AlejandroDumas, padre
Francia: 1802-1870
Alexandre Dumas, padre
Francia: 1802-1870
Caí en Domodossola en medio de una procesión típicamente italiana: una corporación de herradores festejaba a san Eloy. En mi ignorancia, siempre había creído que este bienaventurado era el patrón de los orfebres y el amigo del rey Dagoberto al que, en ocasiones, daba consejos bastante sensatos respecto a su atuendo; pero ignoraba por completo que hubiera sido alguna vez herrador. El estandarte, en el que estaba representado forjando su insignia, no me dejaba duda al respecto: lo único que me quedaba por esclarecer era a qué momento de su vida correspondía la acción que había inspirado al artista; pues esa vida santificada la conozco, más o menos, desde la entrada en casa del prefecto de la moneda hasta su nominación para ocupar el obispado de Noyon, y en todo eso no encontraba nada que pudiera aplicársele al espectáculo que tenía ante mis ojos. En consecuencia, me dirigí al jefe de posta pensando que, para una tradición relacionada con la herradura, él sería el mejor historiador que pudiera encontrar. Empezamos por acordar el precio del vehículo que debía llevarme de Domossola a Baveno; luego, una vez concretado el precio por el doble de lo que valía -tanta prisa tenía por regresar a la procesión-, obtuve sobre el padre de Oculi las informaciones biográficas que siguen. Aquí tienen la tradición tal como me fue transmitida en su ingenuidad primordial y en su sencillez primitiva: es inútil advertir que no garantizamos en absoluto su autenticidad.
Hacia el año 610, Eloy, que era entonces un joven maestro de veintiséis a veintiocho años, vivía en la ciudad de Limoges, situada a sólo dos leguas de Cadillac, su ciudad natal; desde su juventud, había mostrado gran aptitud para los oficios mecánicos, pero como no era rico, se había visto obligado a quedarse en simple herrador. Es verdad que había hecho progresar tanto entre sus manos este oficio que se había convertido casi en un arte: las herraduras que él forjaba, y que había logrado confeccionar en sólo tres caldas, se redondeaban con una curva maravillosamente elegante y brillaban como plata bruñida; los clavos por los que quedaban fijadas en los cascos de los caballos estaba tallados en diamante, y habrían podido ser engarzados como chatones de una sortija en una montura de oro; esta habilidad de ejecución, que sorprendía a todo el mundo, terminó por exaltar al obrero mismo; la vanidad le trastornó el juicio y, olvidando que Dios nos eleva y nos hace bajar según su voluntad, mandó hacer un rótulo en el que estaba representado herrando un caballo, con este exergo, algo insolente para sus compañeros de oficio e hiriente para la humildad religiosa: Eloy, maestro de maestros, maestro sobre todos.
La inscripción dio bastante que hablar desde que se conoció, y como Eloy tenía una clientela formada sobre todo por comerciantes, jinetes y peregrinos, que cruzaban incesantemente por delante de su taller, el orgulloso rótulo despertó pronto la susceptibilidad de los demás herradores no sólo de Francia, sino de Europa. Por todas partes se elevó entonces un clamor tan grande contra el orgulloso que llegó hasta el paraíso; el buen Dios, que en un primer momento no sabía el motivo que lo ocasionaba, se conmovió y miró a la tierra; sus ojos, que por casualidad estaban dirigidos hacia Limoges, cayeron sobre el famoso rótulo, y todo quedo claro.
De todos los pecados mortales, el que siempre ha enfadado más a Dios es el orgullo: el orgullo fue el que sublevó a Satanás y a Nabucodonosor contra el Señor, y el Señor abatió a uno y le arrebató la razón al otro; por lo que Dios buscaba qué castigo podría infligir al nuevo Amán cuando Jesucristo, viendo a su Padre preocupado, le preguntó qué le ocurría. Dios le respondió indicándole el rótulo; Jesucristo lo leyó.
-Sí, sí, Padre -le dijo- es verdad que la inscripción es fuerte; pero es que Eloy es realmente muy hábil; sólo que ha olvidado que su fuerza le viene de lo alto; pero, dejando a un lado el orgullo, está lleno de buenos principios.
-Estoy de acuerdo -dijo el buen Dios- en que tiene excelentes cualidades, pero su orgullo las sobrepasa todas, como el cedro sobrepasa al hisopo, y las hará morir todas bajo su sombra. ¿Has leído: Eloy, maestro de maestros, maestro sobre todos? Es un desafío no sólo contra la habilidad humana sino contra el poder del cielo.
-Y bien, Padre, que el poder del cielo responda con la bondad y no con el rigor. Vos queréis la conversión y no la muerte del pecador ¿no es cierto? Pues bien, yo me encargo de convertirlo.
-¡Hum! -dijo el buen Dios moviendo la cabeza-. Te encargas de una mala misión.
-¿Aceptáis? -preguntó Jesucristo.
-No lo lograrás -dijo el buen Dios.
-Dejadme al menos intentarlo.
-Y ¿cuánto tiempo me pides?
-Veinticuatro horas.
-Concedidas -dijo el Señor.
Jesús no perdió el tiempo; se despojó de sus ropas divinas, se puso el sayal de peregrino, se dejó caer por un rayo de sol y descendió a las puertas de Limoges. Entró de inmediato en la ciudad, con el bastón en la mano, con el aspecto de un hombre que acaba de recorrer un largo camino; luego se dirigió hacia la casa de Eloy; lo encontró forjando: estaba en su tercera calda.
-¡Dios esté con usted, maestro! -dijo Jesús entrando en el taller.
-¡Así sea! -respondió Eloy sin mirarlo.
-Maestro, -continuó Jesús- acabo de darle la vuelta a Francia, y por todas partes he oído hablar de tus conocimientos de manera que, pensando que no habría nadie sino tú que pudiera enseñarme algo nuevo...
-¡Ah! ¡ah! -dijo Eloy echándole una mirada rápida y golpeando el hierro.
-¿Quieres tomarme como compañero? -dijo humildemente Jesucristo-. Vengo a ofrecerte mis servicios.
-Y ¿qué sabes hacer? -dijo Eloy, soltando negligentemente el hierro al que acababa de darle el último martillazo y arrojando las tenazas.
-Pues -continuó Jesús- sé forjar y herrar tan bien, creo, como cualquiera en el mundo.
-¿Sin excepción? -dijo desdeñosamente Eloy.
-Sin excepción -respondió tranquilamente Jesús.
Eloy se echó a reír.
-¿Qué opinas de esta herradura? -preguntó Eloy mostrando complacido a Jesús la herradura que acababa de terminar.
Jesús la miró.
-Opino que no está mal; pero creo que se puede hacer mejor.
Eloy se mordió los labios.
-Y ¿en cuántas caldas harías tú una herradura como ésta?
-En una calda -dijo Jesús.
Eloy rompió a reír; como ya lo hemos dicho, él necesitaba tres, y los demás necesitaban cinco o seis, por lo que creyó que el compañero estaba loco.
-¿Quieres mostrarme cómo lo haces? -dijo con tono burlón.
-Con mucho gusto, maestro -respondió Jesús cogiendo tranquilamente las tenazas y de junto al yunque una barra de hierro en bruto que introdujo en la fragua.
Luego le hizo una seña a Oculi, que se puso a tirar de la cuerda del fuelle. El fuego, asfixiado en un primer momento bajo el carbón, brotó en pequeños surtidores azules; millones de chispas crepitaron; pronto la llama enrojecida abrasó el alimento que se le ofrecía; de vez en cuando, el hábil compañero regaba el hogar que, momentáneamente apagado, retomaba casi inmediatamente una nueva intensidad y un color más vivo; por fin, la brasa pareció una materia fundida. Al cabo de un instante, aquella lava palideció, hasta tal punto había sido devorada la parte combustible del carbón; entonces Jesús sacó de entre las brasas su hierro casi blanco, lo colocó sobre el yunque, girándolo con una mano mientras que lo golpeaba y modelaba con la otra, en unos cuantos martillazos le dio una forma y un acabado que las de Eloy estaban lejos de alcanzar. La cosa había transcurrido tan rápidamente que el pobre maestro de maestros no había visto sino fuego.
-¡Ya está! -dijo Jesucristo.
Eloy cogió la herradura con la esperanza de descubrir en ella algún defecto; pero no lo encontró, por lo que la mala intención estaba presente, pero no pudo encontrar motivo para decir el más mínimo mal.
-Sí, sí -dijo dándole una y otra vuelta- sí, no está mal... vamos, para un simple obrero, no está mal. Pero -continuó esperando coger a Jesús en algún error- no es todo saber confeccionar una herradura, además hay que saber colocarla en el pie del animal. Me has dicho que sabías herrar, ¿no?
-Sí, maestro -respondió tranquilamente Jesucristo.
-Colocad al caballo en el potro -gritó Eloy a los ayudantes.
-¡Oh! no merece la pena -interrumpió Jesús- tengo una manera de hacerlo que ahorra mucho esfuerzo y abrevia mucho tiempo.
-Y ¿cuál es esa manera? -preguntó Eloy sorprendido.
-Vas a verla -respondió Jesús.
Tras estas palabras, sacó un cuchillo del bolsillo, se dirigió hacia el caballo, levantó una de las patas traseras, le cortó el pie izquierdo por la primera coyuntura, puso el pie en el banco, y clavó la herradura con la mayor facilidad, se llevó el pie herrado, lo acercó a la pata, a la que se unió de inmediato; cortó el pie derecho, repitió la misma ceremonia con el mismo resultado, continuó así con las otras dos patas, y todo sin que el animal pareciera inquietarse lo más mínimo por todo lo que la forma de trabajar del nuevo compañero tenía de extraña e inusual. Por lo que respecta a Eloy, veía realizarse la operación con la más profunda estupefacción.
-¡Ya está, maestro! -dijo Jesucristo cuando repegó el cuarto pie.
-Ya veo -dijo san Eloy, esforzándose por ocultar su sorpresa.
-¿No conocías esta forma de hacerlo? -preguntó negligentemente Jesucristo.
-Sí, sí -respondió vivamente Eloy, había oído hablar de ella... pero yo he preferido siempre la otra.
-Pues estás en un error, porque ésta es más cómoda y más expeditiva.
Como puede suponerse, a Eloy no se le ocurrió despedir a tan hábil compañero; además, temía que si no hacía un trato con él, se estableciera por los alrededores, y no se le ocultaba que sería un temible competidor. Por lo que fijó unas condiciones, que fueron aceptadas, y Jesús se instaló en el taller como primer ayudante.
A la mañana siguiente, Eloy envió a Jesucristo a dar una vuelta por los pueblos cercanos; se trataba de llevar a cabo algunos encargos que exigían ser realizados por un recadero inteligente. Jesús se marchó. Apenas había desaparecido por un recodo de la calle mayor cuando Eloy se puso a pensar seriamente en esta nueva forma de herrar los caballos, que no conocía. Había seguido la operación con el máximo interés; había observado en qué coyuntura se había hecho la amputación; como ya lo hemos dicho, no carecía de gran confianza en sí mismo, por lo que decidió aprovechar la primera ocasión que se le presentara para poner en práctica la lección que había recibido.
Ésta no tardó en presentarse: al cabo de una hora, un jinete completamente armado se detuvo ante la puerta de Eloy; su caballo había perdido la herradura de una pata trasera a un cuarto de legua de la ciudad y, atraído por la reputación del maestro, había espoleado directamente hasta allí; venía de España y regresaba a Inglaterra, donde tenía que arreglar grandes asuntos a propósito de Escocia con san Dunstan; ató su caballo a una de las argollas de hierro del taller, entró en una taberna próxima y pidió una jarra de cerveza, tras recomendarle a san Eloy que se diera prisa. Eloy pensó que, dado que había que darse prisa, era el momento de poner en práctica la manera expeditiva de la que el día anterior había visto hacer un ensayo que tan bien había resultado. Cogió su cuchillo más afilado, le dio una última pasada por la muela de afilar, levantó la pata del caballo y cogiendo la unión con gran precisión le cortó el pie por encima del casco. La operación había sido tan hábilmente realizada que el pobre animal, que no sospechaba nada, no había tenido tiempo de oponerse, y no se había percatado de la amputación sino por el dolor mismo que ésta le había causado; pero entonces lanzó un relincho tan quejumbroso y dolorido que su dueño se dio la vuelta y vio a su cabalgadura sin poder mantenerse en pie sobre los tres patas que le quedaban, y sacudiendo la cuarta, de la que brotaban ríos de sangre: salió de la taberna, se precipitó hacia el taller y encontró a Eloy herrando tranquilamente el cuatro pie sobre el banco; pensó que el maestro se había vuelto loco. Eloy lo tranquilizó diciéndole que era una nueva forma que había adoptado, le enseñó la herradura perfectamente adherida al casco y, saliendo del taller se dirigió a pegar el pie al muñón de la pata, como lo había visto hacer la víspera a su compañero.
Pero en esta ocasión las cosas fueron distintas; el pobre animal que, desde hacía diez minutos, perdía toda su sangre, estaba tendido, sin fuerzas y a punto de morir; Eloy acercó el pie a la pata; pero, entre sus manos, nada se pegó, el pie estaba ya muerto, y el resto del cuerpo no estaba mucho mejor. Un sudor frío cubrió la frente del maestro; sintió que estaba perdido y, al no querer sobrevivir a su reputación, sacó de su bolsa de herramientas el cuchillo que tan bien había realizado su misión, e iba a clavárselo en el pecho cuando sintió que alguien le agarraba el brazo; se volvió: era Jesucristo. El divino recadero había acabado sus encargos con la misma rapidez y la misma habilidad que acostumbraba a poner en todo lo que hacía, y estaba de regreso dos horas antes de lo que Eloy esperaba.
-¿Qué estás haciendo, maestro? -le dijo con tono severo.
Eloy no respondió, pero le indicó con el dedo el caballo a punto de expirar.
-¿Sólo es eso? -dijo Cristo.
Recogió el pie, lo acercó a la pata y la sangre dejó de brotar, el pie se unió y el caballo se levantó relinchando de bienestar; de tal manera que, a no ser por la tierra ensangrentada, se habría podido jurar que no le había pasado nada al pobre animal tan débil hacía un instante y ahora tan vivo y tan sano.
Eloy lo miró un momento, confuso y anonadado, tendió el brazo, cogió el martillo de su taller y rompiendo el rótulo se acercó a Jesucristo y dijo humildemente:
-Tú eres el maestro, yo sólo soy tu ayudante.
-¡Bienaventurado el que se humilla -respondió Cristo con voz suave- porque será ensalzado!
Al escuchar aquella voz tan pura y armoniosa, Eloy levantó los ojos, y vio que su compañero tenía la frente ceñida por una aureola; reconoció a Jesús, y cayó de rodillas.
-Está bien, te perdono -dijo Jesucristo- pues creo que te has curado del orgullo; continúa siendo maestro de maestros; pero recuerda que yo soy el único maestro sobre todos.
Tras estas palabras, se subió a la grupa del jinete y desapareció con él. El jinete era san Jorge.
Las charadas ya no están de moda. ¡Qué tiempos tan buenos para los poetas eran aquellos en que Le Mercure proponía cada mes, cada quince días y, al final, cada semana una charada, un enigma o un logogrifo a sus lectores!
Pues bien, voy a revivir esa moda.
Dígame pues, querido lector o hermosa lectora -las charadas están hechas, sobre todo, para la mente perspicaz de las lectoras-, dígame de qué lengua proviene la alegoría siguiente.
¿Es sánscrito, egipcio, chino, fenicio, griego, etrusco, rumano, galo, godo, árabe, italiano, inglés, alemán, español, francés o vasco?
¿Se remonta a la Antigüedad, y está firmada por Anacreonte? ¿Es gótica, y está firmada por Carlos de Orleáns? ¿Es moderna, y está firmada por Goethe, Thomas Moore o Lamartine? ¿O no será, más bien, de Saadi, el poeta de las perlas, rosas y ruiseñores? ¿O bien...?
Pero no soy yo quien lo ha de adivinar, es usted.
Así que, querido lector, adivine.
He aquí la alegoría en cuestión.
Una mariposa reunía en sus alas de ópalo la más dulce armonía de colores: blanco, rosa y azul.
Como un rayo de sol iba revoloteando de flor en flor, y, cual flor voladora, subía y bajaba, jugando por encima de la verde pradera.
Un niño que intentaba dar sus primeros pasos por el césped tornasolado la vio y, de repente, se sintió invadido por el deseo de atrapar aquel insecto de vivos colores.
Pero la mariposa estaba acostumbrada a este tipo de deseos. Había visto cómo generaciones enteras se quedaban sin fuerzas persiguiéndola. Revoloteó delante del niño y fue a posarse a dos pasos de él; y, cuando el niño, ralentizando sus pasos y conteniendo la respiración, extendía la mano para cogerla, la mariposa alzaba el vuelo y recomenzaba su viaje desigual y deslumbrante.
El niño no se cansaba; el niño lo intentaba una y otra vez.
Tras cada tentativa abortada, el deseo de poseerla, en vez de apagarse, crecía en su corazón, y, con paso cada vez más rápido, con la mirada cada vez más ardiente, el niño salía corriendo detrás de la linda mariposa.
El pobre niño había corrido sin mirar atrás; de manera que, cuando hubo corrido un buen rato, ya estaba muy lejos de su madre.
Del valle fresco y florido, la mariposa pasó a una llanura árida y poblada de zarzas.
El niño la siguió hasta esa llanura.
Y, aunque la distancia ya era larga y la carrera rápida, el niño, que no se sentía cansado, no paraba de perseguir a la mariposa, que se posaba cada diez pasos, en un matorral, en un arbusto o en una sencilla flor silvestre y sin nombre, y siempre alzaba el vuelo en el momento en que el muchacho creía tenerla ya.
Porque, mientras la perseguía, el niño se había transformado en muchacho.
Y, con el invencible deseo de la juventud, y con su indefinible necesidad de posesión, no dejaba de perseguir al brillante espejismo.
Y, de vez en cuando, la mariposa se detenía como para burlarse del muchacho, introducía voluptuosamente su trompa en el cáliz de las flores y batía amorosamente las alas.
Pero, en el momento en que el muchacho se aproximaba, jadeando de esperanza, la mariposa se abandonaba a la brisa, y la brisa se la llevaba, ligera como un perfume
Y así pasaron, en esa persecución insensata, minutos y más minutos, horas y más horas, días y más días, años y más años, y el insecto y el hombre llegaron a la cima de una montaña que no era otra cosa que el punto culminante de la vida.
Persiguiendo a la mariposa, el adolescente se había hecho hombre.
Allí, el hombre se detuvo un instante para considerar si sería mejor volver atrás, pues la vertiente de la montaña que le quedaba por bajar le parecía muy árida.
Abajo, en la falda de la montaña, al contrario del otro lado donde, en encantadores parterres, ricos vergeles y verdes parques, crecían flores perfumadas, plantas raras y árboles cargados de fruta; en la falda de la montaña, decíamos, se extendía un gran espacio cuadrado cercado por muros, al cual se entraba por una puerta abierta ininterrumpidamente, y donde no crecían más que piedras, unas tendidas en el suelo, las otras erguidas.
Pero la mariposa se puso a revolotear, más deslumbrante que nunca, ante los ojos del hombre, y tomó la dirección del recinto cerrado, siguiendo la pendiente de la montaña.
Y, ¡cosa extraña!, aunque aquella carrera tan larga tenía que haber fatigado al viejo, porque, por su pelo canoso, se podía reconocer como tal al insensato corredor, su paso, a medida que avanzaba, se hacía más rápido; solo se podía explicar por el declive de la montaña.
Y la mariposa se mantenía siempre a la misma distancia; sólo que, como las flores habían desaparecido, el insecto se posaba en cardos espinosos, o en desnudas ramas de árboles.
El viejo, jadeando, no paraba de perseguirla.
Al final, la mariposa pasó por encima de los muros del triste recinto, y el viejo la siguió, entrando por la puerta.
Pero apenas había dado unos pasos cuando, mirando a la mariposa, que parecía fundirse en la atmósfera grisácea, chocó con una piedra y cayó.
Tres veces intentó levantarse, y tres veces volvió a caer.
Y, no pudiendo correr ya más detrás de su quimera, se contentó con tenderle los brazos.
Entonces la mariposa pareció apiadarse de él y, aunque había perdido sus colores más vivos, se puso a revolotear por encima de su cabeza.
Tal vez no eran las alas del insecto las que habían perdido sus vivos colores; tal vez eran los ojos del viejo los que se habían debilitado.
Los círculos descritos por la mariposa se fueron haciendo más y más estrechos, y al final se fue a posar sobre la pálida frente del moribundo.
En un último esfuerzo, este levantó el brazo, y con la mano tocó, por fin, la punta de las alas de aquella mariposa, objeto de tantos deseos y tantas fatigas; pero, ¡qué desilusión!, se dio cuenta de que aquello que había estado persiguiendo no era una mariposa, sino un rayo de sol.
Y su brazo cayó frío y sin fuerzas, y su último suspiro hizo estremecer la atmósfera que pesaba sobre aquel camposanto...
Y, pese a todo, poeta, persigue, persigue tu desenfrenado deseo de ideal; procura alcanzar, atravesando infinitos dolores, ese fantasma de mil colores que huye incesantemente delante de ti, aunque se te rompa el corazón, aunque se te apague la vida, aunque exhales el último suspiro en el momento en que lo roces con la mano.
Llegué a la casa de Postas de Martigny hacia las cuatro de la tarde.
Cuando entré, los viajeros estaban ya sentados a la mesa; eché una ojeada rápida e inquieta sobre los comensales; todas las sillas estaban unidas y todas estaban ocupadas. ¡No tenía sitio!...
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo; me volví para buscar a mi hostelero. Estaba detrás de mí. Encontré en su cara una expresión mefistofélica. Se sonreía.
-¿Y yo? -le dije-, ¿y yo, desgraciado?
-Mirad -me dijo, indicándome con el dedo una mesita aparte; ahí tenéis vuestro sitio; un hombre como usted no debe comer con todas esas gentes.
-¡Oh ¡El buen hombre! ¡Yo que había sospechado de él!... Estaba maravillosamente servida mi mesita. Cuatro fuentes formaban el primer servicio y en medio estaba un biftec, con un aspecto como para avergonzar a un biftec inglés... Mi hostelero vio que él absorbía toda mi atención. Se inclinó misteriosamente a mi oído:
-No habrá otro semejante en todo el mundo -me dijo.
-¿De qué es, pues, ese biftec?
-¡Un filete de oso! ¡Nada menos que eso!
Yo hubiera preferido que me dejase creer que era un filete de vaca. Miré maquinalmente aquel manjar tan alabado, que me recordaba a esos desgraciados animales que de pequeño yo había visto, rugiendo, llenos de barro, con una cadena colgada de la nariz y un hombre sujetando el extremo de la cadena, bailar pesadamente a caballo sobre un bastón. Oía el ruido sordo del tambor sobre el cual golpeaba el hombre, el sonido agudo del octavín que tocaba, y todo ese recuerdo no me daba una simpatía muy decoradora por la carne tan elogiada que tenía ante mis ojos. Había puesto el biftec en mi plato y había sentido, por el modo triunfal con que mi tenedor se había plantado en él, que al menos era tierno. Sin embargo, seguía vacilando, le volvía y revolvía por sus dorados lados, cuando mi hostelero, que me miraba sin comprender nada de mi vacilación, me determinó con un último «Pruebe usted eso y me dirá su opinión».
En efecto, corté de él un trozo del grueso de una aceituna, le unté con tanta manteca como era capaz de absorber, y separando los labios lo llevé a la boca más bien por vergüenza que con esperanza de vencer mi repugnancia. Mi hostelero, en pie detrás de mí, seguía todos mis movimientos con la benévola impaciencia de un hombre que se satisface con la sorpresa que se va a experimentar. La mía fue grande, lo confieso. Sin embargo, no me atreví a manifestar de repente mi opinión; temía haberme engañado; volví a cortar silenciosamente un segundo trozo, de un volumen aproximadamente doble del primero, le hice tornar el mismo camino, con las mismas precauciones, y cuando me lo hube tragado:
-¡Cómo! ¿Es oso? -dije.
-Oso.
-¿De verdad?
-Palabra de honor.
-Pues bien, es excelente.
En el mismo momento llamaron a la mesa redonda a mi digno hostelero, quien tranquilizado por la certeza de que iba a hacer honor a su manjar favorito, me dejó frente a frente con mi biftec.
Tres cuartas partes habían ya desaparecido cuando volvió, y reanudando la conversación donde la había interrumpido, me dijo: "Es que el animal con quien os las habéis era un hermoso ejemplar». Aprobé con un signo de cabeza.
-Pesaba ¡trescientos veinte kilos!
-¡Hermoso peso! -yo no perdía bocado.
-No se apoderaron de él sin trabajo, os respondo de ello.
-¡Lo creo! -me llevé el último trozo a la boca.
-Ese pícaro se comió la mitad del cazador que le había matado.
El trozo de carne salió de mi boca como expulsado por un resorte.
-¡Que el diablo os lleve! -dije, volviéndome de su lado- por gastar semejantes bromas a un hombre que está comiendo.
-Yo no bromeo, señor; es cierto lo que os digo.
Sentía revolvérseme el estómago.
-Era -continuó mi hostelero- un pobre aldeano del pueblo de Fouly, llamado Guillermo Mona. El oso, del cual no queda más que ese trocito que tenéis en vuestro plato, venía todas las noches a robarle sus peras, porque para esos animales todo es bueno. Sin embargo, se dirigía con preferencia a un peral cargado de bergamotas. ¿Quién iba a sospechar que un animal como ese tuviese los gustos del hombre y fuera a elegir en un huerto, justamente, las peras de agua? Ahora bien, el aldeano de Fouly prefería también, por desgracia, las bergamotas a los demás frutos. Al principio creyó que eran niños los que venían a hacer daño en su cercado; tomó, en consecuencia, la escopeta, la cargó con gruesos granos de sal gorda y se puso al acecho. Hacia las once, un rugido resonó en la montaña. ¡Toma!, dijo, hay un oso en los alrededores; diez minutos después, un segundo rugido se hizo oír, pero tan potente, tan cercano, que Guillermo pensó que no tenía tiempo de ganar su casa y se arrojó al suelo, boca abajo, no teniendo más que una esperanza: que era por sus peras y no por él por lo que el oso venía. Efectivamente, el animal apareció casi en seguida en la esquina del huerto, avanzó en línea recta hacia el peral en cuestión, pasó a diez pasos de Guillermo, subió con presteza al árbol, cuyas ramas crujían bajo el peso de su cuerpo y se puso a hacer tal consumo de ellas, que era evidente que dos visitas parecidas harían inútil la tercera. Cuando quedó harto, el oso descendió lentamente, como si tuviera pena de dejar alguna, volvió a pasar cerca de nuestro cazador, a quien la escopeta, cargada de sal, no podía serle en esta circunstancia de gran utilidad, y se retiró tranquilamente a la montaña. Todo esto había durado una hora poco más o menos, durante la cual el tiempo había parecido más largo al hombre que al oso.
Sin embargo, el hombre era un valiente... y había dicho en voz baja, viendo irse al oso:está bien, vete; pero esto no quedará así: nos volveremos a ver. Al día siguiente, uno de de sus vecinos, que vino a visitarle, le encontró ocupado en serrar en lingotes los dientes de una horca. ¿Qué haces ahí?, le dijo. Me entretengo, respondió Guillermo.
El vecino cogió los trozos de hierro, los volvió y revolvió en su mano, como hombre entendido en ello, y después de haber reflexionado un instante:
-Mira, Guillermo -dijo-, si quieres ser franco, confesarás que esos trocitos de hierro están, destinados a horadar una piel más dura que la de un gamo.
-Quizás -respondió Guillermo.
-Tú sabes que soy un buen muchacho -respondió Francisco. Este era el nombre del vecino-. Pues bien, si tú quieres, para los dos el oso: dos hombres valen más que uno.
-Eso según -dijo Guillermo-; y continuó serrando su tercer trozo de hierro.
-Mira -continuó Francisco-, te dejaré la piel para ti solo y no nos repartiremos más que la prima y la carne.
-Prefiero todo -dijo Guillermo.
-Pero no puedes impedirme que busque la huella del oso en la montaña, y si la encuentro, que me ponga al acecho a su paso.
-Eres libre.
Y Guillermo, que había acabado de serrar sus tres lingotes, se puso, mientras silbaba, a medir una carga de pólvora doble de la que se pone de ordinario en una escopeta.
-Parece que tomarás tu escopeta grande -dijo Francisco.
-¡Sin duda! Tres trozos de hierro son más seguros que una bala de plomo.
-Eso estropea la piel.
-Eso mata más rápidamente.
-¿Y cuándo piensas hacer la caza?
-Te lo diré mañana.
-Por última vez. ¿No quieres?
-No.
-Te prevengo que voy a buscar el rastro. Di ¿para los dos?
-Cada uno para sí.
-¡Adiós, Guillermo!
-¡Buena suerte, vecino!
Y el vecino, al marcharse, vio poner a Guillermo la doble carga de pólvora en su escopeta, meter en ella sus postas y colocar el arma en un rincón de su tienda. Por la tarde, al volver a pasar por delante de la casa, vio en el banco que estaba cerca de la puerta a Guillermo, sentado y fumando tranquilamente su pipa. Fue a él de nuevo.
-Mira -le dijo-, yo no tengo rencor; he encontrado el rastro de nuestro animal, así que no tengo necesidad de ti. Sin embargo, vengo a proponerte por última vez hacerlo entre los dos.
-Cada uno para sí -dijo Guillermo.
Es el vecino quien me ha contado esto anteayer -continuó mi hostelero, y me decía-: ¿Concibe usted, capitán -porque yo soy capitán en la milicia-, concibe usted a este pobre Guillermo? Aun le veo en su banco, delante de su casa, con los brazos cruzados, fumando su pipa, como yo os veo. Y cuando pienso, ¡en fin!...
-¿Y después? -dije, interesado vivamente por este relato, que despertaba todas mis simpatías de cazador.
-Después -continuó el hostelero-, el vecino no puede decir nada de lo que hizo Guillermo por la tarde.
A las diez y media, su mujer le vio coger su escopeta, enrollar un saco de tela gris bajo su brazo y salir. No se atrevió a preguntarle dónde iba, porque Guillermo no era hombre para dar cuentas a una mujer.
Francisco, por su lado, había verdaderamente encontrado el rastro del oso; lo había seguido hasta el momento en que se metía en el huerto de Guillermo, y no teniendo derecho a ponerse al acecho en las tierras de su vecino, se colocó entre el bosque de abetos que está a media ladera de la montaña, y el jardín de Guillermo.
Corno la noche estaba bastante clara, vio salir a éste por la puerta trasera. Guillermo avanzó hasta al pie de una roca grisácea que había rodado de la montaña hasta la mitad de su cercado y que se encontraba a veinte pasos, todo lo más, del peral; se detuvo allí, miró a su alrededor si alguien le espiaba, desenrolló su saco, se metió dentro, no dejando salir por la abertura más que la cabeza y los dos brazos, y apoyándose contra la roca, se confundió bien pronto de tal manera con la piedra, por el color de su saco y la inmovilidad de su persona, que el vecino, que sabía que estaba allí, no podía ni siquiera distinguirle. Así transcurrió un cuarto de hora en espera del oso. Al fin, un rugido prolongado lo anunció. Cinco minutos después Francisco le divisó.
Pero, sea por astucia, sea porque hubiese descubierto al segundo cazador, no seguía su camino habitual; había, por el contrario, descrito un círculo, y en lugar de llegar a la izquierda de Guillermo, como había hecho la víspera, esta vez pasaba a su derecha, fuera del alcance del arma de Francisco, pero a diez pasos todo lo más del extremo de la escopeta de Guillermo. Guillermo no se movió. Se hubiera podido creer que no veía ni aun al animal salvaje que había venido a acechar y que parecía desafiarle al pasar tan cerca de él. El oso, que tenía mal viento, pareció, por su parte, ignorar la presencia de un enemigo y continuó con presteza su camino hacia el árbol; pero en el momento en que enderezándose sobre sus patas traseras abrazó el tronco con las delanteras, presentando a descubierto el pecho que sus pesados hombros no protegían ya, un surco rápido de luz brilló de repente sobre la roca, y el valle entero resonó con el disparo de fusil cargado con doble carga y con el rugido que dio el animal, mortalmente herido.
No hubo, quizás, una sola persona en todo el pueblo que no oyese el disparo de Guillermo y el rugido del oso.
El oso huyó, volviendo a pasar, sin verle, a diez pasos de Guillermo, que había metido de nuevo los brazos y la cabeza en el saco y que se confundía de nuevo con la roca.
El vecino miraba esta escena, apoyado sobre sus rodillas y sobre su mano izquierda, oprimiendo la escopeta con la mano derecha, pálido y reteniendo el aliento. Sin embargo, es un atrevido cazador. ¡Pues bien!, me ha confesado que en aquel momento le hubiera gustado más estar en la cama que al acecho.
Lo peor fue cuando vio al oso herido, después de haber descrito un círculo, tratar de tomar el rastro de la víspera, que le conducía derecho a él. Se aseguró que su escopeta estaba montada. El oso no estaba más que a cincuenta pasos de él, rugiendo de dolor, deteniéndose para revolverse y morderse el flanco en el sitio de la herida, reanudando después la carrera.
Continuaba acercándose; no estaba ya más que a treinta pasos. Dos segundos más y tropezaría con el cañón de la escopeta del vecino, cuando se detuvo de repente, aspiró ruidosamente el viento que venía del lado del pueblo, dio un rugido terrible y volvió a entrar en el huerto.
-Ten cuidado, Guillermo, ten cuidado -exclamó Francisco, lanzándose en persecución del oso y olvidando todo para no pensar más que en su amigo, pues comprendió que si Guillermo no había tenido tiempo de volver a cargar la escopeta estaba perdido; el oso le había olfateado.
No había dado diez pasos cuando oyó un grito. Aquél era un grito humano, un grito de terror y de agonía, a la vez, un grito donde el que lo daba había reunido todas las fuerzas de su pecho, todas sus plegarias a Dios, todas las suplicas de socorro a los hombres.
-¡A mí!...
Después nada; ni una queja sucedió al grito de Guillermo.
Francisco no corría, volaba; la pendiente del terreno precipitaba su carrera. A medida que se aproximaba, distinguía más claramente la monstruosa bestia que se movía en la sombra, hollando con las patas el cuerpo de Guillermo y desgarrándole en jirones.
Francisco estaba a cuatro pasos de ellos y el oso estaba tan encarnizado con su presa, que parecía no haberle advertido. No se atrevía a tirar por temor de matar a Guillermo, si no estaba muerto, porque temblaba de tal manera que no estaba seguro de su disparo. Cogió una piedra y la arrojó al oso.
El animal se volvió furioso contra el nuevo enemigo; estaban tan cerca el uno del otro, que el oso se enderezó sobre sus patas traseras para ahogarle; Francisco le sintió tapar con su pecho el cañón de la escopeta. Maquinalmente apoyó el dedo sobre el gatillo, y el tiro salió.
El oso cayó boca arriba; la bala le había atravesado el pecho y roto la columna vertebral.
Francisco le dejó arrastrarse aullando sobre sus patas delanteras y corrió hacia Guillermo. Ya no era un hombre, no era ni siquiera un cadáver; eran huesos y carne magullada; la cabeza había sido devorada casi por entero.
Entonces, como viese por el movimiento de las luces que pasaban detrás de las ventanas que varios habitantes del pueblo estaban despiertos, llamó repetidas veces, indicando el sitio dónde estaba. Algunos aldeanos acudieron con armas, porque habían oído los gritos y los tiros. Bien pronto todo el pueblo se reunió en el huerto de Guillermo.
Su mujer vino con los demás. Fue una escena horrible. Todos los que estaban allí lloraban como niños.
Se hizo, para ella, en todo el valle del Ródano una colecta que produjo seiscientos francos. Francisco renunció a la prima e hizo vender a favor de ella la piel y la carne del oso. En fin, cada cual se apresuró a ayudarla y a socorrerla.
Entre todas las capitales de Suiza, Ginebra representa la aristocracia del dinero: es la ciudad del lujo, de las cadenas de oro, de los relojes, de los coches y de los caballos. Sus tres mil obreros surten a Europa entera de joyas. El más elegante de los almacenes de joyería de Ginebra es sin disputa el de Beautte.
Estas joyas pagan un derecho por entrar en Francia, pero, mediante una comisión de un cinco por ciento, el señor Beautte se encarga de hacerlas llegar de contrabando. El negocio entre el comprador y el vendedor se hace con esta condición, a la luz del día y públicamente, como si no hubiese aduaneros en el mundo. Es verdad que el señor Beautte posee una maravillosa destreza para desbaratarles los planes; una anécdota entre mil vendrá en apoyo del elogio que nosotros le hacemos.
Cuando el señor conde de Saint-Cricq era director general de Aduanas oyó tan a menudo hablar de esta habilidad, gracias a la cual se engañaba la vigilancia de sus agentes, que resolvió asegurarse por sí mismo de si todo lo que se decía era verdad. Fue, en consecuencia, a Ginebra, se presentó en el almacén del señor Beautte y compró joyas por valor de treinta mil francos, con la condición de que les serían entregadas sin derechos de aduanas en su hotel de París. El señor Beautte aceptó la condición como hombre habituado a estas clases de negocios, y únicamente presentó al comprador una especie de contrato privado, por el cual se obligaba a pagar, además de los treinta mil francos de adquisición, el cinco por ciento de costumbre; éste sonrió, tornó una pluma, firmó de Saint-Cricq, director general de las Aduanas Francesas, y entregó el papel a Beautte, quien miró la firma y se contentó con responder inclinando la cabeza:
-Señor director de Aduanas, los objetos que usted me ha hecho el honor de comprar llegarán tan pronto como usted a París.
El señor de Saint-Cricq, picado en su amor propio, se tomó apenas el tiempo necesario para comer, envió a buscar unos caballos a la posta, y partió una hora después de haber cerrado el trato.
Al pasar la frontera, el señor de Saint-Cricq se hizo reconocer por los empleados que se aproximaron a visitar su coche, contó al jefe de Aduanas lo que acababa de sucederle, recomendó la vigilancia más activa en toda la línea y prometió una gratificación de cincuenta luises a aquel de los empleados que consiguiese coger las joyas prohibidas. Ni un aduanero durmió en tres días.
Durante este tiempo, el señor de Saint-Cricq llega a París, entra en su hotel, abraza a su mujer y a sus hijos y sube a su habitación para quitarse el traje de viaje.
La primera cosa que ve sobre la chimenea es una elegante caja, cuya forma le es desconocida. Se acerca a ella y lee sobre el escudo de plata que la adorna: Señor conde de Saint-Cricq, director general de Aduanas; la abre y encuentra las joyas que ha comprado en Ginebra.
Beautte se había entendido con uno de los mozos de la posada, que, al ayudar a los criados del señor de Saint-Cricq a hacer los paquetes de su amo, deslizó entre ellos la caja prohibida.
Llegado a París, el ayuda de cámara, viendo la elegancia del estuche y la inscripción particular allí grabada, se había apresurado a depositarlo sobre la chimenea de su amo.
El señor director de Aduanas era el primer contrabandista de Francia.
En Ferdj'Ouah vive un Jeque llamado Bou Akas ben Achour. Es uno de los nombres más antiguos de la región y puede encontrársele en la historia de las dinastías árabes y bereberes de Ibu Khaldoun.
Bou Akas tiene cuarenta y nueve años de edad. Viste a la usanza de los cabilas, esto es, una gandoura de lana ceñida por un cinturón de cuero y ajustada a la cabeza por un fino cordón. Lleva un par de pistolas en el tahalí, en el lado izquierdo usa la flissa de los cabilas y colgando del cuello un pequeño alfanje1 negro. Ante él camina el negro portaespadas y a su lado va un enorme podenco.
Cuando una tribu vecina a cualquiera de las doce que él gobierna le inflige alguna pérdida, no se toma el trabajo de lanzarse contra ella. Se contenta con enviar al negro a la ciudad principal para exhibir el arma de Bou Akas y la injuria es inmediatamente reparada.
Tiene a su disposición dos o tres tolbas que leen el Corán al pueblo. Todas las personas que pasan por su casa en peregrinación a la Meca reciben tres francos, permaneciendo en Ferdj'Ouah por cuenta del Jeque durante el tiempo que deseen. Pero si por ventura Bou Akas descubre que hospedó a un falso peregrino, ordena en seguida a sus emisarios que lo sigan, lo detengan donde quiera que lo encuentren, y que allí mismo le apliquen veinte bastonazos en las plantas de los pies.
Bou Akas a veces alimenta a trescientas personas y en lugar de participar del banquete, camina por entre los comensales con una vara en la mano, dirigiendo a los criados. Después, caso de que haya sobrado algo, come, pero siempre el último.
Cuando el gobernador de Constantina, único hombre cuya supremacía reconoce, le envía un viajero, si el viajero es persona destacada o si la recomendación fuera insistente, Bou Akas le ofrece su arma, y el viajero se la echa al hombro; si le ofrece el perro, el viajero le pone la correa; si el alfanje, el viajero se lo cuelga al cuello. Con cualquiera de estos talismanes -cada uno de ellos representa un escalón de honores que deberán serle dispensados- el viajero pasa por las doce tribus sin correr el menor riesgo. En todas partes es alojado y alimentado sin pagar nada y luego es huésped de Bou Akas. Al abandonar Ferdj'Ouah le basta con devolver el mosquete, el perro o el alfanje al primer árabe que encuentre. Si estuviere cazando, el árabe se detiene. Si arando la tierra, abandona el arado. Si en el seno de la familia, parte inmediatamente y, tomando el alfanje, el perro o el mosquete, corre a devolvérselos a Bou Akas.
En verdad, el pequeño alfanje de cachas negras es muy conocido. Tan conocido que dio nombre a Bou Akas: Bou D'Jenoui o el Hombre del Alfanje. Con este alfanje es con el que Bou Akas corta la cabeza de las personas, cuando, para apresurar la justicia, resuelve actuar con sus propias manos.
Cuando Bou Akas recibió el poder, existía un gran número de ladrones en el país. Halló manera de exterminarlos. Se vestía como un simple mercader y dejaba caer una moneda, teniendo cuidado de no perderla de vista. Una moneda perdida no permanece mucho tiempo en el suelo. Si el que la cogía se la guardaba, Bou Akas hacía señas a sus hombres, también disfrazados, para que prendiesen al culpable. Sus secuaces, conocedores de la intención del Jeque, degollaban al individuo sin más contemplaciones. El efecto de tal rigor fue que se asegurase entre los árabes que un niño de doce años, con una corona de oro, podía pasar entre las tribus de Bou Akas sin que nadie osara robarle.
Un día Bou Akas oyó decir que el Cadí de una de sus doce tribus se había revelado como juez digno de ser comparado con el rey Salomón. Como un nuevo Harúr Al Raschid, resolvió averiguar la verdad de las historias que le habían contado. Por eso, vestido como un tratante de caballos, sin las armas que en general lo identificaban, sin ninguna clase de emblema de nobleza ni ningún séquito, montó en un animal que nadie diría que pertenecía al gran Jeque.
Quiso la casualidad que, el día de su llegada a la feliz ciudad en la que el Cadí ejercía su cargo de juez, se celebrase una feria y, como consecuencia de eso, la corte estaba en sesión. También por obra del azar -Mahoma cuida de los siervos en todos los sentidos-, a las puertas de la ciudad Bou Akas encontró un lisiado que, agarrándose a su albornoz, como los pobres se agarraban a la capa de san Martín, le pidió una limosna. Bou Akas le entregó la limosna, como era de esperar de un honrado musulmán, pero el lisiado continuó agarrado a él.
-¿Qué más quieres? -preguntó Bou Akas-. Me pediste una limosna y yo te la di.
-Sí -repuso el lisiado-, pero la ley no dice solamente "darás una limosna a tu hermano", sino "harás por él todo lo que estuviese a tu alcance".
-Bueno, ¿qué puedo hacer por ti? -preguntó Bou Akas.
-Podrás impedir que el pobre desgraciado que soy sea aplastado bajo los pies de los hombres, de las mulas y de los camellos, lo que no dejará de suceder si me arriesgo a entrar en la ciudad.
-¿Y cómo impedirlo?
-Dejándome subir a la grupa de tu caballo y llevándome hasta el mercado, donde tengo necesidad de acudir.
-Pues sea -replicó Bou Akas.
Dando la mano al lisiado, lo ayudó a montar a la grupa. La operación resultó un tanto dificultosa, pero pudo llevarse a cabo. Y, jinetes en un solo caballo, ambos hombres atravesaron la ciudad, no sin atraer la curiosidad general. Finalmente llegaron al mercado.
-¿Era aquí donde deseabas venir? -preguntó Bou Akas al lisiado.
-Sí.
-Entonces, desmonta.
-Desmonta tú.
-¿Para ayudarte a bajar? Está bien.
-No, para que me dejes el caballo.
-¿Cómo? ¿Por qué motivo he de dejarte el caballo? -preguntó el Jeque, atónito.
-Porque el caballo es mío.
-¿Ah, sí? Pues pronto veremos si eso es cierto.
-Óyeme y reflexiona -dijo el lisiado.
-Te oigo, y después reflexionaré.
-Estamos en la ciudad del justo Cadí.
-Ya lo sé -asintió el Jeque.
-¿Pretendes llevarme a presencia de él?
-Es muy probable.
-¿Y piensas que al vernos a los dos, tú con tus fuertes piernas que Dios destinó a los caminos y a las fatigas, y yo con las mías quebradas, piensas, realmente, que no decidirá que el caballo pertenece a aquel que más necesidad tiene de él?
-Si así fuere -replicó Bou Akas-, dejará de ser el más justo de los cadíes, pues su decisión será equivocada.
-Le llaman justo -retrucó el lisiado, riendo-, pero no infalible.
"Esta es una buena ocasión de juzgar al juez", pensó Bou Akas. Y en voz alta:
-Ven, vamos a presencia del Cadí.
Bou Akas abrió la marcha por entre la multitud, conduciendo el caballo sobre cuya grupa el lisiado se agarraba como un macaco. Y fue a presentarse ante el tribunal donde el juez, de acuerdo con las costumbres del Oriente, dispensaba justicia en público.