EL CORAZÓN DEL LOBO
Rafael Soler
A Lucía, compañera siempre.
1. EL CORAZÓN DEL LOBO
LOS HIJOS DE LOS HEBREOS LLEVANDO RAMOS DE OLIVO RECIBEN AL SEÑOR
y él con un olor morado dentro, a incienso y cera quemada en el altar de san Nicolás de Tolentino, aburrido de escuchar vísperas y admoniciones, un olorazo de cuaresma bendita con santos entelados y el cepillo rebosando primicias y alguna oración extraviada de los labios de padre —«¡niño, reza!»— y en el velo enlutado de mamá por un año de pecados, igual a cualquier año y sin embargo allí, dale que te pego esperando que el cura se dignase bendecir la palma más exótica y bonita, tres lazos primorosos rematados con una cinta roja mientras él se esforzaba inútilmente, y cruzaba las piernas en un intento supremo por frenar la gota descarada que fluía imparable mojando su muda blanquísima de estreno, allí, hosanna in excelsis que me meo. Alberto siente de nuevo una presión blanda, levemente dolorosa y familiar, igual a aquella otra del domingo de ramos en que manchó los pantalones, vergüenza de toda la familia en un día como ese, tan solemne, y piensa que le ha tocado en suerte una vejiga inoportuna y díscola, incapaz de contenerse en los momentos clave, como la famosa —y fracasada— bendición de palmas, o el día que entraron al despacho, o años después, cuando Ana quiso prepararle una sorpresa, «ya verás, cariño», y se encontró la mesa cheek to cheek, y las velitas, tan íntimo todo que apenas pudo sonreír, «anda, siéntate, pero qué haces ahí parado», y él apretadísimo. Como ahora incapaz de cruzar las piernas porque ello supondría un cambio demasiado brusco, acelerar con el pie izquierdo destinando el derecho al pedal del freno, algo insólito conducir en semejante postura, a contramano, y qué diría Fanny.
Pidió un cigarrillo, y ella, solícita, apretó el botoncito plateado. Estaban llegando: «si es aquí mismo, a la salida del pueblo, uno de esos apartamentos horrorosos, ya sabes, formica, muebles castellanos y una bañerita que parece un bidé grande». En la comida —ensalada, sepia para dos quemeapetecemuchísimo— Fanny le contó que pensaba demandarles, «¡ja, primera línea de playa!, ¡ja ja, cuatro plazas!, pero mira, abusan de una».
—¿Te enciendo?
Había resultado sencillo, tan natural y por sus pasos que luego, tumbado de madrugada en el hotel, Alberto hizo recuento, y repitió en voz alta que sí, carajo, estas cosas pasan; y apuró el último güisquito, perdido ya en la bruma confortable del alcohol, a solas con su día interminable, absurdamente duro y sin embargo, en el momento justo, cuando algo rondaba por dentro «eres un imbécil, qué haces aquí», descubrió el luminoso que anunciaba compañía, pasó, compuso una sonrisa ligeramente ambigua, escuchó sin una queja la música vulgar y repetida hasta la náusea, tropezó educadamente con los divanes en penumbra donde se arrullaban otros náufragos, enemigos de quién si era solamente lunes santo, veni, Creator; esperó su turno para probar de nuevo la pócima que todo lo puede, flato, somnolencia, acidez, tosió, «Dios, qué pinto aquí», soportó con entereza el envite de alguna descarriada, solísima también en la alta noche amenazante, cambió de postura, vigiló los hilos de su cara y entonces ocurrió, llegó lo inesperado, el vuelco súbito y un creciente galope por las venas, así, tan de repente, «¿bailas?», «Fanny, ¿y tú?», «con dos amigas», «¿sí?», «sí, pelmazo», tan increíble Fanny que luego, tumbado en el hotel, todavía redimiendo con hielo la terca soledad, brindó por el éxito que había coronado su hora cero, el portazo cauteloso y decidido a tantas cosas que incluso ahora, aspirando el rastro de Fanny en su mano cansada y familiar, volvían sobre él con oscura pesadez.
—Te espero aquí —dijo Alberto. Se sentía extrañamente cohibido.
—Sube, hombre, que no te come nadie —le animó Fanny.
Entonces se acordó otra vez de su vejiga, que lo complicaba todo más. Le horrorizaba pensar en los ruidos, inevitables con esos tabiques chapuceros, delgadísimos. Y con tres chifladas lo que se dice al lado mientras él disparaba un escandaloso y perfecto tiro parabólico. Pero decidió subir: siempre estaba a tiempo de sentarse como una señorita, o abrir el grifo encubridor, o fingir un ataque de tos.
Abrió Luisa, que estaba pintándose las uñas. Se veía el mar, al fondo, mecido por una brisa fresca que empezaba a levantarse.
—¿Y Tere? —preguntó Fanny, dirigiéndose a su cuarto. Alberto devolvió el beso a Luisa, que tenía también un olor incisivo y nuevo.
—Ha salido. Que te dé un abrazo —explicó Luisa—. ¿Ayudo?
Pasaron a la habitación, y Fanny le gritó «¡ponte cómodo!», y él murmuró cortésmente «disculpad», encerrándose en el baño. Olor a Fanny, olor ahora de Luisa. Había uno, de crío, a trementina, que era un olor limpio, de suelo como los chorros del oro; y otro, también entrañable y grabado a fuego en la memoria, que era el olor a cerveza en aquellos posavasos de fieltro, donde el abuelo descansaba el barro entre sorbo y sorbo con un ademán antiguo; y los olores cuaresmales, cerrados, que impregnaban la ropa con un aura invisible y duradero mientras salían las familias para hacer las estaciones, andando casi de puntillas y la vista baja, ora pro nobis, ora. Es curioso, piensa Alberto, si no fuera por los carteles nadie diría que estamos en semana santa, y se sorprende a sí mismo platicando de olores y costumbres en un aseo de reducidas proporciones.
Afuera podía escuchar el trajín de Fanny y Luisa, palabras sueltas, entrecortadas por una risa que se le antojó nerviosa —«calla, tonta»—, y que no supo precisar a cual de las dos correspondía, «que sí, mujer, que te lo digo yo», y entonces era Fanny, seguro, pasmando a Luisa con su decisión de marcharse.
—Alberto… ¿sigues ahí?
Cerró el grifo. Tenía que estudiar con calma aquella nueva afición por los olores.
—Ya voy, ya voy —contestó él.
Fanny esperaba al otro lado, y por el rápido chispazo de sus ojos intuyó lo que venía.
—¿Qué…? —quiso preguntar, pero era tarde. Fanny le empujó y, mientras él reculaba acorralado hacia la taza, cerró con llave.
—Abrázame —ordenó.
La noche antes, cuando Fanny le besó, solos en la pista y sin embargo allí aquellas chicas sonrientes mirando descaradas, sintió Alberto la misma desazón; y ahora estaba Luisa, con ellos pegada al endeble tabiquito, y Fanny incorregible, y él sintiendo el deseo como un látigo —¿quién lleva aquí la iniciativa?— incapaz de rechazarla.
—Vamos, sigue.
—¿Aquí?
—Aquí.
Cuando salen, Luisa, discreta a su pesar, sopla con expresión que quiere ser ausente el esmalte marchito de sus uñas. Las hay frescas requetefrescas, y muy requetefrescas, piensa, y encima se larga,
FRANCISCA SOTO GARCÍA, FANNY POR MÁS SEÑAS, SE LANZA INTRÉPIDA AL PROCELOSO MAR
recoge su mínimo equipaje, el bañador de estreno aunque nadie se atreva con abril, las gafas, el pullover blanco que tanto favorece y que ella realza con un maquillaje deliberadamente oscuro, todo listo en el saco deportivo que cuando quieras nos vamos, Alberto, y entonces recuerda las horquillas, y vuelve al baño para dar un último vistazo, y se lleva con ella a Luisa porque, chica, perdona pero el tipo es increíble, de verdad te digo, un sol, y ya verás qué bien lo pasamos en verano las tres juntas pero ahora, please, Luisi, devuélveme el sujetador que tengo que marcharme, y Luisa dice sí, tranquila, cualquiera se resiste a una aventura así, y se acuerda de su novio, mala persona donde haya mala gente, toma, hija, tu suje, para qué quiero yo algo tan lanzado aunque sea de mi talla, y más ahora, vaya plan, con la sosa de Terete, y Fanny le planta un beso, «guapetona», mientras cierra ella su blusa y Alberto se pregunta «pero, bueno, ¿qué harán esas dos?», acostumbrado al nuevo ritmo de vivir según vengan las cosas porque Fanny ya está lista, «cuando quieras», y solo tiene entonces que fingir un aire natural para acercarse a Luisa, «adiós, maja», decidido como nunca a establecer un código secreto de olores y conductas, otro estilo que permita coger por la cintura a la nueva compañera que baja los peldaños con el trotecillo liviano de las corzas y las niñas malas malísimas que un día, de repente, aspiran el brusco aroma del verano con fruición inusitada; y ya en el coche, enfilando lentamente el largo paseo de eucaliptos, la extraña procesión de rostros nuevos dispuestos como él a recordar a José de Arimatea, custodi me, Dómine, de manu peccatoris, tiempo de cuaresma apenas insinuado en el bullicio de todos contra todos, por fin cruzando la ciudad del luminoso cuando «mira, allí, pero qué suerte, si es Tere, no te digo», y Fanny corre al encuentro de Terete porque eres un caso, hija, qué te costaba venir a despedirme, y Tere dice pero bueno, tú, ¿aún estás aquí?, y entonces Alberto toca el claxon, poo poo, y ella saluda, manda un beso con la mano, adiós, adiós, y Alberto no acaba de entenderlo, cómo puede llevarse así, tan fácilmente, a la niña diosa de ojos azulísimos, la gatita encelada que aceptó sin un titubeo su primera propuesta indecorosa, a todas luces fruto del alcohol y del látigo sublime de sus ingles, este soy yo, triunfador de soledades, corazón de lobo austero, un juego sanguinario que ella aderezó con su cuerpo inesperadamente experto, dúctil, sabedor del flujo que arrasaba su frente sorprendida, la niña diosa prometiendo que mañana y él brindándose a sí mismo, Alex, macho, qué te decía yo, dispuesto a repetir acicalando las indómitas ojeras, su comisura de tiempo en el espejo y es ella la que insiste —¿quién lleva aquí la iniciativa?— para viajar al sol y sur de todo, juntos, solos, juntos y solísimos y cómo puede ser, dónde estaba escrita esa locura con Fanny levantando su taza de café, «¡por nosotros!», mirando al dentro con la misma sencillez que un rato antes, fondo amable de pasos rumorosos y voces apagadas, había utilizado para pedir al camarero la ensalada, y sepia, por favor, una ración doble que me apetece muchísimo; y, sin embargo, allí estaban a ciento veinte kilómetros por hora lejos de Luisa y de Terete, y del lujoso apartamento de formica, pues no se culpe a nadie si ahora el martes santo se celebra de otra forma, y santa Prisca virgen y mártir permanece sumida en el olvido más piadoso, ajena al testimonio de un san Marcos insurrecto, sentado en la cuneta con su pulgar señalando el éxodo de Lucas, desertor también de los oficios, compañero con Mateo de otras correrías apostólicas a ciento veinte queriendo descubrir el paraíso, la paz dorada que venden las agencias para el buen samaritano que suda en la oficina su derecho a vegetar, y ser de una vez por todas lo que quede de él después de la corrida, tímido morlaco de sino precintado y futuro previsto en una nómina, mensajeros de quién con su cuaresma a cuestas esos que ahora inundan mansamente los divanes de escai, las frágiles pensiones de tres días con cerveza para olvidar a santa Prisca, leyendo desganados el cartelito que invoca penitencia —«para que juntos gocemos con su participación y con sus frutos»—, un país de vísperas solemnes que produce en Alberto un sopor invencible, «te juro, Alex, te juro por mis muertos que a primeros de año lo mando todo al cuerno», atado también a su rutina de revisar proyectos, y ser genial con el diseño del cliente pretencioso que quiere algo diferente, como el chalé de siempre pero integrado, compacto, aparentemente sólido y sin embargo funcional, en fin, calité, atmósfera, ese toque sofisticado que distingue su obra últimamente, san Fidel de Sigmaringa ganándose el pan de nueve a nueve y Alex maldiciendo, «hay que comer», un país de intermediarios ilustres que Alberto lleva en el estómago desde el mismo día en que Prieto zanjó sus pretensiones, «pero, Hermano, si lo que yo quiero es pintar», y le tuvo un mes en saludable actitud de meritorio levantándose a las siete hasta aprender de memoria una lista de caudillos sanguinarios completamente inútil, «que no, hijo, aquí se pinta los jueves por la tarde», con un brillo cruel en sus ojos macilentos que luego encontraría con frecuencia, sensible a la grisura y condenado por ello a soportarla prometiéndose un portazo, «por mis muertos», un corte de mangas calité calité que no llegaba nunca, atrapado Alberto Fuensalida con su íntimo Alejandro, «Alex, macho, que tenemos todo esto atrasado para el lunes, y llamó Encarna para que recojas al crío, y a ver si llegas antes, coño», el sueño tantas veces repetido de colgar los trastos, un portazo esplendoroso cuyo eco resonaba en sus oídos todavía, musiquilla de fiesta a ciento veinte la que Fanny tararea mientras corre el paisaje y él decide inaugurar sobre la marcha su nueva conducta de fósil redimido, rescatado de la bruma por el denso, penetrante olor a heno que despide su diosa compañera, la niña experta que sonríe ante una caricia inesperada, «quietecito, tú, que nos la damos», segura de sí misma pues pronto llegarán al paraíso, hotel de parejas solitarias que más tarde contará al ángel de Terete y que Luisa, envidiosilla, escuchará con fingida desgana y ojos como platos, una aventura sensuround de aquí te espero, con el corte de pelo que más le favorece y la piel suavecita, tersa donde pide el huracán de Alberto, qué tipo más completo piensa Fanny devolviendo ahora la caricia, dejándose llevar por su arrebato de niña consentida, «¡es que me lo como!», definitivamente lejos de la bañera de formica y su empleo vespertino atendiendo a los marchantes y algún cliente despistado que dice amar el arte, «lo que oye, señorita, va para dos años solazando mi espíritu entre lienzos», y ella «bueno, si quiere otro folleto», dispuesta a resistir de cinco a nueve con la mejor sonrisa, pase, pase, usted dirá, más lejos que nunca del ácido gremio de artistas y pintores aunque sooorpresa, no me digas, no me digas Alberto que también te dedicas a pintar; y Alberto se muerde la lengua arrepentido al entrar en el terreno movedizo de lo íntimo, la ficha personal de dónde eres en qué trabajas cuántos años tienes, pasando veloz entre palmeras cuando su viaje al sol era otra cosa, simple contacto de sus cuerpos, galope de venas olvidadas, todo menos Fanny preguntando aunque sí, algunas veces, cuando encuentro tiempo, pichí pichí, miente Alberto, soy regularcito, ¿y tú?, incapaz de imaginar a Fanny rematando una acuarela, aferrando con sus uñas de gata el sufrido pincel arrinconado, qué casualidad, figúrate; y Alberto acelera un poco más, y mira al espejo comprobando que todos los fantasmas permanecen en su sitio, deliberadamente lejos, al otro lado de su viejo taller de arquitectura, los vaivenes quiero no quiero de Alejandro, el ácido sabor a tabaco sacándole del sueño; y Ana,
TAMBIÉN ANA CUESTA GIL, ALIAS «CHATI», SEÑORA DE FUENSALIDA Y «ANITA» SE RECOGE DEVOTAMENTE LOS MARTES DE PASIÓN
y qué estará haciendo ahora Anita, vete a saber, sanseacabó, decide Alberto aparcando el coche delante del hotel.
—¿Conduces siempre tan calladito? —quiso saber Fanny—. No has dicho nada en todo el viaje.
Un hombrachón sonriente, de impecable uniforme y gesto servicial, salió a su encuentro abriéndoles la puerta. El hotel presentaba un aspecto imponente, con todas las luces encendidas. Mi paraíso, piensa Fanny.
—¿Traen equipaje?
En recepción Alberto siente de nuevo una apatía inoportuna, con Fanny cogida fuertemente de su brazo y el solícito encargado mostrándole la ficha. No, no habían reservado habitación; pues unos cuatro días, y ella asiente, «sí, eso, hasta el domingo», y luego, «oiga, por favor, ¿tendrían una suite, aunque sea pequeñita?», tan fuera de lugar sentirse deprimido, corazón de lobo, que Alberto se repone, inicia un guiño al complaciente empleado que busca una suite esplendorosa, «con vista al mar, les gustará».
El ascensor estaba al fondo, junto a un espejo de grandes dimensiones, y Alberto recordó su pecado venial con Karen, la otra gacela sonriente que rompió su universo en mil pedazos por una limonada, un vaso servido gentilmente en el avión, «¿quiere algo más?», la aventura de quedarse con una azafata en la ciudad y llamar a Alex por teléfono, «tengo trabajo para rato», y disfrazar su voz cuando Ana contestó desconsolada, «¿no puedes arreglarlo?», y él que no, lo siento mucho, alguna vez tenía que pasar, amog, amog…
Fanny preguntó si tenían hilo musical, y el botones señaló una plaquita junto a la mesilla de noche. A pesar de los gruesos cortinajes, un ruido inconfundible anunciaba la proximidad del mar.
—¿Te gusta? —preguntó él.
—Fenómeno.
Era buena hora, y Fanny salió a la terraza impaciente por ver el tibio oleaje de un mar en retirada, perdido entre la noche. Cerró los ojos, aspirando el aire nuevo salpicado de minúsculas gotas de salitre. ¡Ay, Terete, si supieras!
—¿Dónde cenamos? —preguntó.
Tenía que abrir la maleta cuanto antes. Por las blusas, que estarían hechas lo que se dice un desastre.
—Aquí mismo, en el hotel.
—Me arreglo enseguida —se despidió Fanny con gesto sonriente.