La última maravilla de
ALICIA
Manuel Valera
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Este libro se inspira en los años en los que todavía se fumaba en los trenes. Y está dedicado a ese tiempo de andenes y Talgos, cuando compartí cafés y ginebras en las cafeterías que cruzaban la Mancha con gente que, como yo, iba a ninguna parte.
PURIFICACIONES
I
Si fuera el gato
burlón de Chesire
haría un trato
con mi creador:
no sonreiría
jamás si consigue
que Alicia sonría
entre tanto horror.
Entregaría
al rey mi cabeza,
incluso mi cuerpo invisible,
si a cambio no fuera posible
jamás tu tristeza,
tu melancolía.
Invisible, Luis Eduardo Aute
II
Alicia se encontró con que estaba encaramada sobre la repisa de la chimenea, aunque no podía acordarse de cómo había llegado hasta ahí. Y, en efecto, el cristal del espejo se estaba disolviendo, deshaciéndose entre las manos de Alicia, como si fuera una bruma plateada y brillante.
Alicia a través del espejo, Lewis Carroll
III
¿Te has dado cuenta de que los cocineros beben como condenados...? ¿Y los panaderos? Es el trabajo. Simplemente lo necesitan.
Martin Eden, Jack London
IV
Cada mañana bostezas, amenazas al despertador,
y te levantas gruñendo cuando todavía duerme el sol.
Mínima tregua en el bar, café con dos de azúcar y croasán.
El Metro huele a podrido, carne de cañón y soledad.
Caballo de cartón, Joaquín Sabina
V
De vez en cuando había un tipo que salía del vertedero y lo conseguía. Pero por cada uno que lo conseguía había cientos de miles enterrados en los barrios bajos o en la cárcel o en el manicomio o suicidados o drogados o borrachos. Y muchos más trabajando por un sueldo de miseria, desperdiciando sus vidas por la mera subsistencia. La esclavitud no ha sido abolida, solamente se ha expandido para incluir a nueve décimas partes de la población. En todas partes. Santa Mierda.
Hijo de Satanás, Charles Bukowski
VI
Sigo creyendo en la decencia última de las cosas.
R. L. Stevenson
CAPÍTULO PRIMERO
I
Tren, bala de belleza disparada contra el paisaje. El tren nunca se cansa de andar. Yo sigo apoyado en el cristal, fumando, intentando leer unas páginas, garabateando en la libreta de notas todas las metáforas que acuden a mi mente. Tren, bala de belleza disparada contra el paisaje.
El vagón huele a sintético y a comida prefabricada, comida de plástico que me quita las ganas de comer, aunque no me vendría mal una dieta de ésas que se llevan unos cuantos kilos. Somos un saco de grasa sin fondo. Bueno, eso es mentira; si sólo fuéramos grasa, proteínas y tejidos viscosos anudados por hilos y células, tendrían razón los tipos de blanco, esos que te lo miden todo y te explican por qué estás triste o por qué te duele el puñetero corazón. Qué sabrán ellos de lo que me duele ni de por qué. Sería tan largo explicarles...
Vengo de Córdoba y el tren sigue a lo suyo, parando en algunos sitios y con la gente moviéndose en el andén como en un escenario: el mundo del tren es lo más parecido al teatro, y aquí dentro todos somos actores, cada uno protagonista de su propio viaje. El mío está resultando tranquilo, me gusta esta quietud y la soledad que me concede el asiento vacío de al lado. Espero llegar así a Madrid, ciego de túneles fugaces y caballero de las llanuras manchegas, planas, larguísimas, soy el caballero de la Mancha con un billete de tren en el bolsillo de la camisa. Otra parada, ahora en una estación en la que recuerdo haber estado alguna vez. Sí, parece que aquél del bolso de viaje negro soy yo, se me ve algo despistado, esperando algo, sin saber lo que me rodea y con la mente en otro sitio. Sí, debo de ser yo.
Pero, oh, qué veo. Es una chica la que se acerca por el pasillo del tren. Ya me ha mirado... Ah, eso es que su asiento es el de mi derecha, si no para qué va a mirar. Se está acercando, observa los números en la parte lateral de los reposacabezas. Sé que se va a sentar aquí. Lo sé. Qué joven se la ve, unos... ¿diecinueve?, ¿veinte años? Por ahí andará. Qué ojos más bonitos tiene, qué gracia de mujer, parece algo loca. Sí, se sentará aquí, seguro. Esto me recuerda que...
—Perdona. ¿Está ocupado el asiento?
—Éste no. Es libre... Esto... quiero decir que está libre. Bueno, si tú te sientas ya no está libre, pero a eso me refería, a que te puedes sentar... Sí, está libre.
—Gracias.
Parezco imbécil. Es libre, es libre... Tenías que soltar la tontería. Siempre igual. ¿No te puedes limitar a decir: «Sí, está libre, te puedes sentar»? No es tan difícil. Lo que pasa es que me estoy quedando demente con tanta lectura, tanta metáfora y tanta puñetera greguería. No me imagino a Ramón Gómez de la Serna diciendo: El asiento es libre.
—El asiento es libre. ¿Sabes? Ha tenido su gracia.
—Sí. Reconozco que ha sido una genialidad por mi parte. Pero es que, ya sabes, no puedo resistirme. Pienso una cosa y la digo. Eso me dará problemas, estoy seguro. Me llamo Isaías.
—Oh, Isaías... Qué nombre más...
—¿Profético?
—Exacto. —También tiene una sonrisa bonita—. Yo me llamo Alicia.
—Pues bienvenida al País de las Maravillas.
Ya lo he hecho otra vez. Siempre que conozco a una Alicia digo lo mismo. Y parece que a esta no le ha hecho ni pizca de gracia. Pero tampoco es para poner esa cara que me está poniendo. Chica, ¿estás bien?
—Chica, ¿estás bien? Era una broma.
—¿Una broma? ¿Crees que se me pueden gastar esas bromas? Tú estás un poco loco.
—No, no sé, no entiendo...
—¿Estás seguro de que es una broma? Quiero decir, esto no es el País de las Maravillas, ¿verdad?
—No, no. Claro que no.
—Ni estamos al otro lado del espejo.
—Ni muchísimo menos. Estamos en un tren, camino a Madrid, y yo puedo resultar pesado con mis gracias, pero no te voy a cortar la cabeza.
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—Ufff... Me quitas un peso de encima; o me lo pones. Me refiero a la cabeza. Tener la cabeza en su sitio puede parecer pesado, pero te aseguro que resulta lo mejor. Para la cabeza y para el cuerpo.
Estupendo. Esta tía está peor que yo. Siempre me tocan a mí. Si estuviera el tren vacío y se montara un pirado, se sentaría junto a mí. Cien contra uno. Mi primo me lo advirtió: los atraigo. En fin, queda media hora de camino, le aguantaré la conversación como pueda. Le preguntaré por el trabajo, por los estudios, por lo que sea, el truco es no dejarles hablar mucho, hablar tú más que ellos. Si no, estás perdido. ¿Qué demonios está diciendo?
—...y claro, comprenderás que no es fácil andar de un sitio a otro cuando todos son naipes o piezas del ajedrez. Aprendí mucho, desde luego, pero no le deseo a nadie una carrera con la Reina de Corazones chillando detrás. Lo que más me gustó fue lo de cambiar de tamaño. Menuda experiencia, tendrías que haber visto la cara que puse. Aunque... yo también tendría que haberla visto, porque al tener los ojos tan en la cara no pude verme al cambiar de tamaño. ¿Te has visto la cara alguna vez sin ayuda de los espejos?
Por todo el vino del mundo. Cree que es Alicia, la de verdad, la de Lewis Carroll. Pensará que el revisor es el conejo y que el maquinista es el gato de Chesire. Mejor le sigo la corriente.
—¿Qué tal está Humpty Dumpty?
—¿El huevo? Él siempre está bien.
Genial: Humpty Dumpty siempre está bien. El tren sigue adelante, bala de belleza contra el paisaje... Algo así era. No me lo puedo creer, es imposible, tanta poesía, tanta belleza, tantos sueños a bordo del tren y para una vez que se me sienta una tipa al lado, no te creas que es una espía morena de metro ochenta que me mira tras las gafas de sol, me entrega un paquete sellado y me dice: «Muchacho, te espero en el vagón restaurante al final del trayecto». Alicia. Tengo a mi lado a la Alicia que se cayó por la madriguera persiguiendo a un conejo que llegaba tarde a una fiesta. Es para morirse, si lo cuento no me creen.
—Si lo cuentas no te creerán, de eso puedes estar seguro. ¿Sabes? Los humanos sois tremendamente curiosos. Os pasáis la vida soñando aventuras y, cuando de verdad estáis inmersos en una de ellas, salís corriendo y os escondéis asustados.
—Mira, Alicia. No sé de dónde te has escapado ni lo que te habrás tomado, pero desde luego te ha pegado fuerte. No me mires así, que parece que el loco soy yo.
—Pareces imaginativo, pero no dejas de ser un cobarde, como el resto.
—Atención: se me sienta al lado una individua que dice ser Alicia, la del País de las Maravillas, sí, me suelta un sermón acerca de la Reina de Corazones, comienza un discurso en contra del espíritu humano y termina llamándome cobarde. Niña, ¿qué años tienes tú?
—Diecinueve.
—¿Lo ves? Alicia no pasaba de los diez.
—Es que he crecido.
—Sí, se te ve más desarrollada que en las ilustraciones. Mira, las chicas de tu edad suelen tontear con los chicos, decir estupideces y reír sin criterio. Me parece genial que te hayas librado de eso, pero una cosa es ser normal y otra es ser Alicia. Además, Alicia es rubia, con el pelo largo y liso.
—De modo que no puedo cambiar de imagen. Vamos, que no crees que sea Alicia.
—Eso es.
—Bueno, tampoco yo me creo que tú seas Isaías. Ese nombre debe de ser un seudónimo, un alter ego tuyo. Venga, dime tu nombre.
—Está bien. Me llamo Totolocuato del Aire. ¿Y tú?
—Alicia.
—Eres imposible.
—Gracias. Isaías, eres un incrédulo. ¿Qué te haría falta para creer que soy Alicia? Dime, ¿qué es lo que crees más difícil en estos momentos?
—Difícil es todo. No sé. Creo que es imposible que me beses.
—Descarado.
—¿Lo ves? Es imposible.
—Mira, cierra los ojos e imagina que estás donde más te guste pasear.
—No sé ni por qué estoy haciendo esto. Debes tener razón, yo estoy peor que tú. En fin, allá voy. Ufff... Mira, estoy en un jardín, un jardín precioso en el que lo único que se oye es el agua cayendo en innumerables fuentes...
...el agua cayendo en innumerables fuentes. El agua está fornicando consigo misma, eso es, se está penetrando con un traje de brillo, el que le da el sol que la atraviesa; los chorros del agua son miembros viriles que copulan con la sensualidad y la feminidad del agua, de sí misma, insisto, es un agua violadora y violada. Estoy rodeado de árboles, de caminos de arena caliente, de un aire que se puede tocar con sólo alargar la mano. Hay un árbol que es el mayor de todos, un eucalipto que preside el jardín en su parte más alta, un árbol que me mira comprensivamente desde arriba, que me llama, es un hermano mío, el que nunca tuve, y me llama para contarme secretos que sólo él conoce, secretos que hablan de belleza y de amor, de cosas que no pueden decirse más que susurrando hacia el final de la tarde...
—No abras los ojos.
—No. Un momento, en el jardín hay alguien más. Es una mujer, sí, está de espaldas. Viste una túnica rosa y... ¿qué está haciendo? Toma una flor, un clavel, creo, sí, es rojo, se lo lleva a la cara, lo está oliendo. Debe de ser una mujer hermosa, porque así, vista de perfil, parece una princesa salida de los cuentos de niñez. Espera, que se da la vuelta. La veo, sí, le veo la cara... ¡Alicia, eres tú!
¡Alicia! ¡Se ha ido! ¿Dónde se ha metido esta mujer, personaje, ensoñación o lo que sea? No está en el vagón, se ha ido, me ha dejado hablando solo y... el clavel. Me ha dejado en su asiento el clavel que he visto en mi imaginación... Qué perfume tan delicado tiene. ¡Estoy loco! ¿Pero qué estoy diciendo? Debe estar en el tren, porque esto no ha parado, ¿o sí? Era hermosa, que me cuelguen si no lo era. Alicia, Alicia, Alicia...
***
Madrid siempre se protege de las emociones que traemos de fuera. Madrid es un gran corazón que se nutre a sí mismo con sangre, con aire de polución y con amores desvariados. La estación de Atocha me acoge siempre como una madre que sonríe, aunque aparezca después de dos meses sin mandarle ni una mísera carta. Soy el hijo pródigo de Atocha, la estatua del viajero, un judío errante con una maleta en una mano y un clavel en la otra. Un clavel. Alicia... No pudo ser cierto, debí de soñarlo, me dormí durante el viaje y los monstruos de mi razón me devoraron el cerebro para merendar. Los poetas meriendan café con tostadas, los monstruos meriendan cerebros, el mío. Lo he soñado todo. Pero el clavel...
II
El autobús, el primero del día, el de las cinco y media de la mañana. No sé muy bien por qué se dice «de la mañana», si siempre es de noche. Siempre que salgo a trabajar la noche es fría, convencida de sí misma, poderosa y segura de la tiranía de su oscuridad. Sólo me queda el consuelo de su belleza, y aunque no sea para mí, sino para espíritus libres, sé que la luna de papel que me ilumina es la misma que está bañando de plata las aguas de no sé qué costa de un Mar del Sur.
Estar madrugando aquí en vez yacer tumbado plácidamente en esa arena argentina es una pura casualidad y lo mismo que ahora ando apresurado ante la llamada del sueldo, podría estar paseando desnudo bajo la Cruz del Sur, embadurnado en un sonido de caracolas lejanas, de sirenas morenas de pelo infinito que se confunden con la espuma del mar; bien pudiera ser yo el emperador robinsón de un planeta en el que los amaneceres se enlazan con el ocaso, donde el sol lo mismo va que viene, jugando a atrapar a la luna, a esta luna, la que alumbra mi madrugada obrera de antenas, coches, calles sucias y horribles, de autobuses escupiendo humo al mundo, de autobuses como ése, ya he perdido el autobús de las cinco y media, llegaré tarde otra vez, una hora larga de camino que me queda por delante, eso es el tiempo que tardaría en empezar a andar por la Judería de Córdoba, o por la playa náufraga, o por el jardín en el que vi a Alicia.
Me fumaré otro cigarro mientras espero el segundo de los autobuses, el de las seis menos cuarto. Me da tiempo a fumarme dos cigarros. Pero ya he perdido el primero, el autobús fantasma como yo le llamo, pues nadie se cree que exista un autobús a las cinco y media de la mañana, suena a broma; en el fondo el trabajo no es más que humor negro, es un chiste pesado que el ocioso se permite el lujo de contar; y hacen bien, menos mal que quedan ociosos en el mundo, seres inocentes que no conocen estas calles en las que tus pasos se confunden con los despertadores altos, despertador del cuarto piso, del octavo, despertador, gallo metálico sin compasión.
La luna sigue ahí, marinera a bordo del galeón de la noche, marinera de agua dulce, de mar bravío, de todas las aguas al mismo tiempo, agua ella de por sí, agua solidificada en una era anterior, desconocida, en una era en la que las estrellas aún no habían sido salpicadas en el firmamento, un mundo con cielos como infancias manchadas y vestidas de manos, las manos mías, las de mi infancia. ¿Dónde habrá quedado? ¿Tuve infancia o siempre he sido el que se levanta a las cinco? Qué tontería, si nunca hubiera sido niño ahora no tendría arrestos de aguantar esto.
La luna sigue ahí, cómo se derrama hacia su anochecer (que es el alba), cómo me mira amorosa y maternal, y qué ganas me dan de saltar por encima de los tejados sin tejas de esta ciudad-dormitorio diseñada por la ira y el ensañamiento del hombre con el hombre. He perdido el primer autobús, he sido desterrado de esa nobleza madrugadora que habita en el carruaje primero que nos lleva al patíbulo.
Mi cama es ancha, mi cama es ancha y ajena en estos momentos, soy un exiliado de mis praderas de sábana, emigrante de ese estrecho cajón en el que un dios cabrón me obliga cada noche a ofrecer mi cuerpo al buitre del sueño. Me gustaría dormirme sólo cuando sonara el despertador, el gallo despiadado, creo que ya lo he dicho antes, y es que el despertador es el juez inmisericorde que sirve al poder, es un sicario de todos los jefes del mundo, un secuaz de todas las instituciones bancarias, cómplice de sentencias injustas y muertes planificadas.