José Manuel Camacho Requena
AGRADECIMIENTOS ……… 8
LA TEORÍA DEL CISNE NEGRO ……… 10
PROLOGO ……… 12
NOTA DEL AUTOR ……… 14
PRIMERA PARTE ……… 15
0 SIEMPRE HAY QUE ESPERAR AL FINAL ……… 16
1 INFLUJO DE MUJER ……… 25
2 BUENOS AIRES ……… 31
3 BANDONEON ……… 40
4 ANCHORENA CLUB ……… 49
5 UN BOLUDO CON SUERTE ……… 57
6 LA FURIA Y LA PENA ……… 70
7 Y NOS DIERON LAS DIEZ ……… 78
8 CON EL SOL DE LA MAÑANA ……… 90
9 CAMINO DE SANTA CRUZ ……… 97
10 SIN TREGUA ……… 107
11 LA ADVERTENCIA DE CAIN ……… 121
12 LA MUERTE AL OTRO LADO ……… 130
13 EL SABOR DE LA COCONA ……… 143
14 NOCTURNO ……… 152
15 DE ORCOS Y GREMLINS ……… 163
SEGUNDA PARTE ……… 167
16 DE VUELTA ……… 168
17 CADA MOCHUELO A SU OLIVO ……… 178
18 CORAZON DE TIZA ……… 193
19 MONEDAS FALSAS ……… 205
20 PUERTA A LA LOCURA ……… 217
21 CAMAS VACIAS ……… 227
22 NUNCA ES LO QUE PARECE ……… 237
23 NIÑOS DE LA CALLE ……… 248
24 TRAICION ……… 260
25 LOS SICARIOS TAMBIEN DUERMEN ……… 269
26 LA CUERDA CORTADA ……… 278
EPILOGO ……… 290
27 NO TE SALVES ……… 291
28 UNA ETERNIDAD EN EL INFIERNO ……… 302
29 ADIOS, MUÑECA ……… 313
30 CISNE NEGRO ……… 321
EPILOGO. NOTA DEL AUTOR ……… 327
© 2012 José Manuel Camacho Requena
Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el artículo 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reproduzcan sin la preceptiva autorización o plagien, en todo o en parte, esta obra literaria.
1ª edición
ISBN: Pendiente
DL: Pendiente
Impreso en España / Printed in Spain
Impreso por JMCR
El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir una hoja de papel, la numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de piratas. No conocía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del sur, turbulentos y misteriosos; no había tratado en su vida más que a empleados sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora cómo son los piratas; oía gorjear a los jilgueros de su mujer, y poblaba en esos instantes de albatros y grandes aves marinas los cielos sombríos y empavorecedores.
La lucha que sostenía con editores rapaces y con un público indiferente se le antojó el abordaje; la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío. Y al describir las olas en que se mecían cadáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y a pesar de todo fascinante, mágica, sobrenatural.
Literatura. JULIO TORRI
A Angeles, tú sabes por qué…
Han sido muchas las personas que me han acompañado y apoyado de diferente manera en la preparación de esta novela.
Mis hijos Laura y José Manuel, ella siempre entusiasta, un cielo, él, comprometedor, retándome a cada paso que doy.
Mi familia en Linares, en especial a mi hermano Antonio, su actitud es para mí siempre un ejemplo. Inmaculada, mi hermana, es posible que por fin levante el vuelo de la lectura.
Han leído pacientemente la novela, capítulo a capítulo y me han trasladado sus comentarios y correcciones Raúl, Sergio, Stephane, Chicho y Rubén.
Y luego todos los demás que habéis sufrido mis neuras y mi machacona insistencia durante todo el proceso. Muchos de vosotros formáis parte del entramado de la novela, y habéis prestado vuestros rostros a algunos de los personajes: Carlos y Lola, Vicente y Toñi, Carlos y Matilde, Yolanda, Mile y Neffer, Álvaro, Pilar, Juan, Eugenio, Carlos D. y Gloria, Benjamín, Bartolo e Isabel, Encarna, Fermín, Fernando y Marta, Alejandro, Pablo y María Jesús, Pepita, Antonio, Miguel y Gema, José María y Charo, Guillermo, Satur y Manoli, Irina, Javier, Jesús, Joaquín, Camino, Luis, Gerardo, José Miguel, Fernando –varios-, Juan Antonio, Ignacio, Rafa, María Elena, Julio, Paco, Isidoro y Pierino. En cualquier orden. Y tú que estás pensando que me he olvidado de ti…
No puedo olvidar a mi madre, a pesar de mis más de cincuenta años, y a mi madrina y a su consorte –mi tío Juan-. Ellas, las hermanas Requena, siempre han creído y apoyado cualquiera de mis locuras, insuflado confianza, poniéndome por las nubes.
¿Qué es la teoría del cisne negro? Se trata de una hipótesis ideada por el profesor libanés-americano, ensayista de éxito y ex-operador bursátil Nassim Nicholas Taleb que se define a sí mismo como “empirista escéptico”. Dicha teoría se basa en la metáfora del cisne negro que Taleb toma de David Hume (empirismo) y de Karl Popper (falsacionismo): si nos pasamos toda la vida en el hemisferio norte pensaremos que todos los cisnes son blancos, sin embargo en Australia existen cisnes negros (cygnus atratus). Y es que un cisne negro nos parece algo imposible debido a nuestra reducida experiencia: un suceso altamente improbable.
El profesor Taleb define un Cisne Negro como un hecho fortuito que satisface tres propiedades: gran repercusión, probabilidades imposibles de calcular y efecto sorpresa. En primer lugar, su incidencia produce un efecto desproporcionadamente grande. En segundo lugar, el hecho tiene una pequeña probabilidad pero imposible de calcular en base a la información disponible antes de ser percibido. En tercer lugar, una propiedad nociva del “cisne negro” es su efecto sorpresa: en un momento dado de la observación no hay ningún elemento convincente que indique que el evento vaya a ser más probable.”
El Cisne Negro de Nassim Nicholas Taleb
Durante los tres años que pasé fuera de España Pintado se mantuvo en silencio. Ni tan siquiera dio señales de vida cuando publiqué el relato de sus andanzas en mi primera novela. Pareciera que nada le importara, ajeno al devenir de las cosas, invisible. Tan pronto llegué intenté contactar con él, sin éxito.
Un buen día, unos meses de iniciar esta nueva novela, todo cambió. Recibí un mensaje suyo, un sms corto en el que me indicaba que necesitaba verme. Nos citamos en una cafetería de Madrid, me advirtió que fuera solo.
Cuando llegué me estaba esperando en una mesa. Apartado en un rincón, parecía esconderse del resto de los mortales. Algo en su aspecto había cambiado, ya no era el hombre altivo que había conocido años antes. Se había cortado el pelo casi al ras y tenía una barba corta y cuidada. Su rostro lucía un bronceado salvaje, de esos que sólo se adquieren viviendo al aire libre, como si cada noche curtiera su piel en sal marina. Aunque su mirada seguía siendo la misma, clara y lúcida, sin embargo ahora había algo que nunca antes vi en él: una melancolía profunda y trágica, la de un hombre que ha desafiado el abismo, algo que contrastaba con la firme y desafiante que recordaba.
Me estrechó la mano con fuerza y yo me senté frente a él. Entonces noté que le faltaban un par de falanges de los dedos de la mano izquierda. Se dio cuenta y como si le diera vergüenza la retiró debajo de la mesa. Y entonces me contó lo que de alguna manera he intentado trasladar en esta segunda novela, una en lo que lo improbable acabó materializándose para cambiar el curso de su vida…
He comprobado los hechos que me narró y he visitado muchos de los lugares donde sucedieron. He alterado los nombres e incorporado algún personaje para dar algo de colorido a la historia, pero todo lo que aquí se cuenta ha sucedido, de una u otra manera, o está por suceder… Si no rebusquen en las hemerotecas.
Pintado desapareció como llegó. Supongo que tarde o temprano volverá a dar señales de vida, aunque espero que me deje opción para continuar mi vida al margen de la suya…
Madrid, Abril 2012
NOTA DEL AUTOR: La primera novela que tiene por protagonista a Pintado, “La Certeza de Perseo”, fue publicada bajo el seudónimo de Diego C. Luján. En esta nueva entrega he decidido hacerlo bajo mi nombre.
Solón, un ateniense muy sabio, visitó un día a Creso el rey de Lidia y por aquél entonces considerado el hombre más rico de su tiempo. Creso preguntó a Solón si le consideraba el hombre más feliz del mundo. Sin dejarse impresionar por sus riquezas Solón le dijo que eso no se podría saber hasta su muerte ya que la vida da muchas vueltas y para poder estar seguros habría que esperar hasta el final. “(…) es preciso considerar el final de todo asunto (…)”
Solón a Creso. Heródoto.
Había llegado al aeropuerto de Iquitos el día anterior. La humedad del ambiente lo sacudió tan pronto abandonó el refugio climatizado de la terminal. Sentía el aire, pestilente y semilíquido como la gelatina, abriéndose paso a lo largo de la tráquea con cada respiración. Mientras esperaba el viejo autobús que debía llevarlo hasta el centro de la ciudad procuró que el británico –el gringo- al que seguía no se percatara de él, aunque lo había mirado con disgusto varias veces -eran los dos únicos con pinta de occidentales que habían desembarcado del desvencijado aeroplano bimotor-. Afortunadamente lo había ignorado.
Sonó el teléfono. Tres timbrazos y luego se cortó. Era la señal convenida. Pintado cerró tras de sí la puerta de la habitación y recorrió el pasillo, con cuidado de que sus pasos no resonaran en el túnel vacío.
El gringo dejó la recepción y salió a la Plaza de Armas. Miró a ambos lados de la calle, cuando comprobó que nadie parecía seguirlo se dirigió a pie a su izquierda caminó del río. Pintado esperó unos segundos, rechazó con un gesto brusco la persistente invitación del conductor del motocarro estacionado fuera y encendió un cigarrillo con desgana. Cuando vio que el británico torcía la esquina, una cuadra más allá, aligeró el paso y echó a caminar tras él.
Todavía no sabía que hacía allí, persiguiendo en aquel lejano rincón del planeta al único hombre que podía llevarle de nuevo hasta Elena Carrión: Elena, su particular Moriarty, la desalmada hembra que había convertido su vida en un infierno… Recordó cuando la conoció, en realidad que creyó conocerla, porque ella y Soledad lo habían confundido cuando intercambiaron sus personajes… Pero aquello era agua pasada.
Elena era su cisne negro, el suceso fundamental que, hasta que te ocurre, es imprevisible, pero que a toro pasado tiene todo el sentido, por eso debiera haberla visto venir. Ella le había jodido la vida. Había logrado escapar y gracias a eso había tenido que dejar la policía… Sevilla era un lugar lejano, en el espacio y en el tiempo, donde la gloria encumbró al ahora ex inspector de la brigada judicial, donde toda la mierda acumulada le había caído encima. Cinco años era demasiado tiempo para pensar que alguna vez recuperaría su vida, su ordenada y rutinaria vida. Su otrora prometedora carrera yacía olvidada en el mismo cajón en el que estaba el legajo del puñetero caso: en el archivo del Juez Talavera, con una etiqueta bien visible que decía caso sin resolver… La siniestra ristra de cadáveres era demasiado extensa para no haber podido atrapar a los asesinos, para no haber desmontado la trama que había visto la luz aquel maldito jueves santo. Los dos hermanos Arangoa, Macarena Spencer -la sobrina de ambos-, Chacho Manrique - el torero-, la maldita Germaine y Soledad de Guzmán… Y los secundarios, cuyos nombres casi había olvidado… Y María, la última secuela de aquel maldito caso, que ahora andaría en Goteborg disfrutando de su maldito año sabático en compañía de no sabía muy bien quien.
Y ahora, por fin, había hallado su pista, después de seguir a aquel jodido buscavidas británico al que apodaban el gringo, Sean Stewart, desde que dio con él en aquel tugurio de Pucallpa.
Stewart conversaba junto a la balaustrada con un lugareño que tenía los inconfundibles rasgos de los guaraníes, ambos miraban en dirección a la ribera del río. El disco radiante del sol se puso más allá del Amazonas en algún lugar de la selva, arrojando sobre el verde esmeralda de la jungla chorros de luz púrpura, cobalto y ocre, haciendo que los arreboles flotaran sobre el oro que se derretía lentamente a lo lejos… La brisa húmeda refrescaba el ambiente agobiante de la ribera fluvial, aunque traía prendido un desagradable aroma: a vegetación descompuesta y a detritus de humanidad.
Tras el indio, esperaban en silencio dos muchachitas –de la misma etnia guaraní-, que a pesar de tener apenas catorce años iban vestidas como dos experimentadas meretrices. Las chicas miraban al suelo y de vez en cuando giraban sus cabezas en dirección al proxeneta, asintiendo obedientemente a sus indicaciones.
El gringo confirmó con la cabeza y apartó varios billetes del fajo que había aparecido casi por arte de magia en su mano. Los tendió al lugareño. Las putitas se acercaron y lo abrazaron por la cintura, como activadas por un resorte. El occidental se estiró la guayabera y encogió la barriga, miró a su alrededor como si le importara guardar las apariencias y satisfecho al comprobar que nadie parecía fijarse en él, palmeó el trasero de las chicas y afectado como un pavo real desanduvo sus pasos en dirección al hotel.
Pintado fue testigo de toda la operación oculto tras el tronco de un frondoso castaño de indias mientras fingía contemplar las aguas del Napo al encuentro del Amazonas. Luego siguió al grupo a la distancia suficiente para no ser descubierto.
Al llegar al hotel pensó en entrar en la habitación de Stewart y esponjar su cara a hostias hasta sacarle el paradero de Elena, pero entendió a tiempo que aquel jodido cabrón era demasiado grande, y seguramente experimentado, para él. Decidió esperar fuera. Se apostó en el pasillo de recepción, a cubierto tras el follaje de un macetón, y esperó mientras ojeaba un desgastado ejemplar de un diario local atrasado. Un buen rato después dedujo que la presa pasaría toda la noche en su guarida, disfrutando de los placeres proporcionados por las dos nativas. Como estaba muy cansado, y además sería demasiado evidente si se quedaba allí, hecho un pasmarote, el resto del tiempo, se retiró a su habitación después de entregar una generosa propina al encargado de la recepción para que lo avisara, en el caso de que el británico decidiera abandonar el hotel por sorpresa.
Durante la agobiante noche apenas durmió un par de horas, el resto del tiempo lo pasó en un duermevela interminable soportando apenas la humedad sofocante del cuarto y el ruido impenitente del viejo aparato de aire acondicionado publicitado como el súmmum del confort en aquellas latitudes. Al amanecer se tiró de la cama y se duchó bajo un asqueroso chorro de agua, sucia como el chocolate. Salió de nuevo a su posición de oteo y esperó con impaciencia hasta que su antagonista apareció por la recargada arcada de recepción.
El Gringo parecía relajado tras la noche de juerga, su mirada, satisfecha y altiva, era la de un buitre saciado en un muladar. Iba vestido con una sahariana anticuada y calzaba unas viejas botas de cuero ensebado que por su aspecto debían haber dado al menos un par de vueltas al mundo. Pintado agarró la pequeña mochila de viaje, donde llevaba el pasaporte, el dinero y el regalito que le había hecho el Comandante Cardón, y esperó hasta que salió el británico.
Cuando abandonó el hotel apenas tuvo tiempo de lanzarse de cabeza al primer vehículo que le salió al paso y, con un billete en la mano, pedirle al conductor que siguiera al motocarro que transportaba al británico, calle abajo camino del malecón. La persecución por las bacheadas calles llegó a su fin después de estar a punto de volcar un par de veces y de casi atropellar varias más a los aguerridos habitantes de la ciudad de las visitadoras.
Al llegar al muelle empezó llover con desesperación, el agua golpeaba con furia contra el tejado de chapa y al rebotar formaba una cortina tupida que impedía ver más allá del siguiente edificio. Pronto la ribera empezó a volcar hacía el río un torrente de lodo y residuos de todas clases. Una gotera le puso empapado cuando el plástico que la cubría se anegó de agua y le desembolsó encima un cubo de un líquido opalino y espumante.
Stewart esperaba en el embarcadero, bajo un techado de hojas de palma, a que escampara para abordar el deslizador que había alquilado. Gracias a la lluvia Pintado también tuvo tiempo de arreglar con otro fulano, que trajinaba junto a la palizada, la persecución río abajo.
Treinta minutos después seguía cayendo agua, pero la lluvia había disminuido lo suficiente para que el británico decidiera emprender la marcha.
Pintado no tuvo tiempo de buscar un chubasquero de plástico como había hecho el Gringo, así que se resignó a su suerte y embarcó algunos minutos después para iniciar de nuevo la persecución.
El agua se le deslizaba por el cuello, introduciéndose por dentro de la ropa, corriendo por la espalda, haciéndole sentir incómodo. A los diez minutos estaba empapado, de pies a cabeza, como si se hubiera dado un baño con la ropa puesta.
El barquero –un mestizo de origen incierto- lo miraba agarrado a la caña del fuera borda y sonreía extrañado por la extravagancia del español, al que consideraba un loco, aunque le había pagado a tocateja lo que él apenas ganaba en un par de semanas transportando mercancías desde las aldeas de la jungla hasta Iquitos. Pintado le había pedido que se confundiera entre el denso tráfico fluvial, así que mientras el piloto zigzagueaba en el río, como perseguido por el diablo, él vigilaba la trazada de la embarcación que transportaba a Stewart a varios cientos de metros de distancia.
Al salir al curso principal del Amazonas navegaron cinco millas por la margen izquierda, hasta llegar a la Refinería, y luego recorrieron casi diez millas río abajo en el centro del río, hasta encontrar un brazo que se separaba del cauce principal. Allí el tráfico era mínimo y Pintado pidió a su piloto que dejaran mayor distancia. Se pegaron a la orilla y dejaron que la otra lancha se alejara hasta casi perderla de vista, afortunadamente el mestizo tenía una vista excelente y eso les permitió seguirlos a distancia sin ser descubiertos.
El río incrementaba su caudal incorporando el agua que la lluvia aportaba a los regatos ubicados en ambos márgenes. Rápidamente el curso aumentó su velocidad y el bote avanzó veloz, aunque sometido al vaivén de la corriente rebotada desde la orilla que tenían más cercana.
La embarcación del británico se detuvo junto a una palizada de troncos y Stewart echó pie a tierra con una agilidad impropia al tamaño de aquel cuerpo. El bote de Pintado se acercó a la orilla y se escondió entre la vegetación. Los mosquitos empezaron a zumbar a su alrededor tan pronto detectaron la sangre caliente de los mamíferos. El indígena aplastó varios contra su correosa piel y se untó el cuello con una mezcla de grasa y ceniza que los amazónicos usan para protegerse de los insectos. Ofreció la lata al español y este, con disgusto, pero sabiendo que no le quedaba otro remedio, se frotó con el pestilente mejunje que enseguida hizo efecto.
Esperaron unos minutos y dejaron deslizar el esquife corriente abajo hasta una zona próxima a la palizada, aunque oculta a la vista de esta. El mestizo dejó a Pintado y le hizo un gesto que este interpretó de buena suerte. Desapareció río abajo con el mismo sigilo con el que había llegado hasta allí.
Se hundió en el lodo hasta las rodillas y se acercó a la orilla intentando no pensar en lo que había bajo sus pies. De la cabaña salía el sonido de una música que Pintado conocía bien, la misma que Elena Carrión estaba escuchando la primera vez que la encontró: las notas metálicas del saxo fluían ahora entre los árboles de la selva perdiéndose entre las plataneras que rodeaba el edificio de madera y palma. Un perro famélico se acercó hasta él y se le quedó mirando, como si esperara que le dieran algo de comer. Junto a la entrada, un perezoso descansaba abrazado al tronco de un árbol, con la fijación de un político profesional. Protegido de la vista por la vegetación circundante, rodeó la cabaña. En la trasera, junto a la plataforma abierta que hacía las veces de cocina, estaba Elena… Pero a su lado había otra persona que reconoció…
Aunque, no podía ser ella, era imposible, su cuerpo había sido encontrado flotando en el río, aquella tarde de Junio que nunca olvidaría… La exclusa, el Guadalquivir había trasladado su cuerpo, él había asistido a su entierro, era imposible…
Sin embargo ella era, indudablemente, Macarena Spencer.
Una voz a su espalda lo sacó de su ensimismamiento, una voz y un cañón del nueve largo lacerándole la piel y separando la mochila de su espalda. Se volvió lentamente, Stewart le estaba apuntando y haciéndole señas con el arma para que se dirigiera hacia el edificio de madera.
Obedeció en silencio con la convicción de que de no hacerlo su cuerpo flotaría río abajo hasta llegar a Brasil, mordisqueado primero por las pirañas que poblaban el río en esta zona y luego digerido en el estómago de un dorado o un surubí. Se acercó a las mujeres.
Elena no dejaba de mirarlo, le sonrió en la distancia y abrió sus brazos como si se sintiera satisfecha de acogerlo en su seno. A su lado Macarena sonreía enigmática. Sus ojos verdes parecían robarle el aliento, le hizo un extraño gesto con la mano, una mano donde faltaban un par de dedos.
Como si el encuentro hubiera estado esperando todo este tiempo, como si fuera parte del orden natural de las cosa, Elena Carrión le aclaró lo que había sucedido. Lo hizo con el mismo tono y mesura con el que un juez comunica su sentencia al condenado a muerte: cuando Pintado descubrió el pastel, urdieron el engaño; hacía tiempo que Macarena había encontrado una doble perfecta, la habían mantenido enganchada a la cocaína hasta que les fue útil; incorporar el suficiente material genético para que la autopsia fuera creíble no supuso demasiado esfuerzo, no para Elena que sabía a quién untar. A Macarena apenas le había costado un par de dedos de ambas manos…
A Pintado le costó algo más. Habían pasado cinco años, cinco años que estaban en la columna del debe: su segundo matrimonio roto, el vacío de María, la pérdida de la esperanza, todo eso le debía Elena Carrión a Pintado.
El Gringo le dio un nuevo aviso en la espalda. Cuando Pintado se giró le golpeó en la sien con la culata de la automática. Apenas tuvo tiempo de sentir el fluido cálido deslizándose por su rostro mientras iniciaba la singladura por un mar oscuro y silencioso.
Sólo el zumbido que vibraba en su cabeza al despertar rompía el ominoso silencio que llenaba la choza; un intenso olor a especias saturaba el aire que respiraba con dificultad, anulando la capacidad de concentración de Pintado. Las dos mujeres lo contemplaban en silencio mientras esperaban que recuperara la consciencia, Stewart permanecía alerta sin fiarse del español. Ginés se acarició la sien y recordó la entrevista en el despacho de Macarena, cuando le había engañado completamente, como Elena… Y pensar que ambas habían causado la muerte no solo de Arangoa, sino de todos los que de una u otra forma habían participado de aquella loca carrera hacia la muerte… Y él, en medio, engañado y decepcionado…. Aunque nada de aquello tenía importancia ahora.
Fuera la lluvia arreció. La persistente humedad le dificultaba la respiración. La ropa empapada se le pegaba al cuerpo como una segunda piel. Miró al poste de la entrada, donde el perezoso parecía observar, inmóvil como una estatua, aquella macabra representación de la que él era el protagonista principal…
El cielo se derrumbó sobre ellos con ímpetu, las gotas de lluvia rebotaban sobre el suelo ocre creando en el piso una suerte de viruela, pequeños volcanes en la superficie de tierra, recorrida por regatos de color chocolate en el que flotaban frutos, hojas, e insectos que huían de aquel diluvio desatado, en el que cada cual sobrevivía como podía.
Elena Carrión se acercó hasta él y le acarició, primero el rostro, y luego el cabello, lo tomo de los hombros y le susurró algo al oído. Pintado supo que le estaba dictando su sentencia. Él la miró, lo hizo con la certeza de que estaba viviendo sus últimos minutos, luego se apartó de ella buscando algo de espacio, y se giró en dirección a Macarena, la contempló largamente, buscando en sus ojos algo diferente a la gélida mirada verde que le había dedicado en su reencuentro, pero no encontró nada, apenas un muro de soledad y desesperación… Sólo la confirmación de la nada.
Se lanzó hacia su mochila mientras intentaba esquivar el impacto de los disparos de Stewart…
La policía de Iquitos envió un escueto informe a sus colegas españoles. El Comisario Bermúdez leyó el epílogo de la historia de su joven promesa: el policía que él había promocionado desde que ingresó a sus órdenes en Murcia había muerto en extrañas circunstancias en una perdida aldea de la Amazonía peruana. El informe forense apenas podía concluir a quien pertenecían los restos humanos esparcidos por la explosión, las llamas habían destruido casi todo con voracidad. Suponían que debía tratarse de Pintado y otras tres personas: un hombre que había sido identificado gracias al testimonio de dos prostitutas locales –un conocido traficante de armas y drogas- y dos mujeres desconocidas. El informe mencionaba que ambas tenían tatuado en la nalga derecha una pequeña flor de lis…
Y Bermúdez sonrió para sus adentros… Supo que a la postre Pintado lo había conseguido.
Candaules, quien poseía una esposa muy bella, invita a Giges a verla desnuda, éste después de dudar unos momentos accede, pero cuando la mujer lo descubre le da dos posibilidades, o bien mata a su marido, o él mismo será asesinado.
Giges, sin escapatoria, da muerte a Candaules y se queda tanto con la mujer como con el poder.
s. Heródoto
La noche se cernió sobre la ciudad cercana a Madrid despidiendo con parsimonia la calurosa tarde primaveral. Un olor dulzón flotaba en el aire, suavizando los acres olores del asfalto recalentado y de los escapes del tráfico que se emitían en la distancia. El ruido de los pájaros evolucionando en el cielo vespertino apenas podía competir con el que acostumbraba en Sevilla, pero Híspalis estaba ahora muy lejos, no tanto en la distancia como en el recuerdo, y en la esperanza de volver a ella algún día como el hijo pródigo. Habían pasado tres años desde que se viera obligado a dejar su añorada ciudad, y dos desde que presentó la dimisión y solicitó la excedencia de la policía. No quiso volver a Sevilla, no pudo, eran demasiados los recuerdos, demasiados fantasmas los que le perseguían en cada rincón, en cada aroma, en cada sonido.
Madrid no había resultado ser una mala compañera, había aprendido a negociar con la gran ciudad y encontrado cerca un hueco en el que enmascarar su soledad entre otras a su alrededor, una guarida en la que alejarse de los compañeros silenciosos de su existencia.
Las palabras de Marta le resonaban en el cerebro y le producían una vaga sensación de extrañeza. Hacía años que no tenía noticias de ella y ahora, de golpe, como un torrente que inundaba una rambla hace tiempo vacía, aparecía para pedirle ayuda…
Se levantó del sofá de la terraza y entró en la cocina para servirse otra copa de manzanilla fría. El sabor ácido del pálido líquido inundó su paladar trayéndole recuerdos del aire salobre de la costa andaluza y le suavizó el regusto amargo que le había quedado tras la conversación telefónica, minutos atrás. Al pasar por la sala, de vuelta al fresco de la noche, no pudo dejar de fijarse en la foto que había sobre el escritorio, una del verano pasado, con María, en una playa paradisíaca… El reflejo en el vidrio del portarretratos le devolvió la imagen de un hombre mucho más mayor que el sonriente que salía en la foto agarrando la cintura de la mujer. El tiempo se estaba encargando de gastar las ganas, y empañar los brillos de la juventud y de la felicidad.
Entonces, todavía, ella quería permanecer junto a él, todavía no habían aparecido los infinitos momentos, llenos de silenciosos reproches, que emponzoñaron cada segundo de convivencia y que habían concluido con su marcha. Ahora María estaba viviendo en Goteborg, disfrutando un año sabático sin él, intentando reconstruir esos casi tres años perdidos en presencia de un hombre que nunca acababa de estar conforme con la vida que le había tocado, con la que habían elegido, él y sus circunstancias, a pachas. A pesar de que ella le había pedido insistentemente tener un hijo, él había preferido permanecer como estaban, sin incorporar a nadie más en el cerrado círculo personal. Eso había sido la gota que colmó el vaso.
Y ahora le tocaba afrontar solo, de nuevo, la vida. Su vida.
Desde que dejó la policía había intentado -sin demasiado éxito, esa era la verdad- rehacer algo parecido a una actividad profesional. Primero –aprovechando sus contactos y conocimientos- montó una galería de compra venta de arte, particularmente pintura, pero la crisis que golpeaba la economía lo sacó con rapidez del mercado. Probó -como consultor experto- a asesorar a grandes compañías sobre la seguridad de sus patrimonios, pero lo dejó porque en el fondo significaba una vuelta a la rutinaria vida que intentaba dejar atrás. Como detective pronto se cansó de los contados casos que se le presentaban, tanto púbicos como públicos: vigilancias en pos de asuntos de cuernos o financieros, de tránsfugas de políticos de barrio y desfalcos de burócratas sin demasiada imaginación, de bajadas de bragas vespertinas o de sobeos en sofás de pubs oscuros. Aunque en un país que, como España, olía a mierda por los cuatro costados, no faltaba trabajo para los que sabían rebuscar en la basura, aquello había resultado imposible para el alma de Pintado. De alguna manera era un ser frío, insensible a ratos, pero no tanto.
Además, fuera de Sevilla, que era su territorio natural, navegar las cloacas de la sociedad no inducía en él mayor deseo que el de apartarse de tanta inmundicia. Así que optó por vender sus propiedades andaluzas y vivir con sencillez en un discreto apartamento de una de las pequeñas poblaciones de la sierra madrileña. Le bastaba con bajar a la urbe, de vez en cuando, para llenarse de ruido y olores a humanidad y regresar con discreción a su guarida para leer y así atemperar el paso del tiempo.
Y en eso estaba cuando recibió la llamada de Marta, su ex mujer, la que había abierto la primera puerta que dio rienda suelta a sus demonios, la hembra que labró el primer surco en su memoria negra de varón desquiciado.
Pintado identificó aquella voz, entrecortada y lejana. La recordaba como si la tuviera delante, susurrándole con su voz de aguardiente. Era inconfundiblemente la de ella, quizás algo más cascada por los años, por el tabaco y el alcohol.
-¿Marta…? -El silencio se le instaló a Pintado en la garganta, como un nudo se le atrancó en el pecho, le costaba trabajo respirar, miró a su alrededor y se perdió en dolorosos recuerdos.
-Ya sé que hace años que… no hablamos… Necesito que me ayudes, por favor.
Silencio de nuevo. Imágenes de los dos juntos. Traición. Amargura y rabia. Esperó unos segundos antes de responder.
-¿Mi ayuda? No quiero seguir hablando contigo. Tú y yo ya nos dijimos todo hace mucho tiempo. Pensé que las cosas habían quedado claras… muy claras.
Un sollozo antecedió la respuesta. A la persona que estaba al otro lado también se le había hecho un nudo en la garganta.
-Por favor Ginés… Sé que te hice una putada, pero… Es cuestión de vida o muerte y no tengo a nadie más a quién acudir. Por favor, si tú no me ayudas alguien va a morir…
Un sollozo estremecedor. Llanto. Aquello apenas melló la resistencia de Pintado.
-¿Dónde estás? ¿Qué quieres? –La bilis le subió hasta la garganta y Pintado hizo un esfuerzo por tragarla y continuar la conversación-. Suéltalo de una vez.
-… Buenos Aires. Vivo aquí desde hace un año…
La conversación duró varios minutos, interrumpida por los sollozos de ella, reanudada por la indiferencia de él.
Marta le contó que se había mudado a Argentina siguiendo los pasos de un hombre del que se había enamorado locamente. Uno mucho más joven que ella, su última oportunidad -en sus palabras-, se habían conocido en la costa de Levante, donde ambos trabajaban como agentes inmobiliarios. Lo había contratado por la labia que tenía, por la habilidad para acercarse a la gente y convencerles de lo que querían y necesitaban -y además, sospechó Pintado conociendo a Marta, porque seguramente le habría resultado lo suficientemente atractivo como para llevárselo a la cama en cuanto se le puso a tiro-. Héctor Belloni –así se llamaba el rubio adonis argentino mezcla de ítalo germano con criollo porteño- había dejado la madre patria y había vuelto a Buenos Aires detrás de no se sabía muy bien qué negocios con unos viejos amigos que le habían requerido. Y ella, como una gata en celo, lo había perseguido hasta la casa que ocupaban en el barrio de Palermo.
-Héctor… Ha desaparecido. Hace tres días que no sé nada de él… No me contesta el teléfono, no me ha mandado recado, nada…
-Te habrá dejado por otra. No te preocupes Marta, a veces pasa, tú debieras saberlo bien. –El reproche de Pintado se hizo patente en el tono con el que expresó el desdén que sentía.
-No puede ser, estoy segura… Él me habría dicho algo… Yo se lo habría notado. Además esas cosas se saben… No, no anda detrás de ninguna otra.
-Ya… Pero aún así, esto no justifica tu miedo…
-Me lo van a matar. Ginés, si tú no encuentras antes, me lo van a matar, lo sé… las mujeres presentimos esas cosas.
-Estás histérica, tranquilízate. Ya verás como tu maromo regresa en un par de días y pronto podrás volver a disfrutar de lo que sea te proporcione el jovencito…
-Estoy segura de que está en peligro…
-Entonces acude a la Policía. Creo que allá puedes encontrar un uniformado en cada cuadra…
-No puedo. Hay algo que no te he contado.
Y Marta se sinceró con algún detalle que arrojaba luz sobre la gravedad del asunto. Héctor, además de vender inmuebles, trapicheaba con drogas… y otras cosas. Según Marta, para complementar sus ingresos. Conseguía –ella no sabía como- pequeñas cantidades de cocaína y drogas de diseño que proporcionaba a consumidores de clase acomodada: profesionales, politiquillos, jóvenes y no tan jóvenes que hacían del living la vida loca su estilo de existencia. Les proporcionaba el combustible que necesitaban para sus viajes a ninguna parte… Y también sabía dónde encontrar salidas para satisfacer cualquier vicio que se le solicitara. Tenía los contactos adecuados.
-Veo que encontraste a tu media naranja. Un hombre a tu medida.
Pintado percibió como al otro lado del teléfono la mujer se removía y perdía la poca serenidad que le quedaba, se la imaginó con los ojos encendidos en ira, las manos apretando el auricular con desesperación, el pecho húmedo por el sudor de los nervios. Notó como respiraba entrecortadamente mientras hacía un esfuerzo por controlar los deseos de mandarlo al infierno.
-Ginés, aquí no conozco a nadie, por favor sólo puedo acudir a ti, ayúdame.
La conversación no duró mucho más. En el fondo Pintado estaba cansado de no hacer nada. Inconscientemente la súplica derribó un muro muy débil.
Encontró plaza en el vuelo de Iberia que salía esa madrugada. La llamó al teléfono que le había proporcionado y le confirmó a Marta su llegada a primera hora de la mañana porteña. Ella se comprometió a recogerlo en el aeropuerto de Ezeiza.
Tan pronto colgó, llamó a su viejo amigo y colega Paco Real, ahora Inspector Jefe en la Brigada Judicial sevillana y coordinador con Interpol, para pedirle que buscara información sobre el tal Héctor Belloni.
Mientras hacía el equipaje, sobre la enorme cama que la marcha de María había hecho inmensa, no dejó de pensar en los años transcurridos, en todo el dolor y sufrimiento que Marta le había infligido sin consideración, sin compasión… Y todo para acabar dejando su rutina, aquella noche de junio, en dirección a un país que no visitaba desde que la policía española había pedido ayuda a la federal, para pescar a un rico colaborador de Carlos Menem al que se le había ocurrido instalar en el gigantesco living de su hacienda, próxima a Buenos Aires, un retablo románico sustraído de una pequeña iglesia de un pueblecito turolense. Cogió su mochila negra de viaje, metió la poca ropa que iba a necesitar en el viejo bolso de cuero comprado en su anterior estancia en aquel país y retiró de la pequeña caja fuerte el pasaporte y un par de fajos con billetes de euros y dólares que guardaba en previsión de alguna circunstancia como esta. Desde el fondo de la caja dos viejas amigas se quedaron esperando: La Beretta Px4 storm y la Glock 17. Le hubiera gustado incluirlas en el equipaje, pero esta vez era imposible.
Una llamada a su móvil le confirmó que el taxi le esperaba fuera para conducirlo hasta la terminal de Barajas donde tomaría el vuelo nocturno de Iberia hasta Buenos Aires. La M40, casi vacía a esas horas, le pareció la antesala desangelada a un enorme almacén de desconsuelo, deformando la dimensión de la arteria de comunicación, como se graban en la memoria los sitios que recorremos por última vez.