriendo a unos ciento cuarenta y cinco kilómetros por hora, sin luces y soltando a voz en grito –lo máximo que le permitían sus pulmones sangrantes– galimatías entresacados del Viejo Testamento…
Hasta podía llegar a aparecerse de pronto en mi porche en Woody Creek, una noche sin luna, cuando los pavos reales andan chillando con lujuria… Podía ocurrir y siempre sería un fantasma bienvenido en mi casa, aunque se presentase hasta el culo de ácido y con una cadena hecha de larvas alrededor del cuello.
Sí, ese es él, amigos; mi chico, mi hermano, mi compinche en demasiados crímenes. Óscar Zeta Acosta. Prepárate. Ya no está entre nosotros, pero incluso su memoria remueve vientos que acaban alzando coches bastante pesados de la carretera. Fue un monstruo, un auténtico hijo del siglo (más rápido que Bo Jackson y más loco que Neal Cassady)… Cuando el Búfalo Pardo desapareció, todos perdimos una de esas notas altas que ya nunca volveremos a escuchar. Óscar fue uno de los prototipos del mismo Dios (una especie de mutante de gran potencia que jamás se consideró para la producción en masa). Fue demasiado raro para vivir y demasiado extraordinario para morir…
Hunter S. Thompson
Marzo 1989
Nota
* Frase latina que significa «los hechos hablan por sí solos». (N. del T.)
Es nochebuena del año de Huitzilopochtli, 1969. Trescientos chicanos se han reunido delante de la Iglesia Católico Romana de San Basilio. Trescientos hijos del sol de ojos castaños han venido para expulsar a los mercaderes del templo más rico de Los Ángeles. Es una noche oscura sin luna y un viento gélido nos recibe en el umbral. Llevamos velitas blancas a modo de armas. En parejas por la acera, vamos despacio, tropezando y cantando con las velas en nuestras manos, como un puñado de cucarachas que se hubiesen vuelto locas. Yo voy de un lado a otro impartiendo órdenes como un sargento de instrucción.
Desde las mansiones de Beverly Hills los fieles han llegado con sus chales negros y sus pieles de bestias muertas de junglas extranjeras. Después de llamarnos salvajes se han metido en la iglesia, perlas en las manos y diamantes en sus dentaduras Colgate. Ahora ellos y el cardenal James Francis McIntyre se sientan pacientemente en los bancos de madera del interior, se santiguan y aguardan que la campana dé las doce mientras fuera, en la noche, trescientos grasientos* procedentes de todos los rincones de la ciudad marchan y cantan canciones tribales en un lenguaje antiguo.
San Basilio es la monstruosidad personal de McIntyre. La construyó hace poco por cinco millones de pavos: una estructura severa para el culto puritano, un exceso simple y sólido de hormigón, mármol blanco y acero sin galvanizar. Se trata de una construcción alta con una cruz dorada y pedacitos dentados de cristal tintados de púrpura de nueve metros de altura, desde donde se alza un Cristo sangrante sobre el pueblo de América que se halla a sus pies. Dentro, el fantástico órgano despide un espeluznante himno religioso sobre este Niño Jesús de Dorados Cabellos y Ojos Azules que domina la avenida más rica de la ciudad.
A nuestro alrededor, gigantescas torres de yeso blanco albergan compañías de seguros de nombre patriótico. Aquí prestigiosos bufetes de abogados llevan a cabo sus negocios para la gente rica que vive junto a las hastiadas estrellas de cine. El Bank of America, Coast Federal Savings y todas las demás instituciones bancarias que se sientan a juzgar nuestras vidas mantienen sus cámaras acorazadas por toda la calle tras sólidas cerraduras. Pero los talonarios personificados están ahora sentados en los bancos de San Basilio, sitiados por una panda de cucarachas del este del río Los Ángeles, de un barrio* «mexicano-americano» que hay por allí y que se llama Tooner Flats.
En las aceras reina la oscuridad. Los coches pasan por el bulevar Wilshire y frenan al vernos. La mayor parte de nuestra concentración son críos. La mayoría nunca ha atacado una iglesia. De un modo u otro yo vengo haciéndolo desde hace años. Y por esta y otras razones he sido nombrado Vato Número Uno para esta actuación.
Los jóvenes llevan ropa para la batalla, los ancianos van con gruesos ponchos de lana, sobretodos y sarapes. Los chicos en edad universitaria lucen cabello largo e indumentaria de combate: pantalones caqui, parkas del ejército de un color oliva apagado y botas paramilitares resplandecientes como la de los viejos veteranos que en algún momento fueron a luchar contra los enemigos de América. Las chicas con rímel en sus largas pestañas, largo pelo negro peinado al estilo chola, culos prietos y blusas llenas que se hinchan al cantar.
Tres curas con camisas marrones y negras reparten las tortillas. Trescientos chicanos y otras formas de cucarachas mastican el cuerpo mantecoso de Huitzilopochtli bajo la forma de torta de maíz, lima, manteca de cerdo y sal, cocinada en tierra. Vacilando sobre nuestras cabezas hay cinco gigantescas figuras de papel maché de rostro blanco, labios superiores adelantados y gorros de capirote. Una guitarra puntea dulcemente y mece Las Posadas en memoria del Colibrí Blanco y Azul, el dios de nuestros padres. Masticamos las tortillas con delicadeza. Es una noche de milagros: nunca antes los hijos de los conquistados aztecas habían rendido culto a sus dioses muertos en el umbral mismo de Cristo viviente. En este lugar, mientras los curas ofrecen vino tinto y la gente pobre lo vuelca en vasijas de barro sobre sus labios morenos y fríos, hay lágrimas, lágrimas silenciosas de historia.
Cuando el canto llega a su fin y se completan las oraciones por los vivos y los muertos me adelanto y anuncio que se nos ha permitido entrar a San Basilio. Un sargento chicano de las Fuerzas Especiales de Judd Davis me dijo que podríamos entrar siempre que dejásemos fuera nuestra «manifestación».
–¿Necesitamos pases especiales? –le piqué.
–Esto es una iglesia, Pardo. Solo diles que se contengan cuando entren. Lo están televisando.
Yo ya lo sabía, por supuesto. Nos encontrábamos en la base y lugar de residencia del hombre santo que había animado a los presidentes a abrir fuego sobre las pobres cucarachas de las lejanas aldeas de Vietnam. Desde el otro lado de aquellas ventanas de cristal tintado ese hombre con su hábito rojo y su bonete, con su enorme anillo azul en el nudillo, ruega a su dios para que le conceda la victoria entre las llamas.
–¡ Viva la raza! –grita la multitud tras mi declaración.
Nos volvemos y empezamos a subir los escalones de cemento. Pero una vez arriba nos cierran las puertas de cristal de cuatro metros y medio en las narices. Y cuando intentamos abrirlas resulta que están bloqueadas. De nuevo nos han dejado fuera; nos han vuelto a engañar haciéndonos pensar que éramos bienvenidos. Un guarda pelirrojo con un traje azul oscuro menea los labios sobre el grueso cristal insonorizado: No queda sitio.
Se produce una conmoción. Empujan desde atrás. ¿Qué quieren decir? No queda sitio. Han cerrado la puerta. Punto. Como sucedió con Jesús.
El viento aún es frío. Todos se acurrucan en los escalones. Nuestros líderes se reagrupan en una esquina. Está en nuestras manos. Es el momento de la verdad, nuestra prueba de fuerza. ¿Somos hombres? ¿Queremos libertad? ¿Echaremos un polvo esta noche si nos rajamos ahora? ¿Y qué dirán nuestros hijos?
–Que les jodan, ese*, ¡vamos a entrar! –grita Gilbert a los estudiantes intelectuales que quieren organizarse en el exterior.
–Sí, que les jodan a esos putos –agregó Pelón.
Ambos son asiduos vatos locos.
–¿Pero qué pasará?
–No mames, ese. Vamos a entrar.
Una docena de hombres y mujeres se abre paso penosamente a través de la multitud inquisitiva. Decimos que vamos a entrar para averiguar qué pasa. Esperadnos. Y con eso nos precipitamos por uno de los laterales del monstruo de chapiteles que señalan a una estrella que ya no brilla más.
Pero, ¡ops! ¡Un momento! ¿Qué es eso que hay en el aparcamiento? Blanco, negro y en su mayor parte azul. Los matones de las Fuerzas Especiales aguardando en formación. Porras y pistolas con balas dum-dum. Cascos macizos con viseras de plástico de la luna de Marte. Feas hormigas con transistores y bombonas de gases lacrimógenos colgando de sus caderas. Hay cincuenta cerdos esperando que demos un paso en falso. Pero, ¿nos ven?
–Ándale –exhorta nuestro abogado. Yo, extraño destino, soy ese abogado.
En la oscuridad damos con una puerta que conduce al sótano. De nuevo somos sonrisas. ¡Ja! ¡Hemos dado con una grieta!
Aun así, precaución: echo una ojeada al sótano. No hay fregonas. No hay escobas. Es una capilla para dar cabida al exceso de fieles. Están arrodillados, juntando dedos y manos frente a la cara. Se besan rosarios, penden crucecitas negras en una nube de incienso. No encuentro sitio para nosotros. A mi lado hay unas escaleras. Subimos gateando a toda prisa.
Entramos en una habitación azul, el vestíbulo tras la puerta principal. Ahí está el agua bendita en pilas dispuestas junto a las cuatro enormes puertas. Y a través del cristal vemos a las cucarachas del exterior: rostros en un mar de melaza. Dientes y ropa de vivos colores. Los chicanos son una gente hermosa. Delicada piel morena, labios morados y pechos exuberantes. Alzan sus puños en señal de victoria, aunque lo único que podemos escuchar es la voz más reaccionaria de América cantando «Joy to the World».
–Eh, ¿qué estáis haciendo aquí? –De nuevo, el guarda con el pelo de zanahoria con su traje azul oscuro. Aparece de la nada ante nosotros.
–Hemos venido a cumplir con nuestras devociones, señor –dice Risco, el cubano.
–No queda sitio, muchachos. Tenéis que iros.
–¿Y qué me dice de allí arriba, en la galería del coro? –digo yo.
–No. No permitimos que se suba nadie allí.
Fuera distinguimos los dientes blancos y sentimos los puños que aporrean las puertas. Pero no oímos nada. El cristal tiene un grosor de diez centímetros. Las bocas se mueven y los cuerpos se agitan. La cosa se pone tensa.
–Eh, tío. ¿Y si nos quedamos aquí sin más? –pregunta Gilbert.
–¿Aquí? Esto no es, eh… Lo siento, muchachos. Ya no hay sitio. Tenéis que marcharos y punto.
Nos apiñamos alrededor del guarda. Es grande pero está nervioso; no para de mirar a un lado. El vestíbulo está oscuro. El suelo, las paredes y el techo son de un terciopelo azul intenso. Una estancia mullida para el culto. La luz es tenue y casi amarilla. Algunas mujeres se santiguan. Algunas sumergen también sus dedos en agua bendita antes de hacerlo.
Entonces Águila Negra dice:
–Eh, tío. ¿Qué tal si abres esa puerta y escuchamos la misa desde aquí?
El guarda mira de arriba abajo la inmensa barba negra y la indumentaria militar de Águila Negra. Sé que quiere decirle que esa no es ropa para un servicio religioso civilizado.
–No, no puedo. Os vais a tener que ir todos de aquí ahora mismo. O me veré forzado a llamar a la policía.
–Bueno, ¡a la mierda, ese! –le grita Gilbert al tipo.
–Eh, vamos, Gilbert –le reprende uno de nuestros estudiantes de leyes.
–¡Más te vale marcharte, chico! –El guarda ahora está claramente furioso.
Gilbert se dirige hacia la barra horizontal que bloquea una de las puertas exteriores.
–¡Alto! –El guarda alza la voz pero no se mueve.
Gilbert se detiene.
–Nos has pedido que nos vayamos. –Pero de alguna manera la puerta ya se ha abierto un poco.
–¡No por ahí! Tendréis que marcharos por el mismo sitio por el que habéis entrado. –El hombre se ha puesto a sudar como un cerdo. Observa la multitud de chicanos que aporrea el cristal. A través de la rendija abierta de la puerta podemos oír lo que han estado coreando todo el rato:
¡DEJAD ENTRAR A LOS POBRES! ¡DEJAD ENTRAR A LOS POBRES!
Justo en ese momento el coro y los feligreses comienzan a cantar. El coro y el órgano están en la galería que hay encima de la puerta que conduce a la iglesia principal. Esta galería se asoma al vestíbulo y, de vez en cuando, el director del coro, meneando su batuta como un loco, nos mira a hurtadillas por encima de la balaustrada.
–¡Fuera de aquí, ya! –exclama.
Con toda naturalidad Gilbert y Águila Negra vuelven a dirigirse a las barras de emergencia. Perdiendo la compostura el guarda agarra a Gilbert por la parte de atrás de su abrigo y lo lanza contra la pila de agua bendita. Águila Negra se detiene y se vuelve. Los demás nos movemos en círculo dejando al guarda en medio.
–¡Vuelve a tocarme, puto, y te enteras! –grita Gilbert.
¡Pumba!
El guarda ha golpeado a Gilbert, la rana negra, en la jeta. Miramos y aguardamos a que se aclare el desconcierto. Recordad que estamos en una iglesia.
Gilbert vuelve a dirigirse a la puerta.
¡Zas!
El guarda golpea a Gilbert Rodríguez, el poeta laureado de East LA, en el ojo.
Durante un par de segundos nadie se mueve. ¿Cómo cojones vas a agredir a un guarda? Un guarda católico. ¿Qué diría la abuela de Gilbert? Durante un par de segundos el tiempo se queda suspendido. Y entonces nos damos cuenta de sopetón: no se trata de un guarda. ¡La policía ha vuelto a engañarnos!
¡Bum!
Un potente gancho a la mandíbula del cerdo. Luego un grito:
–¡Sargento Armas! ¡Sargento Armas!
Águila Negra abre finalmente la puerta principal. Gilbert recibe uno en el estómago. Vato Número Uno no se mueve. El abogado permanece en pie y observa.
Se descorre una cortina de la pared y el sargento Armas, el auténtico jefe de las Fuerzas Especiales, irrumpe con veinte hombres. El vestíbulo estalla mientras los hombres de azul se plantan rápidamente en formación haciendo balancear medio metro de firme caoba. Otros cinco «guardas» aparecen de la nada sacando placas del interior de sus chaquetas y prendiéndoselas en los bolsillos del pecho. Acto seguido sacan unos botecitos y, sistemáticamente, van pulverizando su contenido sobre la cara de los chicanos que están comenzando a entrar a empujones por la puerta principal. Se suceden vaivenes, gritos y vocerío y, de repente, nos vemos envueltos en un disturbio a gran escala en el vestíbulo azul de la iglesia más rica de la ciudad. Pero yo permanezco clavado. A mi alrededor caen los cuerpos. Mujeres y niños aterrorizados lloran y gimen mientras el coro canta por encima de mi cabeza:
«Venid, fieles todos, a Belén marchemos,
Gozosos, triunfantes, y llenos de amor…».
Veo a Gilbert, el gordo corso pirata, luchando cuerpo a cuerpo con un fornido policía. Con su gabardina de Humphrey Bogart se aferra a la espalda del cerdo. Clava sus pequeñas manos morenas en los ojos del monstruo de la porra. Pasan a mi lado.
Águila Negra se ha cuadrado frente a dos guardas. Uno rocía su cara con un spray de defensa personal Mace mientras el otro le pega una patada en las pelotas. Se derrumba contra el suelo de terciopelo. Lo contemplo todo sin perder la serenidad al tiempo que el coro y los feligreses siguen a lo suyo. Voy de traje y corbata. Nadie me pone una mano encima. Saco mi pipa y camino entre los escombros. ¡Crash! y ¡Ptaf! Un cenicero de cemento de noventa centímetros vuela atravesando la placa de cristal de la puerta. Los palos para alzar las pancartas se enarbolan por encima de la multitud. Las velas para los dioses se transforman en misiles por el aire. Una guerra religiosa, un disturbio sagrado en toda regla. Entonces comienzan a sonar sirenas en el exterior, el resto de la Brigada de Fuerzas Especiales irrumpe en escena para unirse a sus hermanos. El coro no pierde el ritmo en ningún momento:
«Venid y adoremos. Hoy ha nacido el Rey de los Ángeles».
Miro a una chica pelirroja con gafas y minifalda que se precipita por la puerta principal que da a la iglesia, que se ha abierto por un momento. Se trata de Duana Doherty, la monja de las calles que en su día rindió culto con hábito negro y la cabeza rapada. Luego se unió a los chicanos y se convirtió en una cucaracha. Doy un par de pasos para ver qué se propone.
Dentro nos ve otro guarda, uno de verdad. Yo llevo puesto mi traje eduardiano azul de raya diplomática y he vuelto a meterme la pipa en el bolsillo. Duana luce una piel de un cremoso color melocotón. Tiene un rostro angelical. El guarda no tiene pelo. Cada uno de nosotros conforma una estampa irrepetible.
–Creo que hay sitio delante –dice.
Duana no se detiene para responderle. Recorre a toda la prisa la nave lateral. Los fieles, con sus abrigos de piel, sus diamantes y sus tocados de encaje, miran directamente hacia el altar, donde siete sacerdotes actúan para la televisión.
–Sigamos, hijos míos. No prestéis atención a los agitadores de ahí fuera. –Monseñor Hawkes les exhorta ahuecando sus manos rojas en torno al micrófono.
El guarda no puede seguirle el ritmo a Duana. Ella llega al frente, se vuelve y se dirige a los feligreses.
–Gente de la iglesia de San Basilio, por favor, venid a ayudarnos. ¡Están matando a los pobres ahí fuera en el vestíbulo! Por favor, ¡venid a ayudarnos!
Dos guardas la agarran finalmente por la tripa y la sacan de allí. Yo me hago a un lado y los veo pasar. Y casi en el mismo instante veo correr a otra mujer a toda pastilla. Es Gloria Chávez, la fiera militante chicana de pelo negro. Embiste por la nave lateral con un vestido de ballet de satén negro que expone sus hermosas tetas y con un palo de golf en sus preciosas manos. ¡Me quedo pasmado! Los fieles están petrificados. Nadie se atreve a detenerla. Su enorme y exuberante culo se agita mientras se sube al altar, se encara al cabreadísimo hombre de la capa roja y grita:
–¡QUE VIVA LA RAZA!
¡Plas, plas, plas! Con tres diestros golpes Gloria expulsa del altar rojo y dorado al Sagrario. La casita blanca con su cruz cae al suelo. Las pequeñas obleas blancas que se te pegan al paladar antes de tragártelas, el Cuerpo de Cristo, yace sobre la alfombra roja.
Es demasiado chocante para creérselo. Nadie levanta un dedo para detener a esta mujer demente con su palo de golf que ahora sale volando por la nave lateral de vuelta al vestíbulo. Los guardas, los fieles y yo mismo nos quedamos donde estamos y nos limitamos a observar. Los feligreses hace un rato que han dejado de cantar. Ahora solo canta el coro:
«Oh, venid y adorémosle. Oh, venid y adorémosle».
El cáliz dorado y las vinajeras para el vino y el agua están desparramados por el suelo ante el Cristo sangrante y la Virgen con el niño en brazos.
–¡PODER CHICANO! –exclama Gloria al desaparecer en la zona de batalla.
La sigo. Me detengo en la puerta y veo que la agarran entre tres enormes cerdos. Los cerdos ya han conseguido hacer retroceder a la escoria hasta las calles.
–Solo un momento, agente… No hace falta que la pegue –digo yo.
–Apártese, señor Pardo –me dice el sargento Armas.
Gloria insulta y no deja de soltar patadas y bofetones. Sus piernas se disparan contra los tres hombres que la están tratando de inmovilizar contra el suelo.
–¡ Pinches cabrones, hijos de la chingada! –exclama.
Me muevo. Agarro el brazo de uno de los policías. Se vuelve para golpearme con su porra, pero Armas lo detiene.
–¡Deje a Pardo! ¡Es su abogado! –le informa Armas al hombre.
Una vez que se la llevan me quedo examinando el campo de batalla. El suelo está lleno de escombros. Arena de los ceniceros, cristales rotos de las puertas, papeles con las listas de nuestras reclamaciones, un zapato, un paraguas, gafas con monturas doradas, pancartas con La Virgen de Guadalupe dibujada a todo color. Basura a porrillo esparcida por el sagrado vestíbulo azul.
Salgo a la calle con cuidado. En las escaleras más de lo mismo. La calle está bordeada de furgones de policía, luces rojas deslumbrantes, sirenas aullando a la noche. Y en el otro extremo cientos de chicanos parados o paseándose de aquí para allá, sin rumbo.
Veo que golpean con porras a Gilbert y a Águila Negra en la cabeza mientras les arrastran al interior de un coche. Bajo corriendo las escaleras en dirección a la calle. Los policías me detienen. Lucho, empujo, doy patadas. Por amor de Dios, ¡quiero que me arresten!
–¡No toques al abogado! –se dicen entre ellos.
Regreso corriendo a la iglesia de San Basilio, que ahora cuenta con un montón de cerdos con casco dispuestos en línea defensiva en la zona inferior de las escaleras. Están tensos, sus manos anudadas en torno a las porras que sostienen ante ellos en posición de descanso. El miedo se trasluce en los ojos de los policías negros y chicanos. Así que me dirijo a ellos:
–Eh, vosotros, ¿por qué no os relajáis? Deberíais veros, ¡qué vergüenza!
Veo sed de asesinato en sus ojos. Tienen que tragarse esta mierda. Armas, su rudo sargento chicano, les ha dicho que mantengan sus putas manos lejos de mí.
El lado de San Basilio que da a Wilshire está de policías que da asco y la misma calle Wilshire está aún atascada de lecheras. Más allá, los chicanos esperan una señal para reagruparse. Me llevo las manos a la boca para hacer bocina y grito:
–¡Eh, raza…! Marchaos ya a casa. Marchaos a casa y descansad. Mañana, durante la misa de Navidad, nos volveremos a encontrar aquí.
Recorro de arriba abajo la calle por la acera. Nadie me toca mientras grito que vuelvan a casa, se den una ducha y se reagrupen aquí mañana para una nueva batalla. Regresar a casa, vendar a los heridos y curar a los enfermos.
Una vez hecho, el gran cerdo, el sargento Armas, se me acerca para darme las gracias.
–Has estado bien, Pardo. Esta noche se han salido las cosas de madre. Muchas gracias.
–¡Ah, que te jodan, cabrón!
Volví solo a mi oficina en el centro de Los Ángeles en la oscuridad de las primeras horas del día de Navidad. Durante ahora hace ya más de un año he emitido órdenes, he redactado mis declaraciones a la prensa y me he preparado para mi trabajo diario en la décima planta de un alto edificio situado en medio del Skid Row*.
En este momento todos mis amigos están sangrando en sus celdas, con la cabeza magullada y los brazos colgando flácidos a causa de las porras de los cerdos. E incluso ahora, mientras doy un sorbo a mi taza de café caliente y preparo mis próximas declaraciones para la prensa, para los reporteros que sé que echarán abajo mi puerta antes de que el día llegue a su fin, me siento a considerar los estragos que se han desatado. ¿Qué hacer?
Marco un número en el teléfono y escucho el zumbido y el timbre del teléfono de Stonewall en Colorado, donde la nieve debe de estar cayendo silenciosamente sobre los enormes álamos temblones, sobre sus verdes hojas y sus blancos troncos.
–¡Dios!, ¿qué cojones? –inquiere una adormecida voz familiar.
Hace cerca de dos años que vengo llamando y escribiendo a este periodista calvo que una vez, durante un partido de voleibol, me dijo: «Si alguna vez das con una buena historia en alguno de tus viajes, llámame. Te pondré en contacto con el hombre adecuado».
–Vaya, siento despertarte. Pero tenemos algo grande.
–¿Pardo? Por Dios, Pardo, ¡es Navidad! Son las tres de la madrugada. ¿Estás colocado?
–No, tío. Acabo de llegar de… Acabo de presenciar la primera guerra religiosa de América. Un disturbio a gran escala dentro de una iglesia.
–¡Justo lo que pensaba, bastardo! ¡Estás fumado!
Me puse a explicarle lo sucedido en las últimas doce horas. No paró de mascullar y de toser durante la primera mitad de la historia y tuve que preguntarle una y otra vez si seguía ahí. Hasta que llegué a la parte sobre la monja pelirroja en minifalda y Gloria derribando el sagrario con su palo de golf.
–¡Un momento!, ¿has dicho «un palo de golf»?
–Sí, creo que una madera del siete.
–No te importa que ponga en marcha mi grabadora, ¿verdad?
–¡Por Dios, eso es precisamente lo que te estaba pidiendo!
Terminé la grabación. Durante un cuarto de hora dicté una historia de sangre, cánticos y muñecos de papel maché.
–Y, eh… ¿no te arrestaron? –dijo al final.
–Mierda, ni siquiera me tocaron.
Silencio. Una larga pausa. ¿Se lo creía?
–¿Y estabas allí mismo? ¿Estabas dentro?
–En el pinche centro de toda la movida.
Más silencio. Otra larga pausa. ¿Podía permitirse el lujo de no creérselo?
–¿Y quieres que yo vaya y escriba sobre esto?
–Bueno…, o eso o que me consigas a alguien de tu calibre para hacerlo.
–¿Y tú eras uno de los líderes?
–Con toda mi modestia, sí.
Puedo escuchar el rechinar de las ruedas en su cerebro.
–¿En serio? ¿Eres consciente de lo que has hecho?
–Sí, completamente. He subido la apuesta.
–Quieres decir que lo has descargado todo sobre tus colegas –dijo en voz baja.
No recuerdo haber colgado el teléfono. Cuando al final mi mente se descongeló, me encontré solo en mi diminuta oficina jurídica de la décima planta, muy por encima de las cucarachas que respiraban el aire de las calles pecaminosas, chisporroteantes y enloquecidas del centro de Los Ángeles.
Notas al pie
* Greasers, en jerga, forma despectiva para referirse a los mexicanos y demás latinoamericanos. (N. del T.)
* Las palabras en cursiva aparecen en castellano en el original. (N. del T.)
* Término muy extendido entre los chicanos referido a la persona con la que se está hablando; ocupa el lugar de palabras como «vato», «tío» o «colega». (N. del T.)
* Nombre con el que se conoce uno de los barrios más pobres de Los Ángeles, característico por sus calles llenas de sonámbulos, borrachos, indigentes, etc. (N. del T.)
Cuando vine por primera vez a Los Ángeles en enero del 68 no tenía intención de dedicarme a la abogacía ni de enfrentarme a nadie. Solo estaba ansioso por dar con «LA HISTORIA» y escribir «EL LIBRO», con el fin de partir a las tierras de paz y tranquilidad donde la gente se dedica a jugar al voleibol, aspirar humo y perseguir rubias estupendas.
Por primera vez en trece años ya no estaba gordo. Habían desaparecido la grasa y la tripa, la papada y las piernotas. De hecho, estaba prieto y fuerte, duro tras un invierno de esquís, fuerte por haber levantado traviesas ferroviarias de cuarenta y cinco kilos cubiertas de alquitrán. Ese invierno había trabajado en las montañas de Mofo, Georgia, dándome una auténtica paliza como traquero*, un tipo que se dedica a martillear barrotes de treinta centímetros con una almádena de siete kilos. Ya hacía unos meses que andaba limpio de drogas y alcohol. Ni whisky, ni vino, ni cerveza. Nada de ácido, hierba ni hachís. Mi cuerpo se había convertido en una roca y, más importante aún, tenía la mente clara. Podía ver de nuevo. Podía dar con mi historia, engordar otra vez y vivir como un rey. Se trata de un círculo disparatado, pero aquí estoy.
He estado por la ciudad seis horas y ahora estoy tumbado desnudo en mi cama con la ventana de la sórdida habitación de mi hotel del centro abierta a los sonidos de la ciudad. No tengo nada que hacer hasta que vaya a ver a mi hermana por la mañana. Tras registrarme en el Belmont de Third and Hill, he paseado por las calles hasta que se ha hecho de noche para sacudirme de los huesos el traqueteo del viaje en autobús. Pero ya mis huesos me habían advertido que había llegado a la ciudad más detestable del planeta. Me habían conducido a través del aire inmundo de una ciudad derrotada llena de perdedores magullados. Alcohólicos en zapatillas de tenis, maricas famélicos con pantalones estrechos y putas con faldas moradas, todos ellos ignorantes del mundo que se extiende fuera del bar local y sin nada que les preocupe más allá de dónde se sirve la bebida más barata y los últimos resultados de los partidos por la radio. Donde yo estoy los edificios se desmoronan a pedazos. La pintura se resquebraja y cae a las calles cubiertas de una flema verde y parda, pobladas por almas sin ojos que deambulan entre altos edificios esperando encontrar una cama, una botella, un porro, una tía o incluso una barra de pan. Calles llenas de gente oscura, mendigos jorobados, holgazanes sin trabajo, basura de ayer y de mañana; plagada de negros y negras con ropa brillante y chillona, morenos con bigote para darse un toque de elegancia, bebedores de café, pobres diablos mamadores de vino que nunca han tenido más de cinco pavos en el bolsillo desde la última guerra. Y luego de vuelta al hotel:
–¡Maldito loco hijo de puta! Como vuelvas a pegarme llamo a… ¡Crash! ¡Boom! ¡Bang!
La pareja de al lado se ha vuelto a enfrascar.
–¡Puta descerebrada! ¡Te lo has bebido todo!
El silencio llega de golpe y de un modo aplastante. Tengo la luz apagada y acurruco el brazo bajo la cabeza esperando por fin poder dormir un poco. De repente siento un hormigueo en el muslo derecho. Había visto suficientes pelis de James Bond para saber que lo mejor no era saltar ni pegarme una palmotada. Tenso y con los dientes apretados cerré los ojos con fuerza a la espera de que la bestia volviera a moverse. Estaba a unos ocho centímetros de mis pelotas pero o mi sexo no le resultaba atractivo o simplemente no tenía hambre. Lo siguiente que supe es que se arrastraba por mi culo de músculos abultados para perderse en la cama y en la noche. Me río y canto para mis adentros:
« La cucaracha, la cucaracha,
ya no puede caminar.
Porque le falta,
porque le falta,
marihuana pa’ fumar».
La vieja canción revolucionaria es casi lo único que sé en español. Gracias a ella pude conciliar el sueño.
A la mañana siguiente me levanto temprano. Laterales, sentadillas, lumbares y flexiones, veinticinco de cada. Sigo entrenando. Tengo que cazar mi historia con todo el cerebro y el músculo que me han dejado treinta y tres años de vida disoluta. Me rasuro en el lavabo de porcelana que es una tumba abierta de cucarachas. Como llevo cinco años sin ver a mi hermana me visto con la única cosa decente que tengo, el traje azul que mi padre me dio cuando me gradué en la Facultad de Derecho, hace dos años. Obtuve el título y mi licencia solo para demostrar que hasta un gordo y moreno chicano como yo podía hacerlo. Pero mi padre pensó que, aun así, eso se merecía un traje nuevo. Hasta llegué a llevarlo puesto nueve meses, durante mis prácticas de abogacía en una Oficina de Ayuda Jurídica en los barrios bajos de East Oakland. Ahora, por supuesto, me está demasiado grande, pero es lo único que me queda de aquellos tiempos, antes de mi loca aventura recorriendo el país con Stonewall y sus descerebrados amigos hippies, en busca de las verdaderas preguntas y respuestas en una vida de drogas y disipación. Vida que por cierto me había dejado tirado, en la ruina pero todavía a la busca, en la Ciudad de los Ángeles.
Me recoge enfrente del hotel. Llevo sin ver a Teresa desde que se metió en el ejército. Se alistó en el Cuerpo Militar Femenino nada más dejar el instituto de Oakdale mientras yo seguía en el extranjero combatiendo en el Batallón 573 de las Fuerzas Aéreas. Ahora tiene veinticinco años y está más rellenita. Su largo pelo negro sigue siendo el mismo pero sus uñas son violetas, supongo que porque ha conseguido hacerse con la mitad de uno de esos locales de belleza. A mi lado, en el coche, se la ve tan condenadamente hermosa que no puedo ni creérmelo. Basta con mirarla para saber que no se va a doblegar ante nada ni nadie. No pensaba en ella como objeto sexual desde que tenía doce años, cuando traté de darle un beso de tornillo. Entonces ella solo tenía cuatro años. Pero ahora, según me habían contado mis padres, se había casado con un marine que había dejado el servicio para trabajar como contratista en la industria aeroespacial.
–¿Ahora te apellidas Hurley? –le solté mientras tomábamos zumbando la autopista hacia Canoga Park, un suburbio de Los Ángeles en el Valle de San Fernando.
–¿Algún problema?
En eso consistió toda nuestra conversación en la carretera.
Llegamos a la casa de los Hurley, una enorme panera con una cerca blanca, un riñón en el jardín de atrás para nadar y un garaje de dos plazas. Hay niños en mini-bicicletas entrecruzándose frente a cada pedazo de césped cortado de la manzana, por lo que sé que la cosa no va a funcionar incluso antes de que Dave Hurley llegue a casa. Dentro, las gruesas alfombras, los cuadros de niños de grandes ojos de Keane, las orejas de elefante de goma y el trono de terciopelo del rincón, para recordarme la vida que dejé atrás cuando hui de la Ley y de Oakland. Le bastan cinco Martinis para dejar claro que me considera un renegado. Bebo agua mientras explico que mi historia debe ser algo en lo que crea. Ambos sabemos que siempre he sido un fanático. No escribo desde un punto de vista objetivo. Al final, después de meterse otros tres grandes, me pregunta inesperadamente:
–¿Y qué me dices de la política?
Suelto una carcajada. No puedo imaginarme cómo un entusiasta de las drogas, un vago como yo, con todos los vicios, con ese amor desmedido por las mujeres tormentosas y por andar siempre puesto, misionero exbaptista en Panamá, exclarinetista, exrecolector de melocotones, placador de fútbol, aparcacoches, abogado, extodo, no puedo imaginarme dedicándome a un oficio público.
–No como político –dice ella–. Me refiero a, ya sabes, a eso de los derechos civiles.
–Sí, he participado en esas protestas.
–Sí, pero fue con negratas. –Se vuelve a llenar el vaso, recordándome a mí en el pasado–. ¿Has oído hablar alguna vez de los Militantes Chicanos? –Entonces comienza a hablarme de unos grasientos, «parecidos a los Panteras Negras», que están levantando una buena polvareda en East LA. Hasta tienen un pequeño periódico pero, antes de que pudiera profundizar más, llegó su marido.
Dave Hurley tiene labios gruesos y ojos azules bajo unos cabellos rubios pegados a una llana funda de piel blanca. En cuanto le veo sé que no es partido para mi dura hermana. La besa sumisamente, me estrecha la mano y, acto seguido, desaparece para prepararnos el desayuno.
–Así que te has agenciado un Sancho que te haga las tareas, ¿eh? –digo con una sonrisa. Ella corresponde a mi sonrisa.
Entre beicon y huevos Hurley me explica los proyectos en que está trabajando para ayudar al ejército estadounidense en su lucha contra el Viet Cong. Ni siquiera me molesto en darle un puñetazo en la boca. Luego los dos se disponen a salir a una especie de exposición, por lo que me llevan de vuelta al Belmont. Teresa me da un gran abrazo de despedida antes de meterse en el coche. Me promete que vendrá a visitarme y espera que encuentre mi historia. Pero en todo momento veo cómo se engaña, encadenada por propia voluntad a ese marica de ojos azules con su promesa de más maquillaje y Martinis. Solo cuando desaparecen en el smog me doy cuenta de que se me ha olvidado pedirle un préstamo. Estamos a domingo; ni aunque me apeteciese podría dar con un trabajo. Así es que regreso a mi habitación a meditar sobre mi destino.
Pero antes de atrancar la puerta me asalta una idea: mi primo Manuel a quien no he visto en unos diez años. Aproximadamente hace un año le envié un telegrama a casa de su madre. Simplemente decía: «Envíame 150 dólares o iré a la cárcel. Fdo.: Óscar». A los dos días llegó el dinero sin carta ni firma que lo acompañase. Me lo gasté al completo en dos putas en Juárez antes de que se me pasase la borrachera.
Lo siguiente de lo que tuve conciencia es de haberme fundido mis últimos pocos dólares en un taxi y de encontrármelo en su bar, el Manny’s Fish Bowl. Estábamos sentados en la barra, hincándole el diente a unos burritos que su madre nos había preparado para la ocasión.
Manuel medía un metro noventa y cinco. Le llamaban Araña cuando hacía salto de altura en la Universidad del Sur de California a principios de los cincuenta. Fue uno de los primeros hombres del país en superar los dos metros siete centímetros. Tras fracasar a la hora de clasificarse para las Olimpiadas de 1952 perdió el interés y la confianza en sí mismo. Se casó estando aún en la facultad, tuvo hijos y se sacó sus buenos másteres para acabar como entrenador de un pequeño centro universitario de la zona sur central de Los Ángeles. Ahora era el propietario del Manny’s Fish Bowl en East LA al que acudían todos sus viejos colegas de la universidad y los amiguetes del instituto para rememorar los días de gloria alrededor de cervezas heladas Coors. Empezó a darle a la botella a los cinco minutos de mi llegada.
–Eh, güey. ¿Cómo es que nunca llegaste a saltar más de dos metros siete centímetros?
Esto es solo parte de nuestra charla, pero Manuel se deprime al instante. Deja caer sus pesados mofletes, juguetea con el vaso de escocés y suspira profundamente.
–No se puede saltar más de eso sin ayuda.
–Pero tú estabas saltando mejor que nadie en tu segundo año… ¿Fue la bebida, una tía o qué?
–Te lo conté, no sé cómo. Por ti mismo solo puedes llegar hasta ahí, luego necesitas a alguien que te muestre cómo seguir.
–Vosotros teníais el mejor entrenador del mercado.
Me lanza una mirada asesina, como si se hubiese cabreado por haberme atrevido a mencionar el asunto. Vacía el vaso y escupe:
–Ese hijo de la chingada. Dedicaba todo el tiempo a los otros tíos.
Y le sigue un monólogo con más de terapia que de información. Su entrenador, George Mudd, no le enseñó a saltar más alto deliberadamente. Me dijo que a Mudd nunca le cayó bien. Desde el principio estuvo solo. Cuando llegó el año de las Olimpiadas el entrenador se limitó a darle la espalda.
–¿Porque eres chicano?
Manuel me mira largo tiempo antes de responder:
–No he sido capaz de encontrar otro pinche motivo en estos últimos diez años.
Nos comemos en silencio los frijoles refritos. Le pregunto si ha oído hablar de los Militantes Chicanos. Se ríe y me cuenta que son solo un puñado de jóvenes punkis comunistas que no sabrían distinguir su culo de un agujero en el suelo.
–Culpan de sus problemas a todo el mundo menos a sí mismos.
Me río de la ironía. Le pregunto si no está haciendo él exactamente lo mismo con su fracaso a la hora de clasificarse para las Olimpiadas.
Así es que me grita:
–¡No tiene nada que ver! ¡Yo me dejé el culo en el intento! Llegué por mí mismo. Nadie me dio nada. No me ves por ahí llorando, pidiéndole al gobierno que me eche una mano.
Nos ponemos a discutir en serio. Él se niega a reconocer que su beca de deportes de la USC fue una limosna como cualquier otra. De repente me veo defendiendo a un grupo que ni siquiera conozco. Antes de que acabe el día Manuel está convencido de que soy una especie de agente comunista enviado a Los Ángeles a reclutar miembros para el Partido.
Seguimos comiendo y discutiendo antes de empezar, finalmente, con las historias de Riverbank. Su familia vivió durante dos años en una tienda de campaña en nuestro jardín trasero antes de reunir lo suficiente para seguir tirando por su cuenta. Manuel recolectó melocotones y se peleó con okies* en el canal antes de convertirse en capitalino. Me río de él cuando trata de dárselas de pavo experimentado y sofisticado. Es tan grasiento y pueblerino como yo.
Cuando por fin me lleva en coche al Belmont tengo cien dólares en el bolsillo. De inmediato suelto cincuenta para el alojamiento de un mes y dejo el resto para que me dure hasta que me agencie algún trabajo temporal. Hasta los artistas tienen que comer.
Manuel ha mencionado a un amigo suyo que conoce a los Militantes Chicanos. Mientras subo al trote los diez pisos hasta mi habitación la mente me empieza a dar vueltas. Mis propios razonamientos con Manuel me han impresionado. Si me importaba una mierda, ¿por qué me molesté en discutir? Mis primeras horas en Los Ángeles parecían señalarme una dirección muy concreta. Con todo, soy un pacifista puro y duro, aunque con tendencias violentas. Si alguien me ataca físicamente me las pagará con creces. Pero nunca nadie me ha fastidiado, al menos no físicamente. No me he visto metido en una pelea desde el último año en Oakdale. Políticamente no creo en absolutamente nada. No alzaría ni un solo dedo para pelearme con nadie. En cierta forma estoy de acuerdo con Manuel: la mejor manera de lograr lo que uno quiere es simplemente currárselo, de manera individual.
Abrí mi habitación y un ejército de cucarachas se escabulló entre las grietas y la oscuridad. Mi sesión nocturna de calistenia se ve llena de «sin embargos». ¿Acaso no discutí? ¿Al escuchar a Hurley no sentí ganas de hacerle papilla? ¿Y qué pasaba con todos aquellos libros que me ayudaron a pasar las largas noches en Mofo?
He estado pensando en estas cosas. Leí un libro, Sobre la Agresión, de un biólogo alemán, Konrad Lorenz. Me impresionó tanto como la Biblia unos doce años antes, durante mi fase misionera en Panamá. Y más tarde, después de leer El Imperativo Territorial