V.1: agosto, 2015
© Mark Gimenez, 2010
Publicado originalmente en Reino Unido en 2010 por Sphere, un sello de Little, Brown Book Group.
© de la traducción, Núria de la Rosa, 2015
© de la traducción, Alberto Sala, 2015
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2015
Todos los derechos reservados.
Diseño de cubierta: www.genisrovira.com y Taller de los Libros
Publicado por Principal de los Libros
C/ Mallorca, 303, 2º 1ª
08037 Barcelona
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ISBN: 978-84-16223-35-0
IBIC: FHP
Depósito Legal: B. 22005-2015
Preimpresión: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
Scott entró en la pequeña casa de campo por la puerta trasera que daba a la cocina y lo recibió el olor a huevos, chorizo y café. Consuela ya había llegado y estaba preparando el desayuno.
—Buenos días, Consuela.
—Buenos días, señor Fenney.
Consuela tenía treinta años y era regordeta y católica. Llevaba tres crucifijos y encendía velas que colocaba en el alféizar. Su marido, Esteban Garcia, la acompañaba cada mañana de camino a Dallas junto a su hija, donde trabajaba en la construcción. La pequeña María estaba sentada en una trona y se untaba la cara con alguna comida pastosa. Scott se inclinó hacia ella.
—¿Cómo está usted esta mañana, señorita María de la Rosa Garcia?
María escupió algo verde.
—No gusta el brócoli —explicó Consuela, que tenía dificultades con el idioma.
—No creas que a mí me gustaría desayunar brócoli.
La niña de quince meses sonrió a Scott como si entendiera lo que había dicho. Él arrugó la cara y frotó su nariz contra la de ella (a María le gustaba) y le dijo:
—¿A que está malo el brócoli? Dile a tu madre que quieres huevos rancheros y chorizo para crecer sana y fuerte y conseguir una beca de fútbol.
Sus padres eran mexicanos; ella, norteamericana: nació en Estados Unidos. Levantó los brazos hacia él.
—Ah, tío Scotty no puede jugar ahora, cariño. Tengo que ir a trabajar.
Besó a la niña en la frente, la abrazó y se alejó con una mancha pegajosa y verde de brócoli en la mejilla. Olía fatal, o tal vez fuera él. Se pasó la manga sudorosa por la mejilla, cogió una botella de agua de la nevera y caminó por el vestíbulo hasta la habitación de sus hijas. Llamó a la puerta.
—Venga, niñas, hoy no puedo llegar tarde. Tengo el alegato final.
Se abrió la puerta y sus hijas de once años salieron de una habitación pequeña y desordenada con pósteres de los Jonas Brothers y un sonriente Michael Jordan en las paredes, libros apilados en las estanterías y desperdigados por el suelo, ropa colgando de las sillas como si una de ellas (a saber cuál) no pudiera decidir qué ponerse aquel día, y un pequeño televisor con orejas de conejo. Habían arrastrado las dos camas a un lado para poder leer juntas por la noche. Compartían la ropa y se peinaban el cabello la una a la otra, eran como hermanas, y ahora lo eran ante la ley.
Barbara Boo Fenney llevaba unos vaqueros cortos, una camiseta negra con un mensaje de apoyo a Obama en letras blancas, zapatillas de deporte verdes retro sin calcetines y el cabello pelirrojo recogido hacia atrás en una cola de caballo. Cada día se parecía más a su madre, aunque no vestía ropa tan cara. Pajamae Jones-Fenney llevaba un conjunto corto todo del mismo color, calcetines a juego escrupulosamente plegados y zapatos Oxford blancos con una tira negra. Tenía la piel bronceada y perfecta, y el cabello castaño y suave cortado a lo garçon. También ella se parecía a su madre, cada día más. Una niña era fruto de su matrimonio fallido, y la otra de su trabajo como abogado. Dos años antes, había defendido a la madre de Pajamae contra una acusación de asesinato y había ganado, sólo para verla morir por sobredosis de heroína dos meses después. Pajamae no tenía a nadie más que a Boo y al abogado de su madre, de modo que la adoptó.
—Buenos días, niñas.
—Todo bien, señor Fenney… —dijo Pajamae.
—¿Cómo tienes el pulso? —preguntó Boo.
—No lo he mirado.
—¿Te sientes débil o mareado? ¿Notas dolor en el pecho?
—No, Boo. Me encuentro bien.
—Scott, sigo pensando que deberías tomarte algo para el colesterol.
—Y yo pienso que deberías cambiarte esa camiseta. En el colegio no les va a gustar.
—Se lo he dicho, señor Fenney, le he dicho: «A ver, no puedes llevar una camiseta que les recuerde a todos esos ricos blancos que hay un negro en la Casa Blanca».
Ni los republicanos de la ciudad, ni los conservadores —es decir, todo Highland Park— eligieron a Obama. Esperaban que Bush les curara las heridas electorales volviendo a su casa, en Highland Park, pero él había preferido retirarse a sus propias tierras en el norte de Dallas. Hasta Dick Cheney había abandonado la que era su ciudad natal por Jackson Hole, en Wyoming. Pero Bush entregó a los parkies1 un premio de consolación: la Biblioteca Presidencial George W. Bush, de trescientos millones de dólares, se iba a construir en el campus de la Universidad Metodista del Sur en Highland Park.
Boo se encogió de hombros.
—¿Qué van a hacer, expulsarme otra vez el último día de clase?
Ya la habían expulsado ese año por pelearse. Con un chico. Llamó a Pajamae «Aunt Jemima»2 en el patio, así que Boo le propinó un puñetazo en la boca que lo dejó llorando. Daba buenos golpes para ser tan pequeña. Scott amenazó con llevar a juicio a la institución y, con más éxito, llevar al periódico y a la televisión local la historia de un niño blanco que acosa a la única alumna negra del colegio. De modo que el centro retiró la expulsión al día siguiente. Ahora, cada vez que el director amenazaba a Boo con medidas disciplinarias por defender a su hermana de los matones, su respuesta habitual era: «Hable con mi abogado».
—Consuela ya tiene listo el desayuno.
Scott fue en dirección contraria a la de las niñas. Entró en la habitación principal de la casa, que tenía dos habitaciones y ciento cuarenta metros cuadrados. El armario de su antiguo hogar, más grande, hacía que la pequeña habitación y el baño contiguo parecieran minúsculos. Scott se quitó la ropa, entró en la incómoda ducha y dejó que el agua caliente cayera sobre él. La mansión y las cosas materiales que antes daban valor a su vida ya no estaban. Los años de ambición, esa época en la que la naturaleza masculina y la testosterona lo impulsaron a demostrar al mundo cuánto valía (y había que demostrarlo en dólares) quedaron atrás. Para muchos hombres, los años de ambición se prolongan hasta bien entrados en los cincuenta, incluso los sesenta, y sólo terminan con un infarto o un resultado positivo al revisar la próstata, cuando se enfrentan a la mortalidad. Pero no fue la posibilidad de su propia muerte la que trajo un final prematuro a los años de ambición de A. Scott Fenney, a la edad de treinta y seis años: fue la muerte del hijo de un senador de Estados Unidos.
Salió de la ducha, se afeitó y se puso un traje de dos mil dólares hecho a medida. Los trajes y Consuela eran lo único que le quedaba de su anterior vida. Ella era parte de la familia, y los trajes aún le sentaban bien. Y seguía siendo abogado.
* * *
Scott volvió a la cocina donde las niñas desayunaban tacos y jugaban con María.
—El último día de clase, niñas.
Scott se sentó, comió su taco y examinó el rostro de su hija adoptiva.
—Pajamae, ¿llevas maquillaje?
—Colorete, señor Fenney, como Beyoncé. ¿Le gusta?
—¿Qué es Beyoncé? Y, por favor, llámame «papá». Ya hace un año y medio que soy tu padre.
—No me parece correcto, señor Fenney.
—¿Por qué no?
—Porque usted es el papá de Boo.
—También soy tu padre, no lo olvides nunca. —Bebió café—. Entonces, ¿qué os gustaría hacer este verano?
—Los demás niños van a ir a Colorado, a Hawái, al sur de Francia…
—No podemos permitírnoslo, Boo.
—¿Qué nos podemos permitir?
—Bueno, podemos ir de acampada a un parque nacional.
—Eso me gustaría. Con mamá nunca fuimos de acampada, odiaba sudar.
—Boo, sigue siendo tu madre.
—Yo no tengo madre.
De vez en cuando asomaba su enfado. ¿O era vergüenza? Todos en Highland Park sabían que su madre se había fugado con un golfista.
Scott se volvió hacia Pajamae. También parecía triste.
—Sonríe, Pajamae, ¡estás a punto de terminar quinto!
—No sonríe porque los otros niños se ríen de ella —replicó Boo.
—¿Por el color de su piel?
—Por sus dientes.
—¿Sus dientes?
—Tengo los dientes completamente torcidos, señor Fenney. Me da vergüenza.
Necesitaba aparato. Diez mil dólares en ortodoncia. Scott pagaba treinta mil dólares al año en primas del seguro médico para ellos tres, Consuela y María, pero el plan no cubría los servicios dentales.
—Señor Fenney, cuando sea jugadora de baloncesto, ¿cómo voy a salir en los anuncios con los dientes torcidos? ¿Ha visto los dientes de Michael Jordan? Parecen un collar de perlas.
—Cariño, encontraré la forma de pagarte el aparato, ¿de acuerdo? Antes del curso que viene.
—¿Lo promete, señor Fenney?
—Lo prometo —dijo asintiendo con la cabeza.
Pajamae hizo amago de sonreír pero se contuvo.
Aparato para Pajamae. Otra promesa económica que no estaba seguro de poder cumplir, como los gastos de la hipoteca y el despacho. A no ser que ganara el caso, y si el Ayuntamiento no recurría la sentencia, y si…
Boo se levantó y lanzó la servilleta sobre la mesa.
—Vamos a acabar quinto de una vez.
* * *
Diez minutos más tarde, Scott conducía el Volkswagen Jetta hacia el colegio, por delante de las mansiones de los personajes más importantes de Dallas o, al menos, los más ricos. Las calles de Highland Park ya no estaban vacías. Madres llevando a sus hijos a la escuela y padres dirigiéndose hacia el centro. Desde el asiento trasero oyó la voz de Pajamae, tratando de dar miedo.
—Boo… en ocasiones veo blancos.
Se abrazaron riendo de forma histérica. Habían visto El sexto sentido en televisión y se pasaban el día inventando nuevas variaciones de «En ocasiones veo muertos».
Por supuesto, Pajamae veía a blancos. Sólo blancos. Había, exactamente, una sola familia negra viviendo en Highland Park… y una niña negra llamada Pajamae Jones-Fenney. Highland Park era un enclave de tres kilómetros cuadrados rodeado en todo su contorno por la ciudad de Dallas, un agujero blanco y brillante en el centro de la rosquilla multicolor que formaba Dallas. Poca gente de color podía permitirse una vivienda en Highland Park: el precio medio de una casa era de un millón de dólares. Además, los que sí podían, como los deportistas profesionales que jugaban al fútbol americano para los Cowboys, al baloncesto para los Mavericks o al béisbol para los Rangers, no querían que los protegiera un cuerpo de policía cuya principal política al detener un coche era «Si son negros o de piel oscura, más vale que lo que lleven en el maletero sean herramientas».
—Scott —dijo Boo desde el asiento trasero—, ya que no podemos ir al sur de Francia este verano, ¿podemos al menos tener televisión por cable?
—No.
—¿Y un móvil? Hay planes familiares.
—No.
—¿Y una cuenta de Facebook?
—No.
—¿Y un piercing en la oreja?
—No, y ¿para qué queréis un piercing en la oreja?
—Yo no quiero, señor Fenney —dijo Pajamae.
—Scott, todas las niñas que conocemos tienen televisión por cable, iPhone y piercing en la oreja, y han visto Juno.
—Porque tendrán trece años. Está clasificada para mayores de trece años.
—Es para mayores de trece años porque, supuestamente, tiene contenido para mayores y hablan de sexo, pero sólo dicen jo… una vez. Lo oímos muchas más veces en el recreo.
—¿Los niños dicen jo…?
—Claro, ¿en qué mundo vives? Somos casi adolescentes.
—De aquí a dos años, Boo. Llegará muy pronto. Disfruta de los once años. Cuando seas mayor lo echarás de menos.
—¿Echas en falta tener once años?
—Echo de menos tener nueve años.
—¿Por qué nueve años?
—Perdí a mi padre a los diez.
—Nosotras perdimos a nuestras madres a los nueve.
Y así era. Las niñas permanecieron en silencio unas manzanas. Luego, Boo retomó la conversación:
—¿Podemos al menos tener televisión por cable? Sólo durante el verano. Por favor.
—Boo…
—Scott, para nosotras no es fácil, con el colegio al que vamos y viviendo en Highland Park.
—¿Porque no tenéis televisión por cable?
—Porque no encajamos.
—¿Por qué no?
Pajamae se unió a la causa.
—Porque soy la única niña negra de Highland Park.
—Y somos las únicas niñas que no tienen madre. Cuando vamos al centro comercial, todo el mundo se ríe de nosotras.
—¿Y la televisión por cable os facilitará las cosas?
—Sí.
Scott se había negado con firmeza a las súplicas por la televisión por cable. Pero ahora sentía que su determinación se debilitaba: no les podía dar una madre, pero al menos podía acceder a la televisión por cable. Estaba a punto de decirles que sí cuando vio a las niñas sonriendo por el retrovisor. Le estaban tomando el pelo. Otra vez.
—No.
—Pero no podemos ver la reposición de Sexo en Nueva York como los demás niños.
—¿Los de quinto ven Sexo en Nueva York?
—Ups. Olvida lo de Sexo en Nueva York. Piensa en Discovery Channel.
—No.
Boo frunció el ceño como si se enojara, pero ella no era de las que hacían pucheros.
—Miér… coles.
—Boo, no digas eso. Sé lo que quieres decir.
—No sé qué tiene de malo decir miércoles —la defendió Pajamae.
Llegaron al colegio. Scott se sintió como si fuera el fracasado de una clase de instituto al conducir el pequeño Jetta por el carril de recogida, detrás de una larga cola de los últimos modelos de Mercedes-Benz, BMW, Lexus, Range Rovers y, justo delante, un Ferrari… un Ferrari rojo resplandeciente… un Modena 360 igual que el que conducía… Miró con atención al coche… no sólo era igual que el que solía tenía, era el mismo que solía conducir. Vio la cara del conductor por el retrovisor lateral.
Sid Greenberg.
Cuando era socio en Ford Stevens, Scott contrató a Sid nada más salir de la facultad de Derecho y le enseñó todo lo que sabía sobre la abogacía, pero ahora Sid ocupaba el despacho de Scott en la esquina de la planta sesenta y dos, representaba al cliente inmobiliario más rico de Scott y conducía el deportivo italiano de doscientos mil dólares de Scott. El muy cabrón desagradecido. Scott todavía recordaba el olor del interior de cuero Conolly y la potencia del motor de cuatrocientos caballos retumbar a sus espaldas. La puerta del copiloto del Ferrari se abrió de pronto, y el hijo pequeño de Sid salió del coche. «¡Oye, eso es hacer trampa! Su hijo ha salido antes de llegar a la zona donde hay que bajarse». De modo que Sid no hacía cola como todo el mundo. Scott movió la cabeza molesto. Típico de un abogado. Pero cuando Sid volvió la cabeza para comprobar si se aproximaban coches en la otra dirección antes de salir, sonreía abiertamente, como si se riera de Scott, que conducía un Jetta.
«Ya puedes reírte, Sid, pero me ahorro mucho dinero en gasolina».
Sid Greenberg había escogido el mismo camino que eligió Scott a su edad. Dos años atrás, Sid decidió dejar la conciencia en la puerta del despacho cada día, y ahora conducía un Ferrari. Dos años atrás, Scott redescubrió su conciencia y ahora conducía un Jetta. Era curioso el rumbo que tomaban las cosas con estas decisiones, siendo abogado.
—Scott, necesitas sexo.
Scott observó a Boo por el retrovisor.
—¿Qué?
—Pareces estresado. Estabas frunciendo el ceño. El sexo alivia el estrés.
—¿De dónde has sacado eso?
—De Meredith.
—¿Quién es Meredith?
—En Today Show, esta mañana.
—Por las mañanas deberíais ver la televisión pública.
—¿Barrio Sésamo? No, por favor. De todas formas, Meredith dice que el estrés es la principal causa de infarto en los hombres. Así que si tienes sexo no tendrás estrés, y así no tendrás un infarto… como el padre de Sarah.
Bill Barnes, un abogado al que Scott conocía, había muerto de un infarto ese curso. La pequeña Sarah Barnes crecería sin un padre. Las niñas siempre se preocupaban por la salud de su único progenitor: cualquier mancha en la cara de Scott podía ser cáncer de piel; cada dolor de cabeza, un derrame cerebral; cada lapsus de memoria, un inicio precoz de Alzheimer… Las preocupaciones aumentaban por el incesante aluvión de anuncios de fármacos en televisión. Con cada nuevo anuncio, las niñas se preocupaban por algo más. Pero desde lo del padre de Sarah, lo que más les preocupaba era que sufriera un infarto. Le habían aconsejado que tomara Lipitor para reducir el colesterol malo, Trilipix para aumentar el bueno, Plavix para evitar que las plaquetas formaran coágulos de sangre y Crestor para impedir la acumulación de placas en las arterias. El sexo, sin embargo, parecía un tratamiento nuevo y agradable. Aunque, por desgracia, requería algo más que una receta médica.
—No te preocupes, Boo, no me va a dar un infarto. Corro todos los días, peso ochenta y cuatro kilos, tengo el colesterol bajo…
—Además, qué vergüenza.
—¿El qué?
—Eres alto, rubio, guapo, no tienes tatuajes, eres el galán de Highland Park y no tienes novia. Los otros niños creen que nuestro padre es un perdedor.
—No creo que sea por no tener novia.
—Señor Fenney, necesita una mujer.
—Como la señorita Dawson —añadió Boo.
Poco más adelante, la señorita Dawson, la profesora de cuarto, se encargaba de recoger a los niños que salían de los coches. Su cabello negro azabache relucía bajo el sol matutino. Tendría veintiocho, tal vez veintinueve años. Scott había pensado en invitarla a salir, pero todavía no habían pasado dos años desde que Rebecca lo abandonó. Aun así, la señorita Dawson le parecía muy atractiva, con aquella blusa ajustada que le acentuaba la cintura y esos pantalones ceñidos que…
—La señorita Dawson seguramente se acostaría contigo.
—¿Tú crees? —Se contuvo—. Quiero decir, Boo.
Las niñas se rieron. Ya lo sabían todo sobre el sexo. La asignatura de ciencias naturales que tenían en quinto era una bendición: no hacía falta que Scott les explicara nada. En su caso, cuando cumplió trece años, su madre le dijo a su tío una noche durante la cena: «Butch, podrías tener una conversación de hombre a hombre con Scotty. Ya sabes, sobre sexo». Butch Fenney se volvió hacia su sobrino y dijo: «No tengas sexo. Pásame las patatas». Pero el sexo ahora era más complicado y también más peligroso. El sexo podía matar y había niñas de once años con hijos, de modo que las niñas debían saber la verdad. Explicarles el curso de la vida era tarea de la madre, pero su madre no estaba, así que esa labor recaía sobre el padre. Precisamente cuando Scott se mentalizó para llevarla a cabo —había comprado incluso un libro— las niñas llegaron a casa con toda la información. Gracias a Dios. Había superado un obstáculo considerable para un padre soltero.
—La señorita Dawson tiene curvas bonitas —dijo Boo.
—Muy bonitas.
—Me refiero a su rostro.
—Ah.
—Pierde la cabeza por ti, Scott.
—¿En serio?
—Completamente, señor Fenney. Durante la comida se acerca paseando y dice «Hola, Boo. Hola, Pajamae», ya sabe, como si estuviera de visita. Luego se atreve y pregunta «¿Cómo está vuestro padre?», y le digo «Ah, más o menos como ayer, señorita Dawson». Luego se ruboriza como las mujeres blancas y dice «Bueno, saludadlo de mi parte». Usted le gusta, señor Fenney.
—¿Tú crees?
—Scott, a nuestra edad nos hace falta una madre. Invítala a salir. Por favor.
—No sé, no sé…
Pajamae suspiró irritada.
—¡Venga, señor Fenney, invítela a salir!
Scott aminoró la marcha del Jetta hasta el lugar de recogida. La señorita Dawson abrió la puerta trasera a las niñas y luego se inclinó.
—Hola, Boo. Hola, Pajamae. —Pero miraba a Scott. Las niñas se apoyaron en el respaldo de Scott, lo besaron en ambas mejillas y le susurraron al oído:
—¡Díselo!
—¡Ahora!
Luego salieron del coche y corrieron por el paseo hasta la entrada. Antes de cerrar la puerta, la señorita Dawson se asomó al interior del coche y dijo:
—Scott, si te invitara a casa a cenar este verano, ¿vendrías?
Quería decir que sí pero dijo:
—No.
El rostro de ella se apagó.
—Señorita Dawson…
—Me llamo Kim, Scott. Soy Kim desde hace dos años.
—Lo siento, Kim. Tengo que ocuparme de algunas cosas antes… Mi ex mujer…
—¿Cuándo la olvidarás, Scott?
—No lo sé.
Ella le cerró la puerta en las narices. Scott suspiró y salió del paseo donde se encontraba el colegio, giró por Lovers Lane y emprendió el camino hacia el sur para dirigirse al centro por la autopista de Dallas Norte. Trató de olvidar los pensamientos sobre Kim Dawson y Rebecca Fenney y concentrarse en un tema que se le daba mejor que las mujeres: el derecho.
No sabía que antes de que llegara la noche, su ex mujer volvería a su vida.
En una sala de justicia situada en la decimoquinta planta del edificio Federal, en el centro de Dallas, A. Scott Fenney se dirigía a un jurado formado por doce ciudadanos estadounidenses.
—Hace cuarenta y seis años, el presidente John F. Kennedy fue asesinado a apenas unas manzanas de donde están sentados. La prensa mundial se presentó de súbito en esta ciudad y sacó a la luz la cara amarga de Dallas: un cuerpo de policía que trataba sin ningún respeto a los ciudadanos negros… un fiscal del distrito que conseguía los votos de la población blanca del norte de Dallas enviando a los hombres negros al sur de la ciudad, a la prisión… una ciudad apodada «la capital del odio del sudoeste de Dixie»… una ciudad gobernada por blancos que se retiraban al este de Texas los fines de semana para cazar y pescar en el Koon Kreek Klub3… una ciudad que el propio presidente Kennedy describió como un «país de locos». Así era Dallas en 1963.
Scott se encontraba ante el jurado, integrado por nueve blancos, dos latinoamericanos y un afroamericano. Dallas era ahora una ciudad donde la mayoría de la población pertenecía a alguna minoría, pero quien mandaba seguía siendo el dinero. El dinero promueve leyes que protegen el dinero. Así, los abogados acaban defendiendo a los ricos. Pero no era el caso de este abogado. Ya no. Scott representaba a todos los residentes del sur de Dallas en una demanda colectiva contra el Ayuntamiento de la ciudad. Cuando dejó el despacho de abogados Ford Stevens —o mejor dicho, cuando lo despidieron dos años atrás—, Scott se pasó al otro bando: dejó de representar a empresas que pagan para defender a los que no pueden pagar. La mayoría de los abogados lo consideraría un error en la trayectoria profesional. Dejó de representar a los protegidos por la legislación y empezó a defender a los oprimidos por esas mismas leyes, los despreciados de Dallas. Los desahuciados, los marginados, los humillados.
Y eso era lo que estaba haciendo en ese momento.
—Aquella imagen de Dallas conmocionó al mundo, incluido el mundo de los negocios. Y por encima de todo, Dallas era una ciudad de negocios, por y para los negocios. De modo que los empresarios blancos que gobernaban Dallas decidieron mejorar la imagen de la ciudad.
En aquella época, las calles del centro estaban repletas de bares sórdidos, locales de striptease y tiendas de licores. Aquellos empresarios querían cerrar las tiendas de bebidas alcohólicas, pero no podían: esos comercios estaban protegidos por la normativa urbanística. De modo que alcanzaron un acuerdo con el sector del alcohol: si se iban del centro, tendrían carta blanca en el sur de Dallas. No en el norte de Dallas, donde vivían los blancos, sino en el sur de Dallas, donde vivía la gente negra.
»Por aquel entonces, el sur de Dallas era un próspero vecindario de pequeños comercios y casas familiares donde daba gusto vivir. Ahora hay trescientas tiendas de licores en el sur de Dallas —casi diez por kilómetro cuadrado— y el sur de Dallas es un vecindario de borrachos, camellos, toxicómanos, prostitutas, fumaderos de crack y delincuencia. Los ciudadanos son prisioneros en sus propios hogares, blindados entre rejas para frenar a los ladrones. En el sur de la ciudad no hay supermercados, no hay centros comerciales ni Starbucks. Sólo alcohol y desesperanza. Esa es la realidad con la que conviven día a día en el sur de Dallas. Aquellos empresarios cambiaron la imagen pero no la realidad de Dallas.
»Hoy, ustedes pueden cambiarla. Pueden acabar con el alcohol y dar esperanza a la gente del sur de Dallas. Aquí y ahora, ustedes tienen el poder de cambiar Dallas.
»Esas tiendas de bebidas alcohólicas están protegidas por la normativa urbanística, tal y como lo estaban antes en el centro. La única forma de retirarlas del sur de Dallas es comprarlas por cien millones de dólares. Los políticos de la ciudad dicen que quieren renovar el sur, pero que no tienen forma de pagar ese precio. Dicen que es por la economía. Por supuesto, la ciudad puede invertir miles de millones en un hotel de congresos, una cancha de baloncesto, el proyecto del río Trinity, todo cuanto quiera el norte de Dallas, pero no puede acabar con las tiendas de bebidas alcohólicas que hay en el sur.
»En Dallas vive un millón de personas. Cien millones de dólares son cien dólares por persona. Eso es todo. Cien dólares por persona bastarían para cerrar todas las tiendas de licores que hay en el sur de Dallas. Cien dólares por persona terminarían con los alcohólicos, los traficantes, los toxicómanos, las prostitutas, los fumaderos de crack y la delincuencia. Cien dólares liberarían a los residentes del sur de Dallas, les permitirían quitar las rejas de sus hogares y reconstruir el vecindario. Cien dólares acabarían con esta injusticia. Cien dólares, señoras y señores. Y ustedes tienen el poder para hacerlo realidad.
Scott extendió los brazos hacia la sala de audiencias como un telepredicador en el púlpito.
—Aquí es donde la gente de a pie como ustedes tiene el poder. Aquí es donde las personas como ustedes pueden cambiar las cosas. Aquí es donde se consiguen cambios reales en Estados Unidos, en las salas como esta que se reparten por todo el país, y esos cambios son obra de jurados populares como el que forman ustedes hoy. Jurados que se han levantado en contra de las tabacaleras, de las compañías farmacéuticas, de Wall Street y hasta del propio Gobierno. Jurados que han tenido el coraje necesario para hacer lo correcto. Jurados que han cambiado este país y nos han permitido vivir mejor. Jurados precisamente como ustedes.
»Esta es su oportunidad para cambiar Dallas.
* * *
No aprovecharon la oportunidad. Una hora después, con apenas tiempo para que los miembros del jurado fueran al servicio, comieran y decidieran su voto, el jurado emitió un veredicto de nueve contra tres a favor del Ayuntamiento de Dallas. Nueve votos blancos contra tres minoritarios. El norte de Dallas contra el sur de Dallas. Ricos contra pobres.
La historia de Dallas.
El juez Buford ordenó al jurado que se retirara, señaló su despacho a Scott y desapareció por una puerta, detrás del estrado. Scott consolaba a la demandante principal, Mabel Johnson, una mujer negra que vivía en el sur de Dallas, justo al este del cruce entre el Bulevar Martin Luther King Jr. y el Bulevar Malcolm X. Tenía veinte años y era madre soltera. Sus tres hijas pequeñas, cuando iban al colegio por la mañana y cuando volvían a casa por la tarde, pasaban por delante de media docena de tiendas de licores. Ella reprimió las lágrimas.
—Lo siento, señor Fenney.
—No, lo siento yo, Mabel. Siento no haber podido mejorar tu vida y la de tus hijas. La de todos los niños que viven allá.
—Allá —como si viviera en México y no a un kilómetro y medio al sur de donde estaban. Ella, levantando el brazo, le tocó la mejilla.
—Sigue siendo mi héroe, señor Fenney.
—He perdido.
—Lo ha intentado.
Mabel lo abrazó y salió de la sala de audiencias. Scott se sentó en la mesa del demandante con la vista fija en los zapatos. Ya no representaba a los mejores clientes de Dallas, aquellos ricos de los que podían enorgullecerse sus abogados. Con sólo nombrar la identidad de sus clientes en las reuniones del Colegio de Abogados, sus compañeros de profesión sacudían la cabeza desconcertados o contenían una carcajada. Ya no trabajaba en la frontera entre la ética y la legislación, esa zona de límites difusos en la que los abogados se enriquecen, y tampoco se enriquecía. Ya no competía en su profesión como lo había hecho en el fútbol. Para empezar, ya no entendía el derecho como deporte y, si lo hiciera, habría perdido. A. Scott Fenney no estaba acostumbrado a perder, ni en el campo de fútbol ni en las salas de un juzgado. Dos años antes, en esa misma sala, había logrado su mayor victoria como abogado, cuando el jurado emitió el veredicto conforme la madre de Pajamae era inocente. Pero desde hacía dos años, su vida se componía de derrotas.
Había intentado cambiar algo. Y había fracasado.
Otro par de zapatos, unos brogue marrones, entró en su campo de visión y Scott supo de quién se trataba antes de oír esa voz familiar.
—Vaya alegato final, Scotty. Casi consigues que pague mis cien pavos. Casi.
Levantó la mirada hacia Dan Ford, que estaba a su lado. Dan tenía sesenta y dos años, calvicie y el honor de ser socio mayoritario de Ford Stevens, el bufete de Dallas en el que había trabajado A. Scott Fenney junto con doscientos cincuenta abogados más. Dan Ford era el hombre que había enseñado a Scott todo lo que sabía sobre el ejercicio del derecho, el hombre que representó la figura paterna para Scott durante once años, el hombre que arruinó sin ayuda de nadie la vida de Scott, hasta entonces perfecta. Había venido por el alegato final. Un equipo formado por diez abogados de Ford Stevens representaba al Ayuntamiento. Habían ganado. Se llevarían millones. Lo cual explicaba por qué Dan sonreía al extender la mano hacia Scott. Se saludaron y la expresión de Dan rebosaba empatía.
—Scotty… tratas de convertir el mundo en un lugar mejor cuando lo que deberías hacer es ganar dinero. Estás desperdiciando tu talento, hijo. Vuelve al bufete. Puedes recuperar tu antiguo despacho.
—Ya tengo un despacho.
—Sí, pero el antiguo viene con un Ferrari, una mansión en Highland Park, carnet de socio del club de campo y sueldo de un millón de dólares.
Un millón de dólares. Por extraño que fuera, el primer pensamiento de Scott no fue el Ferrari ni la mansión, ni mucho menos el club de campo donde su mujer había conocido al jugador de golf. Lo primero en lo que pensó fue el aparato de Pajamae.
—Mi Ferrari y mi despacho ya están ocupados, los tiene Sid.
—Dejarán de ser suyos si vuelves. Scotty, verte hoy ha sido como ver al mejor caballo de carreras en su mejor momento tirando de un carro para turistas. Me da pena pensar en todo el dinero que ganarías. El caso de la prostituta te llevó a la fama, podrías trabajar en los casos más importantes de Texas. Y te conformas con trabajar para la gente de a pie, haciendo el bien en lugar de hacerlo bien. ¿Cobras el caso según el resultado?
Los abogados de su edad que formaban parte de bufetes de renombre, como Ford Stevens, facturaban setecientos cincuenta dólares la hora: es decir, doce y medio cada minuto, casi el doble del salario mínimo por hora en Estados Unidos. Y la tarifa mínima era de seis minutos: leer una carta treinta segundos o llamar por teléfono un minuto le costaba al cliente setenta y cinco dólares. Pero no era así para los clientes de Scott. Ya no facturaba por horas. Ahora cobraba según el resultado: una tercera parte de lo que ganara, si ganaba. Los abogados de los grandes bufetes cobraban por hora y ganaban incluso cuando los clientes perdían. Scott Fenney ganaba o perdía con sus clientes. Hoy, los dos habían perdido.
—Un tercio de nada es nada, Scotty. Nosotros nos llevamos millones y tú un abrazo del cliente. ¿Eso te hace feliz?
—¿Por qué quieres que vuelva? He perdido.
Dan hizo caso omiso a aquel asunto con un movimiento de la mano.
—Ni Jesucristo habría ganado este caso, no en Dallas. Pero merecías ganar. Regresa al bufete y vuelve a ser un ganador.
—Para las empresas.
—Que pagan.
—Estoy bien.
—Eso no es lo que tengo entendido. Te retrasas en el pago del alquiler de tu despacho, no puedes pagar al personal… Te mereces algo mejor que esto.
Antes tenía algo mejor que esto. En Ford Stevens, Scott ganaba setecientos cincuenta mil dólares al año más las bonificaciones. Ahora ganaba cien mil dólares, si era un buen año. Y este año no lo era. Se había gastado cada centavo de sus ahorros. Estaba arruinado.
—Mira, Scotty, no puedes hacerte cargo de estas causas perdidas el resto de tu vida. ¿Cómo vas a cuidar de tus hijas, pagarles la universidad, las bodas…?
El aparato.
—¿Tienes seguro de vida?
—No.
—¿Qué ocurrirá si te mueres? ¿Quién va a cuidar a las niñas?
Había designado a Bobby Herrin y Karen Douglas, casados y socios del despacho, como tutores de sus hijas en el testamento.
—¿Podrán mantener a dos niñas más?
Apenas. En breve iban a tener su primer hijo.
—¿Vas a enviar a dos niñas tan inteligentes a la Universidad de Texas? ¿No quieres darles una buena educación? Harvard, Yale, Wellesley, piensa en lo orgulloso que estarás de llevar a tus hijas a la Universidad de Wellesley. Con esa educación, tendrán su futuro asegurado. Pero eso te costará cien mil dólares al año cuando tengan dieciocho años. Multiplicado por dos. Es mucho dinero, Scotty. ¿Vas a pedirle a Rebecca que les pague la Universidad?
—¿Rebecca?
—¿Sabes que ese hijo de puta de Trey ha ganado otro torneo?
Trey Rollins era el hombre con quien se había ido la mujer de Scott. Dan negaba con la cabeza.
—Hace dos años se esforzaba por corregir mi slice, y ahora es una estrella, no para de viajar y está forrado. Tú también podrías estar forrado, Scotty. ¿Qué les decías siempre a los estudiantes de Derecho que contratábamos? «Si queréis probar suerte, id a Las Vegas. Si queréis ser millonarios antes de los cuarenta, trabajad en Ford Stevens». Sólo tienes treinta y ocho años. Todavía estás a tiempo de salvar tu carrera. Salvo que no trabajarás en Ford Stevens.
—¿Qué quieres decir?
Dan Ford se quedó en silencio y respiró hondo, como si estuviera a punto de anunciar algo importante.
—Ford Fenney.
—¿Ford Fenney?
—Tu nombre figurará en la puerta, junto al mío, donde debe estar. Donde siempre debió estar. Scotty, siempre has sido como un hijo para mí.
—Hasta que me despediste. ¿Por qué lo hiciste, por mi bien?
Scott sólo le llevó la contraria a su figura paterna una vez, y lo despidieron por ello.
—Aquello fue un error. Soy lo suficientemente hombre para admitirlo, y espero que tú también lo seas para perdonarme. —Dan se encogió de hombros—. Además, ahora Mack está muerto, de modo que no hay conflicto.
El senador de Estados Unidos Mack McCall había muerto un año antes de cáncer de próstata. Era cliente de Ford Stevens. Surgió un conflicto de intereses cuando el juez Buford nombró a Scott para representar a la madre de Pajamae, una prostituta negra llamada Shawanda Jones. La habían acusado de asesinar a Clark McCall, el hijo del senador, después de que él la recogiera un sábado por la noche. Dan Ford le dijo a Scott que abandonara el caso para no dañar la campaña presidencial de McCall; Scott se negó. De modo que Dan lo despidió. Y los años de ambición de A. Scott Fenney acabaron de un día para otro.
—Scotty, el bufete no deja de crecer. He contratado a cincuenta abogados desde que te fuiste. Ven y aprovecha.
—¿Crecer? ¿Tal y como están las cosas?
—Quiebras. Las empresas en quiebra están en un máximo histórico, y los abogados cobran primero, antes que los acreedores. —Dan se rió entre dientes—. Si quieres hacerte rico, necesitas un abogado; si quieres presentar la quiebra, también. Este país es fantástico, ¿no crees?
La sonrisa de Dan se desvaneció, y posó la mano sobre el hombro de Scott, como un padre.
—Vuelve al bufete. Hazlo por ti… y por tus hijas.
—Dan…
—Sólo piénsatelo, ¿de acuerdo, Scotty? Piensa en lo que es mejor para tus hijas.
—Eso siempre.
Se dieron la mano otra vez y Dan se alejó. Sus zapatos brogue resonaron sobre el suelo de madera por el pasillo central y más allá de las puertas de doble hoja, hasta que el sonido se desvaneció. Scott se quedó a solas en la amplia sala de audiencias, a solas con su derrota. A solas con sus pensamientos.
Un millón de dólares. Al año. Todos los años. La Universidad. Las bodas. La hipoteca. Las vacaciones. Televisión por cable. iPhones. Aparatos. Todo lo que necesiten o quieran las niñas. Salvo una madre. Lo único que tenía que hacer era volver al lado oscuro. Trabajar para las empresas que podían pagar setecientos cincuenta dólares por hora a los abogados que vendían su talento al mejor postor.
¿Y por qué no?
Si fuera un futbolista profesional, no jugaría en un equipo pobre que perdiera siempre sólo para que los partidos fueran justos. Vendería su talento al mejor postor. Nadie criticaba a A-Rod por ganar veinticinco millones de dólares al año jugando para los Yankees, el equipo con más dinero del béisbol. ¿Por qué A. Scott tenía que jugar para los equipos pobres que siempre perdían? ¿Por qué no podía cosechar el fruto de su talento? ¿Por qué no podía mantener a las niñas? ¿Por qué no podía llevarlas de vacaciones en verano al sur de Francia, o al menos al norte de Estados Unidos? ¿Por qué no iban a estudiar en Wellesley con las mejores chicas del país? ¿Por qué no iba a tener Pajamae los dientes perfectos?
¿Por qué no iba a ser millonario, como el hombre con el que se largó su mujer?
El juez de distrito Samuel Buford tenía ya setenta y ocho años. Las gafas de montura negra parecían demasiado grandes para su rostro demacrado. Su pelo cano ya no era espeso: sólo quedaban algunos mechones. Por la quimioterapia. Todos solían decir que Sam Buford moriría en el tribunal. Tenían razón.
—Deberías haber ganado —dijo el juez cuando Scott entró en su despacho.
Scott se encogió de hombros.
—Otro caso perdido.
—Otra causa perdida.
—Alguien tiene que perder estos casos, señoría, o no serían causas perdidas.
El juez le señaló una silla. Scott se sentó y miró al otro lado de la amplia mesa, donde el hombre, de aspecto frágil, parecía más pequeño sentado en su sillón de cuero y rodeado de altas estanterías llenas de libros jurídicos. Cada vez que Scott veía al juez en ese sillón, parecía que quedaba menos de él, como si desapareciera ante sus ojos. Y ahora la muerte se intuía al mirar al juez, del mismo modo que se intuía la de la madre de Scott cuando el cáncer ganó la batalla y ella lo supo. El juez Samuel Buford era una leyenda viva del derecho, pero no seguiría siéndolo por mucho tiempo.
—Scott, no puedes cambiar las cosas si no eres capaz de pagar las facturas. No tiene nada de malo aceptar clientes que paguen de vez en cuando.
—Hacer más ricos a los ricos… Ese tipo de trabajo ya no me emociona lo más mínimo.
El juez hizo un gesto de comprensión.
—Una vez has cambiado de bando es difícil regresar.
Se miraron mutuamente; ahora se entendían.
—¿Cómo lo lleva, señoría?
—Los médicos me dan seis meses.
A Sam Buford le habían diagnosticado un tumor cerebral maligno, pero quería terminar sus expedientes antes de morir.
—¿Por qué no se jubila y pasa el tiempo en casa?
—¿Haciendo qué? Mi mujer murió hace ya diez años, mis hijos y nietos no viven aquí, no juego al golf… —Hizo una pausa y sonrió a medias, como si le viniera un buen recuerdo—. Scott, ¿te dije alguna vez que estuve a punto de jubilarme hace dos años, con aquel caso?
—¿El del asesinato de McCall?
El juez asintió.
—No, señor, no me lo ha contado.
—Bueno, lo habría hecho si no hubieras vuelto aquel día para decir que querías ser el abogado de aquella chica. Me diste esperanza.
—¿Esperanza en qué?
—En el derecho… los abogados… la vida. Me alegro de que volvieras. Me alegro de no haberme jubilado—Señaló con el pulgar los libros que tenía a la espalda—. El derecho ha sido mi vida. Treinta y dos años como juez. Logré cambios importantes.
Sam Buford empuñaba el mazo desde que Scott estaba en primero. Por sus manos habían pasado los casos más difíciles, pero siempre sería recordado —y denostado por muchos— por haber eliminado la segregación racial en las escuelas públicas, para que los niños negros pudieran recibir las misma educación que los blancos.
—Es cierto, señor. Es un juez extraordinario.
—Tú también podrías serlo.
—¿El qué?
—Un juez federal extraordinario.
—¿Yo? ¿Juez federal?
—Scott, mi puesto pronto estará libre. Podría proponer tu nombre.
—Señoría, McCall ya no está, pero los dos senadores de Estados Unidos que representan al estado de Texas siguen siendo republicanos. No van a elegir a un abogado que demanda a las mismas sociedades que financian sus campañas para el Tribunal Federal. Y el presidente no me nombrará sin la aprobación de esos dos senadores.
En virtud del artículo segundo de la Constitución de Estados Unidos, el Senado debe confirmar el nombramiento de todo juez federal que designe el presidente. En las propuestas del Tribunal Supremo, estas confirmaciones se convierten en cruentas batallas entre los grupos de presión que persiguen causas concretas, como el aborto, el matrimonio homosexual, la discriminación positiva, el derecho a llevar un AK-47… Saben que esos nueve miembros, nueve juristas, decidirán los asuntos más polémicos del día: las sentencias del Tribunal Supremo son la ley.
Los nombramientos para los tribunales de apelación son algo menos cruentos, porque esos juristas son jueces a la espera. Pero los jueces de los tribunales de distrito (los de primera instancia) deben seguir las resoluciones de los tribunales de apelación y del Tribunal Supremo, así que los grupos de presión vigilan muy de cerca esas propuestas. La consecuencia de todo esto es que, en la práctica, quienes eligen a los jueces de distrito son los dos senadores del estado en el que ejercerán. El nombramiento se confirma automáticamente. Es lo que se denomina cortesía senatorial: tú no pones objeciones a los jueces de mi estado natal, y yo no pondré objeciones a los tuyos.
El juez sonrió con picardía.
—¿Es que no lo sabes, Scott? Soy una leyenda viva del derecho. —Señaló el teléfono con un dedo huesudo—. Puedo llamar al presidente y se pondrá al teléfono. A una leyenda moribunda le concederá su último deseo. Y nuestros senadores republicanos necesitan su firma para legislar según convenga a los votantes más ricos y ser reelegidos. Eso les importa mucho más que quién ocupe el Tribunal del Distrito aquí en Dallas.
—Pero yo no sé si estoy capacitado para ser un juez federal.
—Estás capacitado. Tienes lo que es imprescindible para ser un juez federal.
—¿Y qué es imprescindible?
—Implicarse.
—Pero…
—Llegará un día en el que tendrás mi edad, Scott, y te enfrentarás a la muerte y rememorarás tu vida, como yo hago ahora, y juzgarás tus acciones. Y te preguntarás si valió la pena, si el mundo sabrá siquiera que exististe. Eso es importante para un hombre.
En los dos últimos años, Scott había aprendido que cuando un hombre juzga su propia vida es, en efecto, un juez severo.
—Si no ocupas mi tribunal, Scott, lo ocupará un político, un abogado que tratará de medrar en la vida, un abogado que no tomará las decisiones difíciles que debe tomar un juez por miedo a perjudicar su carrera política. Los jueces con ambiciones son seres muy peligrosos.
—Señoría, yo…
—Un cargo vitalicio, Scott, toda una vida en la que te pagarán por ayudar a los… ¿Cómo llamaste a tus clientes?
—Los despreciados.
—Exacto, los despreciados. Podrías ofrecer a los despreciados un trato justo en esta sala… podrías lograr que sus vidas fueran un poco más justas… y podrías ganarte bien la vida: un sueldo para siempre, pensión, seguro de vida y seguro médico.
—¿Y dental?
—Por supuesto. Podrías estar orgulloso de tu vida, Scott, y cuidar de tus hijas.
El juez se recostó y espiró como si estuviera agotado. O muriéndose. Scott se sentía como si estuviera perdiendo a un miembro de la familia. Si Dan Ford había sido su figura paterna, Samuel Buford había sido la figura de un abuelo sabio; y eso que no tenía afinidad alguna con el ex socio de Scott.
—Vi a Dan Ford en la sala. ¿Quiere que vuelvas a Ford Stevens?
Scott asintió.
—Ford Fenney. Mi apellido en la puerta y un millón de dólares.
—Eso es mucho dinero. —El juez tosió—. Hacer el bien o que te vaya bien, esa es la decisión que tienen que tomar los abogados cada día, igual que otros deciden entre copos de avena o huevos para desayunar. En Ford Fenney, te irá bien. Como juez Fenney, harás el bien.
—¿Es una buena vida, señoría?
—Lo es.
El juez de distrito estadounidense Atticus Scott Fenney. Su madre estaría orgullosa.
—Scott, moriría feliz sabiendo que ocuparás mi puesto. ¿Puedo proponer tu nombre?
—Sí, señor. Y gracias.
Scott se levantó y estrechó la mano de Sam Buford. Sería la última ocasión en que lo vería con vida.
* * *
Por primera vez en dos años, A. Scott Fenney tenía opciones en la vida.
La opción A: podía volver a ejercer de abogado en el centro con un sueldo de un millón de dólares. Recuperar una vida profesional dedicada a hacer más ricos a los ricos y enriquecerse él mismo en el proceso. Recuperar una vida personal de Ferraris, mansiones en Highland Park y selectos clubs de campo sólo para blancos. Tal vez otra mujer florero. La esposa y la vida con la que sueñan la mayoría de los abogados. Para elegir la opción A, sólo tenía que llamar a Dan Ford y decir que sí a Ford Fenney.
La opción B: podía embarcarse en una nueva vida como juez federal con un sueldo de ciento sesenta y nueve mil dólares. Emprender una vida profesional orientada a impartir justicia. Permitirse una vida personal de estabilidad económica, con seguro de vida y seguro médico —y dental, también—, vacaciones pagadas y pensión con provisión total de fondos. Podría sentirse orgulloso de su nueva vida y mantener a sus hijas. Sería una buena vida. Una vida perfecta para un juez de distrito estadounidense. La opción B, sin embargo, requería la confirmación de los dos senadores de Estados Unidos nacidos en Texas, republicanos, y la confirmación del Senado. Incluso con el respaldo del juez Buford, estaba lejos de ser una posibilidad real.
La opción C: podía continuar con su vida actual, perder causas perdidas y no llegar a pagar la hipoteca, ni cubrir los costes del despacho, ni llevar a las niñas de vacaciones, ahorrar para la universidad ni pagar el aparato de Pajamae.
La opción C estaba descartada.
Antes, cuando Scott necesitaba meditar algo a fondo, solía conducir su Ferrari por Dallas. Pero en el Jetta no conseguía pensar igual de bien. Lo aparcó, entró en el bufete Fenney Herrin Douglas, una antigua casa victoriana de dos pisos situada al sur de Highland Park, y se encontró a todo el personal del bufete agrupado en la recepción. Parecía el reparto de Perdidos