PAX TIBI,
NIEVE SOBRE EL CEREZO
y
otros relatos
HISLIBRIS
VII Concurso de Relato Histórico
VV. AA.
Prólogo
Es de noche. Estoy sentada delante del ordenador. Las luces leds ultratecnológicas de mi portátil brillan con fuerza. Mis ideas, no tanto. Hoy voy a escribir un prólogo.
¿Qué es eso?, preguntaría sin censuras mi hijo en su incipiente lenguaje balbuceado. Un prólogo es… es… Bueno, podría dar una definición personal, pero mejor contesto con propiedad, tal como corresponde al exigido marco hislibreño, y acudo a la madre de todas las fuentes de sabiduría lingüística. Según la RAE es «En un libro de cualquier clase, el escrito antepuesto al cuerpo de la obra». Realmente, me parece poco aclaratorio. Incluso diría que da lugar para muchas interpretaciones y, en manos del público del foro de Hislibris, podría derivar en páginas y páginas de debates, por suerte, nunca ―o pocas veces― estériles.
Me remite a otras cuestiones que, como mantras, vuelven año a año: ¿Mito o logos? ¿Qué es un relato? o, finalmente, el clásico entre clásicos, ¿qué es histórico? Sin esos debates, sin esas muchas páginas escritas a varias manos, esta antología no existiría. Ni tampoco este concurso, hijo de las palabras, de esas discusiones y devaneos varios de un grupo abierto de intrépidos escritores y lectores que expusieron sus relatos y opiniones de forma abierta, en esa gran telaraña virtual que es internet.
El 19 abril del año de gracia de 2008 de nuestra era fue un sábado a priori anodino: el Papa Benedicto XVI instaba a la Iglesia estadounidense a comenzar «un tiempo de purificación», según el galardonado Karpov, hasta el ajedrez estaba en crisis y yo celebraba el gol de Okkas frente al Hércules en el vetusto estadio de Balaídos. Pero ese día, en realidad, marcaría para todos los que nos sentimos parte de la comunidad de Hislibris un antes y un después. A las 10 horas y 35 minutos, Javi publicaba un hilo llamado «Propuestas para el concurso», plantando la semilla del primer certamen de relatos históricos de Hislibris.
¿Fue un momento histórico? Mejor no me lío…
«Es cierto, mejor no me lío» pensó, mientras apagaba su portátil antes de meterse en cama. En la oscuridad de la noche, mantuvo sus párpados abiertos, pensando y acumulando dudas, entregándose a ese tiempo de introspección que precede a los sueños. La mañana siguiente llegó, soleada. Desayuno, más pensamientos, y un roce epidérmico que la sacó a flote, devolviéndole el aroma tostado del café.
―¿Y qué tal te fue escribiendo lo del prólogo, anoche?
Era su voz, la de su marido y la caricia de sus dedos pasando por su mano. Quince años juntos y seguía erizándosele la piel. Una sonrisa lastrada aún por el sueño se dibujó en el rostro de ella.
―Buff ―resopló―, no sé, no lo tengo nada claro. No sé si lo estoy enfocando bien.
―¿Por qué? Tampoco es tan complicado ―contestó él.
―Eso lo dices tú porque no tienes que escribirlo.
―Pero... a ver, este año fuiste miembro del jurado. Empieza por ahí. Habla de tu experiencia con tus compañeros. Del por qué elegisteis los relatos. De lo difícil o fácil que resultó ser.
―Sí, definitivamente no lo estoy enfocando bien. ―Ella entornó los ojos.
―Tampoco seas dramática. Venga, cuéntame. Contesta a lo que te planteé. Hoy tengo una reunión y empiezo algo más tarde, así que tengo tiempo.
―Si esto fuera un relato, dirían que tu papel es accesorio, para dar apoyo a la narración.
―Ya se te está yendo la olla. Vamos, empieza y aclárate las ideas.
―A ver, pues… ―dudó unos segundos, antes de tomar impulso en la inyección de cafeína vía oral para conseguir articular sus palabras―. Pues la verdad es que la experiencia como jurado fue muy positiva. Había una muy buena conexión entre nosotros, buen feeling. Sí. Cuatro mujeres: Ángeles, Calpurnia, Laura y yo, e Iñigo. De las cuatro mujeres, todas, menos Calpunia, somos tauro, cabezotas, e incluso, una cumple el mismo día que yo.
―Me apiado de ese tal Iñigo y también de Calpurnia, la pobre chica que no es tauro. Qué sufrimiento. Pero... céntrate, como si fuera lo que vayas a escribir.
―Será para menos ―contestó ella a lo primero―. Tienes razón. A ver. Como decía, fue en general una buena experiencia. Nos costó bastante decidirnos. Como otros años, el nivel era muy bueno pero en esta edición había un pequeño grupo destacado, muy parejo, y fue difícil trazar la línea entre Siempre y Jamás, entre lo que quedaría en el libro y los relatos que estarían fuera (porque, créeme, se quedaron fuera de la edición relatos buenos), entre los que serían destacados y los que no, y el ganador… ¡Uy, el ganador! Estaba la cosa tan igualada... ¿Te había contado que este es el primer año que quedan dos relatos empatados en el primer puesto?
Él asintió, aquella pregunta era, en realidad, casi retórica.
―Hasta tuvimos que preguntarle a Javier Baonza, el editor, si no había problemas con el tema del premio para que tanto Nieve sobre el cerezo como Pax Tibi ganaran. La verdad es que no nos poníamos de acuerdo y la decisión salomónica resultaba la mejor.
―¿Ves? Ya me hablaste de cosas importantes que puedes poner en tu prólogo. ¿Qué más destacarías?
―Pues…, la verdad no sé si tocar el tema y abrir la caja de Pandora. Esta edición también tuvo sus más y sus menos. Hubo un relato en forma de poema que levantó mucha polvareda y alguna otra cosa. No hay nada peor que el ego de los escritores.
Él negó con la cabeza mientras bañaba su tostada en la leche.
―No, mejor deja ese tema de lado y destaca lo bueno. Es lo que se suele hacer en estos casos.
―Creo que en el fondo, lo que ocurrió tuvo su lado positivo. Como cuando vas al psicólogo, sacas lo malo que tienes dentro y te quedas vacío, nuevo. Luego la vida vuelve a empezar, queda en cada cual que el pasado no sea una losa, sino un punto en el que apoyarse para no repetir los mismos errores.
―Ya, pero no vas a soltar la moralina del historiador. ¿No crees?
Ella le sonrió al escucharlo y asintió pensativa. Tomó otro sorbo de café y casi se atragantó al ver la hora en el reloj de la pared.
―¡Mierda! Llego tarde ―exclamó. El corazón había ascendido de súbito hasta su tráquea.
Se levantó y atrapó su abrigo al vuelo. Un beso. Ya estaba en la calle. La conversación ya no era más que un recuerdo.
El día pasó, y cuando la noche apagó de nuevo el sol, volvió a sentarse delante de su portátil. Las luces leds de la pantalla iluminaron nuevamente su rostro y las letras fueron sucediéndose para escribir aquel prólogo. Ya estaba terminando. Solo quería abordar una última cuestión. No podía dejar de nombrar aquello.
No puedo dejar de hablar de la mayor riqueza y peculiaridad de este concurso, del invisible contrato de intercambio que existe entre escritores y lectores. Cuando uno empieza a participar en este certamen, expone su relato a la crítica del resto del foro. Decía el más famoso de los dramaturgos que dio Albión que «Al nacer, lloramos porque entramos en este vasto manicomio».
Se inicia un marcado proceso de aprendizaje al recibir dichas críticas. Primero porque hay que aprender a encajar los golpes: el derechazo a la boca del estómago en forma de lector que pone el «piloto automático», el zurdazo por los «personajes artificiales» y el noqueo por el «tono cronístico». Antes de que termine la cuenta atrás, el púgil hislibreño habrá de alzarse para lanzarse, a su vez, al ruedo de lecturas y convertirse en lector y crítico de otros relatos. En esta labor, quizás, se aprenda aún más. Al menos esa fue mi experiencia. Y repetí y volví a hacerlo. ¿Por qué? Porque estoy a gusto en este vasto manicomio que es este certamen. Siguiendo con la imagen shakespeariana, es como la vida misma, y al igual que esta, es tremendamente adictivo.
Sandra Parente
Nieve sobre el cerezo
Violeta Otín
Mi honorable esposo nos ha presentado hoy a su nueva concubina. La dama Katsue es hermosa como un día soleado de invierno; sus movimientos son elegantes y su voz templada. Sus delicados ojos rasgan apenas la fina seda de su piel, y sus labios tienen el mismo color que las cerezas maduras.
Parece que no habla mucho: eso gustará sin duda a mi esposo. No ha referido gran cosa de su viaje desde Kyoto; unas ligerísimas sombras difuminadas bajo sus párpados me hacen pensar que, en realidad, está agotada.
El viento está girando. Suaves remolinos arrancan las últimas hojas de los árboles, y forman con ellas caprichosos dibujos en el suelo del jardín. Si tengo tiempo me acercaré a verlos de cerca, para leer cuanto puedan contarme sobre nuestra recién llegada. No creo que tarden en aparecer las primeras nieves.
La dama Sakae vuelve a mostrarse arisca. Tal vez sea el cambio de estación, que le molesta en los huesos. O tal vez sienta celos de la asombrosa belleza de la dama Katsue.
Del diario de la dama Mizuki. Finales de otoño del año del conejo
—La dama Chiyome acaba de llegar, señor.
El joven Natsume Takeru se volvió hacia su inesperada visitante con una cortés sonrisa. La bruma envolvía los alrededores del castillo filtrando la luz de una luna moribunda. Chiyome, más pálida que de costumbre, vestía un kimono de un desvaído amarillo; su silueta se fundía con los retazos de niebla que se colaban hasta la terraza oriental. Parecía más un fantasma que la hermosa mujer que un día fue; un escalofrío recorrió al caballero Natsume, que se apresuró a señalar el interior.
—Entra, querida amiga. Aquí hace demasiado frío para ti.
—¿Qué tal progresa tu piadosa obra? —preguntó Natsume, al tiempo que servía sake caliente.
Chiyome sonrió.
—Tengo muchas chicas. Últimamente puedo permitirme el lujo de elegir. Hay varios orfanatos cerca de Nasu.
—¿Tienes problemas con su —Natsume vaciló—… instrucción?
La dama Chiyome sostuvo la taza unos segundos, pensativa. Natsume observó sus dedos, largos y finos, como los de las más afamadas cortesanas de Kyoto.
—Algunas se rebelan al afrontar ciertas partes del adiestramiento, pero al final todas acaban aceptándolo.
—Supongo que en el fondo saben que no tienen muchas más opciones.
Chiyome se mordió el labio inferior.
—La belleza puede ser un arma de doble filo para una mujer sola. Sin una familia que las proteja, lo más probable es que terminen en algún burdel infecto. Les ofrezco una alternativa mucho más digna.
El caballero Natsume asintió con la cabeza, mostrándose de acuerdo. En ese momento, un sirviente entró y pidió disculpas por la intromisión.
—Acaba de llegar un visitante, señor. No quiere identificarse salvo a vos, señor.
Natsume se puso en pie.
—¿Un visitante? ¿Qué aspecto tiene?
—Lleva el emblema del clan Tamazaki, señor.
—Hazle pasar.
—Sí, señor.
Chiyome se levantó con delicadeza. Natsume le hizo un gesto con la mano.
—Quédate, Chiyome. Lo que tenga que decirme puedes oírlo.
El recién llegado, un joven enjuto de marcada nariz, no se hizo esperar. Saludó con una profunda reverencia al daimio, sin volverse hacia la mujer.
—Bienvenido, Toshio. —La acerada voz de Natsume retumbó por la sala.
Toshio dirigió una recelosa mirada a Chiyome, que bajó los ojos con modestia.
—Habla libremente. ¿Qué información traes?
—Disculpad mi atuendo, Natsume-sama. He venido tan rápido como me ha sido posible, y regreso esta misma noche. Tamazaki me concedió un permiso de dos días.
Natsume agitó el brazo con impaciencia. Toshio se aclaró la garganta antes de continuar.
—Tamazaki podría reunir dos mil hombres, puede que hasta tres mil. Tienen armas de fuego, aunque por lo que he podido comprobar, en muy escaso número. En cualquier caso, no atacará antes de verano, o como muy pronto, en primavera. Tiene asuntos domésticos que atender.
—¿Asuntos domésticos?
—Una nueva concubina. Tamazaki está obsesionado con engendrar un varón. Sus otras esposas no han logrado concebir… y eso que son tres, nada menos… —Recordando de súbito la presencia de la dama Chiyome, Toshio se sonrojó, y le dedicó una pequeña reverencia—. Disculpad, señora.
Chiyome sofocó una risilla. Natsume clavó la vista en su informante.
—Esos dos mil hombres… ¿son todos vasallos suyos? ¿O cuenta tal vez con otros apoyos?
—¿Os referís a mercenarios ninja, señor? —Natsume asintió, atento—. Probablemente una tercera parte sean mercenarios, señor. Diría que Tamazaki se cree poco menos que el sogún, pero sus fuerzas no son tan potentes como a él le gustaría.
—Dos mil hombres son dos mil hombres… En fin, gracias por la información, Toshio. Pide a los sirvientes que te traigan de comer antes de partir.
Toshio se despidió con una reverencia, dejando a Natsume pensativo. La dama Chiyome se revolvió incómoda, con una triste sonrisa apenas esbozada.
—No debería haberme quedado a escuchar.
El daimio abrió mucho los ojos, consternado.
—Mis disculpas, Chiyome. No me había dado cuenta.
La dama se esforzó por sonreír más abiertamente, y se despidió poco después. Sus tareas «piadosas», como las llamaba Natsume, consumían gran parte de su atención y sus fuerzas. Aun así, el recuerdo de su marido muerto en batalla devoraba con intensidad su corazón, sumiéndola en una negrura cada vez más dolorosa, en una soledad cada vez más inmisericorde.
Chiyome se sobresaltó al capturar inesperadamente su imagen en un gran espejo de plata. ¿Quién era aquella mujer avejentada que le devolvía la mirada?
Un suspiro fatigado se escapó de sus labios. Las ganas de seguir luchando se desvanecían poco a poco, mientras la dama se marchitaba cada día como las tardanas hojas cobrizas de los arces.
Cuando la dama Katsue toca el samisén, las notas se deslizan por el castillo con el más doloroso de los quejidos. Aunque es muy elegante, la melancolía nos abruma a todas cada vez que la escuchamos. ¿Cuál será su historia? Sigue sin ser muy habladora. Cuando oigo su música me gusta imaginar que la dama Katsue tenía un amante del que se separó para casarse, y lo echa de menos.
La dama Sakae dice que la dama Katsue era una cortesana del Shimabara, pero yo no la creo. La dama Sakae es la más chismosa de las mujeres, y solo es feliz cuando sus comentarios hieren a los demás.
La dama Satomi, por su parte, está convencida de que Katsue es un espíritu-zorro que ha seducido a nuestro honorable esposo para absorber su energía vital. Pobre Satomi. Sus cabellos comienzan a aclararse con hebras grises. Últimamente se adorna los moños con diademas muy elaboradas y cintas de colores, en la creencia de que así disimula las vetas. También su cintura se ha ensanchado. Al principio albergué la esperanza de que hubiera quedado encinta.
Me gustan mis nuevas habitaciones. Los paneles están decorados con imágenes de patos volando, y las láminas doradas del techo se iluminan con cada amanecer, llenando la estancia de un agradable color naranja. Mi terraza da al estanque. Cuando me levanto, abro las ventanas y me asomo a contemplar los jardines, sin importarme el frío.
La nieve se acumula sobre las ramas de los magnolios. Si no la sacuden pronto, podría caerle a alguien en la cabeza.
Del diario de la dama Mizuki. Principios del año del dragón
Los copos de nieve caían delicadamente desde un racimo de nubarrones grises, como pidiendo permiso. El caballero Tamazaki los observaba bailar empujados por el viento, mientras la luz de la luna los bañaba en un mar de plata. La superficie del estanque se había helado y reflejaba los tenues rayos proyectándolos hacia los muros que rodeaban el castillo.
Los tablones del suelo emitieron un débil crujido, arrancándole de su ensimismamiento. Un intenso perfume de sándalo invadió de repente la estancia, anunciando a la dama Katsue. El daimio se volvió lentamente, saboreando la hermosa imagen de su concubina recortada contra un cielo del color de las ciruelas. Con un rápido movimiento de su vigoroso brazo, cerró los paneles que daban al exterior y la sala se caldeó al instante. Katsue saludó a su esposo con una profunda reverencia. Las agujas de oro que adornaban sus cabellos refulgieron, y aun así palidecían ante la belleza de la dama. El caballero Tamazaki sonrió, inseguro.
—Os he preparado el baño, mi señor.
Katsue hablaba arrastrando las letras, con el deje seductor de una refinada oiran. El kimono resbaló ligeramente desde un hombro, revelando su piel de porcelana. Sin esperar la respuesta de su esposo, se dirigió a la sala central del pabellón, donde las volutas de vapor que huían de la bañera se enroscaban unas con otras antes de desvanecerse. Tamazaki siguió a su concubina admirando su levísimo contoneo al andar; un largo mechón que había quedado suelto del moño se balanceaba sobre su espalda, hipnótico como el reptar de una serpiente, mostrando y ocultando el delicado cuello.
Katsue ayudó a su esposo a desvestirse, y a continuación lo hizo ella. El kimono se deslizó por sus hombros, haciendo crujir la seda; se detuvo, resistiéndose, sobre sus pechos, hasta que Katsue tiró suavemente de la tela hacia abajo. Únicamente una pieza corta de seda marfileña cubría las espléndidas curvas de la dama, tan fina que resultaba transparente. Tamazaki tragó saliva, expectante. Una cálida humedad lamía el interior de la sala.
Katsue se quitó la última prenda con exasperante lentitud, arrastrándola hacia un lado con el pie; se metió en la bañera junto a su esposo, y comenzó a masajearle la espalda con aceites calientes. Con desconcertante habilidad recorrió la musculosa espalda del daimio, rozando con la punta de las uñas cada cicatriz, desde el cuello hasta la cadera, pellizcando los músculos de las piernas hasta los tobillos.
Tamazaki se giró y la atrajo hacia sí, salpicándola de minúsculas gotitas en las mejillas, para besar sus labios en forma de pétalo. Posó un dedo sobre ella para repasar con calma su difuminado perfil, rozándola apenas, como si temiera quebrar su inusual belleza.
Katsue se soltó, una a una, las agujas doradas que sostenían su peinado, dejando que las flores que adornaban su melena cubrieran la superficie del agua, como nenúfares en un estanque. Sus cabellos parecieron flotar durante unos segundos en el aire, enmarcando su rostro, antes de descender en cascada sorteando las flores, trazando caminos entre ellas.
Abrazó con sus piernas el endurecido cuerpo de Tamazaki, elevando la barbilla hacia el techo decorado con estrellas, cerrando los ojos. Las llamas moribundas de las lamparillas tiñeron la piel de la dama de un titilante color cobrizo. Tamazaki deslizó sin prisa sus dedos sobre el cuerpo de su concubina, cubriendo cada curva de ella con sus encallecidas manos, mordisqueándola en los labios y en los hombros, arrancando un débil gemido de su boca entreabierta, apenas una brisa que se fundió con el vapor.
En el exterior se desató una violenta tempestad, que embestía con furia las empedradas paredes del castillo. La corriente se filtraba con descaro al interior, y los finos paneles de papel que definían las habitaciones temblaban con cada nuevo embate. Las lamparillas se agitaban, temblorosas, llenando la estancia de sombras vacilantes.
La barba de Tamazaki arañaba el fino rostro de Katsue; el daimio enterró los dedos bajo la espesa melena de la dama, estirando con suavidad hacia atrás. Durante unos instantes, sostuvo el cuerpo de la concubina sobre él, deleitándose con su belleza. Katsue le miró con los ojos entrecerrados, y se dejó caer poco a poco sobre Tamazaki. El daimio se hundió en ella con lentitud.
Las ráfagas de aire golpeaban los ventanales con rabia, tratando quizá de abrirlos para colarse en la cálida estancia.
Katsue se cerró sobre Tamazaki, apretando las piernas alrededor de él mientras le acercaba los pechos a los labios para sentir sus besos. La respiración acelerada del daimio intentaba ocultar las ruidosas acometidas de la tempestad. Katsue parecía danzar sobre él, acompañando con sus caderas el movimiento de las figuras que las lamparillas dibujaban sobre las paredes.
Con una última embestida desesperada, el viento consiguió abrir una de las ventanas y penetró con violencia en la habitación, arrastrando consigo multitud de copos de nieve que ocuparon cada rincón de la sala.
Un aullido recorrió el castillo. Con el corazón desbocado, Katsue y Tamazaki se abrazaron bajo las templadas aguas.
La nieve se posó con delicadeza sobre el suelo de la habitación, y el viento, aparentemente relajado tras su victoria, desapareció de repente, sumiendo la fortaleza en una extraña calma bajo la luz espectral de la luna.
Toshio saludó con una reverencia a Tamazaki y se arrodilló frente a él, aceptando con gusto el té que le ofrecía el daimio. En pocas semanas Tamazaki parecía haber rejuvenecido varios años; se le veía más delgado, y había perdido la costumbre de encorvarse sobre sí mismo al hablar. La misma frialdad en su mirada, no obstante, y el mismo rictus de severidad en el gesto, recibieron las noticias que le transmitió Toshio.
Al caballero Tamazaki le disgustaban sobremanera los ninja, y se sentía sucio cuando necesitaba de sus servicios. Sin embargo, era un hombre realista en extremo, y comprendía lo absurdo, cuando no peligroso, de rechazar las ventajas que suponían sus habilidades como espías y sus aptitudes para la guerra.
—El caballero Natsume quedó sumamente satisfecho con la información suministrada, señor.
El mismo físico de Toshio le repugnaba. Tenía la complexión propia de los miserables, con unas manos nervudas similares a las garras de un pájaro.
—¿Te dijo algo acerca de sus planes? ¿Está preparado para atacarnos?
—No me dijo nada, señor, pero sé por mis propias fuentes que el clan está muy debilitado. Varias familias aliadas les han retirado su apoyo.
Tamazaki observó durante unos segundos al mercenario y luego su mirada se desenfocó, fija en algún punto del horizonte. Se pasó la mano por la cara, como para asegurarse de que sus aristocráticos pómulos seguían en su sitio.
—¿Dices que los demás clanes les han abandonado?
La dama Katsue está enferma. Sus labios han perdido el color, y apenas tiene apetito. Satomi dice que la vio cuando se bañaba, y al parecer solo quedan huesos bajo su piel. Se encuentra tan fatigada que no puede ni tocar el samisén. Estamos muy preocupados. Todos excepto Sakae, que dice que el mal de la dama Katsue es típico en las cortesanas. Por supuesto, se muestra afligida delante de nuestro honorable esposo.
Yo, por mi parte, he descubierto lo que le pasa a la dama Katsue. La otra noche, antes de que cayera enferma, no podía dormirme, y me asomé a la ventana para contemplar la luna llena. Es en esta estación cuando más bella me resulta: tal vez sea por los reflejos que arroja sobre la nieve. Se me ocurrieron varios versos que en su momento me parecieron hermosos; no los voy a reproducir aquí, porque ya no me lo parecen tanto.
En cualquier caso, un movimiento extraño en el jardín captó mi atención. Me sobresalté, en la creencia de que algún intruso había accedido al castillo. Sin embargo, en seguida reconocí la característica forma de andar de la dama Katsue, vestida con un kimono blanco, que se dirigía hacia el cerezo. Solo desde mi habitación puede verse esa parte del jardín. Qué buena suerte tuvo Katsue; si la hubieran visto Sakae o Satomi, se lo habrían contado a nuestro honorable esposo.
La dama Katsue tiene, como yo sospechaba, un amante. Y qué grande es la fuerza de su amor, que ha sobrevivido a la muerte de él, pues, aunque resulte sorprendente, la dama Katsue se reunió con un espectro.
¿Qué hombre de carne y hueso podría haber desaparecido ante mis ojos sin dejar rastro, ni huellas en la nieve? El amante-fantasma acarició a la dama Katsue durante largo rato antes de desvanecerse. No tenía rostro, ni se le veía cuerpo alguno; tan solo sombras difusas que se movían, y los ojos que sí se distinguían con claridad, a pesar de que la luz de la luna regaba el jardín por completo. La dama Katsue se quedó un poco más junto al cerezo, con la manga del kimono sobre la barbilla. Creo que estaba llorando.
No quise molestarla en su dolor. ¡Cómo comprendo ahora que solo pueda tocar notas tan melancólicas en el samisén!
¿Debería hablar con ella? ¿Ayudarla tal vez, como una amiga, a superar la pena? No me atrevo a hacerlo. No quiero ser la causa de su vergüenza.
La boba de Satomi sigue convencida de que es un espíritu-zorro, porque nuestro honorable esposo hace tiempo que dejó de visitarnos por las noches.
Esta mañana he recibido una seda maravillosa, de tonos rosáceos. Voy a encargar un kimono para la primavera. Estoy pensando en un bordado que represente la floración de los cerezos, pero no estoy muy segura del color del hilo.
Del diario de la dama Mizuki. Principios del año del dragón
No había luna aquella noche. Un fuerte viento había barrido Shinshu con pertinaz insistencia durante varias jornadas, arrastrando los montículos de nieve que todavía no se habían fundido, a pesar de la cercanía de la primavera. En los confines de la provincia, el castillo del clan Natsume dormitaba cercado por las tinieblas, seguro tras el foso que serpenteaba alrededor de las murallas.
Los bosques que rodeaban la fortaleza guardaban silencio; algún arbusto agitó las ramas, protestando por la presencia de intrusos. Las sombras se desplazaban con rapidez.
Un tibio silbido desgarró el aire, seguido de algunos más. Se escucharon los arañazos del metal al chocar contra la piedra. Luego, nada.
Varias figuras embozadas en trajes oscuros atravesaron en volandas el foso y dieron con los pies en la base del muro, por el que empezaron a trepar como monos sin esfuerzo alguno, asidos a las sogas que pendían desde lo alto. En la espalda portaban sables negros.
Ya del otro lado, el lecho de musgo atenuó su caída; la hierba crujía apenas bajo sus pies. Una de las figuras, más alta y corpulenta que el resto, indicó en silencio la dirección hacia la parte oriental. Aguardaron unos instantes junto a la pared. Nadie dio la voz de alarma.
El asalto comenzó.
Varios de los encapuchados se dirigieron a los barracones con intención de sustraer las armas, mientras otro grupo trataba de encender un fuego para incendiar el castillo. Solo uno penetró en el interior, encaramándose hasta una de las ventanas del segundo piso.
Tendido de medio lado en el futón, el caballero Natsume había tardado en conciliar el sueño. Sudaba a pesar de la fría corriente que se colaba por debajo de los paneles de papel. Últimamente, una pesadilla recurrente molestaba sus sueños. De repente, dio un respingo, incorporándose medio dormido sin saber todavía qué era lo que lo había despertado. Aguzó el oído. Todo parecía en calma.
Se levantó sin hacer ruido, y se pegó a la pared. El trino apagado de un pájaro llegó hasta sus oídos: los tablones de madera de la habitación contigua crujían bajo el tatami. Había alguien allí. Caminó de puntillas hasta el lugar de honor donde reposaba su katana, la tomó con respeto con las dos manos y se acuclilló, esperando.
Una figura vestida de azul penetró con sigilo en la habitación del daimio. Se detuvo junto al futón, tanteando con el pie, los ojos todavía torpes sin habituarse a la oscuridad reinante. Natsume entreveía el contorno del asaltante. Sujetó con fuerza la katana.
Un súbito resplandor anaranjado iluminó la estancia, y un ligero olor a quemado inundó los corredores. Una voz temblorosa dio la alarma.
—¡Fuego! ¡Fuego en el pabellón central!
Un coro de gritos tiñó de miedo el, hasta hacía poco, apacible ambiente de la fortaleza Natsume.
En las dependencias del daimio, el intruso se volvió lentamente hacia el caballero Natsume. Ya no había necesidad de ser cuidadoso. Natsume no reconoció al ninja que tenía delante, aunque este sí parecía conocerle a él. Le saludó con una reverencia.
—Vengo a llevarme vuestra katana, Natsume-sama, como muestra de mi victoria.
El daimio no alteró su gesto, si bien había reconocido el tono rasposo de Toshio. Los criados seguían gritando en la parte inferior del edificio, pero en la mente de Natsume una sola palabra se repetía una y otra vez.
«Traición… Traición».
—Ven a por ella —le invitó.
Toshio desenfundó el sable que portaba a la espalda, y extrajo un sai de algún pliegue entre sus ropajes. Natsume aguardó en cuclillas a que se le acercara. Toshio se aproximó con movimientos pausados, como un animal al acecho. Las llamas que se extendían al otro lado de las paredes llevaron el amanecer a la estancia en la que se encontraban. Algunas volutas de humo se filtraron bajo los paneles, enredándoles los pies.
Toshio atacó primero, lanzándose hacia el daimio. Natsume saltó hacia atrás, esquivando el filo, y devolvió la estocada avanzando un paso. La katana arañó el rostro de su rival, y la sangre goteó formando un abanico en el suelo. Natsume hizo girar la espada ante él, mientras fintaba los ataques de Toshio con la gracilidad de una bailarina. Le alcanzó de nuevo, esta vez en el hombro, pero el ninja, mordiéndose el labio para contener el dolor, adelantó el sai hacia él, ensartando la hoja.
Durante unos segundos forcejearon, Toshio tratando de quebrar la katana, Natsume apretando la mandíbula determinado a liberarla. El daimio sujetaba la empuñadura con las dos manos, desprotegiendo su costado izquierdo. Toshio soltó su sable y agarró un puñal que le pendía del cinto: sin soltar el sai, intentó clavarle el cuchillo. Natsume se encogió sobre sí mismo sin soltar la katana que encarnaba el honor del clan, y trastabilló hacia un lado, hasta que cayó de espaldas.
—Soltadla, señor —dijo Toshio entre dientes—, y podréis salvar la vida.
—No puede haber vida sin honor —sonrió Natsume—, pero no espero que tú lo entiendas.
El daimio asestó una patada en la rodilla al ninja, que se fue al suelo sorprendido, perdiendo el sai. La katana salió despedida por los aires. Natsume se levantó y corrió hacia ella; Toshio, cuyo arsenal parecía no tener fin bajo su ropa, le arrojó un manriki a los pies: la cadena se enroscó en torno a los tobillos y Natsume volvió a caer. La katana giraba sobre sí misma, abandonada a su suerte. Toshio se puso de pie con elegancia, y dirigió hacia ella sus pasos sin apartar la vista del caballero.
—Entonces señor, después de perder el honor, tendréis que quitaros la vida.
—Ven aquí, presuntuoso… —La voz serena de la dama Chiyome irrumpió de pronto en la sala.
Toshio dio un respingo, reculando de forma inconsciente. La frágil figura de la dama Chiyome se recortaba contra las paredes encendidas. Las mangas del kimono flotaban empujadas por la corriente, mientras jirones de humo perdidos revoloteaban a su alrededor como un enjambre de mariposas. En sus manos sostenía la katana de Natsume, con la punta ligeramente inclinada hacia abajo.
Toshio desvió la mirada un segundo, para comprobar que el sai quedaba a demasiada distancia, al igual que su sable. Se agachó en cuclillas con el puñal extendido hacia ella.
La dama Chiyome se plantó ante él en dos zancadas, cortando el aire de derecha a izquierda con la maestría de un samurái. Toshio esquivó el primer golpe. El segundo rasgó el pañuelo que le cubría el rostro, que se desprendió y voló con suavidad hacia el suelo. El tiempo pareció detenerse hasta que se posó en el tatami. Chiyome, Natsume y Toshio lo observaron caer, como esperando una revelación.
El pañuelo se quedó, por fin, inmóvil. Chiyome lanzó una última estocada hacia el cuello de su adversario. La sangre brotó en cascada hacia delante, salpicándole los pies.
Toshio miró a la dama, los ojos revelando terror, y se desplomó con un ruido sordo. Un gorjeo obsceno brotó de su garganta cercenada. Chiyome y Natsume escucharon en silencio los agónicos estertores del ninja.
Desde el piso inferior, los gritos más relajados de los sirvientes anunciaban que el incendio estaba controlado. La oscuridad volvió a cernirse sobre el castillo.
Natsume, liberado por fin del manriki, se inclinó ante la dama Chiyome con una profundísima reverencia.
—Mochizuki Chiyome, gracias. Muchísimas gracias en nombre del clan Natsume.
Chiyome se inclinó a su vez, devolviéndole la katana con sumo respeto.
—De nada, Natsume-san. Ha sido un honor.
Los cerezos han comenzado su floración, pero este año nuestro honorable esposo no nos acompañará a Kyoto. La dama Katsue no vivirá mucho tiempo. Aunque habíamos pensado acomodarla en un palanquín y detenernos en el templo de Zenkoji para implorar por su salud, el médico nos ha recomendado que no lo hagamos. Dice que probablemente no soportaría el primer día de viaje. De todas formas, yo sí que iré hasta allí, y haré una ofrenda por ella. Sakae y Satomi no quieren acompañarme.
Ellas ignoran, no obstante, el auténtico propósito de mi ofrenda. No voy a pedir que la dama Katsue se recupere. Solo espero que la muerte le sobrevenga pronto, y la prive del dolor. La dama Katsue se está envenenando lentamente, para reunirse con su amante-fantasma.
He descubierto unas florecillas blancas en el jardín que antes no estaban. Le pregunté al jardinero, y me dijo que las había plantado la dama Katsue. La otra noche la sorprendí recogiendo algunos pétalos. Me extrañó verla levantada, pues su estado era ya muy delicado: necesita un bastón para caminar, y aun con todo ha de detenerse cada pocos pasos a descansar. Decidí seguirla, repitiéndome a mí misma que lo hacía por si ella precisara ayuda; en el fondo, lo hice porque deseaba ver de cerca a su amante-fantasma. Sea como fuere, observé como se agachaba junto a las flores para llevarse unos cuantos pétalos, y regresó a sus habitaciones. Esperé un tiempo prudencial, y pedí permiso para entrar a desearle buenas noches. La dama Katsue parecía confusa cuando me recibió. Estaba tomando una infusión, y estoy convencida de que la preparó con los pétalos.
A la mañana siguiente, fui yo la que paseó por los jardines y la que se inclinó a recoger flores. Mandé preparar un bebedizo, y al rato de tomarlo comencé a sentirme mareada. Perdí el apetito hasta la noche, y sentí como las fuerzas me abandonaban, como si un mal espíritu hubiera hecho presa en mí.
Por supuesto, no pienso volver a probar tal mejunje. A diferencia de la dama Katsue, yo no tengo ningún amante que me espere más allá del umbral de la muerte.
Anhelo llegar cuanto antes a Kyoto. Satomi y yo volveremos a hacer competiciones de poesía sentadas bajo los cerezos en flor.
Ya casi está terminado mi kimono nuevo. Al final me decanté por un hilo blanco, brillante como la nieve.
Del diario de la dama Mizuki. Comienzos de primavera del año del dragón
Tamazaki se arrodilló frente al futón sobre el que descansaba su marchita concubina. Profundos cercos de color púrpura rodeaban los delicados ojos de Katsue, que apenas asomaban sobre los huesudos pómulos. Los cabellos, grasientos por la suciedad, se pegaban en finos mechones enredados en un moño a medio hacer. Tamazaki contrajo el gesto al observar el triste remedo en que se había convertido la hermosa dama, disimulando a duras penas su incomodidad al respirar el hedor de la muerte.
—Honorable esposo —gimió, con un hilillo de voz.
Tamazaki se inclinó hacia ella para poder oírla, arrugando la nariz.
—Katsue-san… Aquí estoy.
Alargó la mano para acariciarla en la mejilla, pero lo pensó mejor y la dejó caer a un lado. Si Katsue se dio cuenta, no lo demostró.
—Honorable esposo, gracias por venir a despedirte. —Tamazaki no hizo amago de protestar—. Querría mostrarte algo, antes de morir.
Katsue se levantó con recato el pliegue del kimono, revelando su pie derecho. Tamazaki miró con curiosidad. Junto al tobillo, Katsue había tatuado su nombre. El daimio, muy a su pesar, se sintió conmovido.
—Katsue-san, es un hermoso detalle que te honra. Yo… yo…
El daimio sonrió con tristeza, avergonzado de su comportamiento. Katsue había sido una agradable compañera durante el poco tiempo que habían estado juntos. Tamazaki estaba convencido de que su nueva concubina le habría dado un hijo; de no haber sido por su repentina enfermedad… Con un suspiro desolado, rozó el rostro de la bella Katsue. La piel no había perdido su tacto de seda. Durante largo rato permaneció en silencio, sin dejar de confortarla con sus caricias.
De pronto, le sobrevino una idea alocada: un último gesto que acompañase a Katsue en su largo viaje.
—Katsue-san… Deseo hacer como tú, y tatuar tu nombre en mi cuerpo.
Katsue sonrió con desgana, haciendo un gesto con la cabeza.
—No lo hagáis, honorable esposo. No manchéis vuestro cuerpo por mí.
Tamazaki se puso de pie, henchido de un súbito amor por ella.
—Lo he decidido, Katsue-san. Dime, ¿dónde guardas la tinta y la aguja?
Katsue se incorporó con dificultad, apoyándose en los antebrazos. Con la mirada señaló una mesa de laca.
—Allí, en un cajón… veréis una cajita de nácar con dibujos de pájaros. Allí es donde guardo la tinta y la aguja. Pero —añadió, con voz fatigada—… ¿sabéis vos hacer tatuajes?
Tamazaki cogió los enseres y los acercó hasta Katsue.
—No, no sé hacer —confesó—. Pero, ¿acaso no podrías tú, en un último esfuerzo, tatuarme tu nombre? ¿No sería un hermoso sacrificio?
Katsue tosió.
—Por supuesto, honorable esposo. Tumbaos junto a mí.
Katsue se mordió el labio inferior, tratando de olvidar el intenso dolor que lamía sus huesos. Con una sonrisa apenas esbozada, tomó la aguja y comenzó a dibujar los caracteres.
Nadie osó molestar al daimio en el que, probablemente, sería el último día junto a su concubina. Los sirvientes que dejaron la comida junto a la puerta no se sorprendieron cuando, al regresar a por las bandejas, encontraron los platos intactos. Era de esperar que el daimio guardara ayuno como señal de respeto.
La tarde transcurrió en silenciosa tranquilidad, y casi sin avisar, la noche cayó sobre el castillo Tamazaki. Una luna redonda del color de las flores de cerezo inundó con su fría luz los hermosos jardines, admirando su propio reflejo sobre el pequeño estanque salpicado de nenúfares. El viento estaba en calma, y la tibieza de la primavera invitaba a contemplar la belleza del paisaje que se extendía a los pies del castillo del poderoso caballero.
Pasada la medianoche, alguien (seguramente el propio Tamazaki para mostrar tal hermosura por última vez a su concubina) descorrió los paneles que abrían la habitación de la dama Katsue a la terraza. No volvió, sin embargo, a cerrarlos. Los pocos sirvientes que lo habían oído pensaron sin duda que la dama deseaba pasar sus últimas horas observando la naturaleza.
Era bien entrada la mañana cuando dos de los criados decidieron pedir permiso para entrar en la estancia y despertar a su señor.
—Tamazaki-sama…
Al no recibir respuesta, uno de ellos abrió la puerta.
—¡Oh, no! Tamazaki-sama…
Un sentido lamento se dejó oír a lo largo y ancho del castillo. El caballero Tamazaki yacía muerto en el suelo, con el cuerpo rígido, los ojos abiertos en un doloroso rictus, y espumarajos en las comisuras de los labios. La dama Katsue, sin embargo, parecía haberse esfumado.
—¿Qué es eso?
Uno de los sirvientes se inclinó ante su señor, señalando una mancha negruzca en la pierna, inflamada y apestosa.
—Parece que es un tatuaje…
Los dos criados se quedaron estupefactos. Un tatuaje era algo vulgar, nunca lo hubieran imaginado en su señor.
—¿Qué es lo que pone?
—Es un tigre bajo un cerezo.
Los dos sirvientes se miraron con asombro.
—¿No es ese el emblema del clan Natsume?