

Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIV
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Maquetación: Katia Villarreal Castellanos
Editorial GrupoBuho
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© Editorial GrupoBuho, 2012
1º Edición
ISBN: 978-84-938166-8-1
Impreso en España / Printed in Spain
La pesadez hacía de las suyas aquella noche fría y reservada que envolvía de lleno las afueras. En la habitación, la luz de la bombilla irradiaba tenuemente; todo estaba dispuesto como siempre, en orden y sin el mínimo vestigio de cambio alguno, ninguna sorpresa.
El espejo del tocador, cuyo reflejo proyectaba una pintura al óleo que descansaba en la pared mucho más arriba de la cama, mostraba un paisaje verde, fantástico, onírico. Haciendo uso de las dimensiones, se discernía una casa a lo lejos, casi podía verse; unas pinceladas hechas para atraer a la imaginación, para que la vista conectara a la mente y ésta pudiera percibir el lugar de ensueño de cada quien, la fantasía de cada interior. Paredes pobremente decoradas y escasas de mobiliario encerraban la terrible desilusión que arropaba a aquella joven; escondían un sentimiento ajeno para los demás, un sentimiento muy personal, muy doloroso. Se sentía desgraciada y aburrida; una reciente depresión la carcomía por dentro. Desde su cama, siempre miraba ese espejo que con generosidad reflejaba un paisaje que la llevaba muy lejos de allí, que la hacía desaparecer.
Con sigilo, dando a entender que nadie más debía verla, se quitó el listón rojo del cabello, se despojó de sus pantuflas rosas cerradas, y se perdió inopinadamente en un sinfín de reflexiones muy suyas; de ilusiones que se quedan en lo más adentro. De repente, un diorama, que según la iluminación del momento, le permitía distinguir el efecto que más deseara: el lugar de sus sueños o la más aterradora de las pesadillas.
«Que mirífico aquel ser que con gran exultación llena una sala, no obstante, el que no pueda, podrá ser encarado con desprecio; culpa de su propia voluntad no poder ser lo que se requiere que sea, porque lo que alegra a unos, debería alegrar a todos.
»Y qué desgracia vivir así. Terrible decepción, no para aquellos que no aceptan, sino para aquel que no se acepta a sí mismo, por cobardía, por miedo de seguir…»
Una isla apartada del mundo, un pedazo de tierra soñado, sólo recreado con perspicacia por el más entusiasta de lo clásico y lo natural, buscador de una fantasía antagónica a un mundo cruel e inhóspito. La representación de lo pasado, de lo digno. Tal vez una sociedad especial, tan perfecta en sus mandatos y virtudes que intensifica la creencia del paraíso, pero más que todo, de algo inexistente. Esplendid conforma, siendo sólo un pedazo de tierra más en un planeta inflexible, el paraje soñado. Proporciona la calidad de vida que desean alcanzar solo aquellos apasionados de verdad por lo suyo, al mismo tiempo que se dejan llevar con tranquilidad a un lugar colmado de sobriedad, costumbres y tradiciones; donde los tabúes abundan y la ironía se manifiesta debido a un respeto claramente establecido, un total respeto a los semejantes.
Llena de secretos, Esplendid sabe disimular bien todos los pecados y todas las angustias de sus habitantes, para que los nuevos ocupantes puedan refugiarse en paz en ella. De antaño y moderna; de vida y muerte; de secretos y confesiones; Esplendid no es más que pura belleza enfrascada en la mente de las personas que buscan alejarse de una existencia inicua y vacía.
Villanueve, una gran casa de tres pisos y de un hermoso estilo victoriano, con una esmerada técnica de almohadillado de tipo de inglete1 reflejada en los sillares que generan sus elevadas paredes grises, aunque notándose la aparición de una que otra piedra en color negro. Enormes y sólidas puertas de madera tallada; grandes ventanas y vitrales impresionantes a la vista de colores claros, apreciándose una inclinación por los tonos azules, mostrando en ellos formas de aves que se posan con sutil delicadeza. Aquella imagen más parecía la de un castillo construido en lo alto de una montaña, abrazada por un pequeño y modesto pueblo, en una isla olvidada por el mundo.
Formada por tres personas, la familia Redeglick vivía en esta lujosa propiedad: el señor Frederic, un tipo de cuarenta y dos años, alto, fornido y bronceado hasta la punta de los dedos; cabello oscuro que lucía un convencional corte militar, y una fisonomía de tipo cuadrada en donde ajustan a la perfección unos ojos grandes y desafiantes de color café. Su personalidad era dominante (casi rasgando en el machismo) y altiva, manifestada por la necesidad de protección a los suyos. Su esposa Caterin, una hermosa mujer joven de veintiséis años; esa clase de mujer comprensiva y llevadora del hogar que cumple con esmero su labor de esposa y madre dedicada, aquella que da mucho y pide muy poco. Sus rasgos físicos podrían rememorar a los de una fina muñeca de porcelana: piel blanca, labios carnosos, un rizado cabello castaño oscuro y soberbios ojos azules tan penetrantes como el mismo océano. Un rostro que encierra ternura y secretos del alma, secretos totalmente desconocidos y privados para los demás. Por último, una pequeña niña de ocho años llamada Josephin, de piel tan blanca como la de su madre, heredando todas sus facciones y preciosos cabellos pero llevando el mismo color café en sus ojos, iguales a los de su padre.
Sin duda era la familia más adinerada de toda la isla. Nacido en el año 1924, el señor Frederic, un hombre muy refinado y de alta sociedad, provenía de la larga dinastía Redeglick, que habitó desde su comienzo en la gran Villanueve en el siglo 1800. Poseía títulos en administración y contabilidad; había realizado estudios de todo tipo en el área de ventas, y de vez en cuando, viajaba al exterior en plan de negocios. Forma parte de la asamblea de la isla integrada por augustas personalidades del ámbito político y social. Su estatus es más importante que el de cualquier ministro o funcionario público, de hecho, aún más importante que el del presidente: el señor Faustino Dery; un hombre viejo y bajo de estatura, de carácter suave y naturaleza cándida, encargado de tomar las decisiones más primordiales junto con Frederic.
Hacía nueve años que Frederic se había casado a escondidas de su madre, que junto con él, constituían los últimos sobrevivientes del apellido Redeglick para ese entonces. Ésta le hizo la vida imposible con su prometida poco antes. Cuando la pareja se veía a escondidas por el pueblo, ella los acechaba respaldada de sus sirvientes, y cuando tenía la posibilidad, se le acercaba a la joven de forma peculiar; su cuerpo parecía poseído por otro ya, con una mirada perdida. Como si aquellos ojos fueran un par de abismos oscuros que te arrastrasen hacia un fondo total y absoluto de maldad e ira provocada por el más empecinado y cruel de los individuos que pueda ocultarse detrás de ellos. Luego de los ataques verbales dirigidos a la joven, Frederic tenía que interponerse a su madre para impedir lo que fácilmente pudieran haber sido ataques físicos.
El odio que una vez existió dentro de esa señora por Caterin era tanto que se podía palpar en el aire; y tenía que ser así, en su cabeza enferma tenía que ser así, porque la novia de su único hijo no era más que una niña pobre del pueblo, y eso no sería tolerado en ese mundo suyo.
Ramona Isabel Briceño Astura descendía de una pequeña pero adinerada familia de origen español. Conoció a su esposo James Eduard Redeglick Black cuando ella y su familia visitaron la isla Esplendid por primera vez en 1921; no fue amor a primera vista ni mucho menos, la verdad, fue un matrimonio arreglado por los padres de ambos, al cual ella nunca puso objeción. Era una mujer no muy agraciada físicamente, pero poseía una mirada que paralizaba el alma. De estatura media, contextura delgada, y una larga cabellera oscura, Ramona no presentó queja a su matrimonio y hasta parecía gustarle bastante la idea.
Tras un largo noviazgo, Ramona se casó con James en la pequeña iglesia del pueblo. Sencilla y revestida por fuera con minúsculas piedritas brillantes, la iglesia presentaba un aspecto acogedor cuando se entraba en ella: pintada toda de blanco, con una cúpula que emanaba luz en el espacio centralizado de abajo, rodeada por grandes columnas con un gran Cristo al final. Los novios se dieron el sí acepto delante de todos sus familiares y amigos —todos pertenecientes al lado Redeglick a excepción del padre y la madre de Ramona—, teniendo dos años más tarde a Frederic.
James, de sangre inglesa y prestigiosa familia, era el primero de tres varones. Sus dos hermanos menores, Gary y Henry, no tuvieron suerte en el entorno matrimonial, puesto que sus esposas no pudieron darles hijos sanos por alguna rara coincidencia. La hija de Gary murió al nacer y el hijo de Henry murió a los tres años por una extraña enfermedad. Luego de eso, sus esposas no llegaron a concebir nunca más. Poco tiempo después, siendo Frederic tan sólo un niño, todos ellos murieron de una terrible peste que acechó a la isla; a excepción de Ramona y su hijo, no sobrevivió más nadie en ninguna de las familias.
Al morir Ramona a causa del cáncer, Frederic quedó como el único heredero y sobreviviente de la dinastía Redeglick. Tiene una hermosa hija y una adorable esposa que a pesar de su juventud ha sabido tratar los problemas y vicisitudes de la vida con indudable gracia y resignación. Ahora, a la espera de otro embarazo nuevamente, la familia Redeglick se prepara para seguir lidiando en un lugar que al parecer no es más que una espléndida isla que guarda suma quietud y paz.
—¡Josephin! ¡Josephin! ¡Entra ya, que es hora de comer! —gritaba Caterin desde la entrada de su casa.
—Pero mamá, acabo de salir —respondió Josephin con malcriadez.
El sorprendente interior de la casa Villanueve no podría ser más de estilo barroco. Paredes empapeladas en color crema y dorado, recubiertas de madera hasta alcanzar un poco más del metro de altura —tallada para dar forma a bestias con dientes filosos y ojos grandes y saltones—; escaleras a la imperial con alfombrado céntrico en color verde oliva y pasamanos imponentes con apariencia de seres mitad humano y mitad animal. Hermosas columnas salomónicas, y en fin, un ambiente recargado pero armonioso; todo un deleite para los ojos.
El extenso piso de mármol alfombrado en tonalidades claras sirve de base para que un inmenso espejo vertical embutido en la pared realce sobre la chimenea; esas mismas paredes cubiertas de aparatosas obras de arte con enmarcado prominente en bronce. Un hogar de ensueño decorado con clase y finura por aquel que no escatimó en dinero ni refinamiento; y precisamente al entrar allí, al poner un solo pie dentro de ese hermoso castillo fascinante y justo cuando los destellos de luz que entran por cada uno de los grandes ventanales acarician la cara de sus visitantes, es cuando se dan cuenta, sin pensarlo, de que no hay otro lugar mejor para ellos en el mundo.
—Frederic, estoy bien, solo estoy embarazada, es algo perfectamente natural y ya he pasado por eso, ¿recuerdas? Sólo imagina aquellos tiempos donde las mujeres debían hacerlo solas sin ayuda de un médico —indicó Caterin con voz cansada.
—No insistas, Caterin —dijo Frederic malhumorado—, te has sentido mal todos estos días y hoy van a hacerte un examen completo. El doctor Winston nos espera a las tres y no quiero más excusas; arréglate para marcharnos inmediatamente después del almuerzo.
Por lo general, Josephin era una chica muy curiosa, siempre andaba husmeando en cada pasillo de la casa a escondidas, haciendo lo mismo en casa de su mejor amigo Jerem Patring, un joven de piel morena clara y dos años mayor que ella, con una personalidad extrovertida que disfruta haciendo bromas y fastidiando a cuanta persona desee. Los dos chicos, curiosos por naturaleza, o tal vez solo por cuestiones de edad, se metían constantemente en problemas y por ello pasaban muchos días encerrados en sus habitaciones a causa de los castigos aplicados por sus padres.
Josephin se encontraba detrás de la puerta de la biblioteca cuando escuchó a su padre hablar acerca de la visita al médico; asustada, una vez que su padre había dejado la sala, corrió a preguntarle a su madre de qué se trataba.
—¿Para qué vas a ir al doctor, madre? —preguntó la niña pausadamente—. ¿Acaso te sientes mal por algo que hice?
—¿Cómo crees, mi amor? —respondió Caterin con tono alegre y una gran sonrisa—. La visita tiene que ver con mi embarazo, cariño; sabes cómo es tu padre, siempre preocupado por cualquier cosa. He sentido algunos mareos por estos días, como es normal —dijo mirando hacia el suelo—, y ya él desea que vaya a chequearme.
—Entonces, ¿no es por mí? —balbuceó Josephin y guardó silencio—. Te quiero mucho, madre, quiero que… que sepas que te amo, y que no voy a hacerte enojar nunca más; ¡ya no veo la hora de jugar con mi hermanito! —dijo sonriendo.
—¿Cómo así? —expresó Caterin con asombro. Luego preguntó—: ¿Acaso ya sabes que será varón?
—¡Por supuesto! —respondió la niña con expresión altanera—. Debes de saber, madre, que soy una gran adivina —Caterin alzó las cejas como en señal de admiración—, y lo puedo llegar a saber todo.
—Claro que sí, amor —dijo Caterin con voz suave—, eres la mejor del mundo. Ahora ve al comedor, el almuerzo ya debe estar servido… ¡Y no olvides lavarte las manos esta vez! —le gritaba a Josephin mientras ésta se alejaba.
En el primer piso, diagonal a la biblioteca y en la sala contigua a la cocina, se hallaba el comedor. Cualquiera al entrar se podía llenar de esa magnificencia que encerraba aquel rincón de la gran mansión. Lámparas como candelabros que se exhibían a cada lado de las notables puertas de madera, estaban fijadas a las paredes forradas de un papel dorado con pequeñas figuras plasmadas en colores llamativos —como el rojo, el verde, el blanco y el marrón—, simulando hombres y bestias en una gran lucha por la victoria de las razas. El piso todo de mármol beige, mostraba un rosetón compuesto por diferentes formas —que adoptaban tonos más fuertes, como el dorado, el negro, el ladrillo y el gris—, demarcado a poca distancia por un cuadrado cuyas puntas habían sido sustituidas para crear una L interna. Una amplia mesa de veinte puestos con base de madera fina de nogal y un tope delgado de mármol blanco jaspeado sostenía los cubiertos de plata —uno para cada comida—, alumbrada por inmensas lámparas de cristal y delimitada por sillas con tallados elaborados, respaldos altos y tapizados exclusivos. En resumen, un ambiente perfecto donde se ha arreglado hasta el último detalle, como si aquel almuerzo fuese previsto hace días para un evento importante. Así eran todos los banquetes en la casa Villanueve.
Josephin, con reiterada emoción, dijo:
—¿Hoy hay postre de chocolate, Vibi?
Vibi era la nana de Josephin. La casa tenía un personal de ocho personas —entre cocineras, mucamas, chofer, etc.—, pero Vibi era especial. De estatura baja, contextura regordeta y una cara que expresa ternura, Víbica Shec era como la segunda mamá de Josephin y consentía a ésta en todo; tapaba sus travesuras, le leía cuentos antes de dormir y hasta le daba dulces en la cocina a escondidas de sus padres. En conclusión, Vibi estaba allí cuando Caterin faltaba —que no era cosa frecuente—, pero en una forma más amistosa y consentidora que maternal.
—Por supuesto, preciosa —dijo Vibi con una sonrisa conmovedora, como si estuviera viendo a Josephin después de un largo tiempo de separación.
—¡Josephin! —exclamó Caterin—. No pienses aún en el postre, piensa mejor que te vas a comer completito todo el brócoli que se te sirva —advirtió con tono de reclamo.
—Mmm —suspiró la niña con mirada baja y triste—. Claro…
Faltando ya poco para las tres, Caterin esperaba fuera de la entrada de la casa. Siempre hermosa, como de costumbre, llevando un fino vestido de organdí con un fondo rosa claro que apenas permitía mostrar las rodillas, y que le rozaba el cuerpo en la dirección que soplase el apacible viento; casi imposible notar que estaba en su octavo mes de embarazo. Uno tenía que acercarse lo suficiente para saber que ese cuerpo, siempre delgado, portaba un vientre hinchado de vida; vida divina que ha sido esperada con ansias por sus creadores desde el mismo día en que fue concebida.
Jerry Winston era el nuevo doctor de los Redeglick. Delgado y no tan alto, levemente canoso y muy simpático por naturaleza, Winston llegó a la isla un poco antes de conocer por primera vez a la familia. Tiempo después, pudo atender a Caterin en el parto de Josephin, y a partir de entonces, ha permanecido a la disposición de ellos.
—Muy buenos días, doctor Winston —saludó con efusividad Frederic.
—Buenos días, Frederic… Caterin —respondió el doctor, pasando la mirada de Frederic a Caterin y bajando la cabeza en señal de saludo.
Tan pronto se pusieron al día como lo hacen los amigos que hablan de todo lo sucedido en sus vidas, pasaron a un tono más profesional; el tono que toman doctor y paciente debidamente.
—Como sabrás, mi esposa ha tenido malestares muy raros desde hace tres semanas aproximadamente —explicó Frederic con seriedad, sentándose luego junto con Caterin en la sillas restantes del escritorio—. Fuertes dolores de cabeza y en el abdomen; momentos de asfixia mientras duerme; dolencia muscular en general… En fin, además de los mareos y vómitos típicos del embarazo, se han presentado esta clase de indisposiciones.
—No es nada, Jerry —repuso Caterin, tan afectuosa como siempre—. De hecho, hoy no me he sentido mal en absoluto.
—¿Hoy? —preguntó Winston con asombro y frunciendo el entrecejo—. ¿Acaso sólo «hoy» te has sentido bien desde el día en que empezó?, ¿ha venido siendo algo constante?
—Bueno… sí —respondió Caterin con voz temblorosa—. Hace algunos días que me siento así…
—¡Y ha venido empeorando! —interrumpió Frederic.
— …Pero como sabrás mi esposo es muy obstinado con todo este asunto —continuó Caterin—, y la verdad es que yo no le he dado tanta importancia y por eso no te llamé antes.
—Debiste hacerlo, Caty —observó Winston con gesto cordial—. Tu salud y la del bebé no pueden pasarse por alto. Pero en fin, pasa al cuarto de atrás con Anne para practicarte un examen físico.
Cuarenta minutos después salen los tres de la sala de revisión a la oficina donde esperaba Frederic. Anne, la asistente del doctor Winston, llevaba en sus manos la carpeta de la señora Redeglick.
—Te encuentro bien, Caterin, pero te voy a mandar reposo por dos semanas —Frederic gimió—. No hagas ningún tipo de esfuerzo en estos días y come saludable —decía Winston mientras escribía en su libreta médica—, y apenas salgas de esta oficina —dirigió la mirada a Caterin frunciendo el entrecejo y a regañadientes—, ve directo al laboratorio de abajo para que te tomen una muestra de sangre.
Winston sabía que Caterin era muy terca, sobre todo cuando le tocaba ir de visita al médico, y que detestaba hacerse cualquier tipo de prueba, como si aquello se tratase de un terrible castigo.
Al despedirse de Winston, el matrimonio salió directo al laboratorio. Caterin, no muy agradada por las decisiones tomadas hacía solo minutos, no tuvo más opción que la de someterse a la infame aguja para poder continuar con su vida.