Ana González Duque
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Título: El blog de la Doctora Jomeini. El lado oscuro del quirófano
Autora: © Ana González Duque
Copyright de la presente edición © 2012 Ediciones Nowtilus S. L.
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Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece pena de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.
ISBN Papel: 978-84-15747-11-6
ISBN Digital: 978-84-9967-396-7
Fecha de edición: Julio de 2012
Maquetación: www.taskforsome.com
Hola: me llamo Jomeini y soy blogadicta
Buscando piso
Empanada de bonito y otras delicias del trabajo
¡He encontrado piso!
Odio las mudanzas
Preparando el quirófano
Primera guardia de Urgencias
Ikeando, que es gerundio
La primera espinal y La Nazi
Compartir piso
La máquina de anestesia
En quirófano
Primera fiesta de residentes (I)
Primera fiesta de residentes (II)
Claridad mental
Llamada telefónica
Siempre me enamoro de quien no debo
Anestesia y las matemáticas
Clase de danza
Sorpresa, sorpresa
El parto
«Errare humanum est»
Guadalberto y el mal de amores
Aguas menores
Parole, parole, parole
El día de la castaña
La lectura del agua
Urgencia vital
Cita a ciegas
Vida real
Vacaciones
Guardia de Fin de Año
Quiero ser una chica bombón
La vida es un reality show
Guindillas y pimiento morrón
El toro por los cuernos
La pre-cita
La cita
Orlando
Tiempo
J y la llamada de teléfono
Carnaval, carnaval
Los hombres son la leche
La suegra
Estrategias
Doña Pasita o el don de la paciencia
Calamity J
Doña Perfecta
Amor escondido
Los misterios del Valsalva
Paella en perspectiva
Comida familiar
La revelación
En las nubes
Decisiones
Conversaciones
Mosca
De los nervios
Padres
El mensaje
Quien oye, su mal escucha
El veneno de la serpiente
Uffff
Sin paracaídas
Ropa tirada
R2
Fragmento de Redes de pasión
Para mi familia, sí, incluso la política.
Para los anestesistas: chicos, por fin el
protagonista no es un cirujano.
Y para los lectores del blog —el real—
que recuperaron mi ilusión por escribir.
En España, para obtener el título de Especialista en Anestesiología se debe pasar un examen a nivel nacional: el MIR. A partir de ahí, una vez escogida la plaza, el anestesioblasto se enfrentará a cuatro años de formación MIR —llamados vulgarmente La Residencia— en los que aprenderá a lidiar con el lado oscuro del quirófano guiado por sus adjuntos, médicos especialistas. Los residentes llaman a cada año de especialidad R seguido de un número que significa el año de Residencia en el que se encuentran: R1, R2, R3 ó R4. A sus compañeros de año, los denominan co-R.
¿Doctora Jomeini? Sí, ese es mi nombre. Me bautizó así un amigo al que puse a dieta fundamentalista para adelgazar. ¿No sabéis quién soy? No me extraña. No soy famosa y tampoco creo que lo sea en breve. Tengo veintiséis años y soy canaria. Mido un metro setenta y seis. Soy morena. Y por esos avatares de la vida, en una semana, seré una de las residentes que entren a trabajar en el Servicio de Anestesiología del Hospital Nuestra Señora de Cristal en Madrid.
El avatar de la vida al que me refiero, en concreto, se llama Roberto. Y era mi novio desde hace dos años. El día después de escoger mi plaza de residente en su ciudad me llamó para decirme que estaba con otra. Que ya me lo podía haber dicho dos días antes, vamos, digo yo. Consecuencia: heme aquí, en Madrid, sin novio y sin casa, a punto de empezar a trabajar y más perdida que una virgen en un burdel.
Por el momento, estoy de okupa en el sofá de mi amiga Lula, pero mañana, aparte de una nueva vida, empiezo a buscar piso. Y hoy he decidido abrirme un blog. Básicamente porque Lula, después de tres noches de lágrimas y clínex, me ha dicho: «¿Por qué no te abres un blog? Te servirá de válvula de escape». Yo creo que lo ha dicho porque está harta de oírme gimotear, pero vale, ¿quiere que escriba un blog?, pues voy a hacerlo.
Estoy segura de que Tolstói mientras escribía Guerra y Paz no tenía que pensar en buscar piso, ni en las lavadoras que le quedaban por recoger. Y Agatha Christie, mientras metía la nariz en los libros de venenos, no tenía que preocuparse de lo que le quedaba por estudiar. En otras palabras, que independientemente de la cantidad de oportunidades de quedar como una imbécil total que te ofrece un blog, no tengo tiempo para ser escritora en serio, y, como no tengo dignidad que perder y sí muchas horas muertas, me decidí y aquí estoy, zambullida de pleno en una blogadicción y dispuesta a contaros mi vida y milagros.
¡Cielos! ¡No puedo creer que esté haciendo esto!
Buscar piso en Madrid es más difícil que encontrar un tío coca-cola light en una Facultad de Telecomunicaciones. Lo primero que tenéis que saber es que la gente miente. Mienten como bellacos.
Si el anuncio pone: «Apartamento céntrico con vistas sobre zonas verdes ideal para parejas», una debe leer entre líneas: «Apartamento —cuchitril— céntrico —te voy a cobrar el doble de lo que vale— con vistas sobre zonas verdes —una única ventana en toda la casa que, además, está tapada por un árbol— ideal para parejas —que se quieran mucho, porque si no, no caben».
Pues eso. Quedé con varios propietarios, a cual peor. El primero me enseñó un piso en el que la Familia Adams se habría sentido a sus anchas, con cortinajes de terciopelo, oscuro como la boca de un lobo y con una capa de polvo de un centímetro de grosor.
Los segundos eran una pareja de ancianos que me enseñaron un piso, según ella, de lo más coqueto. Lleno de tapetes de ganchillo, hasta la escobilla del váter tenía uno, lo juro. Y en las mesillas de noche, de adorno espectacular una pareja disecada de gallina y gallo. De lo más chic.
El tercer propietario me enseñó una casa que no estaba del todo mal, pero tenía que compartirla con su hija: una tipa de un metro ochenta, con el pelo teñido de rosa y piercings hasta en el carné de identidad, que lo primero que hizo fue mirarme el escote con lascivia. Como que paso.
Desesperada, he dado una vuelta por el hospital y he cogido un par de teléfonos del tablón de anuncios, a ver si encuentro a alguien con quien compartir. Por ahora, sigo de okupa del sofá de Lula. Su novio y ella deben de estar de mí —y del constante reguero de clínex por las llantinas que me acosan— hasta el mismísimo moño.
Mañana empiezo a trabajar. Y cuando salga del curro volveré a intentarlo.
Hoy nos han citado en la zona de Recursos Humanos del Hospital a un grupo pequeño de residentes para solucionar los papeleos previos a empezar a trabajar. Cuando he llegado, sólo había una chica delgada, espectacularmente guapa, que miraba el mundo desde lo alto de unos Jimmy Choo de cuero blanco.
—Hola —la he saludado—. Soy Jomeini, la R1 de Anestesiología. ¿Y tú?
—Ay, qué guay, cóoooomo mola —dijo la diosa, batiendo las pestañas— Soy tu co-R.
—Ah, estupendo —respondí con voz débil. Oh, sí, va a ser estupendo para mi ego trabajar codo a codo con la portada del Vogue todos los días.
—¿Sabes cuántos somos hoy? —me pregunta Miss Vogue, mientras se atusa la melena dorada, que le cae por el hombro derecho.
—Creo que somos diez: los cinco residentes de Anestesia, tres de Cirugía General y dos de Traumatología.
—Oh, mira, creo que ahí vienen.
Entraron dos chicos más. Uno alto, desgarbado, con cara ligeramente parecida a la de un hipopótamo afable. El otro, con una chupa de cuero y mirada de aquí estoy yo para comerme el mundo. Llamémosles Hippo y ElReydelPolloFrito: los resis de Traumatología.
Detrás de ellos, dos chicas con pintas de tener un palo metido en el culo. Casi gemelas: rubias, bajitas, delgadísimas, con los labios fruncidos en una mueca de asco. Vienen hablando con un tío gordito, con pinta de agobiado. Veamos: las señoritas Rottenmeyer y Twinky Winky. O en otras palabras: los tres resis de Cirugía General.
Faltan por llegar tres de mis co-R.
Casi cuando estamos empezando, entran una chica y un chico hablando animadamente. Ella es algo mayor que nosotros y parece normal, gracias a Dios. El chico tiene cara de perrito apaleado y nos mira a todos con angustia. Mis co-R. Ya sólo falta uno.
Nos sentamos y atendemos a un repeinado que nos va indicando los papeles que debemos entregar y los trámites que debemos hacer, cuando se abre la puerta y entra el tío más guapo que había visto en mi vida. ¿Sabéis ese anuncio típico de colonia en el que el chico —siempre espectacular, guapo a rabiar, tabletita de chocolate— pasa y todas las chicas se derriten a su paso? Ese fue exactamente el efecto que causó el Adonis cuando entró en la sala y se sentó.
¡Dios! Este ser de otro mundo va a compartir conmigo sus días. Me va a dar el infarto. Y lo mismo que yo deben estar pensando el resto de las féminas de la sala, incluidas las cirujanoblastos que han borrado por un segundo la mueca de asco de sus boquitas de Barbie.
El repeinado nos va preguntando, sin coscarse de nada, por qué hemos elegido la especialidad que vamos a comenzar hoy. Su dedo busca al primer voluntario y se detiene en el Adonis. Incapaz de resistirse a sus encantos, dice:
—Tú. Dinos cómo te llamas, qué especialidad vas a comenzar hoy y por qué la has elegido.
El Adonis se levanta, revelando un pedazo de abdomen moreno y comestible.
—Soy… —¡Qué voz!— Voy a hacer Anestesiología. —¡BIEEEEN! —Y empieza a reírse de la manera más idiota del mundo—. No sé por qué, jejejeje, algo tenía que hacer.
Sonó como una nota falsa en medio de una melodía perfecta. Vale, la naturaleza es sabia y ha compensado un exterior incomparable, con un interior de empanado total. En resumen, una empanada de bonito.
Sólo una nota breve para informar que, desde mañana, abandono oficialmente el sofá de Lula y de su novio para instalarme en un piso de cuatro habitaciones con tres compañeras. Chiara, una italiana gordita y sonrosada, ayudante de dirección de una empresa; J, una chica delgadita con el pelo lila, microbióloga; y Serena, un nervio puro —a pesar de su nombre—, MIR como yo, pero de Radiología.
La verdad es que no era mucho lo que tenía que mudar de casa de Lula a mi nuevo nidito. Mis pertenencias estaban metidas en cuatro bolsas grandes de basura y dos maletones que me traje de casa de Roberto el día de la gran ruptura. Pero, como la casa de Lula y el piso donde voy a vivir ahora estaban a sólo dos calles, decidí que era ridículo contratar un transporte. Que yo solita podía darme el paseo e ir acarreando las cosas. Grave error.
El día que elegí para la mudanza hacía un sol que derretía las piedras. Primero, llevé la maleta más grande llena de libros y de zapatos. Esta adicción a comprar libros y zapatos tiene que terminar antes de mi próxima mudanza. A pleno sol. Sudando como un pollo. Con los conserjes de los edificios diciéndome: «Guapa, que te derrites», con ese desparpajo que tienen los madrileños. Llegué al piso. Mis compañeras no estaban, así que aparqué el maletón en medio de mi habitación y volví a salir.
Cuando acarreaba la penúltima de las bolsas de basura, el tiempo decidió hacerme la puñeta por su cuenta y se puso a llover. En Madrid, en primavera, no llueve: diluvia. Así que llegué, de nuevo, al piso empapada. Pensé que era absurdo cambiarme para ir a buscar la última de mis bolsas de basura, porque después de todo, iba a volver a mojarme, así que salí tal cual a enfrentarme con los elementos.
Pero los hados, no contentos con calarme hasta los huesos, decidieron jugarme una mala pasada más. Cuando me faltaban diez metros para llegar, veo que bajo un paraguas, se acerca ElReydelPolloFrito, el residente de Traumatología. ¡Y yo con estas pintas! Levanto la bolsa de basura intentado esconderme detrás, mientras la señora de la frutería de debajo de mi casa me mira, con cara de sospecha. Después de todo, me ha visto pasar con dos maletas y cuatro bolsas de basura. A lo mejor, se cree que estoy traficando con algo. Le sonrío desde detrás de mi bolsa de basura cuando, de pronto, algo me detiene bruscamente. Me he chocado con una farola. La bolsa de basura se balancea peligrosamente y cae, abriéndose y desparramando todo su contenido por la acera empapada: compresas, tampones, la Epilady, crema suavizante, maquillaje, anticelulítica… todos esos pequeños secretos que nunca quisiste que nadie supiera, a la vista de todo el mundo.
—¡Ejem, ejem! —carraspea alguien a mi lado. Levanto la vista y me encuentro con la sonrisa de oreja a oreja de
ElReydelPolloFrito—. ¿Te ayudo?
No me quedó más remedio que decirle que sí.
Cuando era pequeña, mientras las demás niñas soñaban con ser princesas y desfilar vestidas de merengues rosas, yo soñaba con ser bruja. Me parecía un verdadero chollazo. Una princesa tenía criados, palacio, pasta gansa y tal, pero también tenía que asistir a actos oficiales —¡Ufff!—. Y, como al pueblo se le cruzara el cable, ni criados, ni palacio, ni pasta. En cambio, las brujas... con sólo chascar los dedos, podían conseguir lo que quisieran y tenían una superescoba —tipo la Nimbus 2000 de Harry Potter— con la que volar de un lado para otro, sin colas para facturar ni narices.
En fin, aunque alguno piense que ya he conseguido lo de ser bruja —después de todo, una tiene una fama y una reputación que mantener—, lo cierto es que lo más próximo a ese sueño infantil que he conseguido es preparar el quirófano para la intervención. Llego por la mañana cuando todo está en calma y me pongo manos a la obra, mezclando fármacos y sueros, como ingredientes en la marmita, para luego administrar una pizca de aquí y otra de allá… —todavía con una chuleta para no equivocarme—. Y, luego, haces tu magia y envías a alguien a volar para traerlo de regreso en el momento preciso.
Lo único malo es que tú te quedas en tierra oyendo el bip de una máquina.
Ayer, Miss Vogue y yo hicimos nuestra primera guardia de Urgencias. Llegué hecha un flan. Y tener a Miss Vogue a mi lado, con sus zuecos de diseño y su fonendo de Dolce & Gabanna no mejoró precisamente mi estado de ánimo.
—Hola, somos las R1 de Anestesia. —Le dije a una médico alta y morena con pinta de agobiada.
—Ah, vale. —Me respondió. Y siguió a lo suyo.