Fernando Belzunce (Pamplona, 1976) es periodista. Ha publicado crónicas, reportajes y entrevistas relacionadas con la cultura, así como críticas cinematográficas, en periódicos como El Correo, donde trabajó durante ocho años, ABC, El Diario Vasco, Las Provincias, Sur o El Norte de Castilla. Su carrera también ha ido ligada a Internet y al estudio de nuevas formas de comunicación. Ha sido profesor en el Master de Periodismo Multimedia El Correo - UPV y en el Master en Comunicación Multimedia del Instituto Tracor (Universidad CEU San Pablo). Es director de Innovación y Desarrollo Editorial en el área de medios regionales del grupo Vocento. La ciudad escrita es su primera novela.
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© Fernando Belzunce, 2013
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Primera edición, 2013
Directora de la colección: Isaac Juncos Cianca
Diseño de cubierta: Ediciones Antígona sobre una ilustración de Kike de la Rubia
Ilustraciones: Kike de la Rubia
Editor: Concha López Piña
ISBN: 978-84-15906-17-9
ISBN digital: 978-84-15906-18-6
Depósito legal: M-16370-2013
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La aparición de misteriosas frases pintadas sobre las paredes sacude a los habitantes de una ciudad universitaria. Los mensajes, que surgen cada día de forma enigmática, parecen dirigirse a cada uno de los vecinos y causan un fuerte impacto en la sociedad. Un joven decide regresar a esta ciudad en busca de respuestas a su propia situación y encuentra nuevos interrogantes planteados por el fenómeno. El tono de las frases evoluciona con el tiempo y altera el temperamento de algunos de sus conocidos, que asisten impotentes a un espectáculo imparable mientras se sienten empujados a cometer actos sorprendentes.
Fernando Belzunce
LA CIUDAD ESCRITA
Ilustraciones de Kike de la Rubia
Nadie ha sabido explicar todavía cómo pudo Trinidad conseguir aquellos explosivos, desalojarnos a los huéspedes del hostal y contemplar desde la distancia y con cierta serenidad la destrucción total del edificio en una noche, la de aquel 25 de septiembre, que salió fresca y despejada e invitaba a salir a la calle.
La explosión voló por los aires todas las paredes del hostal menos una, la que saludaba a la calle Ciempiés, y arrojó sin piedad al cielo nuestros equipajes. El suelo tembló alrededor, los tabiques vibraron, los cristales se rompieron y las tranquilas aguas de la ría se removieron, turbulentas. A ellas caían desde las alturas restos de nuestro pasado. Maletas, ropas, papeles. El paraguas de Paulino se abrió en su salto y planeó con elegancia por el aire ante las miradas de los cientos de espectadores que acudieron al lugar, impactados tras el estruendo. Tardó un minuto en caer al agua y los niños aplaudieron cuando lo hizo. Los libros, chamuscados, se deshojaron con el viento. Me quedé sin nada. Una sensación turbadora, de contar con una vacía y extraña libertad, que momentos más tarde me resultó tranquilizadora.
La aparición de la Policía puso fin al encanto del espectáculo para un público hechizado por el olor de la pólvora y los destellos cenizos en el cielo. Se impuso el orden. Aparecieron ambulancias, bomberos y agentes secretos que dejaron de serlo. La Policía no tardó en detener a Trinidad y nos pidió a Paulino, a Michele y a mí que le acompañáramos a comisaría. Nos hicieron subir a un furgón. Trinidad no respondía ante nuestras preguntas y ni siquiera parecía atender a los estímulos. Tras asistir a la explosión permaneció con la mirada fija, ausente. Le ayudaron a sentarse y se refugió en un rincón, frente a una pequeña ventanilla. Nosotros nos sentamos en silencio, sin llegar a asumir la importancia de lo que estaba ocurriendo.
El furgón cruzó el puente del teatro y se dirigió por la calle que acompaña la ría. Desde la otra orilla, pudimos apreciar que la plaza de la Universidad se distinguía mejor después del derrumbe del hostal. El edificio ocultaba parte del enclave y la vista quedaba despejada. Tan solo se mantenía erguida aquella pared que Trinidad tenía tantas ganas de derribar. Cuando la descubrió en pie fue cuando rompió la quietud y empezó a gritar enloquecido. Soltó su ira contenida, liberó su ahogo y la cólera encendió las cenizas de fuego de sus ojos. Saltó contra el techo con una violencia animal y repetidas veces, hasta hacerse sangre. Intentó saltar en marcha del vehículo. Quería huir. Nos pegó por impedirlo y se enfrentó, como si estuviera poseído por la rabia, a los guardias que nos custodiaban.
Llegó a comisaría con cientos de cabellos en sus manos y pequeñas líneas de sangre que nacían en su cabeza, teñían de rojo su barba y se secaban en su cuello, acentuando su salvaje aspecto. El comisario Javier Ramírez creyó reconocer a su amigo Trinidad al apreciar desde su despacho la pulcritud de unos llamativos zapatos que se acercaban a rastras por la oficina. Los agentes llevaban a un hombre en volandas. Cuando salió al pasillo se topó con él de frente. Era un demente de mirada tan oscura como ida. Su opulento cuerpo de oso flaco estaba encogido. Parecía un trastornado y era un miserable.
Paulino, Michele y un servidor salimos de comisaría dos horas después de haber entrado. Trinidad se quedó dos días más durante los que apenas dio explicaciones coherentes. El sábado por la noche salió de la celda con su aspecto sereno y con orden de permanecer localizado hasta nueva indicación. La investigación seguía, pero no se determinó riesgo de fuga. Había recibido atención psicológica.
Ramírez, abatido por los acontecimientos, se esforzó en justificar la liberación de su amigo Trinidad. Me contó que se tranquilizó al comprobar que el sábado se levantó templado. Habló con él y le pareció un hombre diferente al conversador inagotable que temía en las madrugadas salpicadas de copas; más bien, lo sintió como un arrestado superado por la situación. Recordé que a veces puede resultar más determinante el deseo de creer en algo que creerlo de verdad.
—Parecía que había sufrido una pesadilla espantosa, ¿no? Como si siguiera soñando con algo horrible pese a estar despierto. Un caso para especialistas. Al despedirme de él y verle ya sereno, pensé que se encontraba mejor y me alegré. Yo ya creía que estaba loco —confesó con gran preocupación.
—¿Y le dejaron salir? ¿A un tipo que acababa de volar una casa? —increpé.
—Ahora que sabemos todo lo que pasó puede parecer un error, ¿no?, pero ten en cuenta que entonces desconocíamos qué había sucedido exactamente. Lo primero que dijeron los bomberos fue que la explosión podía ser de gas, ¿no? Podía ser un accidente. Podía tratarse del caso de un hombre que pierde todo lo que tiene de repente y por ello reacciona tan mal, ¿no? Después llegó lo de los explosivos. Y tampoco se sabía quién había sido.
—Nosotros declaramos que nos había desalojado poco antes de la explosión…
—Aunque vosotros teníais esa sospecha que luego ha sido una evidencia, este era el procedimiento a seguir. No teníamos razones para retenerle más tiempo. No se le consideraba peligroso. Sí ordené que le siguieran, pero no desde aquí porque se daría cuenta. Un agente de paisano le esperó en su hostal, en las ruinas, para poder recabar más información y tenerle controlado en todo momento. Pero con discreción. El problema es que nunca apareció por allí. Y eso que no quedaban muros que pintar.
El comisario bajó la voz para confesar que nuestro interesado había denunciado que era objeto de una supuesta persecución: «Estaba fuera de sí y soltó un sinfín de temores y advertencias que no llegamos a entender. Pero sí comprendimos que para él las pintadas tenían vida, que eran peligrosas y le seguían, y que no podía escapar del significado de sus frases», compartió, sin ocultar una tensa preocupación. Parecía esperar mi comentario, pero callé para forzar un silencio incómodo que él, visiblemente afectado, quisiera evitar. Como periodista, sabía que la tensión fuerza frases que no se quieren decir: «Es curioso, ¿no? —exclamó al fin—. Lo que me contó se parece mucho a lo que me dijeron los miembros de la banda de Sancho que detuve tras el asalto al casco antiguo», reveló, para mi asombro. «Esas pintadas nos van a volver locos a todos, ¿no?», compartió con una expresión de trascendencia que no parecía forzada. Se hizo otro silencio incómodo. Más que arrepentido por su confesión, Ramírez pareció avergonzado por no comprender.
Trinidad salió de la celda ese sábado, pero ni siquiera se acercó a las ruinas de su hostal. Supongo que temería ver la pared que resistió la embestida de la dinamita. No la habría visto porque Michele y yo, junto a algunos vecinos, la derribamos con picos y mazas. Quisimos matar a la frase que se había adueñado de ella y que había provocado, lo supe al verla, semejante furia. Se ocultó de la gran tormenta que cayó sobre la ciudad debajo del puente del teatro. Con la oscura compañía de Ahmed el emigrante.
«Le di cartones para dormir. Para mí es bueno que él venga a donde mi lugar, después de tantas veces de ir yo donde el suyo para comer y lavarme. Le di comida. Tenía comida del restaurante Ciempiés. Es buena. Para gente cara. No quiso. Él solo dormir donde mi lugar. Llovía. Mucho. Y cuando desperté no estaba donde mi lugar. Rompió los cartones en trozos pequeños. Ya no se pueden para dormir. Y estaban manchados en rojo. Me enfadé. Con cólera, porque sí. No estaba. También había mancha grande en rojo encima del banco que le permití para su sueño».
Ahmed el emigrante habla mal nuestro idioma y no sabe leer ninguno. En tiempos marcados por las frases era una suerte. Una ignorancia que, siendo triste, podía dar una inocente felicidad. Si Ahmed supiera leer habría interpretado la pintada que coronó el último sueño de Trinidad en aquel túnel de inmundicia. Yo quise verla para intentar comprender.
La vi. Y sé que Trinidad debió de explotar al verla. Imagino que sintió un estremecimiento antes del amanecer. Hileras de tormenta que brotaban de las cañerías del puente le salpicarían. Tendría frío. Escalofríos. Y estaría estremecido. ¿Una pesadilla? Quizás. El estremecimiento. Despertó. Miró a su alrededor, aturdido:
«¿Dónde estoy? Debajo del puente, en el túnel. ¿Y quién está allí? Ahmed el emigrante, el oscuro, duerme, no te fíes, es extraño. Me amenazó de muerte en el bar. La lluvia. Salpica, es fría, ensordecedora, no se puede pensar, castiga. ¿Y esto? La manta de cartón, sucia. Sucia. ¿Roja? ¡Pintada! ¡Escrita! Mancha... Es reciente. ¡Oh, no! ¿Qué han escrito? No, no puedo. ¿Y en la pared? ¿Qué veo? ¡Oh! También han escrito. Lo mismo. No quiero mirar más. No quiero recordar las palabras. ¿Estarán todavía aquí los autores? No puedo. Lloro, tiemblo, me agarro el pelo, la cabeza, los brazos, me abrazo, me toco el estómago, los puños. Me agacho, tengo arcadas, miro al suelo, al cielo: la lluvia. La ciudad se moja, ojalá destiña. ¡Ojalá destiña! ¡¿Me oye alguien?! ¡Ojalá destiña! Respiro. Pero siguen ahí. Seguirán. ¿Me quedo? ¿Me voy? Lloro. Quiero gritar. Gritaría una vida. ¡Que se borre! Pero no puedo. Me oirían. Quizá me vean ahora. ¿Qué hago? Corro».
Trinidad correría lo que nunca pensó que pudiera correr. Sus caros zapatos italianos perderían el escaso brillo que les quedaba en los cientos de charcos sobre los que pasaría fugaz y que reflejarían la pálida luz violeta, rota por miles de piedras de granizo, del incipiente amanecer. Se ensuciaría más y resbalaría más tarde en la esquina de la calle del Arenal con la calle Correo, entonces convertida en un río de baldosas entre las orillas de portales ocupadas por trasnochadores, derrotados por la irrupción del día y el castigo de la tormenta. Trinidad se cayó. En el suelo, notaría la furia de los trozos de cielo que caían sobre su cabeza y sentiría lástima por la gente que le miraba desde sus refugios y que no se movía ni se movería ni se iría nunca de esta ciudad.
Un joven cree que distinguió bajo el aguacero al camarero que le servía cada día en el Alcaraván, el bar del hostal, aunque no prestó atención a su calzado, sino a su rostro, apedreado por el granizo. Le llamó en auxilio:
— ¡Trinidad!
Trinidad se volvió, airado, y le señaló con un dedo acusador y tembloroso:
— ¡No grite! ¡No grite nunca!
Se levantó rápido y, ahuyentado por la delación de su propio grito, en verdad apagado por la tormenta, corrió hacia la Catedral todo lo veloz que le permitió una cojera súbita que apareció a traición tras la caída.
Nadie ha sabido explicar cómo pudo entrar en el templo, cerrado hasta la misa de ocho, ni cómo encontró en la penumbra de un espacio casi virgen para sus pies la falsa capilla donde nacía la escalera de caracol que moría en el campanario. Subiría sus peldaños a oscuras y, según alcanzaba un piso y otro, iría recogiendo la pesada cuerda de la campana principal. En la cúpula de la torre, posaría la cuerda en el suelo, se la enrollaría al cuerpo y se la ataría al cuello. Subiría a la repisa y caminaría cerca de las gárgolas, atragantadas por el descomunal vómito de granizo, y lucharía con sus brazos contra la tormenta para poder ver los lejanos campos de trigo, ennegrecidos por los fuegos de cada septiembre, y las azoteas rojas de estas tristes casas del casco viejo entre las que ya no estaba la suya. Para despedirse. Y saltaría. Saltaría alto y lejos. Camino de la tranquilidad.
Su cuerpo derrotado quedó ahorcado durante una hora sobre la fachada principal de la catedral, bailando a merced de los vaivenes de los fuertes vientos, en ese mar de lluvias que fue aquella mañana de aquel último domingo del mes.
El bombero que lo rescató, Miguel Pastor, fue el primero en advertir la frase pintada que cubría su cuerpo y que se acentuaba en sus zapatos. No le dio la importancia que ahora tiene y no recuerda qué ponía porque ni siquiera pudo leerlo. «Para leerlo todo tendría que haber dado la vuelta al cuerpo al menos dos veces porque era una frase escrita alrededor del muerto en espiral y la lluvia se encargó de diluir las letras», contó.
Nadie ha sabido explicar si esta espiral de letras se posó sobre Trinidad antes de que este se pusiera la soga y se arrojara al vacío o después. Javier Ramírez, empujado por su irremediable deseo de creer en algo antes que creerlo de verdad, asegura que fue pintado antes de su muerte porque nadie pudo firmarle en las alturas, antes de que aparecieran los bomberos, y se ríe de los que pensamos que la pintada le manchó cuando ya era un muerto en el aire. A mí me gusta pensarlo porque por cobardía he apostado por abrir la puerta a todas las cuestiones irracionales. Y también porque esa idea supondría que mi amigo Trinidad escapó victorioso de su particular batalla contra El Fenómeno, y no que ha muerto, derrotado y humillado, en una solitaria guerra contra las frases que empezó en una fecha desconocida y terminó con unos planes ocultos que le llevaron a adquirir aquellos explosivos Dios sabe de qué lugar.
Aquella excelente y lamentable explosión del hostal coronó casualmente la noche en que se cumplía un año de mi llegada. La voladura de nuestros equipajes y el lento planeamiento del paraguas de Paulino por los aires, así como los aplausos en el momento de su caída, me animaron y llegué a pensar en una celebración del destino. Aquel día cumplía un año entero en una ciudad a la que sentía que debía volver y tuve la ocasión de contemplar un gran espectáculo, una explosión que pocas personas podrán ver en sus vidas.
Pero ya aquel día caía en la cuenta de que mi regreso a la ciudad donde pasé mis años de universitario no había servido para nada. Además, aquel estallido no era una celebración, sino una desgracia. Fue un punto de ruptura en este extraño relato de acontecimientos y dio paso al desenlace de la tragedia que estaba por llegar.
Nadie supo por qué volví y a nadie se lo he podido explicar porque yo mismo no sé si venía para quedarme o para despedirme. Pasaba una etapa muy mala en mi casa, en mi ciudad. Me angustiaba sentir que mi trabajo, mi rutina diaria y la novia que tenía no me hacían feliz. Me entristecían. Me preguntaba por qué y cuanto más pensaba sobre ello peor me sentía. No tenía una respuesta, pero me encontraba vacío. Es probable que tuviera una crisis de identidad. Sentía que nada tenía sentido. Mi vida a apenas cuatrocientos kilómetros de distancia era tan diferente que parecía la de otra persona. Tenía el temor de que el entorno me enjaulara y que pasara a convertirme en otro al tratar de ser la persona que los demás esperaban que fuera y no la que era realmente.
He concluido que me marché de mi casa y regresé a la que había sido mi segunda ciudad porque la había adoptado como mi hábitat natural. El lugar donde me sentía mejor, donde creía que encajaba sin esfuerzo. Sufrí una depresión y el hecho de volver suponía al fin y al cabo un cambio. Era una decisión fácil que me obligaría a asumir otras cuestiones más complicadas. Como buscar algo que hacer. Necesitaba otro ambiente. Buscaba aire fresco. Novedades. Me sentía vacío y tenía que llenarme con algo.
Aquel jueves 25 de septiembre, un año antes de la explosión del hostal, falté a la cita con un especialista que me iba a tratar la depresión, hice la maleta y cogí un tren. Llegué a la ciudad a mediodía y llamé por teléfono a mis padres, a los que había dejado atrás sin darles una sola explicación, para decirles que había llegado y que no se preocuparan por mí, que me encontraba mejor, aunque era mentira. No se me ocurrió ir al café Alcaraván. Quería ir poco a poco y visitar a Trinidad más adelante. Trinidad era un gran amigo de mi época de estudiante que se encargaba del hostal, donde dormí muchas noches, y de un bar, el Alcaraván, donde invertí aún más tardes. No es que le hubiera echado mucho de menos al irme porque al principio echaba en falta a la gente divertida y él no lo era tanto. Era más bien serio, pero muy natural y sincero. Un tipo amable y sereno. De confianza. Cuando empecé a sentirme mal es cuando me di cuenta de su gran ausencia. Su presencia siempre me había dado seguridad.
Aquel jueves me apetecía mucho recorrer la ciudad solo, sentirme extraño en ella, reencontrarme con su esencia, con sus dos catedrales y sus fábricas, con su mágico olor a mar y a cosechas quemadas que bajaba el telón del verano y abría un escenario otoñal de lluvias bíblicas. Allí llovía como en ningún otro lugar y cuando llueve parece que todo se limpia, incluso las personas. Así que allí iba yo. A limpiarme.
Recuerdo muy bien el momento en el que llegué en tren. Tenía una sola maleta y antes de bajar del vagón ya la agarraba desconfiado porque aquella estación había sido durante años el refugio de rateros, drogadictos, alcohólicos o locos chillones. Gente olvidada y olvidable. El edificio había sustituido sus ruinosos hangares y sus vías muertas por un centro comercial que contenía tiendas y bares con ventanas a las vías, y un complejo de salas de cine con vigilantes que paseaban por el lugar. Un alegre hilo musical parecía poner la banda sonora a mi regreso. La iluminación era agradable, se confundía con una mañana limpia, y el suelo repartía reflejos. Pensé que era la estación del porvenir y que en cierta manera me enviaba un mensaje.
Mientras caminaba hacia el centro de la ciudad pude comprobar que el barrio de la estación era igual de feo que cuando me fui y que, además, concentraba ahora a todos aquellos a los que ya no dejaban gastar sus desdichas viendo partir los trenes. Dejé la maleta en una pensión y salí a caminar. El médico me había recomendado que viera paisajes hermosos, que me impresionaran. Decidí tomar el paseo de la ría desde la ciudad vieja. Empecé el camino en el puente del teatro, con la intención de llegar a los muelles de Carola. Más lejos, por si me quedaban fuerzas, se encontraba el magnífico cementerio de barcos, donde marineros de hace siglos decían temer a las ninfas de agua, y al final del camino, a unos quince kilómetros, el mar abierto.
Aquel día evitaba pensar en mis problemas y caminaba deprisa, como si me diera vergüenza andar por andar y estuviera fingiendo que en realidad me dirigía a algún sitio concreto con prisas. Llevaba mal el tiempo libre. El paseo estaba limpio y era hermoso. Los barrios habían crecido en extensión y altura: ocupaban más terreno en las colinas que rodeaban la ciudad y habían coronado sus alturas sin mostrar apenas los horizontes de fuego de aquellos campos que cuando eran castigados nos embriagaban con sus olores de tortura.
Me encanta el olor a tierra y paja quemada que se produce con la quema de los campos de trigo. Aquí siempre ha sido muy fuerte. Tras las cosechas, el fuego de esos campos elevados produce oleadas de aromas que caen sobre la ciudad desde las alturas y mojan nuestros sentidos, dejando su rastro en las ropas. En las últimas tardes del verano, si son calurosas, se dice que estas fragancias pueden embriagar la mente y algunos curanderos recomiendan esta cura de olores para mejorar la respiración y evitar así los ronquidos. Algunos viejos le atribuyen otros poderes especiales, relacionados en muchos casos con supersticiones. Incluso, alguno decía en un periódico que El Fenómeno obedecía a que los aromas llegaban cada vez con mayor intensidad, debido a que el ascenso de la urbe por su cinturón de montañas nos acercaba más a los campos. La creencia consistía en que ese olor perturbaba nuestra sensibilidad. Lo extraño era que un periódico publicara aquello, aunque la situación luego alcanzó tal grado de confusión que cualquier afirmación era difundida aunque estuviera sin contrastar en un vano intento de ofrecer respuestas una cuestión infinita.
Llegué a la grúa Carola, a quien llamaban así en homenaje a una hermosa mujer que hace décadas provocaba insomnios entre los trabajadores de los astilleros. La grúa vigilaba una pequeña plaza desde la que se podía observar, a lo lejos, una península de polígonos industriales y largas líneas de vecindarios grises. Era una lengua de tierra peatonal que se mantenía sobre las aguas de la ría y la despedía. Cuando llegué a ella el paseo se cerró en sí mismo. La ría continuaba, pero no tenía fuerzas para seguir el paseo por el olvidado barrio de los noruegos. Más allá, el cementerio de barcos; al fondo, el mar.
Me senté en un banco al final de aquella lengua: «¿Por qué vuelvo? ¿Qué puedo hacer ahora? ¿Busco un trabajo? ¿Empiezo de nuevo?». No había nadie; la grúa y yo. Se movían rápidas algunas columnas de humo en los viejos talleres y muy lentamente la marea, que empezaba a subir el agua. Se oía el tráfico, las gaviotas y las descargas de los camiones. Apenas soplaba el aire y tampoco olía a campos quemados. Carola no tenía otra utilidad que la de permanecer allí como un mero elemento decorativo, repintado ahora de rojo. «Para mí», pensé. Ya no me sentía tan solo.
Los primeros días de mi vuelta estuvieron marcados por aquellos paseos apresurados y por un exceso de horas de sueño que pretendía acortar y hacer más llevaderos los aburridos días de reencuentro. Iba mucho al cine, a ver, como también me había recomendado el médico, películas de evasión. Pero tenía mucho tiempo que ocupar, así que anduve por todas las calles que me salían al paso; recorrí el casco histórico, el centro administrativo, las universidades, los barrios residenciales; subí por los montes; bajé por las zonas industriales, y alcancé varias veces las distintas periferias. Buscaba el cansancio para dormir con él, ayudado por los medicamentos, y no tener que pensar demasiado.
Durante mis excursiones evité a varios conocidos a los que no me apetecía saludar para no tener que contarles qué había hecho desde que me licencié, en junio de hace un año, ni tener que explicar mi vuelta, cuando yo mismo no sabía si venía para quedarme o para despedirme. Primero quería ver a Trinidad y, una vez que le hubiese hablado, recitaría de carrerilla a todo aquel que me lo pidiese un argumento que resumiera mi situación de forma sencilla, rápida y cómoda.
Mi estrategia puso en evidencia mi estupidez cuando me encontré de frente, en la puerta del Bañegil, un bar para soñadores, con Julia, una persona que sabía escuchar y que me merecía un gran respeto. Tenía fama de ser una profesora universitaria insatisfecha, siempre quejosa y descreída, pero yo la recordaba como compañera de largas charlas y cómplice de sueños juveniles.
Me vio y no fue capaz de decir nada. Se quedó callada y sonriente. No me esperaba. Yo era ya un personaje de una historia ambientada en otro lugar.
Era profesora de Filosofía Estética en la universidad donde yo cursé Periodismo. Pertenecía a la facultad de Filosofía, pero me dio clases de Pensamiento Contemporáneo en segundo curso. Se saltaba el protocolo de las relaciones entre profesor y alumno hasta el punto de haber dormido tras una noche de juerga en casa de mi amigo Juan Codesido sin que nadie se atreviera después a preguntar nada al respecto. Debía de tener unos cincuenta años, pero aparentaba poco más de cuarenta. Aquel día tenía el pelo liso, tratado con mechas rubias, y parecía defender con su forma de vestir una elegancia discreta, contenida, que la hacía pasar desapercibida lo mismo entre jóvenes estudiantes que entre veteranos catedráticos. Sus ojos son grandes y marrones, escondidos a la sombra de largas pestañas y coronados por finas cejas. Medirá más o menos un metro sesenta y es delgada, de aspecto frágil, con manos pequeñas y afiladas, huesudas.
—Sigo dando clases en la universidad, con mi Estética a vueltas, ya sabes —me informó con camaradería, mientras daba vueltas al azúcar de un café—. En Periodismo doy una clase sobre ética porque en el nuevo plan de estudios ya no se da Pensamiento Contemporáneo. Es una pena porque para mí esa asignatura era básica para un periodista.
—Todas lo son. Ese es el problema para un periodista. Que todas lo son —irrumpí, con una llamativa efusividad para ser una de mis primeras frases—. Y que cuando eres estudiante solo encuentras útiles las materias que están relacionadas directamente con el periodismo. Con su parte práctica.
Ella asentía con una sonrisa de respeto, encantada de descubrir mi entusiasmo.
—Luego te das cuenta —continué— de que no es que te falten conocimientos para abordar un tema porque siempre puedes estudiarlo, consultar a gente que sepa y documentarte, aunque a veces no tengas tiempo o ganas. Lo que te falta es criterio para enfocarlo y tratarlo como se debe antes de empezar a trabajar con él. —Me di cuenta de que gesticulaba demasiado mientras hablaba y no me gustó emocionarme tanto, así que apoyé los antebrazos en la mesa—: Pero creo que esto sucederá siempre, aunque la formación sea infinita. El periodismo es siempre imperfecto. Y es agotador, frustrante. Me miraba a los ojos fijamente, con curiosidad—. ¿Verdad?
—Estás desencantado, ¿no?
«Desencantado». Así era Julia. La dueña de las palabras. Y esa era la palabra que me faltaba. La que buscaba para describir cómo me sentía. «Desencantado». Escucharla me produjo un gran alivio, como si el hecho de poder poner un nombre a mi estado de ánimo me aportara cierta calma y sosiego. Pensé en la alegría de volver a ver a Julia —a quien recordaba como una de las personas que más me habían escuchado, pero se me había olvidado que siempre me había comprendido— y así disfrutarla entera, plena, no como un personaje ya lejano que formaba parte de mi pasado. Ella era mi presente.
Le conté mi situación. Que estaba en paro tras haber dejado repentinamente mi trabajo en el periódico de mi ciudad, donde siempre quise escribir, donde llevaba desde que terminé la carrera, más o menos un año y tres meses, y donde me habían ofrecido un contrato indefinido con un buen sueldo y unas buenas condiciones para trabajar. Que me había escondido de Emma, una chica con la que vivía y a la que tenía engañada, y de Patricia, con quien había simulado cierta distancia pese a que era probablemente la mujer de mi vida. Que me entró un desasosiego que me impedía dormir y salir de casa. Que pasaba los días en pijama y sin afeitar, con el pensamiento en blanco y sentado en un sillón. Sintiéndome viejo a los veinticuatro años. Que me duchaba por hacer algo y que no me apetecía comer. Ni leer. Ni levantarme del sillón. Y que eso me había pasado sin avisar. Pero que me había pasado en algún momento.
—A todos nos puede ocurrir —aclaró—. No sabes ni lo que tienes ni lo que te sucede. Entonces, será una pequeña depresión, ¿no? —concluyó, sonriente aunque no estuviera alegre—. Lo mejor es que estés ocupado en otras cosas. No será bueno pensar cuando se está así. ¿Qué haces estos días?
—Nada.
—¿Nada?
—Caminar. No he parado de dar paseos. He recorrido la ciudad de un lado a otro.
—¿Y para qué has venido?
—En casa, no sé, me ahogaba. No solo en mi casa, sino en todos los sitios: en los bares, en la calle, en mis paseos, con Emma… Es como vivir algo que no te gusta. Ser el personaje de una historia que no es nada interesante. Me aburro tanto… Tanto… Creo que algo he hecho mal. —Me sorprendía hablar así ante una persona a la que no veía desde hacía años.
—Ya, pero, ¿pará qué has venido?
—No lo sé. Allá estaba mal. Lo dejé todo. Me pareció que estar aquí sería un cambio. Solo venir ya lo es, ¿no? Tengo algo de paro y cuatro mil euros en el banco, así que puedo pasar un tiempo sin tener que trabajar.
—Que para qué has venido, pregunto…
—Que no lo sé —repliqué, molesto porque insistiera con una pregunta que me resultaba incómoda—. Conozco la ciudad y me gusta. Es un cambio de aires.
—Y estarás recordando tu etapa de estudiante, ¿no? —Julia fingía desaprobación.
—Sí, es inevitable —respondí con firmeza. No me parecía necesario avergonzarme de ello.
—Pues deberías dejar de hacerlo, porque te acordarás de tus años felices como universitario. Esos en los que estás fuera de casa por primera vez, en tu piso de alquiler, con toda la vida por delante y disfrutando de ti mismo, y te entrará una depresión de verdad al ver que ya no tienes nada que ver con chavales como estos de aquí al lado —cuatro jóvenes que jugaban a las cartas en la mesa vecina nos miraron de reojo al sentirse aludidos y por un momento pensé que yo nunca tuve tanta cara de crío cuando entré en la universidad—. Lo que tienes que hacer es estar ocupado, trabajar en algo y no pensar.
—No puedo volver ahora a un periódico. Aunque sea aquí.
—Tampoco ibas a poder, ¿qué te crees? ¿Piensas que mañana vas a un periódico, llamas a la puerta, entras y ya está? Tuviste mucha suerte al tener un contrato tan pronto. Mucha. Un trabajo en un medio de comunicación no es algo que se puede ir tomando y dejando. Nunca ha sido fácil y ahora los periódicos lo están pasando mal. Tendrás que trabajar en cualquier cosa, simplemente para mantenerte ocupado. Lo bueno es que no necesitas mucho dinero, así que algo encontrarás.
Me pareció que Julia revelaba mucho sentido común en lo que decía, pero que ni el más común de los sentidos parecía poder tener algo que ver en que dejara de sentirme como un vil desgraciado. También me pareció muy egoísta hablar tanto de mis supuestos problemas a la primera de cambio. Tendríamos que haber hablado de ella, de la ciudad, de qué nuevos bares había y cuáles habían cerrado, de restaurantes, museos, profesores que habían investigado tal o cual cosa curiosa y de otros que se habían marchado, de antiguos alumnos… Cosas así.
Pero Julia miró el reloj.
—Julia, ¿estás investigando? —solté.
—¿Cómo? —preguntó, aunque sabía a qué me refería perfectamente.
—¿Estás investigando?
—Ahora sí, estoy ocupada. Y tengo una motivación —confesó, aunque no me pareció que se arrepintiera de lo que había dicho, sino que empezaba a contar un secreto.
—Que si estás investigando —insistí.
—Que sí. —En ese punto tuvo que darse cuenta de su condescendencia anterior.
—¿El qué?
—¿Me guardarás el secreto? —Sonrió con complicidad.
Le di a entender con la mirada.
—Estoy investigando El Fenómeno —reveló.
Hay episodios de esta ciudad que no quedaron documentados porque una gran inundación anegó hace más de cien años el archivo histórico y se llevó por delante buena parte de aquellas memorias. Se ha hablado tanto de estos acontecimientos que no parecen reales, sino leyendas motivadas por el orgullo y el interés, lo que les dota de cierto atractivo. Los libros de historia y las investigaciones que se publican se basan en otros textos más viejos y, al no poder verificarse, no aportan más que nuevas interpretaciones y conjeturas sobre hechos que pudieron haber ocurrido o no. La sociedad se ha educado en este contexto y se suele interpretar que debido a ello muestra una especial permisividad con las convicciones sustentadas en la fe o incluso en las supersticiones.
Es una urbe bonita, pero no especialmente llamativa. Es anárquica, de esas que crecieron sin planificación en los años sesenta. La industrialización distribuyó entonces fábricas en torno a la pequeña ciudad universitaria y a su alrededor surgieron los barrios de ladrillo rojo. A falta de espacio, los edificios, con aspecto de colmena, empezaron a trepar por las faldas de las colinas donde asoman los campos de cereal.
Esa ya avejentada capital, ahora sumida en una lenta decadencia por el desmantelamiento de las fábricas, choca con la vitalidad de la ciudad vieja, la universitaria. Dos catedrales, una románica y la otra gótica, con algunos remates barrocos, coronan su casco histórico, salpicado por una docena de iglesias y un viejo teatro. Decenas de calles estrechas desembocan en plazas donde se combinan los sobrios colores de los palacios de piedra y la alegre ornamentación barroca del edificio histórico de la universidad, frente al que se encontraba el hostal de Trinidad. Esta zona alberga las facultades en activo más antiguas del país y también es el área urbana que cuenta con más bares, restaurantes, fotocopiadoras, papelerías y librerías por metro cuadrado.
La religión se ha vivido con reconocida pasión y también con exaltación y cierto exhibicionismo. Un grupo de escritores formados aquí marcó una generación literaria y los obispos más poderosos de la historia vivieron en esta ciudad, cuya facultad de teología es la más prestigiosa del país. Pese a cierto enfriamiento detectado en los jóvenes, la mayor parte de la sociedad aún profesa una fuerte pasión religiosa y advierte con recelo la indiferencia de sus menores. Los altares, a los que los ancianos rezan noche y día, están en todas partes y algunos tienen siglos. Muchas personas les hablan (les cuentan sus problemas y les piden cosas) y les echan monedas. Mientras contemplan sus imágenes. Porque no se cansan de mirarlas.
Una mañana limpia miraban una imagen demasiado. En la ciudad vieja. Eran demasiadas personas durante demasiado tiempo. No rezaban. No hablaban. No arrojaban monedas. Solo la contemplaban. Por eso me pareció extraño. Por eso me acerqué. Y por eso la vi. Por fin la vi.
Era la primera señal verdadera que sentía de El Fenómeno. Había leído bastantes textos sobre la misteriosa irrupción de las pintadas, había visto fotos y ya en la ciudad había tenido ocasión de ver algunas en las paredes, pero no me llamaron la atención porque cuando llegué ya estaban. En cambio, esta señal no estaba. Había pasado por debajo de aquel histórico altar varias veces durante mis paseos… y antes no estaba. Debía de haber aparecido durante las últimas diez horas. Era nueva.
Era una larga frase. No era un graffiti, sino una frase pintada en una perfecta línea recta a unos cuatro metros sobre el suelo, por encima de la virgen, respetando la hornacina. Las letras, de color rojo, eran grandes, de unos cuarenta centímetros de altura, y la letra era tan perfecta que, sin serlo, parecía de imprenta. Allí no se podía subir a escribir sin una larga escalera. No había forma alguna.
El sentido de la frase era aparentemente ambiguo. Al principio no parecía significar nada concreto. Lo que llaman El Fenómeno, para mí, apareció después, cuando retuve la lectura en mi mente. Porque al leer la oración no noté nada especial. Todo cambió al interpretarla: fue como ver luz. Como descubrir un destello en la oscuridad. Como ya me habían advertido, me sentí eufórico. Soporté una gran sacudida en mi interior.
Y eso sucedió más veces.