Edición en formato digital: septiembre de 2015
Colección dirigida por Michi Strausfeld
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© Andrés Barba Muñiz, 2015
© De las ilustraciones del interior y cubierta,
Rafael Vivas
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Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-16465-51-4
Conversión a formato digital: María Belloso
Dedicatoria
LA MICROGUERRA DE TODOS LOS TIEMPOS
El reloj de Gombronia
Este es Manuel
Esta es Mara
El reloj de la plaza se ha vuelto loco
Las pastillas suizas
Manuel y Mara entran en el reloj
Las colinas de MAÑANA
Los valles de AYER
Los prados de HOY
En el palacio de Somato Frantantoni
El reloj de Gombronia
A Gonzalo Calderón, Francisca Sosa y Amelia Arcenegui,
que han nacido de la alegría.
la gente del pueblo de Gombronia le gustaba tanto el tiempo que habían puesto en la entrada un cartel muy grande que decía:
Y lo creían de verdad. Los gombronianos solo hacían las cosas a su hora: almorzaban a su hora, cenaban a su hora y se iban a la cama a su hora para dormir ocho horas exactas con cero-cero segundos. Había cientos de miles de relojes en la ciudad: relojes digitales, en las cocinas, relojes de arena, relojes con cronómetro y relojes que se podían meter debajo del agua sin estropearse, relojes para niños pequeños y con las agujas muy grandes para que las pudiesen ver los abuelos que casi no ven, relojes pequeñísimos como una uña y relojes muy caros para regalos de boda, hechos de oro y plata y diamantes que ponían «Te quiero» en las agujas. Había tantos relojes en Gombronia que, cuando todo el mundo estaba callado por la noche, podían oírse los cientos de miles de tictacs como si fuesen grillos mecánicos, y a todo el mundo le encantaba ese sonido porque era el sonido de su pueblo. Igual que hay pueblos que tienen sonido a agua o sonido a viento, el pueblo de Gombronia tenía sonido a relojes.
Pero el reloj que más le gustaba a todo el mundo, el más exacto y el más grande de todos, era el reloj de la plaza en la que se reunían cada día a las doce en punto para escuchar las doce campanadas. Era un reloj tan viejo y tan grande que nadie se acordaba de cuántos años llevaba allí. Lo había construido un relojero muy famoso, Somato Frantantoni, que había desaparecido hace muchísimos años. Nadie sabía lo que había pasado con aquel relojero porque se esfumó el mismo día que terminó de construirlo, y, como nadie le pudo dar las gracias, le hicieron una escultura en la plaza. Era la escultura de un hombre muy joven que iba vestido con un sombrero de copa y tenía bigotes extraordinariamente grandes, con una punta para arriba y la otra para abajo, y un reloj en la mano. Debajo de la escultura había una inscripción que decía:
El reloj de la plaza había visto crecer a los abuelos y a los abuelos de los abuelos. Era el segundo reloj más bonito del mundo, después de uno que había en Suiza, que es el país donde se hacen más relojes. Tenía forma de luna llena, con muchos adornos para cada número y dos puertecitas por las que salía un pequeño soldado cuando sonaban las horas en punto. El soldado gritaba la hora y salía tantas veces como horas daba. Tenía una voz muy graciosa, como cuando hablas debajo del agua. Salía marchando alegremente, se colocaba en el centro del reloj y gritaba:
—¡Las tres!
Y todos ponían rapidísimamente su reloj en la hora exacta que marcaba el reloj de la plaza, cosa que les daba muchísimo gusto a todos, y se iban a sus casas felices. Era increíble lo que les gustaba el tiempo a la gente de Gombronia. Cuando dos personas se encontraban por la calle y una decía:
—¡Cuánto tiempo hace que no te veía!
El otro contestaba:
—Tres semanas, dos días, cinco horas y cuarenta y cuatro segundos.
Y cuando dos personas se enamoraban y una le decía a otra:
—¿Me quieres mucho?
La otra le contestaba:
—A tu lado se me pasa el tiempo volando.
Y cuando una madre quería que su hijo fuese a comprar el pan y el niño no tenía ganas, la madre le decía:
—Te cronometro.
Y el niño salía corriendo a comprar el pan porque lo que más les gustaba a los niños de Gombronia era batir su propio récord.
írale, ahí va Manuel —decía una señora cuando veía pasar a un niño rapidísimo—. Siempre va corriendo a todas partes.
Manuel era pequeño, sonriente y escurridizo como una pastilla de jabón. Tenía un reloj buenísimo que le habían regalado por su cumpleaños, cuando cumplió nueve, y unos pantalones cortos y verdes que le encantaban, también unas zapatillas rojas que se iluminaban cuando corría y que le había comprado su madre para saber dónde estaba. Y es que no siempre era fácil saber dónde estaba Manuel. Si estaba en un sitio, de pronto le apetecía muchísimo estar en otro diferente y se iba corriendo. Decía:
—Lo siento, me gusta jugar con vosotros, pero de repente me apetece muchísimo estar en otra parte.
Y se iba corriendo porque pensaba que no tenía tiempo en el día para hacer todas las cosas que le apetecía hacer antes de comer o antes de ir al colegio o antes de irse a la cama, que era lo que menos le gustaba hacer a Manuel, porque en la cama no se podía hacer nada, solo dormir. Entonces se entretenía teniendo sueños rapidísimos y soñaba, por ejemplo, que era un cohete o el niño más rápido del mundo, que podía llegar, por ejemplo, hasta China corriendo en cinco minutos y siete segundos, decirles «Hola» a los chinos y hacerse amigo de dos o tres niños, y aprender a hablar chino (que es dificilísimo), y comprar el pan para su madre, y volver para sorprender a todo el mundo diciéndoles que se había ido a China a comprar pan porque allí el pan era mucho mejor, más crujiente por fuera y más tierno por dentro, y que los chinos eran una gente simpatiquísima que comían el arroz con palillos sin tirar ni un solo grano al suelo. Pero lo que más soñaba Manuel era que tenía el poder para detener el tiempo, que venía un mago, por ejemplo, o un extraterrestre y se conocían y se hacían muy amigos y el mago, o el extraterrestre, le decía:
—Manuel, eres un niño tan rápido y me caes tan estupendamente bien que te voy a dar el secreto para detener el tiempo.
Y Manuel decía:
—¡Toma! —Porque Manuel siempre decía «¡Toma!» cada vez que conseguía algo que le apetecía muchísimo.